10. SÍMBOLOS
La civilización occidental se asienta sobre las ideas morales y religiosas expresadas en la Biblia, y la filosofía y la ciencia desarrolladas en la Grecia clásica.
En los capítulos precedentes hemos mostrado cómo ya en época histórica, cuando la humanidad dio un salto cualitativo hacia adelante en su capacidad para conceptuar amplios sistemas de símbolos que explicasen el mundo y el universo, las mujeres se encontraban en una posición tan desventajosa que se excluyó su participación en este importante avance cultural.
Para comprender enteramente las implicaciones de este hecho hemos de pensar por un instante en la importancia que tiene la creación de símbolos. Al igual que los animales, las personas se protegen, propagan la especie y construyen refugios para sí y su descendencia. A diferencia de los animales, los seres humanos inventan herramientas, modifican el entorno, reflexionan sobre su mortalidad y crean construcciones mentales para explicar el significado de su existencia y sus relaciones con lo sobrenatural.
Cuando fabrica símbolos, crea lenguajes y sistemas simbólicos, el Homo sapiens se convierte en un verdadero humano. Erich Fromm dice que «los seres humanos son mitad animal y mitad simbólico». (1)
Ernst Becker explica que: El hombre tiene una identidad simbólica que le aparta claramente de la naturaleza. Él es un individuo simbólico, una criatura con un nombre, una vida con historia. Es un creador cuya mente se remonta a las alturas para reflexionar acerca de los átomos y el infinito; que con la imaginación puede situarse a sí mismo en un punto del espacio y contemplar absorto su propio planeta… Y, al mismo tiempo, … el hombre es un gusano y pasto para los gusanos … Su cuerpo es materia … ajena a él en muchas formas: el ser más extraño y repugnante, doliente y sangrante, y algo que acabará por debilitarse y morir. El hombre se encuentra literalmente dividido en dos. (2)
El hombre (el varón) ha hallado una manera de resolver este dilema existencial al atribuirse a sí mismo el poder de crear símbolos y a la mujer la limitación que suponen la vida-muerte-naturaleza. Becker comenta que a causa de esta división «el hombre pretende controlar los misteriosos procesos de la naturaleza tal y como se manifiestan en su propio cuerpo. No puede permitir que éste le domine». (3)
A los seres humanos les preocupa sobre todo la inmortalidad. El deseo de sobrevivir a la propia muerte ha sido la fuerza más importante que ha impelido a los humanos a codificar el pasado y conservarlo. La elaboración de la Historia es el proceso por el cual los seres humanos registran, interpretan y reinterpretan el pasado para transmitirlo a las generaciones venideras.
Ello sólo fue posible después que las personas aprendieran a manejar los símbolos. Este adelanto tuvo lugar en Mesopotamia con la invención de la escritura hacia 3500 a.C. El desarrollo de un sistema simbólico de anotación numérica precedió a la invención de la escritura. Ambos avances se produjeron en el transcurso del desarrollo de las actividades mercantiles y el comercio.
Hemos mostrado que estas actividades estaban centralizadas en los templos y en la corte, y que las elites dirigentes, al establecer la sociedad de clases, se apropiaron del control, del sistema de símbolos. La sociedad de clases, en mi opinión, comenzó con la dominación masculina de las mujeres y evolucionó a la dominación de algunos hombres sobre los demás hombres y todas las mujeres.
De este modo, el proceso de la formación de clases incorporaba una condición ya existente de dominio masculino sobre las mujeres y marginó a éstas de la formación del sistema de símbolos. A pesar de que, como ya hemos visto, persistieran durante siglos los antiguos sistemas de explicación religiosos y metafóricos en los cuales las mujeres tenían parte de representación y de poder simbólico. Su exclusión de la creación del sistema de símbolos quedó plenamente institucionalizada sólo con el desarrollo del monoteísmo.
El monoteísmo hebreo concibió un universo creado por una sola fuerza: la voluntad divina. El origen del poder creador era, pues, un dios invisible e inefable. Él creó al hombre y a la mujer de una forma significativamente distinta, a partir de sustancias diferentes, aunque animara a ambos con su aliento divino. Pactó e hizo un contrato sólo con los varones. La circuncisión como símbolo de la alianza expresaba esa realidad.
Sólo los hombres podían hacer de mediadores entre Dios y los humanos. Ello quedaba simbólicamente expresado en la existencia de un clero formado exclusivamente por hombres, en las diversas formas de apartar a las mujeres de los ritos religiosos más importantes y significativos como, por ejemplo, excluirlas de la formación del minyan, asientos separados en el templo, apartarlas de la participación activa en el servicio al templo, etc.
Se les negó un acceso igualitario a la enseñanza religiosa y el sacerdocio, y con ello se les denegó la capacidad de interpretar y modificar el sistema de creencias religioso. Hemos visto que con la creación del monoteísmo se separó el poder de procreación del de creación. La bendición divina sobre la simiente del varón, que sería plantada en el receptáculo pasivo que era el útero femenino, definía de un modo simbólico las relaciones entre géneros en el patriarcado.
Y en el relato de la caída, la mujer y, más concretamente, la sexualidad femenina se convirtió en el símbolo de la debilidad humana y en el origen del mal. El monoteísmo judío y el cristianismo, creado a partir de aquél, dieron un propósito y un sentido a la vida del hombre al situar cada vida dentro de un plan divino más amplio que se revelaba conductor del hombre desde la caída a la redención, de la mortalidad a la inmortalidad, del pecador al Mesías. De este modo, encontramos en la Biblia el desarrollo de la primera filosofía de la historia.
Se da un sentido a la vida humana al ponerla dentro de un contexto histórico, el cual se define como el cumplimiento de los designios y la voluntad divina. El hombre, dotado de libre albedrío e instruido por las Sagradas Escrituras, que son interpretadas por sacerdotes varones, podría cumplir activamente su destino e influir en el proceso histórico. Los hombres interpretan la palabra de Dios; los hombres llevan a cabo los ritos que simbólicamente unen a la comunidad humana con Dios. El acceso de las mujeres a las intenciones de la voluntad divina y al plan de la historia sólo es posible gracias a la mediación de los hombres. Por tanto, y de acuerdo con la Biblia, son los hombres quienes viven y se mueven por la historia.
Durante los siglos VI y V a.C. en Grecia se formó y floreció una escuela histórica de naturaleza laica. Con las obras de Tucídides y Heródoto se desvinculó el registro y la interpretación de la historia del pensamiento religioso, igual que lo hicieran la ciencia y la filosofía. Pero la construcción de la historia era un producto masculino y lo continuaría siendo durante otros 2.500 años.
Las principales definiciones para los símbolos del género en el Antiguo Testamento habían quedado completadas hacia la época de la caída de Jerusalén y el exilio en Babilonia en el siglo VI a.C. Aunque no podamos tratar con detalle los avances en la Grecia del mismo período, es importante que examinemos brevemente el desarrollo del pensamiento y la filosofía griegos, que constituyen el segundo pilar del sistema ideológico de la civilización occidental. Pasaré por alto la ciencia, el tercer sistema de símbolos por orden de importancia, y sus raíces en el pensamiento de Grecia y del Próximo Oriente, porque excede los límites de este trabajo y queda más allá de mis capacidades y conocimientos.
Pero vale la pena mencionar de pasada que la ciencia se desarrolló de tal manera que no se incluyó a las mujeres en la comunidad de participantes y creadores, aunque hubiera unas cuantas practicantes en el campo de las matemáticas durante la antigüedad. (4) Igual que sucedía en Mesopotamia e Israel, la Grecia de los siglos VIII al V a.C. era una sociedad de clases esclavista y era una sociedad totalmente patriarcal.
Aunque existen algunas controversias historiográficas sobre el grado de reclusión doméstica de las mujeres y acerca de las esferas separadas en que vivían hombres y mujeres, la subordinación legal y económica de ellas es un hecho indiscutible. (5) Las atenienses no podían participar en la vida política de la ciudad y legalmente eran toda su vida menores de edad bajo la tutela de un varón. La práctica corriente de que hombres de treinta años se casaran con chicas adolescentes reforzaba la dominación masculina en el matrimonio.
Los derechos económicos de las mujeres estaban fuertemente restringidos, aunque las de clase rica quedaban un tanto protegidas cuando se casaban gracias a la previsión de que sus dotes revertirían en su familia de origen en caso de divorcio. La función principal de las esposas era producir herederos varones y supervisar la casa del marido. Muchas niñas eran abandonadas cuando nacían y se las dejaba morir; el padre era siempre quien tomaba la decisión de cuál iba a ser su destino.
Se imponía una estricta castidad prematrimonial y matrimonial sobre las mujeres, pero sus maridos podían disfrutar libremente de las gratificaciones sexuales con mujeres de clase inferior, las hetairas y las esclavas, además de hombres jóvenes. La gran excepción al confinamiento doméstico de las mujeres de clase media era su participación en los festivales y cultos religiosos y su asistencia a bodas y funerales.
La sociedad griega llevó la polis, la ciudad-estado bordeada de granjas independientes y gobernada por los magistrados y las leyes, a su forma más elevada. Durante el período arcáico (siglos VII y VI a.C.), que en Grecia corresponde a la Edad del Hierro, un importante adelanto militar repercutió en la sociedad y con ello en la estructura política. La infantería griega, basada en la figura del hoplita el soldado con armas pesadas y armadura organizado en falanges cerradas, reemplazó a la caballería como fuerza decisiva en el campo de batalla.
El hoplita era un soldado civil, salido de entre las filas de agricultores acomodados y la clase media, que se costeaba su propia espada, lanza, yelmo y escudo. Su vida y la victoria militar dependían del trabajo en equipo dentro de la falange, la cual les inculcaba un espíritu de igualdad, responsabilidad y disciplina. Su predominio acabó con la primacía aristocrática del período previo y fomentó conceptos democráticos dentro del estado y el ejército.
Como dijo un historiador: «La falange… fue la escuela que creó la polis griega». William H. McNeill prosigue: El derecho a tener voz en los asuntos públicos, que antes estaba restringido a los nobles, se amplió para incluir a todos los ciudadanos que tuvieran medios para equiparse y ser miembros de la falange. El «voto hoplita» siguió siendo un ideal conservador para muchas ciudades griegas durante y después del siglo V a.C.(6)
Ello significa que, nuevamente, se definía la ciudadanía de tal manera que, de forma accidental y probablemente al principio inintencionada, se excluía a las mujeres. Si la democracia tenía que estar basada en el concepto de soldado-ciudadano, entonces esa exclusión parecía inevitable y lógica a la vez. Sin embargo, la sociedad espartana, influida igualmente por el desarrollo de la falange hoplita, siguió la vía de suprimir todas las señales de desigualdad y diferenciación y convirtió su sociedad en un estado militar de iguales.
