1. LOS ORÍGENES
Ante nosotros se extienden en confusa amalgama los pedazos de restos materiales: útiles, tumbas, fragmentos de cerámica, los restos de casas y santuarios, artefactos de origen dudoso sobre las paredes de las cuevas, restos humanos; todos ellos con su historia. Los unimos ayudados por mitos y conjeturas; los comparamos con lo que sabemos de los pueblos «primitivos» que sobreviven en la actualidad; utilizamos la ciencia, la filosofía o la religión para elaborar un modelo de ese lejano pasado previo al inicio de la civilización.
El enfoque que usamos en la interpretación nuestro esquema conceptual determina el resultado final. Este esquema no se halla libre de juicios de valor. Hacemos al pasado las preguntas que queremos ver respondidas en el presente. Durante largos períodos de la época histórica el marco conceptual que conformaba nuestras preguntas era aceptado como un hecho reconocido, indiscutible e incuestionable.
Mientras la concepción teleológica cristiana dominó el pensamiento histórico se consideró a la historia precristiana meramente un estadio previo a la
verdadera historia, que comenzó con el nacimiento de Cristo y acabaría
con el segundo advenimiento.
Cuando la teoría darviniana dominó el pensamiento histórico, se vio la prehistoria como un estadio de «barbarie» dentro de un proceso evolutivo de la humanidad que iba de lo más simple a lo más complejo. Lo que triunfaba y sobrevivía era considerado, por el mero hecho de su supervivencia, superior a lo que se esfumaba y que, por consiguiente, había «fallado».
Mientras los presupuestos androcéntricos dominaron nuestras interpretaciones, encontrábamos en el pasado la ordenación según sexos/géneros prevaleciente en el presente. Dábamos por sentada la existencia de un dominio masculino y cualquier evidencia en contra aparecía como una mera excepción a la norma o una alternativa fallida.
Los tradicionalistas, tanto los que trabajan dentro de un ámbito religioso
como «científico», han considerado la subordinación de las mujeres un
hecho universal, de origen divino, o natural y, por tanto, inmutable. Así
que no hay que cuestionárselo. Lo que ha sobrevivido lo ha logrado porque era lo mejor; lo que sigue debería continuar siendo igual.
Aquellos que critican las asunciones androcéntricas y los que reconocen la necesidad de un cambio social en el presente han puesto en duda el concepto de universalidad de la subordinación femenina. Estiman que si el sistema de dominación patriarcal tuvo un origen en la historia, podría abolirse si se alteran las condiciones históricas. Por consiguiente, la cuestión sobre la universalidad de la subordinación femenina ha sido, durante más de 150 años, el núcleo del debate entre tradicionalistas y pensadoras feministas.
Para quienes critican las explicaciones patriarcales, la siguiente pregunta
por orden de importancia es: si la subordinación femenina no era universal
entonces, ¿existió alguna vez un modelo alternativo de sociedad? Esta
pregunta se ha convertido con frecuencia en la búsqueda de una sociedad
matriarcal en el pasado. Ya que muchas de las evidencias de esta búsqueda
proceden de los mitos, la religión y los símbolos, casi no se ha prestado
atención a los testimonios históricos.
La cuestión más importante y significativa para el historiador es esta:
cómo, cuándo y por qué se produjo la subordinación de las mujeres.
Por consiguiente, antes de que podamos emprender una discusión
acerca de la evolución histórica del patriarcado, hemos de revisar las
principales posturas en el debate en torno a estas tres cuestiones.
La respuesta tradicional a la primera cuestión es, por supuesto, que la
dominación masculina es un fenómeno universal y natural. Se podría
presentar la argumentación en términos religiosos: la mujer está
subordinada al hombre porque así la creó Dios. (1) Los tradicionalistas
aceptan el fenómeno de la «asimetría sexual», la atribución de tareas y
papeles diferentes a hombres y mujeres, observada en cualquier sociedad
humana conocida, como prueba de su postura y señal de que es «natural».
(2)
Puesto que a la mujer se le asignó por designio divino una función biológica diferente a la del hombre, dicen, también se le deben adjudicar cometidos sociales distintos. Si Dios o la naturaleza crearon las diferencias de sexo, que a su vez determinaron la división sexual del trabajo, no hay que culpar a nadie por la desigualdad sexual y el dominio masculino.
La explicación tradicional se centra en la capacidad reproductiva de las
mujeres y ve en la maternidad el principal objetivo en la vida de la
mujer, de ahí se deduce que se cataloguen de desviaciones a aquellas
mujeres que no son madres. La función maternal de las mujeres se
entiende como una necesidad para la especie, ya que las sociedades no
hubieran sobrevivido hasta la actualidad a menos que la mayoría de las
mujeres no hubieran dedicado la mayor parte de su vida adulta a tener y
cuidar hijos.
Por lo tanto, se considera que la división sexual del trabajo fundamentada en las diferencias biológicas es funcional y justa. Una explicación corolaria de la asimetría sexual es la que sitúa las causas de la subordinación femenina en factores biológicos que atañen a los hombres. La mayor fuerza física de éstos, su capacidad para correr más rápido y cargar mayor peso, junto con su mayor agresividad, les capacitan para ser cazadores.
Por tanto, se convierten en los que suministran los alimentos a la tribu, y se les valora y honra más que a las mujeres. Las habilidades derivadas de las actividades cinegéticas les dotan a su vez para ser guerreros. El hombre cazador, superior en fuerza, con aptitudes, junto con la experiencia nacida del uso de útiles y armas, protege y defiende «naturalmente» a la mujer, más vulnerable y cuya dotación biológica la destina a la maternidad y a la crianza de los hijos. (3)
Por último, esta interpretación determinista biológica se aplica desde la Edad de Piedra hasta el presente gracias a la aseveración de que la división
sexual del trabajo basada en la «superioridad» natural del hombre es un
hecho y, por consiguiente, tan válido hoy como lo fuera en los primitivos
comienzos de la sociedad humana.
Esta teoría, en sus diferentes formas, es con mucho la versión más popular en la actualidad del argumento tradicional y ha tenido un fuerte efecto explicativo y de refuerzo sobre las ideas contemporáneas de la supremacía masculina. Probablemente se deba a sus adornos «científicos», basados en una selección de los datos etnográficos y en el hecho de que parece explicar el dominio masculino de tal manera que exime a todos los hombres contemporáneos de cualquier responsabilidad por ello.
Con qué profundidad esta explicación ha afectado incluso a las teóricas feministas queda patente en su aceptación parcial por parte de Simone de Beauvoir, quien da por seguro que la «trascendencia» del hombre deriva de la caza y la guerra y del uso de las herramientas necesarias para estas actividades. (4)
Lejos de las dudosas afirmaciones biológicas sobre la superioridad física
masculina, la interpretación del hombre cazador ha sido rebatida gracias a las evidencias antropológicas de las sociedades cazadoras y recolectoras. En la mayoría de ellas, la caza de animales grandes es una actividad auxiliar, mientras que las principales aportaciones de alimento provienen de las actividades de recolección y caza menor, que llevan a cabo mujeres y niños. (5)
Además, como veremos más adelante, es precisamente en las sociedades cazadoras y recolectoras donde encontramos bastantes ejemplos de complementariedad entre sexos, y en las que las mujeres ostentan un estatus relativamente alto, en oposición directa a lo que se afirma desde la escuela de pensamiento del hombre cazador.
Las antropólogas feministas han puesto recientemente en duda muchas
de las antiguas generalizaciones, que sostenían que la dominación masculina
era virtualmente universal en todas las sociedades conocidas, por ser
asunciones patriarcales de parte de los etnógrafos e investigadores de esas
culturas. Cuando las antropólogas feministas han revisado los datos o han
hecho su propio trabajo de campo se han encontrado con que la
dominación masculina no es ni mucho menos universal.
Han hallado sociedades en las que la asimetría sexual no comporta connotaciones de dominio o subordinación. Es más, las tareas realizadas por ambos sexos resultan indispensables para la supervivencia del grupo, y en muchos aspectos se considera que ambos tienen el mismo estatus. En estas sociedades se cree que los sexos son «complementarios»; tienen papeles
y estatus diferentes, pero son iguales. (6)
Otra manera de refutar las teorías del hombre cazador ha sido la de
mostrar las contribuciones fundamentales, culturalmente innovadoras, de
las mujeres a la creación de la civilización con sus inventos de la cestería y la cerámica y sus conocimientos y el desarrollo de la horticultura. (7) Elise
Boulding, en concreto, ha demostrado que el mito del hombre cazador y su
perpetuación son creaciones socioculturales al servicio del mantenimiento
de la supremacía y hegemonía masculinas. (8)
La defensa tradicional de la supremacía masculina basada en el razonamiento determinista biológico ha cambiado con el tiempo y ha demostrado ser extremadamente adaptable y flexible. Cuando en el siglo XIX empezó a perder fuerza el argumento religioso, la explicación tradicional de la inferioridad de la mujer se hizo «científica». Las teorías darvinianas reforzaron la creencia de que la supervivencia de la especie era más importante que el logro personal. De la misma manera que el Evangelio
Social utilizó la idea darviniana de supervivencia del más apto para justificar
la distribución desigual de riquezas y privilegios en la sociedad norteamericana, los defensores científicos del patriarcado justificaban que
se definiera a las mujeres por su rol maternal y que se las excluyera de las
oportunidades económicas y educativas porque estaban al servicio de la
causa más noble de la supervivencia de la especie.
