Latinoamerica y sus nuevos cartógrafos

LATINOAMERICA Y SUS NUEVOS CARTOGRAFOS: DISCURSO POSCOLONIAL, DIASPORAS INTELECTUALES Y ENUNCIACION FRONTERIZA
POR
ROMAN DE LA CAMPA
SUNY-Stony Brook
Revista Iberoamericana. Vol. LXII, Nums. 176-177, Julio-Diciembre 1996; 697-717
El nómada habita esos lugares; permanece en ellos y los hace crecer, ya que se ha constatado que el nómada crea el desierto en la misma medida en que el desierto lo crea a él. El nómada es un vector de desterritorialización. Gilles Deleuze y Felix Guattari

INTRODUCCION

Este trabajo se propone examinar la producción de discursos críticos en torno a Latinoamérica, con énfasis particular en la confluencia actual de órdenes literarios, históricos y filosóficos. Más concretamente, se trata de una reflexión sobre la llamada época posmoderna y sus diversos proyectos latinoamericanistas: los discursos que los definen, su relación con el objeto de estudio, y sobre todo, la forma en que estos articulan la noción de cultura o literatura latinoamericana en un momento marcado por las fases paralelas de globalización y neoliberalismo.

Se encuentran ya, después de varias décadas de trabajo deconstructor y posmoderno, amplios proyectos de investigación de los cuales se desprende, a mi entender, toda una nueva serie de interrogantes y propuestas cruciales para la crítica latinoamericana contemporánea. Se trata de proyectos posteriores al paradigma de la posmodernidad inicial en su vertiente literaria estrecha-digamos en torno al boom, el post-boom, y el neobarroco, por citar tres instancias muy conocidas- que ahora se dirige a un encuentro cultural más amplio, sin desechar los alcances anteriores.

Entre estos acercamientos se encuentran varias propuestas innovadoras: 1) la reformulación de la periodización colonial, integrando aportes teóricos que cuestionan los cortes espaciales y temporales acostumbrados junto a las exigencias del conocimiento historiográfico (ver, por ejemplo, la obra de Rolena Adorno y el libro Plotting Women de Jean Franco); abordaje de la oralidad Latinoamericana desde su compleja y enriquecedora relación con la producción de literatura alternativa, al igual que sus modos de transmisión cultural y memoria colectiva en el contexto de la tradición escritural de occidente y la nueva oralidad massmediática (ver las investigaciones de Martin Lienhard); 3) reflexión más profunda de los dispositivos epistemológicos de la cultura latinoamericana que giran en torno a la transculturación, la hibridez y la heterogeneidad, reconociendo que toda síntesis explicativa menoscaba la paradójica pluralidad de los discursos que informan esa cultura en un momento dado (ver las propuestas más recientes de Antonio Cornejo-Polar); 4) examen de la semiosis de producción crítica como red de instancias enunciativas que conllevan tanto objetividad como subjetividad, constituyendo así un marco posmodemo más autocritico de posiciones, epistemes, disciplinas y otras formas de estudiar o articular la crítica literaria (ver, por ejemplo, el proyecto poscolonial de Walter Mignolo); 5) examen de la cultura latinoamericana posmoderna en su etapa ya más definida por los conflictos y las posibilidades de la globalización (trabajos recientes de Nestor Garcia Canclini y Beatriz Sarlo).
No pretendo hacer aquí un resumen de cada uno de estos proyectos, sino deslindar ciertos vínculos importantes que espero explorar brevemente en este ensayo. En línea con mis propios proyectos, intereses y dudas más recientes, demarcados por los temas de posmodernidad, poscolonialismo y transculturación, mis observaciones remiten más a los proyectos de Mignolo, Cornejo Polar, Garcia Canclini y Sarlo, pero importa percatarse de que la periodización colonial y la oralidad son igualmente aspectos constitutivos de cualquier acercamiento a los estudios culturales latinoamericanos.
La proliferación de discursos críticos de los últimos treinta años, bien sabido lo es, coincide con el periodo en que la literatura latinoamericana cobra un valor paradigmático para la literatura mundial.
Importa, por ello deslindar un poco más ese desarrollo aparentemente simultáneo que ha llevado a muchos a pensar en la literatura latinoamericana como la quintaesencia de la posmodernidad y la diferencia.
Hay, claro está, aspectos menos celebrados de gran importancia para el intelectual contemporáneo dedicado a la cultura latinoamericana, particularmente los que trabajamos en universidades y centros de investigaciones norteamericanos. Me refiero al régimen de limitaciones que impera en una gran mayoría de los medios intelectuales de América Latina.
Se globaliza el estudio de lo latinoamericano, se integran sus textos principales al canon occidental, pero disminuyen o desaparecen las posibilidades de investigación para muchos intelectuales en Latinoamérica. La mayoría de los cargos académicos actuales apenas permiten subsistir y la investigación remunerada es más bien un lujo de pocos que no llega a muchos jóvenes talentosos y dedicados. La intelectualidad latinoamericana descubre, tarde o temprano, que las condiciones necesarias para la crítica literaria y cultural se obtienen primordialmente mediante becas y puestos en el exterior.
Es una historia conocida y en general desatendida por los presupuestos de integración al capitalismo mundial que anuncia el neoliberalismo y la globalización, una condición que se ha agravado en la última década, la cual corresponde también al surgimiento a veces hegemónico de lecturas posmodernas sobre la historia y la cultura latinoamericana.
Vale pues una distinción más cuidadosa de los parámetros que rigen la producción y recepción de discursos “pos” en torno a Latinoamérica. Textos muy recientes de Beatriz Sarlo (Escenas de la vida posmoderna), Carlos Rincon (La simultaneidad de lo no simultaneo) y Nestor Garcia Canclini (Consumidores y ciudadanos), entre otros, apuntan ya hacia un nuevo rigor mucho más abarcador, tanto en términos de los estudios culturales (literatura y medios masivos) como en su relación con el nuevo horizonte multidisciplinario del marketing globalizante en el cual la estética, la política y la economía se vuelven espacios inseparables.
La posmodernidad se ha prestado mucho más al debate cultural y político en América Latina, mientras que en Estados Unidos lo posmodemo ha permanecido mucho más cercano a las disciplinas critico-literarias y el pensamiento post-estructuralista, ambos parte integral de los espacios de relativa autonomía que el sistema universitario norteamericano hereda de la gran tradición humanista.
Han quedado así desatendidos muchos valiosos aportes a la posmodemidad que aparecen en América Latina desde hace más de una década, entre ellos las tempranas investigaciones auspiciadas por CLACSO (Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales), las cuales proveen todavía un horizonte enriquecedor de la problemática posmoderna en muchos campos de estudios latinoamericanos. Cultura política y democratización, por ejemplo, sigue siendo una colección valiosa.
Estos aportes comienzan a diseminarse en ingles a mediados de los noventa, veinte años después del apogeo deconstructor literario inspirado en las obras de Barthes, de Man y Derrida, que solía enmarcar muchas propuestas posmodernas.
La antología The Postmodern Debate in Latin America editada por John Beverley y Jose Oviedo, primero en 1993 y ampliada en 1995 rescata la importancia de estas fuentes para un dialogo hasta ahora ausente.
