Los mil y un marxismos. Miguel Mazzeo. La Tizza.2018

Desde la muerte de Carlos Marx, hemos asistido al despliegue interminable de una extensa serie de marxismos. Nos referimos a un universo que va más allá de las taxonomías convencionales y que excede con creces a las diversas «escuelas del pensamiento marxista» (la Escuela de Budapest, la Escuela de Frankfurt, la Escuela anglosajona/analítica, por ejemplo).

Se habló y se habla de un marxismo engelsiano, leninista, trotskista, estalinista, maoísta, guevarista; de uno hegeliano, antihegeliano, spinozista, leibniziano, althusseriano, postalthusseriano; de uno soviético, chino, eurocéntrico, occidental, latinoamericano. También de un marxismo escolástico, cientificista, mecanicista, legal, funcionalista, estructuralista, humanista, historicista, analítico o de «elección racional».

A lo largo de la historia se identificaron marxismos economicistas o voluntaristas, racionalistas o teológicos, teoricistas o practicistas, productivistas o culturalistas, deterministas o subjetivistas, deshistorizados o historizados, colonizados o descolonizados, colonizadores y descolonizadores, dogmáticos o heréticos, oficiales o disidentes, reformistas o revolucionarios, liberales y antiliberales, parlamentaristas o consejistas, burocráticos o autónomos, politicistas o societarios, ortodoxos o revisionistas, doctrinarios y antidoctrinarios, chauvinistas o cosmopolitas, ortodoxos o heterodoxos, autoritarios y libertarios, imitativos o creativos, hiperformalizados e informales, cerrados o abiertos, sectarios o pluralistas, rígidos o flexibles, solemnes o descontracturados, gélidos o cálidos, superficiales o profundos, vulgares o elaborados y refinados, retóricos o medulares, «sagrados» o «profanos», oficiales o alternativos, opacos o relumbrosos.

Algunos marxismos se emparentaron con las ciencias naturales o físicas, otros prefirieron la cercanía de la poesía. Marx fue ubicado, ora en el laboratorio de un médico (o peor: de un entomólogo), ora en una taberna proletaria (o en un boliche de suburbio o de campo). Algunos marxismos pusieron el énfasis en los conceptos y otros en la realidad. Algunos marxismos se ocuparon de problemas epistemológicos, económicos, culturales y estéticos, otros se centraron en las cuestiones vinculadas a la estrategia revolucionaria. Algunos marxismos se afincaron en las academias, otros prefirieron las calles de las barriadas populares, las fábricas y los montes, montañas y selvas.

A fines del siglo XIX surgió un «neomarxismo», que planteaba que la concentración del capital, el desarrollo de los monopolios y la expansión imperialista reforzaban la estabilidad del sistema en su conjunto. Rudolf Hilferding puede ser considerado un representante de esta corriente.

Las críticas a estas posturas fueron delineando una ortodoxia. En el transcurso del siglo XX hubo otros «neomarxismos», estructurados sobre tópicos disímiles. Y también hubo «otras ortodoxias». Esto significa que, en el marxismo, el lugar de la ortodoxia no fue un lugar estático.

Como se puede apreciar, se trata de marxismos que, además de diversos, también han sido y son antagónicos. Pertenecen a redes conceptuales distintas, a gramáticas incompatibles, a linajes divergentes. Pero entre las condiciones convergentes, las amalgamas han sido habituales.

Existen marxismos producidos en contextos donde las perspectivas para las fuerzas transformadoras fueron radiantes; contextos de alza de las luchas populares, la organización y la conciencia política de los pueblos; y también existen marxismos elaborados en situaciones donde las perspectivas se revelaron como sombrías para estas fuerzas, situaciones de derrota histórica.

El marxismo supo ser definido, en el plano filosófico, como materialismo dialéctico: el DIAMAT, sobre el que volveremos más adelante; y como materialismo histórico: el HISTMAT o HISTOMAT, que usualmente se asocia al plano de las «aplicaciones» del DIAMAT. Este último se convertirá en la base de la monocultura soviética, pero la excederá con creces. No será la filosofía exclusiva del estalinismo. Se esparcirá ampliamente en la cultura de la izquierda marxista.

DIAMAT e HISTOMAT son unos términos que, vale recodar, Marx jamás utilizó. Marx se autodefinió como materialista, la primera vez junto con Engels en La Sagrada Familia y luego en otros trabajos. Para él, el materialismo era inseparable del socialismo y el comunismo. También en El Capital habló de un «método dialéctico» de base materialista. Suele considerarse que la mejor síntesis de la visión «materialista de la historia» de Marx está presente en el Prólogo a la contribución a la crítica de la economía política de 1859.

Quien sí recurrió a estos términos fue Engels. Empleó el término «materialismo histórico» en su folleto Socialismo utópico y socialismo científico, (los artículos que lo componen fueron publicados entre 1876 y 1878). Otros trabajos suyos dieron lugar a la fórmula del «materialismo dialéctico»: El Anti-Dühring. O «La revolución de la ciencia» de Eugenio Dühring. Introducción al estudio del socialismo de 1878; Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana de 1888. También su Dialéctica de la naturaleza, elaborada en la década de 1870 y nunca concluida.

