Rousseau y la Ilustración
José Álvarez Junco
nº 184 • diciembre / enero 2012/2013
Jonathan I. Israel
Radical Enlightenment. Philosophy and the Making of Modernity 1650-1750 Nueva York, Oxford University Press, 2001; Enlightenment Contested. Philosophy, Modernity, and the Emancipation of Man 1670-1752 Nueva York, Oxford University Press, 2006; Democratic Enlightenment. Philosophy, Revolution and Human Rights 1750-1790 Nueva York, Oxford University Press, 2011; A Revolution of the Mind. Radical Enlightenment and the Intellectual Origins of Modern Democracy Princeton, Princeton University Press, 2010 – David Edmonds y El perro de Rousseau: el relato de la guerra entre dos grandes pensadores de la época de la Ilustración Trad. de José Luis Gil Aristu Barcelona, Península, 2007 – 416 pp. 27 €
Robert Zaretsky y John T. Scott. La querella de los filósofos. Rousseau, Hume y los límites del entendimiento humano Trad. de Josep Sarret Barcelona, Buridán, 2010- 318 pp. 24 €
La Ilustración, reinterpretada
Cualquier momento debería ser bueno para reflexionar sobre la huella intelectual, política y estética dejada por Jean-Jacques Rousseau, un genio filosófico y literario de inmensa influencia tanto sobre su época como sobre las siguientes. Pero este año 2012 coincide con el tercer centenario de su nacimiento y el convencionalismo del número redondo nos invita a dedicarle una atención especial.
Ocurre, además, y esto sí que es importante, que se han publicado en los últimos tiempos diversas obras que obligan a repensar nuestros juicios heredados no sólo sobre Rousseau sino sobre toda su época. De especial impacto han sido los tres sólidos volúmenes –de unas mil páginas de apretada letra cada uno– escritos por Jonathan Israel sobre la Ilustración.
Con Democratic Enlightenment, aparecido en 2011, ha culminado una imponente trilogía iniciada con Radical Enlightenment (2001) y proseguida con Enlightenment Contested (2006).
Pese a sus dimensiones y su despliegue de erudición, son libros escritos con estilo vivo y apasionado, cuya lectura no reviste especial dificultad, aunque exige tiempo. Israel, debe aclararse desde el principio, no es un académico angloamericano al uso. Británico, actualmente en Princeton, y especializado en historia de Holanda y del judaísmo, es un cosmopolita, capaz de manejar casi una decena de lenguas, entre ellas el latín y el español.
La visión de Israel, panorámica y detallada a la vez, apenas deja rincón sin explorar. Lo que, en principio, debería hacer muy difícil resumir su idea central en unas pocas páginas. Pero no es así, porque la plantea de forma muy nítida (lo que es, quizá, su problema). Su gran pregunta versa sobre los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa, o de la modernidad occidental en general. Y defiende sin equívoco alguno que the big cause, la causa principal, de ambos acontecimientos fue la «filosofía moderna» (lo que hoy llamaríamos ideas políticas, económicas y sociales); y, dentro de ella, la «Ilustración radical». Un fenómeno desarrollado, según él, entre 1650 y 1800.
Algo que debería destacarse ante todo es que, frente a la tendencia dominante en las últimas décadas a ver la Ilustración como una multitud compleja de manifestaciones sin denominador común, nuestro autor intenta definirla de manera unitaria. Vuelve con ello al clásico planteamiento de Ernst Cassirer (La filosofía de la Ilustración, 1932), al que añade además un muy novedoso esfuerzo por verla desde ambos lados del Atlántico, con incursiones aun en Asia. Para Israel, la Ilustración fue un gran movimiento político-intelectual comprometido con la idea de que era posible y necesario mejorar la suerte de la humanidad gracias al uso de la razón para eliminar ideas o instituciones heredadas nocivas para la felicidad humana.
Un proyecto dirigido por la «filosofía», pero que inevitablemente desembocaba en principios políticos, como la libertad y los derechos humanos. Es decir, que abría el camino para las revoluciones que acabaron en la implantación de las actuales democracias representativas. «A Revolution of the Mind» llama, en efecto, a la Ilustración –en un compendio muy legible que sintetiza sus tres volúmenes–, y dice que fue el acontecimiento cultural más importante ocurrido en el mundo desde hace quizás un milenio, «con un significado crucial también para la comprensión de nuestra política y nuestra filosofía».
Frente a estudios recientes que distinguían la Ilustración francesa, alemana, norteamericana o escocesa, Israel sólo acepta dos variantes dentro del movimiento global: la Ilustración moderada y la radical; ambas comprometidas con la mejora de la condición humana, pero la primera, la más pública y notoria (mainstream), dominada por el escepticismo intelectual y el temor ante cambios políticos drásticos, aceptaba el compromiso con aristócratas y monarcas; apoyada por estos mismos poderes (court-sponsored), basada en un «complejo de superioridad eurocéntrico» y ligada al misticismo deísta de la masonería, no tenía reparos en distinguir entre el racionalismo que intentaba expandir entre las elites cultas y el mantenimiento de la religión y las supersticiones milagreras entre las clases populares, conveniente para que aceptaran su condición subordinada.
