La trayectoria del capitalismo histórico y la vocación tricontinental del marxismo
Samir Amin
La larga emergencia del capitalismo
La larga historia del capitalismo se compone de tres fases sucesivas distintas: (1) una extensa preparación (la transición del modo tributario, la forma de organización habitual de las sociedades premodernas), que duró ocho siglos, de 1000 a 1800; (2) un breve periodo de madurez (el siglo XIX), durante el cual «Occidente» afirmó su dominio, y (3) el largo «declive» causado por «el despertar del Sur» (para usar el título de mi libro publicado en 2007), en el que los pueblos y sus Estados recuperaron la iniciativa principal en la transformación del mundo y cuya primera ola había tenido lugar en el siglo XX.
Esta lucha contra un orden imperialista que es inseparable de la expansión global del capitalismo es en sí misma el agente potencial de la larga ruta de transición más allá del capitalismo y hacia el socialismo. En el siglo XXI, ahí están ahora los inicios de una segunda ola de iniciativas independientes por parte de los pueblos y los estados del Sur.
Las contradicciones internas que, en el mundo premoderno, caracterizaron a todas las sociedades avanzadas, y no solo a las específicas de la Europa «feudal», explican las sucesivas oleadas de innovación social y tecnológica que llevarían a constituir la modernidad capitalista.
La oleada más antigua llegó de China, donde los cambios que empezaron en la era Sung (en el siglo XI) y se acrecentaron en las épocas Ming y Qing concedieron a China una ventaja inicial por lo que se refiere a las invenciones tecnológicas y a la productividad social del trabajo colectivo y de la riqueza, ventaja no superada por Europa hasta el siglo XIX. La oleada «china» fue seguida por una oleada «del Oriente Medio» que tuvo lugar en el califato pérsico-arábigo y luego, vía las Cruzadas y sus secuelas, en las ciudades italianas.
La última oleada tiene que ver con la larga transición del mundo tributario antiguo al mundo capitalista moderno, lo que empezó resueltamente en el sector atlántico europeo a continuación del encuentro/conquista de las Américas y, a lo largo de tres siglos (1500-1800), asumió la forma de mercantilismo.
El capitalismo, en proceso gradual de dominación del mundo, es el producto de esa última oleada de innovación tecnológica y social. La variante europea («occidental») del capitalismo histórico que surgió en la Europa central y atlántica, en su progenie en los Estados Unidos y, después, en Japón desarrolló sus propias características, destacadamente un modo de acumulación basado en la desposesión, primero del campesinado y después de los pueblos de las periferias, que fueron integrados como colonias dentro de su sistema global. Esta forma histórica es, por ello, inseparable de la contradicción entre centros y periferias que construye, reproduce y profundiza sin cesar.
El capitalismo histórico asumió su forma final acabada hacia el cierre del siglo XVIII con el advenimiento de la Revolución Industrial inglesa, que inventó la nueva «fábrica basada en máquinas» o «maquinofactura» (y con ella dio a luz al nuevo proletariado industrial), y la Revolución francesa, que alumbró la política moderna.
El capitalismo maduro se desarrolló coincidiendo con el breve período que marcó el apogeo de ese sistema en el siglo XIX. Y fue entonces cuando la acumulación de capital asumió su forma definitiva y se convirtió en la ley fundamental que gobierna la sociedad. Desde el principio, esa forma de acumulación fue una forma constructiva, ya que hizo posible una aceleración continua y prodigiosa de la productividad del trabajo social. Pero fue también, al mismo tiempo, destructiva, y ya Marx observó que esa acumulación destruía los dos fundamentos de la riqueza, a saber: el ser humano (víctima de la alienación vinculada a las mercancías) y la naturaleza.
En mis análisis del capitalismo histórico subrayé, en particular, una tercera dimensión del carácter destructivo de la acumulación: la desposesión material y cultural de los pueblos dominados de la periferia que, de alguna manera, Marx pasó por alto. El motivo fue, sin duda, que en el breve periodo en el que Marx estaba produciendo sus estudios, Europa parecía dedicada casi en exclusiva a las exigencias de la acumulación interna. Marx, en consecuencia, relegó esa variante de la desposesión a una fase temporal de «acumulación primitiva» que, según mi descripción, por el contrario, es permanente.
Persiste el hecho de que, durante su breve período de madurez, el capitalismo jugó una función progresiva innegable. Creó las condiciones que hacían posible y necesaria su superación por el socialismo/comunismo, tanto en el nivel material como en el surgido de la nueva conciencia política y cultural que lo acompañaba. El socialismo y, con mayor razón, el comunismo no han de concebirse, como algunos han pensado, como un «modo de producción» superior debido a su capacidad de acelerar el desarrollo de las fuerzas productivas y de asociarlas a una distribución equitativa de la renta.
El socialismo es algo más, de nuevo: un estadio superior en el desarrollo de la civilización humana. No es, por tanto, fruto de la casualidad que el movimiento de la clase obrera se enraizara entre la población explotada y llegara a comprometerse con la lucha por el socialismo, algo bien evidente en la Europa del siglo XIX y que encontró expresión en el Manifiesto Comunista de 1848. Y tampoco es casual que este desafío tomara forma en la primera revolución socialista de la historia: la Comuna de París de 1871.
Capitalismo monopolista: los inicios del largo declive
Hacia el final del siglo XIX, el capitalismo entró en su prolongado proceso de declive. Entiendo por ello que las dimensiones destructivas de la acumulación, con creciente celeridad, se imponían ahora sobre su dimensión constructiva y progresista. Esta transformación cualitativa del capitalismo adquirió forma con el establecimiento de nuevos monopolios productivos a fines del siglo XIX, y no solo en las áreas del comercio y la conquista colonial, como en el período mercantilista. Eso ocurría en respuesta a la primera crisis estructural duradera del capitalismo, que se desencadenó en la década de 1870 y poco después de la derrota de la Comuna de París.
