No cabe duda de que monseñor Romero fue y sigue siendo “la voz de los sin voz”. Esto, hoy en día, no resulta del todo bien entendido por algunas personas. Algunas por no haber vivido la historia del obispo mártir y otras porque todavía cierran su entendimiento y su corazón ante hechos que ahora son reconocidos oficialmente por la Iglesia, al punto de haberlo llevado a su beatificación hace justamente un año.
Monseñor Romero no estuvo solo durante los años de su apostolado profético. Esos años fueron, en realidad, los últimos de varias décadas de represión sistemática, de persecuciones políticas y de censura oficial; políticas de Estado instauradas con el estamento militar a la cabeza, que se reforzarían en 1932 con el golpe del general Maximiliano Hernández Martínez y que terminarían, al menos formalmente, con las juntas militares surgidas después del golpe de octubre de 1979.
Durante esas casi cinco décadas se fue instituyendo en El Salvador una “cultura oficial” que trató de imponer una forma de conducta civil en donde hablar, disentir, criticar y señalar se fue volviendo peligroso. Cualquier opinión contraria al Gobierno podía ser detectada por la red de “orejas”, dispuesta en todos los niveles por el Estado (oficinas, parques, colonias, escuelas, universidades, sindicatos, iglesias…) para escuchar y reportar todo aquello que parecía sospechoso.
Contra todo eso surgieron, desde el principio de las tiranías militares, voces valientes que se alzaron desde el arte y la cultura en protesta abierta, en cuestionamiento, en grito desgarrador y en luz para nuestro pueblo. Basta recordar al propio Salarrué, quien en el primer aniversario del fusilamiento de Farabundo Martí publicó en el periódico Patria un artículo enalteciendo la figura de ese luchador inclaudicable, a quién él llama “héroe” y “semilla de una añorada liberación”.
Pocos años después surgirían los escritores del Grupo Seis, integrado por Antonio Gamero, Cristóbal H. Ibarra, Pilar Bolaños, Oswaldo Escobar Velado, Alfonso Morales, Matilde Elena López y Ricardo Trigueros de León, y otros más, en lucha cívica contra Martínez. Este fue un movimiento de escritores e intelectuales que participaría activamente en la huelga general de brazos caídos de 1944, la cual culminaría con la derrota de la dictadura de Martínez. Huelga que tuvo a la cabeza, entre otros, a los estudiantes Reinaldo Galindo Pohl y Fabio Castillo.
El Grupo Seis dio paso al surgimiento de la Generación Comprometida, aquel grupo de escritores e intelectuales en el que participaron Roque Dalton, Roberto Armijo y Oswaldo Escobar Velado. A estas voces se fueron sumando, poco a poco y con el paso del tiempo, los cantores de lo que, a partir de los años sesenta, llegaría a ser conocido como “la canción de protesta”, un término no del todo exacto, pero que sirve de referencia.
El primero de ellos, Carlos “Tamba” Aragón, quien fuera además catequista en Aguilares con el padre Rutilio Grande, es el autor de la canción El planeta de los cerdos, una parodia que ridiculizó a los militares en plena dictadura a finales de los años sesenta y que fue grabada por La Banda del Sol en el disco Unidad.
Entre el inicio de la década de los setenta y mediados de los ochenta, le siguieron a Tamba Aragón el grupo Mahucutah, Nahuí, Yolocamba I Ta, La Banda Tepehuani, (surgida como Banda de la UNO), el grupo Labor y Cosecha, Aguilares 17, Güinama, Cutumay Camones y Los Torogoces de Morazán. Dentro de los cantautores, seis de ellos dejaron una huella imborrable: William Armijo con Las coplas de Roque Dalton, Saúl López con su inmortal Poema de Amor, también de Dalton; Alvar Castillo, compositor de dos canciones emblemáticas: Canasúnganana y Homenaje a Monseñor Romero, más conocida como Símbolo de Rebeldía; Guillermo Cuéllar, un verdadero cronista de las comunidades cristianas y colaborador directo del obispo mártir; y Jorge Palencia.
Palencia, más conocido como “el Viejo”, compuso El Profeta apenas unas horas después de conocerse el magnicidio y fue el gran organizador del movimiento cultural que se encargó de “dar seguimiento” a cada músico, poeta, actor o pintor que surgió del seno del movimiento popular para formarlo políticamente, muchas veces sin que nos diéramos cuenta. Jorge acompañó de manera particular las luchas campesinas y obreras, desarrollando lo que llegaríamos a llamar “la canción de línea”; es decir, composiciones que respondían a las coyunturas políticas para acompañar, denunciar o educar según los acontecimientos se iban desarrollando.
A este movimiento se sumarían poetas como Salvador Juárez, Rafael Mendoza, Joaquín Meza, Rigoberto Góngora, Roberto Quezada, Jaime Suárez Quemain y Mauricio Vallejo; cineastas, pintores, intelectuales y comunicadores como El Papo, Francisco Quezada, Edgardo Cuéllar, Elizabeth Guzmán, Luis Melgar Brizuela y El Chojo; gente de teatro, como el grupo Maíz, Sol del Río 32, Roberto Franco, Oswaldo Magaña y Norman Douglas.
Así como todos ellos asumieron el reto de ser voz junto a un pueblo, hoy en día hay gente joven que sigue manteniendo en alto la bandera del canto; baste mencionar a Claudia López, Las Musas, Son ¾ (con Carlos Serpas, quien nos diera una de las canciones más bellas compuestas para monseñor Romero), Pescozada, Signo Azul, SuperPaquitoShak, Tato Henriquez, Lilo González, La Cayetana, Manuel Contreras, Óscar Sandoval, Rigoberto Barrera y Francisco Góchez, entre otros.
Monseñor Romero es y seguirá siendo “la voz de los sin voz” en la medida en que sigamos recogiendo su testimonio de fe y esperanza, y en la medida en que cada quien sepa ser mejor persona: digna, solidaria y comprometida.