El intento estadounidense de recuperar dominio mundial es la principal característica del imperialismo del siglo XXI. Washington pretende retomar esa primacía frente a las adversidades generadas por la globalización y la multipolaridad. Confronta con el surgimiento de un gran rival y con la insubordinación de sus viejos aliados.
La primera potencia ha perdido autoridad y capacidad de intervención. Busca contrarrestar la diseminación del poder mundial y la sistemática erosión de su liderazgo. En las últimas décadas ensayó varios cursos infructuosos para revertir su declive y continúa tanteando esa resurrección.
Todas sus acciones se cimientan en el uso de la fuerza. Estados Unidos perdió el control de la política internacional que exhibía en el pasado, pero mantiene un gran poder de fuego. Expande un destructivo arsenal para forzar su propia recomposición. Esa conducta confirma la aterradora dinámica del imperialismo como mecanismo de dominación.
En la primera mitad del siglo XX las grandes potencias disputaban el liderazgo mundial por medio de la guerra. En el período subsiguiente, Estados Unidos ejerció esa conducción con intervenciones armadas en la periferia para confrontar con la amenaza socialista. En la actualidad el capitalismo occidental afronta una crisis muy severa con su timonel averiado.
Washington pretende reconquistar supremacía en tres áreas que definen el dominio imperial: el manejo de los recursos naturales, el sometimiento de los pueblos y la neutralización de los rivales. Todos sus operativos apuntan a capturar riquezas, sofocar rebeliones y disuadir competidores.
El control de las materias primas es indispensable para sostener la primacía militar y garantizar los abastecimientos que impactan sobre el curso de la economía. La contención de las sublevaciones populares es esencial para estabilizar el orden capitalista que el Pentágono aseguró durante décadas. Estados Unidos intenta mantener la fuerza que tradicionalmente utilizó para intervenir en América Latina, África, Medio Oriente y el Sur de Asia. Necesita también lidiar con el desafiante chino para doblegar a otros rivales. En esas batallas se dirime el éxito o naufragio de la resurrección imperial estadounidense.
La centralidad bélica
El imperialismo es sinónimo de poder militar. Todas las potencias han dominado mediante esa carta sabiendo que el capitalismo no podría subsistir sin ejércitos. Es cierto que el sistema recurre también a la manipulación, el engaño y la desinformación, pero no sustituye la amenaza coercitiva por la simple preeminencia ideológica. Combina la violencia con el consentimiento y hace valer un poder implícito (soft power) que se asienta en el poder explícito (hard power).
Conviene recordar estos fundamentos, frente a las teorías que reemplazan el imperialismo por la hegemonía como concepto ordenador de la geopolítica contemporánea. Ciertamente los poderosos han reforzado su prédica a través de los medios de comunicación. Desenvuelven un sistemático trabajo de desinformación y ocultamiento de la realidad. También perfeccionaron el uso de las instituciones políticas y judiciales del estado para asegurar sus privilegios. Pero en el orden internacional la supremacía de las grandes potencias se dirime por medio de amenazas militares.
El sistema global opera con un resguardo bélico comandado por Estados Unidos. Desde 1945 la primera potencia emprendió 211 intervenciones en 67 países. Mantiene actualmente 250.000 soldados estacionados en 700 bases distribuidas en 150 naciones (Chacón, 2019). Esa mega-estructura ha guiado la política norteamericana desde el lanzamiento de las bombas atómicas en Nagasaki e Hiroshima y la conformación de la OTAN como brazo auxiliar del Pentágono.
Las tres principales incursiones de la guerra fría (Corea en 1950-1953, Vietnam en 1955-1975 y Afganistán en 1978-1989) demostraron el mortífero alcance de ese poder. Washington ha edificado un tejido internacional de instalaciones militares sin precedentes en la historia (Mancillas, 2018).
El control de las materias primas ha sido determinante de muchas operaciones bélicas. Las masacres que padece Medio Oriente para dirimir quién maneja el petróleo ilustran esa centralidad. Esa disputa detonó la sangría de Irak y Libia e influyó en las incursiones de Afganistán y Siria. Las reservas es crudo son también el botín ambicionado por los generales que organizan el acoso de Irán y el cerco de Venezuela.
Economía armamentista
La política exterior estadounidense está condicionada por la red de contratistas que se enriquecen con la guerra. Lucran con la fabricación de explosivos que deben probarse en algún rincón del planeta. El aparato industrial-militar necesita esas confrontaciones. Se nutre de un gasto que no aumenta sólo en períodos de intenso belicismo, sino también en las fases de distensión.
Gran parte del cambio tecnológico se procesa en la órbita militar. La informática, la aeronáutica y la actividad espacial son los epicentros de esa experimentación. Los grandes proveedores del Pentágono aprovechan el resguardo del presupuesto estatal, para fabricar artefactos veinte veces más costosos que sus equivalentes civiles. Operan con cuantiosas sumas, en un sector autonomizado de las restricciones competitivas del mercado (Katz, 2003).
Ese modelo armamentista se desenvuelve al compás de las exportaciones. Las 48 grandes firmas del complejo industrial-militar manejan el 64% de la fabricación bélica mundial. Entre el 2015 y el 2019 el volumen de sus ventas ascendió un 5,5% en comparación al quinquenio anterior y un 20% en relación al período 2005-2009.
El gasto militar global alcanzó en 2017 su mayor nivel desde el final de la guerra fría (1,74 billones de dólares), con Estados Unidos a la cabeza de todas las transacciones (Ferrari, 2020). La primera potencia concentra la mitad de los desembolsos y patrocina a las cinco primeras empresas de esa actividad.
El protagonismo tecnológico norteamericano depende de esa primacía internacional en el sector bélico. El desarrollo del capitalismo digital de la última década ha transitado por fabricaciones militares previas y es congruente con el uso de armas dentro del país. Estados Unidos es el principal mercado de las 12.000 millones de balas que se fabrican anualmente. La Asociación Nacional del Rifle brinda sostén material y cultural a la continuada centralidad del Pentágono.