La otra rama ilustrada, la radical, creó una «conciencia revolucionaria completamente nueva» a partir del principio de la igualdad humana; pero vista en los círculos oficiales, tendió a expresarse de forma más clandestina y a ligarse al racionalismo de los Illuminati.
Esta división en dos ramas tuvo carácter universal, según Israel, pues no se limitó a Francia o Gran Bretaña, sino que apareció en la Europa central o en el mundo latino, e incluso en las colonias americanas que pasarían a ser los Estados Unidos, como ejemplifican las diferencias entre John Adams y Tom Paine.
Enemigos tanto de moderados como de radicales eran, por supuesto, los antiilustrados, que seguían apoyándose en la fe, en lugar de la razón, y cuyo saber por excelencia era la teología, a partir de la exégesis de los textos revelados. Los poderes existentes, anclados en el derecho divino y la legitimidad heredada, se alineaban en principio con estos últimos, pero el siglo ilustrado hizo que algunos de ellos giraran hacia posiciones ambiguas, dado su deseo de legitimarse también por su potencial para fomentar el progreso y el bienestar de sus súbditos.
La Ilustración moderada –continúa Israel– fue la dominante hasta 1770. Su origen, como ya señalara Cassirer para todo el conjunto, radicaba en Newton, que había compatibilizado ciencia y fe religiosa y había extendido la creencia de que las leyes de la física podrían aplicarse también a los fenómenos políticos y sociales.
Su primer adalid, en el XVIII, había sido Montesquieu, ferviente admirador de la división de poderes británica, y su gran patriarca era Voltaire, aunque también encarnaba en Turgot o Grimm; todos ellos estaban dispuestos a apoyar a déspotas reformistas en Austria, Prusia o Rusia y a exaltar las excelencias de la religión para el pueblo.
Entre los moderados se alinearían asimismo los ilustrados escoceses, aunque más en la práctica que en la teoría: Adam Smith, muy renovador en cuanto a la liberalización de los mercados, pero partidario del mantenimiento del imperio inglés y del poder aristocrático y eclesiástico; o Hume, de un escepticismo devastador en relación con la filosofía heredada, pero favorable a la aceptación de los hábitos dominantes, por razones prácticas, en lugar de predicar una reorganización social general a partir de normas universales de justicia o de moral. Todos eran, en definitiva, para Israel, «racionalizadores del Antiguo Régimen».
El programa moderado impulsó reformas, desde luego, pero era incapaz de realizar las transformaciones necesarias para acabar con los despóticos regímenes existentes. Eso sí, en su combate contra los radicales, los moderados difundieron involuntariamente sus doctrinas, con lo que facilitaron la transición a una segunda fase, dominada ya por estos últimos, que preparó el camino para la gran Revolución de 1789. No hará falta añadir que, al iniciarse esta, los moderados la rechazarían con horror, al revés que los radicales; pues la revolución se basaba en sus mismos principios: la igualdad de las personas, la destrucción de los privilegios arbitrarios y la creencia de que los gobiernos habían de trabajar por la felicidad humana y servir a los intereses globales de la sociedad en lugar de a los gobernantes. Otra cosa sería la evolución de cada cual a medida que el proceso revolucionario se despeñó hacia el Terror.
Un rasgo distintivo de la obra de Israel es su decidida localización del origen de la Ilustración radical. Al rastreo del nacimiento y desarrollo de esta línea de pensamiento, piedra angular de la modernidad, dedica este autor la mayor parte de su inmenso trabajo. Todo se remonta, para él, a Baruch Spinoza, protagonista de su primer volumen.
Su metafísica basada en el monismo materialista minó las creencias en la divina providencia y en la autoridad eclesiástica y llevó a la repulsa de la teología, la revelación, los milagros y la idea de recompensas o castigos tras la muerte, defendiendo, en cambio, a la razón como única guía legítima en los asuntos humanos. Este racionalismo extremo del spinozismo sería el rasgo fundamental de la Ilustración radical, frente a la moderada, que intentaría limitar la razón al papel de auxiliar o acompañante de la revelación y la autoridad eclesiástica. Y es también la llave que abre el camino al relativismo moral, la defensa de la igualdad, los derechos individuales, la libertad de opinión y la de cultos.
El materialismo spinoziano fue desarrollado en el siglo ilustrado por una serie de pensadores audaces: Bayle, Helvecio, Mandeville, Diderot, d’Holbach, Raynal. Frente a los moderados, que tendían a ser religiosos (protestantes, católicos o judíos), los radicales fueron deístas, agnósticos o ateos y combatieron el dominio social de las religiones. Ese deísmo o ateísmo que les caracterizó les ayudó también a rechazar cualquier compromiso con el pasado y a alinearse con quienes proponían barrer las estructuras sociales y políticas existentes. Los radicales predicaron el racionalismo universal, el materialismo, el secularismo, la tolerancia, el humanitarismo, la igualdad y, en definitiva, la democracia, único sistema en el que el individuo no abdica de su libertad y derechos naturales a favor de ningún grupo o individuo sino de su propia comunidad. Cimentaron, así, la modernidad política.
