Las mil y una inquietudes de la obra de Foucault (2013)
Raimundo Cuesta
Con-Ciencia Social, nº 17 (2013), pp. 79-92
“Que le travail de la pensée foucaudienne nécessite d´être repensé à partir de notre présent, c´est bien le principe implicite sur lequel repose toute notre analyse”. Luca Paltrinieri (2012)
“Heredar a Foucault, recoger su herencia, no es repetir lo que él dijo, ni siquiera preguntarse por las mismas preguntas. Estas son tareas de eruditos devoradores de cadáveres”. Jesús Ibáñez. “Esas ideas ya no estremecerán al mundo”. El País, 27-6-1984
El mito de la unidad del autor y su obra. O lo tomas o lo dejas: la leyenda de la totalidad
La obra de Michel Foucault ha estado presente a lo largo de mi propia formación e historia intelectual: desde aquellos estudiantiles comienzos de los setenta en que trabé conocimiento de Historia de la locura en la época clásica (1961), El nacimiento de la clínica (1963) o Las palabras y las cosas (1966), libros vertidos al español en ediciones latinoamericanas que todavía hoy, cual hojas otoñales, amarillean en el rincón más vetusto y venerable de mi biblioteca.
Desde pronto me había atraído gratamente la lectura de la primigenia incursión foucaultiana en los secretos de la historia de los saberes que individualizan y separan la razón de la sinrazón, la normalidad de la locura. Por el contrario, siempre había sufrido cierta desazón con los otros dos textos, que empezaban prometiendo mucho (la mirada médica y la disección del sujeto humano como objeto de conocimiento) y terminaban agotando la paciencia (la impaciencia) de un lector estudiantil ávido de una prosa más directa y políticamente contundente.
Por lo demás, el Prefacio de Las palabras y las cosas empezaba aludiendo a que “Este libro nació de un texto de Borges”, de una imposible taxonomía de animales de una supuesta enciclopedia china. Este guiño de complicidad literaria hacia el lector, en aquella época probablemente cautivado por las paradojas borgesianas, servía para señalar, a modo de ejemplo, los límites de lo pensable, la imposibilidad de pensar lo imposible en cada época. Si además, como es fama, el capítulo primero era dedicado, a mayor gloria de Dios, al cuadro de Las meninas como expresión de un nuevo espacio de representación de su época (la representación como pura representación de la que el sujeto mismo quedaba suprimido), los excesos interpretativos de la pintura velazqueña no quitaban ni un ápice de brillantez a una prosa cuajada de ocurrencias y giros geniales.
No obstante, este pulido arte de la escritura se enredaba y quedaba sepultado en los capítulos siguientes por una abstrusa selva epistémica, que, a cada poco, obligaba al lector estudiantil a recuperar el resuello. En mi experiencia y memoria de lector quedaba registrada, pues, una ambivalente consideración de la primera etapa creativa, esa que se suele llamar “arqueológica”, del pensador francés, al que, por otra parte, siempre he regresado.
En ese ejercicio personal de autoevaluar la influencia foucaultiana en mi trabajo tenía la seguridad de que mis lecturas en los noventa, más de veinte años posteriores a las primeras aproximaciones estudiantiles, habían sido las más profundas y las que habían afectado más intensa y decididamente, hasta el día de hoy, a mi propia producción intelectual.
Y en esta singladura de madurez hubo tres obras que me marcaron de manera indeleble: Nietzsche, la genealogía, la historia (1971), La verdad y las formas jurídicas (1973) y Vigilar y castigar (1975). En todas ellas, vecinas de una común inquietud política heredera del sesentayocho, palpitaba la chispa crítica de la genealogía del poder, esa segunda etapa que, al decir de los estudiosos, sigue a la inicial fase arqueológica.
La perspectiva genealógica ha empapado mi trabajo intelectual en los últimos veinte años, aunque tampoco he renunciado a conocer y usar parcialmente algunas de las aportaciones del giro hacia el sujeto que se inicia con La voluntad de saber. Historia de la sexualidad 1 (1976), y se continúa en los dos siguientes volúmenes de la historia de la sexualidad y en los cursos impartidos en el Colegio de Francia, por ejemplo, en La hermenéutica del sujeto (1982).
En una palabra, estaba en esas elucubraciones sobre la huella foucaultiana en mis inquietudes intelectuales, cuando cayó en mis manos y di en leer el libro de José Luis Moreno Pestaña, Foucault y la política (2011). Ya en 2006 el mismo autor había realizado una primera incursión en su Convirtiéndose en Foucault. Sociogénesis de un filósofo, valiéndose del orbe categorial de Bourdieu cuando éste estudia los campos académicos.
Con ello se propone vincular trayectoria social, posición política y producción filosófica con el fin de dar cuenta de sus virajes políticos (comunista normalienne después de la guerra, filogaullista en los años cincuenta y sesenta, ultraizquiedista después del 68 y anticomunista y neoliberal desde la segunda mitad de los setenta).
Más allá de los aciertos y precisiones sobre el compromiso político de Foucault, a veces tan desprovisto de matices que nos obliga a acudir a otros relatos biográficos mucho más detallados como los de Didier Eribon (1992 y 1995) o David Macey (1993), interesa subrayar la tesis central del libro, que a modo de resumen muy esquemático podría concretarse en el lema: “lo último es lo mejor”.
En fin, en esta narrativa sobre la vida y obra de Foucault, el aparato tecnológico de raíz bourdieuana, conduce a convertir al pensador francés en alguien que, al final, después de mucho equivocarse, descubrió la libertad y comprobó que las instituciones, como el propio Estado, que acumulan poder, pueden y deben convertirse en espacios para el ejercicio de la libertad y el cuidado de sí mismo.