 Estas obras han funcionado como un verdadero reservorio de insumos para las lecturas más groseras del marxismo y para todos los incidentes positivistas, aunque todavía se siga viendo en ellas buenos intentos de articular ciencia y dialéctica.

Sin dejar de reconocer los aportes de Engels en otros campos, y dando cuenta de la existencia de una versión caricaturizada de sus planteos, nos cuesta mucho encontrar en estas obras pasajes enriquecedores de la dialéctica o propuestas teóricas refinadas.

Distinta es la situación cuando tomamos –como muestra de otra perspectiva– la carta de Engels a P. Ernst del 5 de junio de 1890, la carta a Joseph Bloch del 21 de septiembre de 1890 o la carta a Conrad Schmidt del 27 de octubre del mismo año. Por ejemplo, en la primera de las cartas mencionadas, Engels decía:

    «En cuanto a vuestra tentativa de explicar la cosa de una manera materialista, tengo que deciros, ante todo, que el método materialista se transforma en su contrario si, en vez de servir de hilo conductor en los estudios históricos, es aplicado como un modelo preparado sobre el cual se tallan los hechos históricos».

Gueorgui Plejanov, padre del marxismo ruso devenido antibolchevique en tiempos de la Gran Revolución de Octubre de 1917, decía que en las obras de Engels citadas, concretamente en las dos primeras, «están expuestas las concepciones que constituyen la base filosófica del marxismo». Más adelante volveremos sobre Plejanov y el «materialismo dialéctico».

También sirvieron como insumo para el DIAMAT los trabajos en los que Lenin intentó –creemos que de manera infructuosa– una «filosofía en acto», específicamente: Materialismo y empiriocriticismo de 1908. En este libro el líder bolchevique propone una crítica a los marxistas seducidos por corrientes idealistas y subjetivistas como el empiriocriticismo (Alexander Bogdanov, entre otros). El problema de fondo presente en estas obras de Engels y Lenin, y que aquí sólo enunciaremos, consiste en una comprensión de la dialéctica que es de carácter más ontológico que metodológico y relacional. En ellas la praxis, con la razón desontologizadora que le es inherente, se diluye. Como veremos, en menos de una década y al calor de acontecimientos significativos y lecturas edificantes, Lenin modificará radicalmente sus posiciones y su misma vida política se convertirá en una expresión aguda de la dialéctica.

Corresponde aclarar que no toda referencia al método del «materialismo dialéctico» o a la «dialéctica materialista» tiene las connotaciones negativas del DIAMAT. Muchas veces esas referencias remiten a la simple contraposición entre la dialéctica idealista y la dialéctica materialista, entre Georg W. F. Hegel y Marx.

Del mismo modo, no toda referencia al materialismo histórico debería asociarse al HISTOMAT. Por ejemplo, Plejanov consideraba que el materialismo histórico (el marxismo) era la versión moderna del materialismo de Baruch Spinoza, que tenía en Ludwig Feuerbach una estación inmediatamente anterior. Esta visión, por cierto tan atractiva como discutible, introduce dimensiones que no son compatibles con las tipificaciones elementales del HISTOMAT.

El DIAMAT es la antítesis de la dialéctica. Porque la dialéctica enfatiza la dinámica, la interacción recíproca entre personas y entre personas y cosas. Sus conceptos remiten a relaciones, no a sustancias.

La dialéctica incluye siempre en los conceptos un «factor de reflexión subjetiva» (en términos de Adorno). Favorece la autorreflexividad del pensamiento. La dialéctica es polifacética, está implícita en la crítica real, en la «crítica de clase», y repudia los sistemas omnicomprensivos.

Marx nos propone una reinvención de la dialéctica. Un ajuste de la misma a la dinámica propia del capitalismo; a un sistema inarmónico y desordenado en el que «todo lo sólido se desvanece en el aire»; un mundo en proceso cuyo signo distintivo es la contradicción, la oposición, la irresolución, la interiorización, la reproducción, la expansión, el exceso, la trasgresión de algún límite, el cambio y el reinicio del proceso en un punto nuevo que se bifurca en un espacio prácticamente ilimitado. Un mundo repleto de posibilidades, latencias y tendencias.

Con los años, el DIAMAT se erigió en un «sistema filosófico», en la «única filosofía revolucionaria» capaz de explicar absolutamente todo lo que acontece en el universo y sus arrabales, desde los procesos sociales a los geofísicos.

Un hito en la consolidación del DIAMAT fue la edición del libro de Nicolai I. Bujarin La teoría del materialismo histórico. Ensayo popular de sociología marxista, publicado en Moscú en 1921. Bujarin toma los costados menos disruptivos de la dialéctica hegeliana, propone un materialismo mecanicista y presenta a la dialéctica en los términos de la física.

