INTRODUCCIÓN
El presente trabajo pretende plantear, con un carácter predominantemente hipotético y a los efectos de la discusión, un conjunto de cuestiones relativas al poder y sus formas -de ejercicio y al papel de la educación en su producción y re-producción; por ende, se aboca al análisis de la escuela como lugar de ejercicio de una forma particular y específica de «micropoder» y de luchas también específicas y particulares por el mismo.
Partimos, para estos desarrollos, de la lectura crítica de algunas obras de Michel Foucault, y ello por algunas razones que queremos exponer brevemente: en primer lugar porque si bien Foucault no ha tratado de forma particular la problemática educativa, ésta se hace presente en todos aquellos de sus trabajos en que se desarrollan aspectos particulares de la «tecnología del poder» (castigo, vigilancia, el «panóptico», etcétera); luego, porque en estos trabajos ha planteado de manera original y nueva una serie de cuestiones más que pertinentes para la problemática que aquí queremos desarrollar pero que, al mismo tiempo, contienen lo que desde nuestra perspectiva constituyen importantes errores que pueden invalidar aportes y encaminar las luchas por rumbos ineficaces o improductivos; por último, y atendiendo a las observaciones del punto anterior, por el valor creciente que se le adjudica desde hace ya varios años a la obra de este autor (muy particularmente en algunos medios anarquistas y libertarios que parecen haber encontrado en Michel Foucault un nuevo teórico de sus posiciones).
En lo que sigue, pues, haremos primero una breve exposición de aquellos conceptos de Foucault que se vinculan más estrechamente con la problemática que aquí queremos desarrollar; luego, intentaremos una crítica de esos mismos conceptos con el fin de recuperar lo que en ellos nos parece relevante; por último, trataremos de exponer nuestros propios puntos de vista respecto a la escuela como lugar de desarrollo de estrategias y tácticas específicas en la lucha contra el poder.
LA PROBLEMÁTICA DEL PODER EN LA OBRA DE MICHEL FOUCAULT
Foucault comienza rechazando las pretensiones de lo que llama «teorías totalitarias», a las que, a pesar de reconocerles algunos méritos —en particular cuando se trata del psicoanálisis o del marxismo—[1] adjudica un «efecto inhibitorio».[2]
A diferencia de esas teorías globales, y contra ellas, propondrá Foucault el desarrollo de teorías localizadas, regionales, particulares. «El papel de la teoría hoy me parece ser justamente éste: no formular la sistematicidad global que hace encajar todo; sino analizar la especificidad de los mecanismos de poder, percibir las relaciones, las extensiones, edificar avanzando gradualmente un saber estratégico.[3]
La «teoría» no constituye sino «una caja de herramientas”,[4]se trata de construir no un sistema sino un instrumento» y «esta búsqueda no puede hacerse más que gradualmente, a partir de una reflexión [ … ] sobre situaciones dadas».[5]
Al respecto precisara. Se ha desarrollado así lo que podría llamarse una genealogía o más bien investigaciones genealógicas múltiples, re-descubrimientos del conjunto de la lucha y la memoria directa de los enfrentamientos:[6]
Y esta genealogía, en tanto que acoplamiento del saber erudito y del saber de la gente, no sólo ha sido posible sino que además pudo intentarse con una condición: que fuese eliminada la tiranía de los discursos globalizantes con su jerarquía y con todos los privilegios de la vanguardia teórica.[7]
La genealogía sería pues oposición a los proyectos de una inscripción de los saberes en la jerarquía de poder propia de la ciencia, una especie de tentativa para liberar los saberes históricos del sometimiento, es decir, hacerlos capaces de oposición y de lucha contra la coacción de un discurso teórico, unitario, formal y científico.[8]
Se tratará entonces, para la problemática que ahora nos concierne e interesa, de hacer una «genealogía del poder» o tal vez de los poderes específicos y particulares tal como se expresan y realizan en los particulares sitios (aparatos, instituciones, etcétera) en que se materializan.