A causa de su constitución biológica y su función maternal se pensaba que las mujeres no eran aptas para una educación superior y otras actividades profesionales. Se consideraba la menstruación y la menopausia, incluso el embarazo, estados que debilitaban, enfermaban, o eran anormales, que imposibilitaban a las mujeres y las hacían verdaderamente inferiores. (9)
Asimismo, la psicología moderna observó las diferencias de sexo existentes
desde la asunción previa y no verificada de que eran naturales, y construyó
la imagen de una hembra psicológica que se encontraba biológicamente
tan determinada como lo estuvieron sus antepasadas. Al observar desde una perspectiva ahistórica los papeles sexuales, los psicólogos tuvieron que hacer conclusiones partiendo de datos clínicos observados, en los que se reforzaban los papeles por géneros predominantes. (10)
Las teorías de Sigmund Freud alentaron también la explicación
tradicional. Para Freud, el humano corriente era un varón; la mujer era,
según su definición, un ser humano anormal que no tenía pene y cuya
estructura psicológica supuestamente se centraba en la lucha por
compensar dicha deficiencia.
Aunque muchos aspectos de la teoría freudiana serían de gran utilidad en la construcción de la teoría feminista, fue el dictamen de Freud de que para la mujer «la anatomía es el destino» lo que dio nuevo vigor y fuerzas al argumento supremacista masculino. (11)
Las aplicaciones a menudo vulgarizadas de la teoría freudiana en la
educación infantil y en obras de divulgación dieron un renovado prestigio al
viejo argumento de que el principal papel de la mujer es tener y cuidar
hijos. La doctrina popularizada de Freud se convirtió en texto obligado de
educadores, asistentes sociales y de la audiencia de los medios de
comunicación. (12)
Recientemente, la sociobiología de E. O. Wilson ha ofrecido la visión
tradicional del género bajo una argumentación en la que se aplican las ideas
darvinianas de la selección natural a la conducta humana. Wilson y sus
seguidores argumentan que las conductas humanas que son «adaptativas»
para la supervivencia del grupo quedan codificadas en los genes, e incluyen en
estas conductas cualidades tan complejas como el altruismo, la lealtad o la
conducta maternal. No sólo dicen que los grupos que practiquen una
división sexual del trabajo en la que las mujeres hagan de niñeras y
educadoras de los niños tendrán una ventaja evolutiva, sino que defienden
que este comportamiento pasa de alguna manera a formar parte de nuestro código genético, de modo que las propensiones psicológicas y físicas
necesarias para esta organización social se desarrollan selectivamente y se
seleccionan genéticamente.
El papel de madre no es tan sólo un papel asignado por la sociedad, es también el que se ajusta a las necesidades físicas y psicológicas de las mujeres. Aquí, nuevamente, el determinismo biológico se convierte en una obligación, en realidad una defensa política del statu quo en lenguaje científico. (13)
Las críticas feministas han demostrado la argumentación circular, la falta de pruebas y los presupuestos acientíficos de la sociobiología de Wilson. (14) Desde un punto de vista no científico, la falacia más obvia de los sociobiólogos es su ahistoricidad por lo que respecta al hecho de que
los hombres y las mujeres de hoy no viven en un estado natural. La historia
de la civilización describe el proceso por el cual los humanos se han
distanciado de la naturaleza mediante la invención y el perfeccionamiento de la cultura.
Los tradicionalistas ignoran los cambios tecnológicos que han hecho posible alimentar a un niño con biberón sin riesgos y hacerle crecer con otras personas que le cuiden que no sean su madre. Ignoran las consecuencias del cambio sufrido en la duración de la vida y en los ciclos vitales. Hasta que las normas comunales de higiene y los conocimientos médicos actuales no frenaron la mortalidad infantil al punto que los progenitores podían contar con que cada hijo que tuvieran llegaría a la madurez, las mujeres estaban obligadas a alumbrar bastantes hijos a fin de que unos cuantos sobrevivieran. Del mismo modo, el aumento de la esperanza de vida y el descenso de la mortalidad infantil modificaron los ciclos vitales de hombres y mujeres.
Estos avances iban ligados a la industrialización y ocurrieron en la
civilización occidental (para los blancos) a finales del siglo XIX,
produciéndose más tarde para los pobres y las minorías a causa de la
distribución desigual de los servicios sanitarios y sociales. Mientras que
hasta 1870 la crianza de los hijos y el matrimonio eran coterminales -es
decir, cabía esperar que uno o ambos progenitores falleciesen antes de
que el menor de sus hijos llegara a la madurez-, en la sociedad
norteamericana actual las parejas pueden contar con vivir juntas doce
años más después de que el menor de sus hijos haya llegado a adulto, y
las mujeres pueden esperar sobrevivir siete años a sus maridos. (15)
Y en cambio los tradicionalistas pretenden que las mujeres continúen
en los mismos papeles y ocupaciones que eran operativos y necesarios
para la especie en el neolítico. Aceptan los cambios culturales gracias a
los cuales los varones se han liberado de las necesidades biológicas.
Suplir el esfuerzo físico por el trabajo de las máquinas es progreso; sólo
las mujeres están, en su opinión, destinadas para siempre al servicio de
la especie a causa de su biología. Decir que de todas las actividades
humanas tan sólo el que las mujeres cuiden de los hijos es inmutable y
eterno es, en verdad, relegar la mitad de la raza humana a un estado
inferior de existencia, a la naturaleza y no a la cultura.
Las cualidades que habrían ayudado a la supervivencia humana
durante el neolítico ahora les son innecesarias a las personas.
Independientemente de si cualidades como la agresividad o el cuidado de
los hijos se transmiten genética o culturalmente, es obvio que la
agresividad masculina, que pudo ser muy funcional durante la Edad de
Piedra, es una amenaza a la supervivencia de la humanidad en la era
nuclear. En un momento en que la superpoblación y el agotamiento de
los recursos naturales suponen un verdadero peligro para la
supervivencia humana, puede que sea más adaptativo refrenar la
capacidad reproductiva de las mujeres que fomentarla.
Además, en desacuerdo con cualquier argumento que se base en el
determinismo biológico, las feministas cuestionan las asunciones
androcéntricas ocultas en las ciencias que se dedican a los seres humanos.
Han denunciado que en biología, antropología, zoología y psicología estas
asunciones han inducido a hacer lecturas de los datos científicos que
distorsionan su significado.
De este modo, por ejemplo, se reviste el comportamiento de los animales de un significado antropomórfico, y se convierte a los chimpancés machos en patriarcas. (16) Muchas feministas sostienen que las interpretaciones culturales han exagerado enormemente el escaso número de diferencias reales que hay entre los sexos, y que el valor dado a las diferencias sexuales es de por sí un producto cultural.
Los atributos sexuales son una realidad biológica, pero el género es un producto del proceso histórico. El hecho de que las mujeres tengan hijos responde al sexo; que las mujeres los críen se debe al género, una construcción cultural. El género ha sido el principal responsable de que se asignara un lugar determinado a las mujeres en la sociedad. (17)
Demos ahora un breve repaso a las teorías que niegan la universalidad
de la subordinación femenina y que defienden un primer estadio de
dominación femenina (matriarcado) o de igualdad entre mujeres y
hombres. Las principales explicaciones son la economicomarxista y la
materialista.
El análisis marxista ha influido enormemente sobre las estudiosas
feministas al indicarles las cuestiones a preguntar. La obra de referencia
básica es El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels, que describe la «histórica derrota del sexo femenino» como un evento que deriva del surgimiento de la propiedad privada. (18)
Engels, que extrajo sus generalizaciones del trabajo de etnógrafos y teóricos del siglo XIX tales como J. J. Bachofen y L. M. Morgan, defendía la existencia de sociedades comunistas sin clases previas a la formación de la propiedad privada. (19) Puede que estas sociedades fueran o no matriarcales, pero eran igualitarias. Engels presuponía una «primitiva» división del trabajo entre los sexos.
El hombre lucha en la guerra, va de caza y de pesca, procura los alimentos y las herramientas necesarias para ello. La mujer atiende la casa y la preparación de los alimentos, confecciona ropas, cocina, teje y cose. Cada uno es el amo en su esfera: el hombre en la selva, la mujer en la casa.
Cada uno es propietario de los instrumentos que hace y emplea … Aquello que se haga o utilice en común es de propiedad comunal: la casa, el jardín, la barca. (20)
La descripción que hace Engels de la primitiva división sexual del trabajo se parece curiosamente a la de las unidades familiares campesinas de Europa trasladadas a la prehistoria. La información etnográfica en la que él basó sus generalizaciones ha sido rebatida.
En la mayoría de las sociedades primitivas del pasado y en todas las sociedades cazadoras y recolectoras que todavía existen hoy, las mujeres aportan por término medio el 60 por 100 o más de la comida. Para ello a menudo tienen que alejarse de sus casas, llevándose consigo bebés y niños pequeños. Además, la asunción de que existe una fórmula y un modelo de la división sexual del trabajo es errónea.
El trabajo concreto realizado por hombres y mujeres difiere muchísimo según la cultura, y depende bastante del entorno ecológico en que viven estas personas. (21) Engels planteó la teoría de que en las sociedades tribales el desarrollo de la domesticación animal llevó al comercio y a la propiedad de los rebaños en manos de los cabezas de familia, presumiblemente varones, pero fue incapaz de explicar cómo se produjo.
