Oscar del Barco – la crítica del marxismo como técnica liberacionista. Sergio Villalobos-Ruminott

“Si verdaderamente se ha vuelto posible este tipo de lectura esencialmente no-edípica del texto filosófico, y no únicamente filosófico, en su historia, ¿qué nos impide tratar de leer a Marx así? Más aún, ¿no será ya ésta la única forma posible de leer a Marx, a ese Marx no-marxista que él señaló a la letra? Una lectura que podríamos llamar pos-crisis; lo cual aleja toda tentación de rescate y nos instala en la travesía inmanente de la crisis, que no es solo del marxismo sino de la razón “en general”. Oscar del Barco. El otro Marx[1]

¿Se trata de salvar una tradición? O, por el contrario, ¿es esa tradición la que pesa en gran parte del movimiento revolucionario impidiéndole liberarse teórica y prácticamente de ideas y formas organizativas y políticas que han caducado históricamente? Oscar del Barco. Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas.[2]

Introducción

¿Qué está en juego en el trabajo de Oscar del Barco? ¿Porqué sus intervenciones “filosóficas”, “teóricas”, poéticas o incluso artísticas podrían ser relevantes para pensar nuestro tiempo? En el siguiente ensayo quisiéramos detenernos en los textos tempranos que del Barco dedica a Marx y al marxismo, pues en ellos se esboza, con una llamativa nitidez hasta ahora ignorada, la crítica de un cierto determinismo, de un cierto teoricismo y de un cierto voluntarismo que habrían provocado el fracaso de la experiencia revolucionaria del siglo XX; en particular, el fracaso de la Revolución Rusa, tenida hasta hace muy poco como ejemplo de lucha y resistencia contra el capitalismo.

Del Barco elabora una cuidadosa lectura de las paradojas teóricas de Marx, de las consecuencias de su método, de la prioridad de la “práctica” y de la “inversión” teorética realizada por una joven burocracia congregada en torno a los escritos del alemán convertidos en “sagradas escrituras” de una nueva clerecía.

Pero, su trabajo referido al marxismo no termina ahí, pues muy temprano elabora una crítica de la teoría y la práctica leninistas y de sus inclinaciones vanguardistas que resultaron ser contraproducentes para el horizonte democrático anti-capitalista históricamente identificado con el marxismo.

Su temprano distanciamiento de las euforias y militancias partisanas de un marxismo mecánicamente adaptado a las realidades latinoamericanas, lo llevó a un ejercicio sui generis de “renovación” que no debe ser confundido con el oportunismo euro-comunista ni con los giros post-marxistas con los que, en otras latitudes latinoamericanas, se abandonó la agenda democratizadora en nombre de un tibio realismo de época.

Su renovación puede ser leída como una experiencia de agotamiento y abandono, pues en su desmontaje de las trabas intelectualistas del vanguardismo partisano y en su interrogación crítica del método marxista, lo que sobrevive no es un corpus corregido y dispuesto a ser analizado, sino una experiencia radical de lectura que lo aleja de toda innovación formal, y lo expulsa hacia un ámbito donde la política ya no viene asegurada por ninguna conciencia filosófica.

Bien podría decirse que entre el agotamiento del potencial revolucionario del marxismo “teórico” y la intraducible experiencia de una búsqueda que no intenta restituirle una filosofía a la historia, que habita precisamente en la destrucción de toda filosofía de la historia, se haya la cuestión más relevante a ser pensada en la orfandad radical de su estilo, de su práctica de lectura, de su confrontación polémica con lo real.

Pero, del Barco también está asociado a uno de los más álgidos debates en la Argentina actual, un debate en torno a la violencia política guerrillera y a la copertenencia entre partisanismo y militarismo. En efecto, su carta a la Revista Intemperie (fines del 2004), bajo el altisonante título “No matarás”, dio paso a una

seguidilla de respuestas donde, entre otras acusaciones, abundaron aquellas que lo identificaban con un abandono de la política, un arrepentimiento casi religioso de las acciones y creencias del pasado, una caída en la ética y un llamado pacifista a la autocrítica y al perdón.

Sostenemos, sin embargo, que una breve revisión de la perspectiva que del Barco viene desarrollando desde su exilio en México debiera ser suficiente para relativizar dichos juicios, sobre todo porque lo que está en juego en su trabajo no es una ética o una política alternativa, que prescriba desde su auto-suficiencia conceptual un qué hacer programático, sino, por el contrario, sus elaboraciones están domiciliadas en una particular coyuntura histórica en la que se comienza a hacer imposible seguir “suturando” la diversidad de la historia efectiva desde una cierta filosofía o racionalidad.

De ahí la relevancia de su temprana revisión crítica del marxismo, ya a principios de los ochenta, antes que las sociologías transicionales que fundaban su legitimidad en una necesaria revisión del pasado, confundieran dicha revisión con un obstinado anti-marxismo incapaz de cuestionar el giro neoliberal en la región. Lo que distancia a la renovación de del Barco de la renovación transitológica es que la primera interrumpe la disponibilidad teórica para fundar una nueva práctica política (pues la política es una intensidad de toda práctica y no un ámbito acotado e iluminado por el saber[3]), mientras que la renovación propugnada por las sociologías transicionales apuntaba a la constitución de una nueva filosofía de la historia que legitimara la tardía modernidad latinoamericana y la consiguiente transición desde el Estado nacional-popular hacia el mercado global y la política gestional.

Por otro lado, el debate en torno al “no matarás” reordenó una serie de posiciones sobre el pasado de la izquierda latinoamericana, sobre la legitimidad de la violencia revolucionaria y su diferencia o semejanza con la violencia capitalista, sobre la viabilidad de la revolución como experiencia definitoria de la democracia radical, y sobre las particularidades de la guerrilla argentina y latinoamericana en general.

Así, problemas relativos a la crítica interna de la tradición marxista aparecen ahora aparejados con problemas relativos a la historia de la izquierda contemporánea, cuestión que marca una continuidad problemática entre la teoría y la práctica marxista, y que marca a esta misma continuidad como una cuestión problemática. De una u otra forma, su trabajo crítico y reflexivo testimonia una cierta dislocación de la relación entre teoría y práctica, entre filosofía y facticidad, que nos deja domiciliados en una cierta intemperie, una cierta orfandad para la que no habría una institución formal o categorial que nos resguarde, obligándonos a una confrontación sin cuartel con las verdades naturalizadas de nuestras militancias.

