MOMENTOS Y CORRIENTES DEL PENSAMIENTO HUMANISTA DURANTE LA ÉPOCA DE LA COLONIA HISPANOAMERICANA: RENACIMIENTO, BARROCO E ILUSTRACIÓN

MOMENTOS Y CORRIENTES DEL PENSAMIENTO HUMANISTA DURANTE LA ÉPOCA DE LA COLONIA HISPANOAMERICANA: RENACIMIENTO, BARROCO E ILUSTRACIÓN

Arturo Andrés Roig
Pontificia Universidad Católica del Ecuador

I. HUMANISMO Y ESCOLÁSTICA

[55] Dentro de nuestra historia de las ideas y en particular de las ideas filosóficas se ha tendido a considerar la escolástica como la manifestación más significativa y, en muchos casos, como la única dada en la época de la colonización hispánica. Se ha hablado también de la existencia de otra línea de desarrollo del pensamiento hispanoamericano colonial, a la que se le ha prestado menos atención aún cuando siempre aparezca denunciada su presencia y a la que se ha denomi-nado con el término “humanismo”, ya establecido para la corriente similar europea.

Si bien no podríamos decir que la escolástica hispanoamericana se encuentre ya normalizada co-mo tema de estudio, los investigadores que se han ocupado de ella parten del presupuesto de que es un campo que puede llegar a una rigurosa sistematización dadas las características formales con que se manifestó. En tal sentido se han avanzado hipótesis de periodización sobre cuya base se va trayendo lentamente a la luz el impresionante material documental que ha quedado. Por otra parte, la tarea de sistematización de la escolástica europea, que ha alcanzado un nivel ciertamente importante, viene a confirmar la posibilidad que tiene nuestra escolástica de alcanzar algún día una situación parecida dentro del mundo de las ideas. Un hecho, que se presenta como indiscuti-ble, es además, el de la continuidad del saber de tipo escolástico, que cubre la totalidad del desa-rrollo histórico colonial y se prolonga aún más allá, hasta las primeras décadas de la etapa inde-pendentista de nuestros países.

[56] No podríamos hablar de humanismo en los mismos términos. Este movimiento ha sido redu-cido epocalmente a la etapa inicial que coincidiría, aun cuando tardíamente, con el humanismo europeo renacentista. Por otra parte, dadas las características formales de esta línea de pensa-miento, se ha partido del presupuesto ya anticipado que ha regido los estudios sobre la escolásti-ca, el de su posibilidad de sistematización más o menos rigurosa. El humanismo se presenta, es verdad, entre nosotros como un desarrollo muchas veces difuso, ocasional y sistemático, sobre todo si entendemos la noción de sistema aproximándonos a su fórmula escolástica. Más aún, se ha llegado a considerar el humanismo como una forma pensamiento dependiente y en algunas ocasiones hasta determinado en sus mismas formas expresivas por el saber de las escuelas.

Lo más grave de todo posiblemente radica en el hecho de que no se ha intentado buscar y esta-blecer la noción misma del humanismo a partir de sus propias manifestaciones, tal como se die-ron en nuestras tierras. Bien sabemos que el concepto de “humanismo” se ha dada íntimamente ligado al de “renacimiento” y sabemos asimismo que la polémica sobre el verdadero sentido de ambos aún no se encuentra clausurada. Si bien es cierto que, por lo general, se ha afirmado una relación casi constante entre “humanismo” y “renacimiento”, sucede que habría humanismos que corresponderían a “renacimientos” distintos e inclusive antagónicos. A la tesis tradicional según la cual el humanismo propiamente dicho fue el que correspondió al Renacimiento italiano, se contrapuso la tesis de un humanismo nórdico; ante el humanismo de la Reforma, vista también como un “renacimiento”, se ha hablado de un humanismo de la Contrarreforma; frente al huma-nismo español de influencia italiana y nórdica, en particular erasmiana, se sostuvo el renacimien-to escolástico del siglo XVII como humanismo auténtico.

Por otra parte, ciertas notas que habrían sido propias del humanismo, en particular del italiano, han llevado a declarar absurdamente como humanistas, personajes abiertamente antihumanistas. Tal es el caso, que nos interesa muy directamente, de Ginés de Sepúlveda, declarado “humanista” por su tarea filosófica, en particular por sus traducciones de Aristóteles, pero que difícilmente podríamos nosotros entenderlo acabadamente como tal si pensamos en la utilización que hizo de esas traducciones, en particular de la Política. Es evidente que los caracteres que podríamos con-siderar como históricos externos, no nos permitirán nunca encontrar un criterio que nos lleve a superar las dificultades terminológicas. Y frente a un caso como es el de Ginés de Sepúlveda, sucede que hay autores que siendo escolásticos dadas sus formas de expresión y sus fuentes, se aproximaron mucho más a un humanismo como ha sido el caso de Francisco de Victoria.

[57] Cabría, pues, que nos preguntáramos acerca del criterio de determinación del humanismo el que, evidentemente no es único. En unos casos se parte de un modelo histórico y se busca su in-fluencia en otras etapas o sectores. En este sentido, y bajo la influencia de Burkhardt, ese modelo sería el del Quattrocento italiano. En otros, se tiene en cuenta los caracteres formales que serían comunes a los “humanismos”, dejando de lado la cuestión de cuál de estos fue primero o segun-do, así por ejemplo, los que ofrecen un Lorenzo Valla y un Erasmo de Rotterdam; y por último, se atiende a lo que podría ser el “espíritu” del humanismo, entendido como ideología de un grupo humano emergente y por cierto con las variantes del caso y sin que haya un humanismo que ne-cesariamente lo haya desarrollado a plenitud, y se pueden establecer en este caso diferencias.

Respecto del primer criterio hemos de decir que la vigencia de un modelo utilizado como patrón histórico ha llevado al desconocimiento de las formas epocales, nacionales o regionales específi-cas de los humanismos haciendo difícil, por ejemplo, una caracterización del humanismo español o llevando a negar su existencia. Otro tanto y con mayor razón deberíamos decir respecto de las formas americanas del hecho. El segundo criterio, externo, si bien no puede ser dejado de lado, conduce a absurdos tales como el que hemos comentado. A nuestro juicio, no basta para la defi-nición del humanismo la presencia de la pasión por la antigüedad y sí puede ser, y es más impor-tante señalar los motivos interiores que impulsaron a establecer un nuevo campo de lecturas y, sobre todo, nuevos criterios de lectura para el saber de la época. Atendiendo a esto último, no nos cabe duda, que hablar de la escolástica renacida del siglo XVII, como de un humanismo no es nada más que forzar las palabras en la polémica ideológica que se generó, y que aún pervive en nuestros días, entre el saber nuevo y el saber tradicional y a su vez, entre los sucesivos “renaci-mientos” del saber nuevo y los sucesivos “renacimientos” del saber tradicional. Tenemos que concluir que aquella equiparación entre “humanismo” y “renacimiento” no siempre es sostenible si no se aclara a qué tipo de “renacimiento” nos referimos. Como tendremos que aceptar, a su vez, que es necesario conjugar los tres criterios que hemos mencionado ya que ninguno de ellos por sí solo nos puede servir para una determinación histórica satisfactoria aún cuando unos sean más definitorios que otros. En este sentido, a pesar de lo que dijimos de Francisco Vitoria, por ejemplo, no podríamos considerarlo como humanista y deberíamos dejarlo entre los escolásticos.

Lo que sí deberemos aceptar es que entre la escolástica y el humanismo hay momentos de aproximación y de alejamiento, como hay mutuas interferencias. Lógicamente estas últimas han llevado a los escolastizantes del siglo [58] pasado y del nuestro a considerar las manifestaciones del humanismo, y esto en particular del humanismo español y del americano, como dependientes teoréticamente del saber de las escuelas, reduciendo el antiescolasticismo de tantos humanistas a un rechazo o simplemente a un abandono de la parte formal de aquella tendencia. De modo inver-so, cuando se han planteado el problema de la restauración escolástica de los siglos XVI y XVII, en la que son evidentes los aportes de la crítica textual generada por los humanistas, se ha afir-mado que esta influencia no ha sido “intrínseca”, sino “extrínseca”, ya que desde el punto de vis-ta especulativo la escolástica habría prolongado, incluso en contra del humanismo clásico, los planteos tradicionales del medioevo. Con lo que se adopta una posición manifiestamente proesco-lástica, pero parcial, en la medida que la escolástica, desde el punto de vista teorético, aún cuando en bloque pueda ser considerada como una prolongación de un “saber tradicional”, muestra face-tas diferenciadoras que son más lejanas o menos respecto de planteos teóricos del humanismo, según los casos. Concretamente estamos pensando en la filosofía escotista y la valoración de la palabra tal como se da en ella.

Todo lo que venimos diciendo se torna más difícil de resolver en particular si partimos de un hecho incuestionable respecto de las formas del humanismo español y del americano y es que, junto con el escolasticismo, son ambos formas de saber más amplio, el “saber cristiano” y, más aún, de un saber cristiano decididamente católico. En contra de los tradicionalistas ultramontanos del siglo XIX que veían en Erasmo una especie de representante heterodoxo, ni siquiera el eras-mismo fue una excepción de lo dicho.

