En el año del bicentenario del nacimiento de Marx nos encontramos en un momento histórico extraordinario. Mientras que las desigualdades entre determinadas clases sociales aumentan globalmente, los sindicatos y las organizaciones políticas que nacieron de movimientos obreros están hoy más débiles que nunca, al menos en los centros capitalistas. Grandes segmentos de las clases trabajadoras en los antiguos centros capitalistas no están adecuadamente representados en lo político ni en lo económico.
Las corrientes políticas de derecha y la corriente radical populista están aprovechando esta carencia de representación para ganar el apoyo de trabajadores en varios países. En Alemania, los intelectuales de la extrema derecha ya están alardeando de haber ocupado el territorio “estrella” de la izquierda, es decir, la cuestión social. Todo esto pone en evidencia un proceso que apunta al surgimiento de lo que yo llamo “democracia bonapartista”.
Con ello quiero decir que ciertos sectores de las clases dominadas, junto con los trabajadores de la industria y de la producción –predominantemente masculinos–, delegan la representación de sus intereses a partidos radicales de derecha y a otros movimientos que usan la estructura democrática parlamentaria para socavar la democracia y reemplazarla gradualmente por un gobierno autoritario.
Siguiendo las ideas de Marx, a este proceso lo describo como una tendencia hacia una variante de la democracia bonapartista, lo cual es una novedad histórica. ¿Cómo puede explicarse esta tendencia multifacética hacia la supresión de instituciones y de derechos democráticos, justamente a partir de procedimientos democráticos?
A continuación, presento los lineamientos de mi tentativa de respuesta. Desde mi punto de vista, la democracia pasó de ser un “Otro” compatible con la expansión del mercado y con la acumulación de capital, a convertirse en el objeto del Landnahme (acaparamiento, apropiación) capitalista financiero, motivo por el cual dejó de ser el modelo de gobierno preferido para que el capitalismo expansivo pueda desarrollarse (Jessop, 2018).
Consecuentemente, la democracia solo puede conservarse a través de la expansión de su esencia, de sus procedimientos y de sus instituciones para abarcar a aquellas áreas y sectores que anteriormente no tenían la posibilidad de tomar decisiones democráticas.
La expansión de la democracia, a la larga, supone una ruptura con el capitalismo. Pretendo corroborar esta opinión mediante varias consideraciones preliminares en relación con: la teoría de la democracia (1); el análisis de la tensa relación entre capitalismo y democracia (2); el delineamiento de algunas tendencias hacia la des-democratización y la democracia bonapartista (3); y, por último, a partir de discutir los cuestionamientos acerca del futuro de la democracia transformadora (4).
Para cumplir con ello me refiero a Marx y al marxismo, pero de una manera específica. Para mí no existe el “marxismo” cómo tal. Más bien existe una pluralidad de ideas que se refieren a la teoría marxiana de diferentes maneras.
Esta pluralidad es inherente al carácter incompleto de la obra de Marx. No existe un Karl Marx homogéneo, consistentemente lógico.
De hecho, es precisamente su cambio de pensamiento lo que hoy nos resulta tan interesante. Ignorar esto equivaldría a perseguir un “marxismo perezoso” (Stuart Hall). Para superar esa pereza se necesita, en mi opinión, un “marxismo sociológico” (Burawoy, 2015).
Sus seguidores suelen identificarse como “marxianos”, no como “marxistas”, y discuten por una interminable reinterpretación de textos clásicos, teniendo en cuenta conocimientos socio-científicos contemporáneos.
En pos de diferenciarse de otros partidos marxistas, algunos de ellos hoy prefieren el término “marxismo democrático” para indicar que están abiertos a temas tales como el feminismo, el antirracismo y los movimientos ecológicos, como así también a las preocupaciones de grupos indígenas o las ideas de un utopismo emancipatorio (Williams, 2013).
El énfasis puesto en lo democrático es sin duda intencionalmente provocador. Implica, después de todo, que importantes marxismos del siglo XX tomaron posiciones antidemocráticas[1].
Mi punto de vista teórico concuerda en su gran mayoría con la visión de la teoría de Marx que se encuentra en el marxismo democrático. Me refiero principalmente a Alemania, Europa y a los antiguos centros capitalistas. Sin embargo, sospecho que algunos aspectos que describo pueden ser también de interés para Latinoamérica y el Sur global.
1. ¿Qué es la democracia?
La democracia es un término que puede ser dotado de contenidos teóricos y políticos de gran diversidad. La palabra misma es una combinación de los términos griegos dēmos (pueblo) y kratein (gobernar).
Por consiguiente, democracia significa el gobierno del pueblo (el gobierno de varios o de la mayoría) (Schultze, 2010). Si bien es posible rastrear la historia intelectual de la noción hasta la antigüedad, las democracias de masas modernas son muy diferentes de aquellos antiguos gobiernos en los cuales tanto los campesinos como la estructura del pueblo garantizaban la unidad del estado.
En su forma actual, la democracia habilita la participación política de la población en el proceso político, lo cual implica una societalización antagónica (Vergesellschaftung) de lo político. Esta societalización antagónica, sin embargo, está arraigada en la privatización de la vida económica y de la reproducción social.
En los primeros países industrializados, la societalización de lo político tiene lugar dentro de un marco de instituciones democráticas que constituyen la médula de los estados democráticos constitucionales; estas incluyen: soberanía popular; igualdad política de individuos y asociaciones independientemente de credo, de raza o de género; sufragio universal y participación exhaustiva de los ciudadanos, así también como la protección ante cualquier acción arbitraria por parte del estado.
Al mismo tiempo, todo esto nos dice muy poco acerca de las manifestaciones actuales de las formas democráticas de gobierno.
Después de todo, existe un enorme rango de posibilidades entre un gobierno en el nombre del pueblo y el autogobierno del pueblo.
Tanto en términos de historia intelectual como institucional, las democracias se apoyan por lo menos en dos líneas de tradición: por un lado, el liberalismo con su énfasis puesto en la libertad y el pluralismo y, por el otro lado, el igualitarismo republicano que prioriza la equidad y la soberanía popular (Mouffe, 2005).
Ambas líneas de tradición aportan acentos muy diferentes a la agenda de revoluciones burguesas y se resumen, respectivamente, en el slogan Liberté, Égalité, Fraternité.
