Marx, la democracia y el nuevo bonapartismo. Klaus Dörre. 2020.

En el año del bicentenario del nacimiento de Marx nos encontramos  en  un  momento  histórico  extraordinario.  Mientras  que  las  desigualdades entre determinadas clases sociales aumentan globalmente, los sindicatos y las organizaciones políticas que nacieron  de  movimientos  obreros  están  hoy  más  débiles  que  nunca, al  menos  en  los  centros  capitalistas.  Grandes  segmentos  de  las   clases trabajadoras en los antiguos centros capitalistas no están adecuadamente representados en lo político ni en lo económico.

Las  corrientes  políticas  de  derecha  y  la  corriente  radical  populista  están  aprovechando  esta  carencia  de  representación  para ganar el apoyo de trabajadores en varios países. En Alemania, los intelectuales de la extrema derecha ya están alardeando de haber  ocupado el territorio “estrella” de la izquierda, es decir, la cuestión  social.  Todo  esto  pone  en  evidencia  un  proceso  que  apunta al surgimiento de lo que yo llamo “democracia bonapartista”.

Con ello quiero decir que ciertos sectores de las clases dominadas,  junto  con  los  trabajadores  de  la  industria  y  de  la  producción  –predominantemente  masculinos–,  delegan  la  representación  de  sus  intereses  a  partidos  radicales  de  derecha  y  a  otros   movimientos que usan la estructura democrática parlamentaria  para socavar la democracia y reemplazarla gradualmente por un  gobierno autoritario.

Siguiendo las ideas de Marx, a este proceso lo describo como una tendencia hacia una variante de la democracia bonapartista, lo cual es una novedad histórica. ¿Cómo  puede explicarse esta tendencia multifacética hacia la supresión  de instituciones y de derechos democráticos, justamente a partir  de procedimientos democráticos?

A continuación, presento los lineamientos de mi tentativa de respuesta. Desde mi punto de vista, la democracia pasó de ser un “Otro”  compatible con la expansión del mercado y con la acumulación de  capital, a convertirse en el objeto del  Landnahme (acaparamiento, apropiación) capitalista financiero, motivo por el cual dejó de ser el modelo de gobierno preferido para que el capitalismo expansivo pueda desarrollarse (Jessop, 2018).

Consecuentemente, la democracia solo puede conservarse a  través de la expansión de su esencia, de sus procedimientos y de  sus instituciones para abarcar a aquellas áreas y sectores que anteriormente no tenían la posibilidad de tomar decisiones democráticas.

La expansión de la democracia, a la larga, supone una ruptura  con  el  capitalismo.  Pretendo  corroborar  esta  opinión  mediante   varias  consideraciones  preliminares  en  relación  con:  la  teoría  de  la democracia (1); el análisis de la tensa relación entre capitalismo  y democracia (2); el delineamiento de algunas tendencias hacia la  des-democratización  y  la  democracia  bonapartista  (3);  y,  por  último,  a  partir  de  discutir  los  cuestionamientos  acerca  del  futuro  de  la democracia transformadora (4).

Para cumplir con ello me refiero a Marx y al marxismo, pero de una manera específica. Para mí no  existe  el  “marxismo”  cómo  tal.  Más  bien  existe  una  pluralidad  de   ideas que se refieren a la teoría marxiana de diferentes maneras.

Esta pluralidad es inherente al carácter incompleto de la obra de  Marx. No existe un Karl Marx homogéneo, consistentemente lógico.

De hecho, es precisamente su cambio de pensamiento lo que hoy  nos resulta tan interesante. Ignorar esto equivaldría a perseguir un  “marxismo perezoso” (Stuart Hall). Para superar esa pereza se necesita,  en  mi  opinión,  un  “marxismo  sociológico”  (Burawoy,  2015). 

Sus  seguidores  suelen  identificarse  como  “marxianos”,  no  como   “marxistas”,  y  discuten  por  una  interminable  reinterpretación  de  textos clásicos, teniendo en cuenta conocimientos socio-científicos  contemporáneos.

En pos de diferenciarse de otros partidos marxistas, algunos de ellos hoy prefieren el término “marxismo democrático” para indicar que están abiertos a temas tales como el feminismo, el antirracismo y los movimientos ecológicos, como así también a las preocupaciones de grupos indígenas o las ideas de un utopismo emancipatorio (Williams, 2013).

El énfasis puesto en lo democrático es sin duda intencionalmente provocador. Implica, después  de todo, que importantes marxismos del siglo XX tomaron posiciones  antidemocráticas[1].

Mi  punto  de  vista  teórico  concuerda  en  su  gran mayoría con la visión de la teoría de Marx que se encuentra en  el  marxismo  democrático.  Me  refiero  principalmente  a  Alemania,   Europa y a los antiguos centros capitalistas. Sin embargo, sospecho  que algunos aspectos que describo pueden ser también de interés  para Latinoamérica y el Sur global.

1. ¿Qué es la democracia?

La democracia es un término que puede ser dotado de contenidos teóricos y políticos de gran diversidad. La palabra misma es una combinación de los términos griegos dēmos (pueblo) y kratein (gobernar).

Por consiguiente, democracia significa el gobierno del pueblo (el gobierno de varios o de la mayoría) (Schultze, 2010). Si bien es posible rastrear la historia intelectual de la noción  hasta  la  antigüedad,  las  democracias  de  masas  modernas  son muy diferentes de aquellos antiguos gobiernos en los cuales tanto los campesinos como la estructura del pueblo garantizaban la unidad del estado.

En su forma actual, la democracia habilita la participación política de la población en el proceso político, lo cual implica una societalización antagónica (Vergesellschaftung) de lo político. Esta societalización antagónica, sin embargo, está arraigada  en  la  privatización  de  la  vida  económica  y  de  la  reproducción  social. 

En  los  primeros  países  industrializados,  la  societalización  de  lo  político  tiene  lugar  dentro  de  un  marco  de  instituciones democráticas que constituyen la médula de los estados  democráticos  constitucionales;  estas  incluyen:  soberanía  popular; igualdad política de individuos y asociaciones independientemente de credo, de raza o de género; sufragio universal y participación exhaustiva de los ciudadanos, así también como la  protección ante cualquier acción arbitraria por parte del estado.

Al mismo tiempo, todo esto nos dice muy poco acerca de las manifestaciones  actuales  de  las  formas  democráticas  de  gobierno. 

Después de todo, existe un enorme rango de posibilidades entre un gobierno en el nombre del pueblo y el autogobierno del pueblo.

Tanto en términos de historia intelectual como institucional, las  democracias se apoyan por lo menos en dos líneas de tradición: por un lado, el liberalismo con su énfasis puesto en la libertad y el pluralismo y, por el otro lado, el igualitarismo republicano que  prioriza la equidad y la soberanía popular (Mouffe, 2005).

Ambas líneas  de  tradición  aportan  acentos  muy  diferentes  a  la  agenda  de revoluciones burguesas y se resumen, respectivamente, en el slogan Liberté, Égalité, Fraternité.