Veamos cómo expresa Foucault este programa de trabajo. En su entrevista con Gilles Deleuze dice: nuestra dificultad para encontrar las formas de lucha adecuadas, ¿no proviene de que ignoramos todavía en que consiste el poder? Después de todo ha sido necesario llegar al siglo xix para saber lo que era la explotación, pero no se sabe quizá siempre qué es el poder. Y Marx y Freud no son quizá suficiente para ayudarnos a conocer esta cosa tan enigmática [ … ].[9]
No acepta que esta problemática pueda reducirse a la teoría del Estado —»pues el análisis tradicional de los aparatos de Estado _no agota sin duda el campo del ejercicio y del funcionamiento del poder»—, ni que el poder pueda remitirse directamente a los intereses de una clase («dirigente», «dominante»); Foucault dice que «sería necesario saber bien hasta dónde se ejerce el poder, por qué conexiones y hasta qué instancias, ínfimas con frecuencia, de jerarquía, de control, de vigilancia, de prohibiciones, de sujeciones».[10]
Porque no se trata en la lucha contra el poder de una estrategia global —nuevamente el rechazo de toda posible «totalización»—sino de que «cada lucha se desarrolla alrededor de un centro particular del poder (uno de esos innumerables pequeños focos que van desde un jefecillo, un guarda de viviendas populares, un director de prisiones, un juez, un responsable sindical, hasta un redactor jefe de un periódico)»[11]
Intentando responder de manera global a una pregunta sobre su concepción del poder, Foucault sintetiza:
Sugeriría más bien (pero son hipótesis a confirmar): Que el poder es coextensivo al cuerpo social; no existen entre las mallas de su red playas de libertades elementales; Que las relaciones de poder están imbricadas en otros tipos de relación (de producción, de alianza, de familia, de sexualidad) donde juegan un papel a la vez condicionante y condicionado; Que dichas relaciones no obedecen a la sola forma de la prohibición y del castigo, sino que son multiformes; Que su entrecruzamiento esboza hechos generales de dominación; que esta dominación se organiza en una estrategia más o menos coherente y unitaria; que los procedimientos dispersos, heteromorfos y locales de poder son reajustados, reforzados, transformados por estas estrategias globales y todo ello coexiste con numerosos fenómenos de inercia, de desniveles, de resistencias; que no conviene pues partir de un hecho primero y masivo de dominación (una estructura binaria compuesta de «dominantes» y «dominados») sino más bien de una producción multiforme de relaciones de dominación que son parcialmente integrales en estrategias de conjunto; Que las relaciones de poder «sirven» en efecto, pero no porque están «al servicio» de un interés económico primigenio, sino porque pueden ser utilizadas en las estrategias; Que no existen relaciones de poder sin resistencia; que éstas son más reales y eficaces cuando se forman allí mismo donde se ejercen las relaciones de poder; la resistencia al poder no tiene que venir de fuera para ser real, pero tampoco está atrapada por ser la compatriota del poder. Existe porque está allí donde el poder está: es pues como él, múltiple e integrable en estrategias globales.[12]
Con estas proposiciones generales («hipótesis»), sobre las que volveremos más adelante para un análisis más detallado, Foucault encara lo que considera una cuestión esencial: los desarrollos y cambios en la «tecnología del poder».
Desde la historia de la locura en la Edad Clásica (FCE, México,
1977), pasando por El nacimiento de la clínica (Siglo XXI, México, 1966), hasta y sobre todo Vigilar y castigar (Siglo XXI, México, 1977) observamos esa «arqueología» de las técnicas de ejercicio del poder que desembocan, para Foucault, en la sociedad panóptica«[13] en que la «vigilancia» se universaliza y se hace omnipresente.
Para terminar esta apretada síntesis de aquellos conceptos de Foucault más relacionados con nuestra problemática, expondremos ahora su concepción del intelectual actual y de sus luchas en su ámbito de operación específico, en particular los aparatos educativos y la universidad.
Con respecto de las «microluchas» que se desarrollan contra estos «micropoderes» en sus ámbitos específicos, dirá en su entrevista con Deleuze[14] que si los niños consiguen que se oigan sus protestas en una maternal o incluso simplemente sus preguntas, esto sería suficiente para producir una explosión en el conjunto del sistema de enseñanza: verdaderamente este sistema en que vivimos no puede soportar nada; de ahí su fragilidad radical en cada punto, al mismo tiempo que su fuerza de represión global.
Es decir, en la sociedad actual, dada su organización y características, la lucha contra la dominación debe realizarse en cada lugar particular según la propia especificidad; estas luchas singulares, sin embargo, tendrán consecuencias para el sistema en su conjunto por la unificación que la estrategia dominante —y no la de quienes luchan contra ella— realiza del conjunto heterogéneo de los micropoderes en la sociedad.
Para Foucault las características del intelectual, de sus formas de inserción en la sociedad y de sus luchas han cambiado sustancialmente. Así, puede decir:
Durante mucho tiempo el intelectual llamado «de izquierda» ha tomado la palabra y se ha visto reconocer el derecho de hablar en tanto que maestro de la verdad y de la justicia [ … ] Hace ya bastantes años que no se le pide al intelectual que juegue este papel. Un nuevo modo de «ligazón entre la teoría y la práctica» se ha constituido. Los intelectuales se han habituado a trabajar no en el «universal», en el «ejemplar», en el «justo-y-verdadero-para-todos», sino en sectores específicos, en puntos precisos en los que los situaban sus condiciones de trabajo o sus condiciones de vida (la vivienda, el hospital, el manicomio, el laboratorio, la universidad, las relaciones familiares o sexuales).[15]
Para Foucault el intelectual «específico» ha terminado por sustituir en el mundo actual al intelectual «universal»; y este intelectual específico no deriva del «jurista-notable» sino del «sabio-experto».[16]
De este modo, el intelectual «específico», actuando dentro de su ámbito particular y de acuerdo a su especialidad —y ello independientemente de cualquier pro-y esto estratégico global— cumpliría, entonces sí, un papel en el trastocamiento del sistema de poder”[17]
Y la universidad constituye en ese sentido un sitio de particular significación; pues, como sostiene Foucault este proceso explica que si el escritor tiende a desaparecer como figura de proa, el profesor y la universidad aparecen no quizá como elementos principales sino como «ejes de transmisión», puntos privilegiados de cruzamiento. Que la universidad y la enseñanza se hayan convertido en regiones políticamente ultrasensibles, la razón es sin duda ésta.
