Las aventuras del padre Guido

Las aventuras del padre Guido
22 de Mayo de 2011 a la(s) 0:0 – Un reportaje de Carlos Chávez Fotografías de Rony González

Sammy Guido es un fraile gringo; 51 de sus 80 años de edad han transcurrido en una escabrosa y empobrecida región entre Ahuachapán y Sonsonate. Allí, incluso para el bastión más grande de nahuahablantes, él es el “padre Guido”. A manera de los antiguos misioneros coloniales, pero con humor, el padre Guido también ha empezado a escribir la crónica de su vida. Una mezcla de Sicilia, Massachusetts y San Pedro Puxtla.

Al mediodía, un vapor propio de una jungla envuelve a San Pedro Puxtla. Y ni aún así fray Sammy Guido se quita su sotana franciscana o sus tenis blancos New Balance. Suda. Pero no prende el ventilador de techo de la casa parroquial. Su figura chaparrita parece más preocupada en hojear una vieja National Geographic en inglés.

—¡Aquí está! Mire esta foto, este avioncito es un Spitfire. Los británicos lo construían durante la Segunda Guerra Mundial. El Spitfire tenía estas cosas que dan vuelta… –con revista en mano, busca explicarse el fraile de marcado acento gringo.

—¿Tenía hélices?

—¡Exacto! Pues, en 1960, así me vine a El Salvador: en un avión de cuatro hélices. Ni me quise asomar por la ventanilla porque los motores vibraban fuerte como si fueran a desprenderse. ¡Nunca oré tanto en mi vida como en esa ocasión!

El fraile intenta hacerme entender que hace 51 años, y por designios de la iglesia católica, se alejó de su natal Massachusetts para radicar en un trío de apartados y empobrecidos poblados: San Pedro Puxtla, Guaymango y Santo Domingo de Guzmán, el fortín más grande nahuahablantes indígenas del país.

El padre Guido –quien recién el mes pasado alcanzó los 80 años– dice que desde 196o ha experimentado todo tipo de andanzas y malandanzas. Asaltos. Terremotos. Diluvios. Viajar con tuncos. Escuchar regaños en náhuat. Objetos que vuelan. Y hasta exorcismos. Quizá por eso, hace unos minutos, me dejó caer un gran chorro de agua bendita sobre mi cara y camisa. Lo hizo, porque soñé con el diablo.

A este fraile gringo le tiene sin cuidado que lo comparen con un moderno fray Bartolomé de las Casas. O con Robinson Crusoe, el literario náufrago inglés que pasó 28 años en una remota isla tropical. A estas alturas de su vida, lleva meses en su ordenador, engrosando un libro-bitácora, en inglés y español, llamado “Las aventuras reales del padre Guido”. En la página 13, hay una crónica sustanciosa de cuatro partes.

Parte I: El recordatorio constante

Uno de los pueblos de los cuales yo era responsable era Santo Domingo de Guzmán. Allí casi todos sus pobladores hablaban el dialecto náhuat, proveniente del lenguaje Uto-Azteca. El mismo que hoy ha caído en desuso.

Como pastor, era mi obligación celebrar misa, especialmente para las festividades del patrono. En este caso: Santo Domingo, cuya solemnidad ocurre el 4 de agosto. Sin embargo, sucedió que la fiesta se acercaba y yo no había cumplido con mi responsabilidad.

En los primeros días de junio, tres hombres originarios de aquel lugar vinieron muy serios a recordarme mi obligación pastoral. Debía llegar un día antes, el 3 de agosto, para poder rezar el Santo Rosario y oficiar la misa de víspera. Les dije que estaba de acuerdo sin recapacitar mucho en su visita.

Un mes después, en julio, vino otro grupo a recordarme mi promesa y mi obligación. Yo pensé: Creo que quieren asegurarse que no vaya a olvidar mi compromiso. Y así me quedé pensando en la manera que realizaría ese viaje de seis horas montado a lomo de caballo.