Israel se atreve a proponer otra serie de consecuencias del spinozismo que tiende a exagerar y, sobre todo, a englobar en un solo bloque. Una de ellas es el multiculturalismo, iniciado por la Histoire philosophique des deux mondes, de Raynal, obra clave (colectiva, como la Encyclopédie) que denunció la expansión colonial europea y sacó a la luz la codicia y la brutalidad de los colonos.
Ello permitió por primera vez un planteamiento universal de la opresión política (pues las atrocidades coloniales no se atribuían ya al carácter cruel de ciertos pueblos o religiones, sino a la estructura opresiva) y el respeto hacia otras culturas, frente a la tradicional defensa de la superioridad europea.
Al proclamar, como Helvecio, que sólo hay una moral, basada en la razón y aplicable a todos los habitantes del globo, los radicales condenaron la esclavitud, junto con el «fanatismo» y el «despotismo». A través de las observaciones de Raynal sobre la «tiranía» ejercida por los hombres sobre las mujeres en las tribus indias, situación que el «progreso» exigía superar, llegaron incluso al inicio del feminismo. En todo ello, los radicales se distanciaban de Rousseau, que idealizaba a los «primitivos» y consideraba natural y conveniente la subordinación femenina.
Lo más innovador en este tercer tomo de la serie de Israel es la conexión entre esta Ilustración radical y el planteamiento revolucionario. Dedica la cuarta parte del último volumen a los debates filosóficos inmediatamente anteriores a la Revolución Francesa, o contemporáneos con esta, muy centrados, según él, en el spinozismo.
La Revolución iniciada en 1789 no sería sino «la apoteosis de la Ilustración», pues sólo una ruptura completa con el pasado jerárquico y corrupto podía acabar con el yugo temporal que esclavizaba y degradaba a las sociedades. La exigencia de igualdad de la Ilustración radical derivó en la denuncia del privilegio y esta fue «the only important direct cause of the French Revolution».
En las radicales transformaciones que inauguraron el mundo moderno tuvo, por tanto, para este autor, una importancia crucial la «filosofía». Ella fue la que llevó a la conciencia de los derechos y la exigencia de democracia; y sin los debates alrededor de estos temas no puede entenderse por qué se desencadenaron las revoluciones americana y francesa. Pero no todos aquellos debates tuvieron un origen puramente intelectual. Un gran motivo de reflexión fue, por ejemplo, el terremoto de Lisboa en 1755 (precedido por otros varios, devastadores, en la América española, a lo largo del medio siglo anterior).
En páginas muy brillantes, Israel describe cómo impresionó aquel terremoto que, después de destruir buena parte de la capital portuguesa, fue seguido por un tsunami que quitó la vida a muchos de los que, agradecidos por haberla salvado, rezaban en las calles. Los radicales vieron aquella catástrofe en términos de ciegas fuerzas naturales y prueba contundente de la inexistencia de un Dios justo y misericordioso. Los clérigos, en cambio, lo presentaron como un castigo divino por los pecados colectivos. Y los moderados adoptaron la vía media: algunos terremotos podían ser expresión del disgusto divino, pero otros eran puramente naturales.
Aunque no centre su atención en ella, son de especial interés sus referencias a la Revolución Americana, tema, no hace falta decir, estudiado hasta la saciedad antes de su trabajo, pero no desde esta perspectiva del enfrentamiento entre Ilustración moderada y radical. La Declaración de Independencia estaba, para Israel, saturada de ideas moderadas, religiosas, lockeanas.
La base de su racionalidad, que nos presenta como «evidentes» verdades como que todos los hombres han sido creados iguales y dotados de derechos inalienables, como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, es la existencia de un Dios creador del universo. Pero, a través de Jefferson o Tom Paine, encuentra también en ella ideas radicales. De ahí la actitud crítica, a la vez que entusiasta, del radicalismo ilustrado ante el modelo americano.
A partir de lo dicho, no es difícil adivinar a cuántos y a quiénes va a irritar, o lo ha hecho ya, el planteamiento de Israel: a los fundamentalistas religiosos, a los estructuralistas y a los posmodernos, como mínimo. Los primeros se oponen, por supuesto, al secularismo defendido por este autor como aspecto crucial de la sociedad moderna y democrática. Los segundos, y en especial el marxismo, siguen denunciando la historia intelectual como «idealista» y atribuyendo las conmociones revolucionarias a intereses de clase o a la actividad de una «burguesía en ascenso».