En suma, lo último sería lo mejor y, por fin, Foucault encontró su camino. Lo cierto y verdad es que cada apuesta política es hija de su tiempo como igualmente lo son las distintas obras pergeñadas en diversos momentos de una trayectoria individual. La unidad de la obra de autor es un mito, pero también es falsa aquella concepción de un autor y su obra que se dedica a verla como un camino de perfección que va desde el error hasta alcanzar la verdad. Este planteamiento es asociológico, ahistórico y teleológico. Cualquier tiempo pasado no siempre fue peor, y los libros (o las teorías), como decía Schopenhauer, no son como los huevos que cuanto más frescos, mejor. Como mucho, tal como proponen algunos de sus comentaristas (Castro, 2011, p. 175) podría comprenderse la totalidad de la obra como un conjunto de desplazamientos que tendría una matriz unitaria en el tema de la subjetivación. El mismo Foucault convino alguna vez en ello, pero también en considerar la analítica del poder como el centro gravitatorio de su pensar. Lo cierto es que una obra acaba “hablando” por encima de lo que crea o juzgue su autor.
No hay un “verdadero” Foucault. Es más, ni hay unidad en la obra ni existe unidad del sujeto que la produce, pues ambos son tan distintos en tiempos diferentes como lo son las propias circunstancias en las que inscribieron su experiencia creativa. Ya el propio Foucault, al teorizar sobre el método arqueológico, decía: “No me pregunten quién soy, ni me pidan que permanezca invariable: es una moral de estado la que rige nuestra documentación. Que nos dejen en paz cuando se trata de escribir” (Foucault, 2009, p. 30).
Él mismo había insistido una y otra vez en la expulsión del sujeto humano del discurso y había acuñado aquello de “función-autor” en su célebre Qu´est-ce qu´un auteur? de 1969 (Foucault, 1999, p. 338), para referirse a quienes consideraba meras extensiones del discurso que pronuncian o escriben, en la medida en que las reglas constitutivas de las formaciones discursivas y de la episteme son inconscientes y se encarnan, hablan, a través del que representa la tarea eventual de autor.
Claro que el propio Foucault, para eludir la poco atractiva idea de que la historia del pensamiento fuera una monótona y gris repetición de reglas ajenas a los sujetos acuñó, quizás pensando en sí mismo, el término “creadores de discursividad” para dar cuenta de cortes, de excepciones geniales que de vez en cuando emergían en esa cansina noria de normas y gramáticas inconscientes y extrahumanas. Esa paradoja persiguió al pensador francés hasta sus últimos días, pues la total expulsión del sujeto humano del discurso en sus primeras obras acabó desembocando en una reivindicación axial de la subjetividad a través de las tecnologías del yo y la ética en sus últimas obras.
Desde luego las pretensiones foucaultianas de expulsar al sujeto de la circulación discursiva comporta problemas incluso para aquellos que, como Didier Eribon (1995; el original data de 1989), se han enfrentado brillantemente a la ardua tarea de construir la biografía de alguien que abominó, en cierto momento, del sujeto individual. En efecto, su mejor biógrafo francés, pese al juicio precipitado de Tony Judt (2008), que califica a Eribon poco menos que de gacetillero reverencioso y ditirámbico, como indica en la introducción biográfica, tuvo que soportar las pullas de los foucaultianos de estricta observancia, que consideraban, como buenos detractores del humanismo, poco menos que un disparate “meter la vida del autor” en los textos generados por el maître à penser.
Pero lo cierto es que una biografía siempre comporta una “invención” del personaje y su obra, y la de Eribon también contribuyó a crear a Foucault como un ser unitario y a su obra como un trayecto relativamente coherente. Otros, como el famoso panfleto americano de James Miller (The Passion of Michel Foucault, 1993; hay edición española, Santiago de Chile, 1995), con peor intención y muy mala entraña edificaron una contraleyenda interpretando la obra del pensador en función de sus obsesiones y gustos acerca de las experiencias límites, reduciéndola, en suma, a una alegoría autobiográfica de sus pulsiones sadomasoquistas y su fascinación por la muerte (Eribon, 1995).
En suma, tal “lectura” de su obra se enmarcaba dentro de una operación de descalificación dentro de la “guerra fría” emprendida por la revolución conservadora americana, que dirigió parte de su munición más repugnante contra la influencia de lo francés y de los teóricos de la llamada por François Cusset (2005) French Theory. Así se gestó el arquetipo del Foucault “degenerado” de una cierta derecha, que, como Juan Pedro Quiñonero (2011), evocaba desde el ABC su figura como “gurú de un gineceo de jóvenes discípulos y amantes, homosexuales y drogatas”.
Solo faltaba que Louis Althusser, muy respetado por Foucault, estrangulara a su compañera o que se conocieran las no pequeñas debilidades y miserias de Jean Paul Sartre para que se promocionara una literatura contra la catadura moral de los pensadores progresistas y acerca de las debilidades de su obra. Desde luego, Tony Judt tomó buena nota de ello en algunos de sus libros. Por nuestra parte, desde Fedicaria, en el editorial del número 16 de esta revista (“De giros, idas y vueltas. Las tradiciones críticas, los intelectuales y el regreso a lo social”) dejábamos apuntadas algunas causas explicativas de la ofensiva lanzada contra la figura del intelectual crítico.
Como bien señala Eribon (1995, p. 19), el mejor remedio contra la artificial proclividad a incurrir en una postiza unidad del sujeto y de su obra radica en la investigación histórica. Cierto. Aunque todo proyecto biográfico no pueda eludir el artificio de contemplar al objeto-sujeto de la biografía en un mismo ser con identidad perdurable. Por lo demás, la ilusión unitaria radica también en las múltiples declaraciones del propio autor que, en numerosas entrevistas y relatos personales, se “muestra” y se aclara a sí mismo y a su obra, de mil y una maneras según soplan los vientos de cada coyuntura.
Al respecto, podemos recordar los “arrepentimientos” y rectificaciones del propio Foucault. A ello hay que añadir los estudiosos académicos que buscan los precedentes, las influencias y las etapas del autor. Por ejemplo, hoy ya posee consagración canónica la división tripartita de su obra en etapas sucesivas: la arqueológica, la genealógica y las tecnologías del yo.
