Crecí en una familia en la que la Historia se sentaba a cenar en la mesa. Durante toda su vida, mi padre se involucró en una serie de actividades profesionales paralelas, las cuales no sólo lo definían, sino que evidenciaban su amor por la Historia.
Era un adolescente cuando comenzó un programa en la televisión haitiana que analizaba detalles poco conocidos de la Historia del país. El programa raras veces me sorprendió: las historias que mi padre contaba a la audiencia no eran nada diferentes de las que me contaba en casa. Mi padre había ordenado algunas de ellas para un diccionario enciclopédico biográfico de la Historia haitiana que nunca terminó.
Después, en las clases que impartió sobre Historia universal en mi instituto, trabajé más duro que mis compañeros para conseguir superar la asignatura. Pero sus clases, aún siendo buenas, nunca superaron lo que aprendí en casa los domingos.
Los domingos por la tarde era cuando nos visitaba el hermano de mi padre, mi tío Hénock. Era una de las pocas personas que conocía que conseguía ganarse la vida gracias a su conocimiento de la Historia. Nominalmente era el director de los Archivos Nacionales, pero escribir era su verdadera pasión, y la publicación de su investigación histórica en libros, revistas, periódicos y a veces en algunos medios siempre fue demasiado rápida para que la mayoría de sus lectores pudiesen seguirla. Los domingos ponía a prueba sus ideas con mi padre, para quien la Historia era cada vez más su hobby favorito hasta que la práctica del Derecho le comenzó a ocupar más tiempo. Los hermanos discrepaban más veces que estaban de acuerdo, en parte porque cada uno veía el mundo de forma muy diferente, ya que el calor de sus divergencias, tanto políticas como filosóficas, avivaba sus amistosas discusiones.
La tarde del domingo era todo un rito para los hermanos Trouillot. La Historia era su coartada para expresar tanto su amor como sus desacuerdos –con Hénock exagerando su parte bohemia y mi padre subrayando su racionalidad burguesa. Discutían sobre personajes fallecidos hace mucho, haitianos y extranjeros, como uno charla sobre sus vecinos, pero con la distancia que da saber detalles íntimos sobre las vidas de gente que no son parte de la familia.
Si no sospechase de genealogías obvias, podría decir que fue esta mezcla de cercanía y distancia, y las posiciones de clase, raza y género que las hacían posibles, el núcleo central de mi herencia intelectual. Pero aprendí por mí mismo que lo principal puede ser menos lo que se afirma que el hecho de afirmarlo.
Creciendo donde crecí y siendo quien era, no podía escapar de la historicidad, pero también aprendí que cualquier persona, en cualquier lugar y con una adecuada dosis de sospecha, puede formular preguntas al pasado aunque tales interrogantes estén fuera de la Historia.
Mucho antes de leer las Consideraciones intempestivas de Nietzsche sabía de forma intuitiva que los pueblos pueden sufrir de sobredosis histórica, siendo rehenes complacientes de los pasados que crean. Lo aprendimos en muchos hogares haitianos en el culmen del terror de los Duvalier con sólo atrevernos a mirar fuera de nuestras casas.
Tan sólo siendo quien era y mirando al mundo desde donde me encontraba, la mera afirmación de que uno puede –o debe- escapar de la Historia me parece tanto necia como engañosa. Me cuesta trabajo respetar a aquellos que creen que la postmodernidad, independientemente de lo que sea, nos permite afirmar que no tenemos raíces.
Me pregunto si tienen convicciones, si de verdad tienen alguna. Del mismo modo, afirmaciones que sugieren que hemos alcanzado el final de la Historia o que estamos próximos a un futuro en el que todos los pasados serán igual me hacen preguntarme sobre los motivos de los que realizan tales alegaciones. Soy consciente que hay una tensión inherente en sugerir que debemos reconocer nuestra posición en la Historia mientras que tomamos distancia de ella, pero creo que dicha tensión es tanto sana como placentera.
Supongo que, después de todo, estoy reclamando ese legado de intimidad y distanciamiento del que hablé al principio.
Nunca estamos más cargados de Historia que cuando fingimos no estarlo, pero si dejamos de fingir puede que ganemos en comprensión lo que perdemos en falsa inocencia. La ingenuidad es a menudo una escusa para aquellos que ejercen el poder. Para aquellos sobre los que se ejerce el poder, la ingenuidad es siempre un error.
Este libro es sobre la Historia y el poder. Se ocupa de las múltiples formas en las que la producción de narrativas históricas supone la contribución irregular de grupos e individuos que compiten y que tienen acceso desigual a los medios para producir la Historia. Las fuerzas que expondré son menos visibles que los disparos, la propiedad de clase o las cruzadas políticas. Quiero demostrar que no son menos poderosas.
También quiero rechazar tanto la proposición ingenua de que somos prisioneros de nuestros pasados como la sugerencia perniciosa de que la Historia es aquello que construimos. La Historia es fruto del poder, pero el poder mismo nunca es tan trasparente como para que su análisis sea algo superfluo. La mayor característica del poder puede ser su invisibilidad; el mayor reto, mostrar sus raíces.