La cuestión de la igualdad, en especial, causa divisiones. Es imposible aquí y ahora siquiera comenzar a presentar la genealogía de la democracia liberal y social; por este motivo, una mirada superficial a los acontecimientos de posguerra deberá ser suficiente.
A pesar de que algunas tendencias regeneradoras evitaban básicamente cualquier reconstrucción económica democrática de largo alcance, la igualdad tuvo su lugar dentro de los capitalismos regulados por el estado benefactor en Europa continental durante la era de posguerra, en el sentido de que se institucionalizaron (aunque asimétricamente) los intereses de clase de los trabajadores asalariados en los regímenes de estados benefactores (Abendroth, 1967).
Por consiguiente, la democracia era más que pluralismo liberal: implicaba derechos de los ciudadanos, relaciones laborales organizadas, estándares colectivos de negociación y oportunidades de participación y codeterminación.
Tanto en sectores de Europa continental como en los centros capitalistas fuera de Europa, esto derivó en una significativa variación de estados en los que se dotaba a los trabajadores asalariados de propiedad colectiva para que se asegurasen el sustento en forma privada internalizando así los costos sociales (Castel, 1992; Marshall, 1950).
Aparentemente, democracia y capitalismo se habían reconciliado, dado que la sociedad civil permitía la construcción de un consenso entre capital y trabajo o entre economía y sociedad en términos más generales.
La expresión “capitalismo democrático” (Streeck, 2014), surge de esa circunstancia.
En los comienzos de la implosión de los estados burocráticos socialistas y con la crisis de los estados benefactores capitalistas aún en marcha, el discurso democrático vira hacia la tradición liberal. Esto se debe exclusivamente y, sin lugar a dudas, al predominio de paradigmas radicales de libre mercado, tal como se menciona en numerosos estudios (Crouch, 2004; Harvey, 2005).
En contra de los antecedentes de agitación social en Europa del este, durante los cuales las demandas de los movimientos opositores por la democratización coincidieron con la introducción de formas de economía capitalista y, simultáneamente motivados por la experiencia de nuevos movimientos sociales y sus múltiples formas de protesta, el valor intrínseco y la variabilidad de las instituciones y de los procedimientos democráticos se convirtieron en el punto central de los debates sobre la teoría democrática (Rödel, Frankenberg, Dubiel, 1989).
Cualquiera que se rehusara a encasillarse en una postura liberal, dirigía su mirada hacia diferentes modelos de democracia deliberativa orientada a procesos.
El valor intrínseco de los procedimientos democráticos, pasado por alto en la teoría de Marx y luego criminalmente ignorado por regímenes (pos-) stalinistas y nominalmente socialistas, representa un legado que la democracia del siglo veintiuno no debe olvidar.
Teniendo esto en mente, existe alguna razón para creer que las teorías sobre la democracia deliberativa han confundido la hierba con la maleza (Dux, 2013). Porque si seguimos la lógica de una noción procesal de la democracia principalmente orientada al intercambio, entonces, la que se negocia actualmente mediante procedimientos democráticos queda sin poder definirse.
El pueblo soberano, constitutivo, decide por mayoría de votos cómo será llenado ese vacío político. Como argumenta Jürgen Habermas (1998): “la brecha normativa dejada por un concepto positivista de leyes promulgadas democráticamente ya no puede salvarse con los intereses de la clase privilegiada”; en cambio, “las condiciones de legitimidad para la ley democrática deben ser buscadas en la racionalidad del mismo proceso legislativo”.
Lo que Habermas describe como privilegio no es más que la definición constitucional de los intereses colectivos de las clases que dependen de un salario. Para Habermas, en este contexto, los intereses de las clases privilegiadas representan los intereses colectivos de los trabajadores asalariados, como lo estipula el “Principio del Estado Social”.
Wolfgang Abendroth, científico político marxista, se expresó al respecto durante su discusión con Ernst Forsthoff, teórico conservador constitucional, en relación con la Ley Alemana (occidental) Fundamental (Forsthoff, 1968.)
Habermas, sin embargo, considera que la idea de Abendroth en cuanto a que la democracia se apoya en una societalización antagonista es una suposición residual de la filosofía marxista de la historia y sugiere que “nuestra confianza en suposiciones fundamentadas en la filosofía marxista de la historia, así como en otras filosofías de la historia, prácticamente ha desaparecido” (Habermas, 1998, p. 237)[2].
Esta renuncia a supuestos privilegios de intereses de clase, que son como mínimo subdominantes, tiene graves implicaciones teóricas. La cuestión democrática efectivamente se escinde de la cuestión social y la igualdad se devalúa tácitamente. Aunque la igualdad pueda pasar al primer plano en los procedimientos deliberativos de una democracia, bajo ningún punto de vista se da necesariamente así. El soberano decide.
Por consiguiente, en el modelo deliberativo, la democracia queda reducida a sus propios procedimientos y a su legitimación, así como a su fuente de poder, tomada como razón comunicativa ya implícita en el proceso de entendimiento (mutuo).
Un problema fundamental para comprender el modelo deliberativo de la democracia yace en el hecho de que perpetúa en términos metateóricos ciertas premisas básicas de la forma de gobierno democrático que, desde un punto de vista histórico y, sin lugar a duda, no son intrínsecas.
Por ejemplo, las reflexiones de Habermas se basan en la premisa tácita de que el crecimiento económico[3] puede ser sustentable, mientras que el estado benefactor asegura la distribución del valor social agregado y la “pacificación del conflicto de clase” (1987, p. 334).
Esta premisa no cuestiona ni la generación de crecimiento económico como tal ni el equilibrio relativo de fuerzas entre las principales clases sociales que sustentan la estabilidad institucional de los estados benefactores y de la democracia. Si hay crecimiento económico todos se ven beneficiados. En cierto modo, el concepto habermasiano no difiere realmente de la principal teoría democrática liberal en su estrecha interconexión entre crecimiento económico, redistribución del bienestar y estabilidad democrática.
“La libre economía crea más prosperidad que ninguna otra forma de actividad económica. Y la prosperidad parece ser casi garantía de democracia” (Vorländer, 2010).