Los hombres se apropiaron de los excedentes de la ganadería y los convirtieron en propiedad privada. Una vez adquirida esta propiedad privada, los hombres buscaron la manera de asegurarla para sí y sus herederos; lo
lograron institucionalizando la familia monógama. Al controlar la
sexualidad femenina mediante la exigencia de una castidad premarital y
el establecimiento del doble estándar sexual dentro del matrimonio, los
hombres se aseguraron la legitimidad de su descendencia y garantizaron
así su interés de propiedad. Engels subrayó la vinculación entre la
ruptura de las anteriores relaciones de parentesco basadas en la
propiedad comunal y el nacimiento de la familia nuclear como unidad
económica.
Con el desarrollo del Estado, la familia monógama se transformó en la
familia patriarcal, en la que el trabajo de la esposa «pasó a ser un servicio
privado; la esposa se convirtió en la principal sirvienta, excluida de
participar en la producción social». Engels concluía:
La abolición del derecho materno fue la histórica derrota del sexo femenino. El hombre también tomó el mando en la casa; la mujer quedó degradada y reducida a la servidumbre; se convirtió en la esclava de su lujuria y en un mero instrumento de reproducción.[23)
Engels empleó el término Mutterrecht, traducido aquí por derecho
materno, recogido de Bachofen, para describir las relaciones de
parentesco matrilineales en las que las propiedades de los hombres no
pasaban a sus hijos sino a los hijos de sus hermanas. También aceptaba el
modelo de Bachofen de una progresión «histórica» de la estructura
familiar, desde el matrimonio de grupo al monógamo. Argumentaba que
el matrimonio monógamo era visto por la mujer como una mejora en su
condición, ya que con ello adquirió «el derecho a entregarse solamente
a un hombre».
Engels llamó también la atención respecto a la institucionalización de la prostitución, que describió como uno de los pilares indispensables del matrimonio monógamo. Se han criticado las conjeturas que hace Engels acerca de la sexualidad femenina por ser un reflejo de sus propios valores sexistas victorianos, pues parte de la asunción, no probada, de que los estándares de mojigatería de las mujeres del siglo XIX podían explicar los actos y las actitudes de las mujeres en los albores de la civilización. (24)
Con todo, Engels realizó una gran contribución a nuestros conocimientos sobre la posición de las mujeres en la sociedad y en la historia:
1) Subrayó la conexión entre cambios estructurales en las relaciones de parentesco y cambios en la división del trabajo, por un lado, y la posición que ocupan las mujeres en la sociedad, por el otro.
2) Demostró una conexión entre el establecimiento de la propiedad privada, el matrimonio monógamo y la prostitución.
3) Mostró la conexión entre el dominio económico y político de los hombres y su control sobre la sexualidad femenina.
4) Al situar «la histórica derrota del sexo femenino» en el período de formación de los estados arcaicos, basados en el dominio de las elites propietarias, dio historicidad al acontecimiento.
Aunque fue incapaz de probar ninguna de estas propuestas, definió las principales cuestiones teóricas de los siguientes cien años. También ciñó la discusión de «la cuestión femenina» al ofrecer una explicación convincente, unicausal, y al concentrar la atención en un solo acontecimiento que para él se asemejaba a una «derrota» revolucionaria. Si la causa de la «esclavización» de las mujeres fuera el desarrollo de la propiedad privada y las instituciones que de ella se derivan, lógicamente se deducía que la abolición de la propiedad privada liberaría a las mujeres. En cualquier caso, la mayor parte de los trabajos teóricos en el tema del origen de la subordinación de las mujeres se han dirigido a aprobar, mejorar o refutar la obra de Engels.
Las asunciones básicas de Engels acerca de la naturaleza de los sexos
estaban basadas en la aceptación de las teorías evolutivas de la biología,
pero su mayor mérito fue destacar el influjo que tienen las fuerzas sociales
y culturales en la estructuración y definición de las relaciones entre los
sexos. Paralelamente a su modelo de relaciones sociales, desarrolló una
teoría evolutiva de las relaciones entre los sexos en la que el punto álgido de
desarrollo era el matrimonio monógamo entre clases obreras en una
sociedad socialista. Al vincular las relaciones sexuales con relaciones sociales en proceso de cambio quebró el determinismo biológico de los tradicionalistas.
Por llamar la atención sobre el conflicto sexual incorporado a la institución tal y como emergió de las relaciones de propiedad privada, reforzó el vínculo entre cambio económico-social y lo que hoy denominaríamos relaciones de género. Él definió el matrimonio monógamo de la manera en que se formó en la primera sociedad estatal como «la sujeción de un sexo a otro, la proclama de un conflicto entre sexos totalmente desconocido hasta ahora en los tiempos prehistóricos».
Significativamente, continuaba:
La primera oposición de clases que aparece en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre hombre y mujer en el matrimonio monógamo, y la primera opresión de clases con la del sexo femenino por el masculino. (25)
Estas afirmaciones ofrecían muchas vías prometedoras para la elaboración de teorías, de las cuales se hablará más adelante. Pero la identificación que hace Engels de la relación entre los sexos con el «antagonismo de clases» ha resultado ser un callejón sin salida que durante mucho tiempo ha apartado a los teóricos del conocimiento real de las diferencias entre relaciones de clases y relaciones entre sexos. Ello se vio agravado por la insistencia que ponían los marxistas en que las cuestiones de las relaciones entre sexos debían estar subordinadas a cuestiones de relaciones entre clases, expresado no sólo en la teoría sino también en la práctica política, allí donde tuvieron el poder para ello. Sólo recientemente las nuevas especialistas feministas han empezado a forjar las herramientas teóricas con que corregir dichos errores.
El antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss ofrece también una
explicación teórica en la que la subordinación de las mujeres resulta crucial
para la formación de la cultura. Pero a diferencia de Engels, Lévi-Strauss
defiende que los hombres construyeron la cultura a partir de un solo
componente básico. Lévi-Strauss reconoce en el tabú del incesto un
mecanismo humano universal, arraigado en cualquier organización social.
La prohibición del incesto no es tanto una norma que prohibe el matrimonio con la madre, la hermana o la hija, como una norma que obliga a dar la madre, la hermana o la hija a otros. Esta es la regla suprema del obsequio. (26)
El «intercambio de mujeres» es la primera forma de comercio, mediante la cual se las convierte en una mercancía y se las «cosifica», es decir, se las considera cosas antes que seres humanos. El intercambio de mujeres, según Lévi-Strauss, marca el inicio de la subordinación de las mujeres. Ello a su vez refuerza una división sexual del trabajo que establece el dominio masculino. De todas formas Lévi-Strauss considera el tabú del incesto como un paso positivo y necesario hacia la creación de la cultura humana. Las pequeñas tribus autosuficientes estaban obligadas a relacionarse con las tribus vecinas, bien mediante una guerra continua o bien buscando una vía de
coexistencia pacífica. Los tabúes de la endogamia y el incesto estructuraron una interacción pacífica y promovieron las alianzas entre tribus.
La antropóloga Gayle Rubin define con precisión la manera en que
este sistema de intercambio afecta a las mujeres:
El intercambio de mujeres es la manera rápida de expresar que las relaciones sociales del sistema de parentesco decretan que los hombres tienen ciertos derechos sobre sus parientes femeninos, y que las mujeres no los tienen sobre sus parientes masculinos … [Es un] sistema en el cual las mujeres no tienen plenos derechos sobre sí mismas.(27)
Debemos advertir que en la teoría de Lévi-Strauss los hombres son los
actores que imponen una serie de estructuras y relaciones sobre las
mujeres. Una explicación de esta índole no se puede considerar aceptable.
¿Cómo ocurrió? ¿Por qué se tenía que intercambiar mujeres y no
hombres o niños y niñas? Aunque se admitiera la utilidad operativa de
este arreglo, ¿por qué tenían que estar las mujeres de acuerdo? (28)
Indagaremos estas cuestiones en el próximo capítulo, en un esfuerzo
por elaborar una hipótesis fiable.
El gran influjo de Lévi-Strauss sobre las teóricas feministas ha
provocado un cambio de atención, desde la búsqueda de los orígenes
económicos al estudio de los sistemas simbólicos y los significados de las
sociedades. La obra más influyente fue el ensayo de Sherry Ortner, en el
año 1974, en donde ella argumentaba convincentemente que en
cualquier sociedad conocida se identifica a las mujeres por estar más
cerca de la naturaleza que de la cultura. (29)
Puesto que cualquier cultura infravalora la naturaleza porque lucha por dominarla, las mujeres se han convertido en el símbolo de un orden inferior,
intermedio, de seres. Ortner mostraba que se las identificaba así porque:
1) El cuerpo de la mujer y su función … parecen acercarla más a la naturaleza;
2) el cuerpo femenino y sus funciones la colocan en papeles sociales que a su vez se consideran de orden inferior dentro de los procesos culturales a los de los hombres; y
3) los roles tradicionales de la mujer, que su cuerpo y las funciones de éste le imponen, le dan a su vez una estructura psíquica distinta … que … se considera más próxima a la naturaleza. (30)
Este breve ensayo provocó un debate largo y muy informativo entre
las teóricas y las antropólogas feministas que todavía prosigue. Ortner, y
quienes coinciden con ella, abogan fuertemente por la universalidad de
la subordinación femenina, si no en las condiciones sociales actuales, al
menos en los sistemas de significado de la sociedad. Quienes se oponen
a este punto de vista refutan la idea de universalidad, lo critican por ser ahistórico y se niegan a situar a las mujeres en el papel de las víctimas pasivas.