Así pues, escolásticamente hablando, Foucault se divide en tres, lo que muy frecuentemente para sus seguidores más fervientes no es producto de la paradoja o la contradicción, sino más bien resultado de un proceso de sutil afinamiento del análisis de la realidad. En todo caso, su pensamiento comparece y se nos presenta como obra unitaria de uno de los grandes clásicos del pensamiento. Sus textos han ascendido al olimpo de la cultura legítima. La bomba Foucault ha sido desactivada por los artificieros de la buena conciencia.
Ahora bien, desde una perspectiva crítica, lícitamente nos podríamos interrogar acerca de las operaciones que comporta esta consagración (o su contrario, el vituperio total) y esta suerte de mitificación unitaria del autor y su obra. Ya la historia conceptual en los años sesenta y el correlativo giro contextual habían puesto en cuestión la historia tradicional del pensamiento y de la filosofía (de raíz kantiana), que hasta entonces consistía en la selección canónica de unos autores y unos textos y en la redundante reinterpretación de los mismos.
En esa historia existía como una línea recta sobre la que se desplegaba la vida y obra de unos elegidos que iban componiendo la sustancia, siempre renovada y progresiva, del devenir del pensamiento occidental hacia su perfección en el presente. El léxico de ese pensamiento recogería las esencias de valores universales desplegados y concretados en figuras humanas, conceptos y obras literarias. Precisamente en Foucault se aloja la llama, desde sus tiempos más tempranos, de un impulso crítico dirigido a impugnar, siguiendo los pasos de maestros como G. Canguilhem, su siempre cercano protector, y G. Bachellard, los moldes continuistas (atentos a la cadena de sucesos evolutivos más que a las discontinuidades y rupturas) de la historiografía de las ideas, la filosofía y la ciencia.
Y, como ha demostrado recientemente Luca Paltrinieri (2012), también en ella habita, siguiendo la estela canguilhemiana, la historicidad sustancial de los conceptos y su vinculación a la experiencia subjetiva (el pensar como experiencia que maneja y produce conceptos).
También la sociología de la filosofía, como nos recuerda F. Vázquez Díaz (2009, p. 12), ha contribuido a desmantelar algunos mitos y temas recurrentes al intentar objetivar el despliegue histórico de la subjetividad de los pensadores, evitando la tentación de convertir a los autores y textos clásicos en objetos sagrados ajenos al contexto social donde ocurre su existencia real. Por lo demás, la canonización y lectura ritual es muy propia de la tradición de la historia de la literatura (por ejemplo, de H. Bloom) y de una cierta hermenéutica atenta a regresar una y otra vez, cual plegaria ritualizada, hacia la tradición.
Los trabajos de P. Bourdieu, de cuya muerte se cumplen ahora diez años, y sus discípulos sobre los campos de producción artística y académica abrieron perspectivas insólitas al entender el espacio cultural como un lugar de luchas, donde se concitan redes, ejes, nódulos y polos de saber-poder y donde el habitus del homo academicus compite dentro de un sistema de distribución de capitales de distinta naturaleza (cultural, económica o social), tal como puede apreciarse en las interesantes indagaciones de Vázquez García (2009) sobre la filosofía española.
Por su parte, la propia obra de M. Foucault, ya en su primeriza época de arqueología del saber cómo en su posterior genealogía del poder, venía a romper con los supuestos idealistas y triunfalistas de la historia tradicional de las ideas. De ahí su cercanía a los filósofos e historiadores de la ciencia que, como los citados Canguilhem o Bachellard, habían puesto el acento en las discontinuidades y rupturas epistemológicas. De lo que se infiere que el autor y su obra son figuras efímeras y en continuo devenir de igual manera que lo son las miradas que recrean su existencia.
No obstante, los intérpretes de Foucault incurren a menudo en lo que Quentin Skinner (2007, p. 78) denomina, referido a la historia de la filosofía moral y política, el mito de la coherencia. Otorgar sistematicidad a un autor constituye casi una obligación para alguien que quiera difundir una obra, tal como se aprecia en el siguiente ejemplo a cargo de uno de los mejores estudiosos y divulgadores del pensador francés en España.
“Esta articulación rigurosa en tres campos de problemas mutuamente conectados [arqueología: la conversión del sujeto humano en dominio de conocimiento; genealogía: las técnicas y disciplinas externas al sujeto que lo constituyen; y las tecnologías del yo que modelan desde dentro al sujeto], revela la unidad del proyecto, la sistematicidad del pensamiento de Foucault, más allá de su apariencia dispersa y multicolor. No es, propiamente hablando, la coherencia interna de una teoría, entre sus principios y sus consecuencias; se trata más bien de la cohesión ofrecida a posteriori en sus resultados, por un trabajo empírico siempre inconcluso” (Vázquez García, 1991, p. 39).
Sin duda, a posteriori, porque las consecuencias de una obra siempre son “invenciones sociales” después de su realización. Pero tan legítimo y discutible es postular, como hace el autor supracitado o M. Morey (1999), que la sistematicidad de Foucault reside en una permanente preocupación por el sujeto, visto desde diversas posiciones (como objeto del conocer, como víctima del poder o como resultado de técnicas de cuidado de sí mismo), como afirmar que el hilo subterráneo foucaultiano se refiere al poder entendido como una compleja relación de fuerzas.
O también cabe defender que la obra del autor carece de sistematicidad, lo que no empece que contenga fuertes y redundantes anclajes temáticos, pero siempre, a su vez, amarrados a las mil inquietudes del autor y de las múltiples escaramuzas que vivieron sus días, no en vano el universo conceptual no es ajeno al mundo de la experiencia. De modo que sería un sano ejercicio enfrentarse a su obra mediante lecturas en espiral, serpenteantes y retráctiles.
En cualquier caso, la mitología de la coherencia suele venir adherida a otra falacia: la teleológica. En efecto, a menudo se comprende la obra de un autor como la encarnación de un organismo vivo que posee una necesidad de realización hacia una meta, una suerte de programa prediseñado que cumple su fin como máxima realización del genio del autor. Y a esa meta final se la rodea de antecedentes y consecuentes, de influencias y otras bagatelas por el estilo.
