MODERNIDAD, POSTMODERNIDAD, MODERNIDADES Discursos sobre la crisis y la diferencia
Jesús Martín-Barbero
Introducción: entre la deuda y la duda
Los discursos se interpelan y entrecruzan pero en sentidos diversos. Mientras en Europa y Estados Unidos los intelectuales, filósofos y científicos sociales hablan de modernidad, en América Latina los empresarios y los políticos hablan de modernización. Lo cual vuelve doblemente arriesgado y sospechoso, para los intelectuales latinoamericanos, ocuparse del debate de la modernidad y la postmodernidad.
Pero, ¿y si esos discursos el de allá y el de acá por más diversos que sean, fueran complementarios?; ¿si el reflotamiento del proyecto modernizador en nuestros países fuera la contracara de su crisis, y nuestra “deuda externa” parte de su “duda interna” como su desarrollo es parte de nuestra dependencia?
Pensar la deuda nos exigiría entonces hacernos cargo de la duda, única forma de pensar para nuestros países un proyecto en el que la modernización económica y tecnológica no imposibilite o suplante la modernidad cultural. Pues de eso, de la escisión entre razón y liberación, de la transformación de la razón ilustrada en “arsenal instrumental del poder y la dominación” tenemos en América Latina una larga experiencia.
Mucho antes de que los de Frankfurt tematizaran el con-cep-to de “razón instrumental” nuestros países tuvieron la experiencia de la instrumentalización, de una modernización cuya racionalidad, al presentarse como incompatible con su razón histórica, legitimó la voracidad del capital y la implantación de una economía que tornó irracional toda diferencia que no fuera incorporable al desarrollo, esto es, recuperable por la lógica instrumental.
El debate a la modernidad nos concierne, porque a su modo al replantear aquel sentido del progreso que hizo imposible percibir la pluralidad y discontinuidad de temporalidades que atraviesan la modernidad, la larga duración de estratos profundos de la memoria colectiva “sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido social que la propia aceleración moderna comporta”, habla de nuestras crisis, contiene a América Latina: la “resistencia” de sus tradiciones y la contemporaneidad de sus “atrasos”, las contradicciones de su modernización y las ambigüedades de su desarrollo, lo temprano de su modernismo y lo tardío y heterogéneo de su modernidad.
Ese debate se ha constituido además en escenario del reencuentro de las ciencias sociales con la reflexión filosófica y de ésta con la experiencia cotidiana: ésa que tanto o más que la crisis de los paradigmas nos está exigiendo cambiar no sólo los esquemas sino las preguntas.
1. Modernidad: pensar la crisis desde adentro.
Pocas palabras tan modernas como crisis. ¿No es ella la que expresa el desajuste y la incertidumbre que como sentimiento de época “todo lo sólido se desvanece en el aire” (Marx), “habitamos un mundo en el que todo está preñado de su contrario” (Nietzsche), acompaña a la modernidad desde sus inicios? ¿Por qué entonces este desvío del sentido que en los últimos años revierte contra ella lo que más propiamente designaba? ¿Cuáles son las razones que ahora vuelven la crisis contra aquella razón? ¿Dónde y cómo se inició el desvío y la escisión? Parecería que bien atrás, en el cambio de siglo.
Mientras los pensadores y artistas del siglo XIX experimentaron la modernidad a la vez con entusiasmo e ironía, esto es, asumiendo enteramente la nueva “experiencia”, la conexión entre cultura y vida, pero luchando incansablemente con sus ambigüedades y contradicciones, sus sucesores del siglo XX se han orientado hacia “las polarizaciones rígidas y las totalizaciones burdas. La modernidad es aceptada con un entusiasmo ciego y acrítico o condenada con un desprecio neoolímpico”.
Es lo que sucedió desde el comienzo del siglo cuando los “futuristas” italianos metieron en la misma bolsa todas las tradiciones equiparándolas a la esclavitud y proclamaron la modernidad como el primer tiempo de la libertad. Su canto a las máquinas y las muchedumbres “excitadas por el trabajo, el placer y el motín”, será respondido por la “jaula de hierro” con que Max Weber identifica el orden moderno y con la concepción radicalmente pesimista de Spengler y de Ortega sobre la sociedad tecnocrática y el hombre masa. Lo que en el siglo XIX fue búsqueda de la autonomía del arte para amparar la experimentación y la creatividad, será en el siglo XX derrocamiento absoluto de valores y destrucción de tradiciones. De esa forma “la imagen radical del modernismo como pura subversión ayudó a alimentar la fantasía neoconservadora de un mundo purificado de la subversión moderna”.
Será sin embargo la segunda guerra mundial la que hará visible el divorcio entre la modernidad como proceso económico y como movimiento cultural, entre modernización y modernismo. Al tiempo que la economía rompe por entero sus lazos con el período precapitalista el fordismo irrumpe posibilitando la producción y el consumo de masa ya no sólo en los Estados Unidos sino en Europa, el movimiento cultural empieza a dar muestras de agotamiento: las vanguardias comenzarán a ser resultado del mercado de las galerías y su periódica necesidad de nuevos estilos.