En conjunto, tanto el humanismo hispanoamericano como la escolástica partieron de las mismas fuentes básicas: el Evangelio, respecto de las verdades de revelación y los grandes escritores griegos, en particular Platón y Aristóteles, respecto de las verdades originadas en la “luz natural”. Hubo sin embargo diferencias en dos sentidos: la primera de ellas relativa a las técnicas de traba-jo con las que se trató de reestablecer aquellas fuentes y que daría origen a las “ediciones críticas” que quedaron como definitivamente indispensables. La primera “crítica”, incorporada dentro del vocabulario humanístico, tal como puede verse en Luis Vives, no se reducía a lo que fue y es la “crítica textual” y que daría origen a los llamados “aparatos críticos”, sino que tenía un alcance mayor y ciertamente inquietante en cuanto a que suponía la eliminación de la mediación escolás-tica en la lectura de las fuentes básicas, incluido el Evangelio. La segunda, relacionada con lo que acabamos de decir, se dio como consecuencia del espíritu con el que se llevaron a cabo las lectu-ras. Es cierto que hubo un amor a los clásicos del [59] pensamiento grecolatino y cristiano, que en algunos casos fue excluyente y hasta meramente erudito, pero se ha descuidado el hecho de que esa pasión estaba movida por la necesidad de reencuentro de un nuevo hombre, el hombre moderno, al que quedó sometido todo el regreso a los clásicos, tanto los grecolatinos como los del pensamiento cristiano, el Evangelio y los Padres de la Iglesia. Esta segunda diferencia se en-contraría, en general en un distinto punto de partida y a su vez en un diverso sistema de equilibrio entre inmanencia y trascendencia. Podríamos decir que la escolástica, con todas las matizaciones del caso, tuvo un punto de partida teológico, frente al humanismo, que se nos presenta arrancando desde lo antropológico. Las dos formulas podrían ser expresadas como una inmanencia teorizada desde un teologismo, y una trascendencia considerada desde un antropologismo.

Si tuviéramos que caracterizar los alcances de lo antropológico dentro del pensamiento humanis-ta, tendríamos que referirnos inevitablemente al problema del valor del lenguaje. La importancia que adquirieron con los humanistas la gramática y la retórica no es un hecho casual. El hombre moderno pareciera haberse lanzado, desde sus inicios, a la osada tarea de encontrar un lenguaje que superara la propia naturaleza del lenguaje como mediación. De ahí, por ejemplo, el literalis-mo que rigió el establecimiento de los textos, en particular los del Evangelio y de ahí también el rechazo del saber escolástico y las disidencias dadas en Europa respecto de una Iglesia compro-metida con él. Con los humanistas se produjo un cambio ciertamente profundo en la interna orga-nización de las clásicas artes liberales por la razón de que si el lenguaje es lo más propio del hombre debía convertirse en el lugar del encuentro de todas las ciencias, incluida la teología, tan-to revelada como natural.

Pero también era el lugar de encuentro de los hombres, hecho que hacía posible aquel encuentro de las ciencias. De ahí que el lenguaje comenzara a ser visto en una relación inmediata y directa con la realidad social y cultural de los pueblos tal como se puede ver en la valoración que hizo Nebrija del latín y del castellano. Se trataba de devolverle a la palabra su esencial sentido huma-no, relacionándola con las experiencias vitales inmediatas del hombre, entendido no como un ser de tránsito, sino como inserto dentro de una comunidad particular que tenía un destino y por cier-to también un pasado. El imperio nació de esta manera en España sobre la base de una afirmación nacional que era a su vez la afirmación de un lenguaje, fuera este el latín, como idioma de expan-sión en Europa, el castellano, como lenguaje de expansión en la Península Ibérica y en América y finalmente, las lenguas americanas, el quichua, el náhuatl y el guaraní, como medios de expan-sión en lo interno de las sociedades indígenas.

[60] Podríamos decir que el humanismo partía, pues, de una comprensión del hombre como “ser expresivo” y que la clásica definición del Estagirita, de que era un “animal poseedor de Lógos”, fue entendida traduciendo el término griego como verbum y no como ratio, con lo que la razón venía a insertarse en una cierta forma de temporalidad, la de la realidad sociocultural de los pue-blos. De este punto de vista no nos cabe duda que aquella aproximación teorética del humanismo a ciertas líneas del desarrollo del pensamiento escolástico, tal el caso del escotismo que se carac-terizó precisamente por sostener la prioridad del Verbum sobre la Ratio divinas, se dio sobre la base de las tendencias no coincidentes. Y la diferencia, tanto respecto de la forma escolástica, como de otras, se encuentra precisamente en una visión del lenguaje que tiene como trasfondo una cierta comprensión del mismo como hecho cultural e histórico. El punto de partida, como dijimos, no era teológico, sino antropológico.

En relación directa con lo que estamos viendo se puede afirmar sin error que el humanismo, en particular en sus formas más desarrolladas y coherentes, tuvo como eje el saber retórico. Se cons-tituyó, en efecto, como una crítica a la retórica tradicional de las escuelas mediante un regreso a las normas de este saber establecidas en Quintiliano y Cicerón y continuó, a lo largo de toda su historia, como un movimiento en el que el saber de lo humano quedó centrado en la retórica, la que era a la vez para los fundadores del humanismo, tanto un arte como una ciencia, tanto una técnica de la palabra como un saber de lo humano. Y si bien estuvo de trasfondo en las diversas formulaciones del humanismo cristiano la palabra fundante, el Verbo, la retórica nueva puso de manifiesto que no era lo teológico lo que movía directamente al nuevo saber, sino la palabra humana rescatada más allá de nominalismos y de realismos, en su fuerza y virtud como medio de comunicación entre los hombres.

Lo antropológico fue, pues, encarado desde una teoría del discurso y la retórica no fue meramente el saber de la elocuencia, entendida ésta como el de la palabra a su vez comunicativa y verdadera. De ahí que el humanismo sólo pueda ser entendido en relación con grupos humanos emergentes que quieren y necesitan ejercitar su voz, lo hagan de modo directo y a veces hasta violento, o de modo indirecto en un juego de ocultamiento y de desocultamiento. Mas, siempre el humanismo pondrá como exigencia un grado de manifestación, aún cuando mínimo, ya que ello está en la esencia misma de todo acto humano de hétero y autorreconocimiento.

Al adquirir la retórica esta significación, dejó de ser un saber agregado a otras formas, para con-vertirse en el saber desde el cual precisamente se [61] organizaron los demás. A su alrededor se nucleó la exigencia del conocimiento de las lenguas, tanto de las clásicas como de las vernáculas, se elaboró una teoría de la palabra que se resolvía en una teoría del hombre y de la cultura, se pensó a éste como un ser social y se desembocó en proyectos sociales, que dieron pie para el de-sarrollo de utopías; se revitalizó el saber cristiano, tratando de eliminar mediaciones instituciona-les y formales y se convirtió en fin, el saber retórico en sus mejores expresiones, en un saber de denuncia.

En este sentido, el humanismo europeo es una de las tantas formas de desarrollo del pensamiento moderno y no es extraño que en sus formas históricas más claras, se pusieran los humanistas del lado del despertar de una nueva clase social que acabaría autorreconociéndose bajo el amplio y a veces no siempre preciso término de “burguesía”.

De ahí que el humanismo no pueda ser reducido a su etapa Renacentista y que ésta no sea nada más que los inicios de un proceso que habrá de adquirir su pleno sentido más allá de aquélla en los siglos XVIII y XIX. En este sentido, la historia del humanismo podría ser entendida como la de la conformación gradual de la conciencia moderna que concluye en las formas de la concien-cia burguesa.

Otro aspecto que se debe tener en cuenta es el de la especificidad de los humanismos, hecho que plantea el problema metodológico de encontrar su fuente, la que hace de cada humanismo un hecho singular y que permite a su vez hablar de formas propias de desarrollo del humanismo en España y en las tierras americanas. La clave se la ha de buscar en el sujeto que invoca la nueva palabra, ya sea respecto de otros, como de sí mismo. La historia social de Hispanoamérica hizo que el desarrollo de las formas de pensamiento humanista quedara signada por hechos que no se dieron en otras partes. La conquista significó la destrucción de un mundo y la construcción de otro nuevo, en una medida que no se vio en la Europa moderna. Los momentos de la destrucción y de la construcción signaron las etapas de nuestro humanismo. No es un hecho casual que Fray Bartolomé de las Casas hablara de la “destrucción” en la primera época y propusiera los “reme-dios”, es decir, las bases para la “construcción”, dentro de sus ideales de heterorreconocimiento del ser humano conquistado. Con ello estamos tocando a algo que es definitorio del pensamiento humanista que habrá de organizarse básicamente sobre esa noción de “reconocimiento”. Comen-zará, como dijimos, como “heterorreconocimiento” por parte de humanistas influidos muy de cerca de los ideales del Renacimiento europeo, para concluir, una vez que surjan perfiladas las clases sociales dentro de la estructura colonial, en un “autorreconocimiento” de los grupos huma-nos emergentes, primero tímida [62] y ambiguamente en la etapa del barroco y luego, abierta-mente, en el momento de la ilustración.

De ahí pues, los tres grandes momentos de desarrollo del humanismo durante la conquista y co-lonización española: el renacentista, el barroco y el ilustrado, que darán nacimiento al humanismo paternalista, al humanismo ambiguo y, por último, al humanismo emergente. En todo momento, el sentido y alcance del “renacimiento”, el “barroco” y de la “ilustración” estarán dados por el sujeto histórico que asume esas líneas de desarrollo del pensamiento y que lo hace desde su con-creta realidad social, ya fuera para ejercer, como hemos dicho, las formas del heterorreconoci-miento o del autorreconocimiento . No sucedió otra cosa en Europa y no fueron, por eso mismo, el Renacimiento, el Barroco y la Ilustración, respuestas modélicas absolutas y extratemporales. Caeríamos una vez más en un grueso error si pensáramos en que los desarrollos americanos fue-ron algo “externo” en relación con procesos generales vividos por la cultura del Occidente euro-peo, pero más grueso es el error que lleva a desconocer las especificidades.

