Las siete P’s de la violencia de los hombres

Las siete P’s de la violencia de los hombres
Michael Kaufman, Ph.D.
www.michaelkaufman.com

Por un momento mis ojos se alejaron de la concurrencia, pasando por las ventanas de la pequeña sala de conferencias hacia los Himalayas, al norte de Katmandú. Me encontraba allí conduciendo un taller producto, en gran medida, del notable trabajo de UNICEF y UNIFEM que, un año antes, habían reunido a mujeres y hombres del sur de Asia para discutir el problema de la violencia contra las mujeres y las niñas y, más importante aún, para trabajar conjuntamente en la búsqueda de soluciones.[1]

Al voltear a ver a las mujeres y los hombres del grupo, experimenté una sensación más familiar que diferente: mujeres que asumían grandes riesgos –en algunos casos poniendo sus vidas en peligro– para combatir la ola de violencia contra mujeres y niñas.

Hombres que apenas empezaban a encontrar sus voces anti-patriarcales y a descubrir formas para trabajar junto a las mujeres. Y lo que me sorprendió de una manera agradable fue la respuesta positiva a una serie de ideas que presenté acerca de la violencia de los hombres. Hasta entonces, no estaba del todo seguro de que se trataran principalmente de las realidades en Norte y Sudamérica y Europa –es decir, culturas fuertemente europeizadas– o que tuvieran una resonancia más amplia.

He aquí el núcleo de este análisis.

Poder patriarcal: la primera “P”

Los actos individuales de violencia de los hombres ocurren dentro de lo que he descrito como “la tríada de la violencia de los hombres”. La violencia de los hombres contra las mujeres no ocurre en aislamiento, sino que está vinculada a la violencia de los hombres contra otros hombres y a la
interiorización de la violencia; es decir, la violencia de un hombre contra sí mismo.[2]

De hecho, las sociedades dominadas por hombres no se basan solamente en una jerarquía de hombres sobre las mujeres, sino de algunos hombres sobre
otros hombres. La violencia o la amenaza de violencia entre hombres es un mecanismo utilizado desde la niñez para establecer ese orden jerárquico.
Un resultado de ello es que los hombres “interiorizan” la violencia — o quizás sea que las demandas de la sociedad patriarcal estimulan instintos biológicos que, de lo contrario, permanecerían relativamente dormidos o serían benignos. La consecuencia no es solamente que niños y hombres aprendan a utilizar selectivamente la violencia, sino también, como veremos más adelante, a transformar una gama de emociones en ira, la cual ocasionalmente se torna en violencia dirigida hacia sí mismos, como ocurre, por ejemplo, con el abuso de sustancias y las conductas autodestructivas.

Esta tríada de la violencia de los hombres –cada forma de violencia ayudando a crear las otras– ocurre dentro de un ambiente que nutre la violencia: la organización y las demandas de las sociedades patriarcales o dominadas por hombres.

Lo que ha dado a la violencia su arraigo como una forma de hacer negocios, lo que la ha naturalizado como una norma de facto en las relaciones humanas, es la manera en que ha sido articulada en nuestras ideologías y estructuras sociales. Dicho sencillamente, los grupos humanos crean formas
auto-perpetuadoras de organización social e ideologías que explican, dan significado, justifican y alimentan estas realidades creadas.

La violencia también es tejida en estas ideologías y estructuras por la sencilla razón de que les ha representado enormes beneficios a grupos particulares: en primer lugar, la violencia (o al menos la amenaza de violencia) ha ayudado a conferir a los hombres (como grupo) una rica gama de privilegios y formas de poder.

Si, de hecho, las formas originales de jerarquía y poder sociales son aquéllas que se basan en el sexo, entonces esto formó, hace tiempo, un modelo para todas las formas estructuradas de poder y privilegios que
otros disfrutan como resultado de la clase social o el color de la piel, la edad, la religión, la orientación sexual o las capacidades físicas. En tal contexto, la
violencia o la amenaza de ésta se convierte en un medio para asegurar el disfrute continuo de privilegios y de ejercicio de poder. Es, a la vez, un
resultado y el medio hacia un fin.

La percepción de derecho a los privilegios: la segunda “P”

La experiencia individual de un hombre que ejerce violencia puede no girar en torno a su deseo de mantener el poder. Su experiencia consciente no es
la clave aquí. Por el contrario, tal como el análisis feminista ha señalado repetidamente, tal violencia es a menudo la consecuencia lógica de la percepción que ese hombre tiene sobre su derecho a ciertos privilegios.

