A ser yo orador, o concurrente a Juntas, que no otra cosa significa entre nosotros la tal palabra, no sentaría por base de mi política eso que los franceses llamarían afrentosa hésitation [vacilación]. O Yara o Madrid.
José Martí
El ciclo político que irrumpió en el espacio público cubano el último fin de semana de noviembre del 2020 aún no ha cerrado. Por el contrario, entra en su fase más aguda de disputas, y el primer aniversario de esa fecha se perfila como la puesta en escena de una gran confrontación.
El día seleccionado es el 20 de noviembre. Anunciado como por un cálculo banal — el primer sábado después de la apertura al turismo — , vocero de propósitos en apariencia humanitarios — contra la violencia, por el cambio, por la democracia, etcétera, todas en este nivel de abstracción y sin apellidos — , encubridor de su contenido político con una retórica legalista sobre el derecho a manifestarse. En resumen, portador de lo más «limpio»: lo más cívico, lo más pacífico, lo más plural.
La marcha, sin embargo, no elige su fecha por azar matemático, antes bien, la propia fecha dice lo que la marcha se propone, a lo que aspira: no es una marcha sobre el presente de Cuba sino la conmemoración de una historia prestada, re-run, re-play, reboot, refrito: el 20 de noviembre de 1989 comenzaba en Checoslovaquia la «Revolución de Terciopelo», y se ponía en movimiento la secuencia que llevó al fin de aquel «socialismo». Nada más parecido al Foro Cívico de Vaclav Havel que este Archipiélago de Yunior García — aunque esta segunda vez no acontezca siquiera como farsa — . Y aunque a Checoslovaquia y Cuba las unieran una vez la misma palabra, socialismo, hay entre las dos historias nacionales una diferencia fundamental que es favorable a Cuba y se sustenta en la autenticidad y radicalismo de su revolución.
Con la mirada puesta en el antecedente señalado, hay que replantearse la iniciativa de esta contrarrevolución «respetuosa» de una legalidad que «le favorece». La pregunta sobre la convocatoria que ha lanzado Archipiélago se está dirimiendo en términos en los que solo el bloque político que la enuncia puede vencer: ¿se puede o no autorizar la marcha contrarrevolucionaria del 20 de noviembre? Para esta pregunta, formulada en tales términos, no existe respuesta capaz de beneficiar a los intereses del pueblo, de la Revolución.
Si la manifestación se autoriza — y si se autorizan en general las manifestaciones contrarrevolucionarias — se legitimará el accionar imperialista en la política interna y se abrirá una grieta por la que fluirían libremente el consenso y el deseo capitalistas que se han ido acumulando durante años en un sector de la población, y que se refuerzan con la situación excepcional de crisis en que vivimos. Una concesión así puede desbordarse en una situación de consecuencias políticas impredecibles. En caso de prohibición de la marcha, se desatará la campaña contra el poder del Estado para lacerar más su credibilidad y alimentar el martirologio de los miembros del bloque político de Archipiélago.
No nos corresponde responder la pregunta que plantea Archipiélago, esa duda tramposa que solo ofrece respuestas simples de «sí» o «no» que, con independencia de la selección, serán caldo de cultivo para sus intereses reaccionarios. Los revolucionarios cubanos tenemos el deber de formular una pregunta mejor, más compleja, comprometida y lúcida: ¿cómo satisfacer el deseo de protesta, de rebeldía, de insumisión desde el campo de la Revolución y en favor del socialismo?, ¿cómo lograr que ese flujo político, lejos de atentar contra el poder revolucionario, lo refuerce? Estas preguntas, por supuesto, no se responden con sanciones legales o disposiciones policiales, tampoco con una mejoría económica ni con campañas de comunicación: esta misión histórica que impone la Revolución sobre nuestros endebles hombros requiere de un amplio y desmedido despliegue de política revolucionaria.