A partir del DIAMAT se confeccionará la interminable lista de los supuestos «enemigos» del marxismo; entre otros, el psicoanálisis, el existencialismo o la cibernética. El DIAMAT, base de la Vulgata marxista, hizo del marxismo un clericalismo lóbrego y oficial e impulsó la escisión entre teoría y práctica. En este último aspecto nodal, el rudo estalinismo coincide con el más sofisticado marxismo occidental.

Hubo y hay otros marxismos que hicieron de la posición antidialéctica una profesión de fe. Fueron abiertamente antidialécticos a diferencia del DIAMAT, que asumía la dialéctica para tergiversarla y limitarla. Nos referimos al marxismo empirista y evolucionista, de base spenceriana, que llegó a proponer un reemplazo de la dialéctica por la evolución biológica o por la mirada fenomenológica.

Para Eduard Bernstein, uno de los representantes más conspicuos de esta posición, la dialéctica era una «jerga» y una «trampa», un «elemento pérfido de la doctrina marxista», una especie de deleznable prejuicio hegeliano. Kautsky también desarrolló una lectura antidialéctica del marxismo.

Juan B. Justo, fundador del Partido Socialista Argentino (PSA) y traductor (en sentido estrictamente literal) de El Capital al castellano, solía decir que Marx y Engels habían sido grandes «a pesar de la dialéctica». Este tipo de marxismo constituyó un extravío, puesto que propuso una claudicación del pensamiento y asumió como punto de partida la renuncia a penetrar la realidad.

Según la clásica definición de Lenin en su Marx, el marxismo es continuación y consumación «de las tres grandes corrientes espirituales del siglo XIX, que tuvieron por cuna a los tres países más avanzados de la humanidad: la filosofía clásica alemana, la economía política inglesa y el socialismo francés unido a las ideas revolucionarias francesas en general». Es por demás valiosa la ubicación del marxismo como producto histórico situado y la identificación de sus aptitudes para sintetizar las tradiciones de pensamiento más avanzadas de su tiempo y para deducir de esa síntesis (cuya proyección promueve) consecuencias emancipatorias.

    Por supuesto, nosotros y nosotras debemos relativizar la caracterización de Alemania, Inglaterra y Francia como países avanzados.

Plejanov, enfatizando una perspectiva metodológica, decía que el marxismo aportaba una solución «algebraica» y no «aritmética»: «no la explicación de las causas de los diferentes fenómenos, sino la del modo como hay que proceder para descubrirlas». Un método justo.

Labriola estimaba conveniente definir al marxismo como «comunismo crítico» y no como socialismo científico. Benedetto Croce prefería delimitarlo como un canon de interpretación histórica «extraordinariamente sugestivo». Charles Wrigth Mills consideraba que era imposible alcanzar la talla de un «científico social» sin adentrarse en el marxismo y, convencido de que el marxismo tenía la última palabra, también habló de un marxismo «creativo». Ernst Bloch identificó una corriente cálida del Marxismo.

    Mariátegui propuso una traducción fecunda del marxismo a la realidad de nuestra América: un «marxismo mestizo». El Amauta hizo del marxismo latinoamericano una «denominación de origen», un producto singular que reivindica una particular herencia cultural. Años más tarde, la Revolución cubana, Fidel Castro y el Che, se encargaron de ratificar las garantías de ese producto. En las últimas décadas la Revolución Bolivariana, con sus claroscuros, se ha erigido en baluarte de esta tradición, y el chavismo plebeyo y comunero ha realizado aportes sustanciales.

Ha generado un proceso de fermentación donde el marxismo y la trilogía compuesta por Simón Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora se intercalan en la función de enzimas.

En una línea emparentada con Mariátegui, pero a la vez diferenciada de él, otros y otras prefirieron hablar de un «marxismo indianizado» (Fausto Reinaga, por ejemplo).

Cabe agregar que hubo muchos aportes –dispares, por cierto– a esta denominación de origen que es el marxismo de nuestra América. Inclusive se le pueden rastrear precursores al Amauta: Luis Emilio Recabarren, por ejemplo, o desarrollos paralelos, como en el caso de Julio Antonio Mella. Luego llegaron, entre otros y otras: Vania Bambirra, John William Cooke, Agustín Cueva, Enrique Dussel, Orlando Fals Borda, Bolívar Echeverría, Florestán Fernándes, Alberto Flores Galindo, Silvio Frondizi, Michel Löwy, Ruy Mauro Marini, Fernando Martínez Heredia, Caio Prado Junior, Aníbal Quijano, Adolfo Sánchez Vázquez, Ludovico Silva, Renán Vega Cantor, Luis Vitale, Rene Zavaleta Mercado. Mencionamos arbitrariamente a unas pocas figuras que, como efecto central o colateral de su praxis, dejaron algunas huellas literarias.