Si un hombre golpea a su esposa porque ella no tuvo la cena a tiempo sobre la
mesa, no lo hace sólo para asegurar que no vuelva a ocurrir; es también una indicación de que percibe tener el derecho a que alguien le sirva. Otro ejemplo es el hombre que ataca sexualmente a una mujer durante una cita: esto tiene que ver con su percepción del derecho al placer físico, aun cuando
ese placer sea enteramente unilateral. En otras palabras, tal como muchas mujeres han señalado, no son sólo las desigualdades de poder que conducen
a la violencia, sino una percepción consciente o a menudo inconsciente del derecho a los privilegios.

La tercera “P”: permiso

Indiferentemente de las complejas causas sociales y psicológicas de la violencia de los hombres, ésta no prevalecería si no existiera en las costumbres sociales, los códigos legales, la aplicación de la ley y ciertas enseñanzas religiosas, un permiso explícito o tácito para ejercerla. En muchos países, las leyes sobre la violencia contra las esposas o la violencia sexual son relajadas o inexistentes; en muchos otros, las leyes apenas son aplicadas; y en otros más hay leyes absurdas, como en los países donde una denuncia de violación sólo puede ser perseguida si existen varios testigos masculinos o donde no se toma en cuenta el testimonio de la mujer.

En tanto, los actos de violencia de los hombres o la agresión violenta (en este caso, usualmente contra otros hombres) son celebrados en los deportes y el cine, en la literatura y la guerra. La violencia no sólo es permitida; también se glamoriza y se recompensa.

La raíz histórica misma de las sociedades patriarcales es el uso de la violencia como un medio clave para resolver disputas y diferencias, ya sea entre individuos, grupos de hombres o, más tarde, naciones.

A menudo recuerdo este permiso cuando oigo sobre un hombre o una mujer que no llamó a la policía al percatarse que una vecina, un niño o niña estaba
siendo golpeada. Esto se considera un asunto “privado”. ¿Podemos imaginar a alguien que mira que una tienda está siendo robada y rehusándose a llamar a la policía porque es un asunto privado entre el delincuente y el propietario del establecimiento?

La cuarta “P”: la paradoja del poder de los hombres

Mi argumento, sin embargo, es que tales cosas no explican por sí mismas la diseminada naturaleza de la violencia de los hombres, ni las conexiones entre
la violencia de los hombres contra las mujeres, ni las múltiples formas de violencia entre hombres.

Aquí necesitamos revisar las paradojas del poder de los hombres o lo que yo he denominado “las experiencias contradictorias del poder entre los
hombres”.[3]

Las formas en que los hombres hemos construido nuestro poder social e individual son, paradójicamente, la fuente de una fuerte dosis de temor, aislamiento y dolor para nosotros mismos. Si el poder se construye como una capacidad para dominar y controlar, si la capacidad de actuar en formas “poderosas” requiere de la construcción de una armadura personal y de una temerosa distancia respecto de otros, si el mundo mismo del poder y los privilegios nos aparta del mundo de la crianza infantil y el sustento emocional, entonces estamos creando hombres cuya propia experiencia del poder está plagada de problemas incapacitantes.

Esto ocurre particularmente porque las expectativas interiorizadas de la masculinidad son en sí mismas imposibles de satisfacer o alcanzar. Éste bien podría ser un problema inherente al patriarcado, pero parece ser especialmente cierto en una era y en culturas donde los rígidos límites de género han sido derribados. Ya se trate de logros físicos o financieros, o de la supresión de una gama de emociones y necesidades humanas, los imperativos de la hombría (en contraposición a las simples certezas de la masculinidad biológica) parecen
requerir de vigilancia y trabajo constantes, especialmente para los hombres más jóvenes.