II. LOS TRES HUMANISMOS HISPANOAMERICANOS

El problema de la especificidad del humanismo hispanoamericano presenta, además, otras com-plejidades, ya que es posible señalar aspectos diferenciadores internos. Así, por ejemplo, se ha recalcado las diferencias que muestra el arte en la etapa del barroco tal como evolucionó en la Nueva España y en Sudamérica. Es probable que estas modalidades regionales puedan ser encon-tradas en otras manifestaciones de la cultura colonial.

En este ensayo vamos a intentar una caracterización de los tres humanismos partiendo de la expe-riencia regional andina y en particular ecuatoriana, con lo que tampoco pretenderemos llegar a la afirmación de diferencias radicales que quebrarían la unidad de procesos ideológicos que, en comparación con el hecho humanista europeo, sí la poseen. Por otra parte, es importante tener en cuenta que la “geografía del humanismo” que corresponde a los siglos XV-XVIII en América, si bien anticipa el futuro “mapa de las ideas” que acabará conformándose con el nacimiento de las repúblicas y monarquías independientes de Europa, no es la misma. Dentro de esta comprensión del hecho regional colonial debe pues entenderse aquel punto de partida que hemos denominado “experiencia ecuatoriana”.

Por otra parte, si la clave para la comprensión del humanismo está en el sujeto histórico concreto que se reconoce a sí mismo en su propia humanidad, su discurso no podrá ser comprendido en su especificidad si no se tiene [63] en cuenta la realidad social, económica y política dentro de la cual se mueve ese mismo hombre.

Lo dicho plantea problemas que no son de fácil solución. Es un hecho que las manifestaciones estéticas, por ejemplo, están determinadas a partir del Renacimiento europeo, por el nacimiento y desarrollo del pensamiento humanista y que muy poco o nada pareciera influir sobre el pensa-miento escolástico. Se ha llegado a establecer una ecuación entre humanismo y arte que ha con-ducido en más de un caso a reducir el primero a lo segundo. Si bien esa reducción no es acepta-ble, no cabe duda que lo estético fue incorporado por el humanismo como una de las vías, no la única, de elaboración de un lenguaje que es lo que sí lo caracteriza esencialmente. Como conse-cuencia de lo venimos afirmando, las manifestaciones del arte en Hispanoamérica interesan de modo directo para la reconstrucción del humanismo y a su vez obligan a considerarlas desde los criterios sociales, que no por eso han de ser declarados como “extraestéticos”, tal como temen los que todavía siguen pensando en un arte por el arte y entienden que la calidad de las obras se des-virtúa por el hecho de subrayar la función social de las mismas.

Conforme con lo que venimos diciendo se hace indispensable tener en cuenta el régimen de con-tradicciones sociales que ha caracterizado a cada una de las tres etapas que podemos reconocer en la historia de nuestro humanismo; habrá que señalar cuáles fueron los promotores de las respues-tas que podemos considerar humanistas, como asimismo cuál es el sujeto respecto del cual se desarrolla ese pensamiento; en tercer lugar, cuáles fueron las fuentes teóricas de cada una de las etapas y en qué sentido adquirieron formulaciones específicas que las alejaron de sus manifesta-ciones primeras y en qué medida, esas posiciones teóricas se jugaron de modo pleno en relación con las modalidades históricas del sistema productivo vigente; del mismo modo se hace indispen-sable tener en cuenta el problema del espacio y el proceso de creación del mismo como uno delos marcos indispensables de comprensión de las respuestas humanistas, concretamente, nos referi-mos a la ciudad y al campo y a los proyectos sobre los cuales se intentó organizarlos, el “ciuda-dano” y el “poblacional”.

No menos importante es tener en cuenta las etapas de apogeo y decadencia de los grupos huma-nos, en particular, de los que durante la larga historia colonial hispánica detentaron el poder eco-nómico y político. Al respecto se ha de tener en cuenta que los altibajos que sufrieron las colonias españolas, en su relación con los de la Metrópoli, tuvo como trasfondo un hecho ciertamente trá-gico, el de la decadencia irreversible de la cultura indígena, que pasó a un segundo plano sin po-sibilidades de rehabilitación, aun cuando [64] se hubieran mantenido latentes las esperanzas de un renacimiento, las que fueron definitivamente ahogadas en la segunda mitad del siglo XVIII.

Por otra parte, esas etapas de apogeo y decadencia, de esplendor y de miseria, si bien pueden ser vistas como fenómenos generales que afectaron de una manera más o menos homogénea a todo el sistema colonial español en América, muestran también peculiaridades regionales. Se encuentran además en relación inversa con las etapas de decadencia y recuperación que vivió la Metrópoli. A la profunda crisis económica y social de la España de fines del siglo XVI y de gran parte del siglo XVII, correspondió una etapa de bonanza en las colonias, e inversamente, el proceso de recupe-ración lento pero persistente de la Península, que se inició de modo manifiesto a partir del 1700, fue paralelo a un empobrecimiento creciente en las regiones americanas que culminó, de modo alarmante para la audiencia de Quito, en la segunda mitad del siglo XVIII.

De esta manera, lo que muchos estudiosos han considerado dentro de la historia cultural españo-la, como un arte de la decadencia, el barroco, no tuvo el mismo signo en América y bien podría considerarse que el neoclásico que se desarrolló en España en una época de recuperación, tuvo asimismo un signo inverso en América, hecho que tal vez explique su escasa presencia y desarro-llo.

También resulta importante para la comprensión de las diversas etapas del humanismo tener en cuenta los dos momentos que se podrían señalar en las relaciones entre Metrópoli y las colonias, una la de la “primera conquista”, que coincide con el desarrollo del humanismo renacentista y otra, a la que se ha denominado con acierto de la “segunda conquista”, que se inicia con el go-bierno borbónico. La primera, dentro de los ideales de los reinos integrantes de la Casa de Aus-tria, coincidió con el desarrollo de formas de autonomía que tenían un cierto sentido feudal, la segunda, que respondió a un proyecto de centralización y de mayor eficacia en la extracción de las riquezas coloniales, se organizó sobre la destrucción de aquellas autonomías relativas y gene-ró una unidad imperial dentro de los ideales de un estado premoderno que antes no se había al-canzado. Las primeras manifestaciones de crisis en América de este proyecto imperial son coin-cidentes con el tercer humanismo, el ilustrado, a pesar de los esfuerzos de la corona por sostener la ideología monolítica vigente, de modo claro, en la etapa de nuestro barroco.

Es importante, para la historia de la cultura y de las ideas, no tomar de modo abstracto los con-ceptos de apogeo y decadencia, toda vez que el momento que podría considerarse como de bo-nanza para las colonias, y esto lo decimos particularmente pensando en la región nuclear andina, fue una de las más duras y brutales para la población indígena sometida al trabajo de [65] mitas y controlada por el sistema de la encomienda. Aquel concepto únicamente tuvo vigencia para los grupos sociales de poder económico y político y nunca para la población campesina. Innecesario resulta subrayar la situación de miseria en que cayó esa misma población cuando la clase terrate-niente comenzó a sentir los efectos de la decadencia.

a) El humanismo paternalista

Entre mediados del siglo XVI y primeras décadas del XVIII, tuvieron lugar las manifestaciones del primer humanismo, el renacentista, al que hemos caracterizado como humanismo paternalista. Este pensamiento se generó como consecuencia de las experiencias vividas durante las guerras de conquista y fue, por el origen de sus teóricos y defensores, un tipo de pensar ejercido por el mis-mo hombre europeo tanto en nuestras tierras como en España. Frente a la masa de conquistadores movidos por un ansia incontenible de riquezas, satisfecha mediante las formas más crueles de inhumanidad, se levantó la voz de algunos sacerdotes que sintieron la necesidad de asegurar las bases sociales indispensables para alcanzar una evangelización pacífica. No hubiera sido el pen-samiento de estos hombres un verdadero humanismo si tan sólo hubieran estado movidos por un sentimiento filantrópico. A más de esta actitud, se desarrolló en ellos una forma de heterorreco-nocimiento de la humanidad indígena que se sustentaba sobre una exigencia de conservación de formas de vida autónoma de la población conquistada. Precisamente ha sido uno de los caracteres del pensamiento humanista del Renacimiento europeo, la tesis de que todo individuo podía cum-plir con sus deberes hacia Dios y hacia el prójimo desarrollando sus propias facultades físicas e intelectuales de las que había sido dotado por la naturaleza. Mas, no se trataba de facultades to-madas desde el abstracto, sino que se las reconocía en el modo histórico en que habían sido des-arrolladas. Y la prueba más evidente e irrefutable del ejercicio de ellas estaba en el hecho de la posesión de un lenguaje, y en el sistema de relaciones sociales y económicas que aquel lenguaje expresaba. Y si bien esta apertura se encontró en todo momento frenada por el inevitable euro-peocentrismo que rigió el criterio de valoración de las costumbres de las poblaciones americanas, no llegó a cerrarse hasta el extremo de no reconocer hábitos, tradiciones culturales y formas de organización política que aun cuando extraños, no violaban lo que se entendía que derivaba de los principios de una “razón natural”. La virtud surgida de aquella razón podía darse en todos los hombres, en cuanto tales, y nada de lo humano podía ser ajeno al cristianismo. Lógicamente esas nuevas criaturas debían ser evangelizadas y las relaciones entre quienes portaban las [66] verda-des desconocidas del Evangelio y los neófitos, se dieron bajo la figura “padre-hijo” con la que se pretendió desplazar la vigencia de la otra, la generalizada e imperante, la de “amo-esclavo”. Para el ejercicio de la violencia bastaba con el grito, para la evangelización pacífica era el ejercicio de una palabra que sólo era posible mediante el reconocimiento de la palabra de otro, del dominado. Ahora bien, si el grito significaba el saqueo, el robo, la esclavitud y la muerte, la relación sobre la palabra, no podía hacerse sino mediante el respeto de la vida, de la propiedad e incluso del siste-ma de relaciones políticas de las comunidades indígenas. Esto habría de generar la conocida tesis lascasiana de la restitución de lo robado, como asimismo de todos los proyectos utópicos de or-ganización autónoma con las que se creyó aproximarse a los ideales de una sociedad humana perfecta.

