La crisis provocada por el coronavirus es una oportunidad para pensar en el futuro. Este artículo trata de la «izquierda» o de las «fuerzas progresistas» en un sentido muy amplio, con implicaciones para los partidos políticos y los movimientos sociales. ¿Serán capaces de aprovechar esta oportunidad para proponer sus alternativas? ¿Se perderá una vez más, como ocurrió en 1989 y 2008?
Y sobre todo, ¿qué queda de la izquierda? Piénsese en los dificilísimos debates suscitados por el golpe de Estado en Bolivia, ignorado por una parte de la izquierda radical, o en el éxito electoral de un candidato indígena en Ecuador. ¿Hay buenas razones, entonces, para pensar que ya no hay izquierda ni derecha? ¿Y el eurocentrismo? ¿El poscolonialismo? ¿Posdesarrollo? ¿Descrecimiento? ¿Qué se debe y se puede hacer?
Lo que quiero mostrar en este artículo es cómo la crítica justificada a las políticas neoliberales y a la práctica del desarrollo ha dado lugar a numerosas «alternativas» que, de hecho, refuerzan estas políticas o, al menos, las dejan intactas. En otras palabras, quiero denunciar el actual pensamiento dominante de muchos movimientos progresistas.
Porque por muy comprensibles que sean muchas reacciones, lo que se necesita no es tirar al niño del desarrollo con el agua del baño de la modernidad. Además, estos desarrollos también muestran la vacuidad de gran parte del pensamiento de izquierdas actual. Por lo tanto, terminaré con algunas reflexiones sobre el nuevo élan progresista con el que todos soñamos.
Pensamiento crítico de desarrollo
El pensamiento sobre el desarrollo, tal y como surgió tras la Segunda Guerra Mundial, especialmente con la nueva Organización de las Naciones Unidas (ONU), alcanzó cierta hegemonía, pero nunca pudo seguir su camino sin obstáculos. No sólo el lado liberal, y especialmente el Banco Mundial (BM), ofrecieron resistencia – el BM se negó inicialmente a considerar los aspectos sociales- sino que surgieron diversas visiones alternativas del desarrollo, especialmente en la izquierda.
Así como medio siglo antes en la Unión Soviética y en China se dudaba de si el capitalismo era indispensable, en África se abogaba por un socialismo africano. En América Latina, siguiendo el estructuralismo de Prebisch, surgió un pensamiento «dependentista» que explicaba cómo el «subdesarrollo» no se producía antes sino después del «desarrollo», como resultado de la inclusión en el sistema de comercio mundial.
Todas estas alternativas al pensamiento oficial sobre el desarrollo, incluidos los movimientos de independencia nacional, remitían a los valores de la Ilustración, como la libertad, la igualdad, la emancipación… aunque, a nivel académico, esta Ilustración se pusiera lentamente en cuestión.
En la India surgió el pensamiento «subalterno», que acusaba al colonialismo de opresión cultural y no daba voz a los colonizados (Chakravorti Spivak). El «orientalismo» surgió en un discurso de «otredad» que se refuerza a sí mismo, la creación de un grupo de personas separado con conotaciones negativas (Edward Saïd).
Después de Mayo del 68 y del floreciente movimiento ecologista, se habló de «posdesarrollo». Para pensadores como Arturo Escobar, Gustavo Esteva, Serge Latouche o Wolfgang Sachs, no tenía sentido luchar por un desarrollo «mejor». La idea en sí misma y su intención eran erróneas. Lo que se necesitaba no era un desarrollo alternativo, sino una alternativa al desarrollo. Nunca se aclaró en qué consistiría.
Después del informe del Club de Roma sobre los ‘Limites al Crecimiento’ surgió la idea del «decrecimiento», que rápidamente ya no debía entenderse como «menos crecimiento», sino como el abandono del objetivo de crecimiento para toda la economía. Hoy en día, este concepto bastante vago se utiliza para una economía alternativa, aunque nunca se concretiza.
A finales del siglo XX y con motivo de los quinientos años del «descubrimiento» de América, surgió una visión muy diferente que se venía cocinando desde hacía tiempo, con pensadores como Walter Mignolo y Enrique Dussel. Aníbal Quijano, Eduardo Gudynas y otros declararon que el colonialismo era, en realidad, el inicio del capitalismo y de la modernidad al mismo tiempo, y que, por tanto, los tres debían ser arrojados al cubo de la basura a la vez.
Analizaron el eurocentrismo y establecieron una clara conexión con la esclavitud y la opresión de los pueblos negros e indígenas. Las conferencias de la ONU sobre medio ambiente y desarrollo de Río, junto con Río+20 en 2012, pusieron estas tesis en el punto de mira. A partir de ahora, había que trabajar en la «descolonización» de nuestro pensamiento, porque estábamos en medio de una «crisis de civilización». Para estos movimientos, la dominación del pensamiento y la acción del hombre blanco en el mundo estaba fuera de toda duda y tenía que terminar.