La legislación espartana codificada bajo Licurgo durante el siglo VII permaneció sin cambios toda la historia de Esparta. El concepto de que criar niños era un servicio tan importante para el estado como el prestado por un guerrero quedaba expresado en una ley, por la cual sólo se permitía inscribir en la tumba el nombre del fallecido si era un hombre muerto en batalla o una mujer que había muerto al dar a luz.
Las espartanas se dedicaban a practicar gimnasia, a la administración de la casa y al cuidado de los niños, mientras que las tareas domésticas y la ropa se dejaban a las mujeres que no eran espartanas. Se dejaba vivir a todas las niñas recién nacidas, pero se practicaba el infanticidio con los varones débiles y enfermizos.
En Esparta el adulterio se proscribía tan estrictamente como en la sociedad ateniense, y la sociedad espartana, que ponía un fuerte énfasis en la necesidad de tener guerreros sanos, se mostraba relativamente indiferente ante sí un niño era legítimo o no. A causa del intenso contraste entre las cuestiones de regulación sexual y su política, a los griegos de otras ciudades les parecía que la sociedad espartana representaba una opción clara en otro sentido: relativa igualdad y estatus elevado de las mujeres combinado con la oligarquía y ausencia de libertades frente a la estricta regulación de las mujeres en la democracia. Esta elección está reflejada en el pensamiento político de Platón y Aristóteles. (7)
En las ciudades-estado jonias el desarrollo de una agricultura destinada a la exportación y basada en un animado comercio del vino y el aceite a colonias y centros comerciales lejanos, originó una división de clases más marcada porque dio nacimiento a una clase media muy adinerada y una clase empobrecida formada por ciudadanos sin propiedades y pequeños agricultores.
En muchas ciudades, su descontento llevó en los siglos VII y VI al establecimiento de tiranías. En el caso de Atenas ello evidenció la necesidad de llevar a cabo una enmienda de la legislación que redujera el antagonismo de clases y de ese modo salvaguardara al estado. Las leyes de Dracón y, más tarde, las de Solón de Atenas (c. 640/635 a 560 (?) a.C.) sentaron los cimientos de la democracia en la época clásica.
Los antagonismos de clase y la inseguridad de la clase de los agricultores pobres que luchaban por elevarse al nivel de la clase media quedaron reflejados en la poesía misógina de Hesíodo y de Semónides, en el siglo VII a.C. Hesíodo expresaba en su obra Los trabajos y los días el individualismo de un hombre pobre, que ya no confía en la protección de su clan o su tribu y que espera aumentar sus riquezas mediante el trabajo duro y una administración prudente.
La moderación, el control de uno mismo y la competitividad se convierten a sus ojos en virtudes, mientras que los gustos lujosos y los placeres carnales suponen una amenaza a la economía familiar. La misoginia de Hesíodo es obligada y mítica a la vez. En la oposición que establece entre la «buena esposa», que es casta, trabajadora, ahorrativa y alegre, y la «mala esposa», fija los estándares de lo que va a ser la definición de género entre los hombres de su misma clase, y encuentra a la víctima propiciatoria para los males de la sociedad de su tiempo. Cuando refunde el mito de Pandora consigue lo que la mitología hebrea había logrado en el relato de la caída: echar la culpa a las mujeres y a su naturaleza sexual de traer el mal al mundo.
La Teogonía de Hesíodo define y narra con detalle el ascenso del dios del trueno, Zeus, al principal puesto dentro del panteón divino griego. Sin duda alguna, Hesíodo no inventó este mito de transformación que se asemeja bastante a los mitos mesopotámicos que hemos comentado, en los que los dioses masculinos quitan el poder a las fuerzas del caos identificadas con las diosas de la fertilidad.
La Teogonía de Hesíodo refleja un cambio en los conceptos religiosos y del género que ya había tenido lugar en la sociedad griega. (8) Tal y como él lo describe, el conflicto entre los dioses está expresado en términos de masculino-femenino y de tensión generacional. En el período mítico más antiguo el dios del cielo, Urano, que intenta evitar que un hijo suyo le arrebate el poder, impide que nazcan los hijos que ha concebido con Gaia (la diosa de la tierra). Pero Gaia y su hijo Cronos castran a Urano y le derrocan. Ahora Cronos teme a su vez ser depuesto por los hijos que lleva su esposa Rea, así que los devora.
Pero Rea esconde a su hijo Zeus en una cueva protegida por la diosa tierra. Cuando Zeus se hace adulto, lucha y vence a su padre y sube al poder. Para evitar que le destronen a él también, devora a su esposa Metis para que no tenga más adelante un hijo, y con este acto asimila en sí mismo el poder de procreación de ella.
De esta manera el mismo Zeus puede dar a luz a Atenea, que nace adulta de su cabeza. Ella pasa a simbolizar las fuerzas de la justicia y del orden. Hemos de observar que el dios masculino no sólo toma el poder, sino que también asume la facultad de procrear; ello recuerda a las definiciones simbólicas que acabamos de ver en el Génesis. La fuerza y la importancia de esta devaluación simbólica de la madre se encuentra más elaborada en Las furias de Esquilo, la última obra de su trilogía la Orestíada. Numerosos críticos han interpretado la Orestíada como la última defensa del poder de la diosamadre frente al patriarcado. (9)
La historia narra los acontecimientos que siguen al sacrificio de Ifigenia, la hija de Agamenón, lo que aplacó a los dioses del viento y permitió que la flota griega navegara hasta Troya y venciera. Diez años después, tras su retorno de Troya, Agamenón, que ha regresado con la princesa troyana Casandra, ahora su concubina y esclava, es asesinado por su esposa Clitemnestra en venganza por la muerte de Ifigenia.
El hijo de Clitemnestra, Orestes, que considera lo que ha hecho su madre como un acto de rebeldía contra el rey, la mata y por dicho crimen le persiguen las furias. Para desviar el enfado, él argumenta que su acción estaba justificada y que ellas deberían haber perseguido a su madre por el crimen que había cometido. Las furias excusan el crimen de ella haciendo valer la primacía del derecho materno: «El hombre que ella mató no era de su misma sangre». Orestes pregunta: «¿Y soy yo de la misma sangre que mi madre?». Las furias le señalan lo que es obvio: «Ser infame, ella te alimentó en su propio vientre. ¿Reniegas de la sangre de tu madre?».
El dramaturgo deja que Apolo decida el argumento y que vindique el derecho patriarcal: La madre no es el progenitor del niño al que llama suyo. Ella es la nodriza que vigila el crecimiento de la joven simiente plantada por su verdadero progenitor, el varón… Apolo apela a la diosa Atenea para que le secunde. Ella accede: «No me parió una madre. Por tanto el derecho paterno y la supremacía masculina sobre todas las cosas… reciben la lealtad de todo mi corazón». Es el voto decisorio de Atenea lo que libera a Orestes y hace que las furias se esfumen, y con ellas los derechos de la diosa madre.
De todos modos, hay que pacificar al principio femenino y se concede a las furias una residencia sagrada y se las venerará por ser las guardianas de las leyes. La doctrina del poder de procreación masculino aparece en su expresión más elaborada en la obra de Aristóteles. Bajo dicha forma ha tenido una influencia determinante y modeladora sobre la ciencia y la filosofía occidentales. Aristóteles elevó el relato contrario a los hechos del origen de la vida humana del nivel de mito al nivel de ciencia al basarlo en un amplio sistema filosófico.
Su teoría de la causalidad postula cuatro factores que convierten a una cosa en lo que es: (1) una causa material; (2) una causa eficiente (que le da ímpetu); (3) una causa formal (que le da forma); y (4) el telos, aquello a lo que tiende a ser. De acuerdo con el pensamiento filosófico griego, Aristóteles considera menos importante la materia que el espíritu.
En su explicación del origen de la vida humana, tres de las cuatro causas de ser eran atribuidas a la contribución masculina en la procreación (al semen), mientras que la cuarta y menos importante, lo material, era la contribución femenina. Aristóteles negó incluso que el semen aportara un componente material al embrión; entendía su contribución como algo espiritual y por tanto «más divina». «El primer principio del movimiento, o causa eficiente, según el cual lo que cobra vida es masculino, es mejor y más divino que el material por el cual es femenino.» (10)
Aristóteles explicaba que la vida se creaba mediante el encuentro entre el esperma y lo que él llamaba catamenia, la carga femenina. Sin embargo, él define esperma y catamenia como «semen» o «simiente», con la diferencia de que «la catamenia no es semen en estado puro, sino que tiene que desarrollarse». (11)
Aristóteles creía que la sangre más fría de la mujer impedía que se completara la necesaria transformación en semen. Vale la pena apuntar aquí que en cualquier parte de su sistema explicativo ocurre siempre que la dotación o la contribución femenina es inferior a la del varón. Él postula además que lo masculino es activo y lo femenino pasivo: Si, entonces, el hombre representa lo efectivo y lo activo y la mujer, vista como tal, lo pasivo, se sigue que en lo que la mujer contribuiría al semen del hombre no sería semen, sino materia para que el semen se excitase. Esto es justamente de lo que se trata, pues la catamenia tiene en su naturaleza una afinidad con la materia primitiva.(12)
Aristóteles se extendió sobre la diferencia tan fundamental e importante entre el activo sexo masculino y el pasivo sexo femenino. Sin aportar excesivas pruebas de su aseveración, él explicaba que «si… es el hombre quien tiene el poder de crear el alma sensitiva, es imposible que la mujer genere un animal a partir de sí». (13)
En una analogía que hizo más tarde describía el proceso como un artesano que fabrica una cama con madera o una pelota de cera, en la que el artesano presumiblemente era el varón y la sustancia material correspondía a la contribución femenina. (14) La historiadora Maryanne Cline Horowitz, que ha escrito una aguda crítica feminista a la obra de Aristóteles, comenta que según éste: La mujer acepta pasivamente su cometido, labora con su cuerpo para cumplir los designios y el plan de otro. El producto de su labor no es suyo. El hombre, por otro lado, no labora sino que trabaja … Aristóteles daba a entender que el hombre es un homo faber, el hacedor, que trabaja la materia inerte de acuerdo con una idea preconcebida y produce una obra de arte definitiva. Su alma aporta la forma y el modelo a lo que crea. (15)
Puesto que parte de un a priori y, sin pensar en ningún otro tipo de explicación, da por sentada la inferioridad de la dotación biológica de la mujer, Aristóteles explica que un exceso del principio femenino es lo responsable del nacimiento de monstruos. Entre éstos enumera a los niños que no se parecen a los progenitores y a las mujeres, y usa este lenguaje: «La primera excepción [al tipo] es que la descendencia consista en una mujer en vez de un varón; de todas maneras, es una necesidad natural». (16)
Aristóteles se muestra aún más explícito en otra parte: … igual que los hijos de padres mutilados nacen unas veces mutilados y otras no, también los hijos nacidos de mujer son a veces mujeres y otras, en cambio, varones. La mujer es, y siempre ha sido, un varón mutilado, y la catamenia es semen sólo que no en estado puro; hay una sola cosa que no se puede encontrar en ellas: el principio del ánima. (17)
Estas definiciones de las mujeres igual a varones mutilados, que no poseen el principio del alma, no son puntuales sino que impregnan toda la obra biológica y filosófica de Aristóteles. (18)
Éste se muestra bastante coherente cuando argumenta que la inferioridad biológica de las mujeres hace que sus dotes, su capacidad de raciocinio y por consiguiente su capacidad para tomar decisiones sean inferiores también. De ellos se deriva la definición aristotélica del género y la manera en que la integra dentro de su pensamiento político. La gran construcción mental de Aristóteles parte de un principio teleológico: «La naturaleza de una cosa es su fin. A lo que es cada cosa cuando está totalmente formada lo llamamos la naturaleza de esa cosa, tanto si hablamos de un hombre, un caballo o una familia». (19)
Esta postura predispone al filósofo a razonar desde lo que ya es y a aceptar cualquier cosa que su sociedad dé por sentada. Así pues, «es evidente que el estado es una creación de la naturaleza y que el hombre es por naturaleza un animal político». (20) La prueba que aporta Aristóteles a esta aseveración estriba en el hecho de que el individuo, cuando se encuentra solo, no es autosuficiente. Para que un estado funcione correctamente ha de estar gobernando por la justicia, que es «el principio del orden en la sociedad política». (21)
El estado está compuesto de unidades familiares y para que se comprenda adecuadamente la administración estatal hay que entender la administración de la unidad doméstica. «Las partes primarias y menores posibles dentro de una familia son el amo y el esclavo, el marido y la esposa, el padre y el niño.»(22) Aristóteles pasa entonces a discutir la institución de la esclavitud y la describe como algo controvertido. Algunas personas declaran que es contraria a la naturaleza y por tanto injusta. Él lo rebate con todo detalle y razona que algunos han nacido para gobernar y otros para ser gobernados.
