Marxismo y estudios poscoloniales: críticas y contracríticas. Montserrat Galceran, 2019

La mirada poscolonial amplía la crítica anticapitalista, pero lo hace en un sentido distinto al marxismo, ya que se detiene en primer lugar en la configuración cultural del sistema y no tanto en su fundamento socioeconómico y no prefigura una alternativa al mismo, la alternativa socialista, sino que abre un abanico de posiciones ligadas a la diversidad misma de las luchas de las poblaciones subalternas y de sus subjetividades.

Históricamente su relación con el marxismo ha sido ambivalente. En tanto que continuadora de las teorías anticoloniales que propugnaron la emancipación de las antiguas colonias, suele tener una relación de continuidad con el marxismo, pues este, o alguna variante suya, era la teoría de la revolución social hegemónica en los siglos XIX y XX.

En los autores protagonistas de los movimientos de descolonización, tales como Amílcar Cabral, Léopold Sédar Senghor o Frantz Fanon, los aportes marxistas son considerables. Lo mismo podríamos decir del latinoamericano Álvaro García Linera, uno de los marxistas más interesantes de nuestra época.

Sin embargo, puesto que los estudios poscoloniales someten a una dura crítica a aquellos procesos y no comparten el relato hegemónico de los mismos, al tiempo que son muy escépticos con los resultados de la descolonización, el bagaje crítico alcanza también al marxismo que fue una de sus fuentes de inspiración. Uno de los puntos de confrontación es la teoría marxista de la historia (materialismo histórico) y su peculiar noción de progreso.

La relación con el marxismo resulta ser, así, un problema abierto en el interior de los propios estudios poscoloniales que está ligado al mayor o menor peso que se otorgue a los componentes culturales frente a los económico-sociales en la dinámica capitalista y a la relación de estos intelectuales con los europeos o anglosajones de las metrópolis en los que la influencia del marxismo es bien escasa.

La primera invectiva fue lanzada por Edward Said, en su famoso texto Orientalismo. En él acusa a Marx de compartir el fuerte eurocentrismo de sus coetáneos. En su opinión, los prejuicios de Marx se deben a sus fuentes de información, que no son otras que la prensa británica de la época, unida a su tradición de intelectual europeo. Su predilección por Goethe, por ejemplo, le hace incorporar rasgos orientalizantes presentes en la poesía de aquel. Nace así el debate sobre el eurocentrismo de Marx y por extensión del marxismo.

¿Es eurocéntrica la perspectiva de Marx?

La pregunta indaga el presunto eurocentrismo de Marx y del marxismo posterior. Hablar de eurocentrismo supone admitir que la tradición europea, en contraposición a su sedicente universalismo, está profundamente anclada en la tradición intelectual de esta región del mundo y es congruente con su historia, incluida la historia colonial.

Podríamos decir que el que una cultura esté centrada en su contexto histórico y en su ubicación geográfica no es un demérito. Es una condición general para un pensamiento situado. Lo peculiar por consiguiente del eurocentrismo no es que esté centrado en Europa, sino que considere a esa región del mundo por encima de las demás y defienda el derecho de sus habitantes para extenderse por el planeta y ocupar otros países y regiones en claro menoscabo de sus habitantes originarios.

En el siglo XIX, momento álgido de la expansión colonial, era sentido común europeo que la expansión de los ciudadanos europeos y su emigración hacia otras regiones formaba parte del proyecto civilizador. Se consideraba que una gran parte de los otros continentes o estaban vacíos o eran habitados por poblaciones muy inferiores a las europeas.

Said indica que es esta concepción de superioridad la que marca las expediciones europeas y crea el mito del otro oriental, del que se da una imagen exótica a la vez que se le presenta como alguien temible. El colonizador no ve en el colonizado a un igual, sino a alguien extraño cuyos comportamientos le intranquilizan puesto que no acepta la superioridad natural del europeo, de la que este está totalmente convencido. En muchos casos esa dominación se dobla con el racismo, especialmente contra las poblaciones negras.