Y lo que se llama crisis de la universidad no debe ser interpretada como pérdida de fuerza sino por el contrario como multiplicación y esfuerzo de sus efectos de poder en medio de un conjunto multiforme de intelectuales que prácticamente todos pasan por ella y se refieren a ella.[18]
Y esta lucha del intelectual contra el «micropoder» específico al que se halla sometido, hace referencia ante todo y principalmente a la lucha en torno a la verdad. Pero entendiendo por verdad no «el conjunto de cosas verdaderas que hay que descubrir o hacer aceptar sino el conjunto de reglas según las cuales se discrimina lo verdadero de lo falso y se ligan a lo verdadero, efectos políticos de poder».[19]
En cuanto a la verdad, dice, lo importante, creo, es que la verdad no está fuera del poder ni sin poder (no, a pesar de un mito, del que sería preciso reconstruir la historia y las funciones, la recompensa de los espíritus libres, el hijo de largas soledades, el privilegio de aquellos que han sabido emanciparse). La verdad es de este mundo; está producida aquí gracias a múltiples imposiciones. Tiene aquí efectos reglamentados de poder.
Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su «política general de verdad»: es decir, los tipos de discursos que ella acoge y hace funcionar como verdaderos; los mecanismos y las instancias que permiten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la manera de sancionar unos y otros; las técnicas y procedimientos que son valorizados para la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos encargados de decir qué es lo que funciona como verdad.[20]
Por todo ello, las luchas en torno a la verdad implican para el intelectual un problema político fundamental que no es criticar los contenidos ideológicos que estarían ligados a la ciencia, o de hacer de tal suerte que su práctica científica esté acompañada de una ideología justa. Es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad. El problema no es «cambiar» la conciencia de la gente o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de la producción de la verdad.[21]
Y esto sería tanto más así por la concepción que Foucault ha expuesto del sistema educativo. «¿Qué es después de todo un sistema de enseñanza sino una ritualización del habla? sino una cualificación y una fijación de las funciones de los sujetos que hablan; sino la constitución de un grupo doctrinal cuando menos difuso; sino una distribución y una adecuación del discurso con sus poderes y saberes”[22]
La lucha, entonces, estaría dirigida hacia la transformación de este «grupo doctrinal», hacia la constitución de un nuevo régimen político en la educación.
EL MARXISMO VULGAR Y LAS MICROLUCHAS
¿Historia o genealogía? ¿o genealogía e historia? Creemos que esto constituye un punto crítico.
Entendemos bien contra quién se dirige la crítica de Foucault; se trata de superar algunas concepciones aún persistentes en lo que más de una vez ha sido denominado el «marxismo vulgar» y que el supuesto proceso de «desestalinización» ha dejado vigentes. Entendemos perfectamente su rechazo a cierta «historia» que reduce el decurso de una multitud de procesos singulares a una sucesión única y necesaria de algunos pocos modos de producción.[23]
Y entendemos también su rechazo a un uso abstracto, formalista y dogmático de lo que llama la «lógica de la contradicción». Pero ¿por qué el rechazo a ese «marxismo vulgar» ha de ser un rechazo in tuto de todos los aportes de esa concepción más allá de la elucidación de la explotación (a la que Foucault reconoce su valor) ? ¿Por qué el rechazo de «cierta historia» o «cierta interpretación de la historia» debe implicar el abandono de la búsqueda de un sentido a la historia y condenarnos a la arqueología, al estudio infinito de las «genealogías» particulares? ¿Por qué el rechazo a la «lógica de la contradicción», en su uso dogmático, ha de llevarnos a adoptar una «lógica del conflicto» en la mejor tradición de la sociología anglosajona como, por ejemplo, en Lewis Coser?
Estamos de acuerdo con Foucault en sus críticas a todo reduccionismo como método de explicación. Ni «el capitalismo» para explicar hasta los elementos más singulares y específicos de cualquiera de nuestras sociedades, ni la «burguesía» para interpretación del sentido, o los sentidos, que asume la dominación en las mismas, constituyen categorías explicativas suficientes.
Pero eso no significa que la explicación sólo pueda hallarse en la «genealogía» de los microprocesos; no se trata de sustituir una macroscopía banal por una microscopía miope, que sólo lograría aislarnos de los procesos globales dentro de los que se insertan los procesos singulares y específicos. Lo general no debe constituir una negación de lo particular y específico y viceversa; sólo la complementariedad de ambas perspectivas —y lo que llamaba Marx el «tránsito de lo general-abstracto a lo particular-específico» como método— ha de permitirnos simultáneamente interpretar los procesos —macro y micro—, actuar en la coyuntura singular —que es donde siempre se actúa, quiéralo o no— y poder conocer el significado actual y potencial de nuestra acción.
No son éstos sin embargo —como tampoco sus frecuentes inconsistencias metateóricas, plano en que lo vemos oscilando entre un empirismo descriptivo, el formalismo de las «estructuras latentes» (como aquélla que organizaría más allá de los “intereses de clase» pero favoreciéndolos (al conjunto infinito de micropoderes que se ejercen en la sociedad), y la interpretación funcionalista de los procesos— los puntos que hallamos débiles y criticables en las proposiciones de Foucault; lo es aún más cuando trata específicamente la problemática del Estado, el poder, la dominación.
A esto queremos referirnos ahora con algún detalle. Es en un punto donde las carencias de Foucault se expresan más claramente: en la problemática del Estado, el poder, la dominación. Foucault se pregunta, dialogando con Deleuze, si gran parte de nuestros actuales problemas y dificultades no derivan «de que ignoramos todavía en qué consiste el poder» y de que nuestra concepción del Estado sigue siendo subsidiaria de la clásica concepción jurídica del mismo.
Aceptando que la problemática del poder —como muchas otras concernientes a las sociedades humanas— está aún lejos de haberse agotado, sin embargo los análisis teóricos y las prácticas revolucionarias de diverso tipo han echado nuevas luces sobre la misma que, curiosamente, un extraordinario erudito como Foucault pareciera no conocer.