Pero esa gravitación de la economía armamentista también genera muchas adversidades al sistema productivo. Exige un volumen de financiamiento que el país no puede proveer con recursos propios. El bache es cubierto con un déficit fiscal y un endeudamiento externo que amenazan el señoreaje del dólar.
Estados Unidos sostuvo su andamiaje militar desde la posguerra con el gran tributo que impuso a sus socios. Esa carga es actualmente resistida por los aliados europeos y ha desencadenado una crisis de financiamiento de la OTAN. Desaparecida la Unión Soviética, el Viejo Continente objeta la utilidad de un dispositivo que Washington utiliza para sus propios intereses.
La economía militar estadounidense se asienta en un modelo de altos costos y baja competitividad. El gendarme del capitalismo pudo forzar durante mucho tiempo la subordinación de sus desarmados rivales. Pero ya no cuenta con el mismo margen para administrar sus gravosas innovaciones en el área militar. Otros países desenvuelven los mismos cambios tecnológicos con operaciones más baratas y eficientes en la esfera civil.
El gasto bélico influye en forma muy contradictoria sobre el ciclo de la economía norteamericana. Apuntala el nivel de actividad cuando el estado canaliza impuestos hacia una demanda cautiva. También absorbe capitales excedentes que no encuentran inversiones rentables en otras ramas. Pero en las coyunturas adversas, incrementa el déficit fiscal y captura porciones del gasto púbico que podrían destinarse a numerosas asignaciones productivas. En esos momentos los réditos que generan las erogaciones militares para la tecnología y las exportaciones, no compensan el deterioro (y nefasto direccionamiento) de los recursos públicos.
Las guerras de nuevo tipo
La actual intervención exterior de Estados Unidos recrea los viejos patrones de la acción imperial. La conspiración persiste como el componente central de esas modalidades. La vieja tradición de la CIA en golpes de estado contra los gobiernos progresistas ha reaparecido en numerosos países.
Washington retoma también las “guerras de aproximación” (proxy war), en las áreas priorizadas para hostilizar a las naciones crucificadas por el Departamento de Estado (China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Venezuela) (Petras, 2018).
Pero el fracaso de Irak marcó un giro en las modalidades de intervención. Esa ocupación desembocó en un gran fracaso por la resistencia afrontada en el país y por la propia inconsistencia del operativo. Ese fiasco indujo la sustitución de las invasiones tradicionales por una nueva variedad de guerras híbridas (VVAA, 2019).
En esas incursiones las acciones bélicas corrientes son reemplazadas por una amalgama de acciones no convencionales, con mayor peso de fuerzas para-estatales y uso creciente del terror. Este tipo de operaciones ha predominado en los Balcanes, Siria, Yemen y Libia (Korybko, 2020).
En esos casos la acción imperial asume una connotación policial de hostigamiento, que privilegia el sometimiento a la victoria explícita sobre los adversarios. Esas intervenciones amplían los operativos que la DEA perfeccionó en su pulseada con el narcotráfico. El control del país acosado se torna más relevante (o factible) que su derrota y la agresión con alta tecnología ocupa un lugar preeminente (“guerras de quinta generación”).
En incontables casos el componente terrorista de esas acciones ha desbordado el curso diseñado por la Casa Blanca, generando una secuencia autónoma de acciones destructivas. Ese descontrol se verificó con los talibanes, inicialmente adiestrados en Afganistán para acosar a un gobierno pro-soviético. Lo mismo ocurrió con los yihadistas, entrenados en Arabia Saudita para erosionar a los gobiernos laicos del mundo árabe.
A través de guerras hibridas Estados Unidos intenta controlar a sus rivales, sin consumar intervenciones bélicas en regla. Combina el cerco económico y la provocación terrorista, con la promoción de conflictos étnicos, religiosos o nacionales en los países diabolizados. También propicia la canalización derechista del descontento a través de los líderes autoritarios que han usufructuado de las “revoluciones de colores”. Esos operativos han permitido incorporar a varios países del Este Europeo al cerco de la OTAN contra Rusia.
Las guerras híbridas incluyen campañas mediáticas más penetrantes que la vieja batería de posguerra contra el comunismo. Con nuevos enemigos (terrorismo, islamistas, narcotráfico), amenazas (estados fallidos) y peligros (expansionismo chino), Washington despliega sus campañas, mediante una extendida red de fundaciones y ONGs. También utiliza la guerra de la información en las redes sociales.
Las agresiones imperiales incluyen una novedosa variedad de recursos. Basta observar lo sucedido en Sudamérica con la operación implementada por varios jueces y medios de comunicaciones contra los líderes progresistas (lawfare), para mensurar el alcance de esas conspiraciones. Pero esos atropellos suscitan inéditas conmociones en incontables planos.
Escenarios caóticos
Durante la primera mitad del siglo XX imperaron las conflagraciones a escala industrial, con masas de uniformados exterminados por la maquinaria bélica. En esas guerras totales con muertes anónimas se impuso el indiscriminado entierro de los “soldados desconocidos” (Traverso, 2019).
En las últimas décadas ha prevalecido otra modalidad de acciones con decreciente compromiso de tropas en los campos de batalla. Estados Unidos perfeccionó ese curso, mediante los bombardeos aéreos que destruyen aldeas sin la presencia directa de los marines. Ese tipo de intervención se afianzó con la generalización de drones y satélites.
Con esas modalidades el imperialismo del siglo XXI destruye o balcaniza a los países que obstaculizan el resurgimiento de la dominación norteamericana. El aumento del número de miembros en las Naciones Unidas es un indicador de esa remodelación.
La población desarmada ha sido la principal afectada por incursiones que disolvieron la vieja distinción entre combatientes y civiles. Solamente el 5% de las víctimas de la Primera Guerra Mundial eran ciudadanos no alistados. Esta cifra se elevó al 66% en la Segunda Guerra y promedia el 80-90% en los conflictos actuales (Hobsbawm, 2007: cap 1).