En defensa de una historia basada en las ideas, Israel afirma tajantemente que quienes predicaron la posibilidad de un proyecto político contrario al «despotismo» y dirigieron incluso de hecho el proceso revolucionario fueron una elite de filósofos y publicistas. Lo cual, en el fondo, no es gran novedad. Que los grandes pensadores iluminan la marcha del mundo era un lugar común del racionalismo progresista. Y que la nouvelle philosophie, al minar la autoridad del rey y la Iglesia, había sido la culpable de la Revolución fue una denuncia lanzada desde el primer día por los clérigos antirrevolucionarios.
En cuanto al posmodernismo, es directamente contrario a la posición de Israel tanto por su declarada intención de cortar toda conexión entre metafísica, ética y política como por su denuncia de la Ilustración por machista y defensora de la superioridad occidental frente a las culturas alternativas; con su entronización de la razón y la ciencia, ha espetado a Israel algún crítico posmodernista, la Ilustración condujo a Robespierre, a corto plazo, y, a más largo, a Auschwitz.
Nuestro autor, por el contrario, defiende radicalmente la conexión entre metafísica y política, y arremete contra el relativismo. No creer en el carácter objetivo de la verdad es, según él, «una amenaza grave contra los valores igualitarios y democráticos y contra la libertad individual […] tan carente de coherencia moral como política».
Pese a las muchas críticas recibidas, el planteamiento de Jonathan Israel es muy atractivo. Interpreta de manera coherente una amplia etapa de la historia europea y se atreve a entrar en multitud de temas y a describir situaciones muy variadas sin aportar grandes novedades, pero sin decir desatinos. Su tesis de que dentro del marbete general de «ilustrados» existían facciones, y muy enfrentadas, es un punto de vista del que no será fácil prescindir de aquí en adelante.
También es cierto, sin embargo, que sus conclusiones son simplificadoras: ni el panorama ilustrado se dividía sólo en radicales y moderados, ni el radicalismo constituía un único bloque. Es palmaria, por otra parte, su predisposición favorable a los radicales, frente a la incoherencia o poquedad que encuentra siempre en los moderados. A lo que puede añadirse otra parcialidad más, que es su concentración en la Ilustración franco-holandesa, frente a la anglo-americana, encarnación para él de la «moderación», carente de cosmopolitismo y cargada de prejuicios (excepto Jefferson o Tom Paine, que son sus héroes).
Israel deja de lado datos como que los cuáqueros, por ejemplo, pese a ser religiosos, repudiaban la esclavitud, o que algunos Estados de la Unión la abolieron tempranamente. Y son injustas su negativa a incluir entre los radicales a Levellers y Diggers –de nuevo, por ser religiosos– o su escasa valoración de la contribución americana a la libertad de prensa.
La principal objeción que podría ponerse a la tesis de Israel, con todo, es su relativa falta de complejidad. Antes de él, los historiadores recientes habían tendido precisamente a lo contrario: a subrayar la coexistencia de religión e Ilustración o el origen escolástico de muchos avances racionalizadores. Él, en cambio, sólo encuentra ruptura, y ésta es completa, en Spinoza. Y relega la coexistencia de ideas viejas y nuevas al sector «moderado».
No es cierto que todo el que tenía creencias religiosas sinceras fuera por necesidad políticamente moderado. Como tampoco es tan automática la conexión de Spinoza con el reformismo radical y con la revolución. No siempre los avances más importantes en el pensamiento filosófico llevan a los puntos de vista más radicales en política.
Puede que Spinoza, aparte de no ser consciente de las consecuencias político-sociales a las que podía llevar su filosofía, ni siquiera hubiera estado de acuerdo con ellas; no parece que fuera, en realidad, un entusiasta de las revoluciones. También es excesivo atribuirle la paternidad de la idea de volonté générale, arrebatándosela a Rousseau.
No menos exagerado es atribuir una visión multicultural a todos los ilustrados radicales; más bien partían de lo contrario: una sola razón, y unos únicos principios políticos, aplicables universalmente. O defender que las ideas de Spinoza fueron más importantes para los revolucionarios que los agravios políticos de cada situación y país concretos. O que los radicales que quedaban vivos en 1789 recibieran el proceso político iniciado en Francia con palmas de alegría. El abate Raynal, uno de los héroes del relato de Israel, y el único radical importante vivo al iniciarse el proceso revolucionario, no se sintió muy feliz con lo que llegó a ver.
Tampoco fue la revolución tan coherente con los principios racional-liberales. Salvo en su primera fase, no estableció la libertad de expresión o de cultos. Y, sobre todo, ¿cómo explicar el Terror? Israel se lo plantea, desde luego, y concluye que hubo una primera «revolución de la razón», de 1788 a 1792, y una segunda «revolución de la voluntad», de 1792 a 1794.
La primera no sería responsable de los horrores de la segunda, porque los jacobinos eran «fanáticos rousseaunianos», es decir, antifilosóficos, antiateos y antimaterialistas: antiilustrados, en definitiva. La revolución se inició gracias a la influencia de las ideas de los ilustrados radicales, como Spinoza, Helvecio, d’Holbach, Diderot o d’Alembert (y no, desde luego, de Locke, Montesquieu ni Voltaire). Y evolucionó mal porque se escapó de las manos de sus herederos; para irse a las de los rousseaunianos.