Por supuesto, el debate en torno al “No matarás” requiere un análisis detenido, pero nuestro cometido aquí consiste simplemente en mostrar que las posiciones asumidas en su compleja postura ya están en ciernes y, a veces, plenamente desplegadas, en sus intervenciones más acotadas sobre Marx, el marxismo y la revolución.

Es, en su crítica del marxismo como filosofía de la historia y del leninismo como vanguardismo burgués iluminado, donde se encuentran las razones fundantes de su desasosiego con el tono negligente de nuestro tiempo.

También quisiéramos dejar claro desde el principio que la lectura intentada en estas páginas no debe agotarse en una historia disciplinada del marxismo latinoamericano, historia para la cual el trabajo de del Barco debería resultar insoslayable. Otras son las motivaciones que la animan, a saber, la posibilidad de leer en sus críticas la paulatina emergencia de una conciencia política no convencional ni reducible a la racionalidad calculabilista moderna, una concepción no formalizada de la política que hoy asociamos con el pensamiento impolítico italiano o con la menos conocida infrapolítica.

De tal forma, después de exponer algunos puntos centrales de su crítica al marxismo-leninismo y a las paradojas de la razón instrumental de izquierda, intentaremos elaborar la relación entre su singular pensamiento y lo que hoy llamamos infrapolítica, no para re-capturarlo o disciplinarlo en una “nueva” perspectiva o escuela, sino para mostrar que su pensamiento es el resultado histórico de, pero también una respuesta a, la crisis de un modo específico de entender la relación entre teoría y práctica, entre marxismo y política.

Así, el pensamiento de del Barco no puede ser inscrito en una “historia” de la filosofía, del marxismo o del pensamiento latinoamericano sin violentar la singularidad de su gesto, que no consiste en un arrebato anti-filosófico, hoy en día más o menos estandarizado, sino en un cuestionamiento de la misma funcionalización de la filosofía como lógica, principio, arché, fundamento o razón.

No se trata, en otras palabras, de un rechazo advenedizo de la filosofía, sino de un pensamiento filosófico an-árquico, a-principial y polémico, que sin renunciar nihilistamente a ella, la problematiza, des-edipizando su lectura y descolocando su función de autoridad, para abrirse a una política que ya no puede ser pensada en los términos modernos de la Gran Política que dirigirá los destinos de la Historia Humana, sino como una infrapolítica, no desde abajo (pues esto sería una inversión topológica vulgar), sino desde la incongruencia constitutiva de vida y saber, acción y razón, teoría y práctica.

La infrapolítica no es una teoría política ni una forma conceptual acotada, sino un nombre para la insubordinación del pensamiento en la época de la realización de la metafísica occidental. En este sentido, intentamos una lectura de del Barco desde las particularidades de su polemos, pero en el entendido de que sus contribuciones -término injusto que intenta captar la dinámica de un pensamiento siempre en retirada-, co-inciden con la serie de preocupaciones que han dado paso a la reflexión infrapolítica, que es la que define nuestro trabajo actual.

El marxismo como técnica liberacionista

En sus dos libros sistemáticos dedicados a la revisión crítica del marxismo, Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas (1980) y El otro Marx (1983), despunta un diagnóstico brutal contra toda forma de ortodoxia y reduccionismo político. En efecto, a principios de los años ochenta, antes que las nuevas teorías de la democracia y de la “tardía” modernidad latinoamericana coparan los ámbitos académicos, y cuando todavía se discutía acaloradamente sobre el carácter “fascista” o “autoritario” de las dictaduras militares del Cono Sur, en el campo marxista los debates teóricos no se reducían a la simple adaptación de las recomendaciones de la Komintern, ni a la consolidación de una política de alianzas para derrotar al enemigo interno e internacional (el imperialismo).

Aún resonaban las tempranas contribuciones de José Carlos Mariátegui sobre la cuestión indígena, junto al debate en torno a los modos de producción en América Latina, la caracterización de las sociedades asiáticas, la crítica del desarrollismo y la dependencia y la determinación del carácter feudal o capitalista del proceso histórico latinoamericano, cuestiones que dividían el campo marxista entre los más “etapistas” y aquellos identificados con una versión libre de “la ley del desarrollo desigual y combinado”.

Para unos, se trataba de recuperar la democracia, afirmar el horizonte democrático-burgués y fortalecer los partidos comunistas (partidos de masas con un claro rol pedagógico) en su lucha por radicalizar la democracia. Para otros, el análisis debía ser hecho en términos del sistema capitalista global, y mediante una adaptación libre de la teoría leninista del “eslabón más débil”, se seguía la inminencia revolucionaria.

Desde Agustín Cuevas y René Zavaleta Mercado, hasta Roger Bartra o José Revueltas, el marxismo latinoamericano estaba lejos de ser un campo homogéneo y estructurado en torno a una filosofía de la historia convencional. Del Barco pertenece a esta coyuntura, pero su singularidad consiste en la forma radical en que plantea no una adaptación del marxismo soviético oficial, sino una crítica radical de sus usos convencionales, soviéticos o no.

Encontramos en él no solo claridad con respecto a la coyuntura marxista en la región, sino una rigurosa lectura de las obras efectivas de la tradición marxista y una particular sensibilidad filosófica que le permitía estar atento a las contribuciones del pensamiento contemporáneo.[4]

A la vez, más allá de su pertenencia al grupo de los gramscianos argentinos que desde los Cuadernos de Pasado y Presente, y después desde el exilio mexicano, habrían realizado una sólida contribución al marxismo teórico y político en la región[5], del Barco sin embargo, no puede ser homologado con figuras consulares tales como José Aricó o Nicolás Casullo, sin omitir sus derivas particulares.

Quizás se podría afirmar, sin desmerecer la importancia histórica y teórica de estos intelectuales, que el trabajo de del Barco permite una tensión más “productiva” cuando es comparado con el giro post-marxista de Ernesto Laclau y con las críticas al ethos racionalista y sacrificial del marxismo oficial, desarrolladas por el pensador ecuatoriano Bolívar Echeverría, pues lo que estos tres pensadores comparten es una sospecha radical con las promesas de la misma revolución como interrupción de la lógica capitalista de acumulación.