El surgimiento del capitalismo monopolista, cuyos aspectos más notorios destacaron en sus famosas obras Hilferding y Hobson, (1) puso de relieve que para esas fechas el capitalismo clásico, de competencia libre y, en verdad, el capitalismo mismo habían «dejado atrás su época» y se habían convertido en «obsoletos». Se anunciaba la hora de la posible y necesaria expropiación de los expropiadores. Ese declive encontró su expresión en la primera oleada de guerras y revoluciones que imprimió su marca en la historia del siglo XX. Lenin estaba, por tanto, en lo cierto cuando describía al capitalismo monopolista como «estadio superior del capitalismo».
Sin embargo, en un tono optimista, Lenin pensó que esa primera crisis prolongada sería la última, y que la revolución socialista estaba ya a la orden del día. La Historia dejó en claro después que el capitalismo era capaz de superar esa crisis, al coste de dos guerras mundiales, y que, incluso, era capaz de adaptarse a los retrocesos que introdujeron en su marcha las revoluciones rusa y china y la liberación nacional en Asia y en África. No obstante, después de la vuelta pasajera del capitalismo monopolista de 1945 a 1975, lo que siguió fue una segunda crisis sistémica estructural y prolongada que se inició durante los años de 1970. El capital reaccionaba a ese renovado desafío por medio de una transformación cualitativamente nueva que asumió la forma de lo que he descrito como «capitalismo monopolista generalizado».
Hay un sinnúmero de importantes preguntas que surgen de esa interpretación del «largo declive» del capitalismo y que tienen que ver con la naturaleza de la «revolución» a la orden del día. ¿Podría ser que el «largo declive» del capitalismo histórico monopolista fuera sinónimo de la «larga transición» al socialismo/comunismo? ¿Bajo qué condiciones?
Occidente (las personas de origen europeo, después norteamericano y, finalmente, japonés) perduró como amo del juego desde 1500 (los inicios de la forma mercantilista atlántica de transición al capitalismo maduro) hasta 1900 (el inicio del cuestionamiento de la lógica unilateral de acumulación). Solo sus gentes configuraron las estructuras del nuevo mundo del capitalismo histórico. Los pueblos y naciones de la periferia, conquistados y dominados, se resistieron lo mejor que pudieron pero, al final, siempre fueron derrotados y forzados a adaptarse a su nuevo estatus subordinado.
El dominio del mundo euroatlántico fue acompañado de su explosión demográfica: la población europea, que en 1500 constituía el 18% del total planetario, pasó a representar el 36% en 1900, suma acrecentada por la emigración de sus descendientes a las Américas y Australia. El modelo de acumulación del capitalismo histórico, que se basó en la desaparición acelerada del mundo del campesinado, habría sido sencillamente imposible sin esa emigración masiva. Ese es el motivo por el que el modelo no se puede reproducir en las periferias del sistema, que no disponen de ningunas «Américas» que conquistar. Siendo imposible en ese sistema «atrapar» a los pioneros, la población de las periferias no tiene otra alternativa que optar por una vía de desarrollo diferente.
La iniciativa pasa a los pueblos y naciones de la periferia
La Comuna de París de 1871, que, como se ha mencionado, fue la primera revolución socialista, fue también la última en tener lugar en un país del centro capitalista. Con «el despertar de los pueblos de las periferias», el siglo XX inauguró un nuevo capítulo de la Historia. Sus primeras manifestaciones fueron las revoluciones en Irán (1907), México (1910-1920), China (1911) y en la Rusia «semiperiférica» (1905). Ese despertar de los pueblos y naciones de la periferia continuó su avance con la revolución de 1917, el movimiento Al-Nahda árabe-musulmán, la constitución del movimiento de los Jóvenes Turcos (1908), la revolución egipcia de 1919 y la formación del Congreso en India (1885).
En reacción a la primera crisis prolongada del capitalismo histórico (1875-1950), los pueblos de la periferia empezaron a liberarse alrededor de 1914-1917, movilizándose bajo la bandera del socialismo (Rusia, China, Vietnam, Cuba) o de la liberación nacional (India, Argelia) asociada, en mayor o menor grado, con reformas sociales de signo progresista. Y escogieron la vía de la industrialización, algo prohibido hasta allí por la dominación del (viejo) imperialismo «clásico», con lo que forzaron a este a «ajustarse» a la primera oleada de iniciativas independientes de los pueblos, naciones y Estados de las periferias. Desde 1917 hasta el momento en que al «proyecto de Bandung» (1955-1980) se le acabó la energía y el sovietismo colapsó en 1990, esas fueron las iniciativas que dominaron la escena.
No concibo las dos largas crisis del capitalismo monopolista maduro como ciclos largos de Kondratiev, sino más bien como dos fases a la vez de declive del capitalismo histórico globalizado y de una posible transición al socialismo. Tampoco concibo el periodo de 1914 a 1945 exclusivamente como la «guerra de los treinta años» para ventilar la sucesión a la «hegemonía británica». Concibo ese período, a la vez, como una prolongada guerra conducida por los centros imperialistas contra el primer despertar de las periferias (en el Este y en el Sur).
Esa primera oleada del despertar de los pueblos de la periferia se desgastó por muchas razones, entre ellas sus propias limitaciones y contradicciones internas, y el éxito del imperialismo al encontrar nuevas formas de dominación del sistema mundial (por medio del control de la invención tecnológica, el acceso a los recursos, el sistema financiero globalizado, así como las comunicaciones y la tecnología informacional globalizadas, y las armas de destrucción masiva).