Con lo cual llegamos a nuestro tema.
El sensible Jean-Jacques
La figura de Rousseau es imposible de clasificar dentro de un esquema, como el de Israel, tan tajantemente dividido entre antiilustrados, ilustrados moderados y radicales. Pero parece útil seguir esta distribución para analizar las complejidades del pensamiento rousseauniano, ya que el ginebrino tiene algo de las tres cosas. Quizá por eso, nuestro autor le profesa una nada disimulada ojeriza.
No llega, pero se acerca, a la línea de Graeme Garrard en su Rousseau’s Counter-Enlightenment (Albany, State University of New York Press, 2003), que lo veía directamente como el padre de la reacción antiilustrada. Para Israel, Rousseau fue hostil al radicalismo ilustrado, partidario de la censura, enemigo de la democracia representativa y de la sociedad en general, nacionalista, protototalitario, padre del «lado más oscuro» de la Revolución Francesa (pero no de la Revolución en sí, aunque los censores previos persiguieran con tanta saña sus obras; según Israel, los censores se equivocaban).
De lo que no hay duda es de que Jean-Jacques era complejo, como pensador y como persona. Hasta los treinta y tantos años, estuvo integrado en el círculo ilustrado radical de Diderot, Condillac y d’Alembert, que redactaba la Encyclopédie –de la que fue activo colaborador–, y visitó diariamente al primero de ellos cuando estuvo encerrado en la prisión de Vincennes.
Sin embargo, frente al materialismo ateo que dominaba en aquellos medios, siempre se declaró ferviente deísta. Como todos ellos, eso sí, era un apasionado partidario del principio de igualdad. De este principio, de la equivalencia en valor de cada uno de los ciudadanos, se derivaba como sistema político, para todos ellos, la democracia, basada en la toma de decisiones por una mayoría de las voluntades individuales, definidora del «interés público».
Pero la democracia en la que Rousseau pensaba era muy distinta a la de los demás. Porque para él era la forma de acercarse al estado de naturaleza, donde, a partir del sentimiento humano de compasión, había surgido la moral y la conciencia de los derechos políticos.
La convicción de que la naturaleza es buena y que la sociedad está, en cambio, corrompida, es el punto de partida para Rousseau. «La naturaleza ha creado todo de la manera más sabia posible. Nosotros queremos hacerlo mejor aún y estropeamos todo», escribió; o «la naturaleza me demuestra su armonía y proporción, mientras que la raza humana sólo me muestra confusión y desorden».
La sociedad nos corrompe porque hace que nos entreguemos a algo tan artificial y mudable como la opinión de los otros, en lugar de confiar exclusivamente en nuestros propios sentimientos. Frente al modelo hobbesiano de un mundo natural salvaje y en guerra, Rousseau cree que el hombre en estado de naturaleza no es sólo libre, dueño absoluto de sí mismo, sino que carece de agresividad; vive en igualdad con sus semejantes, lo que produce armonía.
De aquella situación salió la humanidad, para empeorar, al establecerse la propiedad privada: «el primero que valló un campo, que dijo “esto es mío” y encontró gente suficientemente crédula como para aceptarlo fue el verdadero fundador de la sociedad civil». La desigualdad institucionalizada en la propiedad dividió, a partir de aquel momento, a la sociedad y produjo injusticia, opresión y resentimiento. Un planteamiento que acerca a Rousseau a los círculos más extremos del radicalismo, partidarios de la igualdad o comunidad de bienes, y que desembocaría en Babeuf y el socialismo utópico.
También estaría de acuerdo Rousseau con los radicales en que, por medio del contrato social, el individuo transfiere a la colectividad su derecho a actuar libremente, aquella facultad absoluta que poseía en el estado de naturaleza. De ahí que el dominio de la sociedad sea también absoluto, que tenga derecho a imponer a todos sus miembros, sin límite alguno, sus leyes, expresión de la volonté générale.
En esto tampoco se distancia Rousseau de los radicales. La voluntad general, eje del pensamiento rousseauniano, no es ajena a Diderot y d’Holbach –y, según Israel, tampoco a Spinoza–, que se apartaron en este punto del individualismo de Locke y del corporativismo de Montesquieu.
Pero Rousseau introdujo un matiz: la voluntad general no deriva de (ni está limitada por) la «razón» y la «verdad», sino que deriva de la «voluntad del pueblo». La legitimidad no se basa en la razón, sino en la voluntad. Y la voluntad es de un pueblo concreto, de una comunidad específica que se autogobierna, es decir, que convierte en ley sus propios deseos; que son, por cierto, infalibles cuando esa colectividad decide sobre su propio interés.
Es voluntad particular, por tanto, no universal, al revés de lo que pensaba el círculo de Diderot, que creía en una voluntad general universal, basada en la razón; es decir, que la razón, la igualdad y la justicia, principios universales que deben guiar la acción de todo buen gobierno, eran comunes a la raza humana en su conjunto, pues esta no es sino una «vasta sociedad a la que la naturaleza impone las mismas leyes».