Mientras tanto, el neoliberalismo había provocado dos grandes crisis financieras – 1998 en Asia y 2008 en el mundo entero -, el populismo de derechas y autoritario estaba en auge, las ONG en compañía de Bono y otros sólo hablaban de «hacer que la pobreza pase a la historia». Se suponía que la carga de la deuda del Sur iba a desaparecer, pero lo que ocurrió en realidad fue que África se desindustrializó, que China se industrializó y enriqueció a la velocidad del rayo y que los flujos de dinero del Sur al Norte aumentaron a toda velocidad. Las fuerzas de la derecha estaban contentas. La reducción de la pobreza se convirtió en un entretenimiento. El desarrollo se olvidó.
En 1989 cayó el Muro. Ello supuso un duro golpe para el pensamiento de izquierdas, aunque apenas se analizó lo que podría haber salido mal. En toda Europa, la izquierda radical se deslizó hacia el abismo, los verdes triunfaron, la socialdemocracia boqueó. En América Latina, surgió brevemente una «marea rosa», con regímenes de izquierda y progresistas que propugnaban un «socialismo del siglo XXI», o una filosofía del «buen vivir».
Las fuerzas de la derecha recuperaron el poder con la ayuda del imperialismo de siempre, y el régimen socialista de Venezuela se empantanó en la corrupción, la mala gestion y las sanciones. El buen vivir palideció ante los abusos del extractivismo.
Movimientos sociales
El pensamiento verde, anticolonial y antimoderno tardó una década en llegar a Europa. Los movimientos sociales ya habían empezado a organizarse y a preparar acciones globales a principios de siglo. En el Foro Social Mundial, intelectuales y movimientos de base, con las ONG de por medio, se reunieron para debatir sobre «otro mundo». Fue la época en la que también en la ONU, con el informe Carlsson sobre la «gobernanza global», se difundieron ideas sobre cómo la «sociedad civil» cambiaría el mundo.
Todas las instituciones democráticas estaban atascadas, a nivel nacional e internacional. Las estructuras de los partidos resultaron ser demasiado rígidas y con demasiado poder para escuchar realmente lo que la gente pedía. Los Estados miembros de las instituciones internacionales, desde la U.E. hasta la ONU pasando por la Organización Mundial del Comercio (O.M.C.), sólo tenían que defender su propio interés nacional y olvidaron que el medio ambiente, el desarrollo y todas las dimensiones sociales representaban también un interés general global.
Mientras tanto, los mercados financieros fueron desregulados y las instituciones financieras, junto con algunas viejas y nuevas multinacionales, se hicieron gradualmente con el poder. ¿Sociedad civil? pregunta usted, y nosotros nos volvemos. ¿El Estado? Anticuado, ¿no has visto cómo ha fracasado todo en los países socialistas? Libertad, felicidad, el mercado sabe mejor que nadie lo que quieres y lo que necesitas.
En el Foro Social Mundial, los intelectuales abandonaron decepcionados, dejando sólo a unos pocos creyentes del «espacio abierto» para atacar al neoliberalismo con globos y hip-hop. Nosotros no hacemos política, pareció convertirse en el lema, somos política. Y punto. En Europa, la izquierda radical contaba a menudo con excelentes diputados, pero se escondía en un robusto arsenal socialdemócrata, y las más de las veces faltaba la dimensión internacional. No se reconoce la importancia de la integración europea, el viejo antiimperialismo permanece intacto. La necesidad de organizarse internacionalmente rara vez se entiende.
La trampa
Esta es una presentación demasiado breve y algo caricaturesca de la situación. Por supuesto, en todo el mundo hay grupos socialistas consecuentes, que intentan renovar su pensamiento, pero cada vez más, una mayoría se desplaza hacia una especie de ideología «verde-izquierda». A menudo sigue siendo a-política y tiene sus trampas. Lo que defienden los neoliberales no es muy diferente e incluso podría mejorarse con algo de ayuda verde.
Por ejemplo, la renta básica. Nadie estaba más a favor de ella que algunos neoliberales que querían deshacerse por fin de la seguridad social y los estados de bienestar. Una suma de dinero individual para todos, el fin de la solidaridad colectiva.
Los cuidados no deben comercializarse. Deberíamos cuidarnos unos a otros y no dejar eso en manos del Estado o de los actores privados. Sí, pero ¿no son las mujeres las que hacen la mayor parte del trabajo de cuidados? ¿Deben trabajar gratis? Y de nuevo, ¿no les encanta a los neoliberales que vengan todos esos voluntarios gratis? Mano de obra gratuita! Mira cómo han aumentado las prácticas y los flexijobs en el mercado laboral!