La cuestión de la igualdad, en especial, causa divisiones. Es imposible aquí y ahora siquiera comenzar a presentar la genealogía de la democracia liberal y social; por este motivo, una mirada superficial a los acontecimientos de posguerra deberá ser suficiente.

A pesar de que algunas tendencias  regeneradoras  evitaban  básicamente  cualquier  reconstrucción económica democrática de largo alcance, la igualdad tuvo su  lugar  dentro  de  los  capitalismos  regulados  por  el  estado  benefactor en Europa continental durante la era de posguerra, en el sentido de que se institucionalizaron (aunque asimétricamente) los  intereses  de  clase  de  los  trabajadores  asalariados  en  los  regímenes  de  estados  benefactores  (Abendroth,  1967). 

Por  consiguiente,  la  democracia  era  más  que  pluralismo  liberal:  implicaba derechos de los ciudadanos, relaciones laborales organizadasestándares colectivos de negociación y oportunidades de participación y codeterminación.

Tanto en sectores de Europa continental como en los centros capitalistas fuera de Europa, esto derivó en una significativa variación de estados en los que se dotaba a los trabajadores asalariados de propiedad colectiva para que se asegurasen  el  sustento  en  forma  privada  internalizando  así  los  costos sociales (Castel, 1992; Marshall, 1950).

Aparentemente, democracia y capitalismo se habían reconciliado, dado que la sociedad civil permitía la construcción de un consenso entre capital y trabajo o entre economía y sociedad en términos más generales.

La expresión “capitalismo democrático” (Streeck, 2014), surge de esa circunstancia.

En los comienzos de la implosión de los estados burocráticos socialistas  y  con  la  crisis  de  los  estados  benefactores  capitalistas  aún  en  marcha,  el  discurso  democrático  vira  hacia  la  tradición  liberal. Esto se debe exclusivamente y, sin lugar a dudas, al predominio  de  paradigmas  radicales  de  libre  mercado,  tal  como  se  menciona  en  numerosos  estudios  (Crouch,  2004;  Harvey,  2005). 

En contra de los antecedentes de agitación social en Europa del este,  durante  los  cuales  las  demandas  de  los  movimientos  opositores  por  la  democratización  coincidieron  con  la  introducción  de formas de economía capitalista y, simultáneamente motivados por la experiencia de nuevos movimientos sociales y sus múltiples formas de protesta, el valor intrínseco y la variabilidad de las instituciones y de los procedimientos democráticos se convirtieron en el punto central de los debates sobre la teoría democrática  (Rödel, Frankenberg, Dubiel, 1989).

Cualquiera que se rehusara a  encasillarse en una postura liberal, dirigía su mirada hacia diferentes modelos de democracia deliberativa orientada a procesos.

El  valor  intrínseco  de  los  procedimientos  democráticospasado  por alto en la teoría de Marx y luego criminalmente ignorado por regímenes  (pos-)  stalinistas  y  nominalmente  socialistas,  representa  un  legado  que  la  democracia  del  siglo  veintiuno  no  debe  olvidar.

Teniendo esto en mente, existe alguna razón para creer que  las  teorías  sobre  la  democracia  deliberativa  han  confundido  la  hierba  con  la  maleza  (Dux,  2013).  Porque  si  seguimos  la  lógica  de  una  noción  procesal  de  la  democracia  principalmente  orientada al intercambio, entonces, la que se negocia actualmente mediante procedimientos democráticos queda sin poder definirse.

El pueblo soberano, constitutivo, decide por mayoría de votos cómo será llenado ese vacío político. Como argumenta Jürgen Habermas  (1998):  “la  brecha  normativa  dejada  por  un  concepto  positivista  de  leyes  promulgadas  democráticamente  ya  no  puede salvarse con los intereses de la clase privilegiada”; en cambio, “las condiciones de legitimidad para la ley democrática deben ser buscadas en la racionalidad del mismo proceso legislativo”.

Lo que Habermas describe como privilegio no es más que la definición  constitucional  de  los  intereses  colectivos  de  las  clases  que  dependen  de  un  salario.  Para  Habermas,  en  este  contexto,  los  intereses  de  las  clases  privilegiadas  representan  los  intereses colectivos de los trabajadores asalariados, como lo estipula el “Principio del Estado Social”.

Wolfgang Abendroth, científico político marxista, se expresó al respecto durante su discusión con Ernst  Forsthoff,  teórico  conservador  constitucional,  en  relación  con  la  Ley  Alemana  (occidental)  Fundamental  (Forsthoff,  1968.) 

Habermas, sin embargo, considera que la idea de Abendroth en cuanto a que la democracia se apoya en una societalización antagonista  es  una  suposición  residual  de  la  filosofía  marxista  de  la historia y sugiere que “nuestra confianza en suposiciones fundamentadas  en  la  filosofía  marxista  de  la  historia,  así  como  en  otras  filosofías  de  la  historia,  prácticamente  ha  desaparecido”  (Habermas, 1998, p. 237)[2].

Esta renuncia a supuestos privilegios de intereses de clase, que son como mínimo subdominantes, tiene graves implicaciones teóricas. La cuestión democrática efectivamente se escinde de la cuestión social y la igualdad se devalúa tácitamente. Aunque la igualdad pueda pasar al primer plano en los procedimientos deliberativos de una democracia, bajo ningún punto de vista se da necesariamente así. El soberano decide.

Por consiguiente, en el modelo deliberativo, la democracia queda reducida a sus propios procedimientos y a su legitimación, así como a su fuente de poder, tomada como razón comunicativa ya implícita en el proceso de entendimiento (mutuo).

Un problema fundamental para comprender el modelo deliberativo de la democracia yace en el hecho de que perpetúa en términos metateóricos ciertas premisas básicas de la forma de gobierno democrático que, desde un punto de vista histórico y, sin lugar a duda, no son intrínsecas.

Por ejemplo, las reflexiones de Habermas  se  basan  en  la  premisa  tácita  de  que  el  crecimiento  económico[3] puede ser sustentable, mientras que el estado benefactor asegura la distribución del valor social agregado y la “pacificación  del  conflicto  de  clase”  (1987,  p.  334). 

Esta  premisa  no  cuestiona  ni  la  generación  de  crecimiento  económico  como  tal  ni  el  equilibrio  relativo  de  fuerzas  entre  las  principales  clases  sociales que sustentan la estabilidad institucional de los estados benefactores  y  de  la  democracia.  Si  hay  crecimiento  económico  todos se ven beneficiados. En cierto modo, el concepto habermasiano no difiere realmente de la principal teoría democrática liberal en su estrecha interconexión entre crecimiento económico, redistribución del bienestar y estabilidad democrática.

“La libre economía crea más prosperidad que ninguna otra forma de actividad económica. Y la prosperidad parece ser casi garantía de democracia” (Vorländer, 2010).