Coinciden, por tanto, Rousseau y la Ilustración radical de inspiración spinoziana en su rechazo absoluto de la tradición heredada, en su deslegitimación de las estructuras políticas existentes, en su igualitarismo, en su doctrina de la voluntad general o en su convicción de que la libertad individual debe someterse al bien común.
Pero hay, a la vez, divergencias cruciales tanto en su interpretación particularista de la voluntad general como en sus creencias sobre un creador e impulsor primero del universo, la inmortalidad del alma y la existencia de premios y castigos tras la muerte.
Lo que en Spinoza es planteamiento universal, basado en la razón –de la que se deriva la justicia– y lleva a Diderot o d’Holbach a denunciar el colonialismo o defender los derechos de la mujer, de los esclavos o de las razas no europeas, es en Rousseau «religión cívica», anclada en la voluntad de un pueblo (traducción, en definitiva, del sentimiento y, peor aún, del interés de ese pueblo).
Es, por tanto, particular, intolerante y puede llevar a la censura o al patriotismo agresivo; a Rousseau, recordémoslo, le entusiasmaba Esparta y en sus proyectos constitucionales para Córcega y Polonia recomienda inculcar a los ciudadanos un intenso patriotismo a la espartana.
En su esquema, no sólo puede obligarse al individuo a cumplir la ley sino también a que comparta el credo colectivo y adapte sus ideas y gustos a los de la colectividad. De aquí la deriva totalitaria de la Revolución. Este enfrentamiento teórico entre spinozismo y rousseaunianismo, según Israel, «impregna toda la lucha ideológica que comenzó en Francia en 1788»; es la fundamental diferencia entre «el republicanismo de Rousseau, que lleva a la revolución robespierrista, y el republicanismo democrático de los líderes revolucionarios de 1788-92».
En todo caso, Rousseau se alejó del círculo de Diderot y los enciclopedistas al mediar la década de 1750. Les reprochaba, sobre todo, su falta de fe en una providencia creadora y protectora del universo, pero también se sentía lejos de ellos por su propia opción por el sentimiento, frente a la razón, o por la naturaleza, frente a la sociedad. Tampoco podía, sin embargo, alinearse con los moderados, que no tenían inconveniente en cooperar con tiranos como Pedro el Grande (a quien Rousseau reprochaba no tanto que su poder no tuviera límites como que pretendiera hacer que sus súbditos fueran alemanes o ingleses en vez de «verdaderos rusos»).
Jean-Jacques había ganado ya, por entonces, el premio de la Academia de Dijon con su primer Discurso, el de las artes y las ciencias, al que añadió poco después el segundo, sobre el origen de la desigualdad, y escribió una ópera que se estrenó ante el propio Luis XV con mucho éxito. Pero cuando ganó renombre de verdad fue en 1761-1762, cinco años después de su alejamiento de los enciclopedistas, cuando publicó La nueva Eloísa, Emilio y El contrato social.
Estas obras, sobre todo las dos primeras, produjeron gran impresión y le atrajeron una muchedumbre de lectores fervorosos. Rousseau inauguró, en cierto modo, el fenómeno del mercado literario de masas.
En la década de 1760 se produjo también el acercamiento a, y muy poco después la ruptura con, David Hume, uno de los episodios más curiosos de la época y sin duda revelador de la gran distancia que pronto saldría a plena luz entre el racionalismo ilustrado y sentimentalismo romántico. Lo que hubo entre ellos no fue exactamente un choque intelectual, lo cual facilitaría su análisis, sino un problema personal, en el que los pronunciamientos teóricos se vieron muy afectados por el apasionamiento de la pelea.
Hace unos diez años, los periodistas David Edmonds y John Edinow (previamente autores de un best-seller con El atizador de Wittgenstein, sobre una historia en cierto modo paralela: el debate entre Ludwig Wittgenstein y Karl Popper) publicaron un libro de gran éxito sobre este tema bajo el título El perro de Rousseau. Ahora, Robert Zaretsky y John Scott han vuelto sobre aquel célebre conflicto con un libro muy distinto: The Philosophers’ Quarrel, aparecido en 2009. Son filósofos, especialistas en Rousseau. De ahí que expliquen con mucho más detalle las ideas tanto de Hume como de Rousseau y el ambiente intelectual de la época.
El gran filósofo escocés David Hume (en aquel momento conocido sobre todo como historiador) desempeñó en la década de 1760 el puesto de secretario de la embajada británica en París. Además de inteligente, Hume era un hombre encantador: él mismo se autodescribió una vez –pero otros muchos lo confirmarían– como «de disposición templada, de humor abierto, sociable y alegre, dotado para los afectos pero poco inclinado a la enemistad, de gran moderación en sus pasiones».