Sin embargo, el capitalismo pasó por una segunda crisis prolongada que empezó en la década de 1970, exactamente cien años después de la primera. Las reacciones del capital ante esa crisis fueron las mismas que las que tuvo ante la previa, a saber: concentración reforzada, que hizo surgir el capitalismo monopolista generalizado; la globalización («liberal»), y la financiarización. Sin embargo, el momento del triunfo, la segunda «belle époque» entre 1990 y 2008, que se hacía eco de la primera «belle époque» de 1890 a 1914, del nuevo imperialismo colectivo de la Tríada (Estados Unidos, Europa y Japón) fue realmente breve.
Y apareció una nueva era de caos, guerras y revoluciones. En esa situación, la segunda oleada del despertar de las naciones periféricas, que ya había hecho acto de presencia, rehusó permitir que el imperialismo colectivo de la Tríada mantuviera sus posiciones de dominio si no era por medio del control militar del planeta. El establishment de Washington, al dar prioridad a dicho objetivo estratégico, pone de manifiesto que es perfectamente consciente, al contrario que la visión ingenua de la mayoría de corrientes del «altermundismo» occidental, de cuáles son los asuntos reales que se ventilan en las luchas y conflictos decisivos de nuestra época.
¿Es el capitalismo monopolista generalizado el último estadio del capitalismo?
Lenin describió al imperialismo de los monopolios como el «estadio superior del capitalismo». Yo he descrito al imperialismo como una «fase permanente del capitalismo», en el sentido de que el capitalismo histórico globalizado ha edificado, y no cesa nunca de reproducir y profundizar, la polarización centro/periferia.
La primera ola de monopolios constituidos al final del siglo XIX implicó realmente una transformación cualitativa de las estructuras fundamentales del modo de producción capitalista, de lo que Lenin dedujo que la revolución socialista estaba a la orden del día, mientras que Rosa Luxemburg creía que las alternativas del momento eran «socialismo o barbarie». Desde luego, Lenin fue demasiado optimista, al subestimar los efectos devastadores de la renta imperialista, y la transferencia asociada a la misma, sobre la revolución, que pasó del Oeste (los centros) al Este (las periferias).
La segunda ola de centralización del capital, que tuvo lugar durante el último tercio del siglo XX, constituyó una segunda transformación cualitativa del sistema, lo que he descrito como «monopolios generalizados». Desde ese momento en adelante, estos no solo comandaron la cumbre de la economía moderna, sino que también consiguieron imponer su control directo sobre el conjunto del sistema de producción. Las pequeñas y medianas empresas (e incluso las grandes fuera de los monopolios), tales como los agricultores, fueron literalmente desposeídos, reducidos al estatus de subcontratistas, junto con sus actividades de extracción de materias primas y de producción y comercialización, y sujetos al rígido control de los monopolios.
En esta fase más alta de la centralización del capital, los vínculos de este con un ente orgánico viviente —la burguesía— se han roto. Se trata de un cambio inmensamente importante: la burguesía histórica, constituida por familias localmente arraigadas, ha dado paso a una oligarquía/plutocracia anónima que controla los monopolios, y ello a pesar de la dispersión de las escrituras de propiedad de su capital. La gama de operaciones financieras que se han inventado durante las últimas décadas atestiguan esta forma suprema de alienación: el especulador puede ahora vender aquello que ni siquiera posee, de manera que el principio de la propiedad queda reducido a un estatus poco menos que irrisorio.
La función del trabajo socialmente productivo ha desaparecido. El alto grado de alienación había ya atribuido al dinero una virtud productiva («el dinero engendra a los niños»). Ahora la alienación ha alcanzado cotas nuevas: es el tiempo («el tiempo es oro») el que, basado únicamente en su propia virtud, «produce ganancias». Los miembros de esa nueva clase burguesa que responde a los requerimientos de la reproducción del sistema han quedado reducidos al estatus de «sirvientes asalariados» (precarios, por añadidura), incluso cuando son, en tanto que miembros de los sectores altos de las clases medias, gente privilegiada y excelentemente retribuida por su «trabajo».
Siendo esto así, ¿no deberíamos concluir que el tiempo del capitalismo ya ha pasado? No hay otra respuesta posible al desafío: los monopolios deben ser nacionalizados. Este es un primer paso, inevitable, hacia una posible socialización de su dirección por parte de los trabajadores y los ciudadanos. Solo eso hará posible que progresemos en el largo camino hacia el socialismo. Al mismo tiempo, será la única manera de desarrollar una nueva macroeconomía que restituya un espacio genuino para que operen las empresas pequeñas y medianas. Si no se lleva a cabo, la lógica de la dominación por parte del capital abstracto no puede producir otra cosa que el declive de la democracia y de la civilización a una situación de «apartheid generalizado» de escala mundial.
La vocación tricontinental del marxismo
Mi interpretación del capitalismo histórico subraya la polarización del mundo (el contraste entre centro y periferia) producida por la forma histórica de la acumulación de capital. Una perspectiva como esta cuestiona las visiones de la «revolución socialista» y, más ampliamente, de la transición al socialismo, que han elaborado los marxismos históricos. La «revolución», o la transición, a la que nos enfrentamos no es necesariamente la que sirve de fundamento a esas visiones históricas. Ni son las mismas las estrategias para trascender al capitalismo.
Tiene que reconocerse que aquello que las más destacadas luchas políticas y sociales del siglo XX trataron de impugnar no fue tanto el capitalismo en sí como la permanente dimensión imperialista del capitalismo realmente existente. Así pues, la cuestión es saber si ese desplazamiento del centro de gravedad de las luchas pone necesariamente en cuestión, aunque sea en potencia, al capitalismo.