Vergüenza de vuelo! Los europeos también podrían tomar el tren a Viena o Barcelona, por ejemplo. ¿O tomar el barco a América, como hizo Greta Thunberg. De nuevo, una broma totalmente fuera de lugar, nuestro uso de Internet es más contaminante que los aviones y las reuniones electrónicas están lejos de ser fáciles y eficientes, como ha confirmado el cierre. O bien, ¡el extremadamente contaminante bitcoin! Parece que estamos renunciando a cualquier globalización social, justo cuando las empresas están creando cada vez más su mercado global. Sí, se vuelve a hablar de proteccionismo, pero ¿alguien cree que Bayer, Google o Río Tinto se esconderán detrás de las fronteras nacionales?
Hay que acabar con el extractivismo. No más minería que destruye la naturaleza y los medios de vida. Es fácil estar de acuerdo, pero si queremos más energía solar o eólica, si queremos teléfonos móviles y computadoras, ¿no necesitamos entonces minerales? En lugar de quitarle credibilidad al movimiento ecologista, ¿no es mejor defender un extractivismo justo y vigilado, con normas estrictas?
En definitiva, muchos movimientos sociales están poniendo un énfasis algo distorsionado y olvidando el meollo de la cuestión. Además, muchas veces se repliegan al nivel local y piensan que se puede hacer otro mundo con el municipalismo. Ahora bien, se puede hacer mucho en las ciudades, efectivamente se puede construir una mayoría progresista allí más fácilmente que a nivel nacional o continental, pero eso no salva el mundo ni mucho menos.
Mira dos ejemplos recientes: la crisis del COVID y los refugiados. Sin un Estado nacional que expida visados, sin instituciones mundiales que lleven a cabo una vigilancia epidemiológica, no se llega a ninguna parte. Una y otra vez, muchos movimientos caen en la trampa de lo que también quieren los neoliberales. Basta con leer los informes de hace diez años del Foro Económico Mundial de Davos para ver cómo quieren, de hecho deshacerse de los Estados y de los sindicatos – ‘vieja izquierda’! -, el único contrapoder a su dominio.
Illich y el Pluriverso
Cuando el año pasado dije en una conferencia internacional en Hong Kong que era escéptico con respecto a muchas ideas ecológicas -¡después de visitar una granja alternativa en Hong Kong! – y que seguía considerando que el desarrollo y el crecimiento eran muy necesarios, me dijeron inmediatamente que era por tanto «eurocéntrico y ecomodernista». Y punto.
Puede que sí. Pero enseguida empecé a leer el entonces muy alabado libro «Pluriverse». Se acababa de publicar y se presentaba como algo así como una nueva biblia del posdesarrollo. Era muy informativo. Pero, sin embargo, creo que completamente equivocado. A menos que realmente quieras vivir en un mundo sin lavadoras, coches, teléfonos móviles, drones y aviones. Y a menos que creas que el budismo o el hinduismo, el Ubuntu, el Ibadismo, el Tikkum Olam o la ética islámica pueden dar las verdaderas respuestas a las preguntas existenciales. Lo que se propugna es un mundo lleno de espiritualidad, sin modernidad y sin universalismo. Como si no fuéramos todos seres humanos con exactamente las mismas necesidades.
El libro se llama «Pluriverso» porque se centra en la diversidad de la especie humana y esta diversidad es sumamente interesante. El problema es que como difiere del «universo», entonces se equipara a la uniformidad. Pero, ¿no es precisamente porque todos somos diferentes que también necesitamos la igualdad de derechos? La igualdad no se opone a la diferencia, sino todo lo contrario. Frente a la igualdad está la desigualdad, y frente a la diferencia está lo ‘mismo’. Lo mismo frente a la diferencia, igualdad frente a desigualdad, no es un problema de lenguaje sino un problema de comprensión o, mejor aún, de confusión semántica. Una cosa es enfatizar la diversidad, las distintas maneras de interrogar el mundo y otra muy distinta es olvidar la igualdad. El universalismo, dice Francis Wolff, es emancipador y nunca, jamás, equivale a la uniformidad.
Y hay más. Muchos de estos pensadores pluriversos son personas muy religiosas y muchos de ellos recuerdan con nostalgia a Ivan Illich, que les influyó con su «convivialidad», la conectividad de estar juntos y el rechazo a cualquier institucionalización, desde la escuela hasta la sanidad.
Creo que Illich engañó a su mundo. Como admitió al final de su vida, sólo tenía un objetivo: llegar a la verdadera iglesia de Cristo y no a una iglesia institucionalizada. Soñaba con la iglesia pura de la encarnación. Las escuelas o los hospitales, sólo eran ejemplos para dejar clara su idea, bien podría haber sido el servicio postal, aclaraba. Por eso Illich tampoco planteó alternativas, las escuelas o los hospitales no importaban, sólo importaba la iglesia pura. Todavía vivimos con esa influencia.