El modernismo deja de ser experiencia crítica que alienta movimientos para convertirse en ideología y culto a lo moderno. Para un crítico radical como Perry Anderson, era “el fin generalizado de la tensión entre las instituciones y mecanismos del capitalismo avanzado por una parte, en la medida en que los primeros se habían anexionado a los segundos como decoración o diversión ocasionales”. El surrealismo, su potencial onírico y desestabilizador, su esfuerzo convulsivo por romper con las formas de la mercancía, quedaban atrás, como atrás quedaron sus “referencias”, es decir las huellas de una organización artesanal del trabajo y sus formas “precapitalistas” de distribución. En adelante otro será el estatuto de los objetos, incluidos los del arte, en la sociedad.
La escisión entre modernización y modernidad es leída por Habermas en una perspectiva cercana, pero en otro sentido. Pues la modernización no nombra únicamente el hecho económico sino “una gavilla de procesos acumulativos” de orden económico, sí, pero también político y educativo. Lo que define a la modernización es su convertirse en “patrón de procesos de evolución social neutralizados en cuanto al espacio y al tiempo (…) y desgajados de la comprensión que la modernidad obtiene de sí desde el horizonte de la razón occidental”.
Es precisamente esa desconexión de sus orígenes cognitivos políticos, estéticos, éticos, lo que crea las condiciones para el sentir postmoderno, para que la aceleración del desarrollo socioeconómico sea sentida como el reverso de una cultura exhausta. Aún habrá en los años sesenta revivales modernistas, experiencias afirmativas de la modernidad, que buscan romper las fronteras erigidas entre cultura y vida, entre arte y tecnología, y mezclar códigos, reintroducir dimensiones multivalentes de lo simbólico; pero el problema es que esos modernismos serán incapaces de desarrollar una perspectiva crítica.
O se disuelven en turbulencia cultural, o son digeridos, como los gestos iconoclastas del pop y del rock, por una “cultura del eclecticismo”; un pensamiento afirmativo que olvida la duda y la ironía, y que anuda la amnesia estética con la nostalgia conservadora. Desde el plano específicamente sociológico el “contenido” de la crisis ha sido analizado con singular lucidez por D. Bell, al indagar las contradicciones entre una economía regida por la racionalidad del cálculo y el rendimiento, y una cultura que hace del hedonismo, la espontaneidad y la experimentación individual los valores supremos.
Y por R. Sennet, al investigar los desfases entre cultura y política en una sociedad que padece un desgaste creciente de aquella vida pública que constituía la base de la organización democrática. Pero, como esos mismos análisis dejan entrever, la crisis no es sólo de instituciones sino de razones y motivaciones. Lo que viene a exigir una comprensión que articule el análisis de las contradicciones de lo social y la reflexión sobre el estallido de los discursos que dan cuenta de esas contradicciones y del modo cómo las gentes las experimentan en su cotidiano vivir.
Ese es el lugar desde el que Habermas busca pensar lo que la crisis de la modernidad tiene de superable, y Lyotard y Vattimo lo que en ella anuncia ya la postmodernidad. Continuaremos con esta parte exponiendo las razones del pensar desde dentro y dedicaremos la segunda a la deconstrucción que de ellas efectúa el pensar postmoderno.
“Considero que la tesis de la aparición de la postmodernidad carece de fundamento. La estructura del espíritu de la época no ha cambiado (…) Lo que ha llegado a su fin ha sido una utopía concreta, la que cristalizó en torno al potencial de la sociedad del trabajo.” Así resume Habermas el equívoco que contiene la crisis y a cuyo análisis había dedicado en 1973 un libro al que el debate actual no presta toda la atención que merecería, tanto por lo que contiene de lectura pionera y radical de lo que la moda sociológica acuñó con el nombre de “Sociedad postindustrial”, como por la envergadura cultural que ahí se reconoce a la crisis, envergadura que Habermas ha ido reduciendo en los textos del debate con los postmodernos.
Lo que en ese libro caracteriza a la crisis es el reemplazo del ciclo largo de las crisis económicas por la crisis permanente de lo político. La imposibilidad de que la economía asegure por sí misma la integración social necesaria obliga al Estado a cumplir funciones “que no pueden explicarse invocando las premisas de persistencia del modo de producción ni deducirse del movimiento inmanente del capital”.
La crisis permanente de las finanzas públicas es el costo, en términos de racionalidad administrativa, del tratar de satisfacer con servicios de salud, educación, comunicación, etc. la creciente necesidad de legitimación que sufre el sistema. Pero la crisis de racionalidad administrativa es sólo el síntoma de otra más profunda, la de legitimación que padece un sistema político desbordado en su función instrumental y obligado a asumir explícitamente tareas ideológicas.
La necesaria expansión del Estado es resentida conflictivamente y resistida activamente desde el ámbito de la cultura. Y ello porque es en ese ámbito donde es puesto al descubierto que no existe una producción administrativa del sentido, donde el déficit de racionalidad económica y el exceso de legitimación política se transforman en crisis de legitimación o de sentido. Es el “fondo” de la crisis, que Habermas piensa constituido por tres tendencias que marcan las “transformaciones estructurales de las imágenes del mundo”.
Primera, los elementos dominantes de la tradición cultural dejan de ser interpretaciones de la historia en su conjunto. Segunda, las cuestiones prácticas ya no son veritativas y los valores se tornan irracionales. Tercera, la ética secular se desprende del derecho natural racional y el ateísmo masivo amenaza los contenidos utópicos de la tradición.