¿Y no debiéramos decir lo mismo respecto a lo que podríamos denominar la «teoría del Estado»? Cuando Foucault pretende criticar la concepción del Estado en el marxismo no parece que sus conocimientos vayan más allá del primer Lenin, de la concepción del Estado como aparato represor.
Debiéramos recordarle a nuestro autor — pues seguramente ha de saberlo—que ya hacia la segunda mitad de los años 20 Antonio Gramsci había ampliado notablemente aquel enfoque, al desarrollar su concepción de la hegemonía y de la constitución, en el Estado capitalista moderno, de «una poderosa línea de trincheras en la sociedad (las instituciones de la sociedad civil, los aparatos hegemónicos)» que lo defienden de «cualquier temblor del Estado».[24]
Y en esta línea los desarrollos posteriores de L. Althusser y N. Poulantzas sobre los llamados Aparatos Ideológicos de Estado, las polémicas en Italia (Cerroni et alia), Ralph Milliband en Inglaterra, E. Alvater en Alemania, etcétera, etcétera.
Que el poder «es coextensivo al cuerpo social», «que las relaciones de poder están imbricadas en otros tipos de relación», tales nociones estaban ya presentes en los desarrollos de Gramsci, y en sus concepciones de las relaciones entre Estado y sociedad civil.[25]
¿Dónde se originan estas dificultades de Foucault que lo llevan —a un erudito de su talla que se avergonzaría de citar erróneamente las palabras de un monje solitario del siglo XVII-a olvidar cuestiones elementales y caricaturizar concepciones para facilitar su crítica? Creemos encontrarlas en sus esfuerzos conscientes e inconscientes por «superar al marxismo» ofreciendo una alternativa al pensamiento contemporáneo. Y, entre esos «olvidos» o recuerdos parciales tergiversados está el del papel de las clases y la lucha de clases en el marxismo.
Porque para Foucault las luchas de nuestra sociedad, las luchas «significativas», son aquellas que se desarrollan «alrededor de un centro particular de poder (uno de esos innumerables focos que van desde un jefecillo, un guarda de viviendas, un director de prisiones, un juez, un responsable sindical, hasta un redactor jefe de un periódico» a esto ha quedado reducida la lucha de clases en la «teoría» («teorías») de Michel Foucault, a la heroica lucha de un escribiente con su jefe en una oficina pública. Es cierto que todas las luchas sociales no son directamente reductibles a la lucha de clases, al menos a las luchas que enfrentan las clases fundamentales de nuestra sociedad, como las luchas de los movimientos feministas.
Pero ¿cómo entender el significado de esas luchas específicas, de sus perspectivas, de sus posibilidades, sin remitirse al contexto mayor de la lucha de clases; cómo entender la situación de la mujer fuera del contexto de las clases generadas por la sociedad capitalista en sus desarrollos actuales? ¿Y los homosexuales? ¿Y los artistas?
Creemos que el problema no está solamente en diferenciar para hallar la especificidad de las mismas ni en reducir y diluir esta especificidad en el contexto mayor, sino en buscar conexiones, articulaciones, que nos permitan no sólo interpretar sino actuar con eficacia.
¿Y los intelectuales? Foucault tiene una especial preocupación por ellos. Y tiene además importantes observaciones que se vierten en su entrevista con Deleuze. Foucault observa que el carácter del intelectual notablemente en la sociedad contemporánea, donde el «jurista-notable» y el «escritor» han sido sustituidos por el «especialista», por el «sabio-experto»; el intelectual ya no es el «representante», la «conciencia» de nadie; sólo de sí mismo, experto en un ramo particular –=muy particular y específico — del conocimiento. Y allí está su lucha dentro de esa especialidad y en el ámbito institucional y de poder que se ha constituido alrededor de ella. Nos preguntamos: esa especialización creciente ¿es «una necesidad histórica» un hecho insuperable y que como tal debemos aceptar como punto de partida de nuestras reflexiones, o por el contrario es una situación creada por la particular división del trabajo etcétera. desarrollada dentro de la sociedad capitalista, situación por lo tanto que debemos combatir para modificar? ¿Acaso las únicas luchas «legítimas» y posibles al intelectual revolucionario son las que desarrolla dentro de su especialidad, en su ámbito singular?[26]
Por supuesto que en estas cuestiones diferimos profundamente de las consideraciones de Foucault.
¿Que la universidad es un lugar importante de lucha? Claro que sí, sobre todo por el efecto que esas luchas tienen más allá de la universidad por la forma en que la trascienden hacia la sociedad global. La Lucha de los intelectuales es una Lucha alrededor de la verdad, contra la política de verdad dominante. De acuerdo, pero ¿sólo ésa? Creemos saber de dónde deriva el éxito de Foucault, los motivos del «efecto Foucault». [27]
En un medio intelectual y político cansado de las burdas interpretaciones y los fracasos políticos de la versión staliniana del marxismo, de la burocratización de los partidos, del «vanguardismo» pretencioso que intenta sustituir las luchas de masas por su propia actividad erigiéndose en «representante del proletariado», muchas de las proposiciones de Foucault aparecen coma una bocanada de aire fresco en un ambiente enrarecido.
Pero además, y esto para los intelectuales (para los «profesores universitarios» de Foucault), contienen otra virtud: el otorgar categoría revolucionaria a sus microluchas cotidianas con el «poder local» sin tener que preocuparse por el significado de esas microluchas en relación a la sociedad global, pues este aparece ya dado. Es cierto que la permanente «preparación para el asalto al poder» resulta esterilizante en tanto desvaloriza todo otro tipo de combate; pero también es cierto que la toma del poder no será jamás el resultado de la sumatoria de una serie infinita de microluchas.