2. Tensiones entre capitalismo y democracia
¿Pero, qué pasa cuando el cerrado entramado de crecimiento económico y democracia se desarma? Esta pregunta es significativa,
sobre todo, porque los centros capitalistas han alcanzado un punto de inflexión histórico. “Las economías nacionales de los antiguos núcleos industriales han dejado la era del crecimiento rápido definitivamente en el pasado; en cambio, se transformaron en capitalismos de pos-crecimiento, con tasas de crecimiento relativamente bajas” (Galbraith, 2014, p. 9).
Los períodos de prosperidad, que se hicieron más evidentes durante la década que siguió al 2008-2009, adoptan formas dispares, regional y nacionalmente, y van acompañados de una creciente desigualdad en la distribución de la riqueza producida. Cualquier aumento en el producto bruto interno (PBI) en una economía basada en combustible fósil equivale a una aceleración en el consumo de energía y de recursos, así como de emisiones que perjudican al ecosistema.
La legitimidad de este tipo de crecimiento, basado en un excesivo consumo de recursos, en la producción industrial y en el consumo masivo, se erosiona rápidamente; sin embargo, se lo aceptó durante mucho tiempo como un indicador confiable del aumento de la riqueza y, aún hoy, ciertas élites políticas lo consideran la condición previa de la estabilidad social y de la democracia.
Lo que la máquina de crecimiento capitalista trató de ocultar durante décadas está saliendo a la luz una vez más: el capitalismo expansivo y las democracias limitadas, territorialmente atados a las fronteras del estado benefactor nacional, se encuentran atrapados en una relación cargada de profunda tensión.
2.1. Sociedad antagonista y democracia política
Marx, cuya concepción de la democracia suele reducirse a la fórmula ambigua e incorrectamente utilizada de la revolucionaria “dictadura del proletariado”, anticipó esta relación cargada de tensión. La explicaba como una incompletitud sistemática predestinada de la democracia en sociedades capitalistas burguesas, en sociedades burguesas capitalistas. Según su punto de vista, la democracia, como “el acertijo resuelto de todas las constituciones” (Marx, 1975, p. 29) presenta una doble estructura.
Hablando lógicamente, la forma de gobierno democrática es perfectamente adecuada para la societalización de las clases subalternas al mismo tiempo que asegura el dominio burgués.
La democracia brinda flexibilidad para realizar acciones creativas empresariales. De este modo, adapta la compulsión impulsada por la competencia hacia la constante revolución de los medios de producción y simultáneamente fomenta la auto-mistificación de la explotación capitalista (Marx, 1976, p. 680).
Dicho esto, la democracia también contiene un elemento que va más allá de este mundo mistificado, ya que confía en la inclusión de las masas en el proceso político. No solo es una forma de gobierno societalizadora sino que también provee un marco constitutivo que puede ser aprovechado para lograr una emancipación de las clases subalternas y para superar al mismo capitalismo[4].
*Históricamente, no fueron las clases burguesas las que lucharon exitosamente por el parlamentarismo y la democracia. La dinámica de los movimientos democráticos alarmó a la burguesía y para las revoluciones europeas de 1848 había “dejado de ser una fuerza revolucionaria” (Hobsbawn, 1995, p. 33). Dicho esto, aquellos que defendían el sistema social existente “tuvieron que aprender las políticas del pueblo” (p. 33). El mismo Marx demostró en su brillante texto El 18 brumario de Luis Bonaparte como la forma de estado democrática puede ser usada para eliminar a la democracia.
Explicó el crecimiento de la monarquía francesa en términos de un equilibrio de fuerzas.
Una vez que obtuvieron la posibilidad de voto, la mayoría de los campesinos franceses, que eran pequeños propietarios, delegaron sus intereses al representante del partido del orden, ante la incapacidad de formar conscientemente una clase coherente debido a la falta de organización y de medios de comunicación.
Además de beneficios sociales, Napoleón III prometió principalmente el restablecimiento del orden social.
Luis Bonaparte, que llegó al poder por medios legales, comenzó a desmantelar la forma de gobierno democrática inmediatamente después, en favor de una nueva monarquía.
Posteriormente, en efecto, usaría a la Comuna de París para convencer a las facciones de las clases dominantes de los principales países europeos para que aceptaran los parlamentos y el sufragio universal como males necesarios (Marx, 1852, p. 15).
En Alemania fue necesaria la Revolución de Noviembre de 1918 para derrocar a la monarquía e implementar libertades básicas como el sufragio universal.
La democratización ocurrió al mismo tiempo que la introducción de derechos fundamentales como la jornada laboral de ocho horas, y fue impulsada por movimientos de trabajadores organizados que, a pesar de sus diferencias, provenían de una misma autoconcepción socialista.
En los albores de la República de Weimar, la adopción de elecciones universales, igualitarias, libres y secretas por parte de las élites capitalistas representó su último intento desesperado de detener la transformación hacia una república de consejos obreros y la dictadura del proletariado (Rosenberg, 1939).
Sin embargo, las instituciones democráticas permanecieron inestables y, a la larga, cayeron presa del gobierno nazi; durante este gobierno las clases altas se subordinaron a su propio “Bonaparte” (aunque a uno fascista) (Thallheimer, 1979, pp. 109-112).
Tal como había sucedido en Italia, el fascismo alemán puso fin en forma violenta a un interregno que impedía la revitalización de la economía y la sociedad, al menos desde el punto de vista de las facciones de las clases dominantes. El gobierno autoritario no pudo impedir una revolución del proletariado, como había creído August Thalheimer, hereje comunista. El fascismo representó una respuesta al éxito moderado de la reforma socialista.
En ese momento, solo era posible gobernar dentro de un marco democrático “bajo la constante presión de la clase trabajadora” (Bauer, 1976, vol. 4, p. 147). Algunas facciones importantes dentro de las clases dominantes se negaban a aceptarlo. En cuanto surgió la oportunidad y con el apoyo de un segmento sustancial de las clases altas, se liquidaron violentamente las instituciones de una incipiente democracia “social”.
Sin embargo, el New Deal en Estados Unidos y la democracia industrial en Suecia demostraron que había otras salidas democráticas a la crisis.
La democracia puede ser resumida como el producto histórico y el medio de una societalización antagonista de la política que (contradiciendo a Jürgen Habermas en esto) permanece activa aún hoy.