2. Tensiones entre capitalismo y democracia

¿Pero, qué pasa cuando el cerrado entramado de crecimiento económico y democracia se desarma? Esta pregunta es significativa,

sobre todo, porque los centros capitalistas han alcanzado un punto de inflexión histórico. “Las economías nacionales de los antiguos núcleos industriales han dejado la era del crecimiento rápido definitivamente en el pasado; en cambio, se transformaron en capitalismos de pos-crecimiento, con tasas de crecimiento relativamente bajas” (Galbraith, 2014, p. 9).

Los períodos de prosperidad, que se  hicieron  más  evidentes  durante  la  década  que  siguió  al  2008-2009,  adoptan  formas  dispares,  regional  y  nacionalmente,  y  van  acompañados de una creciente desigualdad en la distribución de la riqueza producida. Cualquier aumento en el producto bruto interno (PBI) en una economía basada en combustible fósil equivale a una aceleración en el consumo de energía y de recursos, así como  de  emisiones  que  perjudican  al  ecosistema. 

La  legitimidad  de este tipo de crecimiento, basado en un excesivo consumo de recursos, en la producción industrial y en el consumo masivo, se erosiona rápidamente; sin embargo, se lo aceptó durante mucho tiempo como un indicador confiable del aumento de la riqueza y, aún hoy, ciertas élites políticas lo consideran la condición previa de la estabilidad social y de la democracia.

Lo que la máquina de crecimiento capitalista trató de ocultar durante décadas está saliendo a la luz una vez más: el capitalismo expansivo y las democracias limitadas, territorialmente atados a las fronteras del estado benefactor nacional, se encuentran atrapados en una relación cargada de profunda tensión.

2.1. Sociedad antagonista y democracia política

Marx, cuya concepción de la democracia suele reducirse a la fórmula  ambigua  e  incorrectamente  utilizada  de  la  revolucionaria  “dictadura  del  proletariado”,  anticipó  esta  relación  cargada  de  tensión.  La  explicaba  como  una  incompletitud  sistemática  predestinada de la democracia en sociedades capitalistas burguesas, en sociedades burguesas capitalistas. Según su punto de vista, la democracia,  como  “el  acertijo  resuelto  de  todas  las  constituciones” (Marx, 1975, p. 29) presenta una doble estructura.

Hablando lógicamente, la forma de gobierno democrática es perfectamente  adecuada  para  la  societalización  de  las  clases  subalternas  al  mismo  tiempo  que  asegura  el  dominio  burgués. 

La democracia brinda  flexibilidad  para  realizar  acciones  creativas  empresariales. De este modo, adapta la compulsión impulsada por la competencia hacia la constante revolución de los medios de producción y simultáneamente fomenta la auto-mistificación de la explotación  capitalista  (Marx,  1976,  p.  680). 

Dicho  esto,  la  democracia  también  contiene  un  elemento  que  va  más  allá  de  este  mundo  mistificado, ya que confía en la inclusión de las masas en el proceso  político.  No  solo  es  una  forma  de  gobierno  societalizadora  sino  que  también  provee  un  marco  constitutivo  que  puede  ser  aprovechado para lograr una emancipación de las clases subalternas y para superar al mismo capitalismo[4].

*Históricamente,  no  fueron  las  clases  burguesas  las  que  lucharon exitosamente por el parlamentarismo y la democracia. La dinámica de los movimientos democráticos alarmó a la burguesía y  para  las  revoluciones  europeas  de  1848  había  “dejado  de  ser   una  fuerza  revolucionaria”  (Hobsbawn,  1995,  p.  33).  Dicho  esto,  aquellos que defendían el sistema social existente “tuvieron que aprender las políticas del pueblo” (p. 33). El mismo Marx demostró en su brillante texto El 18 brumario de Luis Bonaparte como la forma de estado democrática puede ser usada para eliminar a la democracia.

Explicó el crecimiento de la monarquía francesa en términos de un equilibrio de fuerzas.

Una vez que obtuvieron la  posibilidad  de  voto,  la  mayoría  de  los  campesinos  franceses,  que  eran  pequeños  propietarios,  delegaron  sus  intereses  al  representante del partido del orden, ante la incapacidad de formar conscientemente una clase coherente debido a la falta de organización y de medios de comunicación.

Además de beneficios sociales, Napoleón III prometió principalmente el restablecimiento del orden social.

Luis Bonaparte, que llegó al poder por medios legales, comenzó a desmantelar la forma de gobierno democrática inmediatamente después, en favor de una nueva monarquía.

Posteriormente,  en  efecto,  usaría  a  la  Comuna  de  París  para  convencer a las facciones de las clases dominantes de los principales  países europeos para que aceptaran los parlamentos y el sufragio  universal como males necesarios (Marx, 1852, p. 15).

En Alemania fue  necesaria  la  Revolución  de  Noviembre  de  1918  para  derrocar  a la monarquía e implementar libertades básicas como el sufragio universal.

La democratización ocurrió al mismo tiempo que la introducción de derechos fundamentales como la jornada laboral de ocho horas, y fue impulsada por movimientos de trabajadores organizados que, a pesar de sus diferencias, provenían de una misma  autoconcepción  socialista. 

En  los  albores  de  la  República  de  Weimar, la adopción de  elecciones universales, igualitarias, libres y secretas por parte de las élites capitalistas representó su último intento desesperado de detener la transformación hacia una república de consejos obreros y la dictadura del proletariado (Rosenberg, 1939).

Sin embargo, las instituciones democráticas permanecieron inestables y, a la larga, cayeron presa del gobierno nazi; durante este gobierno las clases altas se subordinaron a su propio “Bonaparte” (aunque a uno fascista) (Thallheimer, 1979, pp. 109-112).

Tal  como  había  sucedido  en  Italia,  el  fascismo  alemán  puso  fin  en forma violenta a un interregno que impedía la revitalización de  la  economía  y  la  sociedad,  al  menos  desde  el  punto  de  vista  de las facciones de las clases dominantes. El gobierno autoritario no pudo impedir una revolución del proletariado, como había creído August Thalheimer, hereje comunista. El fascismo representó una respuesta al éxito moderado de la reforma socialista.

En ese momento, solo era posible gobernar dentro de un marco democrático  “bajo  la  constante  presión  de  la  clase  trabajadora”   (Bauer, 1976, vol. 4, p. 147). Algunas facciones importantes dentro de las clases dominantes se negaban a aceptarlo. En cuanto surgió la oportunidad y con el apoyo de un segmento sustancial de las clases altas, se liquidaron violentamente las instituciones de una incipiente democracia “social”.

Sin embargo, el New Deal en Estados Unidos y la democracia industrial en Suecia demostraron que había otras salidas democráticas a la crisis.

La  democracia  puede  ser  resumida  como  el  producto  histórico  y el medio de una societalización antagonista de la política que (contradiciendo  a  Jürgen  Habermas  en  esto)  permanece  activa  aún  hoy. 

Esta  es  la  razón  por  la  cual  no  se  puede  garantizar  la  existencia de instituciones y procedimientos democráticos dentro de sociedades capitalistas. La democracia es particularmente valiosa para las élites capitalistas siempre y cuando busquen societalizar  fuerzas  antagonistas. 