En esos tomos surgen traducidos al inglés, en algunos casos por primera vez, el pensamiento crítico de Norbert Lechner, Nestor Garcia Canclini, Raquel Olea, Martin Hopenhayn, Nelly Richard, Enrique Dussel y otros interlocutores de la cultura latinoamericana contemporánea. Y aun después de este primer asomo, estas fuentes permanecen fuera del marco referencial de un latinoamericanismo literario cada vez más proliferante y abarcador.
Igualmente debe añadirse que el pensamiento crítico brasileño, el cual cuenta con la presencia de figuras como Roberto Schwarz y Silviano Santiago, tampoco ha sido ampliamente reconocido en este terreno. En conjunto, más que un olvido se trata de un desencuentro fundamental entre diversos modos de hacer y vivir la posmodernidad latinoamericana.
No sería una exageración decir que la crítica literaria y el mercado de diseminación en lengua inglesa del pensamiento literario-posmoderno han sido, y siguen siendo, los códigos predominantes del discurso sobre la posmodernidad en general, y sobre la literatura latinoamericana en particular. “Existen diferentes comunidades narrativas e interpretativas, tradiciones disciplinarias distintas”, advierte Carlos Rincón, “en donde resulta decisivo el peso de las instituciones de producción del saber. Las cuatro quintas partes de las revistas del mundo donde se trata la literatura latinoamericana se publican en los Estados Unidos”.
Habría que abordar entonces esta anomalía: ¿Cómo se produce una crítica literaria tan dispuesta a pronunciarse sobre la epistemología y su impacto en la historia cultural latinoamericana de nuestros días, partiendo solamente de escasas muestras literarias o filosóficas, y sin acoplar las manifestaciones más contemporáneas de la correspondiente zona cultural en particular?
Problematizar este paradigma ha sido una labor de una minoría de críticos literarios ansiosos de ampliar el horizonte de la posmodernidad literaria latinoamericana, conscientes de que la versión que se tiende a generalizar en los centros de investigación norteamericanos merece una relación más dinámica entre cultura y literatura. La posmodernidad literaria, época posterior al new criticism, la estilistica, y el estructuralismo, suele prometer pero no siempre exigir una profunda revisión del terreno privilegiado que solía otorgársele a lo literario. Hay, claro está, otra curiosa contradicción que muestra la dificultad de abrir espacios multidisciplinarios para un estudio amplio y dinámico de la cultura latinoamericana.
El discurso científico social norteamericano ha mantenido, en términos generales, un escepticismo categórico hacia la posmodernidad que tampoco le permite someter a una atenta lectura los aportes latinoamericanos al tema. De hecho, el interesante debate sobre el poscolonialismo auspiciado por la organización de estudios latinoamericanos (LASA) en 1993 podría leerse más bien como una reflexión tardía, y quizá forzada, por la extensión de los presupuestos posmodernos humanísticos hacia el terreno de la periodización colonial.
Importa notar que el debate dio paso, no obstante, a varias intervenciones valiosas sobre la periodización colonial, pero es ilustrativo que haya sido integrado exclusivamente por investigadores e investigadoras radicados en Estados Unidos, de los cuales solo una se especializaba en materias no literarias.
De este abreviado recuento puede deducirse que la cartografía del correlato latinoamericano responde a nuevas demarcaciones territoriales, aunque estas no siempre se comuniquen entre sí. Lo que se entiende por América Latina ahora comprende comunidades de producción constante que no distinguen entre las diferencias de acceso a la enunciación de capital simbólico. Si se toma en cuenta la creciente población latinoamericana y su coeficiente de intelectuales, el desnivel entre la multiplicidad de voces posibles y la escasez de voces posibilitadas tiende a crecer. Bien se entiende ya que cada disciplina configura el objeto de estudios según los confines de sus metadiscursos, los cuales, a su vez, responden cada vez más al mercado de productos académicos universitarios.
En Estados Unidos, esto también corresponde a un momento de gran fluidez migratoria en el hemisferio que le ha otorgado mucho más atención y prestigio a los discursos latinos, hispanos y latinoamericanistas producidos en los centros académicos europeos y norteamericanos.
¿Cómo distinguir pues entre las distintas formas de imaginar a Latinoamerica? (Es válido diferenciar entre los discursos producidos dentro, fuera o en la diáspora, sin caer en esquemas binarios y reductivos entre lo autóctono y lo foráneo? ¿Qué balance existe entre el influyente latinoamericanismo transnacional escrito usualmente en inglés, y el que se articula en español, portugués y otros idiomas con escasos recursos institucionales de investigación? Como demarcar estas diferencias dentro de los contornos del mercado global de imágenes y discursos profesionales?
Creo que en ese repliegue de silencios, desfases y posibilidades se encuentra una de las aporías principales de la celebración posmoderna en el terreno crítico literario. Creo también que a esa aporía remite la contradictoria condición de críticos pos (tanto modernos como coloniales), académicos fronterizos, o en nuestro caso, latinoamericanistas de intermedio, miembros de diásporas, o nómadas, que viajamos por el espacio cultural y geográfico latinoamericano en búsqueda de una cartografía discursiva, vislumbrando infinitas posibilidades de releer un pasado que sentimos nuestro desde la lejanía.
El crítico Henry Louis Gades ha exclamado que definir el poscolonialismo equivale a un acto de “higiene epistemológica”. Con ello alude a las diversas formas de leer la obra de Frantz Fanon hoy día. Creo que esto atañe aún más a la necesidad de distinguir lo que se entiende por posmodernismo a partir de un mercado académico y social de pulsiones globalizantes y neoliberales que afecta la morfología pos tanto o más que el rigor critico o literario.
Por ello quisiera reiterar, antes de abordar más a fondo la problemática actual de los estudios literarios latinoamericanos, que los nuevos discursos críticos han abierto un sin número de posibilidades a los análisis textuales. Me refiero al panorama amplio que devino del formalismo ruso, el estructuralismo, la hermenéutica, el materialismo sui generis de Walter Benjamin, la escuela de Frankfurt y la semiótica de la cultura (Lotman), los cuales vienen afinándose desde finales de los años sesenta en torno a varias vertientes del pensamiento feminista, la semiosis barthesiana y la deconstruccion.
Importa notar, sin embargo, que a partir de los ochenta, estos discursos pasan a una fase más complicada por un orden cultural que altera radicalmente la función del arte y la crítica académica. Empieza a palparse entonces un desencuentro cada vez más radical entre el post-estructuralismo de vanguardia humanística y la posmodernidad propia, es decir, la sociedad radicalizada por el hipercapitalismo y los diseños neoliberales.
La obra de Jameson, por ejemplo, gira hacia esta problemática después de la publicación de su Political Unconscious en 1981. La reflexión filosófica sobre el orden social posmoderno en si se hace sentir también a partir de este momento, particularmente en la obra de Francois Lyotard y Jean Baudrillard.
Esta es una raigambre rica, contradictoria y altamente diversa que sigue nutriendo nuevas promociones de mujeres y hombres dedicados a la crítica, aunque ya no tanto en torno a la literatura sino a la epistemología, o lo que prefiero llamar teoría epistética, es decir, un rejuego incierto entre la epistemología y la estética.
