Orfeo y Eurídice. Michel Martin

Orfeo, hijo de Apolo y Calíope, se enamoró perdidamente de la ninfa Eurídice y la hizo su esposa.

Un día, una tragedia sacudió a Eurídice mientras huía de Aristeo, hijo de Apolo, cuando fue mordida por una serpiente. Después de esto, Eurídice murió. Orfeo no aceptó su pérdida y decidió descender a los infiernos para buscarla.

En el camino, Orfeo tuvo que sortear diferentes riesgos, incluso consiguió amansar al temible Cerbero. Finalmente, Hades y Perséfone, conmovidos, permitieron que Eurídice volviera con Orfeo. Para ello, le pusieron una condición: que Eurídice fuera detrás de él y que Orfeo no mirara para atrás hasta que no hubieran llegado al mundo de los vivos.

Orfeo fue incapaz de resistirse y volvió la cabeza para ver a su esposa. Entonces, Eurídice desapareció, pero esta vez para siempre.

Significado del mito. Este mito representa el amor más allá de la muerte. El proceso de duelo del Orfeo podría verse representado en ese descenso a los infiernos que realiza para hallar de nuevo a Eurídice. El camino de vuelta desde el inframundo atiende a la inevitabilidad de la pérdida y, en consecuencia, la aceptación de los finales.

II:

El mito de Orfeo y Eurídice.

¿A quién no le gustan las historias de amor? Pues en el post de hoy hablaremos de la que posiblemente es la historia de amor más antigua. El mito de Orfeo y Eurídice. Orfeo era un joven muy apuesto, pero no solo era conocido por eso, sino que era conocido porque con su lira era capaz de tocar las melodías más maravillosas que los humanos hubiesen escuchado. Fue así como Eurídice se enamoró de Orfeo y poco después decidieron casarse.

Pero lamentablemente Eurídice murió poco después de casarse por culpa de la picadura de una serpiente. Orfeo entro en una profunda pena, hasta que se decidió a bajar hasta el mismísimo inframundo para así poder salvar a su amada. Y así fue, bajo hasta el inframundo y una vez allí intento llevarse a Euridice. Pero Hades no permitía que Orfeo se llevara a Eurídice. Así que Orfeo se puso a cantar para Hades y Eurídice, hasta que ellos se comparecieron de él y permitieron que se llevara a Orfeo con una condición: No podía mirar a su amada hasta que estuviera totalmente bañada por la luz del sol. Así lo hicieron y cuando salieron al exterior Orfeo se giró para verla. Pero no se percató que un pie se había quedado en las sombras así que Eurídice desapareció en la oscuridad del inframundo y esta vez para siempre. Orfeo triste pereció en batalla a las pocas semanas, pero al morir e irse al inframundo, consiguió por fin estar al lado de su amada, para toda la vida.

El mito de Orfeo y Eurídice nos recuerda que el amor persiste por encima de todo, incluso de la propia muerte. Cuando alguien ama verdaderamente es capaz de ir hasta el infierno para estar en compañía de aquel a quien ama.

III:

El síndrome de Orfeo: ¿por qué siempre acabamos mirando atrás?

A veces, nos aferramos, como Orfeo, a lo que ya está perdido, a lo que no puede ser. El pasado es solo un reflejo al que no conviene volver, aunque duela dejarlo ir. Es necesario entrenar al cerebro para que se abstenga de viajar en pretérito cuando hacerlo pueda suponer un obstáculo para nuestro avance. Se denomina síndrome de Orfeo a esa necesidad tan común de llevar la mirada hacia atrás. A eso que ya está perdido, pero que nos sigue obsesionando. Amores del pasado, recuerdos de la infancia, instantes felices o momentos en los que nuestra vida era más plácida y hasta previsible… Las personas somos “adictas” a rememorar lo que ya se fue.

Es cierto, somos almas nostálgicas que evocan casi a cada minuto fragmentos del ayer. Sin embargo, nada de esto sería preocupante ni negativo si el acto de rememorar no impidiera nuestro avance. Uno puede, por ejemplo, estar progresando en nuevos y revitalizantes proyectos, pero de pronto visitar mentalmente los fracasos del ayer e impregnar con ellos el presente de inseguridad. Y, ¿si vuelve a suceder lo mismo?