En  términos  de  una  teoría  de  la democracia, esto significa que democracia y capitalismo no se desarrollan al unísono.

Dependiendo del balance de las fuerzas sociales, las luchas sociales y los conflictos políticos, logran una síntesis  más  o  menos  estable,  causada  en  particular  por  coincidencia. Esta síntesis es siempre reversible si surge la necesidad.

2.2. El interior y el exterior de la democracia

Aún en casos de una societalización exitosa de antagonistas potenciales, permanece un adentro y un afuera de la democracia.

La forma de gobierno democrática no es compatible en el mismo  grado con cada región y sector del mundo con sociedades capitalistas.

Este hecho se refleja en las teorías de Landnahme que se originan en la presunción de que el capitalismo como tal no puede reproducirse a sí mismo desde adentro, sino que debe depender de la constante ocupación de un Otro no capitalista.

En términos históricos, mi versión preferida del concepto de Landnahme  (Dörre, 2015, pp. 11-66), aborda un acontecimiento que se arraigó durante el último tercio del siglo diecinueve, durante la llamada “era del imperio”. Desde entonces, la velocidad y el crecimiento de  la  economía  mundial  han  sido  dictaminados  por  los  estados  capitalistas centrales, que dominan al gran resto de los denominados países “atrasados”.

El supuesto “privilegio” (a saber, el de haber nacido en un país rico) que resulta de ello, determinó cada vez  más  la  desigualdad  global  por  décadas,  y  aún  sigue  siendo  una de las principales causas del flujo migratorio en todo el mundo (Milanovik, 2011, p. 124).

Rosa  Luxemburg  fue  una  de  las  primeras  teóricas  marxistas  en  analizar  sistemáticamente  esta  sincronicidad  de  desarrollos  asincrónicos. A pesar de las numerosas equivocaciones y de las conclusiones erróneas que contiene su teoría de la acumulación y la realización de la plusvalía externa (Dörre, 2018, pp. 80-95) su trabajo principal establece una teoría de sociedad que contradice el concepto lineal de progreso y, en contraste con lo anterior, reconoce una pluralidad de formas de explotación y dominación.

Para Luxemburg, la dinámica de la acumulación y el crecimiento capitalistas  presenta  una  estructura  binaria.  Funciona  como  un  permanente metabolismo entre capitalismo interno y mercados externos  no  mercantilizados  (o  no  totalmente  mercantilizados  aún) (Luxemburg, 2003, pp. 397-ss.).

Solo los mercados internos, que se apoyan en el intercambio de equivalentes, permiten interconectar  capitalismo  y  democracia.  Dicho  esto,  nunca  dejan  de  depender de los mercados externos que a su vez se caracterizan por la coerción extraeconómica, asi como por formas de disciplinamiento y de intercambio desigual. Aún en términos formales, los  mercados  externos  no  logran  establecer  relaciones  libres  e  igualitarias entre individuos mientras que la democracia representa un tipo de gobierno insuficiente para su desarrollo.

La legislación  de  los  mercados  internos,  que  consolida  compromisos  entre  trabajo  y  capital  u  otros  participantes  del  mercado,  se  ve  como  un  “fetiche  legal”  (Goncalves,  2017)  desde  la  perspectiva  de quienes participan en los mercados externos (como los habitantes de las colonias, sectores marcados por la dominación extraeconómica, basada en el racismo o en la diferencia de género) detrás de los cuales yace un claro mecanismo de violencia estructural o incluso de represión manifiesta.

En  el  contexto  de  esta  estructura  binaria  de  la  dinámica  capitalista,  la  tensa  relación  entre  capitalismo  y  democracia  puede  ser  redefinida  según  dos  aspectos

En  primer  lugar,  un  punto  ciego  se  hace  evidente  en  todas  esas  concepciones  que  discuten  sobre  las  bases  de  la  teoría  hegemónica,  siguiendo  la  línea  de Antonio Gramsci, Hugo Sinzheimer, Hermann Heller y Ernst Fraenkel,  o  que  interpretan  el  estado  benefactor  como  una  expresión multifacética de un compromiso de clases legalmente codificado.

Dichas teorías suponen principalmente un capitalismo racional  compatible  en  gran  medida  con  la  forma  de  gobierno  democrática. En lo societalizado, estado democrático, dominación y hegemonía se basan en un consenso básico entre gobernantes y  clases  dominadas,[5] el  cual  emerge  de  los  conflictos  sociales  y  simbólico-culturales  dentro  de  la  sociedad  civil

Todo  consenso  está  reforzado  por  una  dosis  de  coerción  y  sus  portadores  son  bloques históricos compuestos por clases cruzadas cuyos proyectos  transforman  los  intereses  de  clase  en  la  esfera  política,  que  se vuelven así mayormente invisibles (Buci- Glucksmann, 1981, p. 76).

En este contexto, la coerción no requiere de ninguna manera de violencia encubierta o manifiesta. Mientras que el orden de propiedad capitalista no sea desafiado, la silenciosa compulsión económica de vender la propia fuerza de trabajo no requiere de más legitimación.

Esta es la razón por la que los “bienes extra-económicos”  (como  derechos  civiles  sociales,  derecho  a  la  libertad o privilegios reglamentados para un trato igualitario) pueden ser  distribuidos  de  una  forma  relativamente  igualitaria  ya  que  la esencia del capitalismo se mantiene imperturbable (Meiksins Wood, 1995, p. 264 y ss.).

En el estado integral de capitalismo racional, la ley se convierte en un mecanismo de regulación que también tiene en cuenta los intereses de las clases dominadas. El carácter de compromiso de la ley (universal) permite interpretaciones en términos de una democracia tanto social como transformadora, tal como lo demostró  Wolfgang  Abendroth  en  relación  con  la  Ley  Fundamental  alemana.

Por consiguiente, algunas normas legales esenciales están generalmente abiertas a estrategias de transformación anticapitalistas  y  socialistas  (Deppe,  2007,  pp.  123  y  ss.).  La  democracia  entendida  en  este  sentido  no  necesita  un  fundamento  histórico-filosófico porque se vale de la referencia a la génesis histórica y a la contingencia social de los derechos democráticos.

El problema con los conceptos subyacentes es de otra naturaleza.  No  tienen  en  cuenta  el  hecho  de  que  la  dinámica  capitalista no sigue exclusivamente principios racionales todo el tiempo.

Aún en su forma de estado benefactor, la societalización capitalista aprovecha y (re)produce regiones, grupos sociales, modos de producción y vida marcados tanto por la coerción extraeconómica como por violencia encubierta o evidente.

La noción original de democracia basada en la societalización antagónica tiene poco para ofrecer a estos grupos discriminados y políticamente devaluados  en  las  (semi)periferias  de  los  capitalismos  nacionalistas,  tanto por dentro como por fuera de ellos, porque esencialmente omite la realidad de los mercados externos.