Las operaciones que sostiene el Pentágono han barrido definitivamente con todas las normas de las Convenciones de La Haya (1899 y 1907), que distinguían a los uniformados de los civiles. La misma disolución se verifica en los conflictos externos e internos de numerosos estados. La frontera entre la paz y la guerra se ha diluido, potenciando el indescriptible sufrimiento de los refugiados. El organismo que computa el número de esos desamparados registró en 2019 un total de 79,5 millones de personas desplazadas de sus hogares (Unhcr-Acnur, 2020).
Esa monumental cifra de traslados forzosos ilustra el grado de violencia imperante. Aunque los conflictos no alcancen la generalizada escala del pasado, sus consecuencias sobre los civiles son proporcionalmente mayores.
La agresión imperial quebranta en forma sistemática las fronteras entre los países. Impone una remodelación geográfica que contrasta con las rígidas barreras limítrofes de la guerra fría. Esas líneas definan estrictos campos de confrontación y contenían a las poblaciones en sus localidades de origen.
Los estallidos bélicos actuales potencian los efectos de la creciente presión emigratoria hacia los centros del hemisferio norte. La huida de la guerra confluye con la masiva escapatoria de la devastación económica que padecen varios países de la periferia.
El imperialismo estadounidense es el principal causante de las tragedias bélicas contemporáneas. Provee armas, auspicia tensiones raciales, religiosas o étnicas y promueve prácticas terroristas que destruyen a los países afectados (Armanian, 2017).
Lo ocurrido el mundo árabe ilustra esa secuencia. Bajo las órdenes de sucesivos presidentes, Estados Unidos implementó la demolición de Afganistán (Reagan-Carter), Irak (Bush) y Siria (Obama). Esas masacres implicaron 220.000 muertos en el primer país, 650.000 en el segundo y 250.000 en el tercero. La disgregación social y el resentimiento político generado por esas matanzas desencadenaron, a su vez, atentados suicidas en los países centrales. El terror desembocó en enceguecidas respuestas de más terror.
Las atrocidades imperiales han socavado los propios objetivos de esas incursiones. Para desplazar a Gadafi el imperialismo pulverizó la integridad territorial de Libia y deshizo el sistema de tapones construido en el Norte de África para contener la emigración hacia Europa. El país se convirtió en un centro de explotación de migrantes, gestionado por las mafias que Occidente financió para apoderarse de Libia. Frente a semejante desmadre, los viejos colonialistas ya no diseñan nuevas fronteras formales. Sólo improvisan mecanismos de contención de los refugiados (Buxton; Akkerman, 2018).
El Pentágono ha desplegado, además, unas 50 bases ocultas en África, mientras las compañías petroleras occidentales controlan a los tiros sus yacimientos de Nigeria, Sudan y Níger (Armanian, 2018). Ese apetito por los recursos naturales es el trasfondo de las tragedias en el continente negro. La acción imperial ha incentivado los enfrentamientos étnicos ancestrales para incrementar su manejo de esos recursos.
La fractura interna
El principal obstáculo que afronta la recomposición imperial estadounidense es la ruptura de la cohesión interna del país. Ese cimiento sostuvo durante décadas la intervención de la primera potencia en el resto del mundo. Pero el gigante del Norte ha registrado un cambio radical como consecuencia del retroceso económico, la grieta política, las tensiones raciales y la nueva conformación étnico-poblacional. La uniformidad cultural que nutría el “sueño americano” se ha diluido y Estados Unidos afronta una fractura sin precedentes.
Las divisiones han erosionado el sustento de la injerencia norteamericana en el exterior. Las operaciones militares no cuentan con el aval del pasado y han quedado afectadas por el fin de la conscripción. Washington ya no embarca en sus incursiones a un ejército de reclutas, ni justifica esas acciones con mensajes de ciega fidelidad a la bandera. Para consumar operativos quirúrgicos opta por un armamento más acotado y de mayor precisión. Prioriza el impacto mediático y la contención de bajas en sus propias filas.
La privatización de la guerra sintetiza esas tendencias. Se ha generalizado el uso de mercenarios y contratistas que negocian el precio de cada masacre. Esta modalidad de belicismo sin compromiso de la población, explica la pérdida de interés general por las acciones imperiales. Las guerras sin reclutas exigen mayores gastos, pero atenúan las resistencias internas. Impiden incluso percibir los fracasos en territorios lejanos (Irak, Afganistán) como adversidades propias.
Pero la contrapartida de ese divorcio es la creciente dificultad imperial para incursionar en proyectos más ambiciosos. Resulta muy difícil recuperar el liderazgo mundial, sin la adhesión de segmentos significativos de la población.
El imperialismo de posguerra se asentaba en una autoridad oficial que se ha disipado. El fin del alistamiento masivo introdujo un nuevo derecho democrático, que paradójicamente deteriora la capacidad del estado norteamericano para recuperar su decaído poder imperial (Hobsbawm, 2007: cap 5).
La privatización de la guerra acentúa, a su vez, los traumáticos efectos del divorcio entre los gendarmes y la población. El trauma de los retornados de Irak o Afganistán ilustra ese efecto. El uso de mercenarios también expande la militarización interna y la incontrolable explosión de violencia que suscita la libre portación de armas.
Esta secuencia de corrosiones asume un alcance mayor con la canalización derechista del descontento social. Esa captación política despuntó con el TEA Party y se afianzó con el Trumpismo.
La xenofobia, el chauvinismo y el supremacismo blanco se han extendido con discursos racistas que culpabilizan a las minorías, los migrantes y los extranjeros del declive estadounidense. Pero esa furia nacionalista sólo ahonda la fractura interna, sin recrear la base social extendida que utilizaba el imperialismo estadounidense para incursionar en el exterior.
Los fallidos de Trump
Los últimos cuatro años aportaron un categórico retrato del fracasado intento estadounidense de recuperar dominio imperial. Trump privilegió la recomposición de la economía y pretendió utilizar la superioridad militar del país para apuntalar el relanzamiento productivo.
Con ese soporte encaró durísimas negociaciones externas, a fin de extender al plano comercial las ventajas monetarias que mantiene el dólar. Propició acuerdos bilaterales y cuestionó el libre-comercio para aprovechar la primacía financiera de Wall Street y la Reserva Federal.