Las inseguridades personales conferidas por la incapacidad de pasar la prueba de la hombría, o simplemente la amenaza del fracaso, son suficientes para llevar a muchos hombres, en particular cuando son jóvenes, a un abismo de temor, aislamiento, ira, autocastigo, autorrepudio y agresión.
Dentro de tal estado emocional, la violencia se convierte en un mecanismo compensatorio. Es la forma de reestablecer el equilibrio masculino, de
afirmarse a sí mismo y afirmarles a otros las credenciales masculinas de uno. Esta expresión de violencia usualmente incluye la selección de un blanco que sea físicamente más débil o más vulnerable. Podría ser un niño, una niña o una mujer, o bien grupos sociales como hombres homosexuales, o una minoría religiosa o social, o inmigrantes, quienes son blancos fáciles de la inseguridad y la ira de hombres individuales, especialmente debido a que tales grupos a menudo no han recibido protección legal adecuada. (Este mecanismo compensatorio está claramente indicado, por ejemplo, en la mayoría de ataques a homosexuales cometidos por grupos de hombres jóvenes en un periodo de sus vidas en que experimentan el mayor grado de inseguridad respecto a pasar la prueba de la hombría.)

Lo que permite la violencia como un mecanismo compensatorio individual ha sido una amplia aceptación de ésta como un medio para solucionar diferencias y afirmar el poder y el control. La han hecho posible el poder y los privilegios que los hombres han gozado, lo codificado en las creencias, las prácticas, las estructuras sociales y las leyes.

La violencia de los hombres en sus múltiples formas es, entonces, el resultado tanto del poder de los hombres como de la percepción de su derecho a los privilegios, el permiso para ciertas formas de violencia y el temor (o la certeza) de no tener poder. Pero todavía hay más.

La quinta “P”: la armadura psíquica de la masculinidad

La violencia de los hombres es también el resultado de una estructura de carácter típicamente basada en la distancia emocional respecto de otros. Tal como muchas personas hemos sugerido, las estructuras psíquicas de la masculinidad son creadas en tempranas pautas de crianza que a menudo son tipificadas por la ausencia del padre y de hombres adultos — o, al menos, por la distancia emocional de los hombres.

En este caso, la masculinidad es codificada por la ausencia y construida al nivel de la fantasía. Pero aun en aquellas culturas patriarcales donde la presencia del padre es mayor, la masculinidad es codificada como un rechazo a la madre y a la feminidad, es decir, un rechazo a las
cualidades asociadas con los cuidados y el sustento emocional. Según han hecho notar varias psicoanalistas feministas, esto crea rígidas barreras del ego o, en términos metafóricos, una fuerte armadura.

El resultado de este complejo y particular proceso de desarrollo psicológico es una habilidad disminuida para la empatía (la experiencia de lo que otras personas están sintiendo) y una incapacidad para experimentar las necesidades y los sentimientos de otras personas como algo necesariamente relacionado a los propios. Los actos de violencia contra otra persona son, por tanto, posibles.

¿Cuán frecuentemente escuchamos a un hombre decir que él “realmente no lastimó” a la mujer a quien golpeó? Sí, él se está justificando, pero parte del problema es que puede no experimentar realmente el dolor que está provocando. ¿Cuán a menudo escuchamos a un hombre decir “ella quería tener sexo”? De nuevo, puede estar justificándose, pero esto también podría
ser un reflejo de su disminuida capacidad para leer y comprender los sentimientos de otra persona.

Masculinidad como una olla psíquica de presión: la sexta “P”

Muchas de nuestras formas dominantes de masculinidad dependen de la interiorización de una gama de emociones y su transformación en ira. No
se trata sólo de que el lenguaje de las emociones de los hombres sea frecuentemente mudo o que nuestras antenas emocionales y nuestra capacidad
para la empatía estén un tanto truncadas. Ocurre también que numerosas emociones naturales han sido descartadas como fuera de límites e inválidas.

Aunque esto tiene una especificidad cultural, es bastante típico que los niños aprendan, a una temprana edad, a reprimir sentimientos de temor y dolor. En el campo de los deportes enseñamos a los niños a ignorar el dolor. En casa les decimos que no lloren y que actúen como hombres. Algunas
culturas celebran una masculinidad estoica. (Y debo enfatizar que los niños aprenden todo esto para sobrevivir: de ahí la importancia de que no
culpemos al niño o al hombre individual por los orígenes de sus conductas actuales, aun cuando, a la vez, le responsabilicemos por sus actos.)

Por supuesto, como humanos seguimos experimentando incidentes que provocan una respuesta emocional. Pero los mecanismos usuales de la respuesta emocional, desde la vivencia real de una emoción hasta la expresión de los sentimientos, sufren un corto circuito a variados grados entre muchos hombres. Sin embargo, de nuevo para muchos hombres, la única emoción que goza de alguna validación es la ira. El resultado es que una gama de emociones es canalizada en la ira. Aunque tal canalización no es exclusiva de los hombres (ni es el caso para todos los hombres), en algunos no son inusuales las respuestas violentas ante el temor y el sufrimiento, ante la inseguridad y el dolor, ante el rechazo y el menosprecio.