Esta es la razón por la cual no se puede garantizar la existencia de instituciones y procedimientos democráticos dentro de sociedades capitalistas. La democracia es particularmente valiosa para las élites capitalistas siempre y cuando busquen societalizar fuerzas antagonistas.
En términos de una teoría de la democracia, esto significa que democracia y capitalismo no se desarrollan al unísono.
Dependiendo del balance de las fuerzas sociales, las luchas sociales y los conflictos políticos, logran una síntesis más o menos estable, causada en particular por coincidencia. Esta síntesis es siempre reversible si surge la necesidad.
2.2. El interior y el exterior de la democracia
Aún en casos de una societalización exitosa de antagonistas potenciales, permanece un adentro y un afuera de la democracia.
La forma de gobierno democrática no es compatible en el mismo grado con cada región y sector del mundo con sociedades capitalistas.
Este hecho se refleja en las teorías de Landnahme que se originan en la presunción de que el capitalismo como tal no puede reproducirse a sí mismo desde adentro, sino que debe depender de la constante ocupación de un Otro no capitalista.
En términos históricos, mi versión preferida del concepto de Landnahme (Dörre, 2015, pp. 11-66), aborda un acontecimiento que se arraigó durante el último tercio del siglo diecinueve, durante la llamada “era del imperio”. Desde entonces, la velocidad y el crecimiento de la economía mundial han sido dictaminados por los estados capitalistas centrales, que dominan al gran resto de los denominados países “atrasados”.
El supuesto “privilegio” (a saber, el de haber nacido en un país rico) que resulta de ello, determinó cada vez más la desigualdad global por décadas, y aún sigue siendo una de las principales causas del flujo migratorio en todo el mundo (Milanovik, 2011, p. 124).
Rosa Luxemburg fue una de las primeras teóricas marxistas en analizar sistemáticamente esta sincronicidad de desarrollos asincrónicos. A pesar de las numerosas equivocaciones y de las conclusiones erróneas que contiene su teoría de la acumulación y la realización de la plusvalía externa (Dörre, 2018, pp. 80-95) su trabajo principal establece una teoría de sociedad que contradice el concepto lineal de progreso y, en contraste con lo anterior, reconoce una pluralidad de formas de explotación y dominación.
Para Luxemburg, la dinámica de la acumulación y el crecimiento capitalistas presenta una estructura binaria. Funciona como un permanente metabolismo entre capitalismo interno y mercados externos no mercantilizados (o no totalmente mercantilizados aún) (Luxemburg, 2003, pp. 397-ss.).
Solo los mercados internos, que se apoyan en el intercambio de equivalentes, permiten interconectar capitalismo y democracia. Dicho esto, nunca dejan de depender de los mercados externos que a su vez se caracterizan por la coerción extraeconómica, asi como por formas de disciplinamiento y de intercambio desigual. Aún en términos formales, los mercados externos no logran establecer relaciones libres e igualitarias entre individuos mientras que la democracia representa un tipo de gobierno insuficiente para su desarrollo.
La legislación de los mercados internos, que consolida compromisos entre trabajo y capital u otros participantes del mercado, se ve como un “fetiche legal” (Goncalves, 2017) desde la perspectiva de quienes participan en los mercados externos (como los habitantes de las colonias, sectores marcados por la dominación extraeconómica, basada en el racismo o en la diferencia de género) detrás de los cuales yace un claro mecanismo de violencia estructural o incluso de represión manifiesta.
En el contexto de esta estructura binaria de la dinámica capitalista, la tensa relación entre capitalismo y democracia puede ser redefinida según dos aspectos.
En primer lugar, un punto ciego se hace evidente en todas esas concepciones que discuten sobre las bases de la teoría hegemónica, siguiendo la línea de Antonio Gramsci, Hugo Sinzheimer, Hermann Heller y Ernst Fraenkel, o que interpretan el estado benefactor como una expresión multifacética de un compromiso de clases legalmente codificado.
Dichas teorías suponen principalmente un capitalismo racional compatible en gran medida con la forma de gobierno democrática. En lo societalizado, estado democrático, dominación y hegemonía se basan en un consenso básico entre gobernantes y clases dominadas,[5] el cual emerge de los conflictos sociales y simbólico-culturales dentro de la sociedad civil.
Todo consenso está reforzado por una dosis de coerción y sus portadores son bloques históricos compuestos por clases cruzadas cuyos proyectos transforman los intereses de clase en la esfera política, que se vuelven así mayormente invisibles (Buci- Glucksmann, 1981, p. 76).
En este contexto, la coerción no requiere de ninguna manera de violencia encubierta o manifiesta. Mientras que el orden de propiedad capitalista no sea desafiado, la silenciosa compulsión económica de vender la propia fuerza de trabajo no requiere de más legitimación.
Esta es la razón por la que los “bienes extra-económicos” (como derechos civiles sociales, derecho a la libertad o privilegios reglamentados para un trato igualitario) pueden ser distribuidos de una forma relativamente igualitaria ya que la esencia del capitalismo se mantiene imperturbable (Meiksins Wood, 1995, p. 264 y ss.).
En el estado integral de capitalismo racional, la ley se convierte en un mecanismo de regulación que también tiene en cuenta los intereses de las clases dominadas. El carácter de compromiso de la ley (universal) permite interpretaciones en términos de una democracia tanto social como transformadora, tal como lo demostró Wolfgang Abendroth en relación con la Ley Fundamental alemana.
Por consiguiente, algunas normas legales esenciales están generalmente abiertas a estrategias de transformación anticapitalistas y socialistas (Deppe, 2007, pp. 123 y ss.). La democracia entendida en este sentido no necesita un fundamento histórico-filosófico porque se vale de la referencia a la génesis histórica y a la contingencia social de los derechos democráticos.
El problema con los conceptos subyacentes es de otra naturaleza. No tienen en cuenta el hecho de que la dinámica capitalista no sigue exclusivamente principios racionales todo el tiempo.
Aún en su forma de estado benefactor, la societalización capitalista aprovecha y (re)produce regiones, grupos sociales, modos de producción y vida marcados tanto por la coerción extraeconómica como por violencia encubierta o evidente.