Trump intentó preservar la supremacía tecnológica mediante crecientes exigencias de cobro de la propiedad intelectual. Con ese control de la financiarización y del capitalismo digital esperaba forjar un nuevo equilibrio entre los sectores globalistas y americanistas de la clase dominante. Apostó a combinar la protección local con los negocios mundiales.
El multimillonario priorizó la contención de China. Encaró una brutal pulseada para reducir el déficit comercial, a fin de repetir el sometimiento que impuso Reagan a Japón en los años 80. Buscó además afianzar las ventajas sobre Europa, aprovechando la existencia de un aparato estatal unificado, frente a competidores transatlánticos que no logran extender su unificación monetaria al plano fiscal y bancario. Bajo la apariencia de un improvisado desorden, el ocupante de la Casa Blanca concibió un ambicioso plan de recuperación estadounidense (Katz, 2020).
Pero su estrategia dependía del aval de los aliados (Australia, Arabia Saudita, Israel), la subordinación de los socios (Europa, Japón) y la complacencia de un adversario (Rusia) para forzar la capitulación de otro (China). El magnate no consiguió esos alineamientos y el relanzamiento norteamericano falló desde el principio.
La confrontación con China fue su principal fracaso. Las amenazas no amedrentaron al dragón asiático, que aceptó mayores compras y menores exportaciones, sin convalidar la apertura financiera y el freno de las inversiones tecnológicas. China no acomodó su política monetaria a los reclamos de un deudor, que ha colocado el grueso de sus títulos en los bancos asiáticos.
Tampoco los socios de Estados Unidos resignaron los negocios con el gran cliente asiático. Europa no se sumó a la confrontación con China e Inglaterra continuó jugando su propia partida en el mundo. El gigante oriental incrementó para colmo su intercambio comercial con todos los países del hemisferio americano (Merino, 2020).
Trump sólo logró inducir un alivio de coyuntura, sin revertir ningún desequilibrio significativo de la economía. Esa carencia de resultados salió a flote en la crisis que precipitó la pandemia y en su propia eyección de la Casa Blanca.
Las mismas adversidades se verificaron en la órbita geopolítica. El magnate intentó neutralizar la pesada herencia de fracasos militares. Propició un manejo cauto de las aventuras bélicas frente al fiasco de Irak, el pozo de Somalia y los despistes de Siria.
Para desandar las infructuosas campañas de Bush forzó retiradas de tropas en los escenarios más expuestos. Transfirió operaciones a sus socios sauditas e israelíes y redujo el protagonismo previo. Sostuvo la anexión de Cisjordania y las masacres de los yemenitas, pero no comprometió al Pentágono con otra intervención. Prescindió de los marines de la crisis libia, sustrajo efectivos de Siria y abandonó a los aliados kurdos. En esa zona avaló la gravitación de Turquía y consintió la preeminencia de Rusia.
Trump volvió a experimentar la misma impotencia de sus antecesores en el control de la proliferación nuclear. Esa incapacidad para restringir la tenencia de bombas atómicas a un selecto club de potencias ilustra las limitaciones norteamericanas. Estados Unidos no puede dictar el rumbo del planeta, si una pequeña franja de países comparte el poder de chantaje que otorgan las cargas nucleares.
Las fracasadas tratativas con Corea del Norte confirmaron esas flaquezas de Washington. Kim perfeccionó la estructura de misiles y rechazó la oferta de desarme a cambio de provisiones de energía o alimentos. Sabe que únicamente el poderío nuclear impide la repetición en su país de lo ocurrido en Irak, Libia o Yugoslavia.
Ese resguardo atómico es la carta contra un imperio que impuso la división de la península coreana y rechaza cualquier tratativa de reunificación. Estados Unidos veta constantemente los avances en la propuesta ruso-china de frenar la militarización de ambos lados (Gandásegui, 2017). Pero al cabo de varias amenazas Trump archivó su pose de fanfarrón y aceptó la simple continuidad de las conversaciones.
Una barrera muy semejante encontró en Irán. También ahí la prioridad imperialista ha sido el freno del desarrollo nuclear para garantizar el monopolio atómico regional de Israel. Trump rompió el acuerdo de desarme suscripto por Obama y viabilizado a través de una verificación internacional.
El magnate redobló las provocaciones con embargos y atentados. El asesinato del general Soleimani fue el punto culminante de esa agresión. Implicó un descarado acto de terrorismo hacia el jefe del ejército de un país, que no perpetró ninguna agresión contra Estados Unidos. Pero ese tipo de crímenes -seguido por la eliminación de varios científicos de alto rango- no ha logrado detener la paulatina incorporación de Irán al club de los países protegidos con la coraza atómica.
Esa misma diseminación del poder nuclear impide a Washington imponer su arbitraje en otros conflictos regionales. Las tensiones entre Pakistán e India oponen, por ejemplo, a dos ejércitos con ese tipo de armamento y consiguiente capacidad para autonomizarse del tutelaje imperial
Trump falló también en sus agresiones contra Venezuela. Propició todos los complots imaginables para recuperar el control de la principal reserva petrolera del hemisferio y no pudo doblegar al chavismo. Sus amenazas chocaron con la imposibilidad de repetir las viejas intervenciones militares en América Latina.
La nueva estrategia de rearme
Trump no se limitó a retacear la presencia militar en el exterior con la expectativa de relanzar la economía. Incrementó en forma drástica el presupuesto militar para descartar cualquier sugerencia de efectivo repliegue imperial. Esas erogaciones saltaron de 580.000 millones de dólares (2016) a 713.000 millones (2020). Garantizó ganancias récord a los fabricantes de misiles y ensayó una mega-bomba de inédito alcance en Afganistán.