Esto, a mi entender, constituye una profunda transformación de los estudios literarios en torno a lo que hoy se conoce, de forma generalizada e imprecisa, por discursos posmodernos. Se trata de una praxis que debe buscar nuevas formas de legitimización en un mercado de discursos mucho menos dispuesto a subsidiar los estudios humanísticos, aunque a veces los añore. Desde allí la crítica ha tenido que volverse más profesional y aún más técnica en sus lenguajes de especialización, pero también ha sentido la necesidad (o la ansiedad) de abarcar mucho más territorio que antes, más allá de los textos literarios, hacia una discursividad que ciñe a las artes, las humanidades, las ciencias sociales, y a veces las mismas ciencias físicas ya que estas dependen también de la representación verbal o discursiva. Sus temas actuales suelen ser, por lo tanto, profundamente abarcadores, aunque siempre desde presupuestos que encierran a los otros discursos dentro de esa búsqueda epistética.
Impera en ellos una agenda de proyectos definidos por metas y proyectos de gran alcance: redefinir los campos de estudio, reorientar el modo en que se entiende el nacionalismo, o la sexualidad, reconceptualizar el sujeto de la metafísica occidental, explicar el error de la modernidad, teorizar el tercer mundo, es decir, dirigirse hacia el futuro humano como si se partiera de una tabula rasa armado de un metalenguaje inventivo, no obstante que los medios disponibles para ello – los discursos de la de-significación y la diferencia- se definen precisamente por la lejanía que mantienen ante cualquier estimulo de imaginar alternativas concretas.
La creciente distancia entre la epistemología y las ciencias sociales encuentra un resumen esclarecido en la siguiente observación de Norbert Lechner: “Si no lográramos desarrollar un nuevo horizonte de sentidos, la institucionalidad democrática quedaría sin arraigo: una cascara vacía”.
LA POSMODERNIDAD EN VIVO
Es ya un lugar común reiterar que el devenir de los nuevos discursos teóricos en el terreno literario fluye, en su mayor parte, de la obra de Foucault, Derrida y Paul de Man, o que se nutre de relecturas de Nietzsche, Heidegger y Borges. Es también consabido, aunque algo más problemático, reconocer que ninguno de ellos corresponde o se identifica directamente con la determinación posmoderna que Jameson, Lyotard, Baudrillard, Vattimo, de Certeau y otros filósofos observan en modos distintos, y a veces opuestos. Pero me interesa explorar el paradigma académico y el mercado de discursos que se ha generalizado a partir de todos ellos en conjunto, más allá del significado o la proyección individual de cualquiera de estas figuras maestras.
Para las nuevas promociones este paradigma permite una redefinición del intelectual contemporáneo que elimina o supera toda pretensión mesiánica o propensión a las totalizaciones ideológicas. Se alude así a una ontología más errante dentro de la comunidad transnacional de discursos, a una autogestión intelectual definida por el escepticismo profundo hacia el espacio público y la fe incondicional en la performance escritural.
Es una praxis académica que puede parecer conformista a pesar de sus desafiantes propuestas en el orden conceptual: sus radicales interrogantes permanecen atrincheradas en una duda perenne ya institucionalizada; guarda una distancia cuidadosa del terreno de la ética, la política, y hasta la pedagogía, suponiendo que estos discursos han pasado, para siempre, al orden viciado de presupuestos totalizadores; su reencuentro con otras comunidades y nuevos discursos reconstituyentes de la sociedad civil quedan en un estado de suspenso, en espera de cambios gramatológicos que por su propia fuerza escritural irían de adentro hacia afuera o desde abajo hacia arriba.
Esta sería una de las formas de abordar los rasgos generales del posmodernismo literario y filosófico, el cual, debo insistir, se adhiere, quizá ahora más que nunca, a una apreciación todavía estetizante de las implicaciones sociológicas y políticas de la posmodernidad. Estimo, sin embargo, que la proliferación teórica que informa los discursos pos ha conducido a cierto desgaste semántico de los mismos. Por ello me parece mucho más esclarecedor e interesante subrayar sus bases conceptuales de mayor alcance.
Me refiero a la deconstrucción en su amplia acepción epistética, cuyo impacto se ha hecho sentir en casi todas las ramas de la crítica actual: literatura, cultura, filosofía y ciencias sociales.
Las líneas específicas de su proceder son ya reconocibles: relecturas del pensamiento occidental auscultando el binarismo y otras aporías que sostienen los presupuestos estéticos e históricos de la tradición moderna; descalces de identidades sexuales, nacionales y de clase en torno a la crítica del sujeto íntegro y sus proyecciones en el Estado; volteo de las periodizaciones sostenidas por presupuestos de causalidad teleológica y estructural dando paso a la historicidad del epistema, la narratología, la discursividad y los medios visuales; desmonte de la definición desarrollista de la modernidad periférica o del tercer mundo, desentrañando los modos de subversión, resistencia, y complicidad implicitos en la literatura y otros discursos neo o poscoloniales.
Este paradigma (tomando en cuenta algunas variantes) se ha acomodado en las comunidades discursivas más influyentes, entre ellas la norteamericana, la cual cuenta con muchas de las mejores universidades, revistas, fundaciones y casas editoriales. En el terreno de estudios literarios hispánicos y latinoamericanos los nuevos enfoques epistéticos se encuentran, y a veces chocan, con paradigmas previos de alto alcance, entre ellos la estilística, el estructuralismo, varios marxismos, teorías de la dependencia, y algunos acercamientos más tradicionales de corte positivista.
Es importante, e interesante, notar que muchas de estas voces, tan disimiles entre sí, suelen coincidir en su achaque de que las teorías inspiradas por la deconstrucción, el posmodernismo, u otros acercamientos análogos, abandonan los valores históricos y literarios del humanismo.
Es una reacción predecible en tanto que recoge, entre otras cosas, el lamento natural de cambios de guardia generacional, pero no logra diagnosticar claramente el síntoma central: la supervivencia académica de la crítica, tanto la moderna como la posmoderna, ha quedado en jaque ante el desafío impuesto por la posmodernidad en vivo. El terreno anterior de las disciplinas críticas se repliega ahora en el espacio amorfo de una producci6n teórica que ha perdido su objeto de estudio.
La video cultura y la creciente industria de servicios han asumido una función altamente formativa para los sujetos del capitalismo global. Los estudios literarios y la misma universidad han quedado en tela de juicio como agentes principales de escolarización aun en los países más desarrollados.
El ajuste a la posmodernidad en vivo ha motivado múltiples definiciones de disciplinas y grandes debates sobre lo que implican estos cambios. Este es un proceso necesariamente cauteloso y ambiguo, ya que la deconstrucción de la modernidad también depende del mismo sistema universitario que la tradición humanística añora y el neoliberalismo estima anacrónico.
Garcia Canclini pregunta: ¿Que función cumplen las industrias culturales que se ocupan no sólo de homogeneizar sino de trabajar simplificadamente con las diferencias, mientras las comunicaciones electrónicas, las migraciones y la globalización de los mercados complican más que en cualquier otro tiempo la coexistencia entre los pueblos?
Hoy muchos programas de estudios literarios dan paso a programas de estudios culturales, intentando así integrar la videocultura a la formaci6n universitaria y al quehacer de la investigación critica. Lo mismo ocurre con el surgimiento de programas de estudios étnicos, estudios de la mujer, estudios de las sexualidades, y otras manifestaciones dinámicas de la cultura contemporánea. Algunos textos recientes de Harold Bloom y Richard Rorty proveen una queja nostálgica ante estos cambios tan contradictorios para el humanismo occidental.