El pensamiento de Marx asocia claridad «científica» en el análisis de la realidad con acción política y social (la lucha de clases en su sentido más amplio) dirigida a «cambiar el mundo». Confrontarse con los elementos básicos, por ejemplo, descubrir la fuente real de plusvalía resultante de la explotación que hace el capital del trabajo social, es algo imprescindible para esa lucha.
Si se abandonara esta lúcida y fundamental contribución de Marx, el resultado inevitable sería un fracaso doble. Cualquier abandono parecido al de la teoría de la explotación (la ley del valor) reduce el análisis de la realidad a la pura apariencia, una forma de pensamiento limitada por su abyecta sumisión a las exigencias de la producción de mercancías, ella misma engendrada por el sistema. Similarmente, un abandono como ese de la crítica del sistema basada en el valor-trabajo aniquila la efectividad de las estrategias y de las luchas dirigidas a cambiar el mundo, que pasan a ser concebidas dentro de ese marco alienante y cuyas pretensiones de «cientificidad» carecen de una base real.
Sin embargo, no es suficiente que nos limitemos a agarrarnos al lúcido análisis formulado por Marx. Eso es así, no solo porque la propia «realidad» cambia y hay siempre cosas «nuevas» a incorporar en el desarrollo de la crítica del mundo real que inició Marx; sino que es así, más fundamentalmente, porque, como sabemos, el análisis que hace Marx en El capital quedó incompleto. En el planeado, pero nunca escrito, volumen sexto de la obra, Marx se proponía tratar la globalización del capitalismo.
Hoy, eso lo tienen que hacer otros, motivo por el que me he atrevido a defender la formulación de una «ley del valor globalizado» que restituye a su lugar el desarrollo desigual (a través de la polarización centro/periferia) que es inseparable de la expansión global del capitalismo histórico. En una formulación como esta, la «renta imperialista» se integra en el proceso conjunto de producción y circulación de capital y de distribución de la plusvalía. Dicha renta está en el origen del desafío: explica por qué las luchas por el socialismo en los centros imperialistas se han desvanecido y realza las dimensiones antiimperialistas de las luchas en las periferias contra el sistema de globalización capitalista/imperialista.
No volveré aquí a considerar lo que sugeriría sobre esta cuestión una exégesis de los textos de Marx. Marx, que con su agudeza crítica y la increíble sutileza de su pensamiento no está por debajo de la consideración de gigante, debe de haber tenido como mínimo la intuición de que su análisis en ese punto se enfrentaba con una cuestión sustantiva. Eso es lo que sugieren sus observaciones sobre los efectos desastrosos del alineamiento de la clase trabajadora inglesa con el chauvinismo asociado a la explotación colonial de Irlanda.
Por ello, no le sorprendió que fuera en Francia, menos desarrollada económicamente que Inglaterra pero más avanzada por lo que respecta a la conciencia política, donde tuvo lugar la primera revolución socialista. Marx, como Engels, esperaba también que el «atraso» de Alemania permitiría que se desarrollara una forma original de avance, a saber, la fusión de dos revoluciones, la burguesa y la socialista, en una.
Lenin fue incluso más allá al subrayar la transformación cualitativa que implicaba el paso al capitalismo monopolista, y extrajo de ello las conclusiones oportunas: que el capitalismo había dejado de ser un estadio progresivo necesario en la Historia y que estaba ahora «putrefacto» (en su expresión). Dicho de otra forma, se había vuelto «obsoleto» y «senil» (en palabras mías), así que el paso al socialismo estaba a la orden del día y era, a la vez, algo necesario y posible. Y con este marco, ideó y llevó a cabo una revolución que empezó en la periferia (Rusia, el «eslabón débil»). Después, al comprobar que sus esperanzas en una revolución europea eran infundadas, concibió el desplazamiento de la revolución al Este, donde, según pensó, la fusión de los objetivos de la lucha antiimperialista y de la lucha contra el capitalismo se había hecho posible.
Pero fue Mao quien formuló con rigor cuál era la naturaleza, contradictoria y compleja, de los objetivos de la transición al socialismo a perseguir en tales condiciones. El «marxismo» (o, con mayor exactitud, los marxismos históricos) se confrontaba con un nuevo desafío, que no existía en la conciencia política más lúcida del siglo XIX, pero que emergió debido al desplazamiento a los pueblos, naciones y Estados de la periferia de la iniciativa de la transformación del mundo.
La renta imperialista no «solo» benefició a los monopolios del centro dominante (en forma de superbeneficios), sino que formó también la base para la reproducción de la sociedad en su conjunto, y ello a pesar de su evidente estructura de clases y la explotación de sus trabajadores.
Fue eso lo que Perry Anderson analizó con tanta claridad como «marxismo occidental», que describió como «el producto de la derrota» (el abandono de la perspectiva socialista), y que es pertinente aquí. Ese marxismo fue entonces condenado, por su renuncia a «cambiar el mundo» y a recluirse en los estudios «académicos», sin que ello tuviera un impacto político. La deriva liberal de la socialdemocracia, así como su convergencia activa con la ideología norteamericana del «consenso» y el atlantismo al servicio del dominio imperialista del mundo, fueron las consecuencias.
«Otro mundo» (una frase notoriamente vaga para indicar un mundo comprometido con la larga senda hacia el socialismo) es algo obviamente imposible a menos que proporcione una solución a los problemas de los pueblos de la periferia, nada menos que el 80% de la población mundial. «Cambiar el mundo», en otras palabras, significa cambiar las condiciones de vida de esa mayoría. El marxismo, que analiza la realidad del mundo con objeto de que las fuerzas que actúan por el cambio sean lo más efectivas posible, adquiere necesariamente una vocación tricontinental decisiva (África, Asia, América Latina).