En un sinfín de rincones de nuestra América, a lo largo del último siglo, una mirada atenta y desprejuiciada está en condiciones de identificar diversas expresiones de un «marxismo cafre».

Maximilien Rubel decía que el materialismo marxista era una «concepción sensualista y pragmática del mundo», una «sociología pragmática». Pier Paolo Pasolini habló de un «marxismo visceral», que era un componente básico de su empirismo herético y mágico. Jean Paul Sartre definió al marxismo como «una filosofía hecha mundo» y como el «horizonte insuperable de nuestro tiempo» e, indefectiblemente, se le impuso la expresión: «marxismo viviente».

Joseph Schumpeter consideraba a Marx como una rara especie de genio y profeta. La anomalía respondía al hecho de que a estos «dones», Marx agregaba erudición y originalidad. Schumpeter era un auténtico Think Tank del capital. Situado en las antípodas del marxismo, tendía a celebrar en Marx todo lo que había de David Ricardo. Pero nada de eso constituyó una limitación para que reconociese la riqueza conceptual del marxismo; lo que él denominaba: el «carácter caleidoscópico de su contribución», en particular el análisis del capitalismo tendiente a develar su lógica y su carácter sistémico, su lectura de las crisis capitalistas como «incidentes cíclicos», etcétera.

En su «Marx economista», Schumpeter consideraba que Marx «fue el primer economista de gran clase que reconoció y enseñó sistemáticamente cómo la teoría económica puede convertirse en análisis histórico y cómo el planteamiento histórico puede convertirse en historia razonada». Es notorio el contraste entre la visión de Schumpeter y la indigencia teórica de los economistas prosistémicos actuales, sobre todo con los neoclásicos.

Jacques Lacan sostuvo que Marx tuvo el mérito de reconocer el valor del síntoma en la estructura social: todo aquello que oculta el fetichismo de la mercancía.

Partiendo del antropólogo argentino Rodolfo Kusch (que no era marxista) podemos identificar un «marxismo hediondo» para designar a un marxismo inmerso en la realidad que debe interpretar/transformar, un marxismo que supera el temor de impregnarse del olor de esa realidad, el temor de ser nosotros mismos y nosotras mismas. Un marxismo abierto a las diversas formas del conocimiento.

La figura del hedor remite a unos modos no occidentales, no europeos y no burgueses de conocer. Unos modos que toman en cuenta el lado vivencial y afectivo de las cosas. De ahí el sentido que se puede derivar de la situación, referida por Kusch, en la que el Inca Atahualpa huele la Biblia que le presenta el fraile Valverde.

El mismo sentido que, posiblemente, podamos identificar en el horizonte político-gnoseológico asumido por Pier Paolo Pasolini (como vimos más arriba, un «marxista visceral») al colocarle un título como El olor de la india a su crónica de viaje por ese país.

Para conocer a través del olfato, se impone la cercanía, el contacto físico. Para lograr una profunda comprensión de los procesos de descomposición históricos o para reconocer lo que constituye un abono, es inevitable atravesar la experiencia de la repugnancia, de la náusea. Para conocer el mundo no-occidental, el mundo no-pulcro, es necesario hacer caer algunas representaciones y algunas represiones, superar algunas convenciones occidentales y atildadas: la barrera del asco, por ejemplo. Y el asco se disipa con el encuentro de los cuerpos, con el amor y, también, con el proyecto.

    Hablamos de un marxismo contrapuesto al «marxismo pulcro» y que, por lo tanto, se alcanza en la lucha de clases más que en la Universidad; por eso no es, recurriendo a los términos que el propio Kusch utilizaba para caracterizar a la pulcritud, «política pura y teórica» o «economía impecable».

Se trata de un marxismo que, como decía Sartre en su prólogo a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, exige llevar la dialéctica «hasta sus últimas consecuencias». Para Sartre, esta operación también implicaba un strip tease del humanismo occidental, del humanismo burgués o del pseudohumanismo, que no era más que una «ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje».

El marxismo hediondo sería un marxismo que articula un «conocimiento objetivo» con «un saber hacer», lo causal con lo seminal. Un marxismo que considera a la conciencia tanto en sus aspectos teóricos-predicativos (racionales) como en sus aspectos antepredicativos (intuitivos), superando el positivismo y el cientificismo al que conduce la sobrevaloración del primer aspecto y el irracionalismo al que conduce la sobrevaloración del segundo.

Un marxismo que aporta al autoconocimiento de las clases subalternas y oprimidas. Un marxismo que no le tiene asco a lo que hiede. Un marxismo que es capaz de poner en duda la completitud de su universo cultural en función de lograr la plenitud del diálogo. Un marxismo que enseña a no despreciar. Un marxismo que no se deleita con el olor de epopeyas ajenas.