Sc trata de una disyuntiva ambivalente para la intelectualidad letrada, particularmente la literaria: la centralidad de su objeto de estudio ha cedido aún más, no obstante que al mismo tiempo se le ha otorgado un valor nuevo al orden escritural en tanto archivo de polisemia y virtualidad autoreferencial.
Claro que esta redefinición permanece ceñida a la deconstrucción de órdenes que buscan un encuentro más directo en el terreno epistetico que en el de la literatura, o la cultura propia. En Estados Unidos y Canadá, por ejemplo, la formación actual de posgrados en el campo de literatura comparada requiere tanto o más conocimiento de fuentes filosóficas que literarias, y los críticos literarios más leídos han tenido que negociar o reformular su quehacer disciplinario dentro de este espacio hibrido. La obra de Edward Said, Fredric Jameson, Jean Franco, Julio Ortega y Linda Hutcheson, entre otros, constituye una muestra amplia de los debates y acercamientos correspondientes a esta problemática.
Creo que solo a partir de un reconocimiento de estas tensiones y desencuentros se pueden abordar nuevas propuestas en las ciencias humanas, al igual que su reacción con los estudios latinoamericanos. Antonio Cornejo-Polar, por ejemplo, destaca la presencia de una “turbadora conflictividad” que nos urge “hacer incluso de la contradicción el objeto de nuestra disciplina, puede ser la tarea más urgente del pensamiento crítico latinoamericano”.
Y entre las importantes agendas que propone Walter Mignolo resalta una intrigante y quizá paradójica pregunta: puede ser la crítica un instrumento de colonización y descolonización al mismo tiempo? Hay una búsqueda incierta pero profunda en estas preocupaciones.
Responden a un momento de gran ambigüedad en cuanto a la función del intelectual que a su vez ofrece una amplitud virtual de posibilidades críticas. En su reciente libro Escenas de la vida posmoderna Beatriz Sarlo concluye con otra gran interrogación: “ La crítica cultural seria, por fin, un discurso de intelectuales? Difícilmente haya demasiada competencia para apropiarse del lugar desde donde ese discurso pueda articularse. A diferencia del pasado, donde muchos querían hablar al Pueblo, a la Nación, a la Sociedad, pocos se desviven hoy por ganar esos interlocutores lejanos, ficcionales o desinteresados”.
La expansión radical de la cultura massmediática, la caída del socialismo internacional, el resurgimiento del nacionalismo étnico-religioso, la reducción global de las poblaciones agrícolas, las crecientes olas migratorias y su impacto en las grandes ciudades, la imperante lógica del mercado y su correspondiente cultura electrónica, la creciente hegemonía del narcotráfico, todo ello constituye la faz social de una posmodernidad cada vez más radical y carente de discursos explicativos, pero también más real y palpable para todos los pueblos, inclusive los del llamado primer mundo.
Decir que desde finales de los ochenta Ia historia se ha vuelto más caótica, inconmensurable, o solamente asequible por la estética del simulacro televisivo quizá no sea más que una simplificación académica. La desterritorialización de sujetos propulsada por la guerrilla capitalista ha sido mucho más radical que la imaginada por el posmodernismo de la vanguardia critica.
No se trata de negar el refinamiento de estas lecturas, ni el alcance de sus planteamientos teóricos, sino de ajustarlos y rearticularlos ante Ia radicalidad del capitalismo actual. Durante los primeros meses del año 96, la campaña electoral de Patrick Buchanan, candidato a la presidencia norteamericana por la facción ultraderecha del partido republicano, adquirió un auge inesperado por su oposición a los diseños de la economía global contra la clase trabajadora.
Las milicias armadas contra los diseños globales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se encuentran hoy en Estados Unidos. Estamos, dice Sarlo, ante una ocasión no tan propicia para preguntar sobre el “que hacer” sino sobre el “como armar una perspectiva para ver”.
Digamos que el posmodernismo de inmanencia literaria y epistemológica que he intentado resumir aquí se ha complicado considerablemente con la expansión de la vida posmoderna, la cual se ha hecho concretamente palpable, a su vez, con el advenimiento del neoliberalismo y otras manifestaciones globalizantes. Esta sería la posmodernidad del hipercapitalismo estudiada o más bien debatida en formas distintas desde hace más de una década y en formas distintas por autores ya citados (Jean Franco, Roberto Schwartz, Nelly
Richard, Garcia Canclini, entre otros).
Son acercamientos que permiten abordar el espacio cultural latinoamericano de los noventa, llevándolo a un encuentro crítico con la fase celebratoria de las deconstrucciones de la modernidad que se manifestaron en los setenta.
Sin ese paso la deconstrucci6n se encierra en otro gesto modernista y estetizante a fin de cuentas, tan distante de la posmodernidad en vivo como todas las teorías estéticas anteriores que definen su objeto de estudio a partir de las estructuras humanísticas tradicionales. La celebración de la diferencia pierde rigor si se muestra indiferente ante las totalizaciones posmodernas, la nueva territorialización de las desigualdades, el desdén por los valores colectivos, la desconfianza en la idea de una humanidad compartida, la presión por el acceso al nuevo universalismo del consumo, y el concepto de globalización en sí.
Esta es, de hecho, la gran preocupación actual del propio Derrida en su libro Spectres of Marx, es decir, distinguir el orden social que esperaba la deconstrucción después de casi treinta años –o que quizá todavía espera- del orden posmoderno que ocupa el espacio público vivido.
Lo mismo podría decirse de la importante crítica del binarismo, el esencialismo y las identidades -proyectos valiosos que ahora comienzan a buscar especificidad y cruces más allá del hermetismo escritural. La tecnocultura global ha transgredido las identidades, las fronteras nacionales y otras estructuras del pensar moderno de un modo mucho más radical.
Piénsese en la aplicación de los ya conocidos, y hasta populares, conceptos del simulacro y la inconmensurabilidad. Según Jean Baudrillard, la historia ya solo se puede manifestar como simulacro. No hay otra sensibilidad posible en la época del zapping (o surfing a través de los canales de televisión) para percibir eventos como Ia guerra del Golfo pérsico, por ejemplo. Es, simplemente, otra imagen del espacio lúdico de las comunidades virtuales del video.
Para J. Francois Lyotard, por otra parte, los reclamos de los pueblos ante Ia historia es una meta que se ha vuelto mayormente inconmensurable, por muy digna y justa que sea. La preservación de la memoria comunitaria, particularmente los relatos de los que no tienen suficiente poder para convertir sus mitos en realidades, deben reivindicarse en el espacio de la creación, no en el de la racionalidad, y asumir la inconmensurabilidad de sus quejas en la subliminalidad del arte.
Estos son, sin duda, conceptos penetrantes y reveladores de la sociedad contemporánea, al menos en el orden descriptivo. Pero también son respuestas algo miméticas, es decir, poco inclinadas a problematizar las condiciones existentes, imaginar alternativas. o distinguir entre las formas de producción y recepción culturales que se producen en Europa, Estados Unidos y otras sociedades. Las posibilidades de esas distinciones, aclaraciones y diferencias ante la globalización cultural exigen al menos una pausa o un reajuste de presupuestos críticos actuales que, a mi entender, ya se pueden atisbar.