En efecto, mientras que para Ernesto Laclau la revolución fue sobre-codificada por una lógica de la necesidad que terminaba haciendo imposible a la misma política al interior del marxismo convencional, para Bolívar Echeverría la revolución más que una interrupción de las formas de violencia mítica propias del capitalismo, sería parte fundamental de su puesta en escena, mecanismo interno y definitorio del capital.[6]

Para del Barco, lo que importa es una lectura histórica de Marx y no una repetición del código marxista. En este sentido, se trata de una “reactivación”, para usar una figura fenomenológica, que despabila al mismo alemán, sepultado por una “sedimentación” sistemática de su pensamiento a cargo de la intelligentsia revolucionaria oficial.

El Marx que sale de su pluma es ya otro, no hijo de Hegel o de la filosofía burguesa, pero tampoco aquel que habría puesto la dialéctica al revés, invirtiendo el viejo idealismo alemán, sino un Marx inundado de historia, atento a las dinámicas críticas de la sociedad de su tiempo, y por lo mismo, no el autor de esquemas conceptuales de validez universal, sino una especie de etnógrafo sensible  a las particularidades históricas y sociales de su entorno.

Este otro Marx es un escritor lleno de contradicciones, y del Barco no lo lee para asegurarse un acceso privilegiado a los secretos de la historia, sino que lo lee como un sismógrafo, buscando en sus textos el registro involuntario de las dinámicas sociales más allá de toda lógica, pues “todo intento por constreñir lo real dentro de una lógica termina por hacer estallar la lógica” (OM 69).

Esto último es relevante, pues ya no se trata de determinar ni la validez ni la génesis del canon marxista, y lejos de remitir su circunstancialidad a una afortunada síntesis de economía política inglesa, socialismo francés y filosofía alemana, el Marx que emerge de los escritos del argentino no es ni un filósofo ni un economista, sino un crítico de lo real: “Para Marx, y esto es lo que no termina de entenderse, se trata de cuestionar lo real (que aquí es el modo de producción capitalista) y la “ciencia” de lo real; de criticar el sistema criticando el sistema-de-categorías del sistema”. (OM 17)

En este sentido, del Barco escribe desde la crisis del marxismo, pero no para sentenciarla normativamente, sino para insistir que es la misma crisis, en cuanto condición ontológica de la historia (si se nos permite este oxímoron foucaultiano), la que define la ocasión de Marx. En efecto, es desde la crisis que ha surgido la textualidad del alemán, y así, sus categorías son siempre momentáneas y sus observaciones metodológicas siempre históricamente encarnadas y nunca deberían haber sido convertidas en un método general.

Sin embargo, la historia del marxismo podría ser leída como un intento incesante por establecer un corpus, un método, una epistemología que resuelva, de una vez y para siempre, su política, es decir, su relación epistemológica con lo real desde su domesticación categorial.

Aquí es donde la filosofía de la historia, en cuanto programa teleológico de culminación de una cierta voluntad subjetiva, la estructura onto-teológica de la metafísica y el partisanismo político marxista convierten el pensamiento de Marx, que es un pensamiento abierto o irresuelto frente a la “lógica” inanticipable del acaecer, en técnica, haciendo de su critica de la técnica una técnica más en la larga historia de la determinación de la existencia, de la enajenación, no como extravío desde la verdad del “yo”, sino en cuanto reducción de la travesía ontológica de la existencia a la disciplinada condición del sujeto y de la conciencia.

Del Barco entiende perfectamente este problema, la conversión del marxismo en técnica liberacionista, y entonces no puede dejar de advertir la paradoja de hacer de la crítica de Marx al fetichismo de la mercancía (que es la culminación des-humanizante de la historia de la técnica) una forma de la filosofía de la reconciliación y de la conciencia, pues en esa lectura hegeliana, la reconciliación y la restitución de la conciencia son posibles por la reducción de la misma negatividad de la experiencia a una forma positiva del saber.[7]

Para él, incluso Heidegger no alcanza a percibir en Marx más que una teoría propia del siglo 19, sin percatarse que lo que hay allí es “una inmensa fenomenología-crítica precisamente de la técnica devenida sujeto social” (OM 19).

De una u otra forma, en su resistencia al sujeto hegeliano, ya se adivina su desconfianza no solo con el carácter monolítico del sujeto político marxista, el obrero en cuanto clase consciente para sí y el respectivo reduccionismo de clases del marxismo vulgar, sino también su distancia con el proceso auto-télico desde el que la sustancia deviene sujeto, haciendo de la política una cuestión relativa al saber absoluto.

Para anticipar una preocupación propiamente infrapolítica, podríamos decir que es en este plano donde del Barco ya piensa lo político más allá del sujeto.

Pero antes de ir a este punto, destaquemos cómo el filósofo cordobés, de manera análoga a cierto pensamiento agrupado bajo el mote de post-estructuralismo, y gracias a su lectura destructiva de la filosofía de la historia, no solo suspende la naturalizada relación entre teoría y práctica, sino que no cesa de darle prioridad a la práctica, no como implementación de un recetario definido desde algún esquematismo conceptual, sino como confrontación con lo real, y por tanto, no como actividad reservada a un sujeto en particular, asignado acríticamente desde la división del trabajo, sino como propiedad de la misma existencia.[8]

Esto implica leer lo real no como aquello informado por la voluntad de algún sujeto histórico, sino como aquello frente a lo cual el sujeto no cesa de darse cabezazos, hasta destruirse como figura meramente epistemológica, arriesgándose a transitar la delgada línea que separa el nihilismo subjetivista de la filosofía de la conciencia. La política aparece entonces no como habilitación o salvación de un sujeto, sino como posibilidad de una experiencia de lo real más allá de la mediación categorial que nos entrega lo real ya siempre técnicamente mediado.

Sin embargo, no se trata de postular una experiencia originaria, sin mediación técnica, como si su crítica de lo posthumano restituyera la dicotomía metafísica de physis y techné, que sigue abasteciendo a las políticas identitarias, vernáculas, contra-modernas en la actualidad. Se trata, por el contrario, de una problematización radical de la técnica no como producción de una naturaleza inorgánica o artificial del hombre, sino como condensación de las relaciones de poder y subordinación que caracterizan al proceso de acumulación capitalista y a su variante liberacionista.