Sin embargo, el capitalismo nunca existe exclusivamente en una forma pura y racional dado que solo puede seguir desarrollándose a expensas de otros modos de producción y de vida. Por consiguiente, los conflictos sociales a menudo giran alrededor de la pregunta de “si” y “cuáles” grupos, regiones y territorios disfrutan del rango completo  de  los  derechos  democráticos  aún  en  estados  capitalistas  regulados por un estado benefactor.

En  segundo  lugar,  reducir  la  societalización  antagonista  exclusivamente a la dicotomía entre capital y movimiento de trabajadores  organizados  tiene  poco  sentido.  Los  Landnahmen capitalistas  siguen una compulsión sistemáticamente inherente de expandirse,  aumentando  constantemente  el  número  de  individuos  (incluyendo a aquellos de entre los capitalistas) sujetos a los imperativos del mercado (Meiksins Wood, 2017, pp. 11, 34).

El contraste entre la mercantilización, concebida como un proceso infinito, y la finitud de un Otro no determinado por la economía de mercado (que, de modo similar al estado benefactor, asegura en primer lugar la funcionalidad del mercado) estructura la societalización antagónica de lo político y por consiguiente, de la democracia misma.

Esta tensa relación inherente al proceso de societalización contiene el antagonismo entre trabajo asalariado y capital. También tiene un exhaustivo  efecto  amortiguador  entre  la  indómita  expansión  de  los imperativos del mercado capitalista por un lado y la socialidad constituida  democráticamente  por  el  otro.  Esta  relación  conlleva  (además de luchas de clase, por supuesto) conflictos relacionados con la justicia de género o relaciones cargadas de etnonacionalismo así como conflictos socioecológicos.

Todas estas líneas de conflicto se mueven más o menos de manera independiente y tienden a  desarrollarse  dentro  de  sus  propios  esquemas,  aunque  a  veces  se crucen. Las tensiones entre las fuerzas de expansión del mercado y las contrafuerzas son procesadas por bloques históricos y alianzas  de  clases  que,  tal  como  Karl  Polanyi  demostró,  se  pueden  manifestar  de  manera  autoritaria  e  incluso  fascista

Desde  esta  perspectiva,  cualquier  dinámica  capitalista  procede  a  partir  de  un  doble  movimiento.  La  liberalización  de  los  mercados  crea  en consecuencia bienes económicos ficticios como trabajo, tierra y dinero, tratados como si fuesen simplemente una mercancía más.

Entonces surgen contramovimientos antiliberales que son políticamente  diversos.  Su  única  característica  en  común  es  la  discrepancia con el principio liberal de laissez faire (Polanyi, 2001).

3. Por qué el Landnahme de lo social está socavando la democracia

La  historia  no  se  repite.  Dicho  esto,  no  se  pueden  negar  ciertos   paralelos  con  lo  propuesto  por  Polanyi.  El  período  de  apertura   radical  del  mercado  transfronterizo,  que  recibió  un  nuevo  impulso  a  partir  de  la  implosión  del  socialismo  burocrático  estatal, fue seguido desde la gran crisis de 2007–2009 por un período  en  el  cual  las  formaciones  antiliberales,  antiglobalización  y   mayormente  populistas  de  derecha  están  impulsando  la  agenda política.

Como era de esperar, la interpretación de este punto  de inflexión es muy controvertida tanto científica como políticamente. En mi opinión, no estamos presenciando ni una “internacionalización  fallida”  (Flassbeck,  Steinhardt,  2018),  ni  una  “globalización  impugnada”  (Crouch,  2018,  p.  76).  Un  mero   modicum de  políticas  socialdemócratas  y  verdes  de  “desaceleración”  probablemente resultarán insuficientes para garantizar la continuación de la societalización transnacional. Desde mi punto de vista,  el proceso de globalización, que consta de diversos niveles, se ha  vuelto “repulsivo”. Ha tenido un efecto negativo resultante de la creciente desigualdad, las bajas tasas de crecimiento en los primeros países industrializados, los riesgos financieros continuos,  la destrucción ecológica y la creciente migración forzada. Esto ha  traído consecuencias no deseadas para los centros causales y ha tenido un impacto creciente en sus estructuras.

Esto sucede porque la globalización de libre mercado representa  una  combinación  de   Landnahmen  internos  y  externos.  Hasta  el   cambio de milenio, la globalización expansiva (financiera) impulsada por el mercado fue un proyecto de crecimiento económico y la organización política que abordan el eje del conflicto del capital y el trabajo nunca, en toda la historia de la posguerra, habían  sido tan débiles como lo son ahora.

Por  lo  tanto,  la  polarización  social  no  encuentra  una  representación  adecuada  en  el  sistema  político  existente.  Aunque  se  están  produciendo  una  gran  cantidad  de  conflictos  y  huelgas  en  Alemania (de hecho, existe virtualmente una “nueva formación de conflictos” (Dörre 2016, pp. 348-365), no hay un espacio público de resonancia  que  permita  el  procesamiento  productivo  del  cúmulo  de  materia  prima  causante  del  problema  en  términos  de  política  de  clase.  Esto  no  es  solo  un  problema  para  la  izquierda,  que  está amenazada por la decadencia institucional. Las sociedades de  clases desmovilizadas corren constantemente el riesgo de destruir  esos  mecanismos  autoestabilizadores  (sistemas  de  crédito,  innovación, redes de reproducción de trabajo reguladas por el estado benefactor)  que  podrían  mitigar  los  costos  de  seguimiento  de  la   expansión desenfrenada del mercado.

La destrucción continua de  la  socialidad  engendra  esas  variantes  de  democracias  desdemocratizadas, mencionadas anteriormente.

Es posible distinguir cuatro mecanismos de desdemocratización sistémica.

Uno de los efectos negativos más severos de la globalización es  un  aumento  masivo  en  la  desigualdad  de  riqueza  e  ingresos.  El  rápido crecimiento que conduce a la expansión de las clases medias  en  las  economías  emergentes,  tanto  grandes  como  pequeñas,  se  produce  parcialmente  a  expensas  de  las  clases  dominadas en las antiguas metrópolis. Los principales beneficiarios de  la globalización, entonces, son las élites ricas que aún se originan  y  residen  principalmente  en  el  Norte  Global

Alrededor  del  44   por ciento del aumento total de los ingresos entre 1988 y 2008 se destinó al cinco por ciento más rico, y casi un quinto al uno por  ciento más rico de la población mundial. La creciente clase media  en las economías emergentes del Sur recibió solo del dos al cuatro por ciento del crecimiento de los ingresos totales (Milanovic,  2011 y 2016).

Aquellos situados del lado de los perdedores (principalmente  la  fuerza  laboral  industrial,  pero  también  el  nuevo  proletariado  del  sector  servicios  en  los  viejos  centros)  carecen cada vez más de lo que el ex economista del Banco Mundial Branko Milanovic describe como la “prima de ciudadanía” de la  distribución de la riqueza. El “privilegio” de haber nacido en un  país rico ya no sirve como protección contra la movilidad social  descendente.  Mientras  las  disparidades  entre  el  Norte  y  el  Sur   están disminuyendo, la posición de clase dentro de las sociedades nacionales se está volviendo cada vez más relevante para las  oportunidades de vida en todo el mundo.

