Las izquierdas latinoamericanas y la cuestión de Venezuela

Las izquierdas latinoamericanas y la cuestión de Venezuela
La crisis venezolana ha puesto de manifiesto las distintas posturas existentes en la izquierda de América Latina con respecto al «socialismo del siglo XXI»
Marcelo Pereira -Mayo 2017 -Nueva Sociedad
¿Será que nunca haremos más que confirmar
la incompetencia de la América católica
que siempre necesitará ridículos tiranos?
Caetano Veloso. Podres poderes (1984)
La crisis venezolana es un parteaguas en la izquierda latinoamericana y en el territorio más amplio del «progresismo» regional. Los motivos de esta división y la índole de las posiciones que quedan de uno y otro lado, quizá no sean tan simples como parecen. Considerar de qué modo se dividen los campos en Uruguay puede tener alguna utilidad para comprender mejor el fenómeno.
Es frecuente que se identifique el apoyo al presidente Nicolás Maduro con sectores de «izquierda ortodoxa», y en ese contexto «ortodoxia» significa al igual que el término «sesentismo», el apego a un ideario que se presupone obsoleto. Esta manera de abordar el asunto tiene algunos inconvenientes.
Por un lado, no se sabe bien de qué posiciones supuestamente perimidas se habla, ni a cuáles se considera, en cambio, moderna y razonable. Además, subyace a esa clasificación algo muy parecido a un argumento tautológico: quienes respaldan al gobierno chavista de Venezuela serían exponentes de una izquierda ortodoxa porque ese gobierno también lo es, y el hecho mismo de defenderlo probaría una identidad semejante a la suya. Pero ¿en qué sentido se puede considerar a Hugo Chávez o a sus herederos políticos parte de alguna ortodoxia izquierdista?
Si se detecta esa presunta ortodoxia en que la redistribución de los ingresos petroleros (mientras estos se mantuvieron en altos niveles) atendió mejor que antes algunas necesidades sociales básicas, o en el protagonismo omnipresente del Estado, la comprensión de lo que significa «izquierda» se queda corta.
Si se considera que el izquierdismo anacrónico del chavismo reside en atribuir culpas al imperialismo estadounidense por los males de nuestra América, o en prácticas a las que se puede aplicar la difusa categoría «populismo», estamos en el territorio caricaturesco y frívolo del Manual del perfecto idiota latinoamericano.
El hecho es que, pese al notorio deterioro de los niveles de formación y de reflexión política de la izquierda latinoamericana en las últimas décadas, parece muy difícil que algún dirigente medianamente experimentado haya llegado a ver a Chávez o a sus epígonos como modelos de referencia, o se haya tomado en serio lo del «socialismo del siglo XXI», que nunca pasó de ser un producto ideológico de baja calidad con más componentes cortoplacistas y retóricos que pensamiento estructural y estratégico (el socialismo no era, por cierto, «la electricidad más los soviets», pero mucho menos es el extractivismo más un líder carismático, con bases dependientes en extremo de la providencia estatal).
En Uruguay, la pregunta no es solo por qué algunos sectores de la izquierda apoyan abierta y decididamente al gobierno de Maduro, sino también a qué se debe que otros –a los cuales es difícil catalogar como radicales u ortodoxos– mantengan sus cuestionamientos en un tono muy matizado y comedido.
O sea, por qué, ante la clara deriva antidemocrática de ese gobierno, oscila entre la justificación y algo muy semejante a la «crítica fraterna» una izquierda como la uruguaya, cuya reivindicación de José Artigas se inscribe en una tradición muy diferente de la bolivariana. Esa tradición Artiguista es cultora de una racionalidad y un antimilitarismo que se llevan muy mal con el estilo chavista.
En ella se forjó gran parte de la identidad del Frente Amplio (FA) en la lucha contra la dictadura de 1973-1984, con una fuerte revalorización de la democracia y las libertades. No resulta casual, por ello, que el general Liber Seregni, líder histórico del FA, se negara a reunirse con Chávez cuando este visitó Uruguay en 1994, por la simple razón de que era «un militar golpista».