Ello se debe a lo que considera una dicotomía natural: el alma es por naturaleza la que gobierna, el cuerpo es el mero sujeto. Asimismo, la mente gobierna los apetitos. «Es evidente que el principio de que el alma gobierne el cuerpo, y la mente y el raciocinio lo pasional, es necesario y conveniente… Una vez más, el varón es superior por naturaleza y la mujer es inferior; uno manda y la otra es mandada; este principio, de necesidad, se extiende a toda la humanidad.» (23)
Que los hombres dominen a los animales es igualmente natural: «Y en verdad el uso que se da a los esclavos y los animales domésticos no es muy diferente; los cuerpos de ambos sirven para atender las necesidades vitales… Es evidente, pues, que algunos hombres son libres por naturaleza y otros esclavos, y que para estos últimos la esclavitud es conveniente y correcta». (24)
Aristóteles obra con arreglo a la lógica de su argumento cuando describe las diferentes maneras en que un hombre manda a sus esclavos, a su esposa, a sus hijos; la diferencia radica en la naturaleza de la persona mandada. «Pues el esclavo no tiene facultades deliberativas de ningún tipo; la mujer sí que las tiene, pero sin autoridad, y también el niño, pero todavía no ha madurado.» Asimismo, su virtud moral difiere, «el coraje de un hombre se demuestra cuando gobierna, el de la mujer cuando obedece». (25)
La visión del mundo que tiene Aristóteles es jerárquica y dicotómica. El alma gobierna al cuerpo; lo racional a lo emocional; los humanos a los animales; el varón a la mujer; los amos a los esclavos; y los griegos a los bárbaros.
Todo lo que el filósofo necesita hacer para justificar las relaciones de clase existentes en la sociedad es demostrar de qué manera cada grupo subordinado ha sido designado «por naturaleza» para ocupar el rango apropiado dentro de la jerarquía. Tropieza con algunas dificultades en el caso de los esclavos y se ve en la necesidad de justificar su subordinación y de explicarla porque es «justa». Lo hace así porque incluso en el momento álgido de la democracia ateniense la institución de la esclavitud era lo suficientemente controvertida para que se la cuestionase. Incluso quienes aceptan que esclavizar a los cautivos está legalmente justificado, dice Aristóteles, se cuestionan si lo estaría en caso de una guerra injusta. El filósofo admite que «hay fundamentos para esta diferencia de opinión». (26)
Pero no hay diferencias de opinión en cuanto a la inferioridad de las mujeres. Así es que Aristóteles utiliza la metáfora de la relación matrimonial para justificar el dominio del amo sobre el esclavo. Puesto que lo primero parece «natural», es decir, que no plantea controversias y por tanto es justo, puede lograr que lo último resulte aceptable. La sociedad humana se divide en dos sexos: el varón, racional, fuerte, que tiene la capacidad de procrear, con un alma y apto para gobernar; y la mujer, pasional e incapaz de controlar sus apetitos, débil, que sólo aporta la materia en el proceso de procreación, sin alma y destinada a ser gobernada. Y puesto que así son las cosas, la dominación de unos hombres sobre otros queda justificada si se les atribuye a los últimos las mismas cualidades que a la mujer. Es justo lo que hace Aristóteles.
Los esclavos «atienden con sus cuerpos las necesidades vitales» igual que las mujeres. Los esclavos «participan del principio racional lo suficiente para comprenderlo pero no lo poseen» igual que las mujeres. (27) De este modo Aristóteles justifica de una forma lógica, y a partir de las definiciones que da de género, la dominación de clases. El hecho de que la dominación sexual preceda a la dominación de clases y se encuentre en la base de ésta queda explícito e implícito en la filosofía aristotélica.
Es implícito en la elección que hace de las metáforas explicativas, en la que da por sentado que su público entenderá la «naturalidad» de la dominación masculina sobre las mujeres y tendrá en cuenta la esclavitud sólo si él prueba su analogía. Es explícito en la forma en que plantea las dicotomías y cuando concede un mayor valor a lo que hacen los hombres (política, filosofía, discurso racional) que a lo que hacen las mujeres (atender las necesidades vitales).
Y es del todo explícito en la forma en que elabora las descripciones y las obligaciones de cada género dentro de su discurso político. Su gran e innovadora idea de que «el hombre es un animal político por naturaleza» va inmediatamente seguida de la explicación de que el estado está formado por unidades domésticas individuales y que la administración de cada una es análoga y sirve de modelo a la gestión del sistema político. Lo que él está describiendo en este punto es exactamente el mismo desarrollo que hemos estado siguiendo desde sus inicios en Mesopotamia: la familia patriarcal es la forma en que se constituye el estado arcaico. La familia patriarcal es la célula de la que nace el amplísimo sistema de dominación patriarcal. La dominación sexual subyace a la dominación de clases y de razas.
El vasto y osado sistema explicativo de Aristóteles, que abarcaba y superaba casi todos los conocimientos que se tenían en su sociedad, incorporó el concepto patriarcal de género de la inferioridad de la mujer de tal manera que resultaba imposible discutirlo y, a decir verdad, quedaba oculto. Las definiciones de clase, de propiedad privada y de explicación científica podían y fueron debatidas durante siglos a partir del pensamiento aristotélico; la supremacía y la dominación masculinas son un fundamento básico del pensamiento del filósofo y por tanto se las eleva a la categoría de leyes naturales.
Fue todo un logro, si tenemos presente la interpretación contraria de la valía y el potencial femeninos expresados en la República y las Leyes de Platón. En el libro V de la República, Platón en voz de Sócrates, pone por escrito las condiciones para formar a los guardianes, su grupo elitista de líderes. Sócrates propone que las mujeres deberían tener las mismas oportunidades para pertenecer a los guardianes que los hombres. En apoyo de esto presenta un sólido argumento en contra del uso de las diferencias de sexo como base para la discriminación: … si la diferencia [entre hombres y mujeres] tan sólo consiste en que las mujeres llevan los niños y los hombres los engendran, no sirve para probar que una mujer difiera de un hombre en cuanto al tipo de educación que ha de recibir; y por consiguiente seguiremos manteniendo que nuestros guardianes y sus esposas deben tener los mismos objetivos. (28)
Sócrates propone que se eduque igual a niños que a niñas, lo que libera a las guardianas del trabajo en la casa y del cuidado de las criaturas. Pero esta igualdad de oportunidades para las mujeres tiene un propósito: la destrucción de la familia. El objetivo de Platón es abolir la propiedad privada, la familia privada, y con ella los intereses personales dentro de su grupo de líderes, pues ve claramente que la sociedad privada engendra el antagonismo de clases y la desarmonía. Por consiguiente, «hombres y mujeres han de tener un estilo de vida común… -educación en común, niños en común; y han de vigilar a los ciudadanos conjuntamente». (29)
En sus escritos filosóficos, Aristóteles aceptaba la dualidad cuerpo versus alma de Platón, así como su concepto de una desigualdad natural entre los seres humanos y la justicia de que el más fuerte gobierne al más débil. Pero no le influyeron lo más mínimo las ideas de Platón (o sea, de Sócrates) sobre las mujeres. Si hubiera conocido las ideas que tenía Platón sobre el tema y las hubiera refutado, su dictamen sobre las mujeres habría tenido una menor fuerza prescriptiva.
Sin embargo, en cierto sentido, es bastante justificado que pase por alto las ideas de Platón, ya que sobre lo que Aristóteles escribía era el estado y las relaciones de clase y de género que realmente existían. Platón visionaba la igualdad de las mujeres tan sólo en términos de un estado utópico, una benevolente dictadura de los guardianes. (30)
Entre una elite cuidadosamente seleccionada y educada, algunas mujeres podrían ser iguales. En la polis democrática basada en la esclavitud acerca de la cual escribía Aristóteles, la definición de ciudadano tenía que excluir a todos aquellos considerados inferiores: esclavos, mujeres. De este modo, la ciencia política de Aristóteles institucionaliza y racionaliza como principio de la democracia la exclusión femenina de la ciudadanía política.
Es esta herencia, y no el pensamiento utópico de Platón, lo que durante siglos ha utilizado la civilización occidental en su ciencia, su filosofía y su doctrina de los géneros. Para cuando los hombres comenzaron a ordenar simbólicamente el universo y las relaciones entre los humanos y Dios dentro de grandes sistemas explicativos, la subordinación femenina estaba tan completamente aceptada que tanto a hombres como a mujeres les parecía «natural».