¿Cómo se relaciona eso con el terreno de lucha que tenemos ante nosotros? Para contestar a esta pregunta, lo que propongo es un análisis de la transformación del capitalismo monopólico imperialista («senil») en capitalismo monopolista generalizado (todavía más senil por esa razón). Se trata de una transformación cualitativa en respuesta a la segunda crisis prolongada del sistema que empezó en la década de 1970 y que todavía no se ha resuelto. De este análisis, derivo dos conclusiones principales. La primera es que el sistema imperialista, reaccionando ante la industrialización de las periferias, impuesta por las victorias resultantes de la primera oleada del «despertar» de aquellas, se ha transformado en el imperialismo colectivo de la Tríada.
Eso ocurre a la vez que el nuevo imperialismo pone en práctica nuevos medios de control del sistema mundial, basados en el control militar del planeta y de sus recursos, la superprotección de la apropiación en exclusiva de la tecnología por parte de los oligopolios y el control de estos sobre el sistema financiero mundial. Con el surgimiento de una oligarquía dominante exclusiva, se produce una transformación concomitante de las estructuras de clase del capitalismo contemporáneo.
El «marxismo occidental» ha ignorado la transformación decisiva que representa la emergencia del capitalismo monopolista generalizado. Los intelectuales de la nueva izquierda radical occidental rehúsan medir los efectos decisivos de la concentración de los oligopolios que dominan ahora el sistema de producción en su conjunto, de la misma manera que dominan toda la vida política, social, cultural e ideológica. Después de eliminar de su vocabulario el término «socialismo» (y, con más razón, «comunismo»), han dejado de contemplar la necesidad de la expropiación de los expropiadores y se limitan solo a un imposible «otro capitalismo» que, según lo denominan, tenga un «rostro humano». La deriva de los discursos «post» (postmodernismo, postmarxismo etc.) es el resultado inevitable de ello. Negri, por ejemplo, no dice una palabra referente a esta decisiva transformación que, para mí, es el corazón mismo de las cuestiones de nuestra época.
La neolengua habitual de esos verdaderos delirios debe entenderse en el sentido literal del término: un imaginario ilusorio desvinculado de toda realidad. En francés, le peuple, o mejor aún, les classes populaires, al igual que en castellano el pueblo (o las clases populares) no es sinónimo de «todo el mundo» (o del inglés everyone). Esos términos hacen referencia a las clases dominadas y explotadas, por lo que, asimismo, subrayan su diversidad (la diversidad de los tipos posibles de su relación con el capital), lo que facilita la construcción efectiva de estrategias concretas y su conversión en agentes activos del cambio. Esto contrasta con el equivalente en inglés: «people» no contiene ese sentido y es sinónimo de les gens en francés y la gente en castellano. La neolengua ignora esos conceptos, marcados por el marxismo y formulados en francés o en castellano, y los sustituye por algún término vago como la «multitud» de Negri. Es un delirio filosófico atribuir a esa palabra, que no añade nada y sustrae mucho, un denominado poder analítico, invocando para ello el uso del término por Spinoza, que vivió en una época y circunstancias que nada tienen que ver con las nuestras.
El pensamiento político de moda entre la nueva izquierda radical occidental ignora también la naturaleza imperialista de la dominación que ejercen los monopolios generalizados, que sustituyen con el término vacío de «Imperio» (Negri). Ese occidental-centrismo, llevado a un extremo, omite cualquier reflexión sobre la renta imperialista, sin la cual ni los mecanismos de reproducción social ni los desafíos que ellos, de esa manera, constituyen pueden ser comprendidos.
En contraste, Mao presentó un punto de vista a la vez profundamente revolucionario y «realista» (científico, lúcido) acerca de los términos con los que analizar el desafío, con lo que hacía posible deducir estrategias efectivas para lograr avances sucesivos en el largo camino de la transición al socialismo. Es por esa razón que Mao distingue y conecta entre sí las tres dimensiones de la realidad: pueblos, naciones y Estados.
El pueblo (las clases populares) «quiere la revolución». Eso significa que es posible construir un bloque hegemónico que reúna a las diversas clases dominadas y explotadas, por oposición al que hace posible la reproducción del sistema de dominación del capitalismo imperialista que se ejerce por medio del bloque hegemónico de tipo comprador y el Estado a su servicio.
La mención de las naciones hace referencia al hecho de que la dominación imperialista deniega la dignidad de las «naciones» (cómo se las denomine es una cuestión abierta) forjadas por la historia de las sociedades periféricas. Esa dominación ha destruido sistemáticamente todo aquello que confiere originalidad a las naciones, en nombre de una «occidentalización» de pacotilla. Por tanto, la liberación del pueblo es algo inseparable de la liberación de la nación a la que pertenecen. Esa es la razón por la que el maoísmo reemplazó el conciso lema «¡Trabajadores de todos los países, uníos!» por el más abarcador de «¡Trabajadores de todos los países, pueblos oprimidos, uníos!». Las naciones desean su liberación, y esta es vista como complementaria de la lucha del pueblo, y no en conflicto con ella. La liberación en cuestión, por tanto, no es una restauración del pasado —la ilusión que fomenta un apego culturalista al pasado— sino la invención del futuro, lo cual tiene por fundamento una transformación radical del patrimonio histórico de la nación en lugar de la importación artificial de una falsa «modernidad». La cultura que se hereda y se somete a la prueba de la transformación se entiende aquí como cultura política, siempre que se tome la precaución de no usar el término, indiferenciado, de «cultura» (que abarca las formas «religiosas» así como un sinnúmero de otras formas), que ni significa nada, ya que la cultura genuina no es abstracta, ni es históricamente invariante.