En Marx no encontramos posiciones racistas, pero sí una cierta desconfianza frente a la capacidad de lucha y de resistencia de las poblaciones nativas, así como una clara incomprensión de sus formas de actuación. Los textos clave, ya citados por Said y luego analizados con profusión por otros autores más o menos ligados a los estudios poscoloniales, son los artículos periodísticos sobre la sublevación de la India en 1857-1858. Marx publicó ese conjunto de artículos en el New-York Daily Tribune. Eran artículos para ganarse el pan mientras escribía su magna obra El Capital pero, aun así, son textos concienzudos en los que aborda la insurrección de los soldados indios en el ejército colonial británico.

Hay varios aspectos interesantes en estos textos que enlazan con nuestro tema. El primero es que Marx en ese momento estaba convencido de que iba a estallar de nuevo un movimiento revolucionario. Sabemos que, tras la derrota de la revolución de 1848, se había refugiado en Londres y había escrito aquello de que una nueva revolución es tan segura como una nueva crisis. El plazo entre crisis lo estima en unos diez años, los que tardaba el sistema capitalista en recomponerse y volver a entrar en crisis otra vez. La de 1856 parecía pronosticar una nueva era de luchas y revoluciones.

Pero estas no se produjeron en los países europeos ni tuvieron como agentes prioritarios a los proletarios, sino que el movimiento estalló en un país colonial como la India y sus agentes fueron una turba de soldados, campesinos, pequeños comerciantes y propietarios agrícolas. La dureza de la confrontación puso contra las cuerdas al Imperio británico, entonces todavía naciente.

En sus primeros artículos Marx lo interpretó como una revuelta casi prepolítica. Esas masas en lucha resistían frente a la opresión cruel de la dominación británica, eso Marx no lo pone en duda en ningún momento. Pero los propios insurgentes en su resistencia no apreciaban el carácter progresivo de la dominación británica que haría de la India un país moderno. Es conocido el último párrafo del artículo de 10 de junio de 1853:

“Bien es verdad que, al realizar una revolución social en el Indostán, Inglaterra actuaba bajo el impulso de los intereses más mezquinos, dando pruebas de verdadera estupidez en la forma de imponer sus intereses. Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo del estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el elemento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución[1]/.

Ahí es donde radica su limitación: en la idea de que los desmanes coloniales, aun siendo inaceptables, tendrán un resultado positivo puesto que introducirán a los países no capitalistas en la dinámica global capitalista y ese es un paso ineludible para cualquier transformación anticapitalista. Hay una lógica en la Historia por la cual es prácticamente impensable poderse saltar la etapa capitalista. El propio capitalismo define una fase de progreso en relación a la historia anterior del periodo feudal. Justamente es ese esquema el que actualmente nos parece inaceptable, una vez que la teoría del progreso ha sido convenientemente desarticulada.

Los textos sobre la India son de los años cincuenta. Verdad es que en textos más tardíos, como las cartas a Vera Zasulich, el viejo Marx entrevé la posibilidad de que la comuna rusa (el llamado mir) pueda ofrecer un camino alternativo que le ahorre a la humanidad el largo y doloroso proceso capitalista. Pero no deja de ser una posibilidad. Marx se ha vuelto más crítico con la evolución del sistema capitalista: no está dicho que el capitalismo por su evolución y expansión continua tenga que desembocar en una crisis general que dé paso a un sistema alternativo (el socialismo/comunismo). Podría ocurrir que desarrollos alternativos ancestrales que priman lo colectivo tuvieran efectos anticapitalistas, al ser este un sistema basado en la propiedad privada y la apropiación individual del excedente que rehúye formas colectivas de trabajo y reparto del mismo. El futuro se postula de un modo mucho más abierto que en sus textos anteriores.