Quiebra de las “imágenes del mundo” que hace visible el divorcio entre ingredientes cognitivos e integración social: las identidades tanto individuales como grupales pierden su fundamento, produciéndose el desplazamiento de los conflictos sociales hacia el plano de los problemas psíquicos. “¿Asistimos a los dolores de parto de un modo de socialización completamente nuevo?” He ahí la pregunta que conectaba la reflexión de Habermas con las preocupaciones de los postmodernos; una pregunta a la que no ha querido retornar, pero a la que no ha dejado de referirse secretamente a través de su investigación de la “patología de la modernidad”, que es la que ha permitido también identificar hegelianamente la crisis de la modernidad no con la de su razón, sino con la de una de sus figuras: la de la “sociedad del trabajo”, la del “Estado del bienestar”, acusando a sus críticos de rechazar la modernidad por sus “promesas no cumplidas”.
En el centro de esa investigación Habermas coloca el envejecimiento del paradigma de la producción y el traslado del “acento utópico” del trabajo a la comunicación. Desplazamientos que no obedecen únicamente a un movimiento teórico sino a lo que retomando el análisis de la crisis de legitimación va a denominar últimamente crisis de la normatividad: que es la de una sociedad en la que “el Estado se autonomiza frente al mundo de la vida constituyendo un fragmento de socialidad vacía de contenido normativo, y a los imperativos de la razón que rigen en el mundo de la vida les opone sus propios imperativos basados en la conservación del sistema”.
Esa desconexión entre sistema y mundo de vida es la que ya no puede ser pensada en términos de la reificación que produce el trabajo industrial alienado. De un lado, porque el concepto de reificación es subsidiario de una filosofía del sujetoconciencia que después de Heidegger y Foucault resulta insostenible; y del otro, porque ha sido recuperado por el funcionalismo sistémico de Luhman para identificar el carácter desgarrado de la modernización con la pérdida para el mundo de la vida de toda significación y toda pretensión de racionalidad.
Pero la modernización no agota la razón moderna. Pues la racionalización del mundo de la vida que ella efectúa se produce mediante la diferenciación de los subsistemas dinero y poder, diferenciación que produce nuevas formas de integración al sistema, pero también nuevas formas de resistencia provenientes de los mundos de vida.
Habermas apuesta así por una superación de la crisis basada en el análisis de las patologías de la subjetividad producidas por la racionalización modernizadora, y en el reconocimiento de la experiencia de sociabilidad y racionalidad que contiene la praxis comunicativa cotidiana. El análisis de las patologías de la subjetividad tiene como precondición la superación de dos “ilusiones modernas”: la de la razón instrumental como lugar de convergencia del crecimiento de la riqueza con el movimiento de la emancipación, y la de un concepto de verdad hegeliano y frankfurtiano irreconciliable con la falibilidad del trabajo científico. Presupone también asumir las contradicciones que los abogados del Estado social no vieron como problema, esto es, la expansión de la intervención estatal al ciclo de la vida, la red cada día más densa de normas jurídicas y burocracias estatales que recubre la vida cotidiana.
Ese mundo de dispositivos del poder desmenuzado por Foucault y que no sólo reglamentan, desmembran y controlan el mundo de la vida sino que “desvían” hacia lo psíquico los conflictos sociales. Pensado como instancia de autoorganización de la sociedad en el proyecto moderno, el Estado se ve arrastrado paradójicamente por un subsistema político que se ha autonomizado y que ya no permite la existencia de un espacio político público en donde la sociedad pueda distanciarse de sí misma.
Pero lo que sí hace visible esa contradicción es “la diferencia entre desequilibrios sistémicos y patologías del mundo de la vida, es decir entre perturbaciones del mundo material y deficiencias en la reproducción simbólica del mundo de la vida”, con el consiguiente descentramiento de la sociedad misma: la ausencia en las sociedades complejas de una instancia central de regulación y autoexpresión haciendo que “hasta las identidades colectivas estén sometidas a oscilación en el flujo de las interpretaciones y se ajusten más a la imagen de una red frágil que a la de un centro estable de autorreflexión”.
Pero hasta en las modernas sociedades descentradas los mundos de vida conservan en la comunicación cotidiana “un telos de reconocimiento y entendimiento recíproco”, que es a la vez la posibilidad de acceso a las experiencias y las normas del otro y forma de sociabilidad, reserva de normatividad. Es a esa racionalidad a la que, según Habermas, apelan los movimientos sociales que hoy rompen tanto con los legitimistas que aún siguen buscando el punto de equilibrio entre modernización por el mercado y desarrolllo del estado social, como con los neoconservadores que, atrapados entre la inflación de las expectativas que amenaza los fundamentos de la sociedad del trabajo y la lógica productivista, buscan la salida en una desregulación radical del mercado transnacional.
Lo que los movimientos disidentes recuperan es el potencial de resistencia, de reflexión y dirección que se produce en y desde la lucha por el fortalecimiento de la autonomía de los mundos de vida amenazados en su estructura comunicativa. Es ahí donde converge la defensa de las culturas tradicionales con los movimientos regionalistas, ecologistas y feministas: en la búsqueda de un pluralismo articulado por debajo del umbral del aparato de los partidos y en la construcción de espacios públicos autónomos, esto es, “no generados ni mantenidos por el sistema político con el fin de procurarse legitimación”.