La referencia al Estado se basa en el reconocimiento necesario de la autonomía relativa de su poder en sus relaciones con el bloque hegemónico que está en la base de su legitimidad, incluso cuando este es popular y nacional. Mientras exista el Estado, esa autonomía relativa no puede ser ignorada, es decir, al menos para el período completo de la transición al comunismo. Es solo después de eso, y no antes, que podemos pensar en una «sociedad sin Estado», lo cual es consecuencia, no solo de que los avances populares y nacionales deben protegerse de la agresión permanente del imperialismo, que todavía domina el mundo, sino también —y quizá ante todo— de que «el avance durante la larga transición» requiere también de «un desarrollo de las fuerzas productivas».
Dicho de otra manera, el objetivo consiste en alcanzar aquello que el imperialismo ha impedido a los países de la periferia, y destruir la herencia de una polarización mundial que es inseparable de la expansión mundial del capitalismo histórico. Este programa no es el mismo que el de «ponerse a la misma altura o atrapar» al capitalismo central por medio de la imitación; un esfuerzo por «atraparlo» que, entre paréntesis, es algo imposible y, sobre todo, indeseable.
El primero impone una concepción diferente de la «modernización/industrialización» que se basa en una participación genuina de las clases populares en el proceso de implementación, con beneficios inmediatos para esas clases en cada estadio de los avances. Debemos, por tanto, rechazar el razonamiento dominante que demanda de la gente que esperen, por un plazo indefinido, hasta que el desarrollo de las fuerzas productivas haya finalmente creado las condiciones para un tránsito «necesario» al socialismo. El poder estatal está obviamente en el centro de los conflictos entre esos requisitos contradictorios del «desarrollo» y del «socialismo».
«Los estados quieren la independencia». La noción debe contemplarse como un objetivo doble: independencia (forma extrema de la autonomía) respecto de las clases populares, e independencia respecto de las presiones del sistema mundial capitalista. La «burguesía» (compuesta, en términos amplios, por la clase dirigente que ocupa las posiciones decisorias del Estado y cuyas ambiciones tienden siempre hacia una evolución burguesa) es tanto nacional como compradora. Si las circunstancias la capacitan para aumentar su autonomía respecto del imperialismo dominante, tienden a escoger «la defensa de los intereses nacionales». Pero si las circunstancias no se lo permiten, optarán por una sumisión «compradora» a las exigencias del imperialismo. La «nueva clase dirigente» (o «grupo dirigente») se encuentra todavía en una posición ambigua, incluso en el caso de que se fundamente en un bloque popular, debido al hecho de que la anima una tendencia «burguesa», al menos en parte.
La correcta articulación de la realidad en esos tres niveles —pueblos, naciones y Estados— condiciona el éxito del progreso a lo largo de la prolongada vía transicional. Se trata de una cuestión de reforzar la complementariedad de los avances del pueblo, de la liberación de la nación y de los logros conseguidos mediante el poder del Estado. Pero si se permite que se desarrollen las contradicciones entre el agente popular y el agente estatal, cualquier avance está finalmente predestinado a fracasar.
Si uno de esos niveles no presta atención a articularse con los otros, aparecerá una dificultad insuperable. La noción abstracta de «pueblo» como única entidad que cuenta, así como la tesis del «movimiento» abstracto que es capaz de transformar el mundo sin molestarse siquiera en hacerse con el poder, son nociones sencillamente ingenuas. La idea de la liberación nacional «a cualquier precio» y concebida como algo independiente del contenido social del bloque hegemónico conduce a una ilusión cultural de irreparable apego al pasado (del que son ejemplos el islam político, el hinduismo y el budismo) y carece, de hecho, de poder. Eso genera una noción de poder concebido como algo capacitado para «conseguir logros» para la gente, pero que se ha de ejercer, de hecho, sin ella. Conduce, consiguientemente, a un deslizamiento hacia el autoritarismo y la cristalización de una nueva burguesía del cual el ejemplo más trágico es el desvío del sovietismo, que evolucionó desde un «capitalismo sin capitalistas» (capitalismo de Estado) hasta un «capitalismo con capitalistas»,.
Puesto que los pueblos, las naciones y los Estados de la periferia no aceptan el sistema imperialista, el «Sur» se halla en la «zona borrascosa» donde se producen permanentemente levantamientos y revueltas. Con sus inicios en 1917, la historia ha consistido principalmente en esas revueltas e iniciativas independientes (en el sentido de independencia respecto de las tendencias que dominan en el sistema capitalista-imperialista existente) por parte de los pueblos, naciones y Estados periféricos. A pesar de sus límites y contradicciones, son esas iniciativas las que han moldeado las transformaciones más decisivas del mundo contemporáneo, mucho más que el progreso de las fuerzas productivas y los reajustes sociales, relativamente sencillos, que acompañaron a ese progreso en el corazón geoestratégico del sistema.
Ha empezado la segunda oleada de iniciativas independientes por parte de los países del Sur. Los países «emergentes» y otros, así como sus pueblos respectivos, se enfrentan contra los mecanismos con los cuales el imperialismo colectivo de la Tríada trata de perpetuar su dominio. Las intervenciones militares de Washington y de sus aliados subalternos de la OTAN han mostrado ser un fiasco. El sistema financiero mundial está colapsando y, en su lugar, sistemas regionales autónomos están en proceso de instalarse. El monopolio tecnológico de los oligopolios ha quedado desbaratado.
La recuperación del control sobre los recursos naturales se encuentra hoy a la orden del día. Las naciones andinas, víctimas del colonialismo interno que reemplazó a la colonización extranjera, se hacen sentir en el nivel político. Las organizaciones populares y los partidos de la izquierda radical que participan en la lucha han conseguido ya derrotar (en América Latina) algunos programas liberales o están en proceso de conseguirlo. Esas iniciativas, que son ante todo y fundamentalmente antiimperialistas, son potencialmente capaces de adquirir compromisos a lo largo de la prolongada vía de transición al socialismo.