Es cierto —y esto se hace claro en la experiencia de las «sociedades en transición»— que el apropiarse del aparato estatal no asegura automáticamente la transformación en un mismo sentido de toda la multitud de micropoderes (familiares, escolares, institucionales en general) que se ejercen cotidianamente en la sociedad; pero tampoco la inversa; por ello hablamos de simultaneidad y de articulación.
Creemos que ha llegado el momento, sin abandonar la crítica por ello, de exponer de manera positiva nuestros propios puntos de vista.
EL ESTADO, LA ESCUELA Y LAS LUCHAS POLÍTICAS
Comencemos con una breve observación sobre el poder: el poder surge de una relación, de una relación contradictoria, de una lucha; el poder es una relación. El concepto mismo de «poder» carecería de significado si no existiera oposición al mismo, si no estuviera presente la lucha. Por ello también el poder nunca puede ser absoluto; en esa lucha encuentra sus límites.
Y esa lucha es, ante todo, lucha de clases, que comienza por el enfrentamiento básico, el de la explotación de una clase por otra, por el enfrentamiento que se da en el orden de la producción, en el de la explotación. Por ello, no puede imputarse «todo lo que ocurre» en una sociedad a los intereses o designios de la clase dominante aunque éstos estén presentes siempre en todos los procesos. La clase dominante en una sociedad «no hace lo que quiere» sino «lo que puede»: y este «poder» depende de la fuerza con que se oponen sus contradictores.
Ahora bien, ese poder —y ello es tanto más así cuanto más avanzamos en la sociedad constituida sobre la base de las relaciones de producción capitalista— aparece siempre materializado en instituciones, en aparatos, que ordenan el poder, lo reglamentan, lo convierten en prácticas de diversa naturaleza, desde las más fundamentales hasta las más ínfimas y cotidianas.
En cada una de esas instituciones, de esos aparatos, se especifica, se particulariza la lucha por el poder. Sin embargo, no todos esos aparatos son equivalentes, ni tienen la misma importancia para la «realización» de los intereses de la clase dominante, ni para las luchas que ésta libra con sus contradictores.
Hay, en este orden, un aparato que cumple con función capital: el Aparato de Estado. ¿Cómo entender el Estado, su «presencia», sin las luchas de las clases fundamentales de la sociedad? y, cómo entender las características ideológicas y organizativas de ese Estado si no es a partir del carácter de esas clases y de sus relaciones contradictorias, en primer lugar de la forma que asumen las relaciones de explotación?
¿Es que el Estado clásico puede entenderse fuera de la esclavitud y el Estado feudal más allá de las relaciones de servidumbre? ¿No es que el Estado actual es ante todo un Estado burgués y no —como lo es para los sociólogos funcionalistas— un Estado «moderno»? Esto constituye el punto de partida.
Sin embargo, ese Estado no puede entenderse como un mero apéndice instrumental de la dominación. El Estado no es un «instrumento» que la clase dominante tendría a su disposición; si así lo fuera, un cambio de «quienes manipulan el Estado» provocaría automáticamente una transformación radicalrespecto a la dominación. Sin embargo no es así, e históricamente nunca lo fue.
Desde siempre una transformación en el orden de la dominación social implicó una transformación estructural del aparato estatal (verbigracia, del Estado feudal al absolutista y de éste al Estado burgués). Y tampoco puedeentenderse como resultado de esas luchas, así, en un orden genético.
Dialécticamente: el Estado aparece donde hay luchas de clases pero, al mismo tiempo el Estado es constitutivo, ordenador, baliza esa lucha de clases. Y aún más: respecto a la clase dominante —fraccionada, escindida por «miserablesintereses inmediatos»— el Estado aparece como el que realiza la unidad del poder y la dominación,llevando a cabo «el proyecto estratégico» de la clase. Lo hace produciendo poder; y produciendo un»poder productor» —y en este sentido coincidimos con Foucault—, es decir un poder que no esreducible a la mera represión, que no se expresa de manera exclusiva en el no, que no es pura negación.
Por eso existe «adhesión al poder» —y no sólo aceptación masiva y resignada— por parte de aquellos sobre los cuales ese poder se ejerce.[28]Y los «micropoderes» —aquellos de la”microfísica” foucaultiana —no pueden entenderse en su forma y funciones sino dentro de este orden mayor (aunque, es necesario recordarlo una vez más, no sean «reducibles» a aquél y conserven su especificidad, la que debe ser aprehendida como tal).
Por último, sería necesario observar aquí que el Estado, lejos de aparecer minimizado en las sociedades capitalistas contemporáneas, amplía sin cesar sus funciones alcanzando ya no sólo el orden de lo tradicionalmente «político» y ni siquiera solamente de lo económico, sino actividades que ayer constituyeron el «orden privado» en la sociedad burguesa: ocio, recreación, etcétera.
Se amplía y cambia sus recursos, sus modos de actuar, «la tecnología de poder». Aquí debemos reconocer méritos a Foucault: primero por haber llamado la atención sobre la importancia del análisis de los «micropoderes»; luego, por sus investigaciones sobre esa «tecnología», particularmente en el excelente estudio que es Vigilar y castigar.