A consecuencia de este desarrollo histórico las principales metáforas y símbolos de la civilización occidental incorporarían el presupuesto de la subordinación femenina y de su inferioridad. Con las figuras de la Eva caída de la Biblia y la de mujer, un varón mutilado, de Aristóteles, presenciamos el surgimiento de dos construcciones simbólicas que sostienen y dan por sentada la existencia de dos clases de seres humanos, el varón y la mujer, con una esencia, una función y un potencial diferentes.
Esta construcción metafórica, la «mujer inferior y no del todo completa», se introduce en cualquier gran sistema explicativo hasta cobrar el vigor y la fuerza de una verdad. Bajo el presupuesto no verificado de que este estereotipo representaba la realidad, las instituciones denegaron a las mujeres la igualdad de derechos y el acceso a privilegios, quedó justificada la privación de la educación y, dada la santidad de la tradición y de la dominación patriarcal durante milenios, pareció algo justo y natural.
Para la sociedad organizada patriarcalmente esta construcción simbólica fue el ingrediente básico en el orden y la estructura de la civilización. Es difícil estimar la importancia que este desarrollo tuvo para las mujeres. Trataremos algunas de sus consecuencias en el segundo volumen, cuando exploremos y discutamos cómo la asunción oculta en las filosofías de la civilización occidental de la inferioridad femenina y la dominación masculina impidió a las mujeres comprender su situación y ponerle remedio.
En resumen, no sólo hemos de observar cómo la desigualdad entre hombres y mujeres estaba elaborada en el lenguaje, el pensamiento y la filosofía de la civilización occidental, sino la manera en que el mismo género se convirtió en una metáfora que definía las relaciones de poder de tal forma que las mistificó y acabó por ocultarlas.
1. Erich Fromm, The Heart of Man: Its Genius for Good and Evil, Nueva York, 1964, pp. 116-117.
2. Ernst Becker, The Denial of Death, Nueva York, 1973, p. 26.
3. Fromm, Heart, p. 32. 4. Hay un análisis feminista del problema en Evelyn Fox Keller, Reflections on Gender and Science, New Haven, 1985.
5. Cf. A. W. Gomme, «The Position of Women in Athens in the Fifth and Fourth Centuries», Classical Philology, vol. 20, n.° 1 (enero de 1925), pp. 1-25; Donald Richter, «The Position of Women in Classical Athens», Classical Journal, vol. 67, n.° 1 (octubre-noviembre de 1971), pp. 1-8. Las conclusiones que presentestán fundadas en Sarah B. Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives, and Slaves, Nueva York, 1975, cap. 4; Marylin B. Arthur, «Origins of the Western Attitude Toward Women», en John Peradotto y J. P. Sullivan, eds., Women in the Ancient World: The Arethusa Papers, Albany, 1984, pp. 31-37; Helene P. Foley, ed., Reflections of Women in Antiquity, Nueva York, 1981, pp. 127-132; S. C. Humphreys, The Family, Women and Death: Comparative Studies, Londres, 1983, pp. 1-78; Victor Ehrenberg, From Solon to Sokrates: Greek History and Civilization During the Sixth and Fifth Centuries B.C., Londres, 1973; Victor Ehrenberg, The People of Aristophanes: A Sociology of Old Attic Comedy, Oxford, 1951, pp. 192-218; Ivo Bruns, Frauenemanzipation in Athen, ein Beitrag zur attischen Kulturgeschichte des fünften und vierten Jahrhunderts, Kiliae, 1900.
6. William H. McNeill, The Rise of the West: A History of the Human Community, Chicago, 1963, publicado por Mentor Books, ambas citas en la p. 221.
7. Las conclusiones que presento acerca de la sociedad espartana están basadas en McNeill, Rise of the West, p. 220; Pomeroy, Goddesses, pp. 36-40, y Raphael Sealey, A History of the Greek City States: 700-338 B.C., Berkeley, 1976.
8. Se puede encontrar una interpretación diferente de la obra de Heródoto y del significado que tiene para las mujeres; véase el artículo de Arthur «Origins», pp. 23-25. Respecto a los mitos de creación, léase Robert Graves, The Greek Myths, vol. 1, Nueva York, 1959, pp. 37-47.
9. Cf. Kate Millet, Sexual Politics, Garden City, Nueva York, 1969, p. 111-115; Erich Fromm, «The Theory of Mother Right and Its Relevance for Social Psychology», en Erich Fromm, The Crisis of Psychoanalysis, Greenwich, Connecticut, 1970; reimpresión en la edición en tapa dura, p. 115. Debo agradecer la sugerencia del pasaje de Esquilo a la conferencia de Marylin Arthur, «Greece and Rome: The Origins of the Western Attitude Toward Woman», 1971. Dicha conferencia se plasmó más tarde en el artículo citado en la nota 5, pero estos pasajes no fueron incluidos en él.
10. The Works of Aristotle, trad. de J. A. Smith y W. D. Ross, Oxford, 1912. De Generatione Animalium, II, 1 (732a, 8-10). Se abreviará GA.
11. GA, 1, 20 (728b, 26-27).
12. GA, 1, 20 (729a, 28-34).
13. GA, II, 5 (741a, 13-16).
14. GA, 1, 21 (729b, 12-21).
15. Maryanne Cline Horowitz, «Aristotle and Woman», Journal of the History of Biology, vol. 9, n.° 2 (otoño de 1976), p. 197.
16. GA, IV, 3 (767b, 7-9).
17. GA, II, 3 (737a, 26-31).
18. Para una detallada discusión sobre este tema, véase Horowitz, «Aristotle and Woman», passim.
19. Aristotle, Politica (trad. de Benjamin Jowett). En W. D. Ross, ed., The Works of Aristotle, Oxford, 1921. Abreviado Pol., 1, 2, 1.252a, 32-34.
20. Ibid., 1.253, 1-2.
21. Ibid., 1.253a, 39-40.
22. Ibid., 1.253, 5-7.
23. Ibid., 1.254b, 4-6, 12-16.
24. Ibid., 1.254b, 24-26; 1.255a, 2-5.
25. 25 Ibid., 1.260a, 11-13, 24-25.
26. Ibid., 1.255b, 4-5.
27. Ibid., 1.254b, 25; 21-23. Hay que señalar (1.260a) que Aristóteles concede a las mujeres «capacidad deliberativa», a diferencia de los esclavos, pero afirma que no tienen autoridad.
28. Platón, The Republic, trad. de B. Jowett, Nueva York, Random House, n.f., edición de bolsillo, V. 454. 29. Ibid., 466. 30. Esta discusión superficial no hace justicia alguna a la complejidad y las posibilidades que tiene la obra de Platón para generar ideas acerca de la emancipación de las mujeres. Es un tema que merece ser estudiado por los especialistas. Yo he fundado mis ideas en la obra de Alban D. Winspear, The Genesis of Plato’s Thought, Nueva York, 1940, en concreto los caps. 10 y 11; Paul Shorey, What Plato Said, Chicago, 1933; A. E. Taylor, Plato: The Man and His Work, Londres, 1955; Dorothea Wender, «Plato: Misogynist, Phaedophile, and Feminist», en Peradotto y Sullivan, Arethusa Papers, pp. 213-218
EL ORIGEN DEL PATRIARCADO
El patriarcado es una creación histórica elaborada por hombres y mujeres en un proceso que tardó casi 2.500 años en completarse. La primera forma del patriarcado apareció en el estado arcaico. La unidad básica de su organización era la familia patriarcal, que expresaba y generaba constantemente sus normas y valores. Hemos visto de qué manera tan profunda influyeron las definiciones del género en la formación del estado.
Ahora demos un breve repaso de la forma en que se creó, definió e implantó el género. Las funciones y la conducta que se consideraba que eran las apropiadas a cada sexo venían expresadas en los valores, las costumbres, las leyes y los papeles sociales. También se hallaban representadas, y esto es muy importante, en las principales metáforas que entraron a formar parte de la construcción cultural y el sistema explicativo.
La sexualidad de las mujeres, es decir, sus capacidades y servicios sexuales y reproductivos, se convirtió en una mercancía antes incluso de la creación de la civilización occidental.
El desarrollo de la agricultura durante el periodo neolítico impulsó el «intercambio de mujeres» entre tribus, no sólo como una manera de evitar guerras incesantes mediante la consolidación de alianzas matrimoniales, sino también porque las sociedades con más mujeres podían reproducir más niños.
A diferencia de las necesidades económicas en las sociedades cazadoras y recolectoras, los agricultores podían emplear mano de obra infantil para incrementar la producción y estimular excedentes. El colectivo masculino tenía unos derechos sobre las mujeres que el colectivo femenino no tenía sobre los hombres. Las mismas mujeres se convirtieron en un recurso que los hombres adquirían igual que se adueñaban de las tierras.
Las mujeres eran intercambiadas o compradas en matrimonio en provecho de su familia; más tarde se las conquistaría o compraría como esclavas, con lo que las prestaciones sexuales entrarían a formar parte de su trabajo y sus hijos serían propiedad de sus amos. En cualquier sociedad conocida los primeros esclavos fueron las mujeres de grupos conquistados, mientras que a los varones se les mataba.
Sólo después que los hombres hubieran aprendido a esclavizar a las mujeres de grupos catalogados como extraños supieron cómo reducir a la esclavitud a los hombres de esos grupos y, posteriormente, a los subordinados de su propia sociedad. De esta manera la esclavitud de las mujeres, que combina racismo y sexismo a la vez, precedió a la formación y a la opresión de clases.
Las diferencias de clase estaban en sus comienzos expresadas y constituidas en función de las relaciones patriarcales. La clase no es una construcción aparte del género, sino que más bien la clase se expresa en términos de género.
Hacia el segundo milenio a.C. en las sociedades mesopotámicas las hijas de los pobres eran vendidas en matrimonio o para prostituirlas a fin de aumentar las posibilidades económicas de su familia. Las hijas de hombres acaudalados podían exigir un precio de la novia, que era pagado a su familia por la del novio, y que frecuentemente permitía a la familia de ella concertar matrimonios financieramente ventajosos a los hijos varones, lo que mejoraba la posición económica de la familia.
Si un marido o un padre no podían devolver una deuda, podían dejar en fianza a su esposa e hijos que se convertían en esclavos por deudas del acreedor. Estas condiciones estaban tan firmemente establecidas hacia 1750 a.C. que la legislación hammurábica realizó una mejora decisiva en la suerte de los esclavos por deudas al limitar su prestación de servicios a tres años, mientras que hasta entonces había sido de por vida.