¿Cómo se relacionan entre sí esos dos posibles futuros? El «otro mundo» que se está edificando tiene siempre un carácter ambiguo: lleva consigo lo peor y lo mejor, ambos «posibles» (no existen leyes históricas previas a la historia misma que nos ofrezcan alguna indicación). Una primera oleada de iniciativas por parte de los pueblos, naciones y Estados de la periferia tuvo lugar durante el siglo XX, hasta 1980. Ningún análisis de sus componentes tiene sentido a menos que se preste atención a las formas en que se complementan y entran en conflicto los tres niveles en relación mutua. Ha empezado ya una segunda oleada de iniciativas en la periferia. ¿Será más efectiva? ¿Puede llegar más lejos que la precedente?
¿Es el final de la crisis del capitalismo?
Las oligarquías que ostentan el poder en el sistema capitalista contemporáneo tratan de devolver el sistema a la situación previa a la crisis de 2008. Deben convencer a la gente, para ello, de llegar a un «consenso» que no ponga en peligro su poder supremo. Para garantizar el éxito, están preparados para hacer algunas concesiones retóricas acerca de los desafíos ecológicos (en particular, los que tienen que ver con la cuestión del clima), teñir de verde su dominio, e incluso insinuar que llevarán a cabo reformas sociales (la «guerra contra la pobreza») y reformas políticas («buena gobernanza»).
La participación en ese juego de convencer a la gente de la necesidad de forjar un nuevo consenso, incluso cuando se define en términos claramente mejores, acabará en fracaso. Peor todavía, prolongará fatalmente las ilusiones. Eso es así porque la respuesta a los desafíos puestos de relieve por la crisis del sistema global requiere, ante todo, la transformación de las relaciones de poder en beneficio de los pueblos de las periferias. Las Naciones Unidas han organizado un conjunto completo de encuentros globales que, como cabía esperar, no han producido resultado alguno.
La Historia ha demostrado que ese es un requisito necesario. La respuesta a la primera crisis prolongada del capitalismo maduro tuvo lugar entre 1914 y 1950, mayormente por medio de los conflictos que enfrentaron a los pueblos de las periferias con la dominación de los poderes imperiales y, en grados diversos, por medio de las relaciones sociales internas que beneficiaban a las clases populares. Así, prepararon el camino que condujo a los tres sistemas de la segunda postguerra mundial: el socialismo realmente existente de esa época, los regímenes populares y nacionales de Bandung y el compromiso socialdemócrata en los países del Norte, que las iniciativas independientes de los pueblos de las periferias convirtieron en algo particularmente necesario.
En 2008, la segunda crisis prolongada del capitalismo entró en una nueva fase. Los conflictos internacionales violentos ya han empezado y son visibles. ¿Conseguirán, basándose en posiciones antiimperialistas, poner en peligro el dominio de los monopolios generalizados? ¿Cómo se relacionan con las luchas sociales de las víctimas de las políticas de austeridad impulsadas por las clases dominantes en respuesta a la crisis? En otras palabras, ¿emplearán las gentes la estrategia de desprenderse del capitalismo en crisis en lugar de la que impulsan los poderes establecidos de desprender al sistema de su crisis?
Los ideólogos e ideólogas al servicio del poder están agotando sus fuerzas con observaciones inútiles acerca del «mundo después de la crisis». La CIA solo puede contemplar una restauración del sistema atribuyendo a la mayor participación de los «mercados emergentes» en la globalización liberal una tendencia en detrimento de Europa, más que de Estados Unidos. Es incapaz de reconocer que la profundización de la crisis no es algo que se pueda «superar» si no es con el recurso al conflicto social e internacional violento. Nadie sabe en qué acabará todo esto: podría tratarse de lo mejor (un progreso en la dirección del socialismo) o de lo peor (apartheid mundial).
La radicalización política de las luchas sociales es la condición para superar su fragmentación interna y su estrategia, exclusivamente defensiva, de «poner a salvo las prestaciones sociales». Solo eso permitirá identificar los objetivos necesarios para acometer la larga marcha hacia el socialismo. Solo eso capacitará a los «movimientos» para generar empoderamiento real.
El empoderamiento de los movimientos necesita un marco de condiciones macro-políticas y económicas que conviertan en viables sus proyectos concretos. ¿Cómo crearlas? Llegamos así a la cuestión central del poder del Estado. ¿Será capaz un Estado renovado, genuinamente popular y democrático, de llevar a cabo políticas efectivas en las condiciones globalizadas del mundo contemporáneo? Una respuesta inmediata y negativa de la izquierda ha conducido a llamamientos para que las iniciativas alcanzaran un consenso mínimo global, sorteando al Estado, como la base para un cambio político universal. Esa respuesta y su corolario han demostrado ser infructuosos.
No hay otra solución que generar avances en el nivel nacional, quizá reforzados por acciones apropiadas al nivel regional, y que ambos busquen imperativamente el desmantelamiento (la «desconexión») previa a una eventual reconstrucción, sobre una base social diferente, con el horizonte de ir más allá del capitalismo. Este principio es tan válido para los países del Sur que, entre paréntesis, han comenzado a moverse en esa dirección tanto en Asia como en Latinoamérica, como lo es para los países del Norte donde, ¡ay!, todavía no se contempla, ni siquiera entre la izquierda radical, la necesidad de desmantelar las instituciones europeas (y las del euro).