Pero, a decir verdad, ningún autor es plenamente coherente en el curso de su historia ni ninguna obra posee un telos predeterminado hacia la perfección. De lo que se infiere que el autor y su obra son figuras quebradizas de igual manera que lo es el tiempo que les tocó vivir. Los relatos de beatificación son operaciones ex post facto, de las que a veces participan los autores con la complicidad de sus devotos secuaces. Por lo demás, el propio Foucault no tuvo reparos en relacionar su obra con su atormentada vida más incluso que con preocupaciones epistemológicas o sociales de diversa estirpe y entidad: “Siempre me interesó que cada uno de mis libros sea, en un sentido, una reunión de fragmentos de autobiografía. Mis libros siempre han sido mis problemas personales con la locura, la prisión, la sexualidad” (Eribon, 1995, p. 73).
Y, en otra entrevista de 1981, añadía: “cada vez que he intentado hacer un trabajo teórico, ha sido a partir de elementos de mi propia experiencia” (Potte-Bonneville, 2007, p. 251). Todo lo cual se aviene mal con la intención metodológica de arqueólogo del saber de expulsar al sujeto humano del escenario de las formaciones discursivas. Foucault en sus cientos de textos y entrevistas comparece una y otra vez como y bajo la figura de “creador” de discursos, no como mero altavoz de marcos discursivos preestablecidos y sí como intelectual que piensa a partir de su propia y descarnada peripecia vital.
Ahí sí existe sistematicidad, aunque en modo alguno la obra deba reducirse a la biografía de un autor. En el fondo, esta cuestión estratégica en la teoría social de las relaciones entre sujetos y discursos se resume en la concepción que defendamos del lenguaje humano, o bien como una norma supra subjetiva que habla a través de los individuos, o bien como una práctica construida por la acción humana. El lenguaje nos habla y nosotros hablamos con el lenguaje.
Es además, como gustaba decir R. Williams (1980, p. 51), “literalmente un medio de producción… una forma específica de conciencia práctica que resulta inseparable de toda actividad material social”. Muy lejos de este horizonte dialéctico se encontraba el “arqueológico” Foucault de los años sesenta, que, por el contrario, practicaba un casi inevitable coqueteo con el estructuralismo de la década prodigiosa (el de Lévi-Strauss, Dumézil, Barthes, etc.), lo que dejó una profunda huella en la tildada como fase “arqueológica” de su pensamiento y un pozo profundo antihumanista, que nada beneficia o añade a una revisión crítica y reactualizadora de su obra aquí y ahora.
De ahí que podamos afirmar que, conforme venimos exponiendo, la naturaleza mítica de la concepción de su obra como totalidad coherente y unitaria, y del autor como operador integral y único, nos obliga a rechazar la habitual aceptación de su legado intelectual como un “lo tomas o lo dejas” y, por la misma razón, nos repele la idea de tener que guardar una fidelidad perruna a una supuesta ortodoxia asentada por los sumos sacerdotes del ramo, a riesgo de incurrir en delito de lesa majestad. Y estas consideraciones nos llevan, como sin quererlo, al papel que debiera tener la teoría en la investigación social.
Invitación al bricolage conceptual
Con motivo del veinte aniversario de su muerte, el grupo colombiano de Olga Lucía Zuluaga, de fuerte inspiración foucaultiana, que ha acreditado ya una larga trayectoria investigadora sobre los saberes y prácticas escolares, afirmaba: “cuando apelamos al nombre de Foucault, nos referimos a un modo de escribir, interrogar, de percibir, de pensar. Foucault es, pues, una perspectiva, una manera de mirar, es el nombre que se da a una caja de herramientas” (Zuluaga, 2005, p. 7).
Por su parte, sostiene Francisco Vázquez (2010, pp. 8-9) que coexisten dos especies de usuarios de nuestro filósofo, a saber, “foucaultistas”, sacerdotes descifradores del misterio de la obra (que no son moco de pavo), y “foucaultianos”, investigadores que buscan en la caja de herramientas fundamentos para el conocimiento crítico del presente.
Por su lado, más recientemente Luca Paltrinieri (2012) abunda en la idea distinguiendo entre commentateurs (los académicos que hacen exégesis de sus textos en relación con otros de la historia del pensamiento) y la de los usagers (los que utilizan su obra como boîte à outils para analizar problemas de nuestro mundo, pero añadiendo que la “caja de herramientas” puede devenir en malhereuse métaphore si se ignora la historicidad del mundo conceptual foucaultiano y su pertenencia a un sistema intelectual de referencia). Teniendo en cuenta tales precauciones a fin de no incurrir en un saqueo indigno de obra ajena, preferimos incluirnos entre los “utilizadores”, aunque tendríamos muchas dificultades a la hora de declararnos, sin rubor, “foucaultianos” o cualquier otra cosa. Se atribuye a L. Wittgenstein la invención (en su Investigaciones filosóficas, 1930) de la imagen de “caja de herramientas” para referirse a la actividad lingüística y el mismo Foucault a veces extendía la metáfora a la totalidad de su obra y, por ende, a su carga teórica. Así lo afirmaba en 1973 en una entrevista en Libération:
“Todos mis libros, ya sea la Historia de la locura o Vigilar y castigar, son, si quiere, como pequeñas cajas de herramientas. Si las personas quieren abrirlas, servirse de una frase, de una idea, de un análisis como si se tratara de un destornillador o unos alicates para cortocircuitar, descalificar, romper los sistemas de poder, y eventualmente los mismos sistemas de los que han salido mis libros, tanto mejor” (Foucault, 1991, p. 88).
Nuestra coincidencia con estas apreciaciones es total e irrestricta. Pero no sólo ha de extenderse este uso interesado y “oportunista” (oportuno) a la obra del filósofo motivo de nuestro escrito, sino también conviene llevar la metáfora de la “caja de herramientas” a toda clase de teorías cuyo objeto sea la vida humana en sociedad, porque, como dejamos dicho en otra parte (Cuesta, Mainer y Mateos, 2009, p. 21), las construcciones teóricas son artefactos, es decir, obras humanas que disponen y dibujan aparatos conceptuales más o menos complejos mediante los cuales pretendemos cartografiar, de manera artificial pero no arbitraria, la realidad objeto de indagación.