Este pensamiento humanista, claramente relacionado con los ideales propios del Renacimiento, habría de enfrentarse con posiciones sociales y políticas de sentido feudal y en tal sentido puede ser visto por esta razón también como modernizante. En el conflicto entre los conquistadores en-comenderos y el Estado metropolitano, que tanta fuerza alcanzó en el alzamiento de Gonzalo Pizarro, es bien sabido que el papel que le tocó jugar a Las Casas y a sus seguidores. Frente a la defensa de la encomienda, los lascasianos apoyaron al poder central. La derrota de los encomen-deros en Jaquijaguana significó pues los inicios de la construcción de un Estado de tipo premo-derno o modernizante que benefició además la consolidación del sistema colonial.

Pero al mismo tiempo, los evangelizadores que se internaban en las selvas y lograban establecer pueblos ordenados y pacíficos, en su lucha por la defensa de la relativa autonomía que ellos mis-mos habían prometido a sus feligreses a cambio de la evangelización, se vieron constantemente enfrentados al propio poder real, representado por los administradores de la corona en América, entrando de esta manera en contradicción con la misma monarquía que habían defendido en un comienzo. Esto llevaría a la muerte de los proyectos típicos del humanismo renacentista y a la extinción de estos ideales. Los mismos quedaron ahogados también por el poder creciente de la Iglesia secular, frente a las comunidades religiosas que habían mantenido un sistema parroquial autónomo respecto de las autoridades eclesiásticas. El conflicto entre parroquias regulares y pa-rroquias seculares, y la permanente exigencia de que el misionero debía ceder la misión al párro-co nombrado por los obispos, acabó imposibilitando aquellos proyectos misionales utópicos, con-tradictorios entre sí mismos, si pensamos en la exigencia permanente de sometimiento del indí-gena como mano de obra disponible. Por otra parte, [67] las mismas ordenes religiosas fueron cambiando de actitud en la medida que se beneficiaron del sistema encomendero y que fueron convirtiéndose, más tarde, al entrar en decadencia este sistema, en latifundistas y hacendarias, entrando a formar parte y la más importante, de la clase terrateniente. A lo dicho se debe agregar la puja, muchas veces violenta, entre las mismas órdenes, por la supremacía en el poder económi-co y político en una sociedad en la que los valores religiosos constituían una eficacísima herra-mienta de poder social.

Otro factor que provocó el agotamiento de las manifestaciones del humanismo renacentista se dio como consecuencia del crecimiento de las ciudades. Desde los inicios mismos de la conquista, el sistema de control de las masas indígenas sometidas se llevó adelante mediante un doble proyec-to, el “ciudadano” y el “poblacional”: nucleación de la gente hispánica en ciudades y de la indí-gena, en pueblos. Esto, lógicamente, tuvo sus mayores posibilidades de realización en aquellas regiones en que existía una población indígena campesina asentada. Pues bien, en contra de lo que sucedió en Europa, en la que el movimiento renacentista se expresó como un fenómeno ciu-dadano, en América, en particular en la América nuclear andina, las ciudades fueron las que aca-baron ahogando esos ideales cuyo lugar se dio básicamente en los “pueblos”. La tendencia surgi-da de las ciudades fue la de una constante disminución de la vida relativamente autónoma de aquellos, hecho que alcanzó su máxima en el momento en el que se pasó de la organización en-comendera a la hacendaria. A su vez, las ciudades se consolidaron a partir del momento en que surgió en ellas una especie de preburguesía comercial cuyo progreso estaba en relación directa con un aumento de control sobre la sociedad campesina, estuviera o no nucleada en poblaciones.

Por otra parte, los ideales humanistas no fueron llevados adelante por ese tipo humano que se conoció en las ciudades españolas, el “letrado”, surgido de las universidades, e incorporado, por lo general, al servicio de las cortes. En el caso americano, ese personaje recién habrá de hacer su aparición, y con modalidades que lo habrán de diferenciar del europeo, en la segunda mitad del siglo XVIII, época en la que se produjo sintomáticamente un regreso a ciertos aspectos del humanismo de la primera etapa, la renacentista. Los ideales del humanismo primitivo fueron mo-vilizados principalmente por misioneros, pertenecientes a órdenes religiosas y tan sólo por algu-nos, muy contados, que se incorporaron directa o indirectamente al proyecto lascasiano. Y esto marca otro aspecto radicalmente diferenciador del humanismo renacentista en América, que muy poco o nada tuvo que ver con el proceso de secularización que caracterizó el humanismo euro-peo, como forma preburguesa [68] de pensamiento en aquellos de sus representantes que se mo-vieron dentro del seno de la Iglesia Católica.

El proceso social y político tanto en España como en las colonias, que determinó las manifesta-ciones del humanismo en éstas, concluyó en un fracaso. En verdad quien acabó triunfando fue Ginés de Sepúlveda y no las Casas y el mismo lascasismo reformado, cuya forma intentó ser al-canzada por los últimos humanistas, tal es el caso de Solórzano Pereira, fue una prueba de fracaso señalado.

Hubo también un humanismo que tuvo su expresión en las ciudades, pero no es un hecho casual que sus manifestaciones sólo se dieron en una etapa inicial de las mismas en la que la contradic-ción “ciudad-campo” no se había aún generado o establecido claramente. Es la etapa, por ejem-plo, en la que se organizaron escuelas artesanales indígenas, en las que se crearon las primeras cátedras de lenguas nativas y se las estudió dentro de los ideales del trilingüismo y en la que se inició el proceso de monumentalismo religioso con la construcción de las primeras grandes igle-sias, dentro de cánones arquitectónicos tradicionales en la Península, en los que es visible la pre-sencia del románico y el gótico, entre otros estilos, pero que luego se vieron modernizados con la aparición de elemento estructurales renacentistas tardíos, entre ellos el manierismo.

Las manifestaciones del humanismo renacentista en Quito se corresponden con formas del pen-samiento escolástico sumamente pobres, enmarcadas dentro del medievalismo pretridentino. Las instituciones universitarias en las que el escolasticismo irá cobrando importancia recién aparecie-ron a fines del siglo XVI y primeras décadas del XVII (entre 1594 y 1622). Por otra parte, esas “universidades” fueron todas ellas monacales y estuvieron fuertemente condicionadas al proceso de evangelización. En tal sentido fueron “universidades misioneras”, que si bien surgieron y se desarrollaron en las ciudades, y comenzaron a cumplir con su tarea de justificación de la ciudad como centro del poder colonial, su mira estaba fuertemente puesta sobre la población indígena no reducida. Como consecuencia de este hecho, al lado de los estudios necesarios para la formación teológica, de tipo tradicional, surgieron otros, centrados principalmente en las cátedras de lenguas indígenas, en particular quichua. La vigencia de esta enseñanza coincidió con el desarrollo y muerte del pensamiento que podemos considerar como humanista renacentista. La exigencia de la posesión de las tres lenguas, latín, castellano y quichua, generó una de las tantas variantes del trilingüismo que ha caracterizado a las escuelas humanistas. Y en esto, las universidades misione-ras, no pueden ser consideradas como escolásticas. Desde muy temprano se puede señalar la pre-sencia de la “crítica” característica de la filología renacentista, [69] puesta de manifiesto en la Gramática quichua de Fray Domingo Santo Tomás (1551), de espíritu nebricense. Por otra parte, las manifestaciones de este renacimiento coincidieron con el florecimiento de los grandes huma-nistas españoles: Nebrija y Vives, fallecidos en 1522 y 1540 respectivamente. La debilidad de la escolástica de la época, en particular en la ciudad de Quito, dejó libres las formas de expresión del pensamiento humanista que si bien encontró un lugar, como hemos dicho, en el seno de las universidades monacales misioneras, fue en todo momento un saber de tipo extra-académico, expresión de una realidad que difícilmente podía ser descripta y criticada desde los cánones tradi-cionales de la disputatio.

En líneas generales podríamos sostener que no fue la escolástica la que determinó al pensamiento humanista, sino que el hecho fue inverso. La “crítica”, llevada adelante por los llamados “aristo-télicos independientes”, es decir no-escolásticos, entre ellos un Ginés de Sepúlveda, hizo posible la constitución de la Escolástica restaurada o renacida, contemporánea con el desarrollo del humanismo barroco. Y la ciencia experimental, surgida con espíritu de modernidad que puede señalarse en ella en sus etapas más avanzadas. Claro está que tanto esa “crítica”, como esa “cien-cia” que tuvieron sus desarrollos dentro de las escuelas, no se apartaron de las líneas generales de restauración teológica y quedaron sometidas a ella. Por otro lado, la problemática social, manifes-tada dentro de los desarrollos jurídicos del saber escolástico, tal como se dio en Francisco de Vi-toria, tuvo sus fuentes en las grandes polémicas llevadas adelante por pensadores propiamente humanistas, tales como Montesinos, Vasco de Quiroga o Bartolomé de las Casas.

Nuestros humanistas hispanoamericanos dejaron la “ciencia”, en particular pensamos en la física, en manos de los escolásticos y aquellos que habían tenido una formación escolástica, tal el caso de Fray Bartolomé, surgido del pensamiento dominico tomista, revitalizaron este saber recurrien-do a un testamentarismo directo, dentro de los ideales típicamente renacentistas de regreso al cris-tianismo primitivo.