Pero sólo profundamente racionalizados, pueden los recursos extraídos de los mundos de vida alimentar la creación y la expansión de espacios públicos autónomos. Porque debilitadas como se hallan las identidades colectivas es muy fuerte la tentación involutiva y fundamentalista. Y sólo en la medida en que permaneciendo ligadas al particularismo de cada forma de vida sean al mismo tiempo capaces de asumir el universalismo normativo de la modernidad, podrán las identidades incorporarse a esas corrientes secretas y movimientos de la comunicación en donde se producen los cambios de tendencia en el espíritu de la época.
2. Postmodernidad: la crisis como liquidación y desfallecimiento.
Postmoderno es el nombre de un malestar, de la imprecisa y ambigua conciencia de un cambio de época, que, según A. Wellmer, articula básicamente dos movimientos: uno de rechazo a la razón totalizante y su objeto, el cogito de la filosofía occidental, y otro de búsqueda de una unidad no violenta de lo múltiple, con la consiguiente revaloración de las fracturas, los fragmentos y las minorías en cultura, en política o en sexo.
Un cambio del pathos de la crítica al del olvido, que no significa la negación o el desconocimiento del pasado sino la negación a la nostalgia de la totalidad como unidad. Y que entraña también la “insuperable” ambivalencia de un post que indica tanto en la dirección de una sociedad más plural y abierta como en la del triunfo de los más cerrados particularismos, del cinismo y del irracionalismo. Lo que no obsta para que el “post” esté significando el despliegue de una renovadora reflexión filosófica que aunque atravesada y fuertemente mediatizada por las modas intelectuales ofrece trabajos decisivos de pensamiento como los de F. Lyotard y G. Vattimo. En esos trabajos podemos rastrear otros sentidos de la crisis.
“Mi argumento es que el proyecto moderno (de realización de la universalidad) no ha sido abandonado ni olvidado, sino destruido, liquidado.” El primer momento movimiento de esa liquidación tiene por nombre Auschwitz: el nombre paradigmático para la no realización trágica de la modernidad. Pero hay otros nombres menos trágicos, más prosaicos y llevaderos como el de “desarrollo” o el de “progreso”.
Pues por paradójico que suene, “no es la ausencia de progreso sino, por el contrario, el desarrollo tecnocientífico, artístico, económico y político lo que ha hecho posible el estallido de las guerras totales, de los totalitarismos”. Son las posibilidades mismas de desarrollo contenidas en la razón moderna las que, “liberadas”, han liquidado el proyecto. El verdadero fondo de la crisis se halla ahí:
¿cómo llamar progreso a un desarrollo que adquiere una motricidad autónoma, independiente de las necesidades y las exigencias del hombre? ¿Cómo seguir creyendo en la capacidad emancipatoria de una razón en cuyo proceso de complejización” suerte de obligación de complicar, mediatizar, numerizar y sintetizar todos los objetos sin distinción”, las exigencias humanas de identidad, seguridad, felicidad aparecen como exigencias de simplicidad y por lo tanto como signos de barbarie?
En la racionalización que toma la forma del aumento de complejidad juegan especialmente tres hechos: la fusión ciencia/tecnología en un mismo “aparato” que articula inversiones y funciones, la revisión profunda de los paradigmas científicos incluidos los modos de razonamiento, y las transformaciones cualitativas introducidas por las tecnologías de “segunda generación”, capaces no sólo de memoria y cálculo sino de razonamiento y juicio. De ahí que el terreno en donde se produce ahora el cambio de época no sea como busca aún Habermas el de una nueva síntesis doctrinal sino el de las condiciones del saber.
Un saber cuyo estatuto epistemológico no pertenece ya a aquella razón ambiciosa de unidad, de la “dación global del sentido”. Antes, por el contrario, es un saber que se mueve tanto en el ámbito lógicomatemático como en el experimental, entre la apertura de un horizonte ilimitado de exploración y la conciencia del carácter limitado de cada forma de conocimiento, del “irreductible carácter local” de los discursos.
El lugar central ocupado por la ciencia en los nuevos modelos de sociedad su conversión en fuerza productiva central no la convierte en el sustituto del discurso legitimador de la globalidad de los conocimientos. Entramos en una época no pensable ni desde la apuesta historicista del positivismo primero magia, luego filosofía y por último ciencia ni desde la autotrascendencia del saber científico.
“La ciencia sólo juega su propio juego”, que es el de su naturaleza operativa: su ocuparse de las inestabilidades y su producirse, ordenarse y acumularse como información. Es de ahí de donde procede la incredulidad hacia los metarrelatos de la redención cristiana, la emancipación ilustrada o la liberación marxista. Lo que con ellos “muere” es un modo en el pensamiento y en la organización del tiempo, aquél en que se hace discurso la idea de una historia universal, o lo que es lo mismo: la nostalgia de la presencia del todo que se concilia en lo uno y de su perfecta comunicabilidad.
Frente a esa temporalidad, el “post” no significa sucesión, no es lo que está después, “es más una manera de olvidar o reprimir el pasado, es decir de repetirlo que de superarlo”. Lo que no puede ser comprendido más que a la luz de la paradoja que enuncia el “futuro anterior”, en el que se enuncia menos una forma de relación entre los tiempos que un modo de relación con el tiempo: un nuevo modo de sensibilidad, de percibir y de decir la inestabilidad, la diferencia, la heterogeneidad. Una sensibilidad hecha posible por “la retirada de lo real” que desde el fondo de la modernidad emerge ahora como impotencia de la facultad de representación, que es, de un lado, “dolor de que la imaginación o la sensibilidad no sean la medida del concepto” y, de otro, nuevas reglas de juego en la invención: imposibilidad de reducir la pluralidad de los discursos a uno.