Pluriverso pinta un mundo sin desarrollo, en el que la gente puede cuidar de sí misma y en el que el capitalismo y la lucha de clases han desaparecido como por arte de magia. Ya no hay totalidad, sólo fragmentos de ella.
Capitalismo, colonialismo y modernidad
En última instancia, Illich es irrelevante cuando se le compara con la escuela de pensamiento serio sobre la modernidad. Como he dicho, con el «descubrimiento» de América y el colonialismo, surgió el capitalismo y se desarrolló la modernidad. Este pensamiento es erróneo, y aquí también hay una confusión semántica.
La modernidad es un movimiento filosófico que surgió a raíz del humanismo y es cualquier cosa menos puramente «occidental», a menos que también se llame «occidental» al pensamiento árabe de principios del segundo milenio en España. ¿Por qué no? Según el historiador Jack Goody, la modernidad comenzó… en la Edad de Bronce. No hay nada típicamente occidental en ella. El individualismo, la democracia y la ciencia, son más antiguos que nuestros antepasados griegos.
Pero al mismo tiempo, el reconocimiento del individuo, la creencia en una sola humanidad y en el cambio, el «sapere aude» (atrévete a saber) y la autocrítica, siguen siendo desesperadamente necesarios en el mundo actual, que ya ha cedido demasiada autodeterminación a los gobiernos y las empresas. Y es verdad que muchas ideas de la Modernidad europea han sido apropiadas por la razón instrumental del colonialismo y del capitalismo.
Curiosamente, en muchos casos la confusión se produce con el «pensamiento de modernización» inherente a lo que debía ser el desarrollo en los años sesenta del siglo pasado. A través de la industrialización y la diversificación económica, también se ampliarían la educación y la sanidad, y acabaríamos llegando a instituciones políticas democráticas idénticas a las de Europa Occidental o Norteamérica.
Esta era, en efecto, la firme creencia y no es de extrañar que se plantearan objeciones contra ella, no sólo porque no se produjo en ninguna parte, sino también porque se desterró de antemano cualquier alternativa. Pero el pensamiento de la modernización no es la modernidad.
Más seria fue la crítica de la nueva conciencia de los pueblos originarios en América. Que ellos, desde una cosmovisión diferente, tengan dificultades con el racionalismo «occidental» y la creencia en el progreso lineal es perfectamente comprensible. Y que el colonialismo considerara inexistentes esas otras cosmovisiones y las suprimiera también es un hecho.
Este colonialismo epistemológico ha sido denunciado con razón, entre otros por Boaventura de Sousa Santos. No para sostener que ahora debemos vivir «en armonía» con la naturaleza -¿quién lo hizo? No para renunciar a elementos del racionalismo, sino para lograr un verdadero «pluriverso», para tener en cuenta la diversidad, para darse cuenta de que algunos pueblos necesitan comida y bebida, pero quizás no aviones ni abrelatas eléctricos. Teléfonos móviles, sí. Y drones para detectar la tala ilegal.
En definitiva, se trata, una vez más, de que los pueblos puedan determinar su propia modernidad. Por lo general, hay una demanda para ello, y tendrán que determinar ellos mismos en qué sentido quieren ir. La modernidad, un movimiento filosófico y político, comenzó mucho antes del «descubrimiento» de América y del colonialismo. También lo hizo el capitalismo, que tampoco es típicamente occidental.
El hecho es que España estaba lejos de ser un país capitalista cuando le dio a Colón algunos barcos y una tripulación. Y España no introdujo en absoluto el capitalismo en América, sino una forma persistente de feudalismo por la que se entregaban tierras y pueblos a los conquistadores, las «encomiendas». Desde el punto de vista jurídico, ni siquiera fue colonialismo. La población indígena fue asesinada, explotada y en gran parte exterminada, ciertamente. Se saqueó el oro y la plata, sí.
Pero todo este sistema tardó en convertirse en capitalism de verdad. Sólo cuando el sistema de plantaciones con la trata de esclavos se puso en marcha casi un siglo después, con los británicos, franceses y holandeses a la cabeza, se puede hablar de un capitalismo emergente.
El hecho de que estos tres fenómenos – colonialismo, capitalismo y modernidad – estén inextricablemente unidos y no puedan dejar de desarrollarse juntos es sólo el resultado de un ejercicio de pensamiento intelectual que tiene poco que ver con la dura realidad.
Sin embargo, y no debería sorprendernos, este pensamiento comenzó en la propia Europa, primero con el análisis de posguerra por la Frankfurter Schule, culpando al «racionalismo» del holocausto, más tarde con un aplaudido Michel Foucault y su reflexión sobre la «normatividad«. La llamada «teoría francesa» -Derrida, Deleuze, Guattari- hizo el resto, aunque con consecuencias más devastadoras en Estados Unidos que en Europa. Sin embargo, no se trata de condenar a estos importantes intelectuales, sino de indicar su influencia en la problematización de la «modernidad».