El magnate relanzó la guerra de las galaxias y rompió los tratados de desarme nuclear. También avaló al giro hacia la “Competencia entre los Principales Poderes” (GPC), en reemplazo de la “Guerra Global contra el Terrorismo” (GWOT). Ese cambio tiende a sustituir la identificación, rastreo y destrucción de fuerzas adversas en remotas áreas de Asia, África o Medio Oriente por un rearme preparatorio de conflictos más convencionales. Con ese viraje propició cerrar el capítulo-Bush de incursiones en áreas alejadas, para retomar la confrontación tradicional con los enemigos del Pentágono (Klare 2020).
Con esa óptica el magnate complementó las presiones comerciales sobre China con un gran despliegue de la flota del Pacífico. Exigió la desmilitarización de los arrecifes del Mar del Sur para quebrantar el escudo defensivo de su rival. Reforzó drásticamente el desplazamiento de tropas iniciado por Obama desde Medio Oriente hacia el continente asiático.
La presión sobre China escaló con la ampliación de la marina y la adquisición de un asombroso número de buques y submarinos. La fuerza aérea fue modernizada en sintonía con todas las innovaciones de la inteligencia artificial y el adiestramiento en ciberguerras.
Para hostilizar a China, Trump reforzó el bloque forjado con India, Japón, Australia y Corea del Sur (Quad). Ese alineamiento militar presupone que los eventuales choques con Beijing se librarán en el Océano Pacífico e Índico. Un connotado asesor del Departamento de Estado localiza en esa región el desenlace de la confrontación sino-estadounidense (Mearsheimer, 2020).
La estrategia frente a Rusia fue más cautelosa y amoldada al intento inicial de atraer a Putin a un acuerdo contra Xi Jin Ping. Del fracaso de ese operativo emergieron las iniciativas de reequipamiento de los ejércitos terrestres en el continente europeo. La Casa Blanca continuó su trabajo de cooptación militar de los países fronterizos con Rusia y extendió la red de misiles de la OTAN desde las Repúblicas Bálticas y Polonia hasta Rumania.
Con esa nueva estrategia el despliegue de armas nucleares retomó su vieja centralidad. Trump aprobó el desarrollo de municiones atómicas basadas en ojivas de alcance acotado y misiles balísticos de lanzamiento marítimo. Las primeras series de estas bombas ya fueron fabricadas y entregadas al alto mando.
Para desenvolver esos fulminantes artefactos Trump rompió los tratados de racionalización nuclear concertados en 1987. Puso fin al mecanismo de compatibilizar con Rusia la destrucción del armamento obsoleto. Apadrinó, además, la primera prueba de un misil de mediano alcance desde el final de la guerra fría.
La nueva estrategia bélica explica la brutal exigencia de mayor financiación europea de la OTAN. Con actitudes de matón, el magnate recordó que Occidente debe solventar los auxilios prestados por Estados Unidos. Esa demanda generó la mayor tensión transatlántica desde la posguerra.
Trump buscó arrastrar a sus aliados a conflictos con China y Rusia, que socavan los negocios del Viejo Continente. En esa región existe una seria resistencia a la militarización que propicia Estados Unidos. Pero el capitalismo europeo no ha podido emanciparse de la tutela bélica norteamericana y por eso acompañó las incursiones de Irak y Ucrania. Rechaza la demanda de mayor gasto en la OTAN, pero sin romper la subordinación a Washington.
El alterimperialismo europeo concibe su propio sistema de defensa en estrecha conexión con el Pentágono y por esa razón no logra consumar la unificación de su propio ejército. Existe un divorcio entre la supremacía militar de Francia y el poder económico de Alemania que impide materializar esa iniciativa (Serfati, 2018).
Trump no pudo someter a Europa, pero sus interlocutores de Bruselas, Paris y Berlín continuaron careciendo de una brújula propia. Esa indefinición acrecentó la capacidad exhibida por Rusia para contener la recomposición imperial estadunidense. Putin reforzó el dique defensivo que estableció con Xi Jinping y salió airoso de las pulseadas geopolíticas en Siria, Crimea y Nagorno-Karabaj. Es muy visible el abismo imperante entre estos resultados y la disgregación que prevalecía en la era de Yeltsin.
Como China no disputa con la misma frontalidad geopolítica sus logros son menos visibles, pero exhibe resultados económicos impresionantes en su puja con Estados Unidos. El mandato de millonario retrató la incapacidad norteamericana para recuperar primacía imperial.
El asalto al Capitolio
Trump se despidió con una aventura que retrata la magnitud de la crisis política estadounidense. La invasión al Congreso no fue un acto improvisado. Los grupos ultraderechistas difundieron previamente el plan, financiaron viajes, reservaron hoteles y transportaron armas. Al interior del recinto siguieron las rutas de acceso a los despachos señaladas por los diputados cómplices.
La policía creó una zona liberada y aseguró durante horas la presencia de los asaltantes. Si un grupo de afroamericanos hubiera intentado una acción semejante habría sido acribillado al instante. Las manifestaciones pacíficas en ese mismo lugar concluyeron en los últimos años con centenares de heridos y detenidos.
Trump participó directamente en la asonada. Instigó a los manifestantes, mantuvo comunicaciones con sus líderes y les prometió apoyó. El objetivo de la acción era presionar a los congresistas republicanos que cuestionaban la impugnación de la elección. Ese apriete incluía amenazas para forzarlos a seguir la instrucción presidencial. Con la provocación en el Capitolio el magnate intentó sostener su absurda denuncia de fraude. Consiguió mantener la lealtad de un centenar de legisladores y demorar el desalojo, pero al final abandonó la partida y condenó a los ocupantes.
La incursión fue tan surrealista como los especímenes que la perpetraron. El grupo de alucinados que se retrató en los sillones del Congreso parecía extraído de una tira fantástica de la televisión. Pero el bizarro acto que consumaron no borra la huella fascista del operativo.
Todos los delirantes que intervinieron en la toma integran algún grupo de las milicias supremacistas. Actúan en sectas fanáticas (QAnon Shaman) o se referencian en la congresista que ganó su mandato con el símbolo de la ametralladora (Marjorie Taylor Greene). Los gendarmes que abrieron las puertas del Congreso participan en esas formaciones ultra-derechistas.