La noción original de democracia basada en la societalización antagónica tiene poco para ofrecer a estos grupos discriminados y políticamente devaluados en las (semi)periferias de los capitalismos nacionalistas, tanto por dentro como por fuera de ellos, porque esencialmente omite la realidad de los mercados externos.
Sin embargo, el capitalismo nunca existe exclusivamente en una forma pura y racional dado que solo puede seguir desarrollándose a expensas de otros modos de producción y de vida. Por consiguiente, los conflictos sociales a menudo giran alrededor de la pregunta de “si” y “cuáles” grupos, regiones y territorios disfrutan del rango completo de los derechos democráticos aún en estados capitalistas regulados por un estado benefactor.
En segundo lugar, reducir la societalización antagonista exclusivamente a la dicotomía entre capital y movimiento de trabajadores organizados tiene poco sentido. Los Landnahmen capitalistas siguen una compulsión sistemáticamente inherente de expandirse, aumentando constantemente el número de individuos (incluyendo a aquellos de entre los capitalistas) sujetos a los imperativos del mercado (Meiksins Wood, 2017, pp. 11, 34).
El contraste entre la mercantilización, concebida como un proceso infinito, y la finitud de un Otro no determinado por la economía de mercado (que, de modo similar al estado benefactor, asegura en primer lugar la funcionalidad del mercado) estructura la societalización antagónica de lo político y por consiguiente, de la democracia misma.
Esta tensa relación inherente al proceso de societalización contiene el antagonismo entre trabajo asalariado y capital. También tiene un exhaustivo efecto amortiguador entre la indómita expansión de los imperativos del mercado capitalista por un lado y la socialidad constituida democráticamente por el otro. Esta relación conlleva (además de luchas de clase, por supuesto) conflictos relacionados con la justicia de género o relaciones cargadas de etnonacionalismo así como conflictos socioecológicos.
Todas estas líneas de conflicto se mueven más o menos de manera independiente y tienden a desarrollarse dentro de sus propios esquemas, aunque a veces se crucen. Las tensiones entre las fuerzas de expansión del mercado y las contrafuerzas son procesadas por bloques históricos y alianzas de clases que, tal como Karl Polanyi demostró, se pueden manifestar de manera autoritaria e incluso fascista.
Desde esta perspectiva, cualquier dinámica capitalista procede a partir de un doble movimiento. La liberalización de los mercados crea en consecuencia bienes económicos ficticios como trabajo, tierra y dinero, tratados como si fuesen simplemente una mercancía más.
Entonces surgen contramovimientos antiliberales que son políticamente diversos. Su única característica en común es la discrepancia con el principio liberal de laissez faire (Polanyi, 2001).
3. Por qué el Landnahme de lo social está socavando la democracia
La historia no se repite. Dicho esto, no se pueden negar ciertos paralelos con lo propuesto por Polanyi. El período de apertura radical del mercado transfronterizo, que recibió un nuevo impulso a partir de la implosión del socialismo burocrático estatal, fue seguido desde la gran crisis de 2007–2009 por un período en el cual las formaciones antiliberales, antiglobalización y mayormente populistas de derecha están impulsando la agenda política.
Como era de esperar, la interpretación de este punto de inflexión es muy controvertida tanto científica como políticamente. En mi opinión, no estamos presenciando ni una “internacionalización fallida” (Flassbeck, Steinhardt, 2018), ni una “globalización impugnada” (Crouch, 2018, p. 76). Un mero modicum de políticas socialdemócratas y verdes de “desaceleración” probablemente resultarán insuficientes para garantizar la continuación de la societalización transnacional. Desde mi punto de vista, el proceso de globalización, que consta de diversos niveles, se ha vuelto “repulsivo”. Ha tenido un efecto negativo resultante de la creciente desigualdad, las bajas tasas de crecimiento en los primeros países industrializados, los riesgos financieros continuos, la destrucción ecológica y la creciente migración forzada. Esto ha traído consecuencias no deseadas para los centros causales y ha tenido un impacto creciente en sus estructuras.
Esto sucede porque la globalización de libre mercado representa una combinación de Landnahmen internos y externos. Hasta el cambio de milenio, la globalización expansiva (financiera) impulsada por el mercado fue un proyecto de crecimiento económico y la organización política que abordan el eje del conflicto del capital y el trabajo nunca, en toda la historia de la posguerra, habían sido tan débiles como lo son ahora.
Por lo tanto, la polarización social no encuentra una representación adecuada en el sistema político existente. Aunque se están produciendo una gran cantidad de conflictos y huelgas en Alemania (de hecho, existe virtualmente una “nueva formación de conflictos” (Dörre 2016, pp. 348-365), no hay un espacio público de resonancia que permita el procesamiento productivo del cúmulo de materia prima causante del problema en términos de política de clase. Esto no es solo un problema para la izquierda, que está amenazada por la decadencia institucional. Las sociedades de clases desmovilizadas corren constantemente el riesgo de destruir esos mecanismos autoestabilizadores (sistemas de crédito, innovación, redes de reproducción de trabajo reguladas por el estado benefactor) que podrían mitigar los costos de seguimiento de la expansión desenfrenada del mercado.
La destrucción continua de la socialidad engendra esas variantes de democracias desdemocratizadas, mencionadas anteriormente.
Es posible distinguir cuatro mecanismos de desdemocratización sistémica.
Uno de los efectos negativos más severos de la globalización es un aumento masivo en la desigualdad de riqueza e ingresos. El rápido crecimiento que conduce a la expansión de las clases medias en las economías emergentes, tanto grandes como pequeñas, se produce parcialmente a expensas de las clases dominadas en las antiguas metrópolis. Los principales beneficiarios de la globalización, entonces, son las élites ricas que aún se originan y residen principalmente en el Norte Global.
Alrededor del 44 por ciento del aumento total de los ingresos entre 1988 y 2008 se destinó al cinco por ciento más rico, y casi un quinto al uno por ciento más rico de la población mundial. La creciente clase media en las economías emergentes del Sur recibió solo del dos al cuatro por ciento del crecimiento de los ingresos totales (Milanovic, 2011 y 2016).