El pensamiento «identitario» emergente, el enfoque de interseccionalidad del feminismo radical, el 11 de septiembre y la creciente influencia de la migración musulmana (y su reacción) en Europa, contribuyeron al desarrollo de una fuerte perspectiva posmoderna.
Lo que está ocurriendo hoy en día tanto en Europa como en América Latina, culpando a la «modernidad» del racismo y del pensamiento colonial, es el resultado (¿provisional?) de todo esto. Para varios grupos radicales, los conflictos de clase parecen haberse olvidado, todos los problemas se explican por la etnicidad –el privilegio blanco- y el eurocentrismo.
Los negros, las mujeres, los inmigrantes y los indígenas son esencializados, la representación está prohibida, la izquierda y la derecha se convierten en categorías borrosas. Los ejemplos más claros son el golpe «ignorado» en Bolivia por una parte de la izquierda y/o los indígenas radicales, la elección de un banquero neoliberal en lugar de un presidente socialdemócrata en Ecuador por estos mismos grupos, el rechazo anunciado de un «front républicain» contra la extrema derecha en Francia. Como describe acertadamente Stéphanie Roza, estos movimientos antimodernistas se pareces mucho al antiguo, tradicional, conservador y nunca desaparecido antimodernismo.
Por lo tanto, rechazar la modernidad, a principios del siglo XXI, es un paso muy peligroso. Sigo recordando la postura de Goebbels, para quien el verdadero objetivo del nazismo era «olvidar 1789». El populismo autoritario de derechas actual no piensa de forma diferente.
Además, cabe preguntarse sobre este pensamiento predominantemente latinoamericano. No cabe duda de que hay que condenar la colonización, la explotación capitalista y la opresión de los pueblos indígenas. De ahí que la «descolonización» tenga partidarios en América Latina, Asia, África y en el mismo Europa. Sin embargo, la mayoría de los pensadores proceden de América Latina y resulta sorprendente que a menudo sean mucho más matizados que sus seguidores, desde Enrique Dussel hasta Edgardo Lander y Boaventura de Sousa Santos. Me gustaría hacer dos observaciones a este respecto.
América Latina es un continente con graves problemas de identidad. La mayoría de su población es blanca o mestiza, hijos de la denostada colonización. También es el continente que siempre ha destacado por su pensamiento original, desde José Martí hasta Mariátegui, desde el colonialismo interno hasta el estructuralismo y el pensamiento dependentista.
Cuando estudio a algunos de los autores, no puedo evitar sentir que buscan una nueva teoría que les dé por fin un lugar fijo y una identidad, y que elimine la oposición entre las raíces indígenas y la invasión blanca. Quieren liberarse del ‘espejo deformante’ del eurocentrismo para buscar un camino propio, otra Modernidad que a veces se parece más a una autocrítica que a una crítica de ‘Occidente’.
Es más, cuando uno lee a Dussel o a de Sousa Santos y no piensa en ese pasado y presente indígena, sino en, por ejemplo, la Arabia Saudí o el Irán islámicos, pronto empieza a dudar de la pertinencia de algunas de los planteamientos. Lo mismo ocurre con la crítica a la ciencia moderna, porque ¿quién podría pensar que un té de hierbas podría ser tan eficaz como una vacuna contra el coronavirus, por muy importantes que sean algunas medicinas tradicionales.
Y hay más. Varios autores ya han señalado que gran parte del pensamiento de y sobre los pueblos indígenas de América Latina ha tomado un rumbo muy extraño. Los europeos que llegaron a América pensaron que habían encontrado una especie de «paraíso terrenal». Con sus relatos, los europeos fantaseaban aún más sobre este «nuevo mundo», y todo se explicaba utilizando las categorías disponibles en Europa, especialmente la Biblia.
Estos mecanismos han sido brillantemente explicados por Jorge Magasich en «América Mágica» o por Serge Gruzinski en «La machine à remonter le temps». Y es precisamente este pensamiento el que se introdujo en América. O lo que es lo mismo, lo que se considera realmente «indígena» suele ser de origen europeo. En cierta medida, esto ocurre hasta el día de hoy. Toda la historia de la «pachamama» sobre la tierra nutricia (femenina) tiene muy poco que ver con lo que piensan o pensaban los indígenas.
Hoy en día, toda una industria blanca intelectual y material ha comenzado a enseñar a los indígenas quiénes o qué son sus dioses, lo sagrada que es la tierra y cómo ellos, los pueblos originarios, pueden vivir en armonía con la naturaleza. Afortunadamente, algunos grupos se están sacudiendo esta influencia prejudicial y están en un proceso de visibilización de su propia cosmovisión.