“El único obstáculo insuperable con el que choca la hegemonía del género económico es la heterogeneidad de los regímenes de frases y de los géneros de discurso (…) El obstáculo no depende de la voluntad de los seres humanos, depende de la diferencia o la discrepancia.” A un saber que se construye en la indagación de las inestabilidades no puede corresponder otra figura del hacer (verdad o justicia) que aquel que se desliga del consenso que violenta la heterogeneidad de los juegos de lenguaje y de los modos de vida.
La otra reflexión radical sobre la crisis de la modernidad es la de G. Vattimo. Radical en el sentido del sustraer el pensamiento a la lógica del desarrollo allí donde esa figura aparecía más escondida y velada: en la metafísica, en su pensar el ser como estabilidad y fuerza, como fundamento. De ahí que el último avatar de la metafísica, como diría Heidegger, su “cumplimiento”, se halle en la técnica, no en cuanto utensilio sino en “la esencial relación de la técnica con el develar en que se fundamenta todo producir”, ya que son modos del develar “el abrir, transformar, acumular, distribuir, conmutar”.
Para arrancarse a esa lógica y pensar las condiciones de la existencia en la edad de la técnica, Vattimo propone una “ontología del declinar”, rastreada en Nietzsche y Heidegger, y en la que se busca dar cuenta del debilitamiento de la realidad que constituye lo esencial de la experiencia postmoderna: “la racionalización, siguiendo el curso de su propio desarrollo y persiguiendo cada vez más intensamente sus propios fines, parece arribar a un aligeramiento del principio de realidad, a una verdadera y propia fabulación del mundo”.
Ahí están contenidas las claves. Desglosémolas. Primera clave, la secularización del progreso: el impulso faústico desorientándose, perdiendo su sentido al realizarse. Lo que se manifiesta en una sociedad en la que el progreso se convierte en rutina, en la que la renovación permanente e incesante de las cosas, de los productos, está “fisiológicamente exigida para asegurar la pura y simple supervivencia del sistema”, en la que “la novedad nada tiene de revolucionario ni turbador”.
Se trata de un progreso vacío o, mejor, de un progreso cuya “realidad” no es otra que la que se da en la experiencia del cambio que producen las imágenes. Pero no sólo el cambio, también el ser con que trabaja la ciencia ha perdido realidad: lo que la ciencia conoce son objetos que ella cada día más mediada por la técnica construye. Y si de la realidad “social” se trata, ¿De qué otra realidad estamos hablando que de aquella que se produce en el entrecruzarse de las múltiples informaciones, interpretaciones e imágenes que vienen de las ciencias y los medios masivos?
Postmoderna es entonces la experiencia en un mundo de “realidad aligerada, hecha más ligera por estar menos netamente dividida entre lo verdadero y la ficción, la información, la imagen”. Mundo en el que tanto el ser del sujeto como el del objeto pierden peso, pues ni el uno ni el otro se presentan ya como estructura fuerte sino como evento. Y a los que corresponde entonces un pensamiento débil, esto es, capaz de captar el desfallecimiento del ser, su “vocación a aligerar su carácter perentorio”.
Segunda clave: fin de la utopía de la transparencia. La autotransparencia de la sociedad constituye tanto el programa epistemológico de la ilustración su someter toda la realidad social al conocimiento científico, como el ideal político de la transformación radical de la sociedad. Pero justo cuando el crecimiento de las ciencias humanas su hacer del hombre un objeto de conocimiento riguroso y verificable, coincide con el más formidable desarrollo de la información que sociedad alguna haya tenido acerca de sí misma, lo que se produce no es un incremento de la transparencia sino, al contrario, un adensamiento de la opacidad, un entrecruzamiento de imágenes y discursos a cuya verdad sólo da acceso la lógica hermenéutica, única capaz de captar “el diálogo de los textos” y de poner de manifiesto la pluralidad de mecanismos y armazones con que se construye la realidad de nuestra cultura.
El fin de la utopía de la transparencia tiene también otra figura: la crisis de la historia como despliegue de la razón, o si se prefiere, de la universalización de la civilización occidental, del ideal del hombre moderno europeo. Un pertinaz malentendido cubre esta dimensión de la experiencia postmoderna: aquél que confunde el fin de una idea de historia con el fin de la historia. Lo que la reflexión de Vattimo tematiza no es el fin de la historia sino su estallido: la ruptura de su unidad, la de aquel tiempo fuerte, unitario en que se disolvían las diferentes historias, los diversos modos de experimentarla y narrarla. Ahora que los instrumentos cognitivos y los dispositivos técnicos se han perfeccionado hasta hacer materialmente posible una “historia universal”, ella es hecha imposible por la multiplicación de los “centros de la historia”; una multiplicación que libera las posibilidades de relación con el pasado, de diálogo con la tradición.