Aquellos situados del lado de los perdedores (principalmente la fuerza laboral industrial, pero también el nuevo proletariado del sector servicios en los viejos centros) carecen cada vez más de lo que el ex economista del Banco Mundial Branko Milanovic describe como la “prima de ciudadanía” de la distribución de la riqueza. El “privilegio” de haber nacido en un país rico ya no sirve como protección contra la movilidad social descendente. Mientras las disparidades entre el Norte y el Sur están disminuyendo, la posición de clase dentro de las sociedades nacionales se está volviendo cada vez más relevante para las oportunidades de vida en todo el mundo.
La desigualdad ha crecido a tal punto que se ha convertido en un impedimento para el crecimiento mismo (Fratzcher, 2016), alimentando un círculo vicioso. El bajo crecimiento económico, combinado con la ausencia de medidas redistributivas, acelera aún más la concentración de la riqueza (Piketty, 2014, pp. 41-52).
En la parte superior de la jerarquía social, encontramos un grupo en expansión, un pequeño grupo de súper-ricos, que viven en un mundo estructurado por reglas especiales. Grandes activos privados constantemente tientan a las élites financieras a “enriquecerse usando su músculo político para aumentar su participación en el pastel preexistente, en lugar de agregar valor a la economía y, por lo tanto, aumentar el tamaño del pastel en general” (Freeland, 2012, p. 189).
Debido a que esta aristocracia adinerada desea proteger sus privilegios, impide cualquier regulación efectiva del sector financiero. La inversión de capital monetario excedente en el sector financiero y la disposición a participar en transacciones financieras de alto riesgo contribuyen a preservar un sistema financiero internacional cuyas constantes interrupciones operativas podrían desencadenar una nueva crisis en cualquier momento (Hudson, 2015).
Hasta ahora, cada crisis financiera ha acelerado la redistribución de abajo hacia arriba.
Este es un factor que contribuye a la aparición de clases marginales en la parte inferior de la jerarquía social. Estas clases comprenden alrededor del 10 al 15 por ciento de la población, que abandona el empleo protegido y los sistemas colectivos de seguridad social casi por completo. En la cima y la base de la pirámide de ingresos y riqueza han surgido grandes grupos sociales cuyos modos de vida y situación social están esencialmente desconectados del crecimiento económico en conjunto. Si bien uno de ellos puede manipular el sistema político para su propio beneficio, la gran mayoría del otro grupo elige la abstención política. Renuncian a su derecho a votar y reaccionan ante su falta de poder mediante la autoexclusión del sistema político.
De manera inversa, y aun así unidas por el mismo mecanismo causal capitalista financiero, ambas facciones de clase constituyen, a su manera, un aspecto exterior particular de la democracia.
Sin embargo, también se produce una desdemocratización con respecto a las clases dominadas y las fracciones de clase que todavía están integradas en la sociedad a través del trabajo asalariado semiprotegido. Sobre estos asalariados se puede afirmar lo siguiente: cuanto más pierden contacto con una sociedad próspera a pesar de sus esfuerzos individuales, más tienden a concebir las desigualdades distributivas que perciben como conflictos entre el interior y el exterior.
El conflicto de clases se reinterpreta como un conflicto entre nativos productivos e inmigrantes supuestamente no integrables culturalmente que no están dispuestos a trabajar. Los que sienten que han estado esperando en fila, al pie del “Monte de la Justicia” (trabajando, pagando impuestos, etc.) pierden rápidamente la paciencia al percibir que a “los refugiados”, “los inútiles”, “aquellos improductivos y poco dispuestos a realizar”, de repente se les da “todo”. Muchos trabajadores expresan el sentimiento de que las personas que nunca han contribuido a la riqueza nacional están colándose en la fila por delante de aquellos que realmente tienen ese derecho. La autoelevación a través de la degradación de los demás es solo una posible reacción subjetiva que parece natural a los trabajadores con ideas de derecha. No hace falta decir que los populistas de derecha están aprovechando este mecanismo[6].
Las movilizaciones exitosas de las formaciones populistas de derecha se pueden entender con la ayuda de la teoría del bonapartismo de Marx. Desde una perspectiva contemporánea, las teorías del bonapartismo son interesantes principalmente por razones metodológicas.
Ilustran que los intereses de clase contradictorios solo se manifiestan como políticos cuando encuentran representación adecuada y se traducen en proyectos hegemónicos.
El carácter de clase de tales proyectos permanece en gran medida oculto. La hegemonía, es decir, la capacidad de liderar implica en las democracias parlamentarias de hoy la creación de un consenso entre aquellos en el poder y los subalternos. Este consenso, tal como mencioné, siempre se ve reforzado por la coerción.
En sociedades capitalistas diferenciadas con una democracia parlamentaria, la hegemonía cultural surge de los conflictos sociales y simbólico-culturales en la sociedad civil. La competencia entre bloques sociales ciertamente se lleva a cabo sobre la base de intereses de clase específicos. Sin embargo, las preguntas sobre si estos intereses están representados políticamente y cómo lo están, permanecen sin una respuesta definitiva históricamente. El conocimiento espontáneo del subalterno no tiene “un significado estable o vínculos políticos” (Didier Eribon).
Tales lazos deben ser restablecidos constantemente.
Este es un punto crucial. El populismo de derecha de hoy no es una reacción a las amenazas sistémicas del capitalismo, ni tampoco es una reacción al exitoso reformismo socialista. Es una respuesta a la asimilación de los partidos de centroizquierda en los centros capitalistas. Basándose en autores como Anthony Giddens, los partidos socialistas y socialdemócratas concibieron la globalización como un viaje en un juggernaut.
Avanzar a su paso parecía ser lo único que quedaba por hacer. Pero ahora el tren de la globalización se ha descarrilado y no está claro cómo podría volver a recuperar su rumbo.
En esta situación, los populistas de derecha están aprovechando las dificultades que tienen los asalariados para organizarse como una clase movilizada. Por supuesto, hoy hay luchas laborales. De hecho, Alemania está experimentando un número récord de conflictos laborales. Las huelgas en el sector de los servicios son crecientemente lideradas por mujeres y, como en el caso de Amazon, a veces adquieren una dimensión internacional. Sin embargo, todas estas luchas no han logrado un cambio duradero en el equilibrio social de las fuerzas o no han tenido un impacto real en el sistema político.
Parece que carecen de un espacio de resonancia, dado que los partidos de centroizquierda han abdicado voluntariamente del campo de la política de clase progresista. A esto se suma la tremenda dificultad para organizar a las clases marginales y a los asalariados precariamente empleados en sindicatos y partidos políticos.