La  desigualdad  ha  crecido  a  tal  punto  que  se  ha  convertido  en   un  impedimento  para  el  crecimiento  mismo  (Fratzcher,  2016),   alimentando  un  círculo  vicioso.  El  bajo  crecimiento  económico,   combinado  con  la  ausencia  de  medidas  redistributivas,  acelera   aún más la concentración de la riqueza (Piketty, 2014, pp. 41-52).

En la parte superior de la jerarquía social, encontramos un grupo  en  expansión,  un  pequeño  grupo  de  súper-ricos,  que  viven   en un mundo estructurado por reglas especiales. Grandes activos  privados constantemente tientan a las élites financieras a “enriquecerse  usando  su  músculo  político  para  aumentar  su  participación  en  el  pastel  preexistente,  en  lugar  de  agregar  valor  a  la   economía y, por lo tanto, aumentar el tamaño del pastel en general” (Freeland, 2012, p. 189).

Debido a que esta aristocracia adinerada desea proteger sus privilegios, impide cualquier regulación efectiva del sector financiero. La inversión de capital monetario  excedente  en  el  sector  financiero  y  la  disposición  a  participar  en  transacciones  financieras  de  alto  riesgo  contribuyen  a  preservar un sistema financiero internacional cuyas constantes interrupciones operativas podrían desencadenar una nueva crisis en  cualquier  momento  (Hudson,  2015). 

Hasta  ahora,  cada  crisis  financiera  ha  acelerado  la  redistribución  de  abajo  hacia  arriba

Este  es  un  factor  que  contribuye  a  la  aparición  de  clases  marginales  en  la  parte  inferior  de  la  jerarquía  social.  Estas  clases   comprenden  alrededor  del  10  al  15  por  ciento  de  la  población,  que  abandona  el  empleo  protegido  y  los  sistemas  colectivos  de   seguridad social casi por completo. En la cima y la base de la pirámide de ingresos y riqueza han surgido grandes grupos sociales  cuyos  modos  de  vida  y  situación  social  están  esencialmente desconectados  del  crecimiento  económico  en  conjunto.  Si  bien  uno de ellos puede manipular el sistema político para su propio beneficio, la gran mayoría del otro grupo elige la abstención política. Renuncian a su derecho a votar y reaccionan ante su falta de poder mediante la autoexclusión del sistema político.

De manera inversa, y aun así unidas por el mismo mecanismo causal capitalista financiero, ambas facciones de clase constituyen, a su manera, un aspecto exterior particular de la democracia.

Sin  embargo,  también  se  produce  una  desdemocratización  con   respecto a las clases dominadas y las fracciones de clase que todavía están integradas en la sociedad a través del trabajo asalariado semiprotegido. Sobre estos asalariados se puede afirmar lo  siguiente:  cuanto  más  pierden  contacto  con  una  sociedad  próspera a pesar de sus esfuerzos individuales, más tienden a concebir las desigualdades distributivas que perciben como conflictos entre el interior y el exterior.

El conflicto de clases se reinterpreta como un conflicto entre nativos productivos e inmigrantes supuestamente no integrables culturalmente que no están dispuestos a trabajar. Los que sienten que han estado esperando en fila, al pie del “Monte de la Justicia” (trabajando, pagando impuestos, etc.) pierden rápidamente la paciencia al percibir que a “los refugiados”, “los inútiles”, “aquellos improductivos y poco dispuestos a realizar”, de repente se les da “todo”. Muchos trabajadores expresan el sentimiento de que las personas que nunca han contribuido a la riqueza nacional están colándose en la fila por delante de aquellos que realmente tienen ese derecho. La autoelevación a través de la degradación de los demás es solo una posible reacción subjetiva que parece natural a los trabajadores con ideas de derecha. No hace falta decir que los populistas de derecha están aprovechando este mecanismo[6].

Las  movilizaciones  exitosas  de  las  formaciones  populistas  de   derecha  se  pueden  entender  con  la  ayuda  de  la  teoría  del  bonapartismo  de  Marx.  Desde  una  perspectiva  contemporánea,   las  teorías  del  bonapartismo  son  interesantes  principalmente  por  razones  metodológicas

Ilustran  que  los  intereses  de  clase  contradictorios  solo  se  manifiestan  como  políticos  cuando  encuentran representación adecuada y se traducen en proyectos hegemónicos

El  carácter  de  clase  de  tales  proyectos  permanece  en  gran  medida  oculto.  La  hegemonía,  es  decir,  la  capacidad  de  liderar  implica  en  las  democracias  parlamentarias  de  hoy  la   creación de un consenso entre aquellos en el poder y los subalternos. Este consenso, tal como mencioné, siempre se ve reforzado por la coerción.

En sociedades capitalistas diferenciadas con  una  democracia  parlamentaria,  la  hegemonía  cultural  surge  de   los  conflictos  sociales  y  simbólico-culturales  en  la  sociedad  civil. La competencia entre bloques sociales ciertamente se lleva a cabo sobre la base de intereses de clase específicos. Sin embargo, las preguntas sobre si estos intereses están representados políticamente y cómo lo están, permanecen sin una respuesta definitiva históricamente. El conocimiento espontáneo del subalterno no tiene “un significado estable o vínculos políticos” (Didier Eribon).

Tales lazos deben ser restablecidos constantemente.

Este es un punto crucial. El populismo de derecha de hoy no es una reacción a las amenazas sistémicas del capitalismo, ni tampoco  es  una  reacción  al  exitoso  reformismo  socialista.  Es  una  respuesta  a  la  asimilación  de  los  partidos  de  centroizquierda  en los centros capitalistas. Basándose en autores como Anthony Giddens, los partidos socialistas y socialdemócratas concibieron la  globalización  como  un  viaje  en  un  juggernaut. 

Avanzar  a  su  paso parecía ser lo único que quedaba por hacer. Pero ahora el tren de la globalización se ha descarrilado y no está claro cómo  podría volver a recuperar su rumbo.

En esta situación, los populistas de derecha están aprovechando  las dificultades que tienen los asalariados para organizarse como una clase movilizada. Por supuesto, hoy hay luchas laborales. De hecho, Alemania está experimentando un número récord de conflictos laborales. Las huelgas en el sector de los servicios son crecientemente lideradas por mujeres y, como en el caso de Amazon, a veces adquieren una dimensión internacional. Sin embargo, todas estas luchas no han logrado un cambio duradero en el equilibrio social de las fuerzas o no han tenido un impacto real en el sistema político.

Parece que carecen de un espacio de resonancia, dado que los partidos de centroizquierda han abdicado voluntariamente del campo de la política de clase progresista. A esto se suma  la  tremenda  dificultad  para  organizar  a  las  clases  marginales y a los asalariados precariamente empleados en sindicatos y  partidos  políticos. 

Los  resultados  son  claros:  los  populistas  de  derecha  pueden  organizar  con  éxito  incluso  a  los  trabajadores   sindicalizados en un bloque social con la intención de poner a los trabajadores de una nación contra los de otra. En este sentido, los Trumps,  Bolsonaros,  Salvinis,  Orbans,  etc.  son  los  bonapartistas  de nuestro tiempo.