Para no abundar más, cabría que habláramos de las escuelas artesanales. Si el pensamiento humanista se aproximó a la ratio desde el verbum, dio una respuesta a la trascendencia desde la inmanencia, no podía generar menos que una revalorización del ser humano como artífice. El Renacimiento se caracterizó por una apasionada búsqueda del valor espiritual y humano de la artesanía, por parte de un hombre que se autorreconocía en sus obras. Todo ello se encuentra sin duda, en Europa, en los orígenes de la conciencia [70] burguesa y en la lenta conformación de nuevos grupos humanos que se iban desprendiendo del seno de la sociedad medieval. La artesa-nía abarcó la totalidad de las manifestaciones humanas, el artista debía ser básicamente y antes que artista, artesano; el artesano debía alcanzar a su vez, el nivel de lo artístico; el humanista filó-logo, era a su modo también un artesano, en cuanto poseía el secreto de aquella “crítica” que era la forma de artesanía indispensable para la verdadera lectura del Evangelio, de los padres de la Iglesia, de Cicerón o de Quintiliano. La palabra misma, dentro de los ideales del saber retórico renovado, se presentaba apoyada en lo que bien podemos considerar la técnica artesanal necesa-ria, previa al discurso. Con magistral artesanía, para la época, construyó Fray Domingo de Santo Tomás su gramática quichua, para hacer posible el discurso indígena dentro de los ideales de una nueva lengua sacerdotal, tan noble para él como el latín e inclusive, más noble que el castellano, en la medida que, asombrosamente, se aproximaba más por su estructura a la lengua del Lacio que la de Castilla.

Dentro de este espíritu, Fray Jodocko Ricke, el humanista flamenco llegado a Quito con los pri-meros conquistadores, creó su celebre escuela artesanal indígena en 1550 e inició la construcción de la imponente Iglesia de San Francisco que quedaría concluida en 1581, dentro del espíritu ar-quitectónico del manierismo, propio del Renacimiento tardío europeo, y más tarde en 1563 Fray Pedro Bedón, crearía la Cofradía del Rosario, otra escuela artesanal de espíritu semejante a la de Jodocko Rico.

Tal vez podamos considerar como textos típicos del humanismo paternal el Itinerario para pá-rrocos de indios de Alonso de la Peña y Montenegro, del año 1648 y el Gobierno eclesiástico pacífico de Fray Gaspar de Villarroel, en 1657. Otra obra de relevante importancia para toda la América nuclear andina es la de Juan de Solórzano y Pereira, Política indiana aparecida la prime-ra vez en 1648. Solórzano, dentro de los ideales del lascasismo reformado muestra a nuestro jui-cio el paso del humanismo renacentista al barroco.

El misticismo es otra línea de desarrollo del pensamiento de la época en que se manifestó lo que podemos considerar como un humanismo. La experiencia mística, fenómeno típico de la vida religiosa ciudadana, se presenta como un impulso hacia la trascendencia desde un punto de parti-da humano personal y muestra por eso, la misma línea que hemos afirmado como característica del pensamiento humanista frente al escolástico. Lógicamente, el lenguaje místico tuvo sus etapas que se encuentran claramente determinadas por las formas sencillas del misticismo renacentista, al estilo de un Fray Luis de León o las formas manieristas según unos, o barrocas, según otros, de Sor Juana Inés de la Cruz. De todas maneras, este tipo de literatura [71] ciudadana, en sus expre-siones quiteñas, en Fray José de Maldonado, muerto en 1652, y en Sor Gertrudes de San Ildefon-so, fallecida en 1709, está anticipando la espiritualidad propia del humanismo barroco, o es ya expresión del mismo.

b) El humanismo ambiguo

En la segunda mitad del siglo XVII comienza a producirse en la América nuclear andina, no en las regiones periféricas, en particular la Amazónica donde subsistirán manifestaciones del huma-nismo renacentista, un cambio significativo. Toma cuerpo un nuevo humanismo en el que el suje-to expresivo reconocido y el sujeto que lo reconoce, son uno mismo. El hecho tiene relación dire-cta con un fenómeno social que habría de determinar en adelante todos los procesos vividos en las colonias españolas, el de una conformación de las clases sociales que con perfiles cada vez más netos se prolongaría casi idéntica hasta muy entrado el siglo XIX. Surge entonces un nuevo sujeto histórico que primero de modo tímido y ambiguo, y luego de manera franca, comenzaría a asumir el liderazgo de la sociedad de la época, la clase terrateniente criolla. La humanidad del indígena, que había sido la que dio el sentido profundo al humanismo renacentista americano, comenzó a ser desplazada por la afirmación de humanidad de un nuevo hombre, hasta llega a ser prácticamente olvidada. Los dos momentos de autorreconocimiento y de autoafirmación de este hombre, marcan en general los dos pasos siguientes del humanismo en nuestras tierras, el barroco y el ilustrado. El barroco será la expresión primera de un nuevo sujeto histórico que jugó ambi-guamente con las formas del ocultamiento y la manifestación. Todas las expresiones ciudadanas del humanismo renacentista muy pronto quedaron incorporadas a esta nueva ideología que se caracterizó precisamente, por ser eminentemente citadina. Fue, además, la época del barroco una etapa de contrastes violentos. La ciudad se distanció de la campaña que, a su vez perdió toda au-tonomía; la sorda puja entre “americanos” y “europeos” fue cobrando fuerza; los grupos interme-diarios mestizos, aliados a los terratenientes criollos, participaron vivamente de ese enfrentamien-to; a su vez, se produjo una acentuación en las diferencias de castas, como no se había conocido antes, que ponía distancias aun entre los grupos aliados ciudadanos; los primeros efectos de la decadencia económica general, no frenaron, por lo menos casi hasta inicios del siglo XVIII, el proceso del monumentalismo religioso que se había iniciado en la etapa anterior; la miseria de la plebe ciudadana, indígena, mestiza y blanca, hacía contraste con el boato y magnificencia de los templos; el enfrentamiento entre criollos y europeos [72] creció dentro de las ordenes religiosas, quebrando el equilibrio que se había pretendido imponer mediante la “ley de la alternativa” en el siglo XVII; el rígido estamentarismo que separaba las castas y que fortalecía a las clases sociales, aparecía constantemente quebrado por un fuerte impulso de ascenso social, visible claramente en la plebe blanca y la mestiza; la carencia del circulante monetario, que acabaría siendo crónica y que en la segunda mitad del siglo XVIII obligaría a regresar a formas de trueque, no impedía que los templos se cubrieran con el oro de las órdenes religiosas y de los terratenientes con sus cofra-días y capellanías, a pesar de la decadencia ya definitiva de la explotación minera; boato y es-plendor de los templos que contrastaba, como puede vérselo aún en nuestros días en la vieja ciu-dad de Quito, con la simplicidad y parquedad de la edificación ciudadana; riquezas manifiestas y ostentosas y tesoros escondidos en las arcas de una población civil que no llegó a tener presencia edilicia; en pocas palabras, esplendor y a su vez recato de las clases sociales altas, cuya fracción civil no pretendió la autonomía que las burguesías europeas habían comenzado a afirmar respecto de la Iglesia; y frente a ellas, miseria y humildad de los suburbios que fueron aumentando a los márgenes de la ciudad barroca donde el primitivo artesano indígena había sido reemplazado por un tipo de artesano mestizo, hombre ambiguo de la plebe incorporado al desarrollo de la ciudad monumental y ostentosa.

Contrastes violentos de una ciudad que sin embargo, se suponía inmóvil y en la que sus clases altas habían logrado que la plebe participara de las ilusiones de un orden que hiciera unidad de toda su abigarrada constitución. Contradicciones reprimidas por una voluntad, expresada en una cosmovisión integradora, de fuerte sentido religioso ritualista, dentro de la cual la imagen del monarca, más allá del repudio de que podían ser objeto sus administradores enviados de la Me-trópoli, iba adquiriendo un poder casi mítico y a su vez, vigentes de modo permanente en la vida cotidiana y jugadas de modo inevitable mediante la ambigüedad de las manifestaciones y el ocul-tamiento.

No es casual que las dos grandes alteraciones del orden ciudadano en Quito se hayan producido, la primera, en la etapa del humanismo renacentista, en 1592, con el “motín de las alcabalas”, úl-timo enfrentamiento entre los encomenderos y el poder real, y la otra, concluida ya la etapa del barroco, en 1765, y que fue la primera manifestación política de la clase criolla y los grupos mes-tizos aliados en contra de los administradores de la Corona, la “revolución de los estancos” cuan-do ya habían comenzado las primeras manifestaciones del humanismo ilustrado. Y otro tanto podríamos decir de los continuos motines campesinos indígenas, los que recién amenazarían que-brar seriamente la hegemonía de la ciudad sobre el campo en la América [73] nuclear andina, pasada ya la etapa del barroco, con el gran alzamiento fracasado de Túpac Amaru, en 1780.