En un mundo en donde el futuro aparece garantizado por los automatismos del sistema, lo que se convierte en verdaderamente humano es “el cuidado de los residuos, de las huellas de lo vivido, (pues) lo que corre el riesgo de desaparecer es el pasado como continuidad de la experiencia”. Continuidad que no se confunde ni con la uniformación ni con la nostalgia; es el horizonte histórico en el que la liberación de las diferencias produce una multiplicidad que se regula en la variedad de los lenguajes, que es por tanto exigencia de diálogo: transmisión de mensajes entre generaciones y entramado de lecturas entre tradiciones.
Tercera clave: la sociedad de masas como experiencia declinante de los valoresfuerza. El debilitamiento de lo real no es una abstracción de los filósofos, sino experiencia cotidiana del hombre metropolitano en el desarraigo de las muchedumbres urbanas, en la constante mediación y simulación que ejercen las tecnologías, en la dispersión estética y la espectacularización de la política.
Pensar esa experiencia desde el horizonte de la crítica moderna hacía imposible ver en ella algo distinto a degradación e inautenticidad, precariedad y superficialidad, pues todo en ella choca con los ideales de profundidad y de verdad que la crítica reclamó hasta los de Frankfurt, como ingredientes esenciales de la cultura. Sólo otra estética y otra ética, que admitan que una experiencia menos intensa, más difusa y oscilante, no es necesariamente signo de alienación y deshumanización sino el modo de experiencia que corresponde al “ser que habla de su modalidad débil”, están en condiciones de elaborar un proyecto de emancipación con sentido para las gentes de hoy.
Una emancipación que empieza por hacer el mundo menos seguro pero también menos totalitario y menos violento. “Es como si la razón al final (por ahora) de su trabajo de organización del mundo, no se detuviese en aquella fase negativa totalitaria que Adorno había imaginado, sino que colocase las condiciones para el reencuentro de aquello que con frecuencia ha sido pensado como su opuesto, el espíritu.” La crisis de aquel modo de organización del mundo va a hacer que cambie profundamente la percepción del “campo de tensiones” entre tradición e innovación, entre culto y culturas del pueblo y de las masas.
Ese campo no puede ser ya captado ni analizado ni expresado en las “categorías centrales de la modernidad: progreso/reacción, izquierda/derecha, presente/pasado, vanguardia/kitsch”. Son categorías despotenciadas en una sensibilidad y por una sensibilidad que en lugar de completar la modernidad “abre la cuestión de las tradiciones culturales como cuestión estética y política”. Es la cuestión del otro poniendo al descubierto lo que la modernidad ha tenido de imperialismo interno y externo.
Ahora desafiado desde la nueva percepción del espesor cultural y político de las diferencias étnicas, sexuales, las culturas subregionales, los modos de vida alternativos y los nuevos movimientos sociales. Desafiado desde una resistencia no definible en los términos de la negatividad pues no habla sólo de la oposición a la afirmación, que es como la modernidad entendió la crítica, sino desde “formas afirmativas de resistencia y formas resistentes de afirmación”.
3. Modernidades: crisis, periferia y diferencia.
Modernidad plural o mejor modernidades: he ahí un enunciado que introduce en el debate una torsión irresistible, una dislocación inaceptable incluso para los más radicales de los postmodernos. Porque la crisis de la razón y del sujeto, el fin de la metafísica y la deconstrucción del logocentrismo tienen como horizonte la modernidad una que comparten defensores e impugnadores. Pensar la crisis desde aquí tiene sin embargo como condición primera el arrancarnos a aquella lógica según la cual nuestras sociedades son irremediablemente exteriores al proceso de la modernidad y su modernidad sólo puede ser deformación y degradación de la verdadera.
Romper esa lógica implica preguntar si la incapacidad de reconocerse en las alteridades que la resisten desde dentro no forma parte de la crisis: de la crisis no pensada desde el centro. Y sólo pensable desde la periferia en cuanto quiebre del proyecto de universalidad, en cuanto diferencia que no puede ser disuelta ni expulsada. Que es lo que especifica más profundamente la heterogeneidad de América Latina: su modo descentrado, desviado de inclusión en la modernidad y de apropiación de ella. Pensar la crisis traduce así para nosotros la tarea de dar cuenta de nuestro particular malestar en la modernidad y con ella.
Ese que no es pensable ni desde el inacabamiento del proyecto moderno que reflexiona Habermas pues ahí la herencia ilustrada es restringida a lo que tiene de emancipadora, dejando fuera lo que en ese proyecto racionaliza el dominio y su expansión, ni desde el reconocimiento que de la diferencia hace la reflexión postmoderna, pues en ella la diversidad tiende a confundirse con la fragmentación, que es lo contrario de la interacción en que se teje y sostiene la pluralidad.
El malestar con la modernidad remite, en primer lugar, a las “optimizadas imágenes” que del proceso modernizador europeo han construido los latinoamericanos, y cuyo origen se halla en la tendencia a definir la diferencia latinoamericana en términos del “desplazamiento paródico” de un modelo europeo configurado por un alto grado de pureza y homogeneidad, esto es, como “efecto de la parodia de una plenitud”.
En la superación de esas imágenes va a jugar un papel decisivo la nueva visión que del proceso modernizador están elaborando los historiadores europeos, según la cual la modernidad no fue tampoco en Europa un proceso unitario, integrado y coherente sino híbrido y disparejo, que se produjo en “el espacio comprendido entre un pasado clásico todavía usable, un presente técnico todavía indeterminado y un futuro político todavía imprevisible. O dicho de otra manera: en la intersección entre un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semiindustrializada y un movimiento obrero semiemergente o semiinsurgente”.
