Roberto Schildknecht desembarcó en las playas salvadoreñas el 30 de mayo de 1933, luego de una navegación de 28 días, y quedó deslumbrado por la belleza del paisaje y la calidez del clima y de la gente.
Venía de la vieja Europa, que había quedado agotada y devastada después de los horrores de la Primera Guerra Mundial, tenía 23 años de edad y la ilusión de construirse un mejor futuro en este desconocido pedacito del Nuevo Mundo.
No traía consigo dinero ni otras pertenencias, pero le sobraba entusiasmo y optimismo.
Había nacido en San Gall, Suiza, en 1910. Su padre era un modesto diseñador de encajes y bordados, y su madre había muerto durante la epidemia de gripe que abatió a Europa, cuando él apenas contaba con ocho años de edad.
En San Gall se había graduado en la Escuela de Comercio, a los 18 años. Su idioma materno era el alemán, pero él aprendió francés e inglés, y decidió estudiar además el español como tercer idioma extranjero.
Supo que en París había oportunidades de trabajo y hacia allá se marchó. Consiguió empleo en una empresa exportadora de pieles, como encargado de la correspondencia en alemán, francés e inglés. Pero el joven quería más, y después del trabajo, por las noches, estudiaba una especialización en la carrera de Comercio.
Terminada esa especialización e informado de que a muchos de sus colegas les iba muy bien en las colonias francesas, tomó cursos por correspondencia en la Escuela Superior de Colonias. El esfuerzo dio frutos: a principios de 1933 recibió cuatro ofertas de trabajo provenientes de ultramar: Dakar, Madagascar, Saigón… y San Salvador.
A lomo de mula bajo el sol, bajo la lluvia
Cuando por fin pudo ubicar el pequeño país centroamericano en el mapamundi, y supo que ahí se hablaba español, no vaciló en aceptar la oferta de empleo ofrecida por la Casa Shwartz: un contrato por cuatro años con un salario de 150 colones mensuales (60 dólares en aquél tiempo).
A los pocos días, ya en San Salvador, hizo sus cuentas y digamos que su situación no era precisamente la de un potentado: “hechura de un traje, 30 colones (por suerte la empresa me regaló el casimir inglés para el traje); una camisa Arrow, 4. 50; lavandería, 5; un par de zapatos a la medida, 10; alquiler de una habitación, 30 mensuales; las tres comidas: 2 diarios; una botella de whisky Sandy McDonald; 4.50; una cajetilla de cigarros Casino, 30 centavos”. Total: 84 colones, sin contar imprevistos ni otras minucias.
En fin, y al menos en teoría, le quedaban 66 colones libres. No era mucho, pero el joven suizo había heredado de sus mayores, además de una serie de valores y principios que regían estrictamente su vida, una máxima que lo acompañaría para siempre: “Si no cuidas el centavo, no mereces el colón”.
Pero había otro detalle: el trabajo tampoco era precisamente una holganza en un lecho de rosas. Se trataba de vender telas por todo el país; lo cual implicaba, en aquellos tiempos, viajar a lomo de mula bajo el quemante sol por retorcidas veredas polvosas en verano, y bajo la lluvia y por los charcos y lodazales en invierno.
Pero al joven Schildknecht, como queda dicho, le sobraba optimismo y entusiasmo. Y así, a puro lomo de mula recorrió la entera geografía salvadoreña en intensas jornadas que comenzaban muchas veces a las dos de la madrugada, con apenas algunos momentos de descanso para almorzar a la orilla del camino bajo la sombra de un árbol. Muchos años después recordaría:
“Mi ayudante estaba a cargo de tres mulas: una para mí, otra para él y otra para la carga, que consistía en mi valija personal y los muestrarios de tela. Al pasar los ríos crecidos mandábamos adelante la mula de carga por ser el animal más fuerte, o llevábamos lazos para que la gente en la ribera opuesta nos ayudara a pasar y evitar así ser arrastrados por la corriente.
Los trayectos más largos eran de Ilobasco, de donde salíamos a las cuatro de la mañana, para llegar a las 12 del día a Sensuntepeque; y luego de Sensuntepeque, de donde salíamos a las dos de la mañana, para llegar al mediodía a San Vicente”.