Bien es cierto que solemos decirnos aquello de que hay que usar el pasado como trampolín y no como sofá. Esta frase enunciada por el ministro británico Harold Macmillan sigue usándose con frecuencia. Sin embargo, lo pretérito continúa siendo ese lugar sobre el que reposamos con frecuencia nuestra mirada y enfoque personal. Algo que, en ciertos momentos, puede ser tan fatídico como lo que le sucedió al desdichado Orfeo.

IV:

¿Cómo lo digo? ¿Cómo explico, aquí, qué tiene el mito de Orfeo y Eurídice de especial que hace que perdure hoy en día? Tal vez es porque las tragedias perduran en nuestra memoria mucho más que las comedias, pero me cuesta creer que ese es el único motivo. Tal vez es porque, como sociedad, hemos decidido que un final trágico es mucho más literario que un final feliz; ¿cuántas veces confundimos tristeza con profundidad o, peor aún, con calidad literaria? Nos hemos vuelto lo suficientemente cínicos como para rechazar los finales felices, alegando que no son realistas y, por lo tanto, menguan el talento del escritor. Como si fuera realmente difícil matar a un personaje, dañarlo o condenarlo para siempre al sufrimiento.

Supongo que, en realidad, es porque una vez que Eurídice se desvanece en el Inframundo, nosotros soltamos un suspiro, el aliento que hasta entonces habíamos estado conteniendo. Se ha realizado la catarsis: nos hemos dejado llevar por las pasiones a pesar de conocer el final de la historia de antemano, y al terminar, sentimos que se nos ha quitado un peso de encima, hemos sido purificados. A los lectores y espectadores de a pie no nos interesa tanto la perfección literaria como las emociones que nos despierta la obra. Si me preguntan por qué me obsesiona el mito de Orfeo y Eurídice, me veré obligada a reconocer que me ata a él un componente sentimental; hay algo en la historia, en los personajes, en sus acciones desmedidas que me atrae como una polilla a la luz.

La historia es la siguiente: el día de las nupcias, Eurídice es mordida por una serpiente y muere. Es Orfeo quien encuentra su cadáver e, inconsolable, empieza a tocar la lira, conmoviendo a todos los árboles, animales y ninfas a su alrededor. Guiado por el desespero, baja al Hades a buscar a su esposa y, en un último intento desesperado de rescatarla, toca una melodía acongojante para Hades y Perséfone. Perséfone, conmovida, intercede a su favor y le devuelve a Eurídice, pero con una condición: Orfeo debe guiarla hasta el mundo de los vivos, andando siempre por delante de ella, y no puede girarse a verla hasta que ambos estén sanos y salvos nuevamente sobre la superficie. Orfeo acepta, empieza su ascenso, Eurídice lo sigue. Aquí las versiones difieren: Eurídice se tropieza; Eurídice no sabe nada sobre la condición impuesta por Hades y lo llama desesperada creyendo que ya no la ama; Orfeo cree que lo han engañado; Orfeo llega a la superficie y, sin saber si Eurídice ha llegado también, se da la vuelta. Sea como fuere, el desenlace es el mismo: Orfeo se da la vuelta y Eurídice se desvanece para siempre. La historia, como todas las historias, sigue, pero lo que viene después ya no suele interesarnos tanto. Es el mito de Orfeo y Eurídice, no el mito de Orfeo después de Eurídice. La pérdida es literaria, el duelo es mundano.

Podemos reescribir el mito, ¿pero con qué pretexto salvamos a Eurídice? Su muerte es condición sine qua non para que Orfeo demuestre la potencia de su amor, su desvanecimiento termina de estremecernos. Si Orfeo consiguiera salvarla nos alegraríamos, obvio, nos enorgulleceríamos de la condición humana, diríamos: «la quiso tanto que luchó contra su naturaleza para traerla de vuelta a la vida». Pero no nos habría marcado de la misma forma.

El mito nos desgarra el corazón precisamente porque Orfeo es humano, porque mira atrás. No por egoísmo, ni por maldad, ni por debilidad. No por cobardía, como sostiene Platón, que en su cruzada contra los poetas arremete también contra Orfeo por no suicidarse tras la muerte de Eurídice. Orfeo fracasa precisamente porque ama a Eurídice: porque esta tropieza y él, en un acto reflejo, se da la vuelta para ayudarla a levantarse; Eurídice lo llama y lo llama desesperada y él, incapaz de seguir escuchando sus lamentos, se da la vuelta para calmar sus miedos; Orfeo no oye sus pasos y teme que los dioses lo hayan engañado, por lo que se da la vuelta alarmado; Orfeo llega primero a la superficie y, emocionado, se da la vuelta, olvidando que la segunda parte de la condición es que ambos deben llegar a la meta.