Esa es la consecuencia radical que del Barco lee en el método marxista, y no una serie de preceptos que dictaminarían un cierto qué hacer teórico o práctico, pues todo su trabajo es una interrupción, nos atrevemos a sugerir, de ese qué hacer que es la forma distintiva de la conversión del pensamiento de Marx en marxismo o técnica liberacionista.

En otras palabras, su crítica de la técnica no es antropológica sino que relativa a la cuestión del poder y la acumulación.

Así, su lectura de la relación entre Hegel y Marx es una lúcida problematización del estatuto de la teoría, no como actividad contemplativa o reflexiva, sino como narrativización conceptual del acaecer.

Del Barco no intenta mostrar la herencia hegeliana en Marx, sino desacreditar su presencia en un marxismo teorético que cada vez que es llamado a explicar dicha relación termina por “hegelianizar” la especificidad del pensamiento de Marx, más allá del hecho, perfectamente hegeliano, de presentar la teoría marxista como inversión o, incluso, como materialización de Hegel.

Pero, no se trata solo de una cuestión filosófica relativa a las herencias conceptuales, entre las que destacarían, en primera instancia, la totalidad, la historia, el sujeto y la dialéctica, sino de una cuestión mucho más determinante, inscrita en un nivel menos explícito, relativa al hecho de hacer comparecer ambos pensamientos, de manera equivalencial o proporcional, a un cierto plano de comparabilidad en el que, mediante una analogía general, se disuelve la resistencia que el riguroso pensamiento de Marx le opone al cierre teórico de la filosofía hegeliana.

En otras palabras, no se trata de establecer una relación de continuidad o discontinuidad entre ambos, sino de pensar el surgimiento, con Marx, de un espacio no teórico, lo real, y por lo tanto, no capturado por la astucia de la razón filosófica.

Permítasenos una extensa cita donde todo está lúcidamente articulado:

“La diferencia entre Marx y Hegel está en que mientras Hegel reprime lo real de la relación concepto-real, haciendo del conocimiento el desenvolvimiento del concepto y afirmando la filosofía (más precisamente su lógica) como la verdadera Ciencia; Marx refiere el concepto a lo real, el concepto es concepto-de-lo-real, de lo concreto real, en su forma conceptual; además y, esencialmente, el concepto vuelve encarnado políticamente al concreto-real para su transformación: en ese “comienzo” y en esta vuelta se desmarca el estatuto del teórico-originario propio de las clases explotadas; mientras la “ciencia burguesa”, ya sea la Economía Política o la Lógica, se dispara hacia lo abstracto clausurándose en el concepto, la teoría revolucionaria “deviene fuerza material”, deviene-mundo. Este movimiento trans-teórico produce un desplazamiento absoluto del corpus filosófico.” (OM

63)

Algo similar es lo que ocurriría con los esfuerzos, finalmente infructuosos, de Louis Althusser por problematizar la práctica y darle un estatuto en el sistema teórico marxista. Ya sea la práctica política, la ideológica o la teórica, es el intento por fijar su estatus lo que traiciona la brillante intuición originaria de su anti-hegelianismo.

De esta forma, en vez de desmontar el andamiaje conceptual del teoricismo hegelo-marxista, Althusser terminó por producir, al interior de la teoría, una inversión anti-historicista que resultó contra-producente y limitada para pensar la historicidad radical de las prácticas sociales.

Es esta diferencia entre historicismo e historicidad la que le permite a del Barco tomar distancia del estructuralismo marxista y, aún cuando su crítica del historicismo burgués es fundamental, eso no lo lleva a negar la historicidad radical de las prácticas sociales desde una cómoda con-ciencia filosófica.

El problema de fondo, como advertíamos, es la pérdida de potencia de la crítica de Marx a la técnica, articulada como crítica del fetichismo de la mercancía, pues del Barco lee dicho fetichismo no como una espuria categoría de la conciencia enajenada, predispuesta a ser reintegrada o recuperada en una Aufhebung concientizante, sino como concreción del mismo desarrollo des-humanizante de la técnica, en una proximidad con Heidegger que plantea la cuestión de la misma técnica más allá de la hipótesis antropológica convencional.

En tal caso, en su des-hegelianización de Marx, Althusser habría llegado a suprimir no solo los textos juveniles, considerados como ideológicos, sino incluso el mismo capítulo primero del capital, cuestión que le impidió entender al mismo Capital como una crítica de la técnica en cuanto concreción des-humanizante de una racionalidad operativa y teórica a la vez:

Su teoricismo epistemológico –concluye del Barco- le produce una especie de estrabismo conceptual: considera que un término hegeliano, o filosófico, implica toda la problemática propia de su contexto y, consecuentemente, se dedica a expurgar a Marx de “conceptos” hegelianos. (OM 105)

Obviamente, la crítica del pensador argentino es compleja y elaborada, no está focalizada solo en Althusser, sino en la misma conversión del marxismo en una suerte de teoría general o filosofía materialista de la historia, pero ya en la época de la publicación de El otro Marx éste conocía la famosa Lección de Althusser con la que Rancière problematizaba su distanciamiento de la escuela althusseriana.[9]

A la pasada, en una línea que contiene el programa de todo pensamiento a-principial y an-árchico contemporáneo, del Barco comenta: “Como dice Rancière ‘la lucha de clases en la teoría es el último recurso de la filosofía para eternizar la división del trabajo que le da lugar’” (OM 111). Lo que está puesto en cuestión acá no es solo el carácter técnico-liberacionista del marxismo, su falta de problematización del lugar que se le asigna en la división del trabajo (trabajo intelectual / trabajo manual), sino la complicidad de este marxismo con los mismos mecanismo de acumulación que definen al capitalismo, pues lo que sostiene su condición de técnica liberacionista es su expropiación de la inteligencia colectiva y su apropiación de la reflexión teórica, cuestión que no solo crea una burocracia de expertos o una vanguardia de iluminados, sino que desbarata el “comunismo de la inteligencia” remitiendo al obrero a una lógica identitaria que lo condena a actuar una identidad de clases definida desde el guion de la teoría.