Los hombres se apropiaban del producto de ese valor de cambio dado a las mujeres: el precio de la novia, el precio de venta y los niños. Puede perfectamente ser la primera acumulación de propiedad privada. La reducción a la esclavitud de las mujeres de tribus conquistadas no sólo se convirtió en un símbolo de estatus para los nobles y los guerreros, sino que realmente permitía a los conquistadores adquirir riquezas tangibles gracias a la venta o el comercio del producto del trabajo de las esclavas y su producto reproductivo: niños en esclavitud.
Claude Lévi-Strauss, a quien debemos el concepto de «el intercambio de mujeres», habla de la cosificación de las mujeres que se produjo a consecuencia de lo primero. Pero lo que se cosifica y lo que se convierte en una mercancía no son las mujeres. Lo que se trata así es su sexualidad y su capacidad reproductiva. La distinción es importante.
Las mujeres nunca se convirtieron en «cosas« ni se las veía de esa manera. Las mujeres, y no importa cuán explotadas o cuánto se haya abusado de ellas, conservaban su poder de actuación y de elección en el mismo grado, aunque más limitado, que los hombres de su grupo. Pero ellas, desde siempre y hasta nuestros días, tuvieron menos libertad que los hombres. Puesto que su sexualidad, uno de los aspectos de su cuerpo, estaba controlada por otros, las mujeres, además de estar en desventaja física, eran reprimidas psicológicamente de una manera muy especial.
Para ellas, al igual que para los hombres de grupos subordinados y oprimidos, la historia consistió en la lucha por la emancipación y en la liberación de la situación de necesidad. Pero las mujeres lucharon contra otras formas de opresión y dominación distintas que las de los hombres, y su lucha, hasta la actualidad, ha quedado por detrás de ellos.
El primer papel social de las mujeres definido según el género fue ser las que eran intercambiadas en transacciones matrimoniales. El papel genérico anverso para los hombres fue el de ser los que hacían el intercambio o que definían sus términos. Otro papel femenino definido según el género fue el de esposa «suplente», que se creó e institucionalizó para las mujeres de la elite. Este papel les confería un poder y unos privilegios considerables pero dependía de que estuvieran unidas a hombres de la elite como mínimo, en que cuando les prestaran servicios sexuales y reproductivos lo hicieran de forma satisfactoria. Si una mujer no cumplía esto que se pedía de ella, era rápidamente sustituida, por lo que perdía todos sus privilegios y posición.
El papel de guerrero, definido según el género, hizo que los hombres lograran tener poder sobre los hombres y las mujeres de las tribus conquistadas. Estas conquistas motivadas por las guerras generalmente ocurrían con gentes que se distinguían de los vencedores por la raza, por la etnia o simplemente diferencias de tribu. En un principio, la «diferencia» como señal de distinción entre los conquistados y los conquistadores estaba basada en la primera diferencia clara observable, la existente entre sexos. Los hombres habían aprendido a vindicar y ejercer el poder sobre personas algo distintas a ellos con el intercambio primero de mujeres. Al hacerlo obtuvieron los conocimientos necesarios para elevar cualquier clase de «diferencia» a criterio de dominación.
Desde sus inicios en la esclavitud, la dominación de clases adoptó formas distintas en los hombres y las mujeres esclavizados: los hombres eran explotados principalmente como trabajadores; las mujeres fueron siempre explotadas como trabajadoras, como prestadoras de servicios sexuales y como reproductoras. Los testimonios históricos de cualquier sociedad esclavista nos aportan pruebas de esta generalización.
Se puede observar la explotación sexual de las mujeres de clase inferior por hombres de la clase alta en la antigüedad, durante el feudalismo, en las familias burguesas de los siglos XIX y XX en Europa y en las complejas relaciones de sexo/raza entre las mujeres de los países colonizados y los colonizadores: es universal y penetra hasta lo más hondo. La explotación sexual es la verdadera marca de la explotación de clase en las mujeres.
En cualquier momento de la historia cada «clase» ha estado compuesta por otras dos clases distintas: los hombres y las mujeres. La posición de clase de las mujeres se consolida y tiene una realidad a través de sus relaciones sexuales. Siempre estuvo expresada por grados de falta de libertad en una escala que va desde la esclava, con cuyos servicios sexuales y reproductivos se comercia del mismo modo que con su persona; a la concubina esclava, cuya prestación sexual podía suponerle subir de estatus o el de sus hijos; y finalmente la esposa «libre», cuyos servicios sexuales y reproductivos a un hombre de la clase superior la ‘autorizaba’ a tener propiedades y derechos legales.
Aunque cada uno de estos grupos tenga obligaciones y privilegios muy diferente en lo que respecta a la propiedad, la ley y los recursos económicos, comparten la falta de libertad que supone estar sexual y reproductivamente controladas por hombres. Podemos expresar mejor la complejidad de los diferentes niveles de dependencia y libertad femeninos si comparamos a cada mujer con su hermano y pensamos en como difieren las vidas y oportunidades de una y otro.
Entre los hombres, la clase estaba y está basada en su relación con los medios de producción: aquellos que poseían los medios de producción podían dominar a quienes no los poseían. Los propietarios de los medios de producción adquirían también la mercancía de cambio de los servicios sexuales femeninos, tanto de mujeres de su misma clase como de las de clases subordinadas.
En la antigua Mesopotamia, en la antigüedad clásica y en las sociedades esclavistas, los hombres dominantes adquirían también, en concepto de propiedad, el producto de las capacidades reproductivas de las mujeres subordinadas: niños, que harían trabajar, con los que comerciarían, a los que casarían o venderían como esclavos, según viniera al caso.
Respecto a las mujeres, la clase está mediatizada por sus lazos sexuales con un hombre. A través de un hombre las mujeres podían acceder o se les negaba el acceso a los medios de producción y los recursos. A través de su conducta sexual se produce su pertenencia a una clase. Las mujeres «respetables» pueden acceder a una clase gracias a sus padres y maridos, pero romper con las normas sexuales puede hacer que pierdan de repente la categoría social.
La definición por género de «desviación» sexual distingue a una mujer como «no respetable», lo que de hecho la asigna al estatus más bajo posible. Las mujeres que no prestan servicios heterosexuales (como las solteras, las monjas o las lesbianas) están vinculadas a un hombre dominante de su familia de origen y a través de él pueden acceder a los recursos. O, de lo contrario, pierden su categoría social.
En algunos períodos históricos, los conventos y otros enclaves para solteras crearon un cierto espacio de refugio en el cual esas mujeres podían actuar y conservar su respetabilidad. Pero la amplia mayoría de las mujeres solteras están, por definición, al margen y dependen de la protección de sus parientes varones. Es cierto en toda la historia hasta la mitad del siglo XX en el mundo occidental, y hoy día todavía lo es en muchos de los países subdesarrollados.
El grupo de mujeres independientes y que se mantienen a sí mismas que existe en cada sociedad es muy pequeño y, por lo general, muy vulnerable a los desastres económicos. La opresión y la explotación económicas están tan basadas en dar un valor de mercancía a la sexualidad femenina y en la apropiación por parte de los hombres de la mano de obra de la mujer y su poder reproductivo, como en la adquisición directa de recursos y personas.
EI estado arcaico del antiguo Próximo Oriente surgió en el segundo milenio a.C. de las dos raíces hermanas del dominio sexual de los hombres sobre las mujeres y de la explotación de unos hombres por otros. Desde su comienzo el estado arcaico estuvo organizado de tal manera que la dependencia del cabeza de familia del rey o de la burocracia estatal se veía compensada por la dominación que ejercía sobre su familia.
Los cabezas de familia distribuían los recursos de la sociedad entre su familia de la misma manera que el estado les repartía a ellos los recursos de la sociedad. El control de los cabeza de familia sobre sus parientes femeninas y sus hijos menores era tan vital para la existencia del estado como el control del rey sobre sus soldados. Ello está reflejado en las diversas recopilaciones jurídicas mesopotámicas, especialmente en el gran número de leyes dedicadas a la regulación de la sexualidad femenina.
Desde el segundo milenio a.C. en adelante el control de la conducta sexual de los ciudadanos ha sido una de las grandes medidas de control social en cualquier sociedad estatal. A la inversa, dentro de la familia la dominación sexual recrea constantemente la jerarquía de clases. Independientemente de cuál sea el sistema político o económico, el tipo de personalidad que puede funcionar en un sistema jerárquico está creado y nutrido en el seno de la familia patriarcal.
La familia patriarcal ha sido extraordinariamente flexible y ha variado según la época y los lugares. El patriarcado oriental incluía la poligamia y la reclusión de las mujeres en harenes. El patriarcado en la antigüedad clásica y en su evolución europea está basado en la monogamia, pero en cualquiera de sus formas formaba parte del sistema el doble estándar sexual que iba en detrimento de la mujer.
En los modernos estados industriales, como por ejemplo los Estados Unidos, las relaciones de propiedad en el interior de la familia se desarrollan dentro de una línea más igualitaria que en aquellos donde el padre posee una autoridad absoluta y, sin embargo, las relaciones de poder económicas y sexuales dentro de la familia no cambian necesariamente. En algunos casos, las relaciones sexuales son más igualitarias aunque las económicas sigan siendo patriarcales; en otros, se produce la tendencia inversa.
En todos ellos, no obstante, estos cambios dentro de la familia no alteran el predominio masculino sobre la esfera pública, las instituciones y el gobierno. La familia es el mero reflejo del orden imperante en el estado y educa a sus hijos para que lo sigan, con lo que crea y refuerza constantemente ese orden. Hay que señalar que cuando hablamos de las mejoras relativas en el estatus femenino dentro de una sociedad determinada, frecuentemente ello tan sólo significa que presenciamos unas mejoras de grado, ya que su situación les ofrece la oportunidad de ejercer cierta influencia sobre el sistema patriarcal.
En aquellos lugares en que las mujeres cuentan relativamente con un mayor poder económico, pueden tener algún control más sobre sus vidas que en aquellas sociedades donde no lo tienen. Asimismo, la existencia de grupos femeninos, asociaciones o redes económicas sirve para incrementar la capacidad de las mujeres para contrarrestar los dictámenes de su sistema patriarcal concreto. Algunos antropólogos e historiadores han llamado «libertad» femenina a esta relativa mejora. Dicha nominación es ilusoria e injustificada. Las reformas y los cambios legales, aunque mejoren la condición de las mujeres y sean parte fundamental de su proceso de emancipación, no van cambiar de raíz el patriarcado.