Hay otro aspecto a destacar: la idoneidad de los sujetos coloniales para una transformación anticapitalista. Marx no acierta a entender cabalmente la agencia política de esas poblaciones. Admira su resolución, su valentía, pero malentiende sus ritos, sus formas de actuación. Inclusive su esperanza de que puedan vencer al ejército imperial se ve defraudada cuando constata la falta de perseverancia y de organización de los amotinados. Considera la ignorancia, la incultura, las supersticiones y las jerarquías indígenas elementos retardatarios para una insurrección victoriosa. El exceso de confianza en la capacidad de los trabajadores para la lucha por el socialismo se trueca en desconfianza frente a esas masas poco preparadas. El prejuicio eurocéntrico le impide comprender la valencia política de esas revueltas.

Resumiendo, cabría decir que las encaja en un lugar subordinado. Las luchas en la India son “el mejor aliado” para los revolucionarios europeos puesto que desgastan enormemente el poder británico, pero en sí mismas son escasamente eficaces; sus agentes tampoco son sujetos revolucionarios en sentido pleno, puesto que no buscan la eliminación del sistema cuya lógica en gran parte no comprenden. Así, mientras que la perspectiva colonial se considera parcial, la marxista europea se entiende que es universal [2]/.

La tradición marxista posterior

La lectura socialdemócrata del marxismo es tan esquemática, tan poco política, que en ella no cabía ninguna flexibilidad para una estrategia de carácter global que tuviera en cuenta las nuevas realidades del imperialismo. Con la notable excepción de Rosa Luxemburg, los socialdemócratas más relevantes compartían el sentido común dominante, según el cual los europeos tenían derecho a la ocupación de las tierras coloniales. Cierto que se posicionaban en contra de las crueldades que comportaba la colonización pero, a la vez que criticaban los excesos, abogaban por un modelo suave que expandiera la civilización por todo el mundo.

Así podemos leer en la resolución del congreso de la Internacional Socialista celebrado en Ámsterdam en 1904:

“El congreso reconoce el derecho de los habitantes de los países civilizados a establecerse en aquellos países cuyos habitantes se encuentran en un estadio inferior de desarrollo. Pero juzga severamente el sistema colonial capitalista actual y anima a los socialistas de todos los países a derrocarlo” [3]/.

La victoria bolchevique en la revolución rusa de 1917 cambió las cosas. El nuevo poder se vio rápidamente enfrentado a la profunda diversidad del antiguo imperio ruso y al surgimiento de nacionalidades y regiones con caracteres específicos, especialmente en las zonas asiáticas y el sur musulmán. Se vio enfrentado también a los reclamos de solidaridad de los movimientos de emancipación en los países coloniales, tanto las colonias británicas como las francesas, holandesas y alemanas. A este nuevo panorama respondió la creación de la Tercera Internacional.

La Internacional estableció, ya en su segundo congreso (1920), la diferencia entre el proletariado europeo y las masas laboriosas de los países coloniales. Al primero le correspondía la tarea de dirección de las luchas contra el capitalismo y la guerra; a las segundas una lucha específica contra la dominación colonial.

El matiz se debía, entre otras cosas, a que en las luchas coloniales intervenían agentes no proletarios, del tipo no solamente de los campesinos sin tierras, sino también la burguesía nacional y/o local, los militares, algunos funcionarios de las Administraciones, intelectuales, etc. Frente al modelo simple de trabajo contra capital que regía la comprensión de las luchas anticapitalistas en Europa, en Oriente se abría camino un modelo abigarrado de subalternos contra dominación colonial. El rasgo anticapitalista venía dado por el carácter imperialista del capitalismo, pero la subjetividad del agente no era obrera. El objetivo socialista tampoco era nítido.