Los grupos paramilitares cuentan con 50.000 miembros bien pertrechados. Se especializan en atacar manifestaciones juveniles o democráticas y hace pocos meses realizaron un ensayo del asalto frente a la legislatura de Michigan. Una cuarta parte de esas milicias está integrada por soldados o policías y esa afiliación quedó confirmada en la lista de detenidos por el ataque al Capitolio.
La elevada presencia militar en los pelotones fascistas forzó dos pronunciamientos del alto mando, rechazando el involucramiento de las fuerzas armadas en las aventuras del trumpismo. Diez ex secretarios de Defensa firmaron esa advertencia y el FBI organizó la ceremonia de nombramiento de Biden con un inédito operativo para desmantelar eventuales atentados. Al cabo de muchos años de libre circulación y prédica, los grupos fascistas se han transformado en la principal amenaza terrorista. Los supremacistas (y no lo herederos de Bin Laden) son señalados como el gran peligro en ciernes. A diferencia de lo ocurrido con las Torres Gemelas esta vez el enemigo es interno.
Esos grupos se sostienen en una base social racista que actualizó los emblemas neo-confederados. Retoman las periódicas oleadas de reacción contra las conquistas democráticas. En el pasado ajusticiaban a esclavos liberados o atentaban contra los derechos civiles. Ahora rechazan la integración racial, el multiculturalismo y la acción afirmativa.
Los afroamericanos persisten como el principal blanco de un resentimiento que se extiende a los inmigrantes. Por esa razón la impugnación del resultado electoral anti-Trump fue tan intensa en los estados con votantes negros y latinos. Los extremistas evangélicos añaden su cruzada contra el aborto y el feminismo a la campaña ultra-conservadora.
El asalto al Capitolio no fue la antítesis de la realidad estadounidense que imagina Biden. Expresa el agonizante estado del sistema político y complementa todas las anomalías que salieron a flote durante los comicios. La irrupción de fascistas armados en el Congreso no es ajena al sistema electoral antidemocrático que digita la plutocracia gobernante.
Las tentativas de golpe eran el único ingrediente que faltaba en ese infame dispositivo. Las hordas de Trump llenaron ese vacío, sepultando todas las burlas hacia los regímenes políticos de América Latina. Esta vez el típico episodio de una Republicana Bananera se localizó en Washington. Los bandoleros no asaltaron el Parlamento de Honduras, Bolivia o El Salvador. El operativo que exporta el Departamento de Estado y organiza la embajada yanqui fue implementado en casa.
Las consecuencias políticas de ese episodio son inconmensurables. Afectan directamente la capacidad de intervención imperial. La OEA tendrá que reinventar sus guiones para condenar “las violaciones a las instituciones democráticas”, en los países que simplemente imiten lo ocurrido en Washington. También deberá explicar por qué razón la cúpula de los Republicanos y Demócratas toleraron esa incursión, sin ninguna represalia contundente contra sus responsables.
Los efectos más perdurables aún son nebulosos, pero las comparaciones que se establecieron con la captura de Roma por los bárbaros o con las marchas de Mussolini ilustran la gravedad de lo ocurrido. Varios historiadores estiman que el país afronta el mayor enfrentamiento interno desde la guerra civil del siglo XIX.
En lo inmediato se perfilan dos escenarios contrapuestos de declive o resurgimiento de Trump. Los exponentes de la primera previsión destacan que la aventura golpista acentuó un deterioro ya soportado por el magnate, como consecuencia de la pandemia y la derrota electoral (PSL, 2021; Naím, 2021). Zafó de la destitución (25ª Enmienda), pero no de un impechment que podría inhabilitarlo a futuro. Se despidió con la deserción de funcionarios, rechazos de congresistas republicanos y un vergonzoso auto-indulto de sus cómplices. La ceremonia militarizada del traspaso disuadió las marchas previstas de apoyo a su gestión.
Trump fue abandonado por sectores de las finanzas y la industria que solventaron su campaña y el poder tecnológico lo repudió cortando sus cuentas en Twitter y Facebook. El establishment teme los incontrolables efectos de las jugadas del ex presidente. Si la decadencia de Trump se corrobora, el asalto al Capitolio será recordado como el “Tejerazo” de España en 1981 (intento final y fallido del franquismo para conservar el poder).
Pero una biblioteca opuesta de analistas estima que lo ocurrido no modificará la sólida inserción política del trumpismo (Vandepitte, 2021; Farber, 2021; Post, 2020). El millonario cuenta con una base social que reunió al 47 % de los votantes y sometió al partido republicano a su liderazgo. Muchos legisladores han repetido su fábula del fraude electoral, con el alocado agregado que fue perpetrado por un fantasmal grupo izquierdista (Antifas).
Esta visión postula que el trumpismo se ha consolidado dentro de la estructura estatal (gendarmes, jueces, funcionarios) y podría construir una tercera formación para desafiar el bipartidismo, si no logra domesticar el hervidero republicano. La inhabilitación de Trump sería contrarrestada por el protagonismo de sus hijos o algún otro sucesor. Y la animadversión de los financistas sería compensada con otros contribuyentes.
Pero las dos opciones de caída o persistencia del trumpismo no dependen sólo del comportamiento de las elites y los realineamientos de los Republicanos. Aún está pendiente la reacción en el polo opuesto de jóvenes, precarizados, afroamericanos, feministas y latinos, que antes del período electoral ocuparon las calles con enormes manifestaciones. Si esas voces retoman su presencia -con la demanda de democratizar el sistema electoral- el futuro del magnate se dirimirá en otro escenario.
Continuidades e interrogantes
La salida de Trump reducirá el tono de la retórica imperial, pero no la intensidad de las agresiones estadounidenses. Con mayor uso de la diplomacia y la hipocresía, Biden comparte las políticas de estado de su antecesor.
Los dos partidos del establishment se han alternado en el manejo de las estructuras que sostienen la preeminencia militar de la primera potencia. Las evidencias de este belicismo compartido son incontables. Los Demócratas no sólo iniciaron las grandes guerras de Corea y Vietnam. Tanto Clinton como Obama autorizaron más incursiones externas que Trump y en el 2002 el propio Biden apoyó la invasión a Irak, supervisó la intervención en Libia y avaló el golpe en Honduras (Luzzani, 2020).