Hay que integrar estas reformas dentro de una vasta revolución cultural a fin de transformar el patriarcado y abolirlo. El sistema patriarcal solo puede funcionar gracias a la cooperación de las mujeres. Esta cooperación le viene avalada de varias maneras: la inculcación de los géneros; la privación de la enseñanza; la prohibición a las mujeres a que conozcan su propia historia; la división entre ellas al definir la «respetabilidad» y la «desviación» a partir de sus actividades sexuales; mediante la represión y la coerción total; por medio de la discriminación en el acceso a los recursos económicos y el poder político; y al recompensar con privilegios de clase a las mujeres que se conforman.
Durante casi cuatro mil años las mujeres han desarrollado sus vidas y han actuado a la sombra del patriarcado, concretamente de una forma de patriarcado que podría definirse mejor como dominación paternalista. El término describe la relación entre un grupo dominante, al que se considera superior, y un grupo subordinado, al que se considera inferior, en la que la dominación queda mitigada por las obligaciones mutuas y los deberes recíprocos.
El dominado cambia sumisión por protección, trabajo no remunerado manutención. En la familia patriarcal, las responsabilidades y las obligaciones no están distribuidas por un igual entre aquellos a quienes se protege: la subordinación de los hijos varones a la dominación paterna es temporal; dura hasta que ellos mismos pasan a ser cabezas de familia. La subordinación de las hijas y de la esposa es para toda la vida.
Las hijas únicamente podrán escapar a ella si se convierten en esposas bajo el dominio/la protección de otro hombre. La base del paternalismo es un contrato de intercambio no consignado por escrito: soporte económico y protección que da el varón a cambio de la subordinación en cualquier aspecto, los servicios sexuales y el trabajo doméstico no remunerado de la mujer.
Con frecuencia la relación continúa, de hecho y por derecho, incluso cuando la parte masculina ha incumplido sus obligaciones. Fue una elección racional por parte de las mujeres, en las condiciones de inexistencia de un poder público y de dependencia económica, el escoger protectores fuertes para sí y sus hijos.
Las mujeres siempre compartieron los privilegios clasistas de los hombres de la misma clase mientras se encontraran bajo la protección de alguno. Para aquellas que no pertenecían a la clase baja, el «acuerdo mutuo» funcionaba del siguiente modo: a cambio de vuestra subordinación sexual, económica, política e intelectual a los hombres, podréis compartir el poder con los de vuestra clase para explotar a los hombres y las mujeres de clase inferior.
Dentro de una sociedad de clases es difícil que las personas que poseen cierto poder, por muy limitado y restringido que este sea, se vean a si mismas privadas de algo y subordinadas. Los privilegios clasistas y raciales sirven para minar la capacidad de las mujeres para sentirse parte de un colectivo con una coherencia, algo que en verdad no son, pues de entre todos los grupos oprimidos únicamente las mujeres están presentes en todos los estratos de la sociedad. La formación de una conciencia femenina colectiva debe desarrollarse por otras vías.
Esta es la razón por la cual las formulaciones teóricas que han sido de ayuda a otros grupos oprimidos sean tan inadecuadas para explicar y conceptuar la subordinación de las mujeres. Las mujeres han participado durante milenios en el proceso de su propia subordinación porque se las ha moldeado psicológicamente para que interioricen la idea de su propia inferioridad. La ignorancia de su misma historia de luchas y logros ha sido una de las principales formas de mantenerlas subordinadas.
La estrecha conexión de las mujeres con las estructuras familiares hizo que cualquier intento de solidaridad femenina y cohesión de grupo resultara extremadamente problemático. Toda mujer estaba vinculada a los parientes masculinos de su familia de origen a través de unos lazos que conllevaban unas obligaciones específicas. Su adoctrinamiento, desde la primera infancia en adelante, subrayaba sus obligaciones no sólo de hacer una contribución económica a sus parientes y allegados, sino también de aceptar un compañero para casarse acorde con los intereses familiares. Otra manera de explicarlo es decir que el control sexual de la mujer estaba ligado a la protección paternalista y que, en las diferentes etapas de su vida, ella cambiaba de protectores masculinos sin superar nunca la etapa infantil de estar subordinada y protegida.
Las condiciones reales de su estatus de subordinación impulsaron a otras clases y a otros grupos oprimidos a crear una conciencia colectiva. El esclavo y la esclava podían trazar claramente una línea entre los intereses y los lazos con su familia y los ligámenes de servidumbre/protección que le vinculaban a su amo. En realidad, la protección de los padres esclavos de su familia frente al amo fue una de las causas más importantes de la resistencia esclavista.
Por otro lado, las mujeres «libres» aprendieron pronto que sus parientes las expulsarían si alguna vez se rebelaban contra su dominio. En las sociedades campesinas tradicionales se han registrado muchos casos en los que miembros femeninos de una familia toleraban o incluso participan en el castigo, las torturas, inclusive la muerte, de una joven que ha transgredido el «honor» familiar.
En tiempos bíblicos, la comunidad entera se reunía para lapidar a la adultera hasta matarla. Prácticas similares prevalecieron en Sicilia, Grecia, Albania hasta entrado el siglo XX. Los padres y maridos de Bangladesh expulsaron a sus hijas y esposas que habían sido violadas por los soldados invasores, arrojándolas a la prostitución. Así pues, a menudo las mujeres se vieron forzadas a huir de un «protector» por otro, y su «libertad» frecuentemente se definía sólo por su habilidad para manipular a dichos protectores.
El impedimento más importante al desarrollo de una conciencia colectiva entre las mujeres fue la carencia de una tradición que reafirmase su independencia y su autonomía en alguna época pasada. Por lo que nosotras sabemos, nunca ha existido una mujer o un grupo de mujeres que hayan vivido sin la protección masculina. Nunca ha habido un grupo de personas como ellas que hubiera hecho algo importante por sí mismas. Las mujeres no tenían historia, eso se les dijo y eso creyeron.
Por tanto, en última instancia, la hegemonía masculina dentro del sistema de símbolos fue lo que situó de forma decisiva a las mujeres en una posición desventajosa. La hegemonía masculina en el sistema de símbolos adopto dos formas: la privación de educación a las mujeres y el monopolio masculino de las definiciones.
Lo primero sucedió de forma inadvertida, más como una consecuencia de la dominación de clases y de la llegada al poder de las elites militares. Durante toda la historia han existido siempre vías de escape para las mujeres de las clases elitistas, cuyo acceso a la educación fue uno de los principales aspectos de sus privilegios de clase. Pero el dominio masculino de las definiciones ha sido deliberado y generalizado, y la existencia de unas mujeres muy instruidas y creativas apenas ha dejado huella después de cuatro mil años.
Hemos presenciado cómo los hombres se apropiaron y luego transformaron los principales símbolos de poder femeninos: el poder de la diosa-madre y el de las diosas de la fertilidad. Hemos visto que los hombres elaboraban teologías basadas en la metáfora irreal del poder de procreación masculino y que redefinieron la existencia femenina de una forma estricta y de dependencia sexual.
Por último, hemos visto cómo las metáforas del género han representado al varón como la norma y a la mujer como la desviación; el varón como un ser completo y con poderes, la mujer como ser inacabado, mutilado y sin autonomía. Conforme a estas construcciones simbólicas, fijadas en la filosofía griega, las teologías judeocristianas y la tradición jurídica sobre las que se levanta la civilización occidental, los hombres han explicado el mundo con sus propios términos y han definido cuales eran las cuestiones de importancia para convertirse así en el centro del discurso.
Al hacer que el término «hombre» incluya el de «mujer» y de este modo se arrogue la representación de la humanidad, los hombres han dado origen en su pensamiento a un error conceptual de vastas proporciones. Al tomar la mitad por el todo, no sólo han perdido 1a esencia de lo que estaban describiendo, sino que lo han distorsionado de tal manera que no pueden verlo con corrección. Mientras los hombres creyeron que la tierra era plana no pudieron entender su realidad, su función y la verdadera relación con los otros cuerpos celestes.
Mientras los hombres crean que sus experiencias, su punto de vista y sus ideas representan toda la experiencia y todo el pensamiento humanos, no sólo serán incapaces de definir correctamente lo abstracto, sino que no podrán ver la realidad tal y como es. La falacia androcéntrica, elaborada en todas las construcciones mentales de la civilización occidental, no puede ser rectificada «añadiendo» simplemente a las mujeres. Para corregirla es necesaria una reestructuración radical del pensamiento y el análisis, que de una vez por todas acepte el hecho de que la humanidad está formada hombres y mujeres a partes iguales, y que las experiencias, los pensamientos y las ideas de ambos sexos han de estar representados en cada una de las generalizaciones que se haga sobre los seres humanos.
EI desarrollo histórico ha creado hoy por primera vez las condiciones necesarias gracias a las cuales grandes grupos de mujeres, finalmente todas ellas, podrán emanciparse de la subordinación. Puesto que el pensamiento femenino ha estado aprisionado dentro de un marco patriarcal estrecho y erróneo, un prerrequisito necesario para cambiar es transformar la conciencia que las mujeres tenemos de nosotras mismas y de nuestro pensamiento.
Hemos iniciado este libro con una discusión de la importancia que tiene la historia en la concienciación y el bienestar psíquico humanos. La historia da sentido a la vida humana y conecta cada existencia con la inmortalidad; pero la historia tiene todavía otra función. Al conservar el pasado colectivo y reinterpretarlo para el presente, los seres humanos definen su potencial y exploran los limites de sus posibilidades.
Aprendemos del pasado no sólo lo que la gente que vivió antes que nosotros hizo, pensó y tuvo la intención de hacer, sino que también en qué se equivocaron y en qué fallaron. Desde los días de las listas de monarcas babilonios en adelante, el registro del pasado ha sido escrito e interpretado por hombres y se ha centrado principalmente en los actos, las acciones e intenciones de los varones. Con la aparición de la escritura, el conocimiento humano empezó a avanzar a grandes saltos y a un ritmo más rápido que antes. A pesar de que, como hemos observado, las mujeres habían participado en el mantenimiento de la tradición oral y las funciones religiosas y rituales durante el periodo preliterario hasta casi un milenio después, la privación de educación y su arrinconamiento de los símbolos tuvieron un profundo efecto en su futuro desarrollo.
La brecha existente entre la experiencia de aquellos que podían o podrían (en el caso de los hombres de clase inferior) participar en la creación del sistema de símbolos y aquellas que meramente actuaban pero que no interpretaban se fue haciendo cada vez más grande. En su brillante obra El segundo sexo, Simone de Beauvoir se centraba en el producto histórico final de este desarrollo. Describía al hombre como un ser autónomo y trascendente, a la mujer como inmanente. Cuando explicaba «por que las mujeres carecen de medios concretos para organizarse y formar una unidad» en defensa de sus intereses, declaraba con llaneza: «Ellas [las mujeres] no tienen pasado, ni historia, ni religión que puedan llamar suyos».