Estas representaciones mentales y reducciones conceptuales se generan y resultan de la interacción del sujeto-objeto en el mismo proceso de investigación. Cuando el artefacto se convierte en una maquinaria autoexplicativa, que, elaborada férrea y previamente, hace de apisonadora del objeto investigado, su esterilidad se torna manifiesta, como ocurre con la gran teoría en las ciencias sociales, que al abusar de los aspectos formales “está ebria de sintaxis y ciega para la semántica” (Mills, 1993, p. 52), que oculta el significado bajo una sistematicidad artificiosa.
De ese peligro no queda exenta una lectura totalizadora y autoexplicativa del entramado foucaultiano, lo que a menudo evitaba el pensador invitando a la investigación empírica del detalle. Pero, por otra parte, cuando se acude a la investigación vestido con la desnudez teórica del empirismo, los hechos proliferan como un tumulto de sucesos caprichosos imposibles de ser comprendidos y explicados.
Frente al exceso de equipaje formal y abstracto y su contrario, el déficit teórico, la investigación con pretensiones de validez científica ha de entenderse como un régimen de verdad que, sometido a unas determinadas relaciones de saber-poder, aspira a un conocimiento modesto, siempre tentativo, provisional y hasta cierto punto paradójico. Una suerte de ensamblaje o bricolage intelectual perfectamente consciente de su alcance.
Claude Lévi-Strauss, uno de las grandes figuras del estructuralismo francés, coetáneo de Foucault, publica La pensée sauvage en 1962 y allí, frente a la oposición clásica entre magia y ciencia, reivindica la autonomía del pensamiento salvaje como tipo de conocimiento y señala al bricolage como el modo de proceder de este pensamiento (Lévi-Strauss, 1972, pp. 35-37).
Por extensión y con las debidas distancias, la obra de Foucault invita a una suerte de bricolage conceptual, o sea, a considerar sus productos intelectuales no como una totalidad preestablecida y acabada, sino como una realidad incompleta de la que hay que tomar fragmentos, sobras, trozos, etc., un poco a la manera que sigue el arte del montaje y la composición intelectual de los escritos de Walter Benjamin. Como hace, para seguir con el rastro benjaminiano, la figura contraheroica del trapero que va cogiendo de aquí y de allá lo que pueda haber de útil.
La modestia, pues, ha de ser la divisa que imprima carácter a la lectura de Foucault. Además, la imagen de la caja de herramientas, que, entre otros muchos, igualmente defiende V. Galván (2010) o J. Pastor y A. Ovejero (2007), bien pudiera completarse con la del cedazo que filtra y separa la recepción de sus aportaciones. Como es bien sabido, una obra no consta solo de un repertorio de enunciados y conceptos listos para su empleo. Es también un abanico de oportunidades de uso dentro de contextos muy diferentes. Sabemos por las especulaciones de los teóricos de la recepción, que toda lectura supone una reconstrucción, de modo que los textos tienen tantas vidas diferentes como miradas de quien los lee en determinadas circunstancias.
Y de la obra que nos ocupa hubo y hay muchas miradas en función de la heterogeneidad de los sujetos y contextos de acogida. Desde luego una de las más importantes, contradictorias y curiosas de esas reconstrucciones ha sido la trasmutación, hasta lo irreconocible, merced al recibimiento apoteósico de la llamada French Theory por los departamentos de literatura de algunas universidades de Estados Unidos.
Ciertos universitarios de izquierdas de ese país tiraron de la caja de herramientas foucaultiana, derridiana y deleuziana, entre otras, para ofrecer una resistencia teórica a las secuelas de la revolución conservadora dejadas por la era Reagan, que se había mostrado irreductiblemente defensora de los valores eternos de la tradición americana.
Y así, Foucault, como otros pensadores franceses, se puso al servicio de todo un vasto universo de estudios culturales postmodernos de tipología muy variada y dispersa, que a veces rozaba el esperpento intelectual, como relató y caricaturizó François Cusset (2005), y como, en parte, también puso de relieve el affaire Sokal (este físico publicó en 1996 un artículo-trampa en Social Text, negando, con argumentos peregrinos, la gravedad y la teoría cuántica como “construcciones” sociales).
El escándalo Sokal trajo cola y demostró el trasfondo político que habita detrás del descrédito del relativismo cultural y de lo políticamente correcto (Otero, 1999). La caricatura del relativismo cultural es una cara de la moneda, la otra, como alternativa, es el regreso al esencialismo de las identidades nacionales, religiosas o de otro tipo.
En todo caso, este contexto posmodernista americano contribuyó a producir un nuevo Foucault que, cosas de la vida, se reexportó a Latinoamérica y, lo que es más sorprendente, a Europa. Rodeado de un éxito espectacular, las eventuales estancias de nuestro filósofo, al final de sus años, en el corazón del imperio, le produjeron un gran bienestar personal y él siempre recordaba el buen sabor de boca que le infundía el aire de libertad de costumbres reinante en el mundo de los campus americanos.
Por lo demás, a partir de ese fulgurante éxito se convirtió en un intelectual global y de fama mundial, con todas las servidumbres que ello comporta. Esta internacionalización de Foucault convierte su obra en un espejo donde se mira una inmensa galaxia de sujetos e intereses, que, como no podía ser menos, nos devuelven y refractan figuras multiformes, a menudo distorsionadas como en el callejón del Gato.
Se diría que Foucault ha sido triturado por su extraordinaria acogida y fama mundial, y, finalmente reducido a despojos de sí mismo, como Damiens, el condenado y torturado en 1757, con cuyo estremecedor relato se abre Vigilar y castigar. Es el destino inexorable de los intelectuales llamados a ejercer influencia sobre un radio de acción gigantesco.
“Finalmente se le descuartizó… Esta última operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaron no estaban muy acostumbrados a tirar; de suerte que en lugar de cuatro hubo de poner seis, y no bastando aún esto, fue forzoso para desmembrar los muslos del desdichado, cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas…” (Foucault, 1984, p. 11).