Hay indicios de esta pausa en la obra más reciente de muchas figuras estelares de la crítica. El texto de Derrida ya mencionado quizá sea el ejemplo más inmediato. Con gran sentido de alarma, Derrida describe los contornos de su mundo actual: el creciente poder de los massmedia sobre la producción y diseminaci6n intelectual, al igual que el desmembramiento de Europa oriental y los amenazantes conflictos étnicos y religiosos que circunscriben a toda Europa.
Resulta sorprendente que el maestro de la deconstrucción, en un gesto de conjura contra la hegemonía techno, intente reajustar sus proyectos acudiendo a los espectros de Shakespeare y Marx. Es un síntoma que merece más atención entre sus lectores. En la obra tardía de Foucault se puede entrever también una duda análoga. Tecnologías del ser, su último libro sobre la filosofia del poder tomando en cuenta la textualidad del cuerpo humano, destaca una búsqueda, tanto nostálgica como normativa, del balance entre el deber y el placer correspondiente a ciertos momentos claves de la modernidad histórica.
Algo más consciente aún se palpa en los últimos textos de Julia Kristeva, particularmente Naciones sin nacionalismo. Partiendo precisamente de la deconstrucción, el feminismo y otros discursos que informan su distinguida obra, Kristeva asume allí una postura menos dispuesta a abandonar, sin sopesar lo que ello implica para su Europa oriental, los metarrelatos modemos y la concepción universal de los derechos humanos.
A esta discusión corresponde también la obra más reciente de Edward Said, Cultura e Imperialismo. El conocido autor de Orientalismo, texto que abrió el camino al desmonte de la tradición humanística en los años setenta, propone ahora reformular la defensa de ciertos aspectos de la tradición occidental moderna, sobre todo el valor del arte literario, al igual que el peso de la institución universitaria definida por su independencia de las presiones políticas y económicas. Insiste que sólo a partir de ahí, y a modo de contrapunto, se podrá escribir una crítica literaria poscolonial capaz de concebir la posibilidad de cuestionar la historia imperial. Es otro síntoma, si acaso más nostálgico, del mismo registro de pausas y ajustes.
En la crítica latinoamericana también se encuentran algunas instancias que integran estas dudas rigurosamente. La estratificación de los márgenes de Nelly Richard, al igual que el texto de Sarlo citado anteriormente (Escenas posmodernas) parten de la especificidad local de una área o nación inmediata, permitiendo luego una reflexión más amplia de los inevitables desencuentros entre las diversas formas de articular la cultura latinoamericana en este momento de globalidad posmoderna. Son acercamientos que se destacan también.
Postular una lectura más critica del posmodernismo y su desencuentro con la globalizaci6n hipercapitalista implica un acercamiento capaz de verter los rigores aprendidos de la deconstrucción sobre sí misma, y en particular, un examen muy cauteloso sobre el modo en que esta teoría se emplea en el campo de investigación de la cultura latinoamericana.
Carlos Rincón observa que las semióticas del posmodemismo “fetichizaron la diferencia, el Otro, la alteridad. Pero en esa asimilación, en el camino hacia la construcción de marcos epistemológicos y discursivos para formular problemáticas teóricas, el postmodernismo excluyó las especificidades culturales, lo propio de las políticas de la representación de las ficciones latinoamericanas, y con ello las teorizaciones -incluida la del ahora realizadas en ellas”.
La urgencia de estas precisiones se constata particularmente ante un término como el poscolonialismo, el cual surge de un mercado de discursos críticos cada vez más variados, ambiguos y contradictorios. Para Walter Mignolo, por otra parte, este nuevo enfoque se presta más bien para una reconfiguraci6ón de los estudios coloniales sin que ello excluya una posible reflexión critica de la época actual desde una “semiosis colonial” quizá posible ahora que la posmodernidad pone en duda sus propios principios y metarrelatos modernos. En su libro The Darker Side of the Renaissance, al igual que en sus ensayos más recientes, particularmente en dos números especiales de la importante revista norteamericana “Poetics Today” dedicados a una relectura poscolonial de los estudios latinoamericanos actuales, Mignolo postula una mirada poscolonial basada en el acercamiento de la semiótica posicional elocutiva (locus de enunciación como elemento relativizador en la producción del pensamiento) a los presupuestos latinoamericanos de la transculturación, ambos en torno a un intento mayormente dedicado a retomar el campo de estudio colonial, y en particular las zonas andinas, que la tradición modernista y posmodernista tiende a olvidar o negar.
Me interesa, sin embargo, precisar un poco más el giro en torno a los estudios poscoloniales como propuesta generalizable a todas las épocas y espacios actuales. Decir poscolonial en vez de tercer mundo, modernidad periférica o aún subdesarrollo, implica muchas cosas, pero creo que la más importante ha de ser su participación conflictiva y complementaria a la vez en la constelación de discursos posmodernos.
Rincón afirma al respecto que “en diálogo con esas teorías [posmodernas] y conectándose con un discurso que se ha ignorado, el discurso poscolonial Un proyecto asimétrico, con estrategias y presupuestos distintos al postmodernismo, las nuevas teorizaciones culturales latinoamericanas pueden contribuir a replantear y, en últimas, a cambiar los términos del debate modernidad-postmodernidad”.
El alcance restaurativo del discurso poscolonial que Rincón parece vislumbrar no es sometido por el a un análisis concreto, pero importa acentuar aquí que aún la mera especulaci6n sobre tal promesa resulta significativa, ya que la no simultaneidad de lo simultáneo se propone calibrar sobria y detenidamente la extraordinaria importancia de los discursos posmodernos y la deconstrucción literaria en un amplio marco transnacional. La promesa que Rincón cree encontrar en el discurso poscolonial surge del reconocimiento que al igual que el proyecto moderno latinoamericano, los enfoques posmodernos también engendran formas de anular, excluir, y reprimir.
Por mi parte, estimo que el discurso poscolonial, hasta ahora desatendido o rechazado prematuramente por la crítica latinoamericana en su mayoría, merita una discusión más detenida dentro del contexto posmoderno.
Primeramente, el discurso poscolonial parece sugerir y hasta prometer precisiones de carácter histórico estructural, pero su radio referencial se mantiene dentro de la discursividad panhistorica posmoderna, la cual tiende a evitar o hasta desechar la diacronía y la periodización: todo lo anterior es un gran espacio de enunciación moderno sometido al análisis deconstructivo a partir de un presentismo radical que asume su plenitud en el desencanto epistemológico de los países más industrializados.
En el terreno latinoamericano, por ejemplo, esto se ha manifestado en replanteos del estudio de Ia literatura colonial a partir del neobarroco, o de teorías del abismo semántico (error originario de Ia diferencia latinoamericana) que releen la colonia junto al diecinueve sin mayores trabas, en un fluir que igualmente puede nutrir la narrativa contemporánea del boom y del postboom en formas que pueden ser sugerentes pero que devienen de una historia cultural indiferenciada.
Desde esta lectura, la referencia a lo poscolonial puede ser, por lo tanto, una mera extension del paradigma teórico posmoderno; es decir, una forma de abarcar Ia idea del tercermundismo en su fase globalizada, sin especificaciones de tiempo o espacio, ya sea America Latina, o cualquier otra región, pero abarcando también las minorías raciales, étnicas y lingüísticas del primer mundo. El discurso poscolonial queda así en posición de abarcar todos los espacios y periodos históricos en forma polisincretica, acudiendo a formas y contenidos del pasado premoderno y moderno en pos de momentos discursivos prometedores para un futuro posmodemo.