En París frecuentó los salones, hizo esfuerzos por expresarse en francés y trabó buenas amistades. «Le bon David», lo llamaban. Una de sus amigas, madame de Boufflers, le pidió que ayudara al gran Rousseau, al infeliz Rousseau, que era objeto de persecución por sus escritos tanto en Francia como en su Ginebra natal. Hume ofreció llevarlo a Inglaterra, donde le aseguró que podría escribir y vivir en libertad. Tras muchas dudas, y pese a no saber ni palabra de inglés, el ginebrino aceptó.
Sin hacer caso de quienes le advertían de que tendría problemas con esa «víbora que está criando a sus pechos» –d’Holbach dixit–, Hume viajó con él. Corría el año 1766. Todo había ido bien entre ellos hasta ese momento. Rousseau opinaba de Hume que tenía «grandes ideas, impresionante ecuanimidad, genio», y que estaría situado «muy por encima del resto del género humano si no se sintiera usted tan unido a él por la bondad de su corazón». Hume comparó al ginebrino con el perseguido Sócrates y dijo que le parecía persona «suave, amable, de buen humor» y que «su modestia no parece ser buena educación sino ignorancia de su propia excelencia».
Pero Londres era una ciudad demasiado poblada y ruidosa para Rousseau, que expresó su deseo de refugiarse en el campo. Hume apeló entonces a sus contactos para conseguirle un alojamiento digno y retirado, a la vez que le gestionaba una pensión real (a la que su protegido, en principio, no se negó). Seguía todavía Hume describiéndolo en términos favorables, aunque ya ambiguos: en la soledad del campo, escribía a un amigo escocés, Rousseau «será infeliz, como lo ha sido siempre. No tendrá ocupación, compañía ni diversiones. Ha leído muy poco a lo largo de su vida y ahora ha renunciado a leer ya. Ha visto muy poco y no tiene curiosidad por ver más. Ha reflexionado, en sentido estricto, y estudiado muy poco, y no tiene demasiados conocimientos. Sólo ha sentido, a lo largo de toda su vida; y su sensibilidad ha alcanzado un nivel superior a cualquier otro que yo conozca; pero eso mismo le produce más dolor que placer. Es como un hombre desprovisto no sólo de ropa, sino de piel».
El día en que Rousseau por fin salía de Londres, estalló el conflicto. Se debió a una pequeñez: el pago del coche que lo trasladaba a su nueva residencia, que habían asegurado a Jean-Jacques que era gratuito, cuando este sospechó, con razón, que sus protectores lo pagaban a sus espaldas. El ginebrino reprochó el engaño al escocés, en una escena teatralmente sentimental que terminó en un abrazo aderezado con lágrimas.
A partir de ahí, en el pecho de Jean-Jacques se levantaron sospechas que acabaron en cartas en las que denunciaba una gran conspiración contra él dirigida por el propio Hume: «usted me trajo a Inglaterra, aparentemente para conseguirme un refugio, pero en realidad para deshonrarme». Intentando rebajar la tensión, el filósofo se limitó, al principio, a pedir pruebas de aquellas acusaciones. Hasta el día en que no pudo más y perdió la calma.
Empezó a enviar copia de las cartas de Rousseau a sus amigos parisienses, preguntándoles si aquel hombre estaba loco o era, directamente, un malvado. El asunto –no hace falta decirlo– se convirtió en la comidilla de los salones parisienses. Y los amigos franceses animaron a Hume a publicar todos aquellos textos, comentados por él mismo, cosa que al final hizo. Esta vez, la actitud elegante correspondió a Rousseau, que respondió con el silencio. Voltaire, a quien también llegaron todos los textos, se mostró encantado: «Yo siempre he elevado a Dios una plegaria, muy corta: Señor, haz que nuestros enemigos sean ridículos; y Dios me lo ha concedido».
Si algo tenían en común Hume y Rousseau era su postura crítica en relación con la utilidad de la «razón» tanto para conocer el mundo como para guiar los actos humanos, lo cual les distanciaba de la mayoría de sus colegas ilustrados. Pero su crítica al racionalismo era de muy distinto carácter: Hume pensaba racionalmente para marcar, precisamente, los límites de la razón; veía imposible fundamentar racionalmente la ética, por ejemplo; en cuanto a la vida práctica, consideraba a la razón esclava de las «pasiones» y creía que los humanos nos dejamos guiar más por estas que por aquella.
Rousseau, en cambio, daba primacía directamente a las emociones sobre la racionalidad. Tampoco era sociable, como Hume, sino que odiaba el mundo urbano; de ahí su deseo de aislarse en el campo, que también coincidía con su creencia de que era mejor vivir cerca de las «emociones» primitivas. Hume era hombre de dudas; Rousseau, de certezas (su proclamación de la infalibilidad de la voluntad general es sintomático). Los dos, contrarios a las religiones reveladas. Pero Rousseau quería fundar una nueva religión civil y una nueva moral, basada en el republicanismo. Su intenso y sincero deísmo, expresado en la «Profesión de fe del vicario saboyano», fue la base del culto revolucionario al Ser Supremo. Nada semejante sería concebible en un Hume.