En definitiva, gran parte del pensamiento puede reducirse a una necesidad psicológica inconsciente y a un engaño bienintencionado a la población. La realidad de países como Bolivia y Ecuador, cuyos presidentes de izquierdas no han dudado en seguir extrayendo petróleo, gas o litio porque necesitan dinero para sus políticas sociales y para pagar sus deudas, lo dice todo. Rafael Correa señaló repetidamente que la ganadería extensiva que practican algunos indígenas de su país no es menos contaminante y perjudicial para el medio ambiente que la mina que él ha autorizado. Difícilmente se puede ir a mendigar, dijo, cuando se está sentado en una bolsa de oro.
Una crisis política
Que hay que descolonizar nuestro pensamiento, que hay que tirar por la borda toda la «superioridad» occidental y, desde luego, blanca, que hay que aprender a mirar el mundo desde perspectivas distintas a la nuestra, ciertamente. Nadie lo ha explicado mejor que el antropólogo francés Philippe Descola, que estudia la relación entre el hombre y la naturaleza. Nos enseña lo diferentes y lo iguales que somos, cómo vivimos con ontologías diferentes que son cada una híbrida y fluida, y cada una hace «un mundo» para sí misma.
La totalidad no es un dato preexistente, sino que se configura diariamente. También nos enseña lo mucho que podemos aprender de los demás, dándonos cuenta de que nadie, ni negro ni rojo ni amarillo, tiene la respuesta a todas nuestras preguntas. Reconectar a la humanidad y a la naturaleza, eso es lo que tenemos que aprender y eso es urgente, pero no en una armonía inexistente e inalcanzable con la naturaleza, ni mirando cómo los aztecas le sacaban el corazón a sus enemigos. No hay nada que aprender de eso.
Siempre es peligroso atribuir una dolencia a una sola causa y predecir una sola consecuencia. Todos los acontecimientos son imprevisibles; en cualquier momento, un giro sorprendente puede enviar la historia en una dirección diferente. Fíjense en lo que está haciendo ahora el coronavirus. La historiografía teleológica es arriesgada. La gente tiene su futuro en sus manos, eso es seguro, pero tienen que decidir hacer algo juntos.
Es posible que el individualismo haya ido demasiado lejos, es cierto que el neoliberalismo que nos azota desde hace décadas nos hace creer que sólo podemos progresar individualmente, en competencia con el otro. También es cierto que sólo podemos conseguir algo realmente trabajando juntos. El mundo, la sociedad, puede ser moldeada por nosotros mismos, en efecto, pero no es por su cuenta que va a cambiar nada. Las élites, que hacen gala de la mejor solidaridad de clase de todos los tiempos, harán lo que sea para que los de abajo no aprendan nunca a trabajar juntos, como nos dice Yuval Noah Harari.
Mayo del 68 hizo caer muchas vacas sagradas. Los jóvenes estaban cansados de vivir en un entorno rígido y jerárquico. Las viejas estructuras tenían que desaparecer, en el futuro harían las cosas de otra manera.
Esto ha tenido éxito en parte. Muchos movimientos sociales siguen apostando por el «horizontalismo», la renuncia a los jefes y al voto mayoritario. Esto funciona siempre que se trabaje en pequeños grupos y se disponga de mucho tiempo para el debate. No funciona si se trabaja en contextos más amplios y algunas personas tienen menos buenas intenciones de lo que podría parecer por esos bonitos principios.
El Foro Social Mundial fue destruido por este horizontalismo. Las relaciones de poder existen en todas partes; es bueno reconocerlas y neutralizarlas democráticamente. Sin embargo, si el horizontalismo prevalece sobre cualquier reflejo democrático sano, sólo sirve para ocultar y perpetuar las relaciones de poder existentes.
Desde la Primavera Árabe, los Indignados, Occupy Wall Street y Nuits Debout, seguidos por los Gilets Jaunes y otros movimientos de masas, también debemos preguntarnos a dónde puede llevar esto. 2019 fue un año de protestas, desde Hong Kong hasta Santiago de Chile, desde Beirut hasta Argel y muchas otras ciudades. No fueron protestas de un día, sino meses de ocupaciones y denuncias sostenidas. Aquí y allá una pequeña concesión de un gobierno, pero en general, otro fracaso.
Cada vez son más los jóvenes que empiezan a preguntarse si, después de todo, la violencia podría ser la única forma de imponer algo. Las acciones masivas y mundiales de las feministas el 8 y 9 de marzo de 2020 fueron un éxito inesperado. ¿Conseguirá esto una nueva legislación, derechos y menos violencia? ¿Puede la crisis del COVID cambiar algo a mejor? ¿O sólo conducirá a más violencia y represión? Brasil, Filipinas, India, Tailandia y ahora Myanmar no son los ejemplos a seguir.
