Pasear por centros comerciales como La Gran Vía es una masturbación turística. Caminar cual europeos por su amplio paso peatonal adoquinado, mientras esquivamos tranvías infantiles y fuentes azul marino iluminadas, nos genera la falsa sensación de ser unos citadinos despreocupados que podemos salir a disfrutar de nuestra área metropolitana a pie, incluso de noche, como en París, Ámsterdam o Nueva York. Pero en el fondo sabemos que es paja. En realidad lo que hacemos es andar dentro de una burbuja fabricada con el jabón de la vigilancia privada y perfumada con el aroma de la exclusividad de tiendas a las que 2 millones de salvadoreños que viven en pobreza, según la Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples 2018, quizás ni siquiera sueñan con vitrinear.
Caminar por la ciudad en verdaderos espacios públicos, lejos de esas ilusiones burbujeantes, en cambio, es complicado. Muchos ministros de Obras Públicas, quizás decoradores de Disney frustrados, fueron moldeando una ciudad que se asemejaba más a un escenario de la película Cars que a una urbe de seres humanos. San Salvador creció como si los automóviles nos gobernaran. Los ingenieros a cargo instalaron bancas en redondeles donde nadie se ha de sentar, angostaron las aceras y priorizaron los sapos en lugar de los árboles. El resultado fue un caminante para quien no hay camino ni se hace camino al andar.
Además, la violencia nos terminó de hundir. Los parques de muchas colonias se fueron llenando de números y letras góticas, hierba, brincos y rifas de los muchachos. Mientras que muchas calles, sobre todo las del centro de la ciudad, se fueron poblando de delincuentes hasta convertir los pasajes y las calles penumbrosas en sitios por los que caminar es pellizcar los testículos de un toro dormido. Los alcaldes también aunaron a la desidia. Incapaces o desinteresados –existen de los dos–, dejaron crecer la maleza en los pocos espacios públicos que teníamos y acabaron por condenarnos a avanzar con el celular escondido; o bien, si tenemos la suerte de ser del 19 por ciento de los hogares con vehículo, a no querer bajarnos de él.
Los dueños del capital supieron leer el cuento. Entendieron que los salvadoreños en el exterior mandaban dólares –más de 5 mil millones solo en 2018– y que quienes nos quedamos acá somos hijos del consumo que nos gastamos el 80 % de ese dinero. Entonces, como los geckos en nuestras casas, los centros comercialesfueron de a poco colonizando la capital. Era más entretenido ir al Pops de Metrocentro que comprar un sorbete de carretón en el Parque Infantil, y era más seguro llevar a los niños al carrusel de Galerías o al carrito tragamonedas del minion en Unicentro que atravesarse con ellos el Centenario flanqueado por faldas cortas y tacones. El resultado fue macondiano. San Salvador se convirtió en un centro urbano ecléctico que combinaba lo mejor de Miami con lo peor de las favelas de Río. En medio de esa rara ensalada, el mall terminó por ser el epicentro de nuestro tiempo libre en el área urbana.
Por eso es que noticias como la reciente remodelación del parque Cuscatlán se reciben como un frente frío en San Miguel. La reinauguración –pero también la recuperación y embellecimiento del Centro Histórico y la apertura de sitios como el Bicentenario y la plaza temática sobre El Principito– funcionan como alcohol en la piel de una población a la que normalmente le da comezón andar a pie. Y aunque nos quejemos de que el remozado espacio verde no tiene parqueo idóneo, porque nos sigue dando miedo llegar en bus o porque ir hacia él sigue siendo un campo de minas, el lugar se yergue como un oasis en un país que ha hecho de vitrinear y de comer donas un deporte. 2.6 millones de salvadoreños con sobrepeso y obesidad lo confirman.
Ahora, una vez el parque listo, las oportunidades son enormes. Me imagino a Adrenalina en la hoja cultural cantando La maldita; a la ídem delegación de diputados reconociendo simbólicamente, por fin, la memoria de las víctimas del conflicto armado en el monumento instalado en una de sus paredes y a Camilo Minero homenajeado en la Sala Nacional de Exposiciones. Veo emoción, deportes y esparcimiento lejos de los techos de Plaza Mundo o de los nuevos centros comerciales que está pariendo la Zona Rosa. Y también me veo caminando con mi familia por sus senderos, llevando a mi hija a marearse hacia la casa de la gravedad del Tin Marín y hasta saliendo desde ahí de su manita, a las 8 p.m. de un sábado, con rumbo al Teatro Nacional por el camino amarillo que lleva a la obra El Mago de Oz.
Claro que nos falta seguridad, aceras despejadas, circuitos peatonales y varias decenas de museos y monumentos para ser París, Ámsterdam o Nueva York. Pero se puede soñar. Quizás el Parque Cuscatlán sea, después de todo, el despertar de esta adolescencia y de esta masturbación turística de los mall. O mejor aún: el inicio de un nuevo andar por los adoquines de un suelo público de verdad en esta furiosa y tan susceptible ciudad.