Uno de los problemas más complejos para un país, en una etapa de post conflicto, es restablecer su identidad como nación. Este problema tendrá diversos grados de dificultad según hayan sido la dimensión y las causas y si ese conflicto de debió a razones étnico culturales o fue por motivos político-sociales.
El Salvador fue un conflicto político-social de grandes dimensiones, con once años de duración (1981-1992), más de 80.000 muertos y casi dos millones de desplazados, para una nación de sólo seis millones de habitantes y apenas 21.000 kilómetros cuadrados.
Las heridas dejadas por las atrocidades cometidas por ambas partes, en un conflicto de tales dimensiones, han hecho muy complejo el proceso de restablecimiento de una identidad común. Por eso El Salvador tiene todavía ante sí el reto fundamental de abordar su historia reciente, teniendo a cuenta que la guerra terminó sin vencedores ni vencidos.
Probablemente para muchos, y sobre todo para los agentes externos, la solución parece fácil: enfocarlo como un problema de verdad y justicia, pero esto, llevado a la práctica, puede provocar nuevas divisiones en nuestro país.
El Salvadores una nación joven, en proceso de construcción de su identidad.
La reciente guerra civil, además de destruir vidas y recursos, significó el debilitamiento de lo que, bueno, malo o regular, era nuestro cuerpo de valores culturales. De ser un país fundamental y profundamente católico, pasamos a ser un
país con diversidad religiosa. La independencia, nos guste o no, había sido un hecho fundamental en nuestra historia, pero esta relevancia fue superada por la guerra civil, dada la intensidad y la extensión de ésta última. La Independencia de El Salvador y Centroamérica se produjo más como consecuencia del debilitamiento de España, que como la lucha de la propia región.
Sin embargo, la guerra civil de los 80 dejó a todos los salvadoreños con parientes o amigos muertos y/o emigrados.
Nuestro concepto de familia y de comunidad fueron seriamente distorsionados por una migración que descabezó millares de hogares y despobló centenares de comunidades. El sistema político fue transformado radicalmente y quedaron cuestionadas todas las instituciones. El autoritarismo no era sólo el comportamiento de unos malos militares y de unos oligarcas, sino el único método considerado efectivo para gobernar y la cultura imperante de toda la sociedad.
La democracia, portante, trajo necesariamente incomodidades de aprendizaje, tanto en la derecha como en la izquierda. Por otro lado, el conflicto entre la Iglesia Católica y Gobierno durante la guerra llevó a amplios sectores de la derecha a cambiar de religión y la izquierda llegó a identificar el sentido nacional con el poder oligárquico, al punto que sus militantes bailaron sobre la bandera nacional.
Esto da una idea de la polarización cultural a la que llegamos.
La guerra civil significó la división de la sociedad en bandos político-ideológicos. Por eso, a pesar del éxito del proceso de paz, subyacen y luchan dentro de la sociedad dos visiones de la historia que, de continuar remitiéndose al pasado, nos conducirán a nuevas divisiones entre buenos y malos y terminará socavando las instituciones de nuestra emergente democracia, a pesar de que dichas instituciones constituyen la garantía de la paz y estabilidad en el futuro.
Hoy en El Salvador conviven una derecha sin visión histórica, concentrada casi exclusivamente en llevar adelante un programa económico, y una izquierda sin programa económico, que instrumentaliza y recurre casi exclusivamente a la historia y al pasado para tener identidad.
La derecha ha olvidado a sus víctimas para gobernar y la izquierda las recuerda como táctica para llegar al gobierno. El tema histórico-cultural está vacío y plagado de esfuerzos polarizantes, con falsas visiones morales, que esconden, en la mayoría de los casos, ánimos de venganza…
El problema se refleja no sólo en la política sino que afecta a la educación, en todos sus niveles, a las investigaciones y a la producción cultural y artística. A esto se agrega la grave crisis de valores provocada por la violencia, que fue, durante más de veinte años, el lenguaje más común entre los salvadoreños. Tenemos un proceso de reconciliación que, por ahora, se sostiene sólo en el hecho de que nadie quiere la guerra.
Pero los problemas de violencia siguen porque vivimos en una situación de falta de identidad. La delincuencia no es la que más salvadoreños mata: el 60% por ciento de los 2000 homicidios anuales que se producen en el país son producto de la violencia social, de las riñas de la calle o intrafamiliares.
La división dejada por la guerra ha hecho perder el respeto al sentido de nación. La identidad nacional, el tener un patrón cultural común y un sentido de pertenencia, contribuyen a que en un país todos tengan interés en que se respeten las instituciones y se puedan alcanzar mejores niveles de vida.