Sobre el inmenso, oceánico, escenario de conceptos e hipótesis foucaultianas es preciso navegar con tiento, quitar toda veneración fetichista hacia la obra y su autor, y, como dijimos, realizar un uso “oportunista”, pero creativo de sus aportaciones, tal como sugirió su colega, y a pesar de todo amigo, P. Bourdieu en 1996 (¿Qué es hacer hablar a un autor? A propósito de Michel Foucault).
“Foucault dijo que había leído a este o aquel autor no para obtener conocimiento, sino para sacar de allí reglas para construir su propio objeto. Hay que distinguir entre los lectores, los comentadores, que leen para hablar en seguida de lo que han leído; y los que leen para hacer alguna cosa, para hacer avanzar el conocimiento, los auctores. ¿Cómo hacer una lectura de auctor, que quizás sea infiel a la letra de Foucault, pero fiel al espíritu foucaultiano?” (Bourdieu, 2005, p. 13).
El propio Foucault, a diferencia de sus herederos que hoy se aprovechan crematísticamente de los derechos de autor, se mostró partidario de un uso libérrimo de su obra y manifestó una voluntad de acceso abierto e interpretación sin restricciones de su pensamiento, tal como él había hecho con sus maestros más queridos. Así lo reflejaba en una entrevista de 1975 en Libération:
“Yo a las gentes que amo las utilizo. La única manera de reconocimiento que se puede testimoniar a un pensamiento como el de Nietzsche es precisamente utilizarlo deformarlo, hacerlo chirriar, gritar. Mientras tanto, los comentaristas se dedican a decir si es o no es fiel, cosa que no tiene gran interés” (Foucault, 1992, p. 101).
En verdad, como indica Germán Cano (2012, p. 15) en la presentación española de un reciente Diccionario Nietzsche (Niemeyer, 2012), quizás sea preciso dar un paso más y “pensar con Nietzsche contra Nietzsche”, lo que bien pudiera valer como método de aproximación al propio Foucault. Sea como fuere, la apropiación foucaultiana de Nietzsche resulta muy intermitente, fuertemente situada y clamorosamente brillante. Pasa el cedazo a la Genealogía de la moral y a otros textos del filósofo alemán y trasmuta todo ese acervo nietzscheano en un arte de crítica del poder, la genealogía, adaptada a las necesidades de su tiempo.
Por otra parte, convertirse en despojo y sombra de sí misma es el destino irreversible de toda obra que se deslocaliza y rebasa su tiempo y el lugar de su nacimiento. Precisamente el ejemplo de la recepción de su obra en España es muy ilustrativo de los mil y un Foucaults que son susceptibles de ser albergados y cobijados en los pliegues de las páginas de sus libros.
Valentín Galván (2010) ha trazado admirablemente los vectores y protagonistas que son responsables de la acogida en tierras hispanas del trabajo intelectual de nuestro autor entre 1967 y 1986, esto es, entre la década inicial de su producción intelectual y los dos años siguientes a su muerte en 1984. En ese lapso, que coincide con el tardofranquismo, la transición y las primera fase de la gobernación socialista, existieron “muchos Foucaults… tantas recepciones de su pensamiento como batallas político-filosóficas, depende del espejo en que lo miremos y leamos” (Galván, 2010, p. 281).
La primera penetración de la obra de Foucault no fue temprana ni espectacular. A pesar de la entonces cercanía de la lengua y cultura francesas a la intelectualidad española (que a la sazón aún no miraba como ahora hacia el mundo anglosajón), hasta los años setenta Foucault es casi un desconocido. La primera traducción al español de Historia de la locura en la época clásica data de 1967 en la editorial FCE de México, y a 1968 se remonta, también en México, la primera edición en lengua española de Las palabras y las cosas (Siglo XXI).
En 1970 se vierte en Siglo XXI la primitiva edición en castellano de La arqueología del saber, sólo un año después de su publicación francesa. Ese mismo año se asiste a su consagración académica con su ingreso en el Colegio de Francia, donde pronunció la lección inaugural titulada El orden del discurso, una célebre conferencia (editada en Tusquets, Barcelona, 1973) que generalmente se considera marca la frontera entre la arqueología y la genealogía. Es en los años setenta, en mitad de la resaca post-68 y en plena Transición política española cuando su figura se agranda y cobra una presencia más intensa, primero como pensador de los márgenes y luego, cada vez más, como autor absorbido por el interés académico.
En torno a la segunda mitad de los setenta, coincidiendo con la primera traducción de Vigilar y castigar en 1976, un año después de su aparición en Francia, y en medio de la eclosión cultural y política que ciñe los tiempos de la transición, Foucault se hace un todoterreno al servicio de muy variadas causas, muy especialmente aquellas que hunden sus raíces en espacios de combates sociales no convencionales: la antipsiquiatría, las luchas de los presos organizados en la COPEL, el movimiento de liberación homosexual, los centros y revistas culturales de inspiración libertaria o de extrema izquierda, etc.
Había un Foucault para todas las necesidades, pero su principal manantial de ideas fluía de la teoría y la práctica de luchas contra el poder establecido, en tanto que “intelectual específico” (concepto foucaultiano que marcaba fuertes distancias con el intelectual universal), con las que se había comprometido al menos después de 1968. Ese influjo del Foucault “izquierdista” traspasa temporalmente hablando los años ochenta, sobreviviendo como equipaje conceptual disponible y al servicio de diversos proyectos de emancipación social. Pero nunca más lo hace con la vitalidad crítico-emancipadora de los años setenta, ya que a poco de quedar implantada su omnipresencia se ocasionó un proceso algo más tardío de apropiación académica de su legado.
En efecto, ya algunos de los mejores estudiosos hispanos, como los sociólogos Julia Varela o Fernando Álvarez-Uría conocen directa y relativamente pronto su obra en París, convirtiéndose en tempranos investigadores universitarios y en eficaces trasmisores del conjunto de su quehacer teórico en España. En 1978 inauguran la colección Genealogía del Poder dentro de Ediciones La Piqueta (el esfuerzo más duradero y eficaz de difusión hispana de la dimensión crítica foucaultiana), con una excelente compilación agrupada bajo el título de Microfísica del poder.