Así, el aparato estatal actual es algo mucho más amplio que el Ejecutivo, la Administración, las fuerzas Armadas, etcétera; las «trincheras» (Gramsci) también forman parte de ese aparato y en ellas se expresa, con sus particularidades, un mismo régimen de dominación.
Por último, el aparato estatal burgués, en el sentido amplio que aquí venimos considerando, esa gran «invención» histórica de la burguesía, muestra una particularidad con relación a todas las formas estatales que lo precedieron: no aparece como Estado-de-clase sino como Estado-nación, como el Estado «nacional popular», representante de los intereses de la colectividad.
Por ello es capaz de suscitar «lealtades» ciudadanas (nacionalismo), aun en aquellos que son sujetos de la dominación. El carácter de clase del Estado burgués debe ser desentrañado, descubierto, más allá del velo ideológico que lo recubre y legitima como Estado nacional. Y no, como ya señalábamos, en un sentido «instrumentalista» esto es, estudiando «quienes» manejan el aparato[29] y sus vinculaciones personales con «élites» de otros órdenes sociales (económicas), sino detectando en su misma estructura, en su organización y funcionamiento, ese carácter de clase.
¿Y la Escuela?[30] Básicamente reviste el mismo carácter Escuela «nacional-popular». Y nuevamente aquí no se trata sólo de denunciar a «quienes» manejan ese aparato —ni si quiera su carácter «selectivo», «excluyente», etcétera, que no son sino consecuencias— sino su carácter implícito, oculto pero real de aparato de dominación de clase.
De aparato disciplinario, de «normalización», de regimentación y no sólo de «las conciencias» sino regimentación «de los cuerpos”[31](ese carácter de clase que ha sido señalado no tanto por Bourdieu y Passeron[32]—pues demostrar que la escuela favorece a los ya favorecidos no es sino apuntar a un rasgo de dominación general y válido para cualquier época y lugar —sino sobre todo por Baudelot y Establet[33]en sus investigaciones sobre La Escuela capitalista en Francia, analizado críticamente y desarrollado aún más por G. Snydes en Escuela, clase y lucha de clases?[34]
La ideología de clase en la Escuela –como en los demás Aparatos Ideológicos— no sólo se expresa como «ideas» haciendo referencia exclusiva a «la conciencia» (como parece suponerlo Foucault, que aceptaría la versión «antropologista» de Lukács o de Goldman acerca de la ideología) sino también como conjunto de prácticas materiales, de «disciplinas corporales». Y es en la Escuela también, como en la cárcel o en la fábrica, que el «panóptico» se hace presente, se constituye en el instrumento de poder que sustituye al castigo. Por eso puede establecerse «un sistema circular que hace a la vez que la prisión renovada sirva de modelo, y que se pase insensiblemente de la escuela a la manufactura, de la manufactura a la profesión e inversamente»[35]–
Y es en la Escuela también donde el papel del «régimen de verdad dominante» aparece como central: el maestro re-presenta allí «el saber y el poder», el poder del saber: es el «discurso pedagógico» en acto, la autoridad de la palabra. Pero también lo contrario: la Escuela es el lugar de la lucha contra el «saber» dominante, contra el «régimen dominante de verdad». Un lugar de lucha ideológica, un lugar en que se verifica —mal que le pese a Foucault— no como lógica abstracta sino como práctica cotidiana la contradicción presente en todo proceso social. Y esa lucha tiene sus particularidades, su especificidad propia y dimensiones múltiples.
El intelectual, en la sociedad capitalista es un producto de la división capitalista del trabajo. Siempre ha habido «intelectuales’.’; esto pueda afirmarse si se entiende por intelectual al hombre «que trabaja sobre ideas»; pero en nuestra. sociedad se presenta una diferencia particular y especifica. En las sociedades precapitalistas, el trabajador directo era también el poseedor de los conocimientos relativos a la producción.: esto es tan válido para el siervo feudal como para el artesano de las ciudades.[36]
El capitalismo en su desarrollo —y como condición para el mismo— instituye la separación radical del trabajador directo de sus medios de producción y no sólo de sus medios «materiales» —útiles, herramientas— sino también de los medios «intelectuales» de esa producción; este despojo, que comienza con la manufactura, se realiza plena-mente con la instauración de la gran industria[37] y más aún con la automatización; en esta última fase, la división operada en el proceso global de producción es de tal magnitud que es posible que un trabajador particular cumpla dentro de la producción de un complejo electrónico un «microproceso» en medio de una ignorancia total del significado final de su trabajo:[38] Por otro lado, «quienes saben» lo que significa ese, proceso son «los intelectuales» (en este caso, para utilizar la expresión gramsciana, «intelectuales orgánicos» del capital), quienes constituyen «un saber», exterior y dominante, respecto al trabajador directo.
En el mundo’ antiguo, «ser intelectual» significaba sobre todo estar alejado del «mundo de la producción»; hoy el intelectual se vincula, directa o indirectamente, pero cada vez más, con la producción. Esto implica su sometimiento más o menos directo a los intereses del capital; pero también constituye su fuerza[39]; es decir, aquello en que puede apoyarse para luchar contra esa dominación que el capital ejerce sobre si mismo y la sociedad global. Sin embargo, y aquí diferimos de Foucault, su «especialización», creciente en la sociedad actual, no constituye una ventaja sino lo contrario.