Una cosa se olvida con demasiada frecuencia: los que quieren tener éxito, los que quieren conseguir algo, deben organizarse, deben tener estructuras, deben tener portavoces. Salir a la calle por miles es importante, politiza, se memoriza, pero conseguir algo políticamente, ya sea de un gobierno existente o de uno nuevo por formar, es difícil. Las lecciones que hay que aprender aquí se encuentran mejor con los sindicatos que empezaron a organizarse hace más de cien años, a nivel local, nacional y mundial. No siempre con el mismo éxito, pero siguen siendo hasta hoy las únicas organizaciones creíbles con las que se puede negociar, que pueden hacer valer algo, son el contrapoder.
A la hora de afrontar las dos grandes crisis actuales, la social y la ecológica, este es el ejemplo a seguir. No necesitamos lecciones de moral y multidimensionalidad, los pobres necesitan seguridad de ingresos y servicios públicos, la crisis medioambiental requiere otra economía.
Esto es fácil de decir pero difícil de hacer. Dos cosas son seguras: los habitantes de los países ricos no bajarán automáticamente su nivel de vida. Todas las promesas verdes de «más felicidad» y «más bienestar» suenan bien, pero no convencerán a los habitantes de las ciudades, como ha demostrado una vez más el ‘lockdown’. Y los países pobres necesitan crecimiento, simple y llanamente. Por supuesto, se puede hablar de qué tipo de crecimiento será, pero con un Producto Interior Bruto de 500 dólares per cápita no se puede saltar muy lejos. Además, una población creciente necesita obviamente más alimentos y más energía.
Significa que tenemos que buscar estrategias que puedan convencer a la gente y que tenemos que buscar un crecimiento que no ponga en peligro la sostenibilidad. Y eso, a su vez, significa política. Un gobierno que pueda tomar decisiones democráticas, a nivel local, nacional, continental y mundial. Y una ecología política que integre la naturaleza en la gobernanza de la sociedad. Porque la crisis climática es una crisis de derechos humanos, de justicia social y de instituciones políticas. Significa que hay que ajustar una serie de ideas.
El robo de la historia
Comienza con nuestra historia. El ya mencionado Jack Goody describió de forma muy interesante cómo «Occidente» escribió su propia historia, sobrestimando considerablemente su papel. Muchos de los conceptos con los que convivimos y que consideramos «típicamente occidentales» no lo son en absoluto, desde la democracia hasta el colonialismo y el capitalismo.
Considerar a Grecia como la cuna de nuestra civilización es también ignorar el contexto en el que pudo florecer una Grecia muy diversa, desde Oriente Medio hasta el norte de África. Ver el pasado desde la perspectiva del presente ha creado muchos mitos injustificados y lo presenta como si el Renacimiento y la Ilustración fueran realmente avances fundamentales que dieron a Occidente una ventaja y una superioridad innegables. Nada más lejos de la realidad, según el autor.
Ahora es precisamente esa falsa narrativa de la historia la que utilizan los movimientos de izquierda y progresistas para dar su crítica a «Occidente» y tirar por la borda todos los rasgos positivos del humanismo, la modernidad y la Ilustración, ¡como si sólo quisieran contentar a la derecha! Al tirar a la basura su creencia en el cambio, la adquisición de conocimientos y la acción colectiva, los progresistas están cavando su propia tumba. La derecha puede entonces tomar tranquilamente el relevo.
Una vez más, no estoy diciendo que debamos tratar de forma acrítica el legado del pasado. Ciertamente, la crisis ecológica hace que la crítica y el replanteamiento sean muy necesarios y urgentes. La conciencia y el activismo actuales de los pueblos indígenas, en el mundo entero, pueden ser un estímulo para repensar nuestros sistemas. Pero creo que debemos alejarnos del fácil pensamiento en blanco y negro que carga a Occidente con toda la culpa.
Es muy poco lo que podemos decir que es un logro «propio», y mucho menos que seamos superiores, pero nuestra forma de sociedad y el discurso que la sustenta bien pueden ser escuchados. O lo que es lo mismo, la crítica al pensamiento no debe convertirse en una crítica sólo a Europa Occidental.
Por ello, me sumo a los autores que dejan una puerta o ventana abierta, como Boaventura de Sousa Santos, que aboga por la apertura de más espacio analítico, por un Occidente no occidental, por una nueva interpretación de la emancipación. La justicia social, sostiene, no es posible sin la justicia cognitiva.
Por tanto, debemos aprender a escuchar lo que otros tienen que decirnos y darnos cuenta de que ninguna «cultura» puede absorber nuevos conocimientos si no son compatibles con los antiguos. Debemos deshacernos de nuestro «pensamiento ortopédico», afirma. Debemos aprender a mirar críticamente nuestra historia y la de los demás y permitir que se desarrollen diferentes formas de modernidad. En otras palabras, no debemos inventar una «alternativa» al sistema actual, sino desarrollar un «pensamiento alternativo». De este modo, se puede dar cabida a la diversidad y al universalismo.