Poco antes, a la altura de 1976 cuando M. A. Quintanilla dirige y publica su Diccionario de Filosofía contemporánea, Foucault figura ya en una entrada que se ciñe casi en exclusiva al comentario de Las palabras y las cosas, una obra escrita diez años antes, y allí queda caracterizado como pensador estructuralista. Este tipo de normalización clasificatoria, aunque, como puede verse, poco actualizada, va a ser seguida por una progresiva penetración en los mundos oficiales de la investigación de distintas disciplinas. Pronto se suceden las indagaciones académicas desde diversos campos, por ejemplo desde la historia de la Medicina con las aportaciones de José Luis Peset o Rafael Huertas, desde la psiquiatría con Guillermo Rendueles, desde la Filosofía con Miguel Morey (que factura la primera tesis hispana en 1979) o, algo más tarde, con Francisco Vázquez García.
En una palabra, Foucault pierde fuerza en los movimientos sociales de la calle mientras lo gana como objeto de interés universitario, de modo que ya en los años ochenta se da un salto ideológico “del político de la caja de herramientas al de su construcción académica y su próxima conversión en un clásico de la Filosofía” (Galván, 2010, p. 250). Este ascenso de la calle a los palacios de la ciencia y las cumbres de la fama conlleva, en nuestra opinión, una progresiva y notable erosión de su dimensión crítica.
Hoy, por consiguiente, en España Foucault es contemplado como un clásico cuyo arsenal de conceptos (saber, episteme, formaciones discursivas, disciplinas, dispositivos, gubernamentalidad, biopolítica, poder pastoral, cuidado de sí, etc., etc.) se utilizan acá y acullá, ya sea sin demasiada precisión sobre el alcance de su significado, ya sea con excesiva y ortodoxa rigidez.
Por lo demás, “habría que hacer una revisión de la historia de las ideas que reposa en la hipótesis de que los textos son leídos, y de que, siendo leídos, son comprendidos, etc. En general, lo que circula son los títulos como Vigilar y castigar. Ha habido desde entonces, muchos títulos con infinitivos” (Bourdieu, 2005, p. 17). El mismo Bourdieu tiene razón al referirse a que se da una cierta resistencia a leer a Foucault (aunque no a simular que se ha leído), o al fenómeno indudable de que el patrimonio intelectual de su obra tiende a interpretarse hoy con las lentes postmodernistas que tallaron los académicos norteamericanos.
Y eso por no referirse al desprecio hacia su figura de muchos intelectuales arrepentidos de su pasado progresista, fenómeno extendido por todo occidente tras la crisis finisecular del comunismo, que tienden a ridiculizar sus antiguas devociones ideológicas y a entronizar nuevos dioses más prosaicos y benefactores (el dinero y la influencia). A ello se añade el coro de las plañideras que, no habiendo renunciado del todo a una cierta visión avanzada del mundo, se han erigido en defensores del patrimonio de la cultura occidental entendida como un canon imperecedero heredado del mundo grecorromano. La cofradía de los intelectuales humanistas, donde a menudo la derecha y una cierta izquierda se dan la mano, tienden a abominar de las consecuencias de la huella foucaultiana leída en clave yankee.
Aunque tempranamente, en 1977, Jean Braudillard escribió un libro titulado Olvidar Foucault, su recomendación fue totalmente ignorada dentro y fuera de Francia. Si nos fijamos en España, su muerte en 1984 fue ampliamente reseñada en toda la prensa nacional como un acontecimiento. Así en los matutinos del 27 de junio de ese luctuoso año comparecieron las firmas acreditadas de los periodistas y conocedores de su labor (los Jesús Ibáñez, Fernando Savater, Juan Pedro Quiñonero, Josep Ramoneda, Miguel Morey, etc.). En ese mismo año se rinde homenaje a su vida y obra en Madrid y en un número de la revista Liberación (1984, 3, pp. 3-31).
A partir de ese tiempo se publican varios libros colectivos. Esos años muestran que la ola de consagración foucaultiana quedaba afirmada y su legado fosilizado y anclado, fenómeno que ejemplifica perfectamente el titular de El País del 26 de junio de 1984: “Un líder del espíritu de Mayo del 68. Murió Foucault, uno de los principales protagonistas de la corriente estructuralista del pensamiento francés”.
El proceso de normalización y neutralización empezaba a ser un hecho. Pero a la altura del veinte aniversario de su muerte, las cosas habían cambiado sustancialmente y en el año 2006, cuando la retirada del pensamiento progresista era una realidad evidente y triunfaba el regreso a los valores de siempre, Félix de Azúa (2006), un precioso ejemplar de disfórico “intelectual melancólico”, escribía un artículo en El País, donde ponía de chupa de dómine a las nefastas consecuencias del relativismo foucaultiano acusando al pensador de Poitiers de haberse negado a aceptar el SIDA y ser responsable de prácticas de riesgo con sus compañeros de intercambio sexual.
Todo ello sazonado y mezclado con la “barbarie stalinista” o el “totalitarismo de Castro”. En suma, la muerte por SIDA de Foucault le convertiría en víctima necesaria de sus propias doctrinas de descreído. Otra vez sonaban en esas notas los ecos de la despreciable melodía del libro de James Miller (La pasión de Michel Foucault, 1993), o la resaca de la caricatura del escándalo Sokal. En fin, como señaló Fernando Álvarez-Uría (2006) en su artículo de respuesta a Félix de Azúa, “más vale que la sátira, la ironía y la maledicencia las reserven (…) para la prensa amarilla o las crónicas marcianas”.
Pero este tono entre inquisitorial, amarillista y chismoso se convertirá en un locus recurrente del pensamiento conservador a la hora de tratar la figura de Foucault, que, a pesar de los pesares, nunca pudo ser derribado del pedestal intelectual al que se le había subido. En cambio, una versión liberal más inteligente tiende a perdonarle sus muchos pecados (al fin y al cabo, ¡qué importa el sexo!) e intenta rescatar su último pensamiento como un aval legitimador de los despropósitos del imperante neoliberalismo de nuestro tiempo. Es decir, o se lanza al pecador Foucault a los infiernos, o se le deja vivir una dulce existencia post mortem en el elíseo fluir de los mercados.