Por otro lado, los nuevos aspirantes a opresores necesitan acotar el ámbito de la rebeldía a los estrechos marcos de la nación para extraer de la ecuación los factores externos de la crisis — de los que son astilla — y quedar en mejores condiciones de presentar su ilusión de capitalismo viable. Por eso nuestra rebeldía comunista ha de ir al unísono contra la injusticia institucional y contra la opresión capitalista e imperialista a nivel internacional. Hemos cedido terreno en ambos sentidos, como demuestra la impunidad de tanto oportunista, la soledad de la Tribuna ante la embajada gringa y la reducción del internacionalismo popular a tarea diplomática.
Urgen, pues, respuestas que pongan el acento sobre la recomposición de la hegemonía, del consenso de la Revolución y de su proyecto socialista. Si recordamos los sucesos del 11 y 12 de julio, el énfasis de la crítica en la «indecencia» y la violencia, su fijación en el orden y el derecho revelan sus límites: si lo único a mencionar de los manifestantes de aquellas jornadas eran sus «obscenidades», «mal vestir», «peor hablar», su «desorden sin permiso» en medio de la pandemia, su espontaneidad reaccionaria, su violencia ciega sin objetivo «claro», ¿qué reclamar entonces a estos liberales bien portados, cargados de cartas, hasta con permisos pedidos, comedidos y ecuánimes, con reglamentos e itinerario?
Es la diferencia política entonces, es la propuesta y el proyecto de país lo que está sobre la mesa, es el futuro de Cuba, su Revolución y su apuesta socialista, frente a este cosplay checo de segunda mano. La manifestación propuesta para el 20 de noviembre no solo es, de facto, la «Marcha del Partido Liberal», y, en cuanto tal, no puede ofrecerle al pueblo ni un programa positivo, sino que es, además, la avanzadilla de representantes de la agenda de Washington: es imposible que puedan enarbolar un proyecto de país decoroso.
El «día después» de la marcha será el de la liberalización de nuestra economía, de la subordinación de nuestra política a los designios de Estados Unidos, de la promulgación de leyes sociales conservadoras que nos hagan retroceder decenas de años. Será el día en que una parte blanca y anticomunista de la emigración que envía remesas a Cuba tome las riendas y profundice la discriminación racial, esta vez con un fundamento económico reforzado. No es un futuro independiente, no es una marcha independiente, sus promotores no son independientes ni buscan independencia alguna: son cómplices, conscientes o no, del imperialismo y buscan la sumisión a este.
Si su defecto fuese solo pecar de liberales, quizás aún merecerían el perdón de la historia. En lo absoluto, la historia jamás perdonará las transfusiones, transferencias y trasplantes de los que participa esta derecha nuestra en sus relaciones con otras derechas del mundo, más o menos reaccionarias; en particular, sus conocidas alabanzas a connotados presidentes conservadores del hemisferio. Tampoco perdonará la manera indecorosa en que replican, con aires «nuevos», la vieja política proimperialista y anticomunista del eje Washington-Miami, su defensa implícita o expresa del bloqueo y las nuevas sanciones que lo refuerzan, o los llamados a una intervención militar. No hay, no puede haber, ni un mínimo de patriotismo, ni un mínimo de amor al pueblo, ni un mínimo de decoro en personas que defiendan estas políticas.
¿Y qué izquierda será esa que frente a su propia incapacidad, en su ingenuidad suicida, se propone alegre como furgón de cola de los enterradores de la Revolución, porque busca desesperada «una salida»? Siempre dispuesta a disparar algo de pintura roja para colorear como defensores de los humildes, no solo a los enemigos de un Estado y un proyecto, que lo son y así se piensan, sino a los futuros constructores de otro Estado (liberal), aliado de la derecha internacional donde su crítica anticapitalista, marginada y marginal, no tendrá cabida y conocerán, sin dudas, la fuerza destructiva del capitalismo.