Reconoce la insuficiencia de las etapas modernas del llamado tercer mundo desde un presentismo que prescinde de las diversas cronologías nacionalistas. África, Latinoamérica, el Caribe, Asia, o ciertas poblaciones minoritarias de Estados Unidos, Europa, y hasta Japón pasan, a veces sin mayores precisiones, dentro de un mismo campo referencial.
Podría decirse que se trata de una especie de identidad que el posmodemismo le otorga al tercer mundo, como un residuo globalizado de sus memorias locales, no obstante lo contradictorio que ello pueda parecer para un paradigma que rechaza categóricamente todo tipo de ancla ontológica. Pero se trata de una identidad discursiva concedida casi como plazo, entretanto se deconstruyen las identidades fuertes de la modernidad, periférica, subalterna, neocolonial, dependiente, o tercermundista.
Esta lectura del poscolonialismo implicaría entonces rearticular la nocion del tercer mundo según los parámetros posmodernos, verlo menos como objeto subordinado a poderes coloniales e imperiales que como sujeto que se narra y produce a sí mismo, y que por ello está implicado en su propia condición de sociedades predispuestas a ciertos síntomas internos de carácter mayormente negativos: conflictos de identidad, mimetismo, u otras formas colectivas de sentirse a menos.
Lo único recuperable de esta historia radica en las claves discursivas, particularmente las literarias, las cuales cobran mucho más importancia que las estructurales siempre que se lean a contrapelo, es decir, como significantes desprendibles de la serie narrativa tradicional que los encierra.
La posmodernidad se propone entonces como instrumento clave de descolonización (entendiéndose esto como problema epistetico mas que político) para la condición poscolonial porque permite auscultar y desmontar lo que entiende por epistema de la modernidad fallida: formas de pensar y escribir y actuar correspondientes a la mentalidad neocolonial, o hasta colonial, después de los periodos de independencia oficial y formación nacional.
En el terreno latinoamericano estas formas incluirían los discursos del nacionalismo de las elites políticas, culturales y literarias: criollismos, indigenismos, negritudes, mestizajes, paternalismos nacionales, voluntarismos revolucionarios, y formas literarias como los realismos mágico o maravilloso; en fin, toda la historia cultural moderna.
Esta concepción de la poscolonia, por lo visto, esconde una suerte de utopía escritural que quizá permita entrever con más claridad los presupuestos del posmodernismo literario.
Entiende la descolonización como una liberación del yugo de la lógica neocolonial, sobre todo el nacionalismo elitista, desde su propia discursividad interna. En ese sentido el poscolonialismo es casi la antítesis de la teoría de la dependencia, cuya búsqueda primordial se detenía en la causalidad externa de las relaciones neocoloniales.
La búsqueda poscolonial no integra nociones de imperialismo o periferia en su marco de referencias. Se extrae inmanentemente. Descolonizar aquí implica desmontar la historia moderna latinoamericana en su totalidad discursiva, declararla inepta, sin hilos conductores entre ese pasado fallido y el futurismo posmoderno, exceptuando el lenguaje literario y de ahí todo horizonte discursivo que se entienda a partir de parámetros herméticamente escriturales.
Solo allí, en el archivo de significantes dispersos y nómadas de ese pasado se encuentran las posibilidades para reformular la historia y la escritura, no por su valor literario en sí, sino porque desde allí se pueden atisbar modos retóricos de transgredir o subvertir la lógica binaria, las identidades duras y otros sostenes del epistema de la modernidad fallida.
Es consabido que la literatura latinoamericana provee instancias excepcionales de esa otredad que informa a la deconstrucción, cuyo énfasis radica en la relectura y reescritura de la historia a partir de la radicalidad escritural modelada por la polisemia inherente al orden literario. Por ello la literatura o la escritura de cualquier época contiene muestras dignas de atención para una praxis de lectura radical y emprendedora; en el caso de la colonial latinoamericana, el hallazgo se hace aún más dramático, dado su valor paradigmático de punto originario para las hipótesis discursivas sobre la cultura latinoamericana.
Desentrañar la subversión o transgresión escritural en la literatura colonial digamos Sor Juana o el Inca Garcilaso, por ejemplo -es una tarea que merece atención. Más allá de mostrarnos una forma innovadora de leer figuras imprescindibles, esta propuesta nos invita a reformular la historia literaria, y de ahí toda La historia colonial que la tradición moderna ha fraguado en torno a un binarismo que puede ser colonizador en sí, puesto que no suele entrever otras posibilidades de conceptualizar la historia latinoamericana más allá de posiciones predeterminadas por metadiscursos externos a estas obras.
El planteo nos lleva a retomar la historia a partir de las estrategias discursivas de estos autores particulares, desde los cuales se puede complicar la periodización colonial establecida, mostrando diversas enunciaciones y transgresiones que irrumpen el orden discursivo del poder colonizador, particularmente sus tradiciones literarias e historiográficas más hegemónicas.
Tal relectura permitiría observar que no todos los escritores de la colonia responden a una visión monolítica de la escritura y que de hecho los mejores autores acuden a tropos, imágenes y otros significantes que pueden implicar gestos liberadores y una posible retorica que el lector deconstructor de hoy puede entender como descolonizante en sí.
Estas relecturas, en última instancia, nos llevan a preguntarnos si nuestro pasado no ha sido una mera construcción de malas lecturas o lecturas propensas a ciertas estructuras del pensamiento que forman parte de la condición neocolonial, y por ende, lo producen.
Importa contrastar esta lectura con la que ofrece Ángel Rama en La ciudad letrada, por ejemplo, puesto que hay una oposición casi diametral entre ellas. Rama muestra cuidadosamente la estrecha complicidad de la escritura con el poder colonial, independientemente de los momentos transgresivos de algunos autores.
Su análisis lo lleva a ubicar el eje conductor del poder en el orden letrado también, pero en relación con otros discursos y dispositivos culturales y políticos desde los cuales se hace más difícil exceptuar el orden literario o convertirlo en un centro designificador de todas las demás discursividades.
La deconstrucción poscolonial, por el contrario, presupone que se pudo haber escrito y vivido otra historia si estos modelos de escritura, o al menos sus momentos subversivos hubieran sido observados con anterioridad, dando a entender que estos textos, por si solos e independientemente de los demás dispositivos del poder colonial, esconden la gramatologia de otra posible historia. Vertida hacia el presente, y desentendida de las aporías correspondientes a esta lógica escritural, esta proyección asume aun más fuerza: se entiende a sí misma como la única fuerza descolonizadora restante.
El hilo conductor de las posibilidades de cambio -primero escritural, luego epistemológico y finalmente social recae entonces sobre la relectura especializada de textos claves que marcan toda la historia desde la colonia, y sobre la capacidad de seguir leyendo a contrapelo toda la red discursiva que constituye la sociedad poscolonial desde entonces. Ante la realidad social globalizante que lo desplaza de sus cátedras humanísticas, el crítico literario o cultural queda reinventado en esta nueva territorialización de tiempos y espacios discursivos.