Por último, ponen en duda la aceptación, implícita en la posición estructuralista feminista, de la existencia de una dicotomía
inamovible e inmutable entre hombre y mujer. (31)
No es este el lugar para hacer justicia a la copiosidad y sofisticación de
este debate feminista, que todavía continúa, pero la discusión de la
universalidad de la subordinación femenina ha ofrecido ya tantas
alternativas que incluso aquellas que responden afirmativamente a su
existencia reconocen que la forma de plantear las cuestiones tiene defectos.
Cada vez más, a medida que se ahonda en el debate, queda claro que las
explicaciones unicausales y hablar de universalidad no van a responder
correctamente la cuestión de las causas. El enorme mérito de la postura
funcionalista es que revela la estrechez de las explicaciones meramente
económicas, con lo que quienes se inclinaban por dar relieve a la biología
y a la economía se ven forzados ahora a tratar con el poder de los sistemas
de creencias, los símbolos y las construcciones mentales. En especial, la fe
compartida por la mayoría de las feministas en que el género es una
construcción social plantea un desafío intelectual más serio a las explicaciones tradicionalistas.
Hay otra corriente teórica que merece nuestra seria consideración, en
primer lugar porque es feminista en la práctica y en intención y, en segundo, porque representa una tradición histórica en el pensamiento sobre las mujeres. La teoría maternalista está construida sobre la aceptación de las diferencias biológicas entre los sexos. Muchas feministas-maternalistas también consideran inevitable la división sexual del trabajo montada sobre estas diferencias biológicas, aunque algunas pensadoras recientes han empezado a revisar esta postura. Las maternalistas se diferencian de los tradicionalistas en que a partir de esto hablan a favor de la igualdad de las mujeres, e incluso en pro de la superioridad femenina.
La primera gran teoría basada en los principios maternalistas fue
elaborada por J. J. Bachofen en su influyente obra Das Mutterrecht. (32) El
trabajo de Bachofen influyó en Engels y en Charlotte Perkins Gilman y
tiene su paralelo en el pensamiento de Elizabeth Cady Stanton. Una amplia serie de feministas del siglo XX aceptaron sus datos etnográficos y el
análisis que él efectuó de las fuentes literarias, y los utilizaron para
elaborar toda una gama de diferentes teorías. (33) Las ideas de Bachofen
también han ejercido una gran influencia sobre Robert Briffault, así como
en una escuela de analistas y teóricos jungianos cuyos trabajos han gozado
de gran aprecio y estima popular en Norteamérica durante este siglo.(34)
El esquema básico de Bachofen era evolucionista y darviniano; describía
varias etapas en la evolución de la sociedad, que pasaban
ininterrumpidamente desde la barbarie al moderno patriarcado. La
contribución original de Bachofen fue su afirmación de que las mujeres de las sociedades primitivas desarrollaron la cultura y que hubo un estadio de «matriarcado» que sacó a la civilización de la barbarie. Bachofen se expresa con elocuencia y de forma poética sobre dicho estadio:
En el estadio más remoto y oscuro de la existencia humana, [el amor entre madre e hijo] fue la única luz que brillaba en medio de la oscuridad moral … Porque cría a sus hijos, la mujer aprende antes que el hombre a desplegar sus atenciones amorosas a otra criatura más allá de los límites de su propio ser … En este estadio la mujer es la depositaria de toda la cultura, de toda la
benevolencia, de toda la devoción, de todo el interés por los vivos y de todo el dolor por los muertos.(35)
A pesar de la alta estima que concedió al papel de la mujer en el sombrío pasado, Bachofen veía el ascenso del patriarcado en la civilización occidental como el triunfo de un pensamiento y una organización religiosa y política superiores, a lo cual oponía negativamente el desarrollo histórico de Asia y África. Pero él abogaba, igual que sus seguidores, por la incorporación del «principio femenino» de cuidado de los hijos y de altruismo en la sociedad moderna.
Las feministas norteamericanas del siglo pasado desarrollaron una
teoría maternalista muy completa, basada no tanto en Bachofen como en
su redefinición de la doctrina patriarcal de la «esfera aparte de la mujer».
Aun así, hay estrechos paralelismos entre sus ideas y las ideas de Bachofen
de características «femeninas» innatas y positivas. Las feministas del siglo
XIX, tanto de Norteamérica como de Inglaterra, consideraban más
altruistas a las mujeres que a los hombres a causa de sus instintos
maternales y su práctica de siempre, y más virtuosas a causa de su
supuesta tendencia de ser el sexo débil. Creían que estas características,
que a diferencia de Bachofen ellas adscribían frecuentemente al histórico
papel de las mujeres como criadoras, daba a las mujeres una misión
especial: rescatar la sociedad de la destrucción, la competitividad y la
violencia creadas por los hombres que poseían un poder absoluto.
Elizabeth Cady Stanton, en concreto, desarrolló un argumento que
mezclaba el derecho natural, la filosofía y el nacionalismo norteamericano
con el maternalismo. (36)
Stanton escribió en una época, la naciente república norteamericana, en
que las ideas tradicionalistas del género se estaban redefiniendo. En la
Norteamérica colonial, al igual que en la Europa del siglo XVIII, se
consideraba que las mujeres estaban subordinadas y dependían de los
varones de su familia, aunque se las apreciara, especialmente en las
colonias y en la región fronteriza, como compañeras en la vida económica.
Se las había apartado del acceso a una educación igual y de la participación
y el poder dentro de la vida pública.
Ahora, cuando los hombres estaban creando una nueva nación, adjudicaron a la mujer el nuevo papel de «madre de la república», responsabilizándola de la educación de los ciudadanos varones que dirigirían la sociedad. Las mujeres republicanas iban a ser ahora las soberanas en la esfera doméstica, aunque los hombres continuaran reclamando para sí la esfera pública, incluida la vida económica.
Esferas separadas, determinadas por el sexo, como se define en el «culto a la verdadera feminidad», se convirtieron en la ideología prevalente. Mientras que los hombres institucionalizaban su predominio en la economía, la educación y la política, se animaba a la mujer a que se adaptara a un estatus de subordinación mediante una ideología que concedía una mayor importancia a su función de madre. (37)
En las primeras décadas del siglo XIX, las norteamericanas redefinieron en la práctica y en la teoría la posición que debían ocupar en la sociedad. Aunque las primeras feministas aceptaban en realidad la separación de esferas, transformaron el significado de este concepto al abogar por el derecho y el deber de la mujer a entrar en la vida pública en virtud de la superioridad de sus valores y la fuerza incorporadas a su papel de madres. Stanton transformó la
doctrina de una «esfera aparte» en un argumento feminista cuando dijo que
las mujeres tenían derecho a una igualdad porque eran ciudadanas y, como
tales, disfrutaban de los mismos derechos naturales que los hombres, y
porque al ser madres estaban mejor equipadas que los hombres para
mejorar la sociedad.
Un argumento maternalista-feminista parecido se puso de manifiesto en
la ideología del último movimiento sufragista y de aquellas reformistas que,
junto con Jane Addams, sostenían que el trabajo de las mujeres se extendía
apropiadamente a una «domesticidad municipal». Resulta muy interesante
que las feministas-maternalistas actuales hayan razonado de una forma
similar, basando sus datos en los informes psicológicos y en las pruebas de las
experiencias históricas de la mujer como alguien ajeno al poder político.
Dorothy Dinnerstein, Mary O’Brien y Adrienne Rich son las últimas de una larga cadena de maternalistas. (38)
Puesto que aceptaban las diferencias biológicas entre los sexos como algo
determinante, las maternalistas del siglo pasado no estaban tan interesadas
por la cuestión de los orígenes como sus seguidoras del siglo XX. Pero desde
el principio, con Bachofen, la negación de la universalidad de la
subordinación femenina estaba implícita en la corriente maternalista
evolutiva. Las maternalistas afirmaban que existió un modelo alternativo de organización social humana previo al patriarcado. Así pues, la búsqueda de un matriarcado era esencial para su teoría. Si se pudieran encontrar pruebas en cualquier momento y lugar de la existencia de sociedades matriarcales, entonces las reivindicaciones femeninas por una igualdad y por formar parte del poder tendrían un mayor prestigio y reconocimiento.
Hasta hace muy poco estas pruebas, tal y como se las podía encontrar, consistían en una combinación de arqueología, mitología, religión y artefactos de dudoso significado, ligados por medio de conjeturas. Parte esencial de este
argumento en pro de un matriarcado eran las pruebas, que aparecían por
doquier, de estatuillas de diosas-madre en muchas religiones antiguas, a
partir de las cuales las maternalistas afirmaban la existencia y la realidad del poder femenino en el pasado. Nos ocuparemos con más detalle de la
evolución de las diosas-madre en el capítulo 7; ahora sólo tenemos que
subrayar la dificultad que entraña deducir a partir de estas evidencias la
construcción de organizaciones sociales en las cuales dominaban las mujeres.
En vista de las pruebas históricas de la coexistencia de una idolatría
simbólica de las mujeres y el estatus inferior que realmente tienen, como
sucede en el culto a la Virgen María en la Edad Media, el culto a la señora
de la plantación en Norteamérica, o el de las estrellas de Hollywood en la
sociedad contemporánea, una vacila en elevar estas evidencias a la categoría
de prueba histórica.
Los antropólogos modernos han refutado las evidencias etnográficas
en las cuales Bachofen y Engels basaron sus argumentos. Esta evidencia,
tal y como se la presentaba, pasó a ser una prueba no del matriarcado
sino de una matrilocalidad y matrilinealidad. En contra de lo que antes
se creía, no se puede mostrar una conexión entre la estructura del
parentesco y la posición social que ocupan las mujeres. En muchas
sociedades matrilineales es un pariente varón, por lo general el hermano o
el tío de la mujer, quien controla las decisiones económicas y familiares.