El 1 de agosto, volvieron a recordármelo y me dije: “¿Es que no confían en mí?” Y comencé a sentirme incómodo con esta situación, así que tranquilamente les dije: “No tengan pena. Estén seguros que allí estaré”.

Lo que me sorprendió es que el 2 de agosto, a las 6 de la mañana estaban tocando otra vez mi puerta. Esta vez, con el grupo de hombres venía un niño. Habían caminado once kilómetros solo para asegurarse que yo estaría listo para el viaje. ¡Era increíble!

Bueno, el día convenido llegó. Y a las 9 de la mañana partí acompañado de mi sacristán, que era un campesino. Este cabalgaba detrás de mí, llevando mi estuche para la misa y mi valija negra. Parecíamos Sancho Panza y Don Quijote. Yo cabalgaba sin saber lo que me esperaba.

Parte II: Maltratado, golpeado y magullado.

A las 10:30 de la mañana aún estábamos muy lejos de Santo Domingo de Guzmán. El sacristán me preguntó la hora, y me replicó “¡Es tarde!” Se colocó detrás de mi caballo y con un látigo de bambú le pegó en las ancas. ¡Y zaz! El caballo sale volando y yo con él, abiertas mis piernas y saltando en el aire, como en un rodeo. ¡Hasta llegué a pensar que iba en un avión jet!

Tomó algún tiempo para que el caballo se aquietara. Yo no estaba muy contento con mi compañero, quien volvió a preguntarme por la hora, estaba tan distraído con el paisaje, que me había olvidado del látigo. ¡Y zaz! Volví a volar por los aires, teniendo que calmar al caballo, no sin grandes esfuerzos. Tenía unas ganas de quitarle el látigo a mi compañero y darle su medicina. Y le dije: “¡Pare, ya está bueno!”

Para calmarme, el campesino empezó a enseñarme unas palabras indígenas. Quería distraerme. Allá al rato, me volvió a preguntar la hora. Entonces, fui más inteligente que él. Lo vi seriamente y no le contesté. Con ello le hice ver que no me engañaría por tercera vez, pues yo no era un gringo tonto.

Cuando habíamos recorrido tres cuartas partes del trayecto, cayó una fuerte tormenta, característica del mes de agosto. Dichosamente yo llevaba puesta una capa, pero mi pobre sacristán no. Y tuvo que cubrirse apenas con un pedazo de plástico.

Llegamos a Santo Domingo a eso de las 5 de la tarde, hora y media después de lo esperado. Aún llovía, y entramos directamente a una casita de adobe y paja donde nos hospedaríamos. La casita tenía un corredor de frente y traté de entrar con todo y caballo, pero mi cabeza no entraba bajo el techo. El agua corría como un río sobre mi cabeza. Yo imaginaba que estaba tomando un baño de regadera a lomo de caballo. El cacique –nombre que recibe el jefe del lugar– nos estaba esperando. Él era el encargado de los festejos patronales. Me miró fijamente y vociferó:

—¡Llegó tarde!

—¡Por Dios Santo! ¡Ayúdeme a bajar de este caballo, no sé cómo hacerlo! –“¡Dios mío! ¿Qué vendrá después?”, pensé.

Cuando por fin bajamos de los caballos, secamos nuestras ropas. El cacique se notaba que no tenía consideración alguna y volvió a vociferar:

—¡Llegó tarde!

Mejor me fui directamente a la iglesia a oficiar la santa misa. A pesar de que no había comido desde el desayuno, cuando llegó el momento de las peticiones, el lector de la misa pidió algo.

—¡Que el padre Guido trate de cumplir a tiempo sus compromisos!

No podía creer lo que mis oídos escuchaban.

Parte III: El regalo del cacique

Después de desayunar sopa de patas y tortillas verdes, celebré la misa en honor de Santo Domingo, tal como lo prometí en reiteradas ocasiones.

Como es costumbre, para la fiesta del patrono los campesinos celebran con danzas folclóricas de origen español, conocidas como “Historiantes”. Pues bien, me hallaba observando con sumo cuidado la danza y a la vez tomaba fotos con mi cámara. Celestino, el cacique, me miraba curioso y asombrado. Él era el padre de una de las niñas que participaba en la danza folclórica. Yo seguía observando cada escena. De pronto, Celestino se acerca y me pregunta algo.