Con ello se reforzó la teoría de las fases: mientras que en Europa y en el corazón del capitalismo estábamos en una fase de confrontación directa entre capital/trabajo o capitalismo/socialismo, cuya avanzadilla había sido la revolución rusa, en el resto del globo estábamos en la fase de la revolución nacional democrática contra el dominio imperialista, cuya valencia anticapitalista se desprendía de que abriría la pugna propiamente capitalista entre capital y trabajo. Las luchas anticoloniales, por duras que fueran, no tenían esa valencia política en sí mismas.

Entre sus agentes había sectores anticapitalistas, pero también defensores de un capitalismo nacional o inclusive de una mera opción soberanista, o sea, una descolonización que rompiera la dependencia política con la metrópoli, pero aceptara una subordinación económica en el marco del capitalismo global.

Los esfuerzos de la Tercera Internacional se centraban en tirar de la situación para obligar a los agentes más timoratos y más conciliadores a radicalizarse, puesto que la descolonización debía comportar el reparto de tierras, con lo que mejoraría la situación de los campesinos pobres. Estos se convertían en un elemento clave puesto que para la estrategia anticolonial bolchevique pasaban a ser el aliado natural de los obreros en los enclaves industriales, de modo que entre ambos cortocircuitaran la hegemonía de los elementos burgueses e hicieran de la descolonización una mera antesala de la revolución socialista.

La Internacional solo apoyaría los movimientos coloniales nacional revolucionarios, es decir aquellos que tuvieran una estrategia revolucionaria de apoyo a los campesinos pobres y las grandes masas de explotados. En otros casos, la Internacional no los apoyaría [4]/.

Por el contrario, la estrategia imperialista consistía en intentar derechizar las luchas en las colonias y limitarlas a la consecución de la independencia política, de modo que la nueva situación estuviera dirigida por los elementos burgueses o incluso por pertenecientes a grupos étnicos distinguidos de la época precolonial. El objetivo era que la estructura de clases en los países ya independizados correspondiera a la propia de los países capitalistas hegemónicos y que los procesos de descolonización no dieran lugar a países independientes proclives a entrar en la órbita socialista. La pugna entre Rusia y EE UU, entre socialismo real e imperialismo, se jugaba fundamentalmente en los países coloniales y en proceso de descolonización, no solo en Europa.

La revolución china

La revolución china aportó una mayor complejidad a ese debate desde el momento en que fue una revolución dirigida por un Partido Comunista autónomo en relación a la estrategia de Moscú. Cuando triunfó la revolución en China (1949) habían pasado ya muchos años del triunfo de la revolución bolchevique. Y el camino del partido chino había sido difícil y tortuoso [5]/.

El inicio del proceso está marcado por la insurrección de Shangai (1926/7) y el comienzo de la Larga Marcha. Como en los demás países coloniales, la estrategia de la Internacional había consistido en apoyar a las fuerzas nacionalistas (Chiang Kai-shek) en tanto este militar fuera capaz de derrotar a los ejércitos coloniales, dejando en segundo plano el apoyo al movimiento campesino y sus ocupaciones de tierras. Puesto que los propietarios eran en muchas ocasiones los propios militares o sus familiares, aquel apoyo generaba conflictos entre los diversos agentes. En esa pugna, los comisarios enviados por Moscú tendían a aplicar la teoría de las fases, centrando su apoyo en los sectores anticoloniales, aunque fueran militares, y dejando para un momento posterior las tentativas más radicales. Tendían también a minusvalorar los potentes movimientos de campesinos que agitaban el país.

La cuestión es que no se trataba de un problema de fases, sino de hegemonía estratégica en una sociedad con relaciones de clase complejas. Mientras la hegemonía la detentara la fracción militar del Kuomintang y su personaje clave –Chiang Kai-shek–, el éxito de las actuaciones militares exigía el mantenimiento de una relativa paz interna y el control de los movimientos de masas. Por consiguiente, se exigía de los campesinos que pusieran fin a las ocupaciones de tierras y a las reclamaciones contra los usureros y prestamistas de las aldeas, que cesaran en su agitación en el campo. Se trataba de un intento de transformación por arriba que contaba con el apoyo soviético en dinero y recursos humanos.