(39)
Ahora tenemos a nuestro alcance un amplio corpus de datos
antropológicos modernos que describen organizaciones sociales
relativamente igualitarias y las soluciones complejas y diversas que las
sociedades dan al problema de la división del trabajo.(40) La literatura
está basada en las sociedades tribales modernas, con unos cuantos
ejemplos del siglo XIX. Ello plantea el problema, en especial al historiador,
de la fiabilidad de esta información para hacer generalizaciones respecto a los pueblos prehistóricos.
En todo caso, a partir de los datos que se tienen, parece que las sociedades más igualitarias se han de encontrar entre las tribus cazadoras y recolectoras, características por su interdependencia económica. Una mujer debe conseguir los servicios de un cazador para garantizarse una reserva de carne para sí y sus hijos. Un cazador debe asegurarse que una mujer le proporcione la comida de subsistencia para la cacería y para el caso en que ésta no sea fructífera. Como hemos dicho antes, en estas sociedades las mujeres son quienes aportan la mayor parte de los alimentos que se consumen y, sin embargo, en todas partes se da más valor a la caza y se la utiliza en los intercambios de presentes.
Estas tribus cazadoras y recolectoras inciden en la cooperación
económica y tienden a vivir en paz con otras tribus. Las rivalidades quedan ritualizadas en competiciones de canto o deportivas, pero no se las
fomenta en la vida diaria. Como siempre, los especialistas en el tema no se
muestran de acuerdo en las interpretaciones que hacen de las evidencias,
pero un examen cuidadoso de ellas permite sacar la generalización de que
en estas sociedades el estatus de los hombres y las mujeres está «separado
pero es igual». (41)
Hay una gran polémica entre los antropólogos acerca del modo de
categorizar a una sociedad. Varias antropólogas y escritoras feministas han
interpretado la complementariedad o incluso una ausencia clara de dominio
masculino como una prueba de igualdad o incluso de dominación por
parte de las mujeres. En esta línea, Eleanor Leacock describe el elevado
estatus de las iroquesas, especialmente antes de la invasión europea: su
poderoso cometido público de controlar la distribución de alimento y su
participación en el consejo de ancianos. Leacock interpreta estos hechos
como prueba de la existencia de un «matriarcado», definiendo el término
en el sentido de que «las mujeres tenían autoridad pública en las
principales áreas de la vida del grupo». (42)
Otras antropólogas, con los mismos datos y admitiendo el estatus relativamente alto y la fuerte posición de las iroquesas, se centran en el hecho de que éstas nunca fueron los líderes políticos de la tribu ni tampoco sus jefes. Señalan asimismo la singularidad de la situación de los iroqueses, que se basa en los abundantes recursos naturales de que disponían en el entorno en que
vivían. (43) Hay que advertir también que en todas las sociedades cazadoras y recolectoras las mujeres, no importa cuál sea su estatus social y económico, están siempre en algún aspecto subordinadas a los hombres.
No existe ni una sola sociedad que conozcamos donde el colectivo
femenino tenga el poder de adoptar decisiones sobre los hombres o donde
las mujeres marquen las normas de conducta sexual o controlen los
intercambios matrimoniales.
Es en las sociedades horticulturas donde encontramos más a menudo
mujeres dominantes o con mucha influencia en la esfera económica. En un
estudio realizado a partir de un muestreo de 515 sociedades horticultoras,
las mujeres dominaban las actividades agrícolas en un 41 por 100 de los
casos, si bien históricamente estas sociedades tendieron hacia el
sedentarismo y la agricultura de arado, en la que los hombres dominaban la
economía y la existencia política. (44)
La mayoría de las sociedades horticultoras estudiadas son patrilineales, a pesar del papel económico decisivo que desempeñan las mujeres. Parece que las sociedades horticultoras matrilineales surgen principalmente cuando se dan ciertas condiciones ecológicas: en los márgenes de bosques, donde no hay
rebaños de animales domésticos. Dado que estos hábitats están
desapareciendo, las sociedades matrilineales se encuentran casi extinguidas.
Resumiendo los hallazgos de los estudios concernientes a una dominación femenina, se pueden señalar los siguientes puntos:
1) La mayor parte de las evidencias de una igualdad femenina en la sociedad provienen de sociedades matrilineales, matrilocales, históricamente transicionales y actualmente en vías de desaparición.
2) Aunque la matrilinealidad y la matrilocalidad confieran ciertos derechos y privilegios a las mujeres, sin embargo el poder decisorio dentro del grupo de parentesco está en poder de los varones de más edad.
3) La patrilinealidad no implica subyugación de las mujeres, igual que la matrilinealidad no significa un matriarcado.
4) Desde una perspectiva temporal, las sociedades matrilineales han sido incapaces de adaptarse a los sistemas técnico-económicos, competitivos y explotadores, y han dado paso a las sociedades patrilineales.
La causa contra la universalidad del matriarcado en la prehistoria parece
claramente ganada gracias a la evidencia antropológica. Aun así, el debate
en torno al matriarcado es acalorado, sobre todo porque los abogados
defensores de la teoría del matriarcado han sido lo suficientemente
ambiguos con su definición del término de manera que éste incluya otras
categorías distintas. Quienes definen el matriarcado como una sociedad
donde las mujeres dominan a los hombres, una especie de inversión del
patriarcado, no pueden recurrir a datos antropológicos, etnológicos o
históricos. Basan su defensa en evidencias extraídas de la mitología y la
religión. (45)
Otros llaman matriarcado a cualquier tipo de organización social en que las mujeres tengan poder sobre algún aspecto de la vida pública. Aún hay otros que incluyen cualquier sociedad en la que las mujeres tengan un estatus relativamente alto. (46) La última definición es tan vaga que no tiene sentido como categoría. Creo de veras que sólo puede hablarse de matriarcado cuando las mujeres tienen un poder sobre los hombres y no a su lado, cuando ese poder incluye la esfera pública y las relaciones con el exterior, y cuando las mujeres toman decisiones importantes no sólo dentro de su grupo de parentesco sino también en el de su comunidad.
Continuando la línea de mi anterior exposición, dicho poder debería incluir el poder para definir los valores y sistemas explicativos de la sociedad y el poder de definir y controlar el comportamiento sexual de los hombres. Podrá observarse que estoy definiendo el matriarcado como un reflejo del patriarcado. Partiendo de esta definición, he de terminar por decir que nunca ha existido una sociedad matriarcal.
Han habido, y todavía hay, sociedades en las que las mujeres comparten el poder con los hombres en muchos o algunos de los aspectos de la vida, y sociedades en las que el colectivo femenino tiene un considerable poder para influir en el poder masculino o controlarlo.
Existen también, y han existido en la historia, mujeres solas que tienen
todos o casi todos los poderes de los hombres a quienes representan o a
quienes suplen, como las reinas y gobernantas. Como se va demostrar en
este libro, la posibilidad de compartir el poder económico y político con
hombres de su clase o en su lugar ha sido precisamente un privilegio de
algunas mujeres de clase alta, lo que las ha confinado más cerca del
patriarcado.
Hay algunas evidencias arqueológicas de la existencia de sociedades en
el neolítico y en la Edad del Bronce en las que las mujeres gozaban de una
alta estima, lo que también puede indicar que tenían algún poder. La
mayor parte de dichas evidencias consisten en estatuillas femeninas,
interpretadas como diosas de la fertilidad; y, en la Edad del Bronce, de
artefactos artísticos que representan a las mujeres con dignidad y
atributos de un estatus alto. Evaluaremos la evidencia concerniente a las
diosas en el capítulo 7 y hablaremos de la sociedad mesopotámica en la
Edad del Bronce en todo el libro. Pasemos ahora a revisar, brevemente,
las pruebas en un caso concreto, frecuentemente citado por los que abogan en pro de la existencia del matriarcado: el ejemplo de Catal Hüyük, en Anatolia (hoy Turquía).
Las excavaciones dirigidas por James Mellaart, en concreto las de Hacilar
y Catal Hüyük, aportaron una gran información sobre el desarrollo de las
primeras ciudades de la región. Catal Hüyük, un asentamiento urbano del
neolítico con capacidad para 6.000 a 8.000 personas, fue edificado en
sucesivas etapas durante un período de 1.500 años (6250-5720 a.C.), y donde
la nueva ciudad cubría los restos de los asentamientos más antiguos. La
comparación de los diversos niveles del asentamiento urbano de Catal
Hüyük con los de Hacilar, un poblado de menor tamaño y más antiguo
(construido entre el 7040-7000 a.C.), nos permite hacernos una idea de una
sociedad antigua en vías de cambio histórico. (47)
Catal Hüyük era una ciudad construida formando una colmena de casas particulares que mostraban muy poca variación en el tamaño y la
decoración. Se accedía a las casas por el terrado con ayuda de una
escalera; cada una estaba equipada con un hogar hecho de ladrillos y
un horno. Cada casa disponía de una gran plataforma que servía para
dormir, bajo la cual se hallaron enterramientos de mujeres y a veces de
niños. Se encontraron plataformas más pequeñas en diferentes posiciones
en distintas habitaciones, a veces con hombres y otras con niños
enterrados debajo, aunque nunca con ambos juntos. Las mujeres eran
sepultadas con espejos, joyas e instrumentos de hueso y piedra; los
hombres con sus armas, anillos, cuentas y herramientas.