Si la evangelización indígena había sido llevada adelante por los misioneros tratando de crear en la población nativa la conciencia de su situación de vasallos, con la que se justificaba el tributo y el trabajo compulsivo, ahora surgía un nuevo concepto de vasallaje que anticiparía la noción de ciudadano de la etapa del humanismo ilustrado. El nuevo sujeto del discurso humanista se sentía orgulloso de ser vasallo del Imperio, pero con la pretensión de gozar de un lugar dentro del régi-men de centralización aceptado. El vasallaje indígena equiparado por las Leyes de Indias al de todos los miembros “libres” de la monarquía, no era en verdad otra cosa que un estado servil mu-chas veces inferior al de la esclavitud. El nuevo vasallo americano, que participa de los ideales de la hidalguía, en el sentido social de ser “hijo de algo”, constituía parte de los beneficios del siste-ma colonial, aun cuando estuviera frenado en sus ambiciones de riqueza y de poder político por su misma situación colonial. No cabía otra respuesta que la búsqueda de una vía oblicua de ex-presión. Era necesario elaborar un discurso en el que todos los integrantes de la ciudad coincidie-ran, pero también en el que todos se reconocieran en sus diferencias y contrastes, que mostrara la superación de las contradicciones, utilizando esas mismas contradicciones. En pocas palabras, un discurso dinámico, y a su vez dialéctico. Este hecho explicaría la recepción creadora que tuvo el barroco en tierras americanas y en particular en algunas de sus regiones.

Si el discurso humanista se había expresado en cartas, en itinerarios para párrocos, en gramáticas indígenas, en ese tipo de sermón llano y amenazante que inició Montesinos y prolongó el lasca-sismo, en historias de la “destrucción” escrita con el mismo espíritu de las cartas, en biografías de misioneros y en la indispensables descripciones geográficas de la América marginal, necesarias para la tarea evangelizadora, el nuevo discurso habrá de ser eminentemente plástico, sin referen-cias a la humanidad indígena y al campo, y no ya escuetamente literario como había sido el ante-rior. Se producirá un cambio profundo expresado en la aparición de una nueva retórica que no sólo estaba destinada a cumplir otra función social, sino que buscó en relación con ella, nuevas vías expresivas mucho más ricas y complejas. Perdió la retórica aquella dignidad y jerarquía que la había convertido de una técnica del discurso en un verdadero saber de lo humano y regresó a ser, otra vez, una técnica, pero ahora con una serie de recursos ciertamente asombrosos. Primó sobre el significado, el significante o, si se quiere, se enriqueció de manera estupenda la materia-lidad de los signos a costa de sus valores semánticos que dejaron de pesar por sí mismos. Y a su vez, manifestaciones [74] de la alta cultura que no habían nacido con expresa intención signifi-cante, como podía ser la fachada de un templo manierista, de gusto renacentista tardío, se convir-tieron por obra del barroco en verdaderos textos con su clave de lectura. Tal es la diferencia que aún podemos ver entre la Iglesia de San Francisco de Quito, y la de la Compañía en la misma ciudad.

El juego permanente entre el decir y no decir, condujo a ejercer la voluntad de significación a través de un lujo exacerbado de lo simbólico, generando todas las formas posibles del lenguaje indirecto y renunciando de modo expreso al literalismo renacentista. La mayor audacia de esta nueva retórica tal vez no radique sin embargo en haber elaborado un discurso en el que el signifi-cante se llevaba la mayor parte, logrando de esta manera una de las formas más ideológicas del discurso, sino en su intento de integración deformas expresivas en el que la palabra del sermón, el sonido de la música sacra y el claro-oscuro del ambiente interior del templo, llegaron a constituir un todo orgánico y estructural. En efecto, no es posible comprender el púlpito churrigueresco, con su portavoz, sin el sermón culterano, en cuanto ambos constituían una sola unidad expresiva difícilmente reconstruible fuera de su época. De esta manera la ciudad barroca creó un lenguaje ciudadano que se alejó violentamente de las formas de lenguaje ordinario y provocó un hiato, imposible se salvar, entre las hablas de la plebe urbana y el lenguaje de la población indígena campesina. Con el barroco, el quichua perdió toda posibilidad de crecer como habla sacerdotal, por lo mismo que sólo el castellano, como idioma de la ciudad, pudo satisfacer por eso mismo las exigencias de las formas culteranas. Era esta, otra de las maneras cómo la ciudad, cerrando su control y dominio sobre el campo, le dio a su vez las espaldas. Si en 1551 Fray Domingo de San-to Tomás había encontrado más perfecto el quichua que el castellano, en 1685, una real cédula exigía la imposición del castellano a las poblaciones indígenas fundándose en que “ni aun en la más perfecta lengua de los indios se puede explicar bien y con propiedad los misterios de nuestra fe católica”. De esta manera, el latín, que había sido entendido dentro del trilingüismo como una lengua de cultura al igual que las demás, volvió a quedar encerrado dentro de los usos del saber escolástico. Se inició así la pérdida de la conciencia lingüística que había sido virtud definitoria del humanismo renacentista, y que no fue recuperada por la etapa posterior al barroco, la del humanismo ilustrado, por lo menos en lo que respecta a los idiomas indígenas americanos.

El barroco se sobrepuso como una esplendorosa y compleja fachada sobre una ciudad cuya es-tructura edilicia no lo era. El espíritu de la nueva mentalidad fue básicamente decorativo, aun cuando mediante la decoración se expresan sentimientos y ansias profundas del hombre religioso de la [75] época. Sobre los templos en los que todavía se ven las formas pesadas del románico y las formas más ligeras del gótico, se acumuló el texto barroco como una especie de cobertura vegetal de riquísimas manifestaciones estéticas. Nunca la colonia española había alcanzado un nivel semejante y nunca lo alcanzaría después. Decoración barroca por lo demás, en notable con-vivencia, con el gusto decorativo mudéjar, que era a su vez otra manifestación del espíritu refina-do en el que se intentó hacer desaparecer las estructuras arquitectónicas, especie de terror, como se ha dicho, ante las superficies desnudas y los espacios vacíos.

El espíritu del barroco había tenido su primera manifestación significativa en el campo de las letras con las poesías gongorinas de Jacinto de Evia, en 1675 y su culminación con la obra poéti-ca de Juan Bautista Aguirre hacia 1750, en quien es posible notar el paso de un primer barroco hacia formas que según unos son expresiones del rococó, y según otros, podrían ser tenidas ya por neoclásicas. En Aguirre, como ha sido señalado, quedó expresada de manera profunda la conciencia de temporalidad propia del dinamismo del discurso de la época. También en aquel año de 1675 hizo su aparición la columna salomónica, elemento decorativo que puede considerarse como una de las notas propias de la América nuclear andina así como el estípite lo es del barroco mexicano. El desarrollo helicoidal de aquella ha sido una de las más vivas manifestaciones plásti-cas de aquel dinamismo, expresado en las categorías de ocultamiento-manifestación y del claro-oscuro encarnadas en el movimiento del fuste. La generalización de la columna retorcida se pro-dujo ampliamente desde el 1700 en adelante. El retablo, otro de los elementos arquitectónico-decorativos más importantes del arte barroco, que alcanzó un esplendor que aún sigue siendo motivo de asombro, llegó a su culminación con el osado proyecto de usar sus leyes y modalida-des expresivas para la construcción de la fachada del célebre templo de la Compañía de Jesús, concluida en 1766 y cuyos retablos interiores se terminaron veinte años después.

Es un lugar comúnmente aceptado que el barroco, entendido como modalidad expresiva, fue par-te de la ideología de la Contrarreforma. Pareciera ser que la tesis puede ser sostenida respecto del barroco español, y por extensión, al de sus colonias en América. Hay sin embargo diferencias entre estas y la Metrópoli que conviene tener en cuenta. El movimiento de la contrarreforma, ge-nerado a partir del Concilio de Trento, concluido en 1563, le sirvió al Estado español para una lucha en dos frentes: uno de ellos, el europeo, en el que se jugaba su hegemonía en el Viejo Con-tinente; otro, el interno, que tenía como objeto su total unificación. El frente europeo cobraba todo su sentido ante la existencia del hecho mismo de la reforma y es este [76] uno de los aspec-tos que marcan precisamente una de las diferencias con el proceso americano en donde al no haberse dado una “reforma” y al haberse mantenido sólidamente la unidad religiosa, de hecho no tiene sentido hablar de una “contrarreforma”, por lo menos en este aspecto. En relación muy dire-cta con lo señalado se debe tener en cuenta asimismo la diferencia de intensidad con la que la Inquisición actuó dentro de la cultura americana, en donde las cosas no se daban de la misma manera que en España. El otro hecho que se debe tener presente es que tanto la cultura barroca como la Contrarreforma se desarrollaron en América y en particular en la Audiencia de Quito, cuando en España se había pasado a la etapa llamada de la “segunda Contrarreforma” en la que había perdido fuerza la problemática teológica, para adquirir importancia la teoría política, en particular la relativa a la naturaleza del Estado.

El peso de la ideología contrarreformista se jugó por tanto en América en relación con el segundo de los frentes citados, el de la consolidación interna del Estado, entendido como la organización jurídica de la “nación” española. Todo esto dentro de los ideales del “Príncipe cristiano” que ya habían sido anticipados en la etapa renacentista y como una respuesta conservadora frente al con-cepto de Estado natural y a la teoría de la “razón de Estado” generalizadas con el maquiavelismo. Las más importantes manifestaciones de estas teorías no se desarrollaron, sin embargo, en la eta-pa del barroco, sino que integraron la ideología política sobre la cual se organizó, más tarde, el humanismo ilustrado. Fue este maquiavelismo cuyas fuentes no estuvieron en los pensadores político españoles del siglo XVII, sino en las tesis de Voltaire y de Federico de Prusia.