Beauvoir tiene razón cuando observa que las mujeres no han «trascendido», si por trascendencia se entiende la definición e interpretación del saber humano. Pero se equivoca al pensar que por tanto la mujer no ha tenido una historia. Dos décadas de estudios sobre Historia de las mujeres han rebatido esta falacia al sacar a la luz una interminable lista de fuentes y desenterrar e interpretar la historia oculta de las mujeres. Este proceso de crear una historia de las mujeres está todavía en marcha y tendrá que continuar así durante mucho tiempo. Sólo ahora empezamos a comprender lo que implica.
El mito de que las mujeres quedan al margen de la creación histórica y de la civilización ha influido profundamente en la psicología femenina y masculina. Ha hecho que los hombres se formaran una opinión parcial y completamente errónea de cuál es su lugar dentro de la sociedad humana y el universo. A las mujeres, como se evidencia en el caso de Simone de Beauvoir, que seguramente es una de las más instruidas de su generación, les parecía que durante milenios la historia solo había ofrecido lecciones negativas y ningún precedente de un acto importante, una heroicidad o un ejemplo liberador. Lo más difícil de todo era la aparente ausencia de una tradición que reafirmara la independencia y la autonomía femeninas. Era como si nunca hubiera existido una mujer o grupo de mujeres que hubieran vivido sin la protección masculina.
Es significativo que todos los ejemplos de lo contrario fueran expresados a través de mitos y fabulas: las amazonas, las asesinas de dragones, mujeres con poderes mágicos. Pero en la vida real las mujeres no tenían historia: eso se les dijo y así lo creyeron. Y como no tenían historia, no tenían alternativas para el futuro. En cierto sentido, se puede describir la lucha de clases como una lucha por el control de los sistemas simbólicos de una sociedad concreta.
El grupo oprimido, que comparte y participa en los principales símbolos controlados por los dominadores, desarrolla también sus propios símbolos. En la época de un cambio revolucionario esto se convierte en una fuerza importante para la creación de alternativas. Otra forma de decirlo es que sólo se pueden generar ideas revolucionarias cuando los oprimidos poseen una alternativa al sistema de símbolos y significados de aquellos que les dominan. De este modo, los esclavos que vivían en un medio controlado por los amos y que físicamente estaban sujetos a su total control, pudieron conservar su humanidad y a veces fijar límites al poder de un amo gracias a la posibilidad de asirse a su propia «cultura».
Dicha cultura la formaban los recuerdos colectivos, cuidadosamente mantenidos con vida, de una etapa previa de libertad y de alternativas a los ritos, símbolos y creencias de sus amos. Lo que resulta decisivo para el individuo era la posibilidad de que el o ella decidieran identificarse con un estado distinto al de esclavitud o subordinación. De esta manera, todos los varones, tanto si eran esclavos como si estaban económica o racialmente oprimidos, todavía podían identificarse con aquellos otros varones que mostraban cualidades trascendentes, aunque pertenecieran al sistema simbólico del amo.
No importa cuánto se les hubiera degradado, todo esclavo campesino eran iguales al amo en su relación con Dios. No era así en el caso de las mujeres. Todo lo contrario; en la civilización occidental y hasta la Reforma protestante, ninguna mujer, y no importan su posición elevada ni sus privilegios, podía sentir que reforzaba y confirmaba su humanidad imaginándose a personas como ella otras mujeres en puestos con autoridad intelectual en relación directa con Dios. Allí donde no existe un precedente no se pueden concebir alternativas a las condiciones existentes.
Es esta característica de la hegemonía masculina lo, que ha resultado más perjudicial a las mujeres y ha asegurado su estatus de subordinación durante milenios. La negación a las mujeres de su propia historia ha reforzado que aceptasen la ideología del patriarcado y ha minado el sentimiento de autoestima de cada mujer. La versión masculina de la historia, legitimada en concepto de «verdad universal», las ha presentado al margen de la civilización y como víctimas del proceso histórico. Verse presentada de esta manera y creérselo es casi peor que ser del todo olvidada. La imagen es completamente falsa par ambas partes, como ahora sabemos, pero el paso de las mujeres por la historia ha estado marcado por su lucha en contra de esta distorsión mutiladora.
Por otra parte, durante más de 2.500 años, las mujeres se han encontrado en una situación de desventaja educativa y se las ha privado de las condiciones para crear un pensamiento abstracto. Obviamente, esto no depende del sexo; la capacidad de pensar es inherente a la humanidad: puede alimentársela o desanimarla, pero no se la puede reprimir. Esto es cierto, sin duda alguna, en lo que respecta al pensamiento que genera la vida diaria y relacionado con ella, el nivel de pensamiento en el que la mayoría de hombres y mujeres se mueven toda la vida. Pero la generación de un pensamiento abstracto y de nuevos modelos conceptuales la formación de teorías es otra cuestión.
Esta actividad depende de que el pensador haya sido educado en lo mejor de las tradiciones existentes y de que le acepten un grupo de personas instruidas que, con sus críticas y el intercambio de ideas, le darán un «espaldarazo cultural».
Depende de disponer de tiempo para uno. Por último, depende de que el pensador en cuestión sea capaz de absorber esos conocimientos y dar luego el salto creativo a un nuevo orden de ideas. Las mujeres, históricamente, no se han podido valer de ninguno de estos prerrequisitos necesarios. La discriminación en la enseñanza les ha impedido acceder a todos estos conocimientos; el «espaldarazo cultural», institucionalizado en las cotas más altas de los sistemas religioso y académico, no estaba a su alcance. De manera universal, las mujeres de cualquier clase han dispuesto siempre de menos tiempo libre que los hombres y, debido a que tienen que criar a sus hijos además de sus funciones de atender a la familia, el tiempo libre que tenían por lo general no era para ellas.
El tiempo que necesitan los pensadores para sus trabajos y sus horas de estudio ha sido respetado como algo privado desde los inicios de la filosofía griega. Igual que los esclavos de Aristóteles, las mujeres, «que con sus cuerpos atienden a las necesidades vitales», han sufrido durante más de 2.500 años las desventajas de un tiempo fraccionado, constantemente interrumpido. Por último, el tipo de formación del carácter que hace que una mente sea capaz de dar nuevas conexiones y modelar un nuevo orden de abstracciones ha sido exactamente el contrario al que se exigía de las mujeres, educadas para aceptar su posición subordinada y destinadas a prestar servicios dentro de la sociedad.
No obstante, siempre ha existido una pequeña minoría de mujeres privilegiadas, por lo general pertenecientes a la elite dirigente, que han tenido acceso al mismo tipo de educación que sus hermanos. De entre sus filas han salido las intelectuales, las pensadoras, las escritoras, las artistas. Son ellas quienes en toda la historia nos han podido dar una perspectiva femenina, una alternativa al pensamiento androcéntrico. Han pagado un precio muy alto por ello y lo han hecho con enormes dificultades.
Estas mujeres, que fueron admitidas en el centro de la actividad intelectual de su época y en especial de los últimos cien años, han tenido antes que aprender «a pensar como hombres». Durante el proceso, muchas de ellas asumieron tanto esa enseñanza que perdieron la capacidad de concebir alternativas. La manera para pensar en abstracto es definir con exactitud, crear modelos mentales y generalizar a partir de ellos. Ese pensamiento, nos han enseñado los hombres, ha de partir de la eliminación de los sentimientos.
Las mujeres, igual que los pobres, los subordinados, los marginados, tienen un profundo conocimiento de la ambigüedad, de sentimientos mezclados con ideas, de juicios de valor que colorean las abstracciones. Las mujeres han experimentado desde siempre la realidad del individuo y la comunidad, la han conocido y la han compartido. Sin embargo, al vivir en un mundo en el que no se las valora, su experiencia arrostra el estigma de carecer de importancia. Por consiguiente, han aprendido a dudar de sus experiencias y a devaluarlas.
¿Qué sabiduría hay en la menstruación? ¿Qué fuente de saber en unos pechos llenos de leche? ¿Qué alimento para la abstracción en la rutina de cocinar y limpiar? El pensamiento patriarcal ha relegado estas experiencias definidas por el género al reino de lo «natural», de lo intrascendente. El conocimiento femenino es mera intuición, la conversación entre mujeres, «cotilleo». Las mujeres se ocupan de lo perpetuamente concreto: experimentan la realidad día a día, hora a hora, en sus funciones de servicios a otros (preparando la comida y quitando la suciedad); en su tiempo continuamente interrumpido; en su atención dividida. ¿Puede alguien generalizar cuando lo concreto le está tirando de la manga? El es quien fabrica símbolos y explica el mundo y ella quien cuida de las necesidades físicas y vitales de él y sus hijos: el abismo que media entre ambos es enorme.
Históricamente, las pensadoras han tenido que escoger entre vivir una existencia de mujer, con sus alegrías, cotidianeidad e inmediatez, y vivir una existencia de hombre para así poder dedicarse a pensar. Durante generaciones esta elección ha sido cruel y muy costosa. Otras han optado deliberadamente por una existencia fuera del sistema sexo-género, viviendo solas o con otras mujeres. Muchos de los avances más importantes dentro del pensamiento femenino nos los dieron esas mujeres cuya lucha personal por un modo de vida alternativo les sirvió de inspiración para sus ideas. Pero esas mujeres, durante la mayor parte de la época histórica, se han visto obligadas a vivir al margen de la sociedad; se las consideraba «desviaciones» y por ello se hacía difícil generalizar a partir de sus experiencias y lograr influencia y aprobación.
¿Por qué no ha habido mujeres creadoras de sistemas? Porque no se puede pensar en lo universal cuando ya se está excluida de lo genérico. Nunca se ha reconocido el costo social de la exclusión femenina de la empresa de crear el pensamiento abstracto. Podemos empezar a calcular lo que ha supuesto a las pensadoras si damos el nombre exacto a lo que se nos ha hecho y describimos, no importa lo doloroso que resulte, cómo hemos participado en dicha empresa. Hace tiempo que sabemos que la violación ha sido una forma de aterrorizarnos y mantenernos sujetas. Ahora sabemos también que hemos participado, aunque fuera inconscientemente, en la violación de nuestras mentes.
Las mujeres creativas, las escritoras y las artistas, han luchado asimismo contra una realidad distorsionada. Un canon literario que se defina a partir de la Biblia, los clásicos griegos y Milton, ocultará necesariamente la importancia y el significado de los trabajos literarios femeninos, del mismo modo que los historiadores hicieron desaparecer las actividades de las mujeres. El esfuerzo por resucitar este significado y revalorar la obra literaria y las poesías feministas nos han adentrado en la lectura de una literatura femenina que muestra una visión del mundo oculta, deliberadamente tendenciosa y sin embargo intensa. Gracias a las reinterpretaciones que han realizado las críticas literarias feministas estamos descubriendo entre las escritoras de los siglos XVIII y XIX un lenguaje femenino repleto de metáforas, símbolos y mitos.