Los recipientes de madera y los tejidos hallados en el yacimiento muestran un elevado nivel técnico y de especialización, así como un amplio comercio. Mellaart encontró alfombrillas de junco, cestos tejidos y numerosos objetos de
obsidiana que indican que la ciudad mantenía un comercio a larga distancia y disfrutaba de considerable riqueza. En los últimos niveles
aparecieron restos de una amplia muestra de alimentos y cereales, así
como de la domesticación de la oveja, la cabra y el perro.
Mellaart cree que sólo las personas privilegiadas eran enterradas dentro
de las casas. De las 400 personas que hay enterradas allí, sólo 11 son
enterramientos con «ocre», es decir, que sus esqueletos estaban teñidos
de ocre rojo, lo que Mellaart explica como un signo de estatus elevado.
Puesto que muchos de-ellos eran de mujeres, Mellaart sostiene que ellas
ocupaban un estatus alto en la sociedad, y especula que podría tratarse
de sacerdotisas. Esta evidencia se debilita un tanto por el hecho de que
de los 222 esqueletos de individuos adultos hallados en Catal Hüyük, 136
eran mujeres, una proporción inusualmente elevada. (48) Si Mellaart se
encontró con que la mayoría de los enterramientos «a base de ocre» eran
femeninos, puede que simplemente se deba a la proporción general de
sexos de la población. De todas maneras indica que las mujeres estaban
entre las personas de alto rango, es decir, siempre que las conjeturas de
Mellaart acerca del significado de un enterramiento «con ocre» sean
correctas.
La ausencia de calles, de una gran plaza o de un palacio y la
uniformidad en el tamaño y la decoración de las casas hicieron pensar a
Mellaart que en Catal Hüyük no existía una jerarquía ni una autoridad
política central, y que ésta era compartida entre sus habitantes. La primera conjetura parece correcta y se puede sustentar en evidencias
comparativas, pero no se puede demostrar a partir de ello que se
compartiese la autoridad. La autoridad, incluso en ausencia de una
estructura palaciega o de un corpus formal de gobierno, podría haber
residido en el cabeza de cada grupo de parentesco o en un grupo de
ancianos. No hay nada entre las evidencias que aporta Mellaart que
demuestre la existencia de una autoridad compartida.
Los diversos estratos de Catal Hüyük muestran un número extraordinariamente elevado de lugares de culto, profusamente decorados
con pinturas murales, relieves en yeso y estatuas. En los niveles inferiores de la excavación no hay representaciones figurativas humanas, sólo toros y
carneros, pinturas de animales y astas de toro. Mellaart lo interpreta
como representaciones simbólicas de dioses masculinos. En el nivel
correspondiente al 6200 a.C. aparecen las primeras representaciones de
estatuillas femeninas, con pechos, nalgas y caderas enormemente
exagerados. Algunas aparecen sentadas, otras en el momento del parto;
están rodeadas de pechos en yeso sobre las paredes, algunos de ellos
modelados sobre cráneos y mandíbulas de animales. Hay también una
estatua extraordinaria que representa una figura masculina y otra
femenina abrazadas, y junto a ella otra de una mujer que sostiene un
niño en brazos. Mellaart cree que son deidades y señala que están
asociadas tanto con la vida como con la muerte (dientes y mandíbulas de
buitre en los pechos); también advierte su asociación con flores, cereales y
diseños vegetales en las decoraciones y con leopardos (símbolo de la caza)
y buitres (símbolo de la muerte). En los últimos niveles no hay
representaciones de dioses masculinos.
Mellaart piensa que en Catal Hüyük el varón era objeto de orgullo,
valorado por su virilidad, y que se reconocía su papel dentro de la procreación. Cree que hombres y mujeres compartían el poder y el control de la comunidad en el período más antiguo y que ambos participaban en las cacerías. Esto último se basa en lo que muestran las pinturas murales, que presentan a mujeres participando en una escena ritual o de caza en la que hay un ciervo y un jabalí. Parece una conclusión muy exagerada, si se tiene en cuenta que ambas pinturas murales muestran a muchos hombres participando en la cacería y rodeando al animal, mientras que sólo hay dos figuras femeninas visibles, ambas con las piernas muy separadas, lo que puede tener algún simbolismo sexual pero que parece bastante incompatible con mujeres que participen en la caza.(49)
A partir de la estructura que tienen los edificios y las plataformas, Mellaart deduce que la organización de la comunidad era matrilineal y matrilocal. Esto sí que parece probable según las evidencias. Cree que las mujeres desarrollaron la agricultura y controlaban sus productos. Argumenta, a partir de la falta de indicios de sacrificio en los altares, que no existía una autoridad central ni una casta militar y afirma que en todo Catal Hüyük no hay ni una prueba de guerra durante un período de 1.000 años. Mellaart también defiende la idea de que las mujeres crearon la religión neolítica y que ellas eran principalmente las artistas.
Estos hallazgos y evidencias han sido objeto de diversas interpretaciones. En un especializado estudio, P. Singh detalla todas las evidencias de Mellaart
y las pone en el contexto de otros yacimientos neolíticos, pero omite las
conclusiones de Mellaart excepto las de la economía de la ciudad.(50) Ian
Todd, que participó en algunas de las campañas de Catal Hüyük, advierte
en un estudio realizado en 1976 que la naturaleza restringida de las
excavaciones en Catal Hüyük hace que las conclusiones relativas a la
estratificación de la sociedad sean prematuras. Está de acuerdo en que los
descubrimientos arqueológicos presentan una sociedad con una compleja
estructura social, pero concluye diciendo que «si la sociedad era realmente
matriarcal, como se ha sugerido, es algo que no se puede saber». (52)
Anne Barstow, en una interpretación prudente, está de acuerdo con la
mayoría de las conclusiones de Mellaart. Hace hincapié en la importancia de
las observaciones de Mellaart en lo que respecta a la celebración de la
fecundidad y el poder de las mujeres y de su papel como creadoras de la
religión, pero no halla ninguna evidencia a favor de un matriarcado. (52)
Ruby Rohrlich recoge la misma evidencia y a partir de ella argumenta la
existencia de un matriarcado. Acepta sin reservas las generalizaciones de
Mellaart y argumenta que sus datos rebaten la universalidad de la
supremacía masculina en las sociedades humanas. El ensayo de Rohrlich es
importante pues dirige la atención sobre diversos elementos que evidencian
un cambio social en cuanto a las relaciones entre sexos durante el período de
formación de los estados arcaicos, pero su confusión en la distinción entre
relaciones igualitarias entre hombre y mujer y matriarcado oscurece
nuestra visión. (53)
Los hallazgos de Mellaart son importantes, pero debemos mostrarnos
precavidos ante las generalizaciones que hace al respecto del papel de
las mujeres. Parece que hay evidencias claras de matrilocalidad y culto a
diosas. La cronología del inicio de este culto es incierta: Mellaart lo vincula
al comienzo de la agricultura, que él cree que otorgó un estatus más
alto a las mujeres. Como veremos, en muchas sociedades se da todo lo
contrario. Mellaart podría haber dado una mayor fuerza a su argumento
si hubiera usado los descubrimientos de uno de sus colaboradores,
Lawrence Angel, quien a partir del análisis de los restos humanos halló un
incremento significativo en la esperanza media de vida de las mujeres del
neolítico con respecto a las del paleolítico, de 28,2 a 29,8 años. Este aumento
de la longevidad de las mujeres de casi dos años debe ser considerado
frente a la esperanza media de vida, de 34,3 años en Catal Hüyük.
En otras palabras, aunque los hombres vivían cuatro años más que las mujeres se produjo un considerable aumento de la longevidad femenina en
comparación con el período anterior. Este incremento pudo deberse al paso
de la caza y recolección a la agricultura, y pudo dar a las mujeres un papel
relativamente más dominante en aquella cultura. (54) Las observaciones que
Mellaart hace acerca de la ausencia de guerras en Catal Hüyük debe
evaluarse frente a las abundantes evidencias de la existencia de luchas y
comunidades militares en las regiones vecinas. Y, finalmente, no podemos
omitir de la consideración el súbito e inexplicable abandono del asentamiento por parte de sus habitantes hacia 5700 a.C., que parece indicar una derrota militar o la incapacidad de la comunidad para adaptarse a unas condiciones ecológicas en transformación. En cualquiera de los dos casos, confirmaría la observación de que las comunidades con relaciones relativamente igualitarias entre sexos no sobreviven. (55)
Aun así, Catal Hüyük nos presenta pruebas sólidas de la existencia de algún tipo de modelo alternativo al patriarcado. Sumándolas a las otras evidencias que hemos citado, podemos afirmar que la subordinación femenina no es universal, aunque no tengamos prueba alguna de la existencia de una sociedad matriarcal. Pero las mujeres, igual que los hombres, sienten una profunda necesidad de un sistema explicativo coherente, que no nos diga
únicamente qué es y por qué ha de ser así, sino que permita una visión
alternativa en el futuro. (56) Antes de pasar a la discusión de los testimonios
históricos sobre el establecimiento del patriarcado, presentaremos un
modelo hipotético de este tipo: para liberar la mente y el alma, para
jugar con las posibilidades, para considerar las alternativas.
1. Véanse los capítulos 10 y 11, para una discusión más detallada de esta postura.
2. Véase, por ejemplo, George P. Murdock, Our Primitive Contemporaries, Nueva York, 1934; R. B. Lee e Irven De Vore, eds., Man, the Hunter, Chicago, 1968. Margaret Mead, en Male and Female, Nueva York, 1949, aunque presente algo novedoso cuando demuestra la existencia de una amplia gama de actitudes sociales hacia las funciones según el sexo, acepta la universalidad de la asimetría sexual.