Por el contrario, apoyar los movimientos obreros y campesinos, especialmente los segundos, que era lo correcto desde una perspectiva revolucionaria a medio y largo plazo, podía provocar el rompimiento del Kuomintang y la expulsión del mismo de los comunistas y los radicales de izquierda. Implicaba una revolución desde abajo que para nada respondía a los propósitos de la Internacional. Las consignas de Stalin eran erráticas, pero respondían al principio de que la revolución en China era básicamente antiimperialista; por tanto, debía ser capaz de mantener unido todo el bloque aún a riesgo de perjudicar a los sectores más pobres y potencialmente más revolucionarios. En la práctica eso equivalía a sacrificar la posible revolución a los objetivos militares inmediatos.

Desde 1926, Trotsky venía protestando contra esa estrategia y recomendando salirse del Kuomintang, pero ya no tenía fuerza para imponer ese cambio y tal vez fuera demasiado tarde. En consecuencia, no es de extrañar el enfrentamiento entre Mao y Stalin y la división posterior que afectó a todo el campo socialista y a los partidos comunistas de tantísimos países.

Si algo había revelado la tragedia de la insurrección de Shangai, era la incapacidad de los dirigentes comunistas de la Internacional para comprender la fuerza de los movimientos campesinos en una transformación social anticapitalista en los países coloniales. Esto iba a provocar una profunda revisión y ampliación del marxismo por los teóricos de la segunda mitad del siglo XX, especialmente en los antiguos países coloniales. De esta herencia surgirán los primeros textos marxistas anti y poscoloniales.

Los teóricos poscoloniales actuales y el marxismo

Los teóricos poscoloniales actuales, estudiosos, tales como Homi Bhabha o Gayatri Chakravorty Spivak, se inspiran más en teorías contemporáneas como el posestructuralismo y el posmodernismo que en el marxismo y comparten su crítica al materialismo histórico y a la teoría de la lucha de clases. A su manera forman parte del viraje que tuvo lugar en los años 80, cuando el marxismo casi desapareció de la escena intelectual. Marx ha conservado su prestigio como teórico clásico, pero la tradición marxista ha perdido gran parte de su fuerza. Ni siquiera con ocasión de la reciente crisis (2007 en adelante) la ha recobrado.

La diferencia clave con el marxismo clásico estriba en entender el capitalismo no solo como un sistema socioeconómico, sino también cultural. En su expansión planetaria este sistema ha aniquilado las tradiciones culturales de todos los países que ha dominado; ha producido un auténtico genocidio cultural y epistémico. En las décadas recientes los pueblos, ahora independizados, han recuperado algunas de esas raíces ancestrales que les definen, de modo que a la cultura europea o anglosajona hegemónica se le contraponen tradiciones de pensamiento de otro origen que ponen en cuestión su universalidad. Pero además reivindican el papel como agentes históricos de las poblaciones colonizadas, sus luchas y resistencias, cosa que la tradición marxista no fue capaz de valorar. Son críticos a la vez con el neoliberalismo y con las tradiciones de la izquierda europea, entre ellas el marxismo.

Ese giro se observa de modo especial en la escuela de los historiadores de la subalternidad, en la que encontramos autores tan relevantes como Ranajit Guha, Partha Chatterjee, Dipesh Chakrabarty, Sumit Sarkar, etc. Este grupo trabajó en sus inicios con el concepto de subalterno, un concepto extraído del Gramsci de los estudios sobre el sur de Italia. El subalterno se definía por contraposición a las élites y englobaba aquella población variopinta en la que se incluían los tenderos y comerciantes, los campesinos, las mujeres, los soldados de bajo rango, etc. Permitía poner en el foco de la narración histórica los agentes de las sublevaciones en los países coloniales a los que Marx no acertaba a poner rostro.