El discurso del barroco no reflejó, pues, el problema de la ruptura religiosa, hecho inexistente como hemos dicho, si bien se organizó sobre la base de una evidente acentuación de la religiosi-dad en todos los niveles sociales, con los caracteres que les fueron propios, como expresión for-malista, ritualista y devocional. Se llevó a cabo una reformulación del discurso político anterior, el renacentista, reforzando aquellos aspectos del mismo que beneficiaban los ideales del absolu-tismo y eliminando lo que había tenido de contestatario y a la vez de utópico. Toda la época se caracterizó por una renuncia al derecho de resistencia que se había asimismo manifestado en la etapa anterior dentro de ciertas actitudes de sentido feudalizante, ahora debilitadas. Tan repudia-bles habían sido los encomenderos cuando se alzaron contra la monarquía española, como los misioneros de espíritu lascasiano que si bien apoyaron a esta última contra los primeros, promo-vieron la organización de comunidades indígenas que [77] entraban en conflicto con el sistema de extracción de riquezas. El nuevo discurso, tenía como objeto sentar las bases de un autoritarismo político mediante un acuerdo entre la monarquía y la Iglesia y a favor del fortalecimiento de las ciudades coloniales americanas, en las que el poder económico se encontraba en la clase criolla y las comunidades religiosas, integrantes ambos grupos de la clase terrateniente.

Así como se ha dicho que el barroco y la Contrarreforma son dos aspectos de un mismo proceso, es también lugar común afirmar que la Contrarreforma fue, de modo particular, la ideología de la Compañía de Jesús. Ahora bien, en la medida en que nuestro barroco se desarrolló históricamente en la etapa de la Segunda Contrarreforma, hecho posterior a la muerte de Francisco Suárez y pro-pio de la España del siglo XVII, la escolástica jesuítica desarrollada en América, tendió a morige-rar aquellas tesis suarecianas que pudieran afectar la doctrina de la potestas indirecta característi-ca precisamente de aquella última Contrarreforma. En efecto, no era tanto la tesis acerca del ori-gen de la soberanía, puesto por Suárez en el pueblo, la que afectaba a aquella doctrina, sino las tesis que establecían una diferencia metafísica y teológica entre el poder eclesiástico, de origen divino, y el poder temporal, con lo que la soberanía del monarca no solamente resultaba dismi-nuida en cuanto que era delegación de la soberanía del pueblo, sino que además era rebajada res-pecto del poder eclesiástico. Por donde aun cuando en el intento de armonizar al Estado absoluto y la Iglesia se había llegado a la tesis de una potestas de esta última de tipo “indirecto”, el equili-brio de poderes estaba lejos de haber alcanzado una fórmula estable.

Podríamos decir, aun cuando caigamos en una especie de tautología, que la respuesta fue típica-mente barroca. El saber escolástico jesuítico de la época, sin que pretendamos desconocer los avances que pudo alcanzar en otros campos, como el de la física, se desplazó manifiestamente hacia lo antropológico, acercándose de esta manera a las formas de lo que entendemos fue en general el discurso humanista. El eje sobre el que se produjo este desplazamiento pasó por la teo-logía moral y se expresó en la doctrina del probabilismo, que mucho tuvo que ver con la confor-mación de una escolástica ecléctica. De esta manera el saber escolástico de la época vino a refor-zar el discurso humanístico ambiguo y a expresarlo a su modo.

El probabilismo permitió ablandar las relaciones autoritarias generadas por el absolutismo políti-co, favoreciendo el fortalecimiento de la clase terrateniente hacendaria dentro de la cual la propia Compañía de Jesús era uno de los integrantes económicamente más poderoso. Y lógicamente favoreció el ascenso de la clase criolla y junto con ella la de los grupos mestizos que actuaban como sus aliados, en contra de la población campesina indígena. [78] Pero, al mismo tiempo, en un juego constante de ambigüedad, ayudó vigorosamente al establecimiento de una sociedad ver-ticalista que frenaba aquellos impulsos de ascenso social mencionados.

La expulsión de la Compañía de Jesús en 1767 se produjo cuando la Contrarreforma con el senti-do que tuvo en América había llegado ya a un agotamiento y surgieron las últimas manifestacio-nes ciertamente tardías del barroco. No es casual que la fachada de la Iglesia de la Compañía, lo más acabado del barroco quiteño, se construyera un año antes de aquel hecho. La Contrarreforma, como ideología jesuita, más allá de las respuestas prudentes del probabilismo moral y sus pro-yecciones políticas con las que se revistió en su última etapa, habían llevado a una crisis de la noción de Estado, eje teórico de aquella ideología, al crear en sus tierras americanas un verdadero “estado dentro de un estado”. El probabilismo se hizo doctrina sospechosa, hecho que se daría en la etapa del humanismo ilustrado conjuntamente con un antiprobabilismo de espíritu jansenizan-te. El regalismo, como la respuesta ideológica del poder de la corona frente al poder eclesiástico, marcaría asimismo los cauces dentro de los cuales la clase terrateniente criolla recibiría los bene-ficios de la expulsión de los jesuitas, al ponerse a remate todos los cuantiosos bienes de estos que pasaron a sus manos.

El humanismo barroco fue el modo como un hombre americano se abrió camino por primera vez a su propia realidad, captándola profundamente en sus contrastes y expresándola de manera di-námica. Suponía esto una coincidencia de temporalidad vivida desde el punto de vista religioso, como una tensión entre lo temporal y lo eterno, entre el pecado y la salvación y, desde el punto de vista social, entre el ocultamiento y la manifestación, en un juego en el que la autoafirmación y el autorreconocimiento tenían como condición de posibilidad la unidad colonial hispánica. Eran los primeros pasos de una nueva clase social posibles únicamente en la ambigüedad.

c) El humanismo emergente

El paso de la monarquía austracista a la borbónica, en 1700, abrió un proceso en las colonias americanas que fue profundizando la dependencia y ahondando la depresión económica, sobre la base de una serie de medidas administrativas de espíritu centralista. El Estado tributario alcanzó con estos hechos su máxima expresión asegurando una extracción de riquezas que conduciría a algunas regiones coloniales a una situación de deterioro económico que alcanzó hasta las clases altas de la sociedad americana. El fenómeno adquirió toda su fuerza ya de modo alarmante al promediar el siglo XVIII y a fines de este había conducido a situaciones desesperantes. La pobla-ción más [79] castigada fue lógicamente la que integraba las clases bajas, en particular, el campe-sinado indígena. Manifestación de esta situación fue precisamente el gran alzamiento de Túpac Amaru, en 1780, sin contar innúmeros otros alzamientos anteriores que se fueron sucediendo en la época. También lo fue el alzamiento criollo-mestizo provocado por el establecimiento de nue-vos estancos en la ciudad de Quito, en 1765, del que ya hicimos referencia. Por otra parte se hab-ía pasado de modo abierto a un nuevo sistema de explotación, organizado sobre la base de la hacienda y el ya casi abandonado sistema de control de la población campesina, la encomienda, había sido sustituido por la organización de parroquias dependientes del gobierno eclesiástico secular. La expropiación violenta de las tierras de las comunidades campesinas y el trabajo en las haciendas con el nuevo sistema de “concertaje” acabó con la autonomía relativa de los pueblos indígenas. Agregóse a esto el remate de los llamados “obrajes de comunidad”, con el pretexto de que administrada la producción textil por los mismos indígenas resultaban poco rentables, hecho que incidió asimismo en la pérdida de aquella autonomía. De esta manera puede decirse que to-dos los niveles sociales sufrieron las consecuencias de la recuperación económica de la Metrópoli que había desplazado la decadencia a sus colonias.

En las ciudades también se dejó sentir el fenómeno. El monumentalismo quedó definitivamente frenado, y de la misma manera todo el proceso decorativo barroco con el que había culminado. No hubo una arquitectura ciudadana que expresara la nueva época como había sucedido en la etapa anterior de modo tan notable. La pobreza del neoclásico, su escaso desarrollo en este aspec-to, es una prueba manifiesta.

Lógicamente todos estos hechos acentuaron los contrastes de los que había sido expresión el humanismo barroco, convirtiéndose ahora en verdaderas contradicciones de carácter antagónico. El enfrentamiento entre criollos y españoles se profundizó y otro tanto ha de decirse del enfren-tamiento entre la ciudad y el campo, entre el vasallo privilegiado y sus sectores sociales allegados y el vasallo servil, el indígena.

Como expresión de esta situación general comenzaría a tomar cuerpo en la segunda mitad del siglo XVIII una nueva formulación del pensamiento humanista. El sujeto que le dio forma no era sin embargo el mismo. Lógicamente la aristocracia terrateniente criolla mantuvo la hegemonía en el nuevo proceso, pero a su lado se había consolidado otro tipo de hombre como consecuencia del fenómeno de ascenso social que se había mantenido de forma constante. En efecto, el mestizo había logrado romper barreras sociales y se había incorporado en el mundo de las profesiones tanto civiles como eclesiásticas. Provenía este tipo humano generalmente de los grupos artesana-les [80] ciudadanos, aquellos que en la etapa del barroco habían reemplazado a los artesanos in-dígenas de la primitiva etapa renacentista. Siempre el sujeto del discurso humanista sería eminen-temente ciudadano, como sucedió en la época del barroco, pero ahora su discurso dejará de mo-verse dentro de los términos de la ambigüedad, para pasar a formas expresivas directas. De ahí que el nuevo humanismo se nos presente como manifestación emergente y surja una formulación del saber retórico de distinto signo.