3. Véanse Lionel Tiger, Men in Groups, Nueva York, 1970, cap. 3; Robert Ardrey, The Territorial Imperative: A Personal Inquiry into the Animal Origins of Property and Nations, Nueva York, 1966:
Alison Jolly, The Evolution of Primate Behaviour, Nueva York, 1972; Marshall Sahlins, «The Origins of Society», Scientific American, vol. 203, n.° 48 (septiembre de 1960), pp. 76-87. Si se quiere ver una explicación androcéntrica, en la que se valora negativamente a los hombres y en
la que se culpa a sus impulsos agresivos de ser la causa de la guerra y de la subordinación de las mujeres, léase a Marvin Harris, «Why Men Domínate Women», Columbia (verano de 1978), pp. 9-13 y 39.
4. Simone de Beauvoir, The Second Sex, Nueva York, 1953, reimpresión, 1974, pp. xxxiii-xxxiv [para las traducciones castellanas de las obras citadas, véase la Bibliografía].
5. Peter Farb, Humankind, Boston, 1978, cap. 5; Sally Slocum, «Woman the Gatherer: Male Bias in Anthropology», en Rayna R. Reiter, Toward an Anthropology of Women, Nueva York, 1975, pp.
36-50. Una interesante revisión del artículo de Sally Slocum, hecha desde otro punto de vista, puede leerse en Michelle Z. Rosaldo, «The Use and Abuse of Antropology: Reflections on Feminism and Cross-Cultural Understanding», SIGNS, vol. 5, n.° 3 (primavera de 1980), pp. 412-413, 213.
6. Michelle Zimbalist Rosaldo y Louise Lamphere, «Introduction», en M. Z. Rosaldo y L. Lamphere, Woman, Culture and Society, Stanford, 1974, p. 3. Para una discusión más amplia, véase Rosaldo, «A Theoretical Overview», ibid., pp. 16-42; L. Lamphere, «Strategies, Cooperation, and Conflict Among Women in Domestic Groups», ibid., pp. 97-112. Véase también Slocum, en el libro de Reiter, Anthropology of Women, pp. 36-50, y los artículos de Patricia Draper y Judith K. Brown, en el mismo libro. Sobre un ejemplo de complementariedad de los sexos, véase Irene Silverblatt, «Andean Women
in the Inca Empire», Feminist Studies, vol. 4, n.° 3 (octubre de 1978), pp. 37-61. En el libro de Peggy Reeves Sanday, Female Power and Male Dominante: On the Origins of Sexual Inequality, Cambridge, 1981, se puede encontrar una revisión de toda la literatura sobre este tema y una interpretación interesante de ello.
7. M. Kay Martin y Barbara Voorhies, Female of the Species, Nueva York, 1975, en especial el cap. 7; Nancy Tanner y Adrienne Zilhlman, «Women in Evolution, Part 1: Innovation and Selection in Human Origins», en SIGNS, vol. 1, n.° 3 (primavera de 1976), pp. 585-608.
8. Elise Boulding, «Public Nurturance and the Man on Horseback», en Meg Murray, ed., Face to Face: Fathers, Mothers, Masters, Monsters – Essays for a Non-sexist Future, Westport, Connecticut, 1983, pp. 273-291.
9. Las obras de William Alcott, The Young Woman’s Book of Health, Boston, 1850, y Edward H. Clarke, Sex in Education or a Fair Chance for Cirls, Boston, 1878, son típicas de las posturas del siglo XIX. Una discusión reciente en torno a la visión decimonónica de la salud femenina se encuentra en Mary
S. Hartman y Lois Banner, eds., Clio’s Consciousness Raised: New Perspectives on the History of Women, Nueva York, 1974. Véanse los artículos de Ann Douglas Wood, Carroll Smith-Rosenberg y Regina Morantz.
10. Naomi Weisstein fue quien expuso por primera vez la tendencia patriarcal inconsciente que existía en los experimentos psicológicos denominados científicos en «Kinder, Küche, Kirche as Scientific Law: Psychology Constructs the Female», en Robin Morgan, ed., Sisterhood is Powerful:
An Anthology of Writings from the Women’s Liberation Movement, Nueva York, 1970, pp. 205-220.
11. La visión freudiana tradicional aparece en: Sigmund Freud, «Female Sexuality» (1931), en The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 21, Londres, 1964; Ernest Jones, «Early Development of Female Sexuality», International Journal of Psycho-Analysis,
vol. 8 (1927), pp. 459-472; Sigmund Freud, «Some Physical Consequences of the Anatomical Distinction Between the Sexes» (1925), en Standard Edition, vol. 19 (1961); Erik Erikson, Childhood and Society, Nueva York, 1950; Helene Deutsch, Psychology of Women, vol. 1 (Nueva York, 1944). Véase
asimismo la discusión de la postura freudiana revisionista en Jean Baker Miller, ed., Psychoanalysis and Women, Harmonds worth, Inglaterra, 1973.
12. Véase, por ejemplo, Ferdinand Lundberg y Marynia Farnham, M. D., Modern Women: The Lost Sex, Nueva York, 1947.
13. Edward O. Wilson, Sociobiology: The New Synthesis, Cambridge, Massachusetts, 1975, en especial el último capítulo: «Man: From Sociobiology to Sociology».
14. Ruth Bleier, Science and Gender: A Critique of Biology and Its Theories on Women, Nueva York, 1984, cap. 2. Véase también Marian Lowe, «Sociobiology and Sex Differences», en SIGNS, vol. 4, n.° 1 (otoño de 1978), pp. 118-125. Un número especial de SIGNS, «Development and the Sexual Division of Labor», vol. 7. n.° 2 (invierno de 1981), trata la cuestión desde una óptica feminista, empírica y teórica a la vez. Véase en concreto el artículo de María Patricia Fernández Kelly, «Development and the Sexual Division of
Labor: An Introduction», pp. 268-278.
15. Para un resumen esclarecedor del impacto de los cambios demográficos sobre las mujeres, véase Robert Wells, «Women’s Lives Transformed: Demographic and Family Patterns in America, 1600-1970», en Carol Ruth Berkin y Mary Beth Norton, eds., Women of America, A History, Boston, 1979, pp. 16-36.
16. Estas críticas se encuentran mucho mejor sintetizadas en una serie de ensayos aparecidos en SIGNS. Cf.: Mary Brown Parlee, «Psychology», vol. 1, n.° 1 (otoño de 1975), pp. 119-138; Carol Stack et al., «Anthropology», ibid., pp. 147-160; Reesa M. Vaughter, «Psychology», vol. 2, n.° 3 (otoño de 1976), pp. 120-146; Louise Lamphere, «Anthropology», vol. 2, n.° 3 (primavera de 1977), pp. 612-627.
17. Gayle Rubin, «The Traffic in Women: Notes on the “Political Economy” of Sex», en Reiter, Anthropology of Women, p. 159.
18. Friedrich Engels, The Origin of the Family, Private Property and the State, editado por Eleanor Leacock, Nueva York, 1972.
19. J. J. Bachofen, Myth, Religion and Mother Right, traducido por Ralph Manheim, Princeton, 1967; y Lewis Henry Morgan, Ancient Society, editado por Eleanor Leacock, Nueva York, 1963; reimpresión de la edición de 1877.
20. Engels, Origin, p. 218.
21. Hay un estudio sobre la división del trabajo según los sexos en 224 sociedades en Murdock, Our Primitive Contemporaries, Nueva York, 1934, y George P. Murdock, «Comparative Data on the Division of Labor by Sex», en Social Forces, vol. 15, n.° 4 (mayo de 1937), pp. 551-553. Karen Sacks ha evaluado estos datos y ha formulado una crítica desde la perspectiva feminista en Sisters and Wives: The Past and Future of Sexual Equality, Westport, Connecticut, 1979, caps. 2 y 3.
22. Engels, Origin, pp. 220-221.
23. Ibid., p. 137; primera cita; pp. 120-121, segunda cita.
24. Mary Jane Sherfey, M. D., presenta la teoría biológico-determinista contraria en The Nature and Evolution of Female Sexuality, Nueva York, 1972. Sherfey defiende que la ilimitada capacidad orgásmica de las mujeres y el estro perpetuo eran un problema para la naciente vida comunitaria en el período neolítico. La biología femenina propiciaba los conflictos entre los hombres e impedía la cooperación dentro del grupo, dando lugar a que los hombres instituyeran los tabúes del incesto y el dominio sexual masculino para controlar el potencial socialmente destructivo de la sexualidad femenina. 25. Engels, Origin, p. 129.
26. Claude Lévi-Strauss, The Elementary Structures of Kinship, Boston, 1969, p. 481.
27. Gayle Rubin, «Traffic in Women», en Reiter, Anthropology of Women, p. 177.
28. Hay una crítica feminista a la teoría de Lévi-Strauss en Sacks, Sisters, pp. 55-61.
29. Sherry Ortner, «Is Female to Male as Nature Is to Culture?», en Rosaldo y Lamphere, Woman, Culture and Society, pp. 67-88.
30. Ibid., pp. 73-74.
31. El debate queda muy bien definido en dos colecciones de ensayos: Sherry B. Ortner y Harriet Whitehead, eds., Sexual Meanings: The Cultural Construction of Gender and Sexuality, Nueva York, 1981, y Carol MacCormack y Marilyn Strathern, eds., Nature, Culture and Gender, Cambridge, Inglaterra, 1980.