Kusch rechazaba básicamente el componente cartesiano del marxismo, la actitud meramente intelectual frente al mundo, la herencia de los peores postulados de la modernidad y del iluminismo, y todo aquello que el marxismo compartía con el «humanismo burgués»: una concepción teleológica y determinista, ascendente y unidireccional del desarrollo histórico, principalmente la idea del progreso ininterrumpido o la idea –absurda desde todo punto de vista– de que «lo último» siempre es mejor a «lo anterior»; algunas tendencias a la cosificación del sujeto (presentes en las versiones más dogmáticas del marxismo) y una cultura anticontemplativa y, por ende, seriamente limitada para captar la belleza y la humanidad y altamente destructiva de la naturaleza.

Vale aclarar que esta concepción del progreso teleológica, determinista, ascendente y unidireccional no dejaba de ser, en última instancia, una concepción emparentada con ideales y proyectos a largo plazo. Pero sucede que, en buena parte de nuestra América y a lo largo de su historia «moderna», las clases dominantes asumieron, en los hechos, el inmediatismo más grosero que fue el correlato de las diversas formas de saqueo, desde las más directas hasta las más sutiles.

Tanta adjetivación, indirectamente, promovió la afirmación sustantiva y así también tenemos un marxismo «a secas». Pero tal vez este sea uno de los menos fiables: se adjudica la autoridad interpretativa y una función rectora; reivindica un marxismo estable y constante y en estado puro, sin infiltraciones; niega contextos, mediaciones y subjetividades; no reconoce intercambios y procesos miméticos; rechaza las progresivas estratificaciones de aportaciones; tiende a negar la esfera axiológica.

Le asigna al marxismo el estatuto de un saber acabado. Tampoco da cuenta de aquellos elementos incorporados colectivamente bajo la forma de representaciones e imaginarios con los que (o mejor: en los que) tiene que interactuar de manera indefectible. Peor aún: ve en ellos una amenaza y una fuente de decadencia teórica. Se considera autoengendrado y, por ende, no escapa al vicio de la autoreferencialidad.

Algunos y algunas marxistas «a secas» se pueden parangonar con los inquisidores de Galileo Galilei: se aferran a las verdades preconcebidas e impugnan la experiencia concreta, la realidad.

También se asemejan a Juan Ginés de Sepúlveda, quien negaba la humanidad de los pueblos originarios de nuestra América porque no eran mencionados en la Biblia y porque eran diferentes a todo lo conocido hasta entonces desde Europa. Por cierto, abundan los modos de leer El Capital (y la obra de Marx en general) asimilables al método de Sepúlveda.

El marxismo «a secas» no deja de exhibir altas dosis de jactancia mientras blande un fósil, un abalorio teórico. Siguiendo a Adorno, debemos tener presente que la teoría concebida como definitiva y universal se objetiva frente al hombre y a la mujer que piensa. Desde este emplazamiento, la teoría indirectamente promueve una actitud acrítica frente a la pseudorealidad de las objetivaciones del capitalismo.

El marxismo «a secas» se perfila como la «mano invisible» del marxismo. Sus cultores le asignan a su militancia el carácter de una fuerza correctiva (autocorrectiva).

    En dos extremos contrapuestos, el marxismo-leninismo en su formato tradicional y el marxismo analítico pueden ser considerados como dos versiones del marxismo «a secas».

El primero se asume como dialéctico y no reniega en absoluto de la lucha de clases ni la considera una abstracción teórica. Todo lo contrario. Asimismo, conserva las inquietudes por la estrategia política. Pero reitera los tradicionales incidentes dogmáticos y vulgares: una dialéctica acotada a los límites del DIAMAT, una visión ultrasimplificada de la lucha de clases (tanto de la «lucha» como de las «clases») que no contribuye a labrar las continuidades de las experiencias plebeyas y que no da cuenta de diversas situaciones de subyugación.

Es decir, la dominación social queda reducida a la dominación «material» de clase y sigue considerando a la fábrica como el ámbito por excelencia de la lucha de clases. Como hace 50 años, el ojo está puesto en los espacios productivos de mercancías y poco y nada en los espacios reproductivos de la vida. Luego, tiende a asumir los conceptos categoriales del marxismo como transhistóricos, e insiste en la neutralidad y la autonomía de las diversas tecnologías, ya sean industriales, políticas, culturales, etcétera.

Por estos motivos, entre otros, el marxismo-leninismo no ha realizado aportes sustanciales en las últimas décadas, ni en materia crítica, ni en materia estratégica. Continúa aferrado al manual y al partido. Su idea de la revolución social extrae la poesía del pasado (por ejemplo, de la Revolución Rusa) y no del futuro. Desde este emplazamiento, experiencias tan relevantes para el desarrollo del marxismo, como pueden ser el neozapatismo o el chavismo plebeyo, entre muchas otras más, han sido tildadas como «posmarxistas».