El mito de Orfeo y Eurídice nos revela algo de la condición humana, del material del que se construyen las relaciones humanas. Si el amor de Orfeo por Eurídice es desmedido, ¿por qué podemos medirlo por las pequeñas acciones? El amante que se da la vuelta para ayudar a Eurídice a levantarse del suelo es el mismo que baja al Hades a recuperar su cadáver. Lo mundano construye el mito. Los detalles que nos son familiares ayudan a que este eche raíces en el imaginario colectivo; todos podemos imaginar a nuestros padres y a nuestros abuelos ayudándose mutuamente al tropezar. ¿Qué hay más tangible que eso? Debo confesar que esa es mi versión favorita del mito: la cotidianidad que se filtra entre los resquicios del mito, que hace acto de presencia en el momento más inoportuno, el acto irreflexivo, la fisicalidad del momento en un espacio reservado a las almas. Orfeo, más humano que nunca, dándose la vuelta, tal vez la mano extendida hacia Eurídice. Como humanos, empatizamos completamente, nos vemos reflejados en sus actos.

Por suerte o por desgracia, el acto de Orfeo convierte esta historia de amor en eterna, trasciende el tiempo no solo porque el mito pervive gracias a la literatura, sino precisamente porque al darse la vuelta, Orfeo condena a Eurídice a la muerte permanente. Solo tras la muerte el amor puede ser eterno. El amor real, terrenal, mundano se convierte en cenizas, se deteriora con el paso del tiempo, se transforma. Al bajar al Inframundo, Orfeo prueba que su amor es sublime, pero su triunfo supondría la vuelta a un amor imperfecto y físico, mientras que la muerte permanente de Eurídice asegura un amor eterno, idealizado. Algo me dice, sin embargo, que no era amor eterno lo que buscaba Orfeo, o se habría inmolado. El amor eterno es para la muerte, pero a los humanos lo que nos interesa es la vida y Orfeo baja precisamente a buscarla para devolverla a la tierra, a la luz del sol y a las plantas que florecen en primavera, a todo lo que es rico y exuberante y abundante.

Tal vez sigo sin haber esclarecido la relevancia del mito; de hecho, es probable que haya revelado más de mí misma que de su valor literario. No puedo tener todas las respuestas, ni fingir que sé más de lo que realmente sé. A veces, simplemente, una historia nos conmueve más que otra y hacemos de todo para justificar ese sentimiento. Así es la literatura.

V:     Mito: Orfeo y Eurídice

En la época en que dioses y seres fabulosos poblaban la tierra, vivía en Grecia un joven llamado Orfeo, que solía entonar hermosísimos cantos acompañado por su lira. Su música era tan hermosa que, cuando sonaba, las fieras del bosque se acercaban a lamerle los pies y hasta las turbulentas aguas de los ríos se desviaban de su cauce para poder escuchar aquellos sones maravillosos. Un día en que Orfeo se encontraba en el corazón del bosque tañendo su lira, descubrió entre las ramas de un lejano arbusto a una joven ninfa que, medio oculta, escuchaba embelesada. Orfeo dejó a un lado su lira y se acercó a contemplar a aquel ser cuya hermosura y discreción no eran igualadas por ningún otro. – Hermosa ninfa de los bosques –dijo Orfeo-, si mi música es de tu agrado, abandona tu escondite y acércate a escuchar lo que mi humilde lira tiene que decirte.

La joven ninfa, llamada Eurídice, dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a Orfeo y se sentó junto a él. Entonces Orfeo compuso para ella la más bella canción de amor que se había oído nunca en aquellos bosques. Y pocos días después se celebraban en aquel mismo lugar las bodas entre Orfeo y Eurídice.