4. ¿Hay futuro para la democracia (transformadora)?

¿Tiene  alguna  posibilidad  la  democracia  de  prevalecer  en  este  contexto de Landnahmencapitalista sin restricciones que no perdona  ni  siquiera  las  relaciones  sociales  y  las  esferas  públicas? 

En términos analíticos, ciertamente hay razones para dudar. Mi propia respuesta, tal vez optimista, a esta pregunta sería cautelosamente afirmativa. Para comenzar, podemos establecer que la desdemocratización  continua  ha  erosionado  la  legitimación  de   las  políticas  radicales  de  libre  mercado

El  neoliberalismo  y  la  restricción  supuestamente  práctica  denominada  globalización  han  caído  en  descrédito.  En  aquellos  lugares  donde  continúan  determinando decisiones políticas, no cuentan con la aprobación incuestionable de la sociedad civil y por lo tanto intentan crear lealtad  principalmente  a  través  del  miedo  (Anderson,  2017,  pp.  117  y  ss.) 

Un  factor  que  beneficia  a  los  movimientos  y  partidos  populistas de derecha es que pueden presentarse como una alternativa a las presuntas restricciones prácticas de la globalización.  Esto  los  distingue  de  los  partidos  de  centroizquierda,  que  vieron su propia subordinación a los imperativos del Landnahmeglobal como la única oportunidad para seguir siendo capaces de accionar políticamente.

En la medida en que la revuelta imaginaria (por ser básicamente  conformista)  de  la  nueva  derecha  (Dörre  et  al.,  2018)  atrae  seguidores,  la  democracia  como  instrumento  de  societalización  también está disponible para ciertos segmentos de las élites capitalistas.  La  formación  de  opiniones  se  está  convirtiendo  cada  vez  más  en  la  reserva  de  un  bloque  populista  de  derecha,  nacional-social  o  nacional-liberal

Una  vez  en  el  poder,  este  bloque  establece,  como  ha  ocurrido  en  varios  países,  lo  que  Pietro  Ingrao y Rossana Rossanda han descrito como leaderismo, cuyos protagonistas, desde Berlusconi hasta Trump, gobiernan al estilo  de  gerentes  de  negocios  autoritarios

Sin  embargo,  la  polarización entre las élites liberales y nacionalistas solo puede tener tal influencia porque la societalización antagónica de la política ha perdido a su antagonista. En otras palabras, las clases dominantes no tienen nada que societalizar, carecen de un oponente social. Como resultado, los derechos sociales democráticos, incluso  básicos,  que  durante  muchas  décadas  sirvieron  como  garantes  de  la  estabilidad  y  la  fuerza  societalizadora  del  capitalismo  occidental  (junto  con  el  crecimiento  económico,  por  supuesto),  están siendo cuestionados.

Si se quiere revitalizar la democracia, ésta  debe  oponerse  al  expansionismo  capitalista,  que  tiene  un  efecto antidemocrático tanto en sus variantes liberales como en las nacionalistas radicales (Heitmeyer, 2018).

Con  respecto  a  la  teoría  democrática,  la  tarea  es  reemplazar  el  enfoque en los procedimientos deliberativos orientados a la comprensión  por  una  noción  más  sustancial  de  autogobierno  por  parte  del  dēmos o  soberano  democrático.  Las  variantes  actuales  de  la  democracia  que  defienden  la  participación  directa,  la  autoorganización  y  la  comunitización  con  una  actitud  antiestatal  (Hardt, Negri, 2017) son, por sí mismas, totalmente insuficientes en este aspecto.

Esto es también así para las variantes de moda de una democracia aleatoria (Buchstein, 2018) en la que la suerte  del  sorteo  determina  qué  personas  son  responsables  de  tomar las decisiones que afectan el futuro de todos. Lo que une estas nociones teóricas de democracia tan dispares es que ninguna de  las  dos  reconoce  el  carácter  antagónico  de  la  societalización  de la política. Los antagonismos sociales no pueden suspenderse mediante una retirada a lo colectivo ni mediante un juego de puro  azar.  Deben  ser  rescatados  de  su  estado  latente  y  hacerse visibles políticamente. Redescubrir la ley como una forma de regulación  en  el  conflicto  socio-ecológico  presente  en  la  sociedad será fundamental para lograrlo.

Esto podría llevarse a cabo, por  ejemplo,  integrando  objetivos  para  la  sustentabilidad  social  y ecológica en la constitución. El aire, el agua, la alimentación, la educación básica y la movilidad requieren garantías legales para  permanecer  disponibles  como  bienes  públicos.  El  Principio  del  Estado Social podría ampliarse con el derecho a una buena vida, lo cual necesariamente debería incluir la conservación del status quo con respecto a los bienes públicos y un uso sustentable de los recursos naturales finitos.

Tal priorización de los intereses de la supervivencia social y ecológica solo puede ocurrir inicialmente dentro del espacio interno de  la  democracia  parlamentaria.  En  consecuencia,  y  desafortunadamente,  el  estado  nación  democrático  seguirá  siendo  el  escenario más importante para la implementación de los derechos socio-ecológicos

Esto  no  modifica  en  nada  la  necesidad  de  expandir gradualmente el ámbito de aplicabilidad de los derechos de  supervivencia  al  Otro  de  la  democracia.  A  la  larga,  la  democracia solo prevalecerá si la toma de decisiones democráticas se expande a la economía y a las grandes corporaciones transnacionales. 

Decisiones  sobre  el  cómo,  qué  y  para  qué,  en  producción  e  inversion,  se  relacionan  con  los  intereses  de  la  supervivencia  colectiva. En consecuencia, ya no deben dejarse a pequeñas minorías con poderes prácticamente ilimitados. No hace falta decir que  un  simple  retorno  a  las  políticas  clásicas  de  redistribución  socialdemócratas  sería  claramente  insuficiente  para  alcanzar  este fin. La cuestión no radica en la restauración de la democracia social, sino en la instauración de la democracia social-ecológica.

Una política democrática de transformación no puede evitar plantear la cuestión de la propiedad, aunque de una manera nueva. El concepto de propiedad como principio dinámico, es decir, la acumulación de capital y ganancias como un fin en sí mismo (Arendt, 1951, p. 137), no tiene futuro.

Tanto la propiedad privada capitalista de los medios de producción como la propiedad estatal  socialista  han  demostrado  ser  inadecuadas  para  hacer  frente  a  los  principales  desafíos  que  enfrenta  la  sociedad  moderna. 

Por esta razón, requerimos nuevas formas de propiedad colectiva que conviertan a los empleados en copropietarios, particularmente en los sectores clave estratégicos de la sociedad (el sector  financiero, los medios de comunicación, la informática, la gestión de la energía y el agua, el transporte, la agricultura).