En líneas generales, el humanismo ilustrado se presentó como un regreso a posiciones y fuentes que habían tenido vigencia en la etapa del humanismo renacentista. En otros aspectos, sería la normal continuación de actitudes establecidas en el período barroco. La ideología de la unidad imperial dentro de la que se había sentido instalado este hombre, comenzó a sufrir un proceso de altibajos. Como consecuencia de los hechos sociales y económicos coloniales, se regresó a los ideales del autonomismo de la primera época, pero lógicamente, no ya dentro de formulaciones semifeudales, sino claramente relacionadas con el despertar de las primeras manifestaciones de una conciencia burguesa; y como consecuencia de hechos acaecidos a nivel mundial, en particu-lar los de la Revolución Francesa, aquel autonomismo no fue visto como incompatible con una reformulación de una monarquía absoluta. El hecho se explica por el carácter francamente anti-popular y aristocrático del humanismo ilustrado, sobre todo si lo consideramos desde el punto de vista de las relaciones entre la ciudad y el campo, espíritu que era compartido por la fracción mestiza aliada a la clase terrateniente. Surgirían al mismo tiempo las primeras manifestaciones de un pensamiento liberal dadas dentro de un reformismo que no pretendió quebrar los principios del mercantilismo imperante. El crecimiento económico de nuevas litorales marítimas, tal el caso de Guayaquil, que no habían tenido mayor incidencia sobre la conformación de las posiciones ideológicas imperantes en las etapas anteriores, la renacentista y la barroca, coincidió todo el pro-ceso favoreciendo aquel reformismo de espíritu liberal que hemos mencionado.

La posición antipopular y aristocratizante prolongó y aun profundizó el desconocimiento y recha-zo de las formas culturales de la población indígena. El espíritu misionero quedó relegado a la periferia y al mismo tiempo perdió impulso, hecho que fue concomitante con el abandono de las regiones amazónicas y que habría de caracterizar a todo el siglo XIX. Las universidades monaca-les habían entrado ya en crisis en la primera mitad del siglo XVIII y la de los jesuitas, la de San Gregorio, posiblemente la única que se mantenía vigorosa, fue cerrada cuando se produjo la ex-pulsión de la orden. Bien pronto, en 1788, el Estado se hizo cargo de la enseñanza universitaria, eliminando las antiguas universidades eclesiásticas en las que de alguna [81] manera se había mantenido el antiguo espíritu misionero, creando la primera universidad “pública”, la de Santo Tomás. En sus planes de estudio no se mantuvo la cátedra de quichua, por otra parte, hacía tiem-po había perdido toda presencia.

La conciencia lingüística tomó nuevo curso. Respecto de las lenguas indígenas se profundizó su pérdida podríamos decir ya definitivamente hasta nuestros días. Mas, la exigencia de alcanzar una forma discursiva que fuera expresión de la clase social emergente, condujo al intento de depurar el discurso barroco regresando al literalismo del que habían hablado los humanistas del Renaci-miento. Era necesario un lenguaje directo y para eso no había otro camino que enfrentar la retóri-ca barroca destruyéndola en su misma base mediante una nueva teoría de la palabra. De esta ma-nera se produjo un renacer de la critica, con los alcances que vimos páginas atrás y la postulación, del mismo modo, de un deseo de regreso al trilingüismo ahora entendido como la conjunción de tres lenguas de culturas tradicionales en el mundo hispánico: el latín, el griego y el castellano.

Paralelamente con aquel intento de depuración de la palabra, tan osado como el proyecto barroco, reaparecieron formas de pensamiento utópico y se volvió a hablar de Tomás Moro, así como del lenguaje se había regresado al olvidado Erasmo. El mismo intento de depuración que hemos mencionado era uno de los tantos aspectos de ese utopismo, apagado durante la época barroca en la que a la palabra no se le exigió un imposible, sino que se pretendió, por el contrario, abrirle las puertas de modo ilimitado a sus posibilidades. El regreso al cristianismo primitivo y a los Padres de la Iglesia que fue otra de las expresiones del pensamiento utópico, significaba también un vol-ver a posiciones características del humanismo de la primera época, se diferenció de este por la atmósfera jansenista con que se produjo.

Con la ilustración el antiguo vasallo comenzó a autodenominarse “ciudadano”, palabra que como sabemos introdujo Jovellanos en nuestro idioma. La noción de “ciudadanía” suponía un cambio profundo del concepto de “república”, antigua y clásica palabra de la filosofía política. Comenzó lentamente a generarse una contradicción entre “súbdito” y “ciudadano” que acabaría poniendo en crisis el problema mismo del origen de la soberanía y del poder político. Por otra parte, este “ciudadano” en la medida que fue el hombre de letras e hizo profesión de ellas, se apartó de la clásica dependencia respecto de las instituciones de tipo universitario. Apareció un personaje en alguna medida semejante al “letrado” que había sido el motor del pensamiento humanista en los siglos XV y XVI en España. Este intelectual no académico estaba nucleado en grupos privados integrados por aristócratas [82] de la clase terrateniente criolla y profesionales mestizos de origen plebeyo que habían podido llegar a la posesión de una cultura literaria. Al margen de la iniciativa real proveniente de la Metrópoli, en la época de Carlos III, fueron esos grupos los principales y más entusiastas promotores de las célebres “sociedades económicas de amigos del país”. Y fue alrededor del movimiento que impulsó a estas instituciones y el que ellas por su parte intensifica-ron, donde surgieron los primeros escritos de carácter económico-social que sentaron las bases histórico-críticas sobre las cuales, más tarde, se ejercería el derecho de resistencia.

La conciencia de temporalidad tan agudamente vivida por algunos escritores del barroco –conciencia que forma parte de la concepción barroca del mundo y de la vida– habrá de orientarse en la etapa del humanismo ilustrado hacia una forma de conciencia histórica. Ello hizo posible el nacimiento de la historiografía asumida en adelante como tarea imprescindible del hombre ame-ricano. La Historia del Reino de Quito, escrita por Juan de Velasco en 1788 es sin duda es el más importante documento de este hecho, así como los escritos económicos de Eugenio de Santa Cruz y Espejo lo fueron del antes mencionado. Por otra parte, esa conciencia se dio ya clara y decidi-damente como ideología americanista, la que serviría de herramienta en la lucha decisiva contra la “calumnia de América” sostenida por tantos escritores españoles y de otros países europeos que se hicieron eco de ella. Podríamos decir que con hombres ilustrados como Velasco tuvo sus inicios entre nosotros el americanismo como una efectiva forma de autoconciencia y autorreco-nocimiento del nuevo hombre.

El humanismo ilustrado fue, además, tal como dijimos en un comienzo, una de las formas que tomó el humanismo cristiano hispanoamericano. Si bien la noción de “ciudadano” traía consigo una cierta secularización, esta no llegó a quebrar, por lo menos en la segunda mitad del siglo XVIII, ideales sociales y políticos que tenían sus fuentes en la tradición cristiana y más aún, cató-lica. Las fuentes francesas del humanismo ilustrado muestran además una pervivencia de autores que corresponden al barroco francés: Bouhours, Bossuet, Pascal, y de la violenta polémica contra el probabilismo jesuita se inspiró directamente en este último, en relación con el desarrollo de lo que denominó el “jansenismo” español. Por otra parte, la filosofía política muestra la pervivencia de otros aspectos que corresponden a la etapa anterior, si bien adecuadas a los nuevos tiempos, en la medida que se desarrolló en general aquella sobre la problemática del “Príncipe cristiano” en la polémica contra el maquiavelismo. Los nuevos matices de este ya los señalamos páginas atrás. De esta manera, el humanismo ilustrado no se aparece estableciendo una ruptura con las etapas anteriores del humanismo, sino como una [83] reformulación de los temas que venían ya consa-grados desde la etapa renacentista. Por otra parte, las noticias que llegaron de América sobre los acontecimientos del Terror, frenaron de modo muy fuerte la recepción de las doctrinas de la En-ciclopedia, dado el carácter aristocrático y antipopular que tuvo el humanismo ilustrado en la mayoría de sus representantes temerosos siempre de que se generara entre nosotros formas del jacobinismo.

La lectura y admiración que hubo por Voltaire no debe hacernos olvidar el aristocratismo del célebre autor francés. La radicalización del pensamiento ilustrado se presentó, pues, como un hecho tardío y como una segunda etapa del mismo, correspondiente ya al siglo XIX.

Por último, cabría decir dos palabras sobre las conexiones entre el humanismo ilustrado y la esco-lástica. Podríamos decir que nuestra ilustración, por lo menos en su primera etapa no hizo profe-sión violenta de antiescolasticismo, excepción hecha de su polémica contra la teología moral y ciertas costumbres aberrantes generalizadas en las escuelas. Las razones tal vez se encuentren en la pérdida de poder de las antiguas universidades monacales, disueltas en la segunda mitad del siglo XVIII, tal como dijimos y en las modalidades que había adoptado la escolástica que le fue contemporánea. El humanismo renacentista se desarrollo paralelamente a la escolástica pretriden-tina; el barroco, por su parte, coincidió con el desarrollo de la escolástica tridentina y término históricamente junto con ella. La escolástica coetánea con el humanismo ilustrado fue decidida-mente ecléctica y modernizante. Como consecuencia de este hecho podríamos decir que así como el discurso barroco se aproximó al espíritu trascendentalista de la escolástica de su tiempo, en la época ilustrada se produjo el fenómeno inverso, el de la aproximación de la escolástica ecléctica al discurso humanista. El hecho pareciera estar probado por la introducción dentro de los inter-eses de los escolásticos de la época de la problemática americana que ha llevado a afirmar que esta escolástica puede ser considerada como una de las primeras manifestaciones, dentro de este tipo de enseñanza y de saber, de un pensamiento latinoamericano.

El humanismo ilustrado, dadas las circunstancias sociales y económicas que comentamos páginas atrás, puede ser considerado como un pensamiento de la decadencia, cosa que se ha dicho del barroco español. Más, de ninguna manera podría ser entendido como un pensamiento decadente. Las formas de misología y misantropía que podrían señalarse en la etapa del barroco, no podrían de ninguna manera atribuirse a las manifestaciones de la ilustración como forma de humanismo emergente.

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