Si Rancière piensa la noche de los proletarios[10] como aquella instancia donde estos se des-identifican y desmarcan de las

narrativas sacrificiales y heroicas reproducidas no solo por la teoría sino también por la historiografía marxista, del Barco, con una intuición similar, entiende que el trabajo de Marx no puede ser apropiado por un régimen de saber autónomo, pues la misma condición de posibilidad de dicho trabajo es la crítica del orden disciplinar y disciplinario que surge de la determinación teoricista de la práctica y de la política:

“Marx –sostiene el cordobés- no fue un teórico a la manera como lo entiende Althusser: como un profesor que sabe mucha economía y mucha filosofía. Sabía si mucha economía y mucha filosofía pero las criticó, no acepto el juego de quedarse en la economía y en la filosofía. Porque no tenía lugar en ellas pudo criticarlas” (OM 101).

Sin embargo, hay que entender que esta crítica al teoricismo marxista no es ella misma una crítica teórica, pues eso sería repetir la tautología estructurante del marxismo, su autoafirmación como inmanencia absoluta y conceptual. Por el contrario, la verdadera raíz del teoricismo marxista radica en su condición de forma histórica de saber, es decir, en las decisiones no de la teoría sino del teórico.

Por lo mismo, necesitamos aclarar que del Barco no está proponiendo una crítica psicologista al carácter de los marxistas, sino una crítica radical al embelesamiento híper-explicativo, auto-referente o auto-suficiente con que los marxistas confrontan las incertidumbres de lo real.

Si la premisa fundamental y básica del análisis materialista era la inversión de las categorías subjetivas (o genérico-sensibles) de Hegel y Feuerbach, dicha inversión fue restituida por el marxismo que terminó por generalizar las categorías del análisis de Marx, olvidando su condición radicalmente histórica, política. El marxismo es una intervención en el orden de lo real o no es nada, es decir, o entendemos el marxismo como una forma de la práctica históricamente constituida de los proletarios o convertimos el marxismo en una filosofía de la historia de la liberación, sin advertir que el problema con esto radica en el lugar de comando que le seguimos asignando a la filosofía.

Aquí es donde del Barco entiende la pertinencia de una “ciencia proletaria”, entre comillas, pues no se trata del fomento estalinista de una ciencia obrera, ni del entusiasmo vanguardista con la Proletkult, sino de una interrupción de la objetivación que el saber supone sobre el mundo, desde la perspectiva de sus hacedores (para no decir agentes o actores), los mismos que se encuentran sometidos tanto a la lógica de la acumulación capitalista como a la lógica de la liberación marxista.

Aquí mismo es donde la crítica del Barco a la función técnica de la filosofía se muestra como una crítica de la función filosófica de la técnica:

“De esta manera la ciencia, a través de la máquina, se convierte en el sujeto fetichizado de la sociedad capitalista y es este fetiche, fruto de una inversión real, el que funda lo que llamamos el fetichismo de la ciencia. La importancia constitutiva que tiene la ciencia en nuestra sociedad deriva de su encarnación maquínica: es el cerebro de ese gran autómata (complejo de máquinas que funcionan automáticamente) que es el modo de producción capitalista. (OM 189)

Pero, todas estas observaciones en contra de la conversión del marxismo en técnica liberacionista ya habían sido explícitamente articuladas, unos años antes, cuando del Barco emprende un riguroso análisis de la Revolución Rusa y de la relación entre leninismo y estalinismo.

Hacia allá quisiéramos desplazarnos ahora, pues eso nos permitirá complementar la crítica del liberacionismo técnico con la crítica del vanguardismo iluminista, en cuanto ambos son eficientes en la expropiación del “comunismo de las inteligencias” que termina por perpetuar en el marxismo oficial su complicidad con los procesos de expropiación y acumulación.

El fracaso de la revolución

El punto de partida en la reflexión histórico-política de del Barco es, significativamente, la conciencia clara respecto del fracaso de la Revolución Rusa, que pasó de ser una instancia democratizadora y liberadora a una máquina autoritaria que terminó por convertir al país en un inmenso campo de concentración basado en un proceso innovador y autoritario de “acumulación socialista”, tanto a nivel económico, como a nivel político.

Dicha acumulación entonces no solo replicó el modo de producción capitalista en una forma acelerada y centralizada, sino que instituyó un fundamento teológico para la acción que hacía más evidente la relación entre capitalismo y religión, precisamente porque el socialismo surgido del leninismo instituía, sin cinismo ni mediaciones, los rituales propios del capitalismo occidental, según una nueva nomenclatura que disputaba superficialmente el modelo modernizador de Occidente solo para confirmarlo a nivel de sus premisas fundamentales (autoritarismo, productivismo, sacrificialidad, racionalidad principial, etc.).[11]

Habría que insistir aquí en dos cosas, por un lado, el análisis propuesto por del Barco no es propiamente conceptual o historiográfico, sino histórico-político, pues su examen de las limitaciones del pensamiento leninista y de las consecuencias materiales de tales limitaciones va allá de la situación rusa o de la Revolución Bolchevique en particular y se extiende hacia el horizonte general del marxismo contemporáneo.

Por otro lado, este análisis tampoco se conforma con la habitual, aunque ahora insostenible, hipótesis que ve en el estalinismo la razón de la crisis de la Revolución; por el contrario, y en esto reside la singularidad de su investigación crítica, es en el mismo Lenin donde se encuentran una serie de paradojas que acaban sobre-determinando el proceso revolucionario desde una lógica autoritaria y finalmente nefasta.

En Lenin la teoría funda la práctica política, sustrae las luchas inmediatas de las clases sometiéndolas a un sentido trascendente, que existe fuera y por sobre la clase, y del cual es depositario el partido como organización política de la clase.

Este sentido, a su vez, constituye la base de un tipo de partido rigurosamente estructurado en un orden pedagógico, de guía y maestro, tal como fue expresado cientos de veces por la vieja y la nueva ortodoxia. (ECL 177)

Necesitamos detenernos acá para destacar la prolijidad del argumento. La Revolución tiene, al menos, dos etapas bien marcadas, la primera relativa a la lucha contra el zarismo y la preeminencia de los Soviets como organizaciones populares y democráticas, la segunda como lucha por la consolidación del socialismo y por la organización efectiva del nuevo Estado soviético, en el contexto de la Primera Guerra Mundial y de los ataques “imperialistas” europeos.