El hecho de estar sumido de algún modo en alguno de los pasadizos innumerables de la ciencia o de la técnica —pasadizos que directa o indirectamente conducen para la clase dominante a la valorización de su capital— no le otorga siempre una perspectiva suficiente para percibir la sociedad global y para percibir su lugar en la misma. Por eso su «lucha particular» —cuando llega a desarrollarse —, por importante que fuere, corre siempre el riesgo de agotarse en sí misma.
No estamos de acuerdo con Foucault en que el sistema de dominación tiene una «fragilidad radical» tal que la protesta de unos niños en una maternal pudiera hacerlo estallar. Es verdad que el sistema dominante actual tiene cada vez más dificultades para aparecer como «legítimo sin embargo, por un lado, la legitimidad que aún conserva es considerable y por otro los recursos de la «tecnología del poder» (que tanto preocupa a Foucault) son tan vastos que no se puede pensar que su destrucción pueda ser el resultado de una suma de un conjunto —por vasto que sea— de «microprocesos revolucionarios».
Por ello, esas luchas sólo podrán ser efectivas en tanto articuladas con otras de carácter global dirigidas a golpear el poder que se articula a través del aparato estatal. Es correcta la observación de que apropiarse del aparato de Estado no soluciona automáticamente los múltiples problemas de la dominación en la sociedad; errónea la de que el establecimiento de un nuevo régimen en los aparatos en los que se ejercen los micropoderes (verbigracia la autogestión, como lo proponen algunos medios anarquistas y libertarios) provocaría, como consecuencia, la destrucción del poder global.
Claro que aquí aparece el fantasma de los errores —y aun las tragedias— a que ha conducido «el Partido», «representativo», «vanguardista», burocratizado; es un problema real, pero hay que resolverlo si se quiere efectividad en la acción.
¿Y el maestro?[40]
Sin duda ocupa entre los intelectuales un papel singular. No sólo es portador de un «régimen de verdad», sino el agente especializado que predica e impone ese régimen. Pero también, en un medio contradictorio, quien vive más cercanamente la represión que ese régimen impone. Y no sólo la represión en «términos personales» —es decir, por lo que para él ese «régimen» implica de opresor y limitativo— sino por-que es el encargado de transmitirlo e imponerlo a una población de la cual de algún modo resulta responsable.
Y además porque —y ello es sobre todo válido para el maestro de las clases iniciales— vive de manera necesaria el distanciamiento existente entre la normatividad institucional y el orden social del que provienen muchos de sus educandos.
Es verdad que este conjunto de intensas contradicciones aparece en general opacado por la ideología dominante en el aparato educativo, lo que lo conduce, como actitud práctica, a «excluir» a aquellos que no se muestran «capaces» de internalizar esa normatividad. Pero también es cierto que
esas contradicciones no pueden sino estar presentes en él; que aunque opacadas o adormecidas pueden ser despertadas en tanto una práctica diferente pueda aparecer como alternativa al maestro.
Pero —y aquí nuevamente un tema a debatir—no puede confiarse en un «espontaneismo» que conduciría su reacción y la búsqueda de alternativas. Éstas hay que ir creándolas históricamente; bien como realidades prácticas, bien como utopías, que también la utopía tiene su lugar en la historia.
Decíamos más arriba que las luchas en la Escuela son multidimensionales. Y es que hay una lucha contra los «contenidos» de la enseñanza, contra ese «régimen de verdad» que señalábamos, pero también hay una lucha contra «las formas», contra las prácticas a través de las cuales ese «régimen» se transmite y se impone, y también contra la organización institucional (tantas veces denunciada por Ivan Ilich acertadamente, aunque no compartamos siempre sus soluciones) y por último, last but not least, contra el «micropoder» que opera con todos esos mecanismos y que procura permanentemente la reproducción del orden estatuido.
Y además todo ello en las coyunturas específicas y particulares que será necesario determinar en cada situación. Los procesos «escolares», como los de cualquier otro aparato de esta naturaleza, tienen su «tiempo particular» que no siempre se acompasa con la lucha de clases en la sociedad global. Las «microluchas» deben llevarse a cabo según sus «tiempos» particulares, según el «momento» que transitan.
Articulación —con las luchas globales— no significa necesariamente simultaneidad y, por el contrario, el desigual desarrollo de los distintos aparatos en diferentes momentos históricos hace que la articulación de las Luchas sólo pueda ser asegurada por la particularización de éstas y no por la homogeneización a priori en una estrategia general y por ende abstracta (y aquí, nuevamente, el problema del partido, la vanguardia, el «estrategicismo», etcétera).
De este modo, la lucha de los maestros tiene su ámbito institucional, su problemática propia, particular y específica y su tiempo singular; pero la efectividad de esas luchas, su consecuencia final, ha de depender no sólo del resultado de esas luchas específicas sino de la forma en que éstas puedan articularse, a través de una organización, con una estrategia global que apunte hacia el Estado, hacia el centro de articulación y unificación del poder y de la clase dominante.
Cuadernos Políticos, número 27, México, D.F., Ediciones Era, abril-junio de 1979, pp. 17-26.
[1] «No digo que estas teorías globales no hayan procurado ni procuren todavía, de manera bastante constante, instrumentos utilizables localmente: el marxismo y el psicoanálisis están ahí para confirmarlo.» Sin embargo, agrega de inmediato: «Pero pienso que no habrían procurado tales instrumentos más que a condición de que la unidad teórica del discurso quedase como en suspenso, cercenada, hecha pedazos, trastocada, ridiculizada, teatralizada (…]» «Cursos del 7 do enero de 1976», en Microfísica del poder, ed. de La Piqueta, Madrid, 1978, pp. 127-28.