Lo que nos coloca ante la necesidad de “entender la sinuosa modernidad latinoamericana repensando los modernismos como intentos de intervenir en el cruce de un orden dominante semioligárquico, una economía capitalista semiindustrializada y movimientos sociales semitransformadores”. Dos consecuencias se derivan de esa nueva visión.
Una: la modernidad no es el lineal e ineluctable resultado en la cultura de la modernización socioeconómica, sino el entretejido de múltiples temporalidades y mediaciones sociales, técnicas, políticas y culturales. Dos: quedan fuertemente heridos los imaginarios el desarrollista y complementario, que desde comienzos del siglo oponen irreconciliablemente tradición y modernidad, ya sea por vía de una modernización entendida como definitiva “superación del atraso” o por la del “retorno a las raíces” y la denuncia de la modernidad como simulacro.
En un texto iluminador, el brasileño Roberto Schwarz examina el malentendido que conduce a tachar sumariamente de “falsas” a las ideas liberales en países que aún practicaban la esclavitud. Pero puesto que las ideas liberales no se podían ni practicar ni descartar, lo que importa entender es la “constelación práctica” en que se inscriben, esto es, los dislocamientos y desviaciones, el sistema de ambigüedades y operaciones que dotan de sentido a las “ideas fuera de lugar” permitiendo apropiárselas en un sentido impropio.
Impropio por relación al movimiento que las originó, pero propio en cuanto “mecanismo social que las torna elemento interno y activo de la cultura”. Línea de reflexión seguida por Renato Ortiz desde el título mismo A moderna tradiçao brasileira de un libro que rastrea el movimiento de una modernidad que, al no operar como ruptura expresiva, pudo entrar a formar parte de la tradición, esto es, del conjunto de instituciones y valores que, como el nacionalismo o la industria cultural, son el espacio cultural ya irreversible de varias generaciones.
Constituidas en naciones al ritmo de su transformación en “países modernos”, no es extraño que una de las dimensiones más contradictorias de la modernidad latinoamericana se halle en los proyectos de lo nacional y los desajustes con lo nacional. Desde los años veinte cuando lo nacional se propone como síntesis de la particularidad cultural y la generalidad política, que “transforma la multiplicidad de deseos de las diversas culturas en un único deseo de participar (formar parte) del sentimiento nacional” a los cincuenta cuando el nacionalismo se transmuta en populismos y desarrollismos que consagran el protagonismo que es racionalizado como modernizador tanto en la ideología de las izquierdas como en la política de las derechas, hasta los ochenta cuando la afirmación de la modernidad, al identificarse con la sustitución del Estado por el mercado como agente constructor de hegemonía, acabó convirtiéndose en profunda devaluación de lo nacional.
Pero la relación entre modernidad y nación no se agota en la contradicción política. De hecho su tematización más frecuente y explícita es la que lo refiere a la cultura, al modernismo como influencia extranjera y transplante de formas y modelos. Se quería ser nación para lograr al fin una identidad, pero la consecución de una identidad reconocible pasaba por la incorporación al discurso moderno pues sólo en términos de ese discurso los esfuerzos y logros serían validados como tales: “sólo podríamos alcanzar nuestra modernidad a partir de la traducción de nuestra materia prima en una expansión que pudiera reconocerse en el exterior”.
Contradicción que marca al modernismo latinoamericano, pero que no lo reduce a ser mera importación e imitación, porque como lo demuestran la historia cultural y la sociología del arte y la literatura ese modernismo es también secularización del lenguaje, profesionalización del trabajo cultural, superación del complejo colonial de inferioridad y liberación de una capacidad “antropofágica” que se propone “devorar al padre totem europeo asimilando sus virtudes y tomando su lugar”.
El modernismo en América Latina no ha sido sólo modernidad compensatoria de las desigualdades acarreadas por el subdesarrollo de las otras dimensiones de la vida social, sino instauración de un proyecto cultural nuevo: el de insertar lo nacional en el desarrollo estético moderno a través de reelaboraciones que en muchos casos se hallaban vinculadas a la búsqueda de la transformación social. Lejos de ser irremediablemente desnacionalizador, el modernismo fue en no pocos casos ámbito y aliento de la recreación de lo nacional.
El proceso más vasto y denso de modernización en América Latina va a tener lugar a partir de los años cincuenta y sesenta, y se hallará vinculado decisivamente al desarrollo de las industrias culturales. Son los años de la diversificación y afianzamiento del crecimiento económico, la consolidación de la expansión urbana, la ampliación sin precedentes de la matrícula escolar y la reducción del analfabetismo. Y junto a ello, acompañando y moldeando ese desarrollo, se producirá la expansión de los medios masivos y la conformación del mercado cultural. Según José Joaquín Brunner es sólo a partir de ese cruce de procesos que puede hablarse de modernidad en estos países.
Pues más que como experiencia intelectual ligada a los principios de la ilustración, la modernidad en América Latina se realiza en el descentramiento de las fuentes de producción de la cultura desde la comunidad a los “aparatos” especializados, en la sustitución de las formas de vida elaboradas y transmitidas tradicionalmente por estilos de vida conformados desde el consumo, en la secularización e internacionalización de los mundos simbólicos, en la fragmentación de las comunidades y su conversión en públicos segmentados por el mercado.