—¿Le gusta, padre?

—¡Claro que sí! –respondí, pensando que se refería a la danza.

—Le doy a mi hija, padre. ¡Se la regalo!

No sabía qué pensar. ¿Era otra de sus bromas?

—Un momento, jefe. Aprecio su obsequio, pero no puedo aceptarlo. ¡Ni siquiera puedo cuidar de mí mismo, mucho menos podría ser capaz de cuidar a su hija! ¡Y basta, no se moleste!

Dicho esto regresé a la iglesia a bendecir a los feligreses. “¡Por Dios Santo!, dije, ¡Gracias a Dios que me escapé!”

Llueve a cantarazos sobre San Pedro Puxtla. En el aire, vaga una fría sensación de aislamiento.

—¡Esta tormenta no es nada! Han pasado muchas peores por aquí –asegura el fraile, mientras fisgonea el aguacero que cae detrás de su puerta con malla antimosquitos.

El padre Guido recuerda que bautizó como “El Diluvio” a los doce días de lluvia intermitente que dejó el huracán Stan en 2005. Durante el diluvio, dice que ocurrieron cosas muy peculiares. El volcán de Santa Ana explotó y “todo San Pedro parecía como si lo hubieran pintado a brochazos con pintura gris”. Al mismo tiempo, albergaba en la parroquia a unos 80 damnificados por la lluvia. Y sus dos mascotas –una gata y una perra pastor alemán– hacían lo suyo.

El 9 de octubre, su gata, llamada Penny como las monedas de un centavo de dólar, parió seis gatitos. Dos días después, su pastor alemán, llamada Cora como las monedas de 25 centavos de dólar, tuvo siete perritos, “cuatro varones y tres hembras”.

—Cora le ganó a Penny por uno. Y debido a que el último perrito nació el 12 de octubre, el día de Cristóbal Colón, decidí darles nombres relacionados con él. Así pues, a los perritos los llamé: Cris, Columbus, Discovery y Atlantic. A las hembras las nombré: Pinta, Tinta y Marry.

El fraile gringo dice que agradeció a Dios por mandarle estos animalitos: “Así verdaderamente puedo decir que aquí: ‘Me llovieron gatos y perros’”.

El padre Guido continúa platicando sentado en una silla plástica. A su alrededor, las paredes intentan robarle atención. Cuelga una bandera de EUA, junto a la de El Salvador. Enmarcado, tiene el pergamino que desde 2003, y por decreto legislativo, lo convirtió en ciudadano salvadoreño. También hay un mapa de la isla italiana de Sicilia, o “Chichilia”, desde donde emigraron sus padres rumbo a Massachusetts a inicios del siglo pasado, para trabajar en fábricas de lana.

—Yo nací un Viernes Santo, justamente durante las tres horas de sufrimiento de Cristo, el Salvador, en la cruz . Por eso me bautizaron como Salvatore. Para los no-italianos, Salvatore o Salvador es difícil de pronunciar. Y me inscribieron como “Sammy”.

Eso explica el fraile cuyo nombre completo es Sammy Salvatore Guido Vellardita. Él encuentra curioso que su “Chichilia”, Massachusetts y El Salvador tienen en común ser territorios de alrededor de 25,000 kilómetros cuadrados. Pero, lo que más cosquillea mi curiosidad es un comalito con inscripciones acrílicas y que cuelga de la pared. ¿Qué dice?

—¡Es el Padre Nuestro en náhuat! –explica el fraile que sabe inglés, italiano, español y una cuantas palabritas en lengua nativa. En Santo Domingo de Guzmán se tomó la tarea de traducirlo.