Ni siquiera la globalización justifica no tener identidad cultural. Europa, por ejemplo, camina a una integración económica y política y la diversidad cultural de sus naciones es una de sus más grandes riquezas. Refundar nuestra identidad, por tanto, es un asunto de extrema urgencia.
Los textos de historia del Ministerio de Educación, elaborados al finalizar el conflicto, constituyen, hasta ahora, el único esfuerzo de objetividad, sin fomentar la división. Igualmente, el programa de formación de valores, del mismo ministerio, está abordando este problema, pero lo que se gana en las escuelas lo podemos perder en fas calles y las casas.
Las ONG’s y las entidades externas han puesto muchos recursos para producir investigaciones y trabajos que, si bien buscan la verdad, en muchos casos lo hacen con más énfasis en un lado que en otro y sin poner ningún empeño en reunificar a los salvadoreños. Hay, en las visiones de la historia reciente, la tendencia de las partes a intentar ganar culturalmente lo que no pudieron ganar en la guerra.
El fantasma de los buenos y los malos y la búsqueda del villano a quien achacarle la culpa de los males del pasado y del presente, siguen dominando.
Nuestra historia tiene pendiente dilemas que no sabe como abordar: el caso de Monseñor Romero (arzobispo asesinado en 1980) y Roberto D’abuison (líder fundador del partido ARENA, acusado del asesinato de Romero), los Jesuítas (asesinados en 1989 por un grupo de oficiales y soldados del Ejército) y la Fuerza Armada, la izquierda y los asesinatos y secuestros de empresarios (cometidos por las guerrillas en los 70’s para financiar sus fuerzas), por citar sólo algunos casos.
Detrás de cada uno de éstos personajes o entidades, ya sea víctima o victimario, hay una representación social numerosa a la que no se le puede imponer un punto de vista. No hay ninguna posibilidad de que alguien se erija en el juez moral que diga lo que estuvo bien o mal y tampoco hay posibilidad de que los juicios de éste sean aceptados como verdades por todos.
Es muy difícil en nuestro conflicto que alguien haya quedado limpio de culpa y a nada conduce discutir ahora quien fue el peor. Mal harían los que, sintiéndose libres de culpa en relación al pasado, lanzaran ahora piedras contra la paz del futuro. Tanto polarizaron al país los secuestros y asesinatos de empresarios en los 70’s, cometidos por la izquierda, como el crimen de Monseñor Romero, cometido por la derecha en 1980. La derecha, vía escuadrones de la muerte, asesinó al arzobispo y este hecho profundizó el descontento y desencadenó la guerra civil.
La guerrilla, por su parte, cometió al menos una decena de asesinatos de prominentes empresarios y estos hechos se convirtieron en una provocación que contribuyó a aumentar el pánico ante la posibilidad de una victoria revolucionaria. Ese pánico, entre otros factores, sirve de base a gran parte de los crímenes y atrocidades cometidas por la derecha.
No es un azar que en Cuba y Nicaragua, donde los movimientos revolucionarios no utilizaron el secuestro, se hayan producido victorias basadas en alianzas nacionales y que la represión no alcanzara nunca los niveles de El Salvador, Guatemala o Argentina.
En El Salvador, tanto los religiosos como los empresarios asesinados eran personas indefensas que fueron agredidos basándose en su supuesta responsabilidad, una acusación mecánica y fanática, sobre lo que estaba pasando en el país. Que los casos de Monseñor Romero y los Jesuítas tuvieran más trascendencia internacional, no debería hacernos pensar que hubo diferencia entre unos asesinato y otros, porque eso no sería moralmente correcto. Los dos bandos tuvieron héroes, mártires y verdugos.
¿Cómo educarnos con una visión integradora de nuestra historia sin faltar ala verdad, sin ignorar hechos o personajes y sin calificar a unos de bandoleros y a otros de asesinos, teniendo en cuenta la dificultad de encontrar un personaje o hecho que nos unifique y que sea de alguna relevancia histórica? Ese es el dilema.
Por ahora este no es un problema que preocupe a todos los salvadoreños, pero sí es la principal carga emocional de los que son más activos en la política y en la generación de cultura. Esa situación nos ha impedido hasta ahora lograr consensos, a pesar de que muchos estén pensando de la misma manera y sobre los mismos temas, porque a veces las diferencias no están en las ideas mismas, sino en quien las propone.
Esa carga emocional afecta a la gobernabilidad en el presente y, de no corregirse, afectará a la unidad nacional en el futuro.
Dejar a la deriva este aspecto, acumulando conflictos y resentimientos en las nuevas generaciones, nos puede llevar un día a encontrarnos con dos naciones distintas. Se suele decir que la historia la escriben los vencedores. Ventajosamente, fa gran virtud de nuestra negociación fue lograr un final sin vencedores y el riesgo es que esto nos lleve a ser un país sin historia común, sin identidad y sin sentido de nación.
