No he dejado de leer noticias sobre la crítica situación en la que se encuentra la UCA de Managua, debido a la arremetida de la que es objeto por parte del poder estatal nicaragüense. Quiero destacar el impacto en mi sensibilidad de tal situación, en primer lugar, porque la UCA de Managua es hermana de mi Alma Mater, la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas (la UCA de San Salvador), en la cual no sólo me formé profesionalmente y trabajé durante más de 20 años, sino en donde adquirí –bajo la guía de profesores sabios y honrados— una forma de ver la realidad social que, además de estar fundada en el mejor conocimiento disponible, debía conducirme a asumir, como exigencia ético-moral, actitudes y prácticas comprometidas con la causa de la justicia, la fraternidad y la solidaridad.
Nunca en mi época de académico en la UCA de San Salvador –ni tampoco después— pude visitar el campus de la UCA de Managua. Sin embargo, en mi larga permanencia en la primera –como estudiante de filosofía y luego como empleado— tuve múltiples encuentros, pláticas y experiencias con compañeros de clase y profesores (siendo yo estudiante), alumnos y colegas (siendo yo profesor e investigador) que sí habían pasado por las aulas de la segunda. El lapso en el que todo esto sucedió va de mediados de los años ochenta hasta mediados de la primera década del 2000, aunque las vivencias que más huella dejaron en mi memoria son las de los años ochenta, cuando escuchaba a unos compañeros de clase –estudiantes jesuitas que venían de Nicaragua a El Salvador a continuar sus estudios de filosofía— hablar con orgullo de la UCA de Managua.
Era el mismo espíritu crítico, la misma ética y el mismo compromiso –a veces con mayor vehemencia por parte de ellos— que teníamos los que estábamos en la UCA de San Salvador. Formábamos parte de una comunidad universitaria que se extendía por dos países que despertaban en nosotros, estudiantes entonces, pasiones encendidas, marcadas por las expectativas de una revolución triunfante atacada por la contrarrevolución –la nicaragüense— y una revolución en proceso –la salvadoreña—, con enormes dosis de tragedia ya tenidas y otras, sin que lo imagináramos siquiera, por llegar a nuestra casa de estudios, cuando la década estuviera a punto de terminar.
Así las cosas, en mi valoración ante lo que le sucede a la UCA de Managua –la cual, por lo que le he leído recientemente, ha sido despojada de su patrimonio e incluso de su nombre por parte de las autoridades de Nicaragua— no puedo prescindir, aunque quiera, de mis sentimientos, que se ven removidos por lo que considero una canallada de grandes proporciones. Por supuesto que no se trata sólo de sentimientos, pues hay razones más frías para rechazar la arremetida que, desde el poder del Estado nicaragüense, se ha lanzado en contra de esa institución universitaria.
Entre otras que se me ocurren, está la disparidad de poder y de fuerza entre un Estado y una universidad; en virtud de esa disparidad, el primero siempre llevará las de ganar ante un rival que, en realidad, no es tal. No veo manera de justificar o celebrar que el poder estatal se ejerza, con contundencia y de manera desproporcionada, contra personas o instituciones que no están en condiciones de resistirse. Pero hay algo peor: en este caso, el poder del Estado se está ejerciendo en contra de una universidad, es decir, en contra de una institución en la cual se ha cultivado el conocimiento y la investigación científica y filosófica.
Como universitario, no puedo aceptar semejante barbaridad; a mis ojos, lo que se hace desde el Estado de Nicaragua con la UCA de Managua lo deslegitima de la manera más absoluta. Quizás en lo inmediato o en la superficie, anular a un centro de estudios en el que se generan ideas críticas sea una ganancia para los que detentan el poder político, pero en el mediano o largo plazo, y en lo profundo, quienes atacan el saber, o buscar someterlo a sus designios, terminan por perder el respeto del que gozan entre las personas de bien (que siempre son más de las que se puede sospechar). Posiblemente no se den cuenta de lo apuntado, pues el poder absoluto no sólo corrompe absolutamente, sino que enceguece y enloquece absolutamente.
Asimismo, el daño que se hace a la sociedad, cuando se ataca o busca ahogar el trabajo cultural, científico, filosófico, literario, el debate de ideas y la crítica intelectual, es incalculable. Nada bueno para la sociedad puede salir de los ataques frontales, desde el Estado, hacia las instituciones universitarias. Tampoco de injerencias estatales en las dinámicas académicas o administrativas –planes de estudio, contenidos curriculares, plantas docentes, pedagogías, etc.— de las universidades.
Lo mejor que pueden hacer quienes administran los Estados –lo mejor para las sociedades a las que sirven o deberían servir— es dejar que las universidades sean lo que deben ser: espacios en los que se cultivan el conocimiento de la realidad natural y social, y en donde florece el debate crítico, la libre circulación de las ideas, la pasión por el arte, el desafío a lo aceptado como verdad definitiva y el compromiso ético con sociedades mejores y más humanas.
Allá por los años noventa, una profesora mía en la UCA de San Salvador en la década anterior –la querida y recordada Ana María Nafría (1947-2018)—, le hizo ver a un colega profesor, que insistía en promover una forma de pensamiento única en la institución, que universidad quería decir universalidad, lo cual exigía cultivar todas las corrientes de pensamiento que fuera posible. Suscribí y suscribo esa formulación de Ana María Nafría, quien, sin que ella lo supiera, al igual que otros profesores, contribuyó a la forja de mi carácter como el universitario que, desde que llegué a la UCA de San Salvador en 1983, no he dejado de ser.
Termino estas líneas haciendo pública mi solidaridad con la comunidad universitaria de la UCA de Managua. Siento en lo más profundo de mi ser lo que viven sus miembros y espero que este momento sombrío se difumine y que sus aulas –como parte de la UCA de Managua y no de otra pretendida universidad—, más pronto que tarde, vuelvan a estar animadas por el debate crítico y creador.
San Salvador, 18 de agosto de 2023