Spivak protagonizó la primera crítica de calado contra ese supuesto sujeto en su texto de 1985 ¿Puede el subalterno hablar? La crítica señalaba que la escuela se inventaba un sujeto ficticio cuya voz pretendía recoger. No tenemos ni idea de qué pasaba por la mente de esos sujetos, de cuáles eran sus líneas de actuación, especialmente en los sujetos más silenciados de todos, las mujeres colonizadas. Si la escuela había pretendido elevar la población subalterna a sujeto de las luchas anticoloniales en analogía con el proletariado moderno, la crítica de Spivak ponía de relieve que todo ello reposaba en una asunción de sujeto que no era más que una construcción literaria, una ficción indemostrada e indemostrable.

Como consecuencia de estas críticas y contracríticas, la tesis del obrero (proletario) como sujeto de la Historia queda fuertemente afectada por parcial, pero a la vez emerge una posible historia de las masas que explique cómo movimientos sociales amplios alteran periódicamente la faz del capitalismo global, siendo sus protagonistas sectores diversos de la población, ya sean mujeres campesinas en las economías productoras de recursos materiales, estudiantes, trabajadores de fábricas en la periferia capitalista, migrantes, etc.; se trata de luchas dispersas en un sistema complejo, del que no cabe un único relato ni tiene un sujeto privilegiado. Con ello la historia se abre, pero el futuro anticapitalista está todavía por escribir y ni siquiera sabemos si se escribirá algún día ni cómo.

A día de hoy la lectura de Marx no ha desaparecido del interés contemporáneo. Pero su recepción se encuentra con lectores muy diversos. Entre ellos destacaría no solo los historiadores de la subalternidad, ya mencionados, sino los marxistas negros de los años 20/30: W.E.B. Du Bois, C.L.R. James, o más tardíamente Frantz Fanon, Richard Wright o Paul Gilroy. O los descoloniales latinoamericanos como Álvaro García Linera o Aníbal Quijano. Con una mención específica para las lecturas feministas como la de Silvia Federici, que pone de relieve el olvido del trabajo reproductivo por parte de Marx y del marxismo con consecuencias graves para la propia comprensión de la historia del capitalismo, como muestra en su gran trabajo Calibán y la bruja.

En todos ellos la presencia de Marx sigue siendo manifiesta, si bien con un fuerte contrapunto de crítica y de ampliación de sus postulados. Entre ellos, especialmente, la atención prestada a la voz de los colonizados.

Montserrat Galceran es filósofa y autora de La invención del marxismo (1997) y La bárbara Europa (2016)

Notas

1/ “La dominación británica en la India”, Marx, Engels, Werke, vol 12, p. 125 (edición castellana de algunos artículos de estas series en Karl Marx, Artículos periodísticos, selección, introducción y notas de M. Espinoza, Barcelona, Alba ed., 2013).

2/ “En vista del consumo de hombres y dinero que les costará a los ingleses, la India es ahora nuestro mejor aliado”, Carta a Engels, 16 de enero de 1858, MEW, vol. 40, p. 248. Un resumen y una valoración de estos escritos se encuentra en mi libro La bárbara Europa, Madrid, Traficantes de Sueños, 2016, pp. 113 y ss.

3/ Cit. Por Julius Braunthal, Geschichte der Internationale, Berlin-Bonn, Dietz Nachf., 1978, T.I, p. 318.

4/ II Congreso de la Internacional, 26 julio de 1920, Informe de la Comisión para los problemas nacional y colonial: http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1920s/internacional/congreso2/03.htm

5/ El Partido Comunista chino se creó en 1921; estaba integrado entre otros por jóvenes intelectuales radicalizados con los acontecimientos de 1911 y apoyados por los asesores soviéticos. Durante los primeros años 20 aumentó considerablemente el peso de los obreros y campesinos pobres.


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