En muchos sentidos, Rousseau fue consecuente: se refugió en la soledad y acabó por rechazar la pensión que su majestad británica estaba a punto de ofrecerle. Pero también le encantaba ser conocido y cuidaba teatralmente sus apariciones –con una llamativa túnica y un gran gorro de piel armenios, y llevando en brazos a su perro Sultán– para que nadie pasara por alto su presencia.
Consecuente también con su filosofía, cuando Hume le pidió pruebas de sus acusaciones, le replicó que la principal fuente de su información era su propio corazón. Al exigir esas pruebas, «le bon David» también era, por su parte, coherente con su defensa de la evidencia empírica como base del conocimiento. Pero acabó dejándose llevar a terrenos muy emocionales, interceptó y abrió el correo de Jean-Jacques, se dedicó a investigar sus finanzas y participó en alguna maniobra nada limpia para desacreditarlo. De ahí el subtítulo del libro: «The Limits of Human Understanding».
La historia cuestiona y arroja luces muy dudosas sobre sus dos protagonistas. Hume era un enorme filósofo (el autor a quien había que leer para iniciarse en filosofía, según Ortega), cuyos principios escépticos llevaron nada menos que a la destrucción irreparable de sistemas filosóficos tan arraigados en la historia del pensamiento humano como los basados en el «Derecho natural». Fue su crítica, en muy buena medida, la que obligó a Kant a reformular los principios básicos del conocimiento humano.
Sabemos que la personalidad de Hume era, además, muy seductora: sociable, equilibrado, paciente y dotado de un envidiable sentido del humor. Pero la relación con el ginebrino puso a prueba todo eso; y zozobró. En cuanto a Rousseau, se había ganado muchos enemigos en el curso de su vida y en sus años finales estaba bastante desacreditado como pensador político en los círculos ilustrados franceses. Seguía siendo muy popular y leído, desde luego, pero no por su Contrato social sino por su Emilio o su Nueva Eloísa.
Sólo con el inicio de la Revolución, más de diez años después de haber muerto, su estatura política retomaría el vuelo. De nuevo, no fue su filosofía básica lo que atrajo; no fue su idealización del estado de naturaleza, ni su ataque a las ciencias o al progreso. Fue su retórica, su uso de términos como democracia, patriotismo, vertu publique, sus elogios a los sentimientos del «pueblo», o su negativa a aceptar unas instituciones intermedias, una representación o «poder constituyente» separado del pueblo soberano.
Con cada paso que avanzaba la Revolución, crecían las invocaciones a Rousseau, como disminuían las referidas a Montesquieu y al modelo británico. La Ilustración moderada era abiertamente inadecuada para la nueva situación revolucionaria. Pero tampoco la radical poseía la retórica que el momento exigía. La devoción debida a la «virtud pública», en cambio, era la mejor justificación para el uso de la movilización popular y la coacción consiguiente. Lo era igualmente aquella voluntad general que no admitía representación, es decir, asamblearia. Rousseau no poseía el universalismo moral de Diderot o d’Holbach pero, a cambio, proporcionaba el entusiasmo colectivista y patriótico del que estos carecían.
La batalla, en resumen, a muy corto plazo fue ganada por Hume pero, veinte años después, en la Europa que contemplaba con pasión la tragedia francesa, nadie hubiera subestimado la importancia de Rousseau. Han pasado más de dos siglos y se diría que nuestras simpatías –las de los pocos que hoy nos interesemos por estos temas– vuelven a recaer sobre Hume. Pero no podemos olvidar que Rousseau –su persona, sus escritos– suscitó durante mucho tiempo pasiones infinitamente mayores que su contrincante.
El peor favor que puede hacérsele a Rousseau es, en definitiva, simplificar su pensamiento y reducirlo a una categoría como revolucionario o reaccionario. Israel, me temo, lo hace: era un antiilustrado. Lo que significa no valorar los otros aspectos modernos, como los estéticos, en los que Rousseau sí estuvo en la vanguardia.
La Ilustración española e hispanoamericana
No podemos terminar un artículo sobre este tema en una revista española sin referirnos con algún detalle a un aspecto importante al que Jonathan Israel dedica bastantes páginas: la Ilustración española e hispanoamericana. En ellas se distancia abiertamente de la benévola versión iniciada por la gran obra de Jean Sarrailh L’Espagne éclairée de la seconde moitié du XVIIIe siècle (París, Imprimerie Nationale, 1954).
A partir de Sarrailh, se impuso entre nosotros la idea de que en España hubo una Ilustración potente, similar a la de tantos otros países europeos, e incluso más ejemplar que otras por su moderación y realismo. Visión hecha suya por José Antonio Maravall o por Julián Marías, en su La España posible en tiempos de Carlos III, y lanzada a bombo y platillo en los fastos de los centenarios, iniciados casi en la propia Transición, inspirados por la necesidad política de reconciliar modernidad y democracia con un pasado al que no le sobraban aspectos presentables.
Pero Israel –un generalista que, por una