El dispositivo imperial norteamericano se asienta en un sistema político antidemocrático, que garantiza el periódico reparto de los cargos públicos entre las dos formaciones tradicionales. En la última elección fue particularmente visible cómo operan esos mecanismos de manipulación. En Estados Unidos no funciona el principio elemental de una persona-un voto. Tampoco existe un padrón federal o una autoridad electoral única. Hay que inscribirse y el ganador de cada estado se queda con todos los electores.
La plutocracia que maneja ese sistema asegura su continuidad con los descomunales gastos de campaña que proveen las grandes empresas (10.800 millones de dólares en el 2020). Los 50 estadounidenses más ricos -que poseen una riqueza equivalente a la mitad de los habitantes del país- tienen garantizado su control del régimen. Con ese basamento se definen las estrategias imperiales que utiliza la primera potencia para dictar lecciones de democracia al resto del mundo.
Biden se apresta a retomar la política externa tradicional manchada por los exabruptos de su antecesor. Intentará en esa esfera el mismo retorno a la “normalidad” que promete en el ámbito interior. Los medios de comunicación acompañan ese maquillaje.
El nuevo morador de la Casa Blanca apuntala el neoliberalismo con algunas pinceladas de progresismo en la agenda de las minorías, el feminismo y el cambio climático. Esa misma mixtura instrumentará en la arena exterior, rodeando los lineamientos básicos del imperio con mayores ornamentos de retórica amigable. Esa línea ha sido sugerida por los tradicionales asesores del Departamento de Estado (Nye, 2020). Biden implementará esa combinación aprovechando su larga experiencia de medio siglo en los intersticios de Washington.
Ya colocó el mismo equipo de funcionarios de Obama en los puestos claves de la política exterior. Pero no podrá repetir simplemente el globalismo multilateral de esa gestión. Con los Tratados de Libre-comercio Transpacíficos (TTP) y Transatlánticos (TTIO), Obama propiciaba una red de alianzas asiáticas para rodear a China y un tejido de acuerdos con Europa para aislar a Rusia. Ninguno de esos convenios pudo concretarse, antes de su brutal entierro por el bilateralismo mercantilista de Trump. Es muy improbable que Biden pueda retomar el curso precedente, como pilar económico de su estrategia imperial.
Para comandar los mega-tratados comerciales con Europa y Asia se requiere una economía de alta eficiencia que Estados Unidos ya no maneja. No alcanza con el dólar, la alta tecnología y el Pentágono. Ni siquiera en el propio hemisferio americano la primera potencia logró consumar una estrategia librecambista. Sólo consolidó el T-MEC con México, sin reinstalar ninguna variante del ALCA en el resto de la región.
Por otra parte, la crisis de la globalización persiste y la prédica de Trump para confrontar con los adversarios comerciales ha calado en el electorado. Existe una fuerte corriente de opinión hostil al globalismo tradicional de las elites costeras. A ese malestar se añade el Gran Confinamiento generado por la pandemia y la inédita paralización del transporte y el comercio internacional. La confluencia de obstáculos para retomar el multilateralismo es muy significativa.
Biden deberá concebir un nuevo pilar para su programa externo con otro equilibrio entre americanistas y globalistas. De la misma forma que Trump se distanció del intervencionismo de Bush, Biden deberá ensayar algún coctel más alejado del formato Demócrata tradicional.
Sus primeros pasos apuntarán a recomponer relaciones tradicionales con los aliados de la OTAN. Intentará cicatrizar las heridas dejadas por su antecesor, retomando proyectos para lidiar con el cambio climático (Acuerdo de Paris). Buscará “descarbonizar” el sector eléctrico con incentivos a las energías renovables e impulsos al auto eléctrico. Pero esas iniciativas no resuelven el gran dilema de la estrategia frente a China.
En este terreno sobran los indicios de continuidad. Biden intensificará la presión para gestar una OTAN del Pacífico-Índico (Dohert, 2020). Australia ya decidió participar en ejercicios navales con Japón y transformarse en el gran portaviones regional del Pentágono. A su vez, Taiwán ha sido provisto de un novedoso armamento aéreo y la India brinda señales de aprobación al acoso en el Mar de China (Donnet, 2020).
El nuevo presidente tratará de incorporar a Europa a esta campaña. Se apresta a suturar las heridas dejadas por Trump, aprovechando el novedoso clima de adversidad con China que despunta entre las elites del Viejo Continente. La Unión Europea designó al gigante oriental como un “competidor estratégico” y los gobiernos de Alemania, Francia e Inglaterra negocian el veto a Huawei en sus redes 5G. Macron acaba nombrar incluso un representante galo en el cuarteto belicista que formó el Pentágono en Asia (Quad).
Pero nadie sabe aún cómo se financiará la OTAN y la lista de temas en conflicto con Viejo Continente es muy extendida. Incluye la postura estadounidense frente al Brexit y una definición frente al proyecto trumpista de tratado de libre comercio anglo-americano. También sigue pendiente la postura del Departamento de Estado frente al gasoducto que conectará a Alemania con Rusia.
Biden adscribe al fanatismo pro-israelí de su antecesor, pero Europa propicia un contrapeso más equilibrado con el mundo árabe. Deberá resolver si mantiene la presión bélica sobre Irán, o si por el contrario restablece el tratado nuclear que propician las empresas de Alemania y Francia.
Estas definiciones incidirán en la estrategia bélica de Biden. Tendrá que optar entre el retaceo de tropas que caracterizó a Trump o el intervencionismo que propiciaban Obama-Clinton. Apuntalar las guerras hibridas o el rearme para grandes conflagraciones involucra otra definición de peso. Pero en cualquiera de esas variantes, se dispone a insistir en el proyecto imperial de recuperación estadounidense.
Atascos en la ideología
Es probable que Biden retome el estandarte de los derechos humanos como justificación de la política imperial. Esa cobertura ha sido tradicionalmente utilizada para enmascarar los operativos de intervención. Trump abandonó esos mensajes y simplemente optó por disparatadas afirmaciones sin ninguna pretensión de credibilidad.