Un viejo Ford, el amor y el negocio propio
Los lugareños de los pueblos más remotos del país lo vieron llegar, una y otra vez, con sus mulas y sus muestrarios de tela, con la sonrisa a flor de labios y un franco apretón de manos que, para sus clientes, valía más que cualquier factura, recibo o contrato.
El joven agente viajero tenía la habilidad de multiplicar la clientela, pero sobre todo tenía el don de convertir a los clientes en amigos entrañables y duraderos. Porque a la simpatía natural, Roberto Shildknecht sumaba otros atributos: honradez, puntualidad, eficiencia y exactitud en sus negocios.
A principios de los años cuarenta, las mulas por fin fueron sustituidas por un viejo Ford modelo “T”. El progreso personal había sido lento y sacrificado pero muy sólido. Tenía una vasta clientela en todo el país y un ahorro; había cumplido 31 años y ya era tiempo de pensar en echar raíces.
La flecha de Cupido lo esperaba en uno de sus recorridos por la zona oriental, precisamente en la ciudad de Santiago de María. Ahí quedó prendado de la mirada dulce y azul de Clara Scheidegger, una joven nacida en esa ciudad pero de padres suizos.
Se casaron en 1942, y pronto vinieron tres hijos: Heidi, Rodolfo Roberto y Alfredo Pablo. Entonces Roberto Shildknecht repartió todo su esfuerzo y su energía entre los dos pilares que fundamentaron su vida: el trabajo y la familia, su fórmula para la plena felicidad.
En 1954, después de 21 años de recorrer el país entero pueblo por pueblo al servicio de la Casa Schwartz, la Compañía Suiza de Seguros, Helvetia, lo elige como Agente General para El Salvador.
Pero además, él obtiene poco a poco una serie de representaciones de otras importantes empresas transnacionales como Gillette, Procter & Gamble y 3M entre otras. Así nace su independencia como hombre de negocios y funda la firma Roberto Schild & Co.
El negocio de seguros se afianzó y prosperó durante 14 años años, pero en 1968, Helvetia decidió cerrar sus operaciones en América Latina, “debido a la proliferación de leyes proteccionistas de las empresas nacionales, y a problemas políticos y económicos en muchos países”
Esa situación, que en principio suponía un problema, fue convertida en una buena oportunidad por don Roberto: al año siguiente, en 1969, luego 36 años de residencia en el país, obtuvo la nacionalidad salvadoreña y poco tiempo después, a principios de 1970, con el ahorro de toda su vida y la ayuda de clientes y amigos, fundó la Aseguradora Suiza Salvadoreña, S. A., ASESUISA. Esa empresa, que nunca dejó de crecer bajo su dirección, ganó muy pronto el liderazgo en su rama.
Antiguos clientes, colegas, colaboradores y empleados de don Roberto, aseguran que la principal característica de su modo de hacer negocios, además de la honradez, la eficiencia y la exactitud en el cumplimiento de los contratos, era su extraordinaria capacidad para imprimir en la atmósfera de trabajo una gran calidez humana, y un espíritu que se desbordaba de la amistad a la familiaridad.
La fórmula
En 1990, al cumplir 80 años de edad y 57 de haber arribado a estas tierras, don Roberto Shildknetch decidió retirarse de los negocios y dejar su legado económico y de valores a sus hijos y nietos.
Sus más antiguos empleados no recuerdan un día en el que no estuviera sonriente en su oficina a las siete de la mañana en punto. Sus hijos y nietos no recuerdan un día en que faltara al almuerzo y a la cena familiar.
-¿Qué es lo que usted más admira en su padre? –le pregunté hace unos días a doña Heidi, su hija, y ella no vaciló en responderme lo siguiente:
-Que fue un hombre plenamente feliz.
-¿Y cuál cree que fue su fórmula para lograrlo?
-El respeto estricto a los valores que heredó de sus mayores, y que se resuelven en cuatro cosas sencillas: honradez, educación, trabajo y familia.
Don Roberto murió en 1996 a los 86 años de edad. Su vida fue útil y buena para él y los suyos, pero también fue y es un ejemplo para todos nosotros. Un día salió de Europa muy joven, y como se dice, con solo una mano atrás y otra adelante, pero “con entusiasmo y optimismo”, y a fuerza de trabajo incansable logró hacer de este pequeño y humilde país, El Salvador, su tierra promisoria. Fue aquí donde encontró el futuro.