El comal reza: “Tegu tupal ga tenemi gaigacu santoshisigua ma tugai maguigui…”. El fraile me resume que los “inditos” son interesantes. Dice que cuando regañaban a sus cipotes, en su presencia, lo hacían en náhuat, para que no entendiera. De su gastronomía rescata el alguashte. Tanto, que podría jurar que su platillo favorito no son las hamburguesas o los hot-dogs, sino el pollo frito ahogado en salsa de alguashte. Lo que aún no digiere es cómo hornean los comales como el que está aquí colgado. Dice que es una dura faena exclusiva de mujeres indígenas “topless”, que casi parecen quemarse junto a los comales.

Mientras me habla de comales, miro una antigua fotografía suya que ha dejado sobre una mesita. En ella, aparece mucho más joven, como de 30 años, oficiando algún evento en Santo Domingo. Luce como el hollywoodense actor ítalo-americano Al Pacino. De hecho, su cabellera, de melena lacia, es similar.

—Padre, ¿Y en estos 51 años de vivir aquí, ninguna muchacha se enamoró de usted?

—No sé… Yo creo que no. Y no es que no me llamen la atención, pero soy un religioso.

Dicho esto, mejor me invita almorzar algo “humilde”. Sobre la mesa desfilarán albóndigas con arroz. Tortillas gordas. Mangos y naranjas. Salva Cola. Y una sopa de espinacas, a la que, él le añadirá quesito parmesano del gringo, y trocitos de aguacate del indio. Todo lo preparó su longeva ama de llaves. Una robusta y chele señora de 84 años, con rostro de beata, María Ernestina Ramos. El fraile aprovecha para comentar que disfruta de la música de otros ítalo-americanos como él, como Liza Minelli y Frank Sinatra. Y habla de otras “medio-italianas”, Madonna y Lady Gaga. “La primera está loca. ¡Y la otra es una sinvergüenza!”

Tras el almuerzo, el fraile chupa una naranja y dice estar listo para mostrarme San Pedro Puxtla. Antes de salir, en la puerta, me obsequia un escapulario verde. Uno como el que él utilizó durante un exorcismo que sucedió en Ataco, y que él describe en su libro-bitácora. Se trata de una crónica de tres partes.

Parte I: Un desafío

Un domingo, estaba rezando mi breviario cuando llegó una mujer con dos galones de agua.

—Padrecito, quiero que usted bendiga estos dos galones de agua.

—¿Para qué?

—Padrecito, quiero que usted bendiga esta agua por mi hijo José. Está poseído, y quiero bendecirlo con ella. Hay un espíritu malo que entra en mi hijo.

—¡Un momento, señora! Tengo que consultar al pastor de Ataco, al padre Sully.

Yo le conté todo al padre Sully. Y me dijo que iría con el doctor a visitar a ese joven, y que me quedara aquí. Al día siguiente, el doctor no llegó por lo cual el padre Sully decidió enviarme a mí. ¡Qué reto! Fui con Tito, Martín, el sacristán, y un hijo de la señora.

La casa estaba ubicada en una finca de café, propiedad de otra persona. Era de adobe. Todos entramos a la casa y hayamos acostado al enfermo, José. Él estaba boca arriba sobre una cama de madera. A pesar de que se veía muy enfermo, estaba normal.

La mamá de José me pidió que lo bendijera con agua bendita. Y que a la vez bendijera la casa, adentro y por fuera, lo cual hice con gusto. Y le dije a la señora que no se preocupara más por José porque acaba de recibir toda la protección espiritual que necesitaba.

Parte II: La señora enloquecida

El siguiente domingo, la mamá de José me estaba esperando. Me dijo que su hijo seguía igual, como poseído. No pude creerlo, y comencé a pensar que ella estaba perdiendo la cabeza.

Al día siguiente, fui con mi grupo de acompañantes. Esta vez llevé un crucifijo, mucha agua bendita, escapularios verdes y cafés. Y otra cuerda franciscana, como la que uso. Entramos en la casa de adobe y pude ver a José, el enfermo. Estaba profundamente dormido.

Preferí salir de la casa, a platicar con el papá de José debajo de una planta de banano. Mientras platicaba con él, la señora salió corriendo de la casa gritando: “¡Aquí, aquí, aquí! ¡Aquí está el espíritu malo!”