[2] Loc. cit.
[3] «Poderes y estrategias», en Microfísica, cit., p. 173.
[4] «Los intelectuales y el poder», Microfísica, cit., p. 79.
[5] «Poderes y estrategias», op. cit., p. 173.
[6] «Nietzche, la Genealogía, la Historia», en Microfísica, cit., pp. 7-30.
[7] «Curso del 7 de enero de 1976» en Microfísica, cit., pp. 129-30.
[8] Ibid., p. 131; «las genealogías son anticiencia», aclarará en otro párrafo
[9] «Los intelectuales y el poder», op. cit., p. 83.
[10] Ibid., p. 83.
[11] Ibid., p. 84.
[12] «Poderes y estrategias», op. cit., pp. 170-71.
[13] «El ojo del poder», introducción a J. Bentham, El panóptico, ed. de La Piqueta, Madrid, 1979.
[14] «Los intelectuales y el poder», op. cit., p. 80; la expresión es de Gilles Deleuze pero aparece corroborada por Foucault.
[15] «Verdad y poder», en Microfísica, cit., p. 184.
[16] Ibid., p. 185.
[17] Citando el caso de Oppenheimer, señala Foucault: «Bajo la cobertura de esta protesta que concernía a todo el mundo, el sabio atómico ha hecho funcionar su posición específica en el orden del saber. Y por primera vez el intelectual ha sido perseguido por el poder político no en función del discurso general que tenía sino a causa del saber de que era detentor: era en este nivel en el que constituía un peligro político». Loc. cit.
[18] «Verdad y poder», op. cit., p. 184.
[19] Ibid., p. 188.
[20] Loc. cit.
[21] Ibid., p. 189.
[22] El orden del discurso, ed. Tusquets, Barcelona, 1980, p. 38.
[23] Crítica que, por otra parte ha sido hecha ya en numerosas ocasiones; véase por ejemplo la Introducción de Eric J. Hobsbawm a Karl Marx, en Formaciones económicas precapitalistas, Cuadernos de Pasado y Presente, n. 20, Córdoba, 1977, pp. 5-47.
[24] Nuestras reservas respecto a las interpretaciones positivistas y formalista del marxismo no deben impedirnos valorar lo que ha significado este aporte de L. Althusser a los desarrollos actuales de la teoría del Estado.
[25] Y también en este autor muchos de los elementos que se presentan no sólo como novedad sino como «crítica» y «superación» del marxismo, como el problema de las luchas «locales», la crítica al «reduccionismo economicista», etcétera; véase A. Gramsci, Escritos Políticos (1917-1933), Cuadernos de Pasado y Presente, op. cit.; artículos: «Algunos aspectos teóricos y prácticos de `economismo’ «, p. 351; «Paso de la guerra de movimiento (y del ataque frontal) a la guerra de posiciones», p. 330; «Análisis de las situaciones. Relaciones de fuerzas», p. 342, etcétera,
[26] Como lo indicábamos en una nota anterior, Foucault cita como ejemplo el caso Oppenheimer; y bien; sobre esto es posible hacer dos señalamientos: el tema «atómico», por las características de esta arma, tiene de por sí carácter
universal por lo que es natural que un hecho como ese tuviera las repercusiones que tuvo; pero, qué consecuencias tuvo en definitiva esa lucha; pues, hasta donde sabemos no logró no sólo cambiar profundamente las cosas sino que careció de todo efecto práctico al menos en lo que respecta a la carrera armamentista mundial.
[27] Coincidimos en general con las consideraciones que hace Foucault sobre «la verdad» en su artículo «Verdad y poder».
[28] Este punto creemos —y ello en particular para los temas que aquí tratamos— requiere de un desarrollo más extenso y profundo, lo que no podemos hacer en esta ocasión.
[29] Como por ejemplo en el ya clásico estudio de Wright Mills La élite del poder.
[30] Utilizamos el término Escuela en un sentido amplio para referirnos al conjunto del aparato educativo en todas sus ramas y niveles.
[31] M. Foucault, Vigilar y castigar, cit.; véase también la utilización de este concepto en el estudio sobre los orígenes (genealogía) de la escuela burguesa de Anne Querrien, Trabajos elementales sobre la escuela primaria, ed. de La Piqueta, Madrid, 1979.
[32] La reproducción, ed. Laia, Barcelona, 1977.
[33] Siglo XXI. México; 1975.
[34] Comunicación, 1978.
[35] Gilles Deleuze, en entrevista con M. Foucault, Micro física, cit.; y también el «modelo militar», véase F. Oury y J. Pain, Crónica de la escuela cuartel, ed. Fontanella, Madrid, 1975
[36] Véase nuestro trabajo Contra la escuela, Cuadernos de Educación, n. 8. Caracas, 1973.
[37] K. Marx, El Capital, ed. Siglo XXI, México, 1975, t. t, vol. 2, cap. XIII»División del trabajo y manufactura», y cap. sin, «Maquinaria y gran industria».
[38] Véanse los ensayos reunidos en G. Labarca (comp.), Economía política de la educación, ed. Nueva Imagen,
[39] Dice Foucault, con razón que «por vez primera el intelectual ha sido perseguido por el poder político no en función del discurso general que tenía, sino a causa del saber de que era detentor: era en este nivel en el que constituía un peligro político». Microfísica, cit., p. 185.
[40] Nuevamente utilizamos aquí la palabra maestro en un sentido genérico para referirnos a todo aquel que dentro de algún aparato educativo ejerce una función docente.