El segundo presenta a un conjunto de autores que se reconocen a sí mismos como no bullshit marxists («marxistas sin pamplinas»). Sin contradecir los buenos aportes de autores como Cohen, Brenner, Olin Wrigth, lo cierto es que predomina en ellos una visión que tiende a soslayar la dialéctica. Por cierto: la dialéctica aparece conformando el núcleo mismo de «las pamplinas». En aras de un supuesto rigor, asignan una jerarquía conceptual que subestima algunas categorías marxistas. Así, terminan priorizando análisis causales y asumiendo posturas cuasi positivistas o, directamente, reducen el marxismo a una formalización.

John Roemer, por ejemplo, basa su visión de la explotación y las clases sociales en modelos neoclásicos. Otros autores apelan a la teoría de los juegos o a la teoría de la elección racional. La gran mayoría muestra su predilección por el individualismo metodológico. La elipsis de la dialéctica va de la mano de la elipsis de la lucha de clases y la estrategia política.

    Desde hace algunas décadas también existe un «posmarxismo». Como casi todo lo que se designa como «pos», tiende a firmar certificados de defunción a diestra y siniestra y suele cargar con el lastre de la moda y con el consiguiente riesgo de lo efímero y pasajero.

En líneas generales, el posmarxismo puede ser considerado un hijo legítimo del «giro lingüístico». El posmarxismo vino a proponer un nuevo determinismo: el determinismo de los símbolos, junto a un nuevo reduccionismo que consiste en sobredimensionar los elementos puramente discursivos de la lucha de clases que queda acotada a la lucha de significantes.

El corolario: un marxismo sin ardores, demasiado enredado en los juegos del lenguaje, la deconstrucción, la opción por lo fragmentario y el pensamiento débil. Al asignarle primacía ontológica a lo simbólico y a lo discursivo, el posmarxismo ha tendido a desjerarquizar la explotación y la lucha de clases, disociando las formas dispares de opresión que pesan sobre los diversos colectivos humanos de la opresión específica de clase y de la división del trabajo.

En consonancia con estos planteos, el posmarxismo ha reivindicado una autonomía absoluta (no relativa) para lo político, en abierta contraposición a los planteos de Marx vinculados a la alienación, la enajenación política, o la superstición política, que a su vez están relacionados con las categorías de mistificación y de fetichismo.

De este modo, frente a las dificultades del marxismo para producir una nueva política emancipatoria, el posmarxismo propone una política que consiste en rellenar estratégicamente los significantes. No es para nada casual que, en las últimas décadas, el posmarxismo haya sido la referencia teórica de un conjunto de alternativas que abjuraron del anticapitalismo y asumieron dicciones administrativas y «pospolíticas»; alternativas que suelen denominarse, con sentidos que pueden ser o bien críticos o bien laudatorios, como de «izquierda liberal» o como «neopopulistas».

El culto por la ortodoxia cae en el fundamentalismo en un sentido literal, remite a un supuesto retorno a los «principios originarios» y se manifiesta como arrogancia teórica y opresión intelectual, dado que impone la primacía del código con la consiguiente ablación del pensamiento.

Más recientemente se planteó una diferenciación entre los marxismos del siglo XIX, el XX y el XXI. Se identificó un marxismo de preguerra, de entreguerras y de posguerra. Hasta se ha perpetrado el anacronismo que sugiere un «marxismo dieciochesco», modernizador y cientificista.

Löwy reivindicó un «marxismo romántico» llamado a corregir los desaciertos de la ilustración y, retomando a Mariátegui (entre otros pensadores marxistas), le adosó a los fundamentos racionales del marxismo los derechos de la tradición, el sentimiento y, principalmente, de la praxis. De este modo, con un gesto herético y en las adyacencias del desacato, Löwy resignifica positivamente uno de los componentes menos reconocidos del marxismo y de los más difamados por la «cultura marxista».

Para Jameson el marxismo es un mastercode, un código maestro, un metarelato o un metacomentario histórico.

Mészáros revalorizó aspectos opacados del marxismo, que resultan indispensables para la comprensión de nuestro tiempo. Destacó el aporte del marxismo en la comprensión de las mediaciones que el capital instituye en la relación entre la humanidad (el trabajo), la producción y la naturaleza. Mediaciones que producen una humanidad (trabajo), una producción y una naturaleza alienadas.

Asimismo, el pensador húngaro propuso una periodización del marxismo. Un primer marxismo: el que su maestro Luckács despliega en Historia y conciencia de clase. Un segundo marxismo: el marxismo-leninismo en todas sus versiones. Y un tercer marxismo, en el cual él mismo está inscripto y que busca comprender el proceso de totalización de las relaciones sociales por parte del capitalismo actual.

Franz Hinkelammert considera a Marx uno de los principales críticos de la «ley» (y lo ubica en una línea de continuidad con Pablo de Tarso), mientras que ve en el marxismo una de las pocas corrientes de pensamiento capaz de dar cuenta de la irracionalidad de lo racionalizado.

