Los tomos del Presidente Mao
Voy a continuar relatando algunos episodios de mi vida en Moscú. Voy a volver sobre un episodio bastante cómico y revelador de la atmósfera dogmática que reinaba en el movimiento comunista internacional en los años sesenta. A inicios de los años sesenta se discutía sobre la posibilidad del pasaje al socialismo por la vía pacífica. Estas discusiones dieron como resultado el sismo entre los comunistas. La mayoría de estudiantes latinoamericanos de la Universidad Lumumba se enfrascaron de lleno en esta controversia.
Las posiciones eran polares, unos acusaban a los otros de no querer admitir que la burguesía nunca iba a entregar el poder por las buenas, que la única manera de subvertir el orden burgués era la revolución y la instauración inmediata de la dictadura del proletariado. Los otros argüían que las transformaciones sociales no imponía de por sí la violencia, que en determinadas circunstancias la correlación de fuerzas permitía llegar al poder por la vía electoral, parlamentaria. Estoy resumiendo y el resumen resulta aquí bastante caricatural, no lo niego. Pues esta discusión conllevaba otras controversias de carácter teóricos, que no puedo resumir convenientemente, por ejemplo, se hablaba del Estado, del Estado burgués y del futuro Estado socialista… Y sobre todo se hablaba de la desaparición del Estado, como lo planteaban los fundadores del materialismo histórico. En todo caso, se discutía mucho y nos reuníamos en grupos afines para leer los distintos materiales. Estas reuniones no eran provocadas por la dirección de la Universidad, ni por el PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética). Fue por esa época que realmente comencé a estudiar a los clásicos del marxismo y nuestras lecturas y discusiones eran realmente aplicadas y acuciosas.
Pero estos estudios, discusiones y controversias se redujeron muy rápidamente en meros alineamientos, en ciegas adhesiones por un bando o el otro. Así fue que uno debía ser pro-soviético o anti-soviético o pro-chino o anti-chino. Mi posición era realmente muy ambigua, quiero decir que realmente me parecía que la historia de El Salvador no permitía soñar ni siquiera con elecciones libres y democráticas. La única salida que se nos presentaba entonces era realmente la vía armada y abogábamos por el derecho a la insurrección. Pero al mismo tiempo era hasta cierto modo sensible por la posibilidad que en determinadas circunstancias fuera posible acceder al poder por la vía electoral. Admitía eso en países como Francia o Italia. Pero no creía que eso fuera posible en Chile. El Partido Comunista Chileno era el más ardiente partidario de la vía pacífica. Muchos le llamaban así a la vía electoral. Personalmente no estaba convencido de que en América el imperialismo permitiría pacíficamente pasar al socialismo. Para abrir la posibilidad del paso al socialismo en América Latina era necesario la destrucción de los principales pilares del Estado Burgués.
En todo caso no me definía como un pro-soviético, ni como un pro-chino. Aunque para ser franco tendía hacia las posiciones que defendían los cubanos, aunque nunca acepté la famosa teoría foquista, ni me pareció digno prestarle oídos al librito de Debray.
Dos republicanos españoles, que desempeñaban en la Universidad la función de “profesores-concierges” o “profesores-vigilantes”. Bueno sus funciones eran sin fronteras definidas. Estos dos españoles tomaron la iniciativa de “confiscar” todas las obras del presidente Mao Tse Tung. Para decir la verdad, no sé si fue por propia iniciativa o si lo hicieron por órdenes superiores.
Lo cierto es que un día nos reunieron a todos los estudiantes de Kabelnaya (facultades de derecho, economía, historia y filología) y nos anunciaron que pasarían por nuestros cuartos a recoger todos los libros maoistas. Este anuncio nos sumió en la estupefacción. Hasta ese momento no habíamos tenido ningún problema con las autoridades para expresar nuestras ideas, nuestros pensamientos. Ningún profesor o autoridad soviética había ejercido sobre nosotros ninguna presión o emitido alguna prohibición.
Algunos latinoamericanos nos reunimos después de ese anuncio y analizamos la situación. Unos cuantos centro-americanos decidimos que nosotros no íbamos a entregar ningún libro, que teníamos total derecho y obligación de enterarnos de todas las posiciones en lid. Pero a la hora de las horas, cuando llegó el momento de oponerse, lo hicimos solamente cinco personas: los ticos Soley, Burol y Fallas, el nica Turcios y un salvadoreño: yo. Y entramos en abierto conflicto con los españoles. Las autoridades académicas parecían ignorar todo de este episodio, por lo menos no se manifestaban. Pero los españoles nos convocaron ante el “profesor-vigilante-superior”, un tal Ivan Ivanovich. El trató de apaciguar los ánimos y dijo que la iniciativa de los dos camaradas españoles había ido demasiado lejos.