Hasta ahora, la historia reciente ha sido abordada con énfasis en los aspectos ideológico-políticos y esto, obviamente, se refleja en la polarización que existe entre las fuerzas políticas actuales y los políticos en general, que tienen a señalar culpables y/o creerse héroes.
Quizás un tratamiento objetivo de los hechos y los personajes, en relación con lo político, combinado con los valores comunes que ambas partes tenían, podría contribuir a resolver el problema. Hacer de este segundo aspecto el factor principal, nos permitiría tener en nuestra historia personas y sucesos confrontados, con los que todos los salvadoreños podamos identificarnos.
¿Qué hay de común entre el General Maximiliano Hernández Martínez (fundador de la dictadura militar en 1930) y Farabundo Martí (líder de la rebelión campesina de 1932, fusilado por el General Martínez)?, ¿entre Rafael Arce y Felipe Peña (estudiantes fundadores de las guerrillas en los 70’s) y Mauricio Borgonovo, Roberto Poma y Ernesto Regalado (empresarios asesinados por las guerrillas en los 70’s)?, ¿en qué se parecieron las guerrillas y la Fuerza Armada?, ¿qué valores esenciales nos dejó el Acuerdo de Paz?
Éstas serían las preguntas a responder y, si las respuestas fueran las correctas, reducirían el impacto negativo de la pregunta de siempre: ¿quiénes fueron las víctimas y quiénes los agresores?
La Guerra y la Paz fueron hechas por personas y líderes controversiales y ellos deben ser los que aparezcan en nuestra historia y nos den identidad, a partir de la fortaleza de su personalidad, y por encima de lo que haya sido o sea su posición política.
Poner el énfasis en lo ideológico-político nos lleva a dividirnos por cómo pensamos, cuando lo fundamental sería unirnos por cómo somos. Sin faltar a la verdad, es necesario salirse del esquema de buenos y malos porque eso no es nunca objetivo. No hay liderazgo ni personaje histórico sin error, sin cosas buenas o malas. Los únicos que no se equivocan son los que nunca hacen nada. Los pueblos que tienen ambiciones, sueños y metas cometen errores, pero logran propósitos.
Lo fundamental es, entonces, la propia personalidad de nuestra nación, sus dimensiones humanas. Nuestra identidad debe fundarse en líderes fuertes, de grandes cualidades personales y no en personajes grises, que no se hicieron sentir. Debemos lograr que, en dos generaciones más, los salvadoreños puedan identificarse igualmente con Maximiliano Hernández Martínez como con Farabundo Martí, porque los valores comunes de ellos y no su posición política, son nuestra identidad.
En el terreno de los valores humanos, la Guerra y la Paz hicieron a ambas partes desplegar coraje, imaginación, tenacidad, perseverancia, trabajo duro, responsabilidad y obediencia a sus convicciones y entidades. Estos valores son, en realidad, parte fundamental de nuestra identidad salvadoreña.
El milagro económico de las remesas familiares está vinculado a estos mismos valores. Los más de mil cien millones de dólares anuales, enviados por los salvadoreños desde los Estados Unidos, son posibles porqué hubo quienes desafiaron peligros para cruzar ilegalmente las fronteras y son ahora capaces de trabajar hasta 14 horas al día.
Los salvadoreños envían, en términos relativos, más dinero a sus familias que los mexicanos y cubanos, a pesar de que estos últimos son más, llevan más tiempo en los Estados Unidos y cuentan con ingresos muy superiores a los de los salvadoreños.
A pesar de las similitudes ideológicas, las diferencias entre el Frente Sandinista y el FMLN, entre la derecha salvadoreña y la guatemalteca, entre los empresarios costarricenses y salvadoreños, entre los trabajadores salvadoreños y los hondureños y entre la Fuerza Armada de Guatemala y la de El Salvador, son básicamente culturales, una cultura que diferencia a la nación salvadoreña del resto de Centroamérica.
De los salvadoreños se pueden decir muchas cosas malas, entre ellas el nivel de deshumanización a que ambos bandos llevaron la guerra, pero nadie puede decir que sean holgazanes, poco creativos o cobardes. Por eso mismo la guerra fue tan cruenta. La Guerra, la Paz y la Migración de compatriotas hacia los Estados Unidos, son los hechos más relevantes de nuestra vida y los que nos han colocado en la historia universal. Y tenemos la obligación de utilizarlos positivamente para refundar y fortalecer nuestra identidad.
El Acuerdo de Paz, además de ser una extraordinaria operación de imaginación política, tuvo éxito porque su perfecto cumplimiento descansó en valores fundamentales, como la responsabilidad y el peso de la palabra empeñada por ambas partes. No hubo traición ni trampas, algo común en todos los procesos de solución de conflictos.