Podríamos agregar más definiciones y prolongar la lista de marxismos –e intentar calificativos ingeniosos– hasta lo indecible. Por ejemplo, podríamos haber partido de los «humores» del médico griego Claudio Galeno e identificar un marxismo colérico, uno melancólico, otro sanguíneo y, finalmente, uno flemático. O, inspirados en la literatura de Julio Cortázar, instituir un marxismo fama y otro cronopio. Es decir, un marxismo que consiste «en dejarse ir» y otro marxismo que sabe ser «contra cada cosa que los demás aceptan».

Algunos de los marxismos listados partieron a Marx en dos o reivindicaron fragmentos de su obra. Por ejemplo Althusser, quien pretendiendo exorcizar al marxismo de todo demonio romántico, propuso la fórmula de un Marx «premarxista» y otro Marx «marxista».

Por un lado, un joven Marx idealista puro, en un primer momento humanista nacionalista-liberal y poco más tarde humanista comunitario; por el otro, un viejo Marx «científico», que se deslastra de los recursos propios del idealismo hegeliano, que rompe con toda antropología y todo humanismo filosófico, que abandona categorías tales como sujeto, ideal, entre otras, y que va delineando un antihumanismo teórico. De este modo se construyeron territorios marxistas aislados, sin vínculos entre sí. O se usaron partes de la obra de Marx a modo de desechos para confeccionar embutidos.

    Nosotros consideramos que existe una coherencia de fondo en la obra y el pensamiento de Marx, más allá de sus incongruencias, sus asimetrías y sus evidentes contradicciones (algunas superficiales, otras no tanto). Las continuidades, las visiones y preocupaciones persistentes son demasiado potentes como para ensayar particiones significativas.

Entre las juveniles cavilaciones sobre la alienación humana y los sesudos desarrollos sobre el fetichismo de la mercancía y la teoría del valor no media precisamente un abismo. Sólo se trata de afinar un poco la mirada para percibir aquello que hilvana esos tópicos.

Estamos de acuerdo con quienes plantean que en los textos producidos por Marx en la década de 1840 está presente el trazo grueso de su obra posterior: la trama de la que sería su crítica de la economía política, su concepción sobre la praxis, etcétera. En lo fundamental, no hay diferencias entre el joven y el viejo Marx. Desde el plan de 1843 (inconcluso) de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, a sus últimos trabajos.

En otros aspectos sí corresponde hacer la distinción entre el joven y el viejo Marx. Por ejemplo, en relación al tema colonial y al tema nacional, como veremos más adelante. Estos cambios en su visión responden a las circunstancias que suelen explicar cualquier trayecto intelectual, que van desde la incorporación de saberes y experiencias a los cambios en el contexto histórico.

Entonces, hubo un marxismo que asumió la unidad constitutiva de la obra de Marx y a partir de esa certeza se desarrolló. Una unidad de fondo, en absoluto afectada por las superficies divergentes o por las notorias ambigüedades. Una unidad que remite a una continuidad que está condicionada por la asunción de un punto de partida: la opción por la emancipación humana; la opción por el socialismo junto con la idea, tomada de Flora Tristán, que establece que la emancipación de los trabajadores y las trabajadoras es autoemancipación (la fórmula: «la emancipación de los obreros por los obreros mismos»).

Asimismo, hubo marxismos que propusieron desarrollos teóricos a partir de los «baches» presentes en la obra de Marx o que rectificaron los errores de la letra original. También hubo marxismos que tomaron esos errores como fundamentos.

Por ejemplo, los marxismos de manual, con sus versiones soviéticas y antisoviéticas: Georges Politzer o George Novack. Sin olvidar una versión precursora del «manualismo» dogmático, evolucionista, reduccionista y mecanicista condensada en el Ensayo popular de Bujarin. Lenin sostuvo que este era un libro marxista, pero «con muchas reservas». Gramsci puso en evidencia todas sus falencias y la incompatibilidad del subgénero de los manuales con el marxismo.

Porque si los manuales asumen una filosofía convencional simplificada como punto de partida para una pedagogía revolucionaria, el marxismo debe comenzar su tarea crítica y transformadora desde el núcleo mismo de las experiencias y vivencias populares, debe partir de la «filosofía espontánea» del pueblo. Porque si los manuales obturan los debates, el marxismo debe abrirlos permanentemente a riesgo de perder su principal fuente de enriquecimiento y desarrollo.

Quienes estaban convencidos y convencidas de la autonomía epistemológica del marxismo cultivaron el purismo para preservarlo incontaminado de otras filosofías pero, en general, este emplazamiento aséptico oculta filosofías segundas de la peor catadura: racionalistas, positivistas, liberales. También consideraron que el lenguaje marxista ya estaba completo y cerrado.

En el marco de este hábito de seccionar al marxismo, muchas veces se escindieron sus categorías en categorías de/para la lucha y categorías de/para el análisis.

    Como si las categorías analíticas no remitieran a la praxis de los hombres y las mujeres, como si las categorías no estuviesen mediadas por los sujetos, como si los procesos y las estructuras marcharan por caminos distintos y no constituyeran una unidad. Vale decir que esta escisión es falsa y no está presente en Marx.