La presión sobre China que concibe Biden seguramente incluirá alguna alusión a la falta de democracia. En ese caso difundirá condenas de los mismos atropellos que se realizan en los países asociados con la primera potencia. Lo que se silencia de Arabia Saudita, Colombia o Israel ocuparía la primera plana de cuestionamientos a Beijing.
Biden reemplazaría las burdas acusaciones de competencia desleal o fabricación del coronavirus por críticas a la ausencia de libertad de expresión y reunión. Quizás señale también la responsabilidad china en el deterioro del medio ambiente, para atraer al subordinado cómplice europeo.
Pero no será sencillo colocar a China en la lista de países afectados por una tiranía. El imperialismo de los derechos humanos ha sido habitualmente instrumentado para tutelar pequeñas (o medianas) naciones. En esos casos se realza la inoperancia de un “estado fallido” y la consiguiente necesidad del socorro humanitario. Con esa cobertura se arremetió en Somalia, Haití, Serbia, Irak, Afganistán o Libia.
Los invasores nunca explican la selectividad de ese padrinazgo. Excluyen a incontables países sujetos a las mismas anomalías. Además descalifican a la población “rescatada” presentándola como una multitud incapaz de gestionar su propio destino.
La contención de masacres derivadas de enfrentamientos étnicos, religiosos o tribales ha sido otro pretexto de la intervención. Se lo utilizó en África y en los Balcanes, alegando la necesidad de contener matanzas entre poblaciones enemistadas. También en esos casos se ha supuesto que sólo una fuerza armada foránea puede pacificar a los pueblos enfrentados.
Pero ese padrinazgo imperial contrasta con la frecuente incapacidad para arbitrar los propios conflictos internos. Nadie sugiere una mediación externa para resolver esas tensiones. La esencia del imperialismo justamente radica en el auto-asignado derecho a intervenir en otro país, para administrar los problemas que en casa se gestionan sin ninguna injerencia foránea.
Lo mismo ocurre con el enjuiciamiento de los culpables. Los acusados de los países periféricos quedan sujetos a normas del derecho internacional, que no se aplican a sus pares del Primer Mundo. Milosevic puede enfrentar un tribunal, pero Kissinger está invariablemente exento de ese infortunio.
Con esa conducta Estados Unidos actualiza el acervo de hipocresía heredada de Gran Bretaña. En el siglo XIX la flota inglesa hostigaba el tráfico internacional de esclavos con argumentos libertarios, que encubrían su propósito de controlar la totalidad del transporte marítimo. Washington recurre a un estandarte parecido y olvida los monumentales desastres que generan las potencias auto-concebidas como salvadoras de la humanidad. Esas intervenciones suelen empeorar los escenarios que prometían enmendar.
Si Biden intenta retomar ese vetusto guión liberal incrementará la pérdida de credibilidad que afecta actualmente a Estados Unidos. El discurso oficial de los derechos humanos está desgastado. Fue la gran bandera de la Segunda Guerra y perdió consistencia durante el macartismo. Reapareció con la implosión de la URSS, pero volvió a quedar descascarada con las tropelías de Bush y las complicidades de Obama.
Lo mismo ocurre con el estandarte de la democracia, que en la variante imperial estadounidense siempre combinó el universalismo con la excepcionalidad. Con el primer pilar se justificó el rol misionero providencial de la primera potencia y con el segundo el periódico repliegue aislacionista.
La mitología que cultiva Washington mixtura un llamado al protagonismo planetario (“el mundo está destinado a seguirnos”) con mensajes de protección del propio territorio (“no involucrar al país en causas ajenas”). De esa mixtura emergió la autoimagen de Estados Unidos como una fuerza militar activa, pero sujeta a operaciones solicitadas, remuneradas o mendigadas por el resto del mundo (Anderson, 2016).
Las facetas intervencionistas y aislacionistas siempre tuvieron basamentos divergentes en las mistificaciones de las elites de las costas y los prejuicios del interior norteamericano. Ambas corrientes se complementaron, fusionaron y volvieron a fracturarse. Ese contrapunto fue actualizado por los globalistas contra los americanistas y ahora por Biden contra Trump.
Pero las dos vertientes se sostienen en la misma obsesión inmemorial por la seguridad, en un país curiosamente privilegiado por la protección geográfica. El temor a la agresión externa alcanzó picos de paranoia durante la tensión con la URSS y resurgió con oleadas de pánico irracional durante la reciente “guerra contra el terrorismo”.
La ideología imperial estadounidense afronta las mismas dificultades que la concepción americanista del mundo. Ambas enaltecen los valores del capitalismo, ponderan el individualismo, idealizan la competencia, glorifican el beneficio, mistifican el riesgo, alaban el enriquecimiento y justifican la desigualdad.
Estos fundamentos consolidaron la hegemonía estadounidense de posguerra y lograron cierta sobrevida adicional bajo el neoliberalismo. Pero ya no se sostienen en la primacía económica de Norteamérica y han quedado transformados por su reconversión en ideales de otras clases capitalistas del mundo. Los mitos estadounidenses no tienen la preeminencia del pasado (Boron, 2019).
En la segunda mitad del siglo XX el imperialismo estadounidense complementó la coerción, con una ideología que conquistó preeminencia en el lenguaje y la cultura. Esa influencia persiste pero con modalidades más autonomizadas de la matriz estadounidense y los intentos de recomposición imperial deben lidiar con ese dato. La crisis de largo plazo -que analizaremos en nuestro próximo texto- determina irresolubles tensiones en múltiples planos.
28/01/2021
Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
Referencias
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[Este es el primero de tres artículos del autor sobre el “Imperialismo del siglo XXI”. El próximo responderá a la pregunta de si el estado de ese imperialismo puede analizarse como “Ocaso, supremacía o transnacionalización”. Y el tercero analizará la “Indefinición imperial contemporánea”. Todo ello es, sin duda, una cuestión de gran actualidad.]