Hay ideología en toda proyección social, y aún más en toda proyección política. Los derechos humanos son políticos, la intervención humanitaria es militar, el civismo se subordina a la hegemonía. Es difícil aceptar una «izquierda» que desea el triunfo de esta marcha. Pareciera que en su afán opositor aspiran en verdad a correr el mismo destino de las izquierdas bajo los regímenes capitalistas; es como si desearan ser «alternativos» solo en el capitalismo; se trata de la aspiración de cierta izquierda a quedar viuda de las revoluciones, como señalaba Eduardo Galeano. Pero tendrían que ascender demasiado en principios y claridad política para resistir con la audacia de nuestros camaradas oprimidos de Chile, Colombia o Estados Unidos ante el terror conjunto del Estado y el capital. Mas, si no llegara a asustarles este deseo inconsciente suyo, deberían al menos aceptar que la consecuencia inmediata de su triunfo como grupo político implicaría la instauración del capitalismo en Cuba, para desgracia de los oprimidos de esta tierra.
Esta convocatoria a marchar el 20 de noviembre invoca a una nación sin apellidos. No menciona el socialismo porque sabe que este dotó de contenidos emancipatorios a lo nacional, de una forma en que la república burguesa neocolonial jamás hubiera podido. Esos que hoy nos invitan a marchar no realizan recuperación alguna de los contenidos más radicales de nuestras tradiciones de lucha por la emancipación, afincadas en la necesidad de resolver los problemas más acuciantes de los humildes. No veremos en sus discursos ni el antimperialismo, ni la igualdad o la justicia social, reivindicaciones populares que se ganaron en la lucha. Quieren darle la libertad a los esclavos después de 1886, democracia y derecho a la manifestación al pueblo después de 1959, Constitución del 40 después de la de 1976. El problema de su tiempo histórico no es el futuro, porque su único futuro es el pasado.
Que esta paradoja sea posible es, en parte, responsabilidad del campo revolucionario, responsabilidad nuestra. Que el pasado parezca moderno es un resultado también de nuestros retrocesos, abandonos, ausencia de profundizaciones en el programa de la Revolución, de la escasez de debates, de las dificultades en el ejercicio de un verdadero poder popular. Ellos han avanzado ahí donde retrocedimos.
Hemos creído que los procesos históricos son irreversibles, que los derechos son para siempre. ¡No!, es necesario seguir triunfando porque en cada batalla le va la vida a la Revolución. No olvidemos que Fidel, en el modo en que escogió morir, nos dijo: ¡No sean adoradores de estatuas o escuelas de nombres notables, sean revolucionarios, hagan la Revolución! No basta gritar ¡yo soy Fidel!: toca serlo.
Hay una lección histórica, traumática, que nos lega el 11 de julio a los revolucionarios cubanos. Si el 27 de noviembre la izquierda emergente podía tomar el liderazgo, ese día de verano solo el campo de la Revolución en su conjunto, con el Estado y el Partido a la cabeza, podía dar frente al evento, y solo desde ahí tenía capacidad de respuesta.
Nosotros, en tanto comunistas y revolucionarios, soñamos un mundo sin capitalismo y sin Estados. Pero entendemos, al unísono, la necesidad de un gran poder de la Revolución que sostenga y haga efectivo su aun mayor proyecto emancipador: la forma actual de ese poder se encuentra en cómo se resuelven las tensiones entre el Estado que sobrevino a la Revolución y los revolucionarios que le exigen su profundización comunista. Ante el Estado, es nuestro deber criticarlo en todo, presionarlo siempre, para que sea cada día más del pueblo, de la Revolución, del socialismo, de la democracia. No tendremos más socialismo si no hacemos a nuestro Estado más emancipador y emancipado, pero tampoco tendríamos socialismo si nuestro Estado se debilitara hasta un punto de no retorno. Es esto último, precisamente, lo que pretenden lograr parte de los entusiastas del 20 de noviembre.