Los resultados son claros: los populistas de derecha pueden organizar con éxito incluso a los trabajadores sindicalizados en un bloque social con la intención de poner a los trabajadores de una nación contra los de otra. En este sentido, los Trumps, Bolsonaros, Salvinis, Orbans, etc. son los bonapartistas de nuestro tiempo.
4. ¿Hay futuro para la democracia (transformadora)?
¿Tiene alguna posibilidad la democracia de prevalecer en este contexto de Landnahmencapitalista sin restricciones que no perdona ni siquiera las relaciones sociales y las esferas públicas?
En términos analíticos, ciertamente hay razones para dudar. Mi propia respuesta, tal vez optimista, a esta pregunta sería cautelosamente afirmativa. Para comenzar, podemos establecer que la desdemocratización continua ha erosionado la legitimación de las políticas radicales de libre mercado.
El neoliberalismo y la restricción supuestamente práctica denominada globalización han caído en descrédito. En aquellos lugares donde continúan determinando decisiones políticas, no cuentan con la aprobación incuestionable de la sociedad civil y por lo tanto intentan crear lealtad principalmente a través del miedo (Anderson, 2017, pp. 117 y ss.)
Un factor que beneficia a los movimientos y partidos populistas de derecha es que pueden presentarse como una alternativa a las presuntas restricciones prácticas de la globalización. Esto los distingue de los partidos de centroizquierda, que vieron su propia subordinación a los imperativos del Landnahmeglobal como la única oportunidad para seguir siendo capaces de accionar políticamente.
En la medida en que la revuelta imaginaria (por ser básicamente conformista) de la nueva derecha (Dörre et al., 2018) atrae seguidores, la democracia como instrumento de societalización también está disponible para ciertos segmentos de las élites capitalistas. La formación de opiniones se está convirtiendo cada vez más en la reserva de un bloque populista de derecha, nacional-social o nacional-liberal.
Una vez en el poder, este bloque establece, como ha ocurrido en varios países, lo que Pietro Ingrao y Rossana Rossanda han descrito como leaderismo, cuyos protagonistas, desde Berlusconi hasta Trump, gobiernan al estilo de gerentes de negocios autoritarios.
Sin embargo, la polarización entre las élites liberales y nacionalistas solo puede tener tal influencia porque la societalización antagónica de la política ha perdido a su antagonista. En otras palabras, las clases dominantes no tienen nada que societalizar, carecen de un oponente social. Como resultado, los derechos sociales democráticos, incluso básicos, que durante muchas décadas sirvieron como garantes de la estabilidad y la fuerza societalizadora del capitalismo occidental (junto con el crecimiento económico, por supuesto), están siendo cuestionados.
Si se quiere revitalizar la democracia, ésta debe oponerse al expansionismo capitalista, que tiene un efecto antidemocrático tanto en sus variantes liberales como en las nacionalistas radicales (Heitmeyer, 2018).
Con respecto a la teoría democrática, la tarea es reemplazar el enfoque en los procedimientos deliberativos orientados a la comprensión por una noción más sustancial de autogobierno por parte del dēmos o soberano democrático. Las variantes actuales de la democracia que defienden la participación directa, la autoorganización y la comunitización con una actitud antiestatal (Hardt, Negri, 2017) son, por sí mismas, totalmente insuficientes en este aspecto.
Esto es también así para las variantes de moda de una democracia aleatoria (Buchstein, 2018) en la que la suerte del sorteo determina qué personas son responsables de tomar las decisiones que afectan el futuro de todos. Lo que une estas nociones teóricas de democracia tan dispares es que ninguna de las dos reconoce el carácter antagónico de la societalización de la política. Los antagonismos sociales no pueden suspenderse mediante una retirada a lo colectivo ni mediante un juego de puro azar. Deben ser rescatados de su estado latente y hacerse visibles políticamente. Redescubrir la ley como una forma de regulación en el conflicto socio-ecológico presente en la sociedad será fundamental para lograrlo.
Esto podría llevarse a cabo, por ejemplo, integrando objetivos para la sustentabilidad social y ecológica en la constitución. El aire, el agua, la alimentación, la educación básica y la movilidad requieren garantías legales para permanecer disponibles como bienes públicos. El Principio del Estado Social podría ampliarse con el derecho a una buena vida, lo cual necesariamente debería incluir la conservación del status quo con respecto a los bienes públicos y un uso sustentable de los recursos naturales finitos.
Tal priorización de los intereses de la supervivencia social y ecológica solo puede ocurrir inicialmente dentro del espacio interno de la democracia parlamentaria. En consecuencia, y desafortunadamente, el estado nación democrático seguirá siendo el escenario más importante para la implementación de los derechos socio-ecológicos.
Esto no modifica en nada la necesidad de expandir gradualmente el ámbito de aplicabilidad de los derechos de supervivencia al Otro de la democracia. A la larga, la democracia solo prevalecerá si la toma de decisiones democráticas se expande a la economía y a las grandes corporaciones transnacionales.
Decisiones sobre el cómo, qué y para qué, en producción e inversion, se relacionan con los intereses de la supervivencia colectiva. En consecuencia, ya no deben dejarse a pequeñas minorías con poderes prácticamente ilimitados. No hace falta decir que un simple retorno a las políticas clásicas de redistribución socialdemócratas sería claramente insuficiente para alcanzar este fin. La cuestión no radica en la restauración de la democracia social, sino en la instauración de la democracia social-ecológica.
Una política democrática de transformación no puede evitar plantear la cuestión de la propiedad, aunque de una manera nueva. El concepto de propiedad como principio dinámico, es decir, la acumulación de capital y ganancias como un fin en sí mismo (Arendt, 1951, p. 137), no tiene futuro.
Tanto la propiedad privada capitalista de los medios de producción como la propiedad estatal socialista han demostrado ser inadecuadas para hacer frente a los principales desafíos que enfrenta la sociedad moderna.
Por esta razón, requerimos nuevas formas de propiedad colectiva que conviertan a los empleados en copropietarios, particularmente en los sectores clave estratégicos de la sociedad (el sector financiero, los medios de comunicación, la informática, la gestión de la energía y el agua, el transporte, la agricultura).