Me parece una buena pauta para reflexionar sobre nuestros «valores modernos», sobre el desarrollo, sobre la economía, el Estado y, por supuesto, sobre nuestra relación con la naturaleza. Los antropólogos, con sus conocimientos y su visión de la diversidad de nuestro mundo, tienen un importante papel que desempeñar aquí.
¿Ahora, llegado a la página 10, he dicho algo nuevo? No, en absoluto. Me he limitado a advertir sobre los callejones sin salida y las derrotas desalentadoras. La crítica al desarrollo, al eurocentrismo y a la modernidad de las últimas décadas ha sido muy relevante y útil. Pero hasta ahora no ha conducido a ninguna alternativa esperanzadora. El pensamiento progresista está totalmente fragmentado y, en parte, en el camino equivocado. El abandono del universalismo y de la creencia en el cambio, el abandono de los enfoques estructurales y de las organizaciones, abrió la puerta a los gobiernos y a las empresas que establecen la ley neoliberal.
Lo que todos los movimientos progresistas de nuevo cuño a favor del posdesarrollo, la descolonización y el decrecimiento olvidan con demasiada frecuencia es que seguimos viviendo en un sistema capitalista en el que la lucha de clases, el racismo, el patriarcado y la lucha verde deben abordarse simultáneamente. Lo que distingue permanentemente a la izquierda de la derecha es la búsqueda de la igualdad, la solidaridad y la emancipación.
Es un problema muy grave cuando algunos ya no quieren ver esa diferencia y piensan, como en Ecuador, que también pueden llamar a votar por un banquero neoliberal, o aplaudir un golpe de derecha contra Evo Morales en Bolivia. Es una evolución peligrosa. De Sousa Santos advierte, con razón, del «fascismo social» que se nos viene encima.
Tal vez, lo que hay que cuestionar no es tanto la división izquierda-derecha como las categorías de capitalismo y socialismo. Son las dos caras de la misma moneda de la modernidad, y rechazar la modernidad implica rechazar ambas ideologías. No es necesario, pero sí debemos examinar cuidadosamente cómo rediseñar la modernidad teniendo en cuenta los cambios en el mundo actual.
El capitalismo ciertamente sigue existiendo, pero está pasando de estar centrado en las relaciones de producción a la financiarización, las clases medias vuelven a estar amenazadas, lo que conduce a un mundo dualizado con unos pocos ricos y muchos pobres, el poder económico y el político se están volviendo a unir. Hay argumentos para pensar que estamos volviendo lentamente a una especie de feudalismo.
En cuanto al socialismo, con todo el respeto y la amistad por la digna lucha en Cuba, hasta ahora no ha conducido a ninguna alternativa atractiva, y mucho menos a un éxito sostenible. Ciertamente no es lo que sueñan los jóvenes. Esta tarea implica más que buscar nuevos nombres, significa buscar una nueva narrativa y práctica social y ecológica emancipadora.
Por ello, me gustaría hacer un llamamiento a cambiar de rumbo. Aprender a pensar de forma diferente sobre lo que nos une y lo que nos hace diferentes. Lo que nos une es nuestra humanidad, nuestra dependencia de la naturaleza, no nuestra identidad. Pero lo que también nos une es una necesaria lucha social contra todos los mecanismos de opresión. Por lo tanto, tampoco debemos olvidar las viejas luchas. Tirar el bebé con el agua de la bañera no es lo que necesitamos. Tenemos que darnos cuenta de que nadie tiene todas las respuestas correctas.
Y sobre todo: los movimientos sociales que hoy toman tantas iniciativas, que salen a la calle con perseverancia para reforzar su demanda de justicia social, económica y medioambiental, también deben aprender a organizarse de nuevo, a nivel local, nacional, continental y mundial. Sin organización, sin estructura, nada puede cambiar de forma sostenible. La transición puede empezar en tu calle, pero no servirá de nada sin un enfoque global simultáneo.
Puede ser útil volver a leer a algunos autores antiguos, como Mariátegui o Amílcar Cabral. O mirar lo que se dijo en Bandung, el nuevo orden económico internacional, el «concepto unificado» de la ONU.
Hoy la izquierda está colgada de las cuerdas y poco a poco, sin que se note, se va cerrando la puerta del reformismo. Los movimientos sociales son muy débiles por su falta de coordinación. Se aferran a estrategias desesperadas que solo hacen que la cuña sea más profunda. A Trump, Bolsonaro y Duterte les encanta lo que ven. Con los cierres de la crisis del COVID, los movimientos ya no pueden ni siquiera salir a la calle.
Hay un concepto que puede unirnos, creo, porque implica progreso y cambio y nos impone solidaridad: la emancipación. Es liberarnos individual y colectivamente de lo que nos limita y oprime, material y filosóficamente. Es siempre una historia de y y, nunca de o o. Tenemos que sacar esta emancipación de debajo del polvo.