Hay fuertes indicios de que esa gama de actitudes tiene motivos bastante alejados de la afinidad ideológica. Consideremos brevemente seis de ellos (el orden de exposición no implica atribuirles mayor o menor importancia).
1. Desde un punto de vista geopolítico, la llegada del chavismo al gobierno de Venezuela fue un factor significativo de cambio en las relaciones entre los gobiernos latinoamericanos, y en las de estos con Estados Unidos. La escenificación en 2005, durante la IV Cumbre de las Américas realizada en Mar del Plata, del rechazo a la propuesta de Área de Libre Comercio de las Américas, con fuerte protagonismo de Chávez, tuvo un fuerte impacto simbólico como esbozo de nuevos alineamientos a escala continental, y también de relaciones eventualmente más equilibradas en el campo del «progresismo» latinoamericano, que redujeran o por lo menos contrapesaran en alguna medida el poderío brasileño.
Otro asunto es en qué medida esa escenificación simbólica correspondió a las causas reales de lo que ocurrió en Mar del Plata, y en qué medida –como seis años antes, en la III Conferencia Ministerial en Seattle de la Organización Mundial del Comercio– se impuso un relato épico que no registra el papel de fuerzas contrarias al avance del libre comercio pero muy distantes del «progresismo». Y aún otro asunto es qué suerte tuvo, luego, la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).
2. La alianza explícita de Chávez con Fidel Castro, que aseguró un acceso al petróleo venezolano crucial para la supervivencia de Cuba, le otorgó al chavismo una especie de salvoconducto a los ojos de una izquierda uruguaya que, por encima de sus diferencias y salvo raras excepciones, mantiene una actitud ante la cuestión cubana que abarca desde la adhesión incondicional hasta el silencio piadoso (una izquierda, podría decirse, históricamente «fidelizada»).
3. A las izquierdas de este siglo, asediadas por la incertidumbre estratégica y las contradicciones políticas les da vértigo cortar algunas amarras que aún las ligan a buena parte de sus bases tradicionales y de su propia historia. Por eso, una ruptura enfática con el chavismo puede parecerles más riesgosa que indispensable.
4. En su período más exitoso, Chávez pudo representar la ilusión de un atajo para sortear viejos dilemas no resueltos, en la medida en que se presentó como alguien que era al mismo tiempo nacionalista e internacionalista, gran ganador de elecciones y enterrador del sistema partidario tradicional en su país (un bipartidismo que estuvo, junto con el uruguayo, entre los más sólidos de América Latina), con voluntad de permanencia ininterrumpida en el poder pero sostenido por un pueblo dispuesto a movilizarse (como en el fallido golpe de Estado de 2002) y por un ejército politizado. De ilusión también se vive
5. Está, por supuesto, la cuestión del dinero. Una parte de los cuantiosos recursos manejados por el chavismo se destinó a resolver problemas de otros gobiernos del campo progresista latinoamericano (incluyendo a Uruguay), y a apoyar de distintas formas a sectores y dirigentes de ese campo. El modo en que esto se hizo no fue siempre transparente o siquiera confiable, pero así se establecieron vínculos fuertes y se forjaron lealtades.
6. No hacen falta teorías conspirativas para ver el avance de las derechas en las Américas y en el hemisferio norte. Ante esto, los progresistas no parecen demasiado deseosos de facilitarle el camino al gobierno a una oposición venezolana que incluye a notorios golpistas y reaccionarios, claramente alineados con intereses estadounidenses.
Las izquierdas ya deberían haber aprendido, tras numerosas lecciones desde el siglo pasado, que el criterio de defender todo lo que sea atacado por la derecha –o, peor, la idea de que algo debe ser defendido porque la derecha lo ataca– es una pésima brújula para quienes quieren rumbear hacia relaciones sociales más libres y más justas. Pero parece que todavía no lo aprendieron.

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