Pero más allá de cierto voluntarismo letrado, esto conlleva una concepción del mundo y la cultura solo aprehensibles mediante una de-significación perenne poco dispuesta a asumir el peso de su ambición epistemológica en el ámbito social.
“En algún momento”, afirma Benjamín Arditi, “las pulsiones rebeldes deben conformar saberes estratégicos que animen a nuevas voluntades de poderío para conquistar espacios acotados, para modificar segmentos de ‘sociedad”’. Aun más importante, sin embargo, sería el descarte totalizador de la modernidad que procede de este cul-de-sac: Latinoamérica se vuelve una comunidad discursiva que oscila principalmente entre la colonia y la posmodernidad, o aun entre la premodernidad y Ia posmodernidad.
La modernidad periférica, o las otras modernidades, leidas como error de lógica escritural, pasan a ser un vacío cultural y social abandonable, no una realidad expuesta a transculturaciones, negociaciones, y cambios que le dan un carácter singular de periodo histórico.
La especificidad moderna de Latinoamérica, particularmente su historia cultural de múltiples formas de escribir y experimentar la vida queda reducida a una larga historia de neocolonialismos modernizantes indiferenciados a través de los siglos. Claro está, esta lectura tampoco se percata de que estos vacíos y desarticulaciones no permanecen exclusivamente dentro del orden de especulaciones epistemológicas. “No hay que llegar al extremo del neoliberalismo” señala Norbert Lechner, “pero su ofensiva ya no solamente contra la intervención estatal, sino contra la idea misma de la soberania popular, es un signo de la epoca”.
Sé que hay otras lecturas de los términos y conceptos que organizan la exploracion central de este ensayo. Mi interés ha sido, sin embargo, intentar un deslinde diferenciador y menos celebratorio entre ellos; no verlos en un firmamento de estrellas inconexas que brillan independientemente del mercado de discursos críticos que a fin de cuentas gobierna y legitimiza cualquier locus de enunciación y campo de estudio. Se trata de una compleja red de voces, ruidos y silencios cuya historia importante y controversial incumbe al pensamiento crítico del último cuarto de siglo. Me interesa por ello explorar un poco más el valor de las ambigüedades del poscolonialismo, precisamente porque hacen resonar el peso de los otros mundos terceros, periféricos o diferentes- en lo que se entiende por posmodernidad, globalización y comunidades discursivas transnacionales. Esta otra lectura comprende varios rasgos fundamentales que solo podré esbozar brevemente en los últimos párrafos de este ensayo. Me refiero a la confluencia de desencuentros e inesperados acechos que se desbordan del poscolonialismo, de su posición fronteriza entre la tradición critica anglosajona y el hispanismo latinoamericanista, entre las diásporas intelectuales y Ia diáspora de las masas migratorias, entre la teoría metropolitana de la diferencia discursiva y la creciente diversidad étnica de las áreas metropolitanas, y finalmente, entre la teoria poscolonial y lo que se entiende por valor político de los discursos criticos.
Escrito casi exclusivamente en inglés hasta hace poco, el discurso poscolonial cobra relieve intemacional inicialmente con el trabajo de Edward Said, Gayatri Spivak y Homi Bhabha. Su marco referencial ha sido mayormente el mundo académico de Estados Unidos e Inglaterra, aunque la obra de Spivak y Bhabha, críticos de origen hindi, también sostiene un diálogo más amplio, particularmente en las investigaciones historiográficas del Grupo de Estudios Subalternos de Ia India.
La influyente obra de Edward Said, palestinonorteamericano, también escrita exclusivamente en inglés, aborda los problemas de la colonización y Ia diáspora en torno al pueblo palestino. Si se toma en cuenta la historia más o menos reciente de la lucha independentista de las naciones o pueblos implícitos en la biografia de estos autores, podría deducirse que el enfoque poscolonial responde principalmente a una periodización contemporánea de la historia colonial e imperial angloparlante.
Claro que la experiencia colonial del siglo veinte sufrida por muchos países del medio este, Asia, África y el Caribe permitiría extender la vigencia temporal y espacial contemporánea del término poscolonial en un sentido estrictamente histórico. Pero el poscolonialismo, según lo argumentado más arriba, no logra sostenerse como propuesta de periodización, aun cuando permite dramatizar, desde este horizonte histórico más bien incierto, el hecho de que gran parte del tercer mundo fue colonia hasta hace muy poco.
Su interés verdadero gira en torno al residuo neocolonial posterior a la formación de estados y naciones, y por ello se hace extensible ya como estudio comparativo de formas discursivas a instancias postcoloniales y posnacionales anteriores, entre ellas la latinoamericana.
Ese rejuego epistitico de la teoría con la historia solicita ciertas consideraciones. Por un lado, al acercarse más a la experiencia reciente del colonialismo se disturba un poco el tabú posmoderno en torno a la periodización histórica.
La colonización persistió durante toda la modernidad y tiene nombres, apellidos, fechas, y discursos específicos que la posmodernidad no puede ignorar sin cierto ruido cognoscitivo o resistencia conceptual. Por el lado más teórico, el poscolonialismo explora nuevas relaciones entre los diferentes discursos de la época colonial, el neocolonialismo de las elites modernizantes, y el modo en que los discursos nacionalistas del siglo 19 y 20 se inscriben en estas coordenadas.
De hecho, quizá se le deba al poscolonialismo el interesante debate que ha surgido recientemente sobre la periodización colonial en Latinoamérica, el cual ha puesto en juego la definición de los dos primeros siglos de dominio español después de la conquista. Insisto, sin embargo, que la imprecisa acepción histórica del poscolonialismo remite directamente a las imprecisiones del terreno teórico.
Una lectura poscolonial del siglo XIX y XX latinoamericano, por ejemplo, iría más allá de las guerras de independencia, para incluir el modernismo, la vanguardia y las revoluciones de casi todo un siglo sin mayores precisiones.
Se desliza entonces muy fácilmente hacia el desfase posmoderno de la modernidad latinoamericana, es decir a la teoría del epistema fallido discutido previamente.
Importa reiterar, no obstante, que el poscolonialismo se distingue de otros discursos posmodernos al invocar tiempos y espacios cuya hibridez complica aún más la historia occidental moderna. Esto se constata en otro aspecto fundamental: la mirada doble, flotante o diaspórica del crítico poscolonial. Es una dimensi6n que alude a la historia personal del crítico, aunque también de un modo que deviene en discursividad. La obra de Edward Said, por ejemplo, incluye la diáspora palestina contemporánea, pero su proyecto a largo plazo ha sido el orientalismo, es decir toda la historia de formas en que occidente ha fabricado una imagen del oriente a través de los siglos.
Said entiende, desde su cátedra neoyorquina en la universidad de Columbia, que su vida y su obra cobran sentido al abordar la diáspora y la diglosia como estrategias para reformular un concepto del tercer mundo a contrapelo del primero, sobre todo desde Estados Unidos. Por su parte, Gayatri Spivak y Homi Bhabha, ambos discípulos de Jacques Derrida, también abordan la otredad poscolonial a partir de su propia condición de intelectuales que proceden del tercer mundo conscientes de haber emigrado al primero.