Me sentí muy nervioso y asustado. Oré intensamente a Dios. Y sentí la protección de Dios entrando en mí. Entré con la mamá y el papá de José a la casa. Estaba extremadamente caliente, como a 45 grados.

Parte III: El exorcismo

El joven, que tenía alrededor de 19 años, ahora parecía como de 120 años de edad. Estaba acostado boca arriba. Y su cara estaba negra como el carbón. Rechinaban sus dientes y tiraba puñetazos al aire como si estuviera boxeando. Hablaba en voz baja y ronca. Dos tonos salían de él. La voz de una señora espiritista que vivía cerca y la de otra espiritista que vivía en un pueblo como a 80 kilómetros de distancia. ¡Estaban utilizando al joven como médium de conversación!

Cuando las espiritistas terminaron su conversación el poseso hablaba entrecortado. Dijo que estaba en un campo de juego, en las cantinas, en el alcohol.

—¡Deja a este joven libre! ¡Déjalo en paz porque él tiene todas las bendiciones y la protección de la iglesia!

—¡No estamos solos! ¡Somos varios!

Esa voz salió de José. Me retiré de la cama, la cara del joven estaba más negra que antes, y él me preguntaba: “¿Dónde están tus adoradores? ¿Dónde están los Legionarios de María y de la Sociedad del Santísimo Sacramento?” Empecé a rociar agua bendita sobre el poseído. Y con mi otra mano sostenía el crucifijo. Se ponía más furioso. Tomé el cordón de San Francisco para golpearlo suavemente. A la vez, tiré sobre él los escapularios. El poseso saltó. Se dio vuelta hacia donde estaba una pequeña mesa con imágenes de Jesús y la Virgen.

—¿Dónde están sus feligreses para que lo defiendan? Ahora voy a pelear contra este altar y el altar de su iglesia… ¡Voy a pelear contra usted y su iglesia!

Aquello fue el acabose. Nunca estuve más asustado en mi vida. Oré a Dios y a todos los santos. Apuntaba el crucifijo y rociaba agua bendita. Finalmente, el joven empezó a calmarse. Su tono de voz bajo. Sus dientes aún rechinaban y murmuraba cosas, pero se quedó dormido.

Al día siguiente, el sacristán y unos amigos lo llevaron al hospital de Ahuachapán. Amarrado, por si se ponía violento. Estuvo tan manso como un cordero. Poco después, el mismo José llegó a visitarme. Me agradeció lo que había hecho por él. Y hasta se hizo parte del grupo de la iglesia. Su madre, también muy agradecida, me contó que hallaba sapos disecados en botes de vidrio. Y que creía que los dueños de la finca los ponían allí para asustarlos y así provocar que se fueran.

—Juanita: ¡Sálgase de allí lo más pronto posible! —Así lo hizo, y desde entonces todo ha sido diferente para ellos. ¡Gracias a Dios!

En San Pedro Puxtla, el teléfono fijo e internet no funcionan. Algunos no tienen ni energía eléctrica. Ayer, cerca de la casa del fraile Guido, un rayo gordo achicharró parte del cableado aéreo del poblado. O eso es lo que murmura el adormitado pueblo.

A diferencia, el fraile gringo parece más diligente. En poco tiempo, se subió a un caballo. Me mostró una ambulancia y la escuela de 233 alumnos que el hizo construir en 1977. Saludó a varios parroquianos. Vio una casa, en cuya fachada alguien mantiene una fétida paloma ahorcada, dijo que averiguaría qué pasaba allí. Pidió un “coffee break”, en su casa, con galletas de avena con choco chips. Me mostró el espacioso interior de la parroquia. Me platicó que en Santa Ana, pistola en mano, lo llevaron a un cafetal para intentar robarle su camioneta. Y en la calle, varios chuchos bravos se le abalanzaron. Él los adormitaba con la misma frase.