Procesos todos ellos que, si en algunos aspectos arrancan desde el comienzo del siglo, no alcanzarán su visibilidad verdaderamente social sino cuando la educación se vuelva masiva llevando la disciplina escolar a la mayoría de la población, y cuando la cultura logre su diferenciación y autonomización de los otros órdenes sociales a través de la profesionalización general de los productores y la segmentación de los consumidores. Y ello sucede a su vez cuando el Estado no puede ya ordenar ni movilizar el campo cultural, debiendo limitarse a asegurar la autonomía del campo, la libertad de sus actores y las oportunidades de acceso a los diversos grupos sociales, dejándole al mercado la coordinación y dinamización de ese campo.
La modernidad entre nosotros resulta siendo “una experiencia compartida de las diferencias, pero dentro de una matriz común proporcionada por la escolarización, la comunicación televisiva, el consumo continuo de información y la necesidad de vivir conectado en la ciudad de los signos”. De esa modernidad no parecen haberse enterado ni hecho cargo las políticas culturales ocupadas en buscar raíces y conservar autenticidades, o en denunciar la decadencia del arte y la confusión cultural. Y no es extraño, pues la experiencia de modernidad a la que se incorporan las mayorías latinoamericanas se halla tan alejada de las preocupaciones “conservadoras” de los tradicionalistas como de los experimentalismos de las vanguardias.
Postmoderna a su modo, esa modernidad se realiza efectuando fuertes desplazamientos sobre los compartimentos y exclusiones que durante más de un siglo instituyeron aquellos, generando hibridaciones entre lo autóctono y lo extranjero, lo popular y lo culto, lo tradicional y lo moderno. Categorías y demarcaciones todas ellas que se han vuelto incapaces de dar cuenta de la trama que dinamiza el mundo cultural del movimiento de integración y diferenciación que viven nuestras sociedades: “la modernización reubica el arte y el folclor, el saber académico y la cultura industrializada, bajo condiciones relativamente semejantes. El trabajo del artista y del artesano se aproximan cuando cada uno experimenta que el orden simbólico específico en que se nutría es redefinido por la lógica del mercado. Cada vez pueden sustraerse menos a la información y a la iconografía modernas, al desencantamiento de sus mundos autocentrados y al reencantamiento que propicia la espectacularización de los medios”.
Las experiencias culturales han dejado de corresponder lineal y excluyentemente a los ámbitos y repertorios de las etnias o las clases sociales. Hay un tradicionalismo de las élites letradas que nada tiene que ver con el de los sectores populares y un modernismo en el que “se encuentran” convocadas por los gustos que moldean las industrias culturales buena parte de las clases altas y medias con la mayoría de las clases populares.
Fuertemente cargada de componentes premodernos, la modernidad latinoamericana se hace experiencia colectiva de las mayorías sólo merced a dislocaciones sociales y perceptivas de cuño postmoderno. Una postmodernidad que, en lugar de venir a reemplazar, viene a reordenar las relaciones de la modernidad con las tradiciones. Que es el ámbito en que se juegan nuestras diferencias, esas que, como nos alerta Pisticelli, ni se hallan constituidas por regresiones a lo premoderno ni se sumen en la irracionalidad por no formar parte del inacabamiento del proyecto europeo.
“La postmodernidad consiste en asumir la heterogeneidad social como valor e interrogarnos por su articulación como orden colectivo.” He ahí una propuesta de lectura, desde aquí de lo más radical del desencanto postmoderno. Pues mientras en los países centrales, el elogio de la diferencia tiende a significar la disolución de cualquier idea de comunidad, en nuestros países afirma Norbert Lechner la heterogeneidad sólo producirá dinámica social ligada a alguna noción de comunidad.
No una idea de comunidad “rescatada” del pasado sino reconstruida en base a la experiencia postmoderna de la política. Esto es, a una crisis que nos aporta, de un lado, el “enfriamiento de la política”, su desdramatización por desacralización de los principios, destotalización de las ideologías y reducción de la distancia entre programas políticos y experiencias cotidianas de la gente; y de otro, la formalización de la esfera pública: el predominio de la dimensión contractual sobre la capacidad de crear identidad colectiva, con el consiguiente debilitamiento del compromiso moral y los lazos afectivos, la diferenciación y especialización de su espacio, con el consiguiente predominio de la racionalidad instrumental.
La postmodernidad en América Latina es menos cuestión de estilo que de cultura y de política. La cuestión de cómo desmontar aquella separación que atribuye a la élite un perfil moderno al tiempo que recluye lo colonial en los sectores populares, que coloca la masificación de los bienes culturales en las antípodas del desarrollo cultural, que propone al Estado dedicarse a la conservación de la tradición dejándole a la iniciativa privada la tarea de renovar e inventar, que permite adherir fascinadamente a la modernización tecnológica mientras se profesa miedo y asco a la industrialización de la creatividad y la democratización de los públicos.
La cuestión de cómo recrear las formas de convivencia y deliberación de la vida ciudadana sin reasumir la moralización de los principios, la absolutización de las ideologías y la substancialización de los sujetos sociales. La cuestión de cómo reconstruir las identidades sin fundamentalismos, rehaciendo los modos de simbolizar los conflictos y los pactos desde la opacidad de las hibridaciones, las desposesiones y las reapropiaciones.