No es tanto una posición que privilegia el origen subalterno como esencia o espacio referencial, sino un no situarse ni aquí ni allí después de haber habitado ambos espacios como intelectuales, una condición vuelta estrategia que posibilita la interlocución entre múltiples mundos y disciplinas. Así entienden ellos la deconstrucción poscolonial: una forma de hacer critica que no es neutral ni externa al objeto de estudio, la cual traspone la referencialidad (subalterna, tercermundista, minoritaria) sin llegar a olvidarla, volviéndola residuo significador sin metarrelato, transformándola en la tensión de una escritura sin suelo ni reposo conceptual.
En este contexto, Ia relectura de Franz Fanon, C. L. R. James, y otros escritores de la aún reciente historia colonial cobra un interés especial, específicamente por tratarse de autores cuya obra nos lleva a la red de disyunciones que confluyen en el Caribe durante la segunda mitad del siglo veinte: colonialismos, modernizaciones, revoluciones, y otras pulsaciones asincrónicas que vinculan a las Américas, África, Asia y Europa.
Pero el radio de cruces entre las tradiciones lingüísticas y culturales que atrae al poscolonialismo va mucho más lejos y en múltiples direcciones. La literatura latinoamericana, por ejemplo, particularmente la narrativa, forma parte esencial de un nuevo código de multiculturalismo mundial canonizado por las traducciones a la lingua franca de la comunidad global, es decir, a un inglés cada vez más transnacionalizado que responde menos al concepto de lengua nacional que al de segunda lengua mundial; un ejemplo de ello sería el valor de cambio extraordinario que obtiene el realismo mágico en la literatura poscolonial escrita en inglés, particularmente en La obra de Salman Rushdie, o en el cine más contemporáneo de Hollywood.
Las literaturas chicana, nuyorrican y de otros latinos o latinoamericanos en Estados Unidos también cobran relieve en este contexto de múltiples códigos lingüísticos, culturales e históricos; al igual que la creciente yuxtaposicion de lo latino norteamericano con lo latinoamericano en la programación transnacional televisiva desde Estados Unidos y Latino America.
La redefinici6n de lo que se entiende hoy por cultura participa directamente en este rejuego de bordes y fronteras. Se dice que la cultura se ha vuelto omnipresente, aunque no está claro si ello implica una diseminación o una disolución de las formas artísticas que la nutren. En cualquier caso, esa misma indeterminación asume la condición fronteriza de todo intelectual, ya que hacer crítica hoy día implica permutar, transitar, o viajar entre espacios inciertos y a veces efímeros.
Los estudios culturales surgen de este impulso que tiende a formular nuevos métodos y teorías de estudios comparativos desde un enfoque multidisciplinario mucho más expansivo que lo permitido por la organización disciplinaria tradicional de occidente. Claro está, la intelectualidad poscolonial ocupa un lugar principal en esta praxis de tan amplio radio de interpelaciones posibles. Pero habría que preguntarse si todo este programa crítico no responde mayormente a las necesidades culturales y al mercado académico que emanan de Estados Unidos y Europa. El filósofo africano Kwane Anthony Appiah ha observado que: “La poscolonialidad es una condición correspondiente a un grupo pequeño de pensadores y escritores estilizados a modo occidental que mediatizan el intercambio de mercancia cultural del capitalismo global en las zonas perifdricas”.
Comparto esa sospecha, pero me interesa complicar sus implicaciones. Principalmente, no estoy seguro que la condición del crítico poscolonial sea más transparente que la idea del intelectual nativo, emigrado, o exiliado, que permanece anclado en un solo sitio (mental o físico) o que transita de forma más o menos desapercibida entre el primer y el tercer mundo amparado por la objetividad disciplinaria u otras teorías de presunta neutralidad.
Al conducir la teoría posmoderna hacia el ámbito de la diáspora intelectual, el poscolonialismo exacerba la relación entre la especificidad (nacional, étnica, sexual) del intelectual, la condición huérfana y nómada de las teorías globales en si, y la creciente formación de comunidades discursivas dentro de un espacio académico también globalizado por la tecnología y los mercados. Se trata de una red de relaciones que el feminismo ha internalizado desde hace tiempo, puesto que la mujer siempre ha tenido que negociar el espacio de sus instancias discursivas.
Por otra parte, al aludir a la referencialidad implícita en todas las posiciones críticas, la mirada poscolonial también permite problematizar otras, entre ellas la bandera de la autoctonía nativista, puesto que la pertenencia al suelo nacional tampoco garantiza una relación desinteresada y exenta de mercados y valores, ni lo nacional responde a una definición univoca, ni la literatura a una delimitación estrictamente nacional.
Los horizontes de la mirada fronteriza forman parte de una industria de discursos e imágenes de la cual no hay escape sino más bien instancias y posiciones entre lectores, escritores y consumidores. Dentro de esa producci6n su inquietud principal ha sido la de abordar las colonias internas o el neocolonialismo modernizante con nuevas perspectivas desmitificadoras, y canalizar el montaje de nuevos objetos de estudio de la otredad, entre ellos la subalternidad, al par de una visión más multicultural de la literatura global.
Pero habría que observar también si esta óptica es capaz de problematizar el triunfalismo posmoderno, si a partir de ella se posibilita una mirada más crítica de la cultura neoliberal, si su marco de referencias incluye la cultura de sociedades en vivo, si se percata de la dialéctica entre instancias de enunciación e instancias de legitimización, en fin, si concibe la literatura más allá del encierre epistemológico.
Habria que estudiar estos y otros deslindes más cercanos al espacio vivencial latinoamericano. Como se producen y reproducen las diversas comunidades discursivas hoy en Latinoamérica, o en cada nación, o en cada región? ,Que tipos de diásporas y fronteras se producen entre los márgenes de esas localidades? , Cómo trazan su cartografía de lo latinoamericano? ¿Como entienden su relación con la comunidad transnacional angloparlante de latinoamericanistas?
Creo que estas dudas y preguntas permanecen sobre el tapete.
En un ensayo profundamente aclarador, R Radhakrishnan propone la necesidad de aclarar la relación política del discurso poscolonial problematizando su distancia de Ia cultura en vivo. Observa que la hibridez metropolitana del crítico que surge de las diásporas no suele acentuar el sentido dc frustración y la crisis de legitimización que corresponde a otras clases sociales o discursos no habituados por intelectuales profesionales, cuya experiencia en la diáspora quizá incluya el anhelo de una vuelta, o el sostén de una identificación con lo perdido.
Al crítico diaspórico también le correspondería repensar lo que implica esa otra diáspora menos satisfecha de su condición, no ya en términos físicos, sino discursivos. Ello podría partir de una relación más cercana y abierta a perspectivas que emanan desde Ia otra orilla, de una interpelación que conlleve la politización mutua de comunidades de acá y allá, en fin, de un espacio donde la legitimización solo se de en la reciprocidad de voces y experiencias disimiles. Esto sería al fin más necesario si por razones de mercado académico y cambios disciplinarios, a la crítica se le exige un acercamiento mayor al terreno de la cultura. Un ejemplo importante se encuentra en el estudio de la cultura actual argentina que ha hecho Beatriz Sarlo, la cual abre avenidas desconocidas por toda una industria de lecturas sobre la posmodernidad literaria argentina y latinoamericana.
Habría, pues, que aprender a ver, hablar, leer y quizá hasta escribir un poco más desde las otras fronteras, someterse a otras instancias de recepción, aplazar la extrapolación teorizante, en fin, tomar en serio las diferencias.

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