32. Johann Jacob Bachofen, Das Mutterrecht: Eine Untersuchung über die Gynaikokratie der alten Welt nach ihrer religiösen und rechtlichen Natur, Stuttgart, 1861.
33. Cf. Charlotte Perkins Gilman, Women and Economics, Nueva York, 1966, reimpresión de la edición de 1898; Helen Diner, Mothers and Amazons: The First Feminine History of Culture, Nueva York, 1965; Elizabeth Gould Davis, The First Sex, Nueva York, 1971; Evelyn Reed, Women’s Evolution,
Nueva York, 1975.
34. Robert Briffault, The Mothers: A Study of the Origins of Sentiments and Institutions, 3 vols., Nueva York, 1927; véase también la Introducción de Joseph Campbell al Das Mutterrecht de Bachofen, pp. xxv-vii.
35. Bachofen, Das Mutterrecht, p. 79.
36. Cf. Discursos de E. Cady Stanton, en Ellen DuBois, ed., Elizabeth Cady Stanton and Susan B. Anthony: Correspondence, Writings, Speeches, Nueva York, 1981.
37. Sobre este cambio en la actitud hacia las mujeres, véanse Mary Beth Norton, Liberty’s Daughters: The Revolutionary Experience of American Women, 1750-1800, Boston, 1980, caps. 8, 9 y las conclusiones; y Linda Kerber, Women of the Republic: Intellect and Ideology in Revolutionary
America, Chapel Hill, 1980, cap. 9.
38. La idea de las aptitudes especiales de la mujer para reformar y prestar servicios a la comunidad aparece en toda la obra de Jane Addams. Influyó en el pensamiento de Mary Beard, quien lo sustentó con evidencias históricas en Women’s Work in Municipalities, Nueva York, 1915. Se pueden encontrar
ejemplos de la postura maternalista moderna en Adrienne Rich, Of Woman Born: Motherhood Experience and Institution, Nueva York, 1976; y Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur, Nueva York, 1977. Mary O’Brien, The Politics of Re production, Boston, 1981, elabora una teoría
explicativa dentro del esquema marxista en la que se equipara el trabajo reproductivo al trabajo económico. Esta postura subyace en la ideología del movimiento pacifista de las mujeres y está expresada por feministas ecologistas tales como Susan Griffin, Woman and Nature: The Roaring Inside Her, Nueva York, 1978; y Robin Morgan, The Anatomy of Freedom: Feminism, Physics and Global Politics, Nueva York, 1982. Alice Rossi presenta un argumento maternalista diferente en «A Biosocial Perspective on Parenting», Daedalus, vol. 106, n.° 2 (primavera de 1977), pp. 1-31. Rossi acepta los argumentos de la sociobiología y se sirve de ellos con fines feministas. Pide una reestructuración de las instituciones sociales que permita a las mujeres cumplir sus funciones de ser madres y cuidadoras de los niños sin tener que abandonar su lucha por la igualdad y las oportunidades. Rossi ha aceptado sin plantear críticas las afirmaciones ahistóricas y sin base científica de la sociobiología, y difiere de la mayoría de feministas en que no defiende que los hombres hayan de compartir por igual el cuidado de los niños. Aun así, su postura merece que se le preste atención ya que es una variedad del pensamiento maternalista y a causa de su papel pionero en la crítica feminista desde el campo de la sociobiología.
39. Martin y Voorhies, Female of the Species, p. 187, describen las pautas económicas de estas sociedades.
40. Se repasa perfectamente esta literatura en N. Tanner y A. Zihlman (véase la nota 7), y en Sacks, Sisters and Wives, caps. 2 y 3.
41. Martin y Voorhies, Female of the Species, p. 190. Sobre ejemplos de estos desacuerdos entre los especialistas, véase la nota 43, más adelante, y el trabajo de Leacock sobre los esquimales. Respecto a otras interpretaciones diferentes: Jean L. Briggs, «Eskimo Women: Makers of Men», en Carolyn J. Matthiasson, Many Sisters: Women in Cross-Cultural Perspective, Nueva York, 1974, pp. 261-304, y Elise Boulding, The Underside of History: A View of Women Through Time, Boulder, Colorado, 1976, p. 291.
42. Eleanor Leacock, «Women in Egalitarian Societies», en Renate Bridenthal y Claudia Koonz, Becoming Visible: Women in European History, Boston, 1977, p. 27.
43. Sobre una descripción y un análisis detallados de la posición de las iroquesas, véase Judith K. Brown, «Iroquois Women: An Ethnohistoric Note», en Reiter, Anthropology of Women, pp. 235-251. El análisis presentado en Martin y Voorhies, Female of the Species, pp. 225-229, es interesante
porque insiste en la poderosa posición de las iroquesas sin catalogarlo de matriarcado. La afirmación parecida que hace Eleanor Leacock respecto a la existencia de un matriarcado es puesta en duda por Farb, pp. 212-213, y Paula Webster, «Matriarchy: A Vision of Power», en Reiter, Anthropology, pp. 127-156.
44. Martin y Voorhies, Female of the Species, p. 214. Véase asimismo David Aberle, «Matrilineal Descent in Crosscultural Perspective», en Kathleen Gough y David Schneider, eds., Matrilineal Kinship, Berkeley, 1961, pp. 657-727.
45. Para un estudio global de toda la literatura existente sobre las amazonas, véase Abby Kleinbaum, The Myth of Amazons, Nueva York, 1983. La conclusión a la que llega la autora es que las amazonas nunca existieron, pero que el mito de su existencia sirvió para reforzar la ideología patriarcal.
46. Sin tener en cuenta la estructura familiar y la organización del parentesco, el hecho de que las mujeres ostenten un estatus elevado no implica necesariamente que tengan poder. Rosaldo afirma de modo convincente que incluso cuando poseen un poder formal, carecen de autoridad y cita a las iroquesas a modo de ejemplo. En aquella sociedad matrilineal algunas mujeres
ocupaban cargos con prestigio y se sentaban en el consejo de ancianos aunque sólo los hombres podían llegar a jefes. Un ejemplo de una cultura con una organización patriarcal y en la que las mujeres tenían el poder económico es el shtetl judío a comienzos del siglo XX. Dirigían los negocios, ganaban el dinero y controlaban la economía familiar; por medio del cotilleo, la concertación de alianzas matrimoniales y gracias al ascendiente que tenían sobre sus hijos, ejercían una gran influencia en la política. Y sin embargo mostraban una actitud deferente hacia sus padres y maridos e idolatraban la figura del sabio por definición un varón, como la persona con mayor estatus dentro de la comunidad. Véase Michelle Rosaldo, «A Theoretical
Overview», en Rosaldo y Lamphere, Woman, Culture and Society, pp. 12-42.
47. La siguiente descripción se ha realizado a partir de James Mellaart, Catal Hüyük: A Neolithic Town in Anatolia, Nueva York, 1967. Asimismo: James Mellaart, «Excavations at Catal Hüyük, 1963, Third Preliminary Report», Anatolian Studies, vol. 14 (1964), pp. 39-102; James Mellaart, «Excavations at Catal Hüyük, 1965, Fourth Preliminary Report», Anatolian Studies, vol. 16 (1966), pp. 165-192; Ian A. Todd, Catal Hüyük in Perspective, Menlo Park, 1976.
48. Lawrence Angel, «Neolithic Skeletons from Catal Hüyük», Anatolian Studies, vol. 21 (1971), pp. 77-98, 80. La presencia de ocre sobre los huesos se debe a que, al parecer, primero se dejaban los cuerpos a los buitres, que los limpiaban de carne, y luego se enterraban. Varias pinturas murales del yacimiento ilustran el proceso.
49. Mellaart, «Fourth Preliminary Report». Hay que señalar que las conjeturas y las interpretaciones que presenta Mellaart en sus informes de excavación son más comedidas que las que aparecen en el libro final. Véase asimismo Todd, Catal Hüyük in Perspective, pp. 44-45. 50. Purushottam Singh, Neolithic Cultures of Western Asia, Londres, 1974, pp. 65-78, 85-105.
51. Todd, Cata! Hüyük in Perspective, p. 133.
52. Anne Barstow, «The Uses of Archaeology for Women’s History: James Mellaart’s Work on the Neolithic Goddess at Catal Hüyük», Feminist Studies, vol. 4, n.° 3 (octubre de 1978), pp. 7-18.
53. Ruby Rohrlich-Leavitt, «Women in Transition: Crete and Sumer», en Bridenthal y Koonz, Becoming Visible, pp. 36-59; y Ruby Rohrlich, «State Formation in Sumer and the Subjugation of Women», Feminist Studies, vol. 6, n.° 1 (primavera de 1980), pp. 76-102. Las referencias que hago corresponden en su mayoría a este último ensayo.
54. Angel (véase la nota 48), pp. 80-96
55. Todd, Catal Hüyük in Perspective, p. 137.
56. Paula Webster, después de examinar todas las evidencias a favor de un matriarcado, llegó a la conclusión de que no puede probarse su existencia, pero explicó que las mujeres necesitaban tener la «visión de un matriarcado» que les ayudara a dar forma a su futuro frente a las innumerables evidencias de falta de poder y de subordinación. Véase Paula Webster, «Matriarchy: A Vision of Power», en Reiter, Anthropology of Women, pp. 141-156; asimismo en Joan Bamberger, «The Myth of Matriarchy: Why Men Rule in Primitive Society», en Rosaldo y Lamphere, Woman, Culture and Society, pp. 263-280