El internacionalismo indispensable de los trabajadores y de los pueblos
La causa de que la primera ola de liberación perdiera ímpetu reside en los límites del avance que desencadenó el despertar del Sur en el siglo XX, así como la exacerbación de las contradicciones resultantes. Todo ello se vio grandemente reforzado por la hostilidad permanente de los Estados del centro imperialista, que llegó al extremo de desatar guerras abiertas que, debe decirse, fueron apoyadas, o al menos aceptadas, por los pueblos del Norte. Los beneficios derivados de la renta imperialista fueron, ciertamente, un factor importante en ese rechazo del internacionalismo por parte de las fuerzas populares del Norte.
Las minorías comunistas, que adoptaron —a veces con mucha fuerza— otra actitud, fracasaron sin embargo en su objetivo de construir bloques alternativos efectivos alrededor de sí mismos. Y el hecho de que los partidos socialistas se pasaran con armas y bagajes al campo «anticomunista» contribuyó en gran parte al éxito de los poderes capitalistas en el campo imperialista. Tales partidos, sin embargo, no han sido «recompensados», ya que al día siguiente mismo después del colapso de la primera oleada de luchas del siglo XX, el capitalismo monopolista se zafó de esa alianza. No han extraído las lecciones oportunas de su derrota, radicalizándose; al contrario, han preferido capitular y deslizarse hacia esas posiciones «social-liberales» con las que estamos tan familiarizados. Esta es la prueba, si fuera necesaria, del decisivo papel de la renta imperialista en la reproducción de las sociedades del Norte. De manera que la segunda capitulación no fue tanto una tragedia como una farsa.
La derrota del internacionalismo comparte una porción de responsabilidad por la deriva autoritaria hacia la autocracia por parte de las experiencias socialistas del pasado siglo. La explosión de imaginativas expresiones de democracia durante el curso de las revoluciones rusa y china refuta el argumento, demasiado simple, de que esos países no estaban «maduros» para la democracia. La hostilidad de los países imperialistas, facilitada por el apoyo de sus propios pueblos, contribuyó en gran parte a convertir en algo todavía más difícil la búsqueda del socialismo democrático, en condiciones ya de por sí difíciles, una consecuencia de la herencia del capitalismo de la periferia.
Así, la segunda ola del despertar de los pueblos, naciones y Estados de las periferias del siglo XX se desencadena en medio de condiciones que no son precisamente mejores sino, de hecho, incluso más difíciles. Las llamadas características de la ideología norteamericana del «consenso» (cuyo significado es: sumisión a las exigencias del poder del capitalismo monopolista generalizado); la adopción de regímenes políticos «presiden-ciales», que destruyen la efectividad del potencial anti-establishment de la democracia; la apología indiscriminada de un falso y manipulado individualismo, conjuntamente con la desigualdad (que se concibe como una virtud); el agrupamiento de los países subalternos de la OTAN alrededor de las estrategias puestas en marcha por el establishment de Washington, todos estos factores se han abierto camino con rapidez en la Unión Europea y esta no puede ser, en esas condiciones, nada más que lo que es: un bloque constitutivo de la globalización imperialista.
En una situación como la descrita, el colapso de ese proyecto militar se convierte en la primera prioridad y la condición preliminar para que la segunda ola de liberación, que están impulsando con sus luchas los pueblos, naciones y Estados de los tres continentes, tenga éxito. Hasta que se consume esa condición, los avances presentes y futuros de esas luchas seguirán siendo vulnerables. Por lo tanto, no se puede excluir una posible repetición del siglo XX, un remake, y ello a pesar de que, como es obvio, las condiciones de nuestra época son bien diferentes de las del último siglo.
Ese trágico escenario, no obstante, no es el único posible. La ofensiva del capital contra los trabajadores está ya en marcha en el corazón geopolítico mismo del sistema. Esta es la prueba, por si fuera necesaria, de que el capital, cuando está reforzado por las victorias contra los pueblos de la periferia, se vuelve capaz de atacar frontalmente las posiciones de las clases trabajadoras de los centros del sistema. En una situación así, la radicalización de las luchas ha dejado de ser algo imposible de visualizar. El patrimonio de las culturas políticas europeas todavía no se ha perdido, y debería facilitar el renacimiento de una conciencia internacional que satisfaga las demandas de su globalización. Una evolución en esa dirección, sin embargo, choca frontalmente contra el obstáculo que representa la renta imperialista.
Esa renta no es solo una de las fuentes principales de las excepcionales ganancias de los monopolios, sino que condiciona asimismo la reproducción de la sociedad como un todo. Y, con el apoyo indirecto de esos elementos populares que buscan preservar a todo trance el modelo electoral existente de «democracia» (por mucho que en la realidad sea un modelo no democrático), el peso de las clases medias puede destruir, con toda probabilidad, la fortaleza potencial que emana de la radicalización de las clases populares. A causa de ello, el progreso del Sur tricontinental es probable que permanezca en primer plano del escenario, como en el siglo pasado.
Sin embargo, tan pronto como esos avances hayan dejado sentir sus efectos y hayan reducido severamente la renta imperialista, los pueblos del Norte deberían estar en una mejor posición para comprender el fracaso de las estrategias que se someten a las exigencias de los monopolios imperialistas generalizados. Ese sería el momento para que las fuerzas políticas e ideológicas de la izquierda radical ocuparan su lugar en este gran movimiento de liberación, que se edifica sobre la solidaridad de pueblos y trabajadores.
La batalla cultural e ideológica es decisiva para que se produzca ese renacimiento que he sintetizado como el objetivo estratégico de construir una Quinta Internacional de los trabajadores y los pueblos.
Notas
1. Véase Rudolf Hilferding, Das Finanzkapital (1910); edición en castellano de 1963: El capital financiero, Ed. Tecnos, Madrid. Y John Atkinson Hobson, Imperialism. A study (1902); edición en castellano: Estudio del imperialismo, Alianza Ed., Madrid, 1981. [T.]