La figura de Lenin es central en todo el proceso, pero lo que le importa a del Barco no es su pensamiento como sistema de reglas o preceptos, sino la circunstancialidad efectiva de sus elaboraciones. Lenin aparece entonces como un pensador de la cuestión nacional y del socialismo, que va elaborando sus “tesis” en directa relación con las coyunturas históricas y políticas.

Sin embargo, en esas elaboraciones o “tesis”, y no solo es su

canonización posterior por parte del estalinismo, es donde encontramos las paradojas que terminan por obstruir el mismo proceso revolucionario y facilitar una reconcentración del poder en manos de una nueva burguesía disfrazada de burocracia partidaria, cuya legitimidad venía asegurada por el mismo esquema intelectualista que Lenin formula para pensar las relaciones entre teoría y clase.

“La idea leninista de que la teoría de la clase obrera se gesta y existe al margen de la clase, fuera de la clase, genera la concepción “bolchevique” de que el partido es el depositario del saber y del deber-ser de la clase; como consecuencia lógica de esta premisa la función prioritaria del partido consistirá en hacer penetrar en la clase la conciencia-de-clase elaborada por los intelectuales burgueses al margen de la clase; de esta manera el Partido será la “correa de transmisión” encargada de trasladar (de afuera hacia el interior) la ciencia-del-proletariado; será el encargado de transmitir la verdad de la clase desde el lugar de la teoría al lugar del proletariado. (ECL 29)

En efecto, no sería exagerado decir que del Barco escribe La lección de Lenin, pues su crítica apunta centralmente a la manera en que las decisiones acotadas del ruso van generando las condiciones para una “acumulación socialista” quizás más eficiente en el corto plazo que la misma acumulación capitalista, retardada en el territorio nacional gracias a las contantes invasiones mongoles y a la persistencia de una organización autárquica y señorial.

Sin embargo, en términos más acotados, del Barco pone atención, en el pensamiento de Lenin, a la conversión del campesinado ruso (mayoritario a principios del siglo 20) en una espuria noción de clase asalariada, cuestión que permitió recurrir a la mecánica justificación marxista de la revolución como desenlace inexorable de la historia y como producto de la acción organizada del proletariado.

Al sentar las bases del desarrollo capitalista en Rusia y extender en demasía la misma noción de clase obrera, no solo ésta se volvía irrelevante, sino que se desconocían las mismas reformulaciones que Marx había elaborado respecto a la comuna agraria rusa y a la cuestión campesina en general.

En efecto, tanto en sus escritos etnológicos, en sus análisis sobre las formaciones económicas pre-capitalistas o en sus correspondencia con Vera Zasulich, Marx había revisado los postulados propios del Manifiesto del Partido Comunista (1848) que le asignaban una centralidad estratégica a la clase obrera, para pensar la crítica del capital más allá de la prioridad ontológica asignada una subjetividad en particular.[12]

Todo este otro Marx, que comienza a ser cada vez más relevante desde mediados del siglo 20, quedaba supeditado a una lectura reduccionista que ponía énfasis en la centralidad de la clase obrera como sujeto político de la revolución.

Sin embargo, aquí hay un segundo momento central en el leninismo, pues si bien es la clase obrera la que constituye el potencial revolucionario al interior del capitalismo, esta clase no cuenta con una conciencia clara de su condición de clase y esta conciencia debe ser “importada” desde el exterior por una vanguardia revolucionaria que represente de manera radical sus intereses de clase.

Esa es la tarea de los bolcheviques, en primera instancia. Sin embargo, del Barco atiende a la misma metamorfosis interna del poder en el Partido Comunista, a las purgas y a la re-concentración del poder en una nueva burguesía emergente en la Rusia post-revolucionaria, como causas de la conversión del movimiento revolucionario en una forma totalitaria de Estado-Partido unificado, cuya voluntad baja desde el comité central hacia las bases, contraviniendo la teoría clásica del centralismo democrático, cuestión que no se debe solo al estalinismo, sino que aparece en Lenin como “excepcionalidad” demandada por la coyuntura.

De una u otra forma, en la lectura realizada por del Barco, Lenin aparece como un soberano schmittiano que decide sobre la excepción y determina la vigencia o suspensión del pacto social.

“El razonamiento se articulaba de la siguiente manera: si el Estado era ocupado por el partido que a su vez era el verdadero representante de la clase, ¿por qué los obreros concretos de esta o aquella fábrica, esos obreros primitivos, sin ciencia y sin técnica, iban a tener que hacerse cargo de las mismas? Más bien debían poner en práctica (obligatoria) su fidelidad a ese partido que era el depositario del saber, dejando que gobernara en nombre de ellos.” (ECL 155)

La lección de Lenin nos indica, entonces, que gracias a una serie de medidas excepcionales, el ruso fue consolidando la concentración del poder en la Unión Soviética, expropiando a las masas campesinas y trabajadoras de su agencia política, sometiéndolas a los imperativos, estatalmente diseñados, de la revolución y su consolidación, y favoreciendo las purgas intestinas que terminaron con la crisis epocal del socialismo como estalinismo.

En tal caso, el estalinismo no es una traición o un desvío del marxismo leninismo, sino su consecuencia lógica, toda vez que en él se expresan la serie de criterios elitistas, sacrificiales y vanguardistas que terminaron por convertir a la misma revolución en una performance del capital.

A pesar de las críticas de Luxemburgo, para quien la organización obrera era inmanente al movimiento mismo (a la huelga general), o de los populistas rusos que insistían en que era desde el ceno del pueblo desde donde debían surgir las tendencias y políticas democráticas, Lenin no vaciló en implementar un Estado fuerte y centralizado (modelo alemán), en los años 1920, cuestión que facilitó la conversión de la revolución en una fallida experiencia autoritaria.

Así, al igual que su crítica del teoricismo marxista, del subterfugio hegeliano y del althusserianismo como práctica teórica, del Barco concibe el problema de Lenin como una insuficiente problematización del estatus de la teoría y de su función normativa con respecto a la política.