Un 20 de noviembre que nos lleva, como pueblo, a los mismos lugares de hace treinta o sesenta años, cuando no peores: no hacia sociedades prósperas para todos, sino hacia la clausura de toda posibilidad de democracia y justicia más allá del capital y el parlamentarismo. Lejos de su pretendido pacifismo, sería esta una fecha violenta, no solo porque pretende saltarse un orden democrático establecido, sino por su servilismo, activo o pasivo, a la hostilidad de los Estados Unidos. No es otra la «paz» que proponen que la de los sepulcros de todo futuro en los estancados lodazales de lo igual, lo «normal», y no más que borrar toda victoria que, a diferencia de la de la Plaza Wenceslao o de los Astilleros de Gdank, este pueblo conquistó a costa de la sangre de miles, defendió con las armas y sostuvo en su esperanza.
Aquel ciclo de ofensiva reaccionaria abierto el 27 de noviembre podemos interpretarlo como la breve pero intensa campaña de verano que desatara la dictadura de Fulgencio Batista contra el Ejército Rebelde en la Sierra Maestra. Para vencer este aluvión de campañas contrarrevolucionarias, acciones anticomunistas, propagandas de odio, bloqueos económicos, articulaciones burguesas, políticas imperialistas, anticubanas y procapitalistas, debemos repetir el gesto audaz de los barbudos: de la organización de la resistencia a la contraofensiva estratégica. Nuestro 20 de noviembre no será, pues, aquel de 1989 sino el de 1958. No el de Praga, sino el de Guisa: el de la batalla de Guisa. No los últimos días de la experiencia checoslovaca, sino los primeros días de los cruentos combates finales del Ejército Rebelde, finales que iluminaban nuevos comienzos.
Por supuesto, ni esta derecha está organizada como una sanguinaria dictadura, ni el campo de la revolución se reduce a rebeldes y clandestinos; tenemos, por el contrario, una historia de revolución en el poder que es preciso continuar de la manera más leal posible a su proyecto radical de emancipación.
Debemos apostar por una solución de máximos, adelantar las leyes que profundicen la democracia socialista, abrir un debate público y masivo sobre la participación y la democracia. El socialismo no puede permitirse el lujo de abdicar de las llamadas libertades políticas y dejar ese resquicio abierto a la oportunista explotación de sus enemigos. ¡No!, el socialismo conoce formas de libertades políticas y democracia popular superiores a lo que pudiera ofrecer el capitalismo. La historia de la Revolución nos ofrece la posibilidad de retomar y ampliar sus conquistas en este sentido: fortalecer el poder popular a todos los niveles, retomar la Asamblea General Nacional que sancionó las dos declaraciones de La Habana, recuperar el mecanismo de los parlamentos obreros, potenciar el rol de los sindicatos, y más.
Se agrandaría así el consenso de la Revolución, mas no por eso dejaríamos de tener enemigos. No podrá entonces temblarnos la mano para trazar la raya que nos separa: ni un paso atrás ante el consenso de las mayorías, nada que ceder ante el imperialismo y sus sirvientes; ni un paso atrás ante las conquistas de la Revolución, nada que ceder ante las fuerzas destructivas del capitalismo.
Ese es el gesto de rebeldía que necesitamos abrazar como pueblo. Por eso repetimos junto a Martí: ¡o Guisa o Praga!; o la recuperación de la rebeldía por y desde la Revolución o la protesta destructiva de un liberalismo esclerótico; o el relanzamiento de una hegemonía que ponga en su centro la emancipación o el retorno a un país sin esperanzas ni futuros; o la profundización del socialismo en Cuba o el fin de la Revolución cubana.
La situación en que nos encontramos puede leerse como una crisis sin soluciones o como una oportunidad. Pero esta no se nos brindará por sí sola, habremos de construirla. Guisa no se nos dará como mera fecha del calendario. Debemos hacer a Guisa nuestra, refundarla. Guisa no es un lugar del pasado que se pueda reactivar por mera declaración discursiva, sino un espacio que arrancarle al presente con una nueva praxis revolucionaria, un campo de batalla actual desde el cual luchar, esta vez y siempre, por el triunfo de la revolución, que tendrá que ser el triunfo de los que cayeron en su lucha por un mundo mejor, el triunfo del socialismo, el triunfo de la utopía, el triunfo del pueblo: si de lucha se trata.