—You’re a good boy. You’re good boy…

El padre Guido parece tener simpatía por los animales. Hace unos años, dice que tuvo una “lora piadosa”. Por aquí cerca, solía vivir una señora muy devota. Tanto, que a su lora le enseñó varias expresiones religiosas. Al fallecer la señora, la lora le fue obsequiada.

—Ernestina, la ama de llaves, le dio a la lora más gustos de los normales. El problema era Fluffy, el gato. Fluffy tenía sus ojos puestos en la lora, siempre esperando la oportunidad para comérsela.

El padre Guido dice que trató de mantener vigilancia, pero un día, Fluffy atacó a la lora. Salvaron al pájaro, pero el ataque la dañó mucho.

“Manteníamos en cuidados a la lora, pero no albergábamos muchas esperanzas. Un día, mientras estaba en mi cuarto, escuché el canto: ‘Ave, Ave, Ave María’. Era el mismo tono del himno que cantan en el santuario de Lourdes, en Francia. ¡No podía creerlo! Salí al patio, donde estaba la lora envuelta en una toalla, para que tomara el sol y el aire fresco. Mientras la veía, la lora cantaba la parte final del himno, ‘Ave, Ave, Ave María’. Al terminar cerró los ojos para siempre con un suspiro. Recé y le impartí la bendición. La lora honraba a nuestra bendita madre. Seguramente está en el cielo en una estaca de oro, cantando a Jesús y su madre bendita: Ave, Ave, Ave María”.

Tras el cuento de la lora, el fraile gringo me confiesa que más de alguna vez se ha sentido como solo o “abandonado acá”. Pero transcurridos más de 51 años sería pecado que no se hubiera labrado un séquito de conocidos y amigos. Eso sí, es incapaz de olvidar la primera vez que puso un pie en El Salvador. Cuando bajó del avión de cuatro hélices en el aeropuerto de Ilopango. Lo hizo con unas botas de caña alta, pensando en culebras mordedoras. Dice que nadie le dio la bienvenida al entonces religioso de 28 años. Tuvo que esperar más de cinco horas allí, hasta que un par de curas lo recogieron y lo llevaron hasta el otro lado del mundo, Sonsonate. Allí, un superior esbozó su destino. Le asignó un primer pueblo ahuachapaneco: Ataco.

—El día que llegué a Ataco (el 2 de febrero de 1960), di mi primera misa a las 6 de la tarde. ¡Y tan pronto hice la señal de la cruz, la tierra se estremeció! Proseguí, pero luego sucedió un segundo temblor, y ni corto ni perezoso dije a los presentes: ¡Salgamos del templo!

Antes de despedirnos, el fraile me lleva a la cúspide de un cerro jalonado por un amate y una inmensa cruz. En un pick up, ascendemos hasta allí. Y pronto, el padre descubre que el pedestal de la cruz tiene un grafito en spray: “Susan patas de lora y culo de tabla”.

—¡Oh, my God! Esto no estaba el 3 de mayo, en el día de la cruz. Hace poco lo han hecho. ¡Qué barbaridad! –hace cara compungida. Luego pierde su mirada en el paisaje que se abre en dirección sur. A vista de pájaro se adivinan las tejas y láminas oxidadas de San Pedro Puxtla. Y más allá, el muelle de Acajutla.

—Mire aquel cerro, por allá queda Guaymango, allí solía dar misas, pero iba en mi jeep. Y de este otro lado, por allá, queda Santo Domingo de Guzmán. Bueno, allí usted ya sabe, antes de que pavimentaran el camino, tenía que ir a lomo de caballo.

—Padre, después de 51 años acá, ¿no extraña su Estados Unidos? ¿No se siente solo a veces?

—Sí, pero ya solo me sobrevive un hermano en Massachusetts. Él nunca ha venido aquí, yo lo visito una vez al año. Pero mi misión es esta, estar con la gente más sencilla y humilde que es la que mejor entiende a Dios. Y para estar siempre conectado con Estados Unidos, recibo por suscripción la revista National Geographic. Antes recibía aquí la revista Time, pero ya no. El Salvador que yo conozco no es El Salvador del que habla Time.

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