La felicidad y el amor llenaron los días de la joven pareja. Pero los hados, que todo lo truecan, vinieron a cruzarse en su camino. Y una mañana en que Eurídice paseaba por un verde prado, una serpiente vino a morder el delicado talón de la ninfa depositando en él la semilla de la muerte. Así fue como Eurídice murió apenas unos meses después de haber celebrado sus bodas. Al enterarse de la muerte de su amada, Orfeo cayó presa de la desesperación. Lleno de dolor decidió descender a las profundidades infernales para suplicar que permitieran a Eurídice volver a la vida. Aunque el camino a los infiernos era largo y estaba lleno de dificultades, Orfeo consiguió llegar hasta el borde de la laguna Estigia, cuyas aguas separan el reino de la luz del reino de las tinieblas. Allí entonó un canto tan triste y tan melodioso que conmovió al mismísimo Carón, el barquero encargado de transportar las almas de los difuntos hasta la otra orilla de la laguna.

Orfeo atravesó en la barca de Carón las aguas que ningún ser vivo puede cruzar. Y una vez en el reino de las tinieblas, se presentó ante Plutón, dios de las profundidades infernales y, acompañado de su lira, pronunció estas palabras:

– ¡Oh, señor de las tinieblas! Heme aquí, en vuestros dominios, para suplicaros que resucitéis a mi esposa Eurídice y me permitáis llevarla conmigo. Yo os prometo que cuando nuestra vida termine, volveremos para siempre a este lugar. La música y las palabras de Orfeo eran tan conmovedoras que consiguieron paralizar las penas de los castigados a sufrir eternamente. Y lograron también ablandar el corazón de Plutón, quien, por un instante, sintió que sus ojos se le humedecían. – Joven Orfeo –dijo Plutón-, hasta aquí habían llegado noticias de la excelencia de tu música; pero nunca hasta tu llegada se habían escuchado en este lugar sones tan turbadores como los que se desprenden de tu lira. Por eso, te concedo el don que solicitas, aunque con una condición. – ¡Oh, poderoso Plutón! –exclamó Orfeo-. Haré cualquier cosa que me pidáis con tal de recuperar a mi amadísima esposa.

 – Pues bien –continuó Plutón-, tu adorada Eurídice seguirá tus pasos hasta que hayáis abandonado el reino de las tinieblas. Sólo entonces podrás mirarla. Si intentas verla antes de atravesar la laguna Estigia, la perderás para siempre. – Así se hará –aseguró el músico. Y Orfeo inició el camino de vuelta hacia el mundo de la luz. Durante largo tiempo Orfeo caminó por sombríos senderos y oscuros caminos habitados por la penumbra. En sus oídos retumbaba el silencio. Ni el más leve ruido delataba la proximidad de su amada.

Y en su cabeza resonaban las palabras de Plutón: “Si intentas verla antes de atravesar la laguna de Estigia, la perderás para siempre”. Por fin, Orfeo divisó la laguna. Allí estaba Carón con su barca y, al otro lado, la vida y la felicidad en compañía de Eurídice. ¿O acaso Eurídice no estaba allí y sólo se trataba de un sueño?. Orfeo dudó por un momento y, lleno de impaciencia, giró la cabeza para comprobar si Eurídice le seguía. Y en ese mismo momento vio cómo su amada se convertía en una columna de humo que él trató inútilmente de apresar entre sus brazos mientras gritaba preso de la desesperación: –

Eurídice, Eurídice… Orfeo lloró y suplicó perdón a los dioses por su falta de confianza, pero sólo el silencio respondió a sus súplicas. Y, según cuentan las leyendas, Orfeo, triste y lleno de dolor, se retiró a un monte donde pasó el resto de su vida sin más compañía que su lira y las fieras que se acercaban a escuchar los melancólicos cantos compuestos en recuerdo de su amada.

Al mirar hacia atrás, la sombra pálida de Eurídice regresa a la muerte.

Tras el canto sublime, Proserpina y Plutón, conmovidos ante tan grande amor y tantas peripecias, mandan a llamar a Eurídice para entregarla al poeta. Llega ella, todavía dolorida y sin aliento.

Pero apenas ve a su esposo, sus ojos se llenan de luz y una ancha sonrisa entreabre otra vez sus labios pálidos. Deseosa de entregarse al cantor para siempre, la ninfa extiende sus delgados brazos. Pero los soberanos infernales no le permiten el abrazo. Sólo consienten en que la pareja parta.

A último momento, Proserpina advierte al poeta: él deberá marchar siempre adelante.