El gran problema de Lenin, nos parece, es que piensa la realidad desde la teoría, desde fuera hacia adentro. No se trata de que no piense la realidad rusa, pues constantemente piensa y discute acerca de la realidad rusa, incluyendo al campesinado, sino que piensa dicha realidad, y esto es lo que queremos marcar, desde una óptica teórica determinada: su teoría de la revolución, la relación entre teoría y clase, y, finalmente, el tipo de partido que implica como necesaria dicha concepción. (ECL 58)

Aquí radica entonces la singularidad del pensamiento de del Barco, en su análisis crítico y destructivo del horizonte onto-teológico que sigue limitando a la tradición marxista, convirtiéndola en un dispositivo al servicio de la acumulación y del dominio técnico sobre lo viviente. La nitidez de sus planteamientos no fue suficiente para abrir un debate fundamental, que de una u otra manera, vuelve a explotar a principios del 2000 con su intervención relativa a la violencia guerrillera y la complicidad que él mismo habría tenido, irreflexivamente, con el partisanismo guerrillero del pasado.[13]

Pero en cada una de sus intervenciones lo que está en juego no es una ética o un arrepentimiento personal, sino un cuestionamiento de la sobre-determinación teórica de la práctica, que representa una forma de la política asociada con la disputa argumental, hegemónica y principial.

Es por esto que nos interesa leer la sui generis política de su polemos en relación a la serie de problemas que identificamos ya como infrapolíticos, pero no porque la infrapolítica sea una alternativa teórica más eficiente (o una mera proposición práctica), sino porque como tal ésta nombra el exceso de la vida con respecto a la teoría, o si se quiere, la insuficiencia de la teoría para dar cuenta de las formas históricas de la existencia.

La dislocación

Decíamos que nuestra percepción del trabajo crítico de Oscar del Barco podría beneficiarse notablemente al ser contrastada con las perspectivas desarrolladas por Bolívar Echeverría y Ernesto Laclau. Dicha comparación, sin embargo, que solo podemos sugerir acá, debería partir por evaluar las formas en que estos pensadores elaboran su crítica del marxismo y del socialismo realmente existente.

La forma en que revisan tanto el reduccionismo de clases como el esquema evolutivo del marxismo convencional, y finalmente, la forma en que repiensan el estatuto de la revolución y de la misma política. Nos remitiremos estrictamente a la crítica que Ernesto Laclau (y Chantal Mouffe) han desarrollado del marxismo occidental, desde tres planteamientos fundamentales, a saber, 1) la crítica del reduccionismo de clases, 2) la crítica de la lógica de la necesidad (y de la inexorabilidad de la revolución) y, 3) la crítica del economicismo que hace imposible una teoría marxista de lo político, al concebirla como un reflejo de las relaciones sociales de producción.

Frente a esto, ellos presentan una innovadora lectura de la tradición gramsciana, apropiándose y problematizando la noción de hegemonía que en toda su polisemia conceptual, comienza a funcionar como descripción del poder fácticamente articulado, como teoría de la formación del poder y las disputas políticas y como sinónimo de la misma política en general.

Más allá de la necesaria discusión en torno a esta lectura en particular, interesa para nuestro cometido actual, mostrar cómo la teoría de la hegemonía funciona en términos teóricos e históricos.

Por un lado, para Laclau la hegemonía pareciera contener todo el campo de lo político, mientras que por otro lado, ésta funcionaría como modelo explicativo de la misma historia del poder y de la formación del Estado, en América Latina y más allá. Nada de esto es problemático, sin embargo, si se comparten las premisas explicitas de esta formulación, a saber, la configuración discursiva de lo hegemónico, la ontologización de lo social como articulación post-fundacionalista de la sociedad, el primado de los procesos de significación colectiva y la disputa hegemónica por el control del aparato de Estado en general.

De hecho, la teoría de la hegemonía es una formulación muy precisa de la relación entre contingencia y necesidad, ya que invirtiendo la lógica del marxismo clásico, Laclau (y hasta cierto punto Mouffe) conciben lo político como el espacio de la indeterminación de lo social (radicalizando al mismo Claude Lefort, si se quiere), donde lo que está en juego es la toma, no revolucionaria, del poder.

Sin embargo, a pesar de las similitudes superficiales, quizás es en la noción de “travesía inmanente de la crisis” acuñada por del Barco en su lectura de Marx donde podríamos domiciliar un desacuerdo fundamental. Mientras que Laclau y Mouffe presentan su teoría como elaboración sustitutiva (discursiva) de un evento traumático que altera el orden hegemónico previo, haciendo que la política sea una permanente elaboración de cadenas significantes capaces de re-articular un sentido para la experiencia social desarticulada [14] ; del Barco presenta la crisis como dislocación radical y no como un momento teleológicamente adherido a la nueva operación articulatoria.

De esta diferencia se sigue, por lo tanto, que la travesía inmanente de la crisis no se resuelve en una reconfiguración discursiva, finalmente teórica (aunque no se trate de teoría académica), ni tampoco la política coincide con la noción de hegemonía ni con la disputa irrenunciable por el poder (como si la hegemonía fuese otro nombre de la “voluntad de voluntad” metafísica).

Quizás en esto mismo radica la diferencia en términos de influencia política que la obra de ambos tiene en el concierto latinoamericano actual, pues mientras Laclau se deja leer, de manera natural y lógica, como el referente teórico de las nuevas experiencias de la izquierda regional, del Barco no parece hacer posible el tránsito de sus formulaciones a la condición de referente para una forma, hegemónica o contra-hegemónica, de la política actual.

Sin embargo, no nos interesa sancionar la razón populista y hegemónica de Laclau como una nueva “filosofía de la historia” en tiempos de globalización, ni tampoco intentamos repetir el gesto advenedizo y, finalmente, reaccionario, de concebir el trabajo de del Barco como una reflexión filosófica incontaminada por la política.

Pues aun cuando del Barco funciona como referente para organizar nuestras reflexiones, habría que advertir que su estilo particular consiste en la anulación del dato biográfico y en el sabotaje permanente de la noción de autoría.