Tengo que decir que no creo que estos dos camaradas republicanos españoles hubiesen actuado por iniciativa propia. Ellos eran muy disciplinados y acataban en todo lo que el partido soviético les ordenara. No eran personas que tomaran iniciativas.
Fallas y yo exigíamos que los dos profesores devolvieran los libros a los otros estudiantes. Ivan Ivanovich nos dijo que eso no podía ser, que nosotros podíamos conservar los libros de Mao, pero que era imposible que se devolvieran los libros confiscados.
Pues ahora les paso a contar la parte jocosa de todo esto. Fallitas y yo no nos conformamos con la respuesta y decidimos llamar a la Embajada de la República Popular de China y pedirles ayuda para restituir los tomos a los estudiantes que lo quisieran. En realidad, la Embajada de China nos enviaba religiosamente todos los materiales que quisiéramos, libros y revistas. Pero desde algún tiempo el acceso a la Embajada se había vuelto casi imposible. Los chinos en Pekín habían aislado la Embajada de la Unión Soviética y las autoridades soviéticas sin llegar a los mismos excesos, habían limitado el acceso a la Embajada china.
Llamamos a la Embajada y les contamos lo ocurrido con los tomos de Mao. Le dijimos al empleado que nos atendió que íbamos a entrar a la Embajada y que nos preparara cuatro cajas con las Obras Escogidas de Mao en castellano. Le dimos nosotros mismos la fecha y la hora de nuestra llegada. Pero una cosa era ponernos de acuerdo con los chinos y otra cosa era concertar una cita con Fallitas. El caso es que el día dicho y a la hora dicha no aparecimos por la Embajada china.
Fallitas volvió a aparecer por la facultad y al verlo pues le dije que fuéramos a la Embajada inmediatamente. Pero resulta que Fallas había ido a la Embajada el día convenido y vio todo el dispositivo de vigilancia instalado por los soviéticos. Teníamos pues que tomar nuestras precauciones. Nos pusimos pues a complotar. Hablamos de disfrazarnos, planificamos sobre todo nuestro regreso a la residencia estudiantil.
A la hora de las horas, pues no nos difrazamos y no nos costó ningún esfuerzo entrar a la Embajada, ningún agente de la Milicia, ni del KGB se nos interpuso. Adentro de la Embajada nadie nos esperaba, ni nos había esperado. Tuvimos que explicar de nuevo toda la historia. Nos preguntaron por el nombre del primer funcionario que nos atendió por teléfono. Pues en realidad nunca lo supimos, ni siquiera qué cargo desempeñaba.
Vimos cómo una señorita se ajetreaba preparando las cajas con los tomos de las Obras Escogidas del Presidente Mao. Una vez que terminó, se acercó y en un español casi sin acento nos dijo que nos haría salir por una puerta trasera. Nos dio dinero para el taxi.
Al salir en efecto nos esperaba un taxi que había llamado la Embajada. El taxista nos preguntó hacia dónde íbamos. Muy conspirativamente le indiqué una estación del metro que conocía muy bien. Supuse dos cosas, la primera que el taxista pudiera ser un oreja o fácilmente localizable por las autoridades. Lo mejor era despistar. También pensé que nos podían seguir en algún auto. Le expliqué a Fallitas mis temores. Se puso nervioso y comenzó a ver carros que nos perseguían por todos lados. Cuando bajamos del taxi, en efecto, se paró un coche y uno de los ocupantes bajó y nos observaba. Entramos al metro por la puerta principal, pero no entramos a los andenes del metro, conocía un túnel que conducía a otra salida y que desembocaba en una parada de tranvías.
Resulta que los que nos perseguían salieron del metro ya cuando íbamos en el tranvía. No sé si se dieron cuenta de donde estábamos, los perdimos de vista. En todo caso, cuando nos subimos al tranvía no vimos qué número era y nos llevó a un barrio que no conocíamos. Nos perdimos. Fue ahí que nos dimos cuenta que ya nadie nos seguía.
De regreso a la residencia, le contamos lo ocurrido a Turcios que nos dio una regañada en serio. Nos dijo de todo. Nos explicó que no era en Moscú donde debíamos arriesgarnos. El volvió a Nicaragua a fundar el FSLN. Sí, se trata de Oscar Turcios, el “Ronco”.
Al día siguiente fuimos de cuarto en cuarto a repartir los tomos a los que estaban dispuestos a pensar por sus propias cabezas. Para mí se trataba de eso. Todo el mundo tiene derecho de hacerse de su propia opinión.