A más largo plazo, las grandes corporaciones deberían transformarse en empresas cuyos mismos empleados sean los propietarios, sujetas a una voluntad colectiva democráticamente legitimada e institucionalizadas dentro y fuera de las corporaciones privadas.
Este colectivo debería incluir aportes de organizaciones de consumidores, ONG y asociaciones medioambientales para evitar la formación de bloques corporativos. Además de esto, formas de autopropiedad colectiva que ya existen en varios nichos de la sociedad, como las cooperativas de energía, las redes e instituciones de autoayuda, las organizaciones sin fines de lucro y los elementos incipientes de una economía solidaria también requieren fortalecimiento.
Esto facilitaría la expansión gradual de los sectores económicos no capitalistas de acuerdo con una planificación inductiva del marco social, de este modo limitando continuamente el alcance de la economía privada con fines de lucro.
Para decirlo en términos más definidos: dado que la democracia, dentro de la sociedad burguesa y más allá, se basa en una societalización antagónica de lo político, solo es capaz de sobrevivir si estos antagonismos se combaten dentro del espacio público.
Esto es particularmente así en los períodos de transformación social acelerada, en los que el deseo de restablecer relaciones sociales que no se pueden reconstruir se vuelve virulento. En tales períodos, la democracia se fortalece siempre que la cuestión sistemática no se deje en manos de la derecha reaccionaria.
Para proporcionar una alternativa al populismo etnonacionalista, pero sobre todo para mantener credibilidad, la izquierda en el sentido amplio debe comenzar a vincular sus proyectos para el futuro con una filosofía política (positivamente) polarizadora. Por lo tanto, propongo reanudar la discusión interrumpida y parcialmente sepultada: la discusión sobre una nueva opción socialista (Dörre, 2018, pp. 105-115).
Por supuesto, no negaría que existen diferentes opiniones sobre este asunto. Sin embargo, no debería disuadir a nadie de la izquierda democrática de explorar seriamente la viabilidad de una opción neo o eco-socialista.
En una entrevista reciente, el candidato presidencial demócrata estadounidense Bernie Sanders dio una impresionante explicación acerca de cómo la provocación a veces puede ser una ventaja. Cuando le preguntaron si lamentaba haber propuesto abiertamente un socialismo democrático, dado que su mensaje popular podría haber tenido mejor recepción si no utilizaba la palabra que comienza con “s”, respondió: “[N]o. Lo que el socialismo democrático significa para mí es construir sobre lo que dijo Franklin Delano Roosevelt cuando luchó por la garantía de los derechos económicos para todos los estadounidenses. Y significa construir sobre lo que Martin Luther King Jr dijo en 1968 cuando declaró: “[E]ste país tiene socialismo para los ricos y un duro individualismo para los pobres”. […] El socialismo democrático significa que debemos crear una economía que funcione para todos, no solo para los más ricos” (2018).
Debería agregarse que dicha economía no se estancaría, pero sobre las bases de la sustentabilidad social y ecológica, solo podría crecer lentamente. Se debería abandonar el uso de los combustibles fósiles y comenzar a expandir los servicios orientados a las personas y, por lo tanto, el crecimiento cualitativo (Galbraith, 2014, p. 252).
La postura fundamentalmente socialista de Bernie Sanders captura la esencia de la política de clases democrática, vinculando la provocación de un nuevo socialismo democrático con proyectos populares, ¡no populistas! En otras palabras, se trata del nacimiento de una nueva fuerza antagónica que sería realmente capaz de desafiar a la élite capitalista. Sin un nuevo antagonista, el futuro de la democracia es sombrío. En caso de que un nuevo contramovimiento democrático no se materialice, y dada la ignorancia de las élites capitalistas, podemos vernos enfrentados a lo que la prudente demócrata y exsecretaria de Estado, Madeleine Albright, advierte urgentemente: el surgimiento de un nuevo fascismo, cuyo caldo de cultivo ya está siendo preparado (Albright, 2018).
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[1] En contraste con tales corrientes, por lo tanto, una premisa del marxismo democrático es la siguiente: “La democracia como parte de la herencia de las luchas populares, se entiende como la base para articular alternativas al capitalismo y como el medio principal para constituir un sujeto transformador de cambio histórico” (Statgar, 2013, pp. 1-13).
[2] Ver también: Hauke Brunkhorst, Das revolutionäre Potential des Parlamentarismus, en: Martin Beck, Ingo Stützle (ed.) (2018), Die neuen Bonapartisten. Mit Marx den Aufstieg von Trump und Co verstehen, Berlin: Dietz Verlag, pp. 18-37.
[3] El término “crecimiento” a menudo se usa de manera bastante imprecisa. A menos que se indique lo contrario, el crecimiento se entiende de aquí en adelante como el aumento de la creación de valor en un país medido por los indicadores del PBI. Se hace una distinción entre crecimiento per cápita y crecimiento en comparación con el año anterior.
[4] “Nosotros, los “revolucionarios”, los “elementos subversivos””, escribió Friedrich Engels en vista del éxito de los social demócratas en las elecciones del Reichstag, “prosperamos mucho más con los medios legales que con los ilegales y la subversión. Los partidos del orden […] se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos.” Friedrich Engels, “Introduction to K. Marx’s The Class Struggles in France”, en: Marx-Engels Collected Works, Vol. 27, London: Lawrence & Wishart (1990 [1895], p. 522).
[5] Ver Antonio Gramsci (1971), Selections from the Prison Notebooks. New York: International Publishers, pp. 12, 53, 80, 125, 187 y ss. Ver también Gramsci, A. (1975), Prison Notebooks Vol. I-III, New York:Columbia
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[6] Ver K. Dörre, Klaus (2019), ““Take Back Control!” Marx, Polanyi and Right-Wing Populist Revolt” en Österreichische Zeitschrift für Soziologie, Vol. 44(2), págs. 225–243, https://doi.org/10.1007/s11614-019-00340-9; K. Dörre, S. Bose, J. Lütten, J. Köster (2018), Arbeiterbewegung von rechts? Motive und Grenzen einer imaginären Revolte. En: Berliner Journal für Soziologie, Vol. 28(1-2), pp. 55-89, https://doi.org/10.1007/
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