A más largo  plazo,  las  grandes  corporaciones  deberían  transformarse  en  empresas  cuyos  mismos  empleados  sean  los  propietarios,  sujetas a una voluntad colectiva democráticamente legitimada e institucionalizadas  dentro  y  fuera  de  las  corporaciones  privadas. 

Este colectivo debería incluir aportes de organizaciones de consumidores, ONG y asociaciones medioambientales para evitar la formación  de  bloques  corporativos.  Además  de  esto,  formas  de  autopropiedad colectiva que ya existen en varios nichos de la sociedad, como las cooperativas de energía, las redes e instituciones de autoayuda, las organizaciones sin fines de lucro y los elementos incipientes de una economía solidaria también requieren  fortalecimiento.

Esto facilitaría la expansión gradual de los sectores económicos no capitalistas de acuerdo con una planificación inductiva del marco social, de este modo limitando continuamente el alcance de la economía privada con fines de lucro.

Para decirlo en términos más definidos: dado que la democracia, dentro de la sociedad burguesa y más allá, se basa en una societalización  antagónica  de  lo  político,  solo  es  capaz  de  sobrevivir  si  estos  antagonismos  se  combaten  dentro  del  espacio  público. 

Esto  es  particularmente  así  en  los  períodos  de  transformación   social  acelerada,  en  los  que  el  deseo  de  restablecer  relaciones  sociales  que  no  se  pueden  reconstruir  se  vuelve  virulento.  En  tales  períodos,  la  democracia  se  fortalece  siempre  que  la  cuestión sistemática no se deje en manos de la derecha reaccionaria.

Para proporcionar una alternativa al populismo etnonacionalista,  pero  sobre  todo  para  mantener  credibilidad,  la  izquierda  en   el  sentido  amplio  debe  comenzar  a  vincular  sus  proyectos  para   el  futuro  con  una  filosofía  política  (positivamente)  polarizadora. Por lo tanto, propongo reanudar la discusión interrumpida y parcialmente sepultada: la discusión sobre una nueva opción socialista (Dörre, 2018, pp. 105-115). 

Por supuesto, no negaría que  existen diferentes opiniones sobre este asunto. Sin embargo, no  debería  disuadir  a  nadie  de  la  izquierda  democrática  de  explorar seriamente la viabilidad de una opción neo o eco-socialista.

En  una  entrevista  reciente,  el  candidato  presidencial  demócrata  estadounidense  Bernie  Sanders  dio  una  impresionante  explicación acerca de cómo la provocación a veces puede ser una ventaja.  Cuando  le  preguntaron  si  lamentaba  haber  propuesto  abiertamente  un  socialismo  democrático,  dado  que  su  mensaje  popular  podría  haber  tenido  mejor  recepción  si  no  utilizaba  la  palabra que comienza con “s”, respondió: “[N]o. Lo que el socialismo democrático significa para mí es construir sobre lo que dijo Franklin  Delano  Roosevelt  cuando  luchó  por  la  garantía  de  los  derechos económicos para todos los estadounidenses. Y significa construir sobre lo que Martin Luther King Jr dijo en 1968 cuando declaró: “[E]ste país tiene socialismo para los ricos y un duro individualismo  para  los  pobres”.  […]  El  socialismo  democrático   significa que debemos crear una economía que funcione para todos,  no  solo  para  los  más  ricos”  (2018). 

Debería  agregarse  que   dicha economía no se estancaría, pero sobre las bases de la sustentabilidad social y ecológica, solo podría crecer lentamente. Se debería abandonar el uso de los combustibles fósiles y comenzar a  expandir  los  servicios  orientados  a  las  personas  y,  por  lo  tanto, el crecimiento cualitativo (Galbraith, 2014, p. 252).

La postura  fundamentalmente socialista de Bernie Sanders captura la esencia  de  la  política  de  clases  democrática,  vinculando  la  provocación de un nuevo socialismo democrático con proyectos populares, ¡no populistas! En otras palabras, se trata del nacimiento de una nueva fuerza antagónica que sería realmente capaz de desafiar  a  la  élite  capitalista.  Sin  un  nuevo  antagonista,  el  futuro  de   la democracia es sombrío. En caso de que un nuevo contramovimiento democrático no se materialice, y dada la ignorancia de las élites capitalistas, podemos vernos enfrentados a lo que la prudente  demócrata  y  exsecretaria  de  Estado,  Madeleine  Albright,   advierte  urgentemente:  el  surgimiento  de  un  nuevo  fascismo,  cuyo caldo de cultivo ya está siendo preparado (Albright, 2018).

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Wood, E M. (2017 [1999]).  The Origins of Capitalism. A Longer View.  London: Verso.


[1] En  contraste  con  tales  corrientes,  por  lo  tanto,  una  premisa  del   marxismo democrático es la siguiente: “La democracia como parte de la herencia de las luchas populares, se entiende como la base para articular alternativas al capitalismo y como el medio principal para constituir  un sujeto transformador de cambio histórico” (Statgar, 2013, pp. 1-13).

[2] Ver  también:  Hauke  Brunkhorst,  Das  revolutionäre  Potential  des  Parlamentarismus, en: Martin Beck, Ingo Stützle (ed.) (2018),  Die neuen  Bonapartisten. Mit Marx den Aufstieg von Trump und Co verstehen, Berlin: Dietz Verlag, pp. 18-37.

[3] El término “crecimiento” a menudo se usa de manera bastante imprecisa. A menos que se indique lo contrario, el crecimiento se entiende de aquí en adelante como el aumento de la creación de valor en un país medido por los indicadores del PBI. Se hace una distinción entre crecimiento per cápita y crecimiento en comparación con el año anterior.

[4] “Nosotros, los “revolucionarios”, los “elementos subversivos””, escribió  Friedrich  Engels  en  vista  del  éxito  de  los  social  demócratas  en  las  elecciones  del  Reichstag,  “prosperamos  mucho  más  con  los  medios  legales que con los ilegales y la subversión. Los partidos del orden […] se van a pique con la legalidad creada por ellos mismos.” Friedrich Engels, “Introduction to K. Marx’s The Class Struggles in France”, en: Marx-Engels Collected Works, Vol. 27, London: Lawrence & Wishart (1990 [1895], p. 522).

[5] Ver Antonio  Gramsci (1971), Selections from the Prison Notebooks. New York: International Publishers, pp. 12, 53, 80, 125, 187 y ss. Ver también Gramsci, A. (1975),  Prison Notebooks Vol. I-III, New York:Columbia

University Press.

[6] Ver K. Dörre, Klaus (2019), ““Take Back Control!” Marx, Polanyi and Right-Wing Populist Revolt” en Österreichische Zeitschrift für Soziologie, Vol. 44(2), págs. 225–243, https://doi.org/10.1007/s11614-019-00340-9;  K.  Dörre,  S.  Bose,  J.  Lütten,  J.  Köster  (2018),  Arbeiterbewegung  von   rechts?  Motive  und  Grenzen  einer  imaginären  Revolte.  En:  Berliner   Journal  für  Soziologie,  Vol.  28(1-2),  pp.  55-89,  https://doi.org/10.1007/

s11609-018-0352-z

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