Otros y otras propiciaron las mixturas, los ensamblajes. O, simplemente, los aceptaron como consecuencias lógicas de los procesos históricos de la periferia, en particular en aquellas sociedades (o formaciones económico-sociales) con tiempos fracturados y discontinuos, como las de nuestra América; en fin, como efecto de las inevitables y maravillosas intromisiones del mundo y de la vida. Claro está, consideraron al lenguaje marxista como praxis y no como objeto. Es decir, como un lenguaje susceptible de ser enriquecido. Más que un marxismo actualizado, han preferido un marxismo reconstruido. Que es como decir: permanentemente construido. Una construcción que articula viejas y nuevas categorías; historia, experiencia y transmisión con descubrimiento. En fin, el mejor camino para reeditar la radicalidad originaria.

Vale decir, también, que se puede ser marxólogos y no ser marxistas (o serlo de un modo superficial).

La tarea de los marxólogos ha sido y es inestimable. Ha aportado y aporta al conocimiento estricto y detallado de la obra de Marx y del conjunto de los autores marxistas, a su análisis sistemático. Pero la rigurosidad en el manejo de las fuentes marxistas, los cotejos eruditos, de ningún modo garantizan el ejercicio de un oficio crítico radical y el compromiso con las praxis orientadas a la transformación del mundo.

No todos los marxólogos han seguido y siguen las orientaciones de una figura señera como la de David Riazanov. Luego, existe un modo insoportable de ser marxistas de algunos marxólogos que consiste en ser ganados por la tentación de convertirse en administradores del verbo y custodios de la interpretación. Lo mismo cabe para las marxólogas, claro está.

Va de suyo que para ser marxista no necesariamente hay que ser marxólogo o marxóloga. Porque el marxismo, en contra de lo que promueve cierto dandismo académico, no debería ser una etiqueta ni un signo de distinción intelectual. Por supuesto, un marxista debe asumir con esfuerzo y dedicación, a lo largo de toda su vida, la tarea de alcanzar, peldaño tras peldaño, todo el Marx que se pueda. Por supuesto, se puede hacer mucho con poco y poco con mucho. Muchos y muchas marxistas no conocieron los textos de Marx publicados tardíamente como La ideología alemana o los Grundrisse (producidos en 1857 y 1858), entre otros, y eso no inhibió su capacidad de enriquecer la praxis marxista. A la inversa, otros y otras, que dispusieron de bibliotecas enteras y del ocio procurado por diferentes instituciones, no hicieron aportes significativos.

Por supuesto, nunca conviene encarar la faena de la formación marxista en soledad. Creemos que las cimas del marxismo sólo se alcanzan en el marco de procesos colectivos. Más allá de los necesarios momentos de introspección individual, jamás la soledad y el aislamiento pueden ser las condiciones óptimas para el pensamiento, menos aún para el pensamiento crítico y emancipador.

El mismo Marx, frente a las tempranas interpretaciones empalagosas de su obra y su pensamiento, frente a los recortes que sugerían caricaturas, llegó a afirmar que no era marxista. Esto se lo dijo alguna vez a su yerno Paul Lafargue. Es decir: sostuvo que él no se reconocía en muchas formulaciones y planteos que invocaban su pensamiento en vano, porque lo tergiversaban o lo acotaban, porque querían hacer cuadrada o rectangular una obra que es poliédrica. Como dice Aldo Casas en su libro Karl Marx, nuestro compañero: «Marx fue el primer crítico del marxismo».

Sin dudas, Gramsci fue uno de los discípulos del maestro de Treveris más certeros cuando, inspirado en Labriola, definió al marxismo como la filosofía de la praxis (y no precisamente una «filosofía de la materia» o una «filosofía del logos»). Una filosofía que exige una teoría crítica: de la economía política, de la ideología, la cultura, etcétera.

Una praxis que articula ciencia y ética, racionalidad y fraternidad, crítica y acción social concreta. Gramsci era perfectamente consciente de los alcances de esa definición, que no debería considerarse una expresión derivada de una estrategia de disimulo con el fin de eludir la vigilancia carcelaria. Podría haber utilizado otras alternativas de encubrimiento.

La definición gramsciana pone en evidencia una dimensión fundamental de esa peculiar filosofía: el marxismo no sólo se limita a dar cuenta de la praxis o a reflexionar sobre su objeto, también la desea fervientemente y busca impulsarla. A su modo, el jesuita francés Jean Yves Calvez retomó la definición gramsciana cuando sostuvo que el marxismo era una «teoría del actuar».

La contribución a la praxis es inherente al marxismo, está inscripta en su ADN, lo mismo que su constitución en un componente más –uno categórico– de la praxis. Como se verá más adelante, nosotros y nosotras preferimos definir esa filosofía de la praxis, con su inalterable afán por lo concreto, directamente, como una antifilosofía.

(Tomado de Marx Populi. Collage para repensar el marxismo. Editorial El Colectivo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 2018. pp. 51–66.)

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