Mientras esté en la región infernal no podrá volverse a contemplar el rostro de su amada. Si lo hiciera, perderá para siempre a Eurídice, que volverá al reino de las sombras.

Parten los esposos. Orfeo siempre adelante, canta durante todo el viaje. Sabe que la ninfa es feliz oyéndolo. En la orilla de Estigia, aun sin mirarse el uno al otro, los enamorados encuentran a Caronte. Contento de volver a ver a su amigo vivo, el viejo lo conduce al otro lado del río infernal.

Después vuelve y hace subir a Eurídice en la barca, para que cumpla el mismo trayecto. Ya casi en la puerta que los separa del mundo de los mortales, lejos del crepúsculo infinito, el poeta no puede contener el deseo de volver a ver el rostro de su amada. El aviso de Proserpina le resuena en los oídos. Eurídice viene detrás, y en el fondo de su alma implora a los dioses que el esposo no ceda a la tentación de mirarla. Falta tan poco para unirse nuevamente…

A último momento, olvidando las palabras de la reina infernal, Orfeo cede al imperioso deseo. Vuelve hacia atrás la mirada dolorida y sólo divisa una sombra, traslúcida llorosa, que retorna a la oscuridad. Todo está perdido.

El poeta desesperado, desanda el camino y ruega muchas veces a Caronte que traiga a Eurídice nuevamente a la orilla de los vivos. Pero el barquero sujeto únicamente al mandato de Plutón, no escucha su pedido y lleva a la sombra de la joven a su morada definitiva. Todavía el poeta canta versos intensos y apasionados. Pero los Infiernos ya no oyen. Nadie se conmueve.

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Al rechazar el amor de las Bacantes, Orfeo trataba de conservarse fiel al doloroso recuerdo de Eurídice. Solo, desolado, como si dejase en las sombras la mitad de si mismo, Orfeo vuelve a la superficie de la tierra. Ya nada podrá hacerlo sonreír. Su canto se hace triste para siempre, de una tristeza infinita, como si el poeta estuviera sólo esperando el momento de la muerte para volver a ver a su amada.

Dicen que mucho después, tras haber errado por toda Tracia para liberarse de su desesperación, y después de haber fundado su religión, Orfeo perdió la vida de manera extraña. Las Bacantes enamoradas del poeta intentaron seducirlo. Y él, negándose a ellas en nombre del recuerdo de Eurídice, trató de escapar por el bosque.

Pero las mujeres tracias lo siguieron y consiguieron atraparlo. Furiosas, le despedazaron las ropas y le rasgaron la carne. Su cabeza, sin embargo, erró por las aguas dejando todavía oír su voz, y donde se posó se erigió un santuario. Hecho pedazos el cuerpo del poeta, su alma al fin libre pudo partir a los Infiernos. Y allí unido a Eurídice, deambula por las melancólicas praderas y bosquecillos del reino de Plutón, cantando al amor, más y más grande que la muerte.

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Orfeo recibe el don del canto

Los hombres reciben de los dioses el don de la melodía, pero no saben usarlo. La flauta que Atenea (Minerva) inventara sirve sólo para alegrar las interminables fiestas de los Sátiros y de los Faunos. La lira ingeniosamente creada por Hermes (Mercurio), es privilegio de Apolo y de las musas, sus compañeras. Las manos humanas se muestran incapaces de pulsar los instrumentos para extraer de ellos armonía alguna. Y en las rudas gargantas, las voces callan.

El tiempo corre sobre el lomo del mundo como un escalofrío. Y un día, feliz, ve nacer a Orfeo. Ahora la satisfacción de los dioses es completa. Porque finalmente ha aparecido sobre la tierra un mortal capaz de desarrollar el arte de la música.

Ya en la infancia el poeta revela poseer el talento de la armonía (que significa juntura ensambladura, ajuste, proporción y también equilibrio dinámico de contrarios) con su suave canto, acompañado de armoniosos acordes de lira, apacigua los ruidos de la selva y el furioso bramido del mar. Heredero de los dioses, jura cantar hasta el fin de sus días. Cantar para hacer que viva lo que parecía muerto. Para aliviar las miserias humanas y vencer la indiferencia de las cosas. Para canalizar el impulso de las fieras y arrullar la esperanza de la libertad.

Una sonrisa constante anima la boca del poeta. En sus manos, la lira pacifica la Tierra. Lejos están los caminos del sufrimiento.

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