Los temas son a menudo profundamente subversivos ante la tradición masculina. Presentan críticas interpretación bíblica de la caída de Adán; un rechazo a la dicotomía diosa/bruja; una proyección o miedo ante la división de la personalidad. El aspecto intenso de la creatividad masculina queda simbolizado en las heroínas dotadas con poderes mágicos de bondad o en mujeres fuertes a las que se destierra en sótanos o a vivir como «la loca del ático».
Otras autoras escriben metáforas en las que se concede un alto valor al diminuto espacio domestico, convirtiéndolo en un símbolo del mundo. Durante siglos encontramos en las obras literarias femeninas una búsqueda patética, casi desesperada, de una Historia de las mujeres mucho antes de que existieran esos estudios. Las escritoras decimonónicas leían con avidez los trabajos de las novelistas del siglo XVIII; releían una y otra vez las «vidas» de reinas, abadesas, poetizas, mujeres instruidas. Las primeras «compiladoras» indagaban en la Biblia y en todas las fuentes históricas a las que tenían acceso para crear tomos voluminosos repletos de heroínas femeninas.
Las voces literarias femeninas, que el sistema masculino dominante marginó y trivializó con éxito, sobrevivieron a pesar de todo. Las voces de mujeres anónimas estaban presentes, como una corriente sólida, en la tradición oral, las canciones populares y las canciones infantiles, en los cuentos que hablan de brujas poderosas y hadas buenas. A través del punto, el bordado y el tejido de colchas la creatividad artística femenina expreso una visión alternativa en las cartas, diarios, oraciones y canciones latía y pervivía la fuerza de la creatividad femenina para generar símbolos.
Todo este trabajo será el tema de nuestra investigación en el próximo volumen. Cómo se las arreglaron las mujeres para sobrevivir bajo la hegemonía cultural masculina; qué efecto e influencia tuvieron sobre el sistema de símbolos patriarcal; cómo y en qué condiciones lograron crear una visión alternativa, feminista, del mundo. Estas son las cuestiones que examinaremos para seguir los derroteros del surgimiento de la conciencia feminista como un fenómeno histórico.
Las mujeres y los hombres han ingresado en el proceso histórico en ocasiones diferentes y han pasado por el a un ritmo distinto. Si el registro, la definición y la interpretación del pasado señalan la entrada del hombre en la historia, ello ocurrió en el tercer milenio a.C. En el caso de las mujeres (y sólo de algunas) sucedió, salvo notables excepciones, en el siglo XIX. Hasta entonces toda la Historia era para las mujeres prehistoria.
La falta de conocimientos que tenemos de nuestra propia historia de luchas y logros ha sido una de las principales maneras de mantenernos subordinadas. Pero incluso a aquellas de nosotras que nos consideramos pensadoras feministas y que estamos inmersas en el proceso de criticar las ideas tradicionales, nos refrenan todavía los impedimentos cuya existencia no admitimos y que están en el fondo de nuestra psique. La nueva mujer afronta el reto de su definición de individuo. ¿Cómo puede su osado pensamiento que da un nombre a lo que hasta hace poco era innombrable, que pregunta cuestiones que todas las autoridades catalogan de «inexistentes», cómo puede ese pensamiento coexistir con su vida como mujer?
Cuando sale de las construcciones patriarcales afronta, como señaló Mary Daly, la «nada existencial». Y, de un modo más inmediato, ella teme la amenaza de una pérdida de comunicación, de la aprobación y del amor del hombre (o los hombres) de su vida. La renuncia al amor y catalogar de «pervertidas» a las pensadoras han sido, históricamente, los medios de desalentar el trabajo intelectual de las mujeres. En el pasado y en el presente muchas mujeres nuevas han recurrido a otras como objeto de su amor y reforzadoras de la personalidad.
Las feministas heterosexuales de cualquier época han sacado fuerzas de su amistad con mujeres, de su celibato voluntario o de la separación entre amor y sexo. Ningún pensador varón se ha visto amenazado en su persona y en su vida amorosa como precio a sus ideas. No deberíamos subestimar la importancia de este aspecto del control del género como una fuerza que impide a las mujeres participar de pleno en el proceso de creación de sistemas de pensamiento. Afortunadamente para esta generación de mujeres instruidas, la liberación ha supuesto la ruptura con ese dominio emocional y el refuerzo consciente de nuestras personalidades gracias al apoyo de otras mujeres.
Tampoco es este el fin de nuestras dificultades. Acorde con nuestros condicionamientos de género históricos, las mujeres han aspirado a agradar y han evitado por todos los medios la desaprobación. No es la preparación idónea para dar ese salto a lo desconocido que se exige a quienes elaboran sistemas nuevos. Por otra parte, cualquier mujer nueva ha sido educada dentro del pensamiento patriarcal. Todas tenemos al menos un gran hombre en nuestra cabeza. La falta de conocimientos del pasado de las mujeres nos ha privado de heroínas femeninas, una situación que sólo recientemente ha empezado a corregirse con el desarrollo de la Historia de las mujeres. Por tanto, y durante largo tiempo, las pensadoras han renovado sistemas ideológicos creados por los hombres, entablando dialogo con las grandes mentes masculinas que ocupan sus cabezas.
Elizabeth Cady Stanton lo hizo con la Biblia, los padres de la Iglesia; los fundadores de la república norteamericana; Kate Millet debatió con Freud, Norman Mailer y el mundo literario liberal; Simone De Beauvoir, con Sartre, Marx y Camus; todas las feministas marxistas dialogan con Marx y Engels y algo también con Freud. En este diálogo la mujer simplemente procura aceptar cualquier cosa que le sea útil del gran sistema del varón. Pero en estos sistemas la mujer como concepto, entidad colectiva, individuo esta marginada o se la incluye en ellos.
Al aceptar este diálogo, las pensadoras permanecen más tiempo del debido en los territorios o el planteamiento de cuestiones definidas por los «grandes hombres». Y durante todo el tiempo en que lo hacen se secan las fuentes de nuevas ideas. El pensamiento revolucionario ha estado siempre basado en conceder un valor más alto a la experiencia de los oprimidos. El campesino tuvo que aprender a creerse la importancia de su experiencia laboral antes de que pudiera atreverse a desafiar a los señores feudales. El obrero industrial ha tenido que llegar a una «conciencia de clase» y los negros a una «conciencia racial» antes que la liberación pudiera concretarse en una teoría revolucionaria.
Los oprimidos han creado y aprendido al mismo tiempo: el proceso de llegar a ser una persona o un grupo recién concienciado es en sí liberador. Lo mismo con las mujeres. El cambio de conciencia que hemos de hacer nosotras se produce en dos pasos: hemos de poner en el centro, al menos por un tiempo, a las mujeres. Hemos de aparcar, en la medida de lo posible, el pensamiento patriarcal.
Centrarse en las mujeres significa: al preguntar si las mujeres están en el centro de este argumento, ¿cómo lo definiríamos? Significa ignorar cualquier testimonio de marginación femenina porque, incluso cuando parece que las mujeres se hallan al margen, es consecuencia de la intervención del patriarcado; y por lo general también eso es mera apariencia. La asunción básica debería ser que es inconcebible que haya ocurrido algo en el mundo sin que las mujeres no estuvieran implicadas, a menos que por medio de la coerción o de la represión se les hubiera impedido expresamente participar.
Cuando se usen los métodos y los conceptos de los sistemas de pensamiento tradicionales, habrá que hacerlo desde el punto de vista de la centralidad de las mujeres. No se las puede colocar en los espacios vacios del pensamiento y los sistemas patriarcales: al situarse en el centro transforman el sistema.
Aparcar el sistema patriarcal significa: mostrarse escépticas ante cualquier sistema de pensamiento conocido; ser críticas ante cualquier supuesto, valor de orden y definición. Verificar una aseveración fiándonos de nuestra propia experiencia femenina. Puesto que habitualmente se ha trivializado o hecho caso omiso de esa experiencia, significa superar la inculcada resistencia que hay en nosotras a aceptar nuestra valía y la validez de nuestros conocimientos. Significa desembarazarse del gran hombre que hay en nuestra cabeza y sustituirle por nosotras mismas, por nuestras hermanas, por nuestras anónimas antepasadas.
Mostrarse críticas ante nuestro propio pensamiento que, después de todo, es un pensamiento formado dentro de la tradición patriarcal. Por último, significa buscar el coraje intelectual, el coraje para estar solas, el coraje para ir más allá de nuestra comprensión; el coraje para arriesgarse a fracasar. Puede que el mayor desafío para las pensadoras sea el de pasar del deseo de seguridad y aprobación a la cualidad «menos femenina» de todas: la arrogancia intelectual, el supremo orgullo que da derecho a reordenar el mundo.
El orgullo de los creadores de Dios, el orgullo de los que levantaron el sistema masculino. El sistema del patriarcado es una costumbre histórica; tuvo un comienzo y tendrá un final. Parece que su época ya toca fin; ya no es útil ni a hombres, ni a mujeres y con su vínculo inseparable con el militarismo, la jerarquía y el racismo, amenaza la existencia de vida sobre la tierra. Qué es lo que le seguirá, qué tipo de estructura será la base a formas alternativas de organización social, todavía no lo podemos saber. Vivimos en una época de cambios sin precedentes. Estamos en el proceso de llegar a ser.
Pero ahora al menos sabemos que la mente de la mujer, al fin libre de trabas después de tantos milenios, participará en dar una visión, un orden, soluciones. Las mujeres por fin están exigiendo, como lo hicieran los hombres en el Renacimiento, el derecho a explicar, el derecho a definir.
Las mujeres, cuando piensan fuera del patriarcado, añaden ideas que transforman el proceso de redefinición. Mientras que tanto hombres como mujeres consideren “natural” la subordinación de la mitad de la raza humana a la otra mitad, será imposible visionar una sociedad en la que las diferencias no connoten dominación o subordinación.
La crítica feminista del edificio de conocimientos patriarcales está sentando las bases para un análisis correcto de la realidad, en el que al menos pueda distinguirse entre el todo y la parte. La Historia de la mujeres, la herramienta imprescindible para crear una conciencia feminista entre las mujeres, está proporcionando el corpus de experiencias con el cual pueda verificarse una nueva teoría, y la base sobre la que se puede apoyar la visión femenina. Una visión feminista del mundo permitirá que mujeres y hombres liberen sus mentes del pensamiento patriarcal y finalmente construyan un mundo libre de dominaciones y jerarquías, un mundo que sea verdaderamente humano.