Es aquí donde, finalmente, queremos destacar la convergencia de su permanente cuestionamiento con el tipo de problemas que la infrapolítica identifica como relevantes, sin negar que esto pueda todavía resultar gratuito e incluso violento para él mismo.

Si la infrapolítica no es ni un concepto ni un “approach”, ni menos una retirada desde la política, sino una forma oblicua de problematizarla y un éxodo con respecto a la problemática de la voluntad de poder, entonces, las condiciones para la reflexión infrapolítica coinciden, y esta sería nuestra sugerencia final, con las que traman el trabajo crítico del pensador cordobés.

A saber, una problematización de la hegemonía como razón política suficiente (la infrapolítica es post-hegemónica en la medida en que su cometido no está tramado por las disputas en torno a la hegemonía ni a la toma del poder) y una problematización de la prioridad de la política, de la racionalidad y de la teoría como monopolio de una vanguardia iluminada, que todavía descansa sobre procesos flexibles de acumulación y sobre la obliteración del comunismo de las inteligencias sociales, gracias al privilegio de los “expertos”.

El cuestionamiento radical que del Barco realiza de la tradición marxista nos lleva a un momento central de la discusión infrapolítica, momento en que la lógica principial y el principio de razón constitutivo de la metafísica, se muestran en su copertenencia al interior de la tradición onto-teo-lógica y totalmente alojados en la historia moderna del liberacionismo.

La conversión del marxismo en técnica de la liberación es, en tal caso, su reducción a la lógica hegemónica y principial que define convencionalmente lo político. La infrapolítica no intenta sobre-codificar este movimiento, sino que habitar en su imposible sutura, lugar donde la historia no coindice con la lógica y donde lo política es siempre algo más que el sujeto. La infrapolítica apunta, de una u otra forma, a una experiencia insobornable de la intemperie, y así, la singularidad del pensamiento de Oscar del Barco no debe ser confundida con la oferta teórica de la máquina semiótica universitaria, pues lo que él hace no es teoría, sino el registro sutil y permanente del descentramiento radical de la existencia.

Si sus críticas devastadoras de la tradición marxista, del leninismo y del fracaso de la revolución tienen algún sentido, no debería sorprender entonces que hayan sido desatendidas por tanto tiempo, pues lo que está en juego en ellas es la misma posibilidad de una política de izquierda no sujeta al principio de razón ni a la lógica de la hegemonía.

Más allá de las acusaciones circunstanciales sobre su abandono de la política y su “caída” en la ética o en la teología, habría que pensar cómo, desde este trabajo, lo que se hace posible es una nueva comprensión de la política; a esta posibilidad atendemos con sumo cuidado siempre que la infrapolítica no se entretiene con la búsqueda de nuevos fundamentos.

Fayetteville, marzo 2015


[1] Oscar del Barco, El otro Marx, México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 1983, pp. 12-13. De ahora en adelante citado como “OM”.

[2] Oscar del Barco, Esbozo de una crítica de la teoría y práctica leninistas, México, Universidad Autónoma de Puebla, 1980, p. 102. De ahora en adelante citado como “ECL

[3] “Por consiguiente resulta imposible hablar de una práctica política y habría que decir más bien que la política no es una práctica sino una intensidad propia de toda práctica” (OM 41).

[4] Por ejemplo, junto a Conrado Cerreti, del Barco es traductor de la temprana versión en español de De la Gramatología (México, Siglo XXI Editores, 1971), libro fundamental de Jacques Derrida que había aparecido un poco antes, en 1967.

[5] Raúl Burgos, Los gramscianos argentinos. Cultura y política en la experiencia de Pasado y Presente, Argentina, Siglo XXI, 2004.

[6] Ver de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una democracia socialista, España, Siglo XXI, 1987. Y de Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI, 1998

[7] Este sería uno de los problemas a seguir en sus textos posteriores, pues no se trata de afirmar ni una ruptura con un momento juvenil, ni una obra “sistemática”, a la manera en que los filósofos profesionales leen el pensamiento según los postulados de la historia de las ideas. Ver, por ejemplo, Oscar del Barco, Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos, Argentina, Caja Negra Editora, 2010.

[8] No se trata, entonces, de una simple inversión de la jerarquía teoría-práctica, sino de su disolución radical, cuestión que no pasa por darle privilegio epistemológico o político a la práctica, sino por

liberarla de las contracciones de la lógica y de la técnica liberacionista. Pensar la práctica más allá del horizonte liberacionista implica llevar al extremo la crítica de la sobre-determinación técnica de la existencia y abrirse a una nueva concepción de la experiencia, cuestión que solo podemos dejar señalada acá, para evitar el contrabando de una noción vulgar o empirista de práctica en su trabajo.

[9] Jacques Rancière, La lección de Althusser, Buenos Aires, Editorial Galerna, 1975.

[10] Jacques Rancière, La noche de los proletarios, Argentina, Tinta Limón, 2010.

[11] Por supuesto, estamos aludiendo al breve pero sugerente texto de Walter Benjamin, “Capitalism as Religion”. Selected Writings Vol. 1, 1913-1926, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1997, pp. 288-291.

[12] Para dar una simple muestra de la creciente bibliografía al respecto, y para enfatizar la pertenencia del análisis de del Barco a comienzos de los 1980, permítasenos referir a Kevin B. Anderson, Marx at the Margins: On Nationalism, Ethnicity and Non-Western Societies, Chicago, University of Chicago Press, 2010. Y el más reciente volumen de Jean Tible, Marx Selvagem, São Paulo, Annablume, 2013. Mucho más habría que decir de las intervenciones de Álvaro García Linera al respeto, pero será para otra oportunidad.

[13] Ya en su libro sobre Lenin, del Barco señala lúcidamente está dimensión heroica y sacrificial de la militancia, pero no como una tara posológica, sino como efecto de una economía de la verdad y del poder: “En cierto sentido el terrorismo es la exaltación del elemento teórico, el que conforma un grupo en posesión de la verdad (teórica) de la revolución y cuyos integrantes actúan en consecuencia elevándose jerárquicamente a la posición de héroes (ECL 39). Es decir, en 1980 ya está sentado el criterio que le llevará, más tarde, a revisar su misma militancia juvenil.

[14] Ernesto Laclau, Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Argentina, Nueva Visión, 1983.

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