Sírvase usted mismo: reinventar el Foucault crítico
Por lo tanto, el presente descrédito de la faceta más crítica de Foucault y su neutralización política e hibernación académica posee concomitancias con un fenómeno mucho más amplio, ocurrido desde los años ochenta en los países del capitalismo tardío, cual es la crisis de los movimientos sociales alternativos, del pensamiento crítico y del tipo de intelectual correspondiente.
Foucault convivió con la generación que le precedió (la de Sartre), la del intelectual tradicional gestado a finales del siglo XIX, que comparecía en el espacio público como conciencia viva de la comunidad y como guía moral universal de sus conciudadanos. Sin embargo, Foucault negaba esa universalidad y proponía la figura del “intelectual específico”, aquel que se comprometía en las luchas sociales concretas dentro del terreno en el que sus conocimientos eran más apropiados para proponer resistencias contra el poder dominante y, en su caso, formular prácticas alternativas (siempre en plural).
Hoy todavía es posible reclamar esta función dentro de espacios de poder contrahegemónicos, porque, además, “hay que seguir reinventando a Foucault” (Galván, 2010, p. 21). Es decir, todavía sus escritos nos permiten elegir entre una multiplicidad de herramientas. Algún fedicariano entiende tal reinvención como una apuesta a favor de una lectura pragmática que sirviera para “incluir su caja de herramientas o sus cócteles molotov en forma de libros en el debate social y comprobar así su eficacia política para el cambio social tangible y no meramente como una materia especulativa” (Pérez Guerrero, 2012, p. 6).
Y, de todas las maneras imaginables, es preciso tomar partido. En mi caso, la elección busca, sin fidelidades preestablecidas, la reinvención de Foucault mediante su lectura con las lentes de las tradiciones de la teoría social crítica que precede y sigue a su obra. A tal fin, Julia Varela y Fernando Alvarez-Uría constituyen, sin duda, un buen ejemplo de cómo es posible insertar la obra foucaultiana en lo mejor de la teoría social rescatando toda la historia de su quehacer intelectual como un continuum crítico.
La arqueología del saber y la genealogía del poder constituyen campos de intervención susceptible de fundar una sociología de las prácticas científicas y una sociología del control social. Hay, sin embargo, en la última etapa de la obra de Foucault una nueva dimensión que consideramos fundamental para sustentar un proyecto de sociología crítica: el investigador ha de asumir en su existencia su compromiso intelectual. Propone como proyecto ético la correspondencia entre conocimientos y comportamientos (Varela y Álvarez-Uría, 1991, p. 26).
Ahora bien, la tal correspondencia no se da ni en Foucault ni en el Lucero del alba. Incluso hay, como demuestra la deriva reformista de la obra de Roger Castel (2005), muchas y muy diversas maneras de entender hoy, a partir de categorías foucaultianas, la resistencia contra el capitalismo. Pero, como decíamos, no es fácil ni necesario, ni quizás conveniente, tal como proponen J. Varela y F. Álvarez-Uría, considerar la obra del pensador francés como un todo, como una unidad orgánica investida de un sistema coherente y autosuficiente.
Tampoco, a despecho de forzar la historia y adoptar una suerte de papel de “cómplice militante” (Pérez Guerrero, 2012), puede sostenerse la tesis de una inequívoca, inmaculada e inalterable entrega izquierdista de Foucault. Seguramente sería más adecuado, aquí y ahora, rastrear lo que invitaban a buscar en su obra con motivo de la segunda edición española de La voluntad de saber: el “hilo rojo anticapitalista” (Varela y Álvarez-Uría, 2005, p. XII).
Y para seguir el hilo es preciso, en nuestra opinión, tirar de muchos, y a veces opuestos, ovillos foucaultianos, desprendiéndonos quizás de una conceptualización del poder inespecífica por omnipresente y una idea de control social, como señala R. Huertas (2012), quizás demasiado mecánica. En cualquier caso, existe un punto de convergencia hacia un mismo tema insoslayable: una analítica del poder que muestra cómo se fragua la subjetividad en distintas fases del desarrollo capitalista conforme a tecnologías de dominación y autosometimiento cada vez más refinadas e individualizadas: desde el poder disciplinario hasta la gubernamentalidad y la biopolítica.
A tal efecto, la genealogía en tanto que método de problematización del presente y de indagación del pasado no ha de considerarse sólo ni principalmente una etapa de su obra, sino que constituye el núcleo central crítico del discurso foucaultiano, siendo así que el énfasis postrero en el cuidado de sí y en la ética comparecen como derivaciones, a veces divagaciones, de la cuestión central para nosotros: cómo el conocimiento y las prácticas discursivas imponen formas disimétricas de poder, dominación y sometimiento de los agentes individuales en el decurso de la vida social.
Bien es cierto que la inmensa obra de Foucault ha deparado otras muchas aportaciones en muy diversos campos específicos (desde la psiquiatría al derecho), pero su actualización crítica en nuestro tiempo nos lleva una vez más a reivindicar su nada ortodoxa e incompleta teoría del poder, sólo esbozada pero más rica y complementaria que la proveniente de la tradición marxista, y su metodología del conocimiento, la genealogía, como mejores y valiosos útiles para una crítica del presente.
El mismo Foucault se preguntaba en El uso de los placeres: ¿qué es la Filosofía hoy, si no el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? Y añadía la necesidad de sospechar de lo que ya se sabe y emprender la tarea de imaginar cómo y hasta dónde sería posible penser autrement (Foucault, 2009, p. 7). Las mil y una inquietudes de su obra, y su vigencia hoy, se compendia en su ambición desmedida por traspasar las fronteras del pensamiento establecido. Muchas de sus preocupaciones siguen siendo las nuestras, también algunas de sus muchas contradicciones.
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