Esto es particularmente cierto cuando el sentimiento producido es el de no tener poder. Tal sentimiento sólo exacerba las inseguridades masculinas: si la
masculinidad es una cuestión de poder y control, no ser poderoso significa no ser hombre. De nuevo, la violencia se convierte en el medio para probar lo contrario ante sí mismo y ante otros.

La séptima “P”: Pasadas experiencias

Para algunos hombres, todo esto se combina con experiencias más flagrantes. Demasiados hombres en el mundo crecieron en hogares donde la madre
era golpeada por el padre. Crecieron presenciando conductas violentas hacia las mujeres como la norma, como la manera de vivir la vida. Para
algunos, esto tiene como consecuencia una repulsión hacia la violencia, mientras en otros produce una respuesta aprendida. En muchos casos
ocurren ambas cosas: hombres que utilizan la violencia contra las mujeres a menudo experimentan un profundo repudio por sí mismos y por sus conductas.

Pero la frase “respuesta aprendida” es casi demasiado simplista. Los estudios han mostrado que niños y niñas que crecen presenciando violencia tienen muchas más probabilidades de actuar violentamente. Tal violencia puede ser una forma de recibir atención; puede ser un mecanismo de manejo, una forma de exteriorizar sentimientos imposibles de manejar. Estos patrones de conducta van más allá de la niñez: muchos de los individuos que terminan en programas para hombres que utilizan la violencia fueron testigos de abusos contra su madre o los sufrieron ellos mismos.

Las experiencias pasadas de muchos hombres también incluyen la violencia que ellos mismos han padecido. En numerosas culturas, aunque los niños
pueden tener la mitad de probabilidades de las niñas de experimentar abuso sexual, para ellos es doble la probabilidad de ser objeto de abuso físico. De
nuevo, esto no produce un resultado fijo, y tales resultados no son exclusivos de los niños. Pero en algunos casos estas experiencias personales inculcan profundos patrones de confusión y frustración, en los que los niños han aprendido que es posible lastimar a una persona amada y donde sólo las manifestaciones de ira pueden eliminar sentimientos de dolor profundamente arraigados.

Finalmente, está el amplio ámbito de la violencia trivial entre niños que, en la infancia, no parece en absoluto insignificante. En muchas culturas, los niños crecen con experiencias de peleas, de hostigamiento y brutalización. La mera
sobrevivencia requiere, para algunos, aceptar e interiorizar la violencia como una norma de conducta.

Poniendo fin a la violencia

Este análisis, aunque presentado en una forma tan condensada, sugiere que cuestionar la violencia de los hombres requiere de una respuesta articulada que incluya:
• Desafiar y desmantelar las estructuras de poder y privilegios de los hombres y poner fin al permiso cultural y social hacia los actos de violencia. Si aquí es donde la violencia empieza, no podemos erradicarla sin el apoyo de mujeres y hombres al feminismo y a las reformas y transformaciones sociales, políticas, legales y culturales que ello implica.
• Redefinir la masculinidad o, más bien, desmantelar las estructuras psíquicas y sociales de género que traen consigo tal peligro. La paradoja
del patriarcado es el dolor, la ira, la frustración, el aislamiento y el temor de la mitad de la especie, a la cual le son dados un poder relativo y privilegios.

Ignoramos todo esto a nuestro propio riesgo. A fin de llegar exitosamente a los hombres, este trabajo debe tener como premisas la compasión, el amor y
el respeto, combinados con un claro desafío a las normas masculinas negativas y sus resultados destructivos. Los hombres profeministas que
realizamos este trabajo debemos hablarles a otros hombres como si fueran nuestros hermanos, y no como extraños que no son tan iluminados o merecedores como nosotros.

• Organizar e involucrar a los hombres para que trabajen en cooperación con las mujeres a fin de dar una nueva forma a la organización de género de la
sociedad, en particular nuestras instituciones y las relaciones a través de las cuales criamos niños y niñas. Esto requiere de un énfasis mucho mayor en
la importancia de los hombres como sustentadores emocionales y cuidadores, plenamente involucrados en la crianza infantil en formas positivas y libres de violencia.
• Trabajar con hombres que ejercen violencia de una forma que simultáneamente cuestione sus percepciones y privilegios patriarcales y llegue a ellos con respeto y compasión. No es necesario que nos guste lo que han hecho para actuar con empatía hacia ellos y sentir horror por los factores que han llevado a un niño a convertirse en un hombre que a veces hace cosas terribles. A través de tal respeto, estos hombres pueden, de hecho, encontrar el
espacio para cuestionarse a sí mismos y unos a otros. De lo contrario, el intento por llegar a ellos sólo alimentará sus inseguridades como hombres
para quienes la violencia ha sido su compensación tradicional.
• Realizar actividades educativas explícitas, tales como la Campaña del Lazo Blanco, que involucran a hombres y niños en el cuestionamiento de sí mismos y de otros hombres para erradicar todas las formas de violencia.[4] Éste es un desafío positivo para que los hombres nos expresemos con nuestro amor y nuestra compasión por las mujeres, los niños, las niñas y otros hombres.
Toronto, Canadá
Octubre de 1999

1. Este taller fue organizado por Save the Children/ReinoUnido). El financiamiento para el viaje fue proporcionado por Development Services International de Canadá. La discusión del taller de 1998 en Katmandú se encuentra en el libro de Ruth Finney Hayward, «Breaking the Earthenware Jar» (que será publicado en el 2000). Ruth fue la mujer que motivó las
reuniones en Katmandú.
2. Michael Kaufman, “The Construction of Masculinity and the Triad of Men’s Violence”, en M. Kaufman, editor. «Beyond Patriarchy: Essays by Men on Pleasure, Power and Change», Toronto: Oxford University Press, 1985. Reimpreso en inglés en Laura L. O’Toole y Jessica R. Schiffman, «Gender
Violence» (Nueva York: NY University Press, 1997) y extractado en Michael S. Kimmel y Michael A. Messner, «Men’s Lives» (Nueva York: Macmillan, 1997); en alemán en BauSteineMänner, «Kritische Männerforschung» (Berlín:
Arument Verlag, 1996); y en español en «Hombres: Poder, placer y cambio» (Santo Domingo: CIPAF, 1989.)
3. Michael Kaufman, «Cracking the Armor: Power, Pain and the Lives of Men» (Toronto: Viking Canada, 1993 y Penguin, 1994) y “Men, Feminism, and Men’s Contradictory Experiences of Power,” en Harry Brod y Michael Kaufman, editores, «Theorizing Masculinities» (Thousand Oaks, CA:
Sage Publications, 1994), traducido al español como “Los hombres, el feminismo y las experiencias contradictorias del poder entre los hombres”, en Luz G. Arango et al, editores, «Género e identidad. Ensayos sobre lo femenino y lo masculino» (Bogotá: Tercer Mundo, 1995) y en forma revisada como “Las experiencias contradictorias del poder entre los hombres”, en Teresa Valdés y José Olavarría, editores, «Masculinidad/es. Poder y crisis», Ediciones de las Mujeres No. 23. (Santiago: Isis Internacional y FLACSO Chile, junio de 1997).
4. White Ribbon Campaign (Campaña del Lazo Blanco), 365 Bloor St. East, Suite 1600, Toronto, Canadá M4W 3L4. Tel. 1-416-920-6684 – Fax: 1-416-920-1678.

Agradezco a las personas con quienes discutí varias de las ideas en este texto: Jean Bernard, Ruth Finney Hayward, Dale Hurst, Michael Kimmel, mis colegas en la Campaña del Lazo Blanco y una mujer en Woman’s World ’99 en Tromso, Noruega, quien no ofreció su nombre pero que, durante un
periodo de discusión sobre una versión anterior de este texto, sugirió que era importante destacar explícitamente el “permiso” como una de las “P’s”.

Una versión anterior de este texto fue publicada en una edición especial de la revista de la Asociación Internacional para Estudios sobre Hombres (International Association for Studies of Men), Vol. 6, No. 2 (junio de 1999)
(http://www.ifi.uio.no/~eivindr/iasom).

(c) Michael Kaufman, 1999. Este texto no deberá ser distribuido en forma impresa o electrónica sin autorización escrita.
Michael Kaufman
mk@michaelkaufman.com www.michaelkaufman.com

Traducido con autorización del autor por: Laura E. Asturias (Guatemala) leasturias@intelnet.net.gt
Lista de artículos sobre masculinidad (disponibles por correo electrónico): www.artnet.com.br/~marko/astulist.htm

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