Las fallas y faltas de las partes al acuerdo de paz fueron, en términos comparativos, prácticamente irrelevantes, a pesar de que la norma en la mayoría de procesos es la continuidad de la confrontación, los asesinatos a gran escala, el fracaso total en la fundación de instituciones y la imposibilidad de la reconciliación.
Así ha sido, al menos, en África, Asia y Colombia. El proceso de Paz de El Salvador, sin embargo, es un ejemplo mundial, aunque se haya valorado poco en nuestro propio país. Por eso sería necesario hacer hincapié en la perfección de nuestro proceso, para fomentar así el valor de la lealtad y la responsabilidad y contribuir a formar ciudadanos pacíficos, responsables y respetuosos de las instituciones y Leyes.
Existen contradicciones entre los distintos personajes de nuestra historia, pero la fuerte personalidad de todos ellos nos debería permitir fomentar la perseverancia, la tenacidad y, con el ejemplo de algunos de ellos, incluso, la importancia de la superación personal y la excelencia, como fue el caso de los jóvenes empresarios y los estudiantes que fundaron la guerrilla y de nuestros compatriotas en Estados Unidos, que son también una muestra de responsabilidad y esfuerzo en el trabajo.
En síntesis, hay que relacionar nuestra historia de Guerra, Paz y Migración con los valores humanos que en esos procesos han desplegado los salvadoreños. Eso nos posibilitaría crear una identidad cultural que tenga espacios sagrados, por encima de las lógicas diferencias que una democracia como la nuestra nos permite expresar.
Habrá algunos que, desde ambos lados, dirán que es inmoral mezclar a los que ellos consideran héroes o mártires con los que, por otro lado, consideran asesinos. Pero la única posibilidad de que algunos de estos salvadoreños lleguen a ser símbolos nacionales es que dejen de ser el símbolo de unos contra otros y que sea el tiempo y el tratamiento objetivo de lo bueno, lo malo y lo feo el que les dé su peso específico.
Es obvio que es un tema complejo analizar la moralidad o no de los hechos pasados para no volver a cometer los mismos errores, y la Iglesia es un buen ejemplo de cómo se debe hacer. La Iglesia católica, que en nuestro conflicto fue severamente martirizada por la derecha y en otros países (México, España, Rusia, Cuba etc.) atacada por la izquierda, ha cometido, a su vez, graves errores: torturó y mató durante la Santa Inquisición, hizo virtuales apoyos al exterminio racial del fascismo durante la Segunda Guerra Mundial y a la matanza de campesinos, de 1932, en nuestro país. Y, sin embargo, el respeto, la veneración y la autoridad moral que ahora tiene la Iglesia no se basa en una rendición de cuentas, ni siquiera en que haya pedido perdón, sino en su comportamiento actual.
Discernir entre lo que es moral, inmoral o amoral no puede establecerse desde criterios emocionales, olvidando el contexto y sobre todo el futuro. Y lo que es moral ahora en El Salvador es lograr que la sociedad evolucione a normas de convivencia y respeto a los derechos humanos, y que esto se haga desde el respeto a la democracia y sus instituciones.
Las posibilidades de unificación son muchas porque todos hemos sufrido la misma guerra, hemos hecho frente a las mismas ilusiones y decepciones y hemos sentido la necesidad de poner fin a la lucha sectaria. El Salvador, además, no tiene las reticencias étnicas que tiene Guatemala, ni la división racial de la costa atlántica de Nicaragua.
Los salvadoreños comparten un idioma común, el español, una simbología deportiva, el fútbol, una comida popular, las pupusas, y una esperanza para el futuro, la paz y la justicia. Monseñor Romero, Farabundo Martí y el General Martínez, con sus virtudes, defectos, aciertos y desaciertos, nos pertenecen a todos y no deben ser privatizados por un grupo en particular.
La desventaja de El Salvador es lo extensa y grave que fue la guerra y la ventaja, su homogeneidad étnico cultural. La construcción de una identidad nacional es lo único que puede permitirle a una nación enfrentar con éxito un pasado de conflictos y divisiones, para saber de que puede y debe sentirse orgullosa, y también para sacar las lecciones de lo que no debe volver a ocurrir.
Este problema, al igual que está presente en El Salvador, lo está en Chile, Colombia y Guatemala, por citar otros países. Quizás en el nacionalismo mexicano encontremos un caso de manejo acertado de la historia. La identidad es posible fundarla, incluso, en la diversidad cultural, como han hecho, de manera notable,,
los Estados Unidos. Y rehacer la identidad es clave para la transición democrática y para la finalización de guerras internas. Hacer historia no es, simplemente, descubrir quién tuvo la razón en un conflicto que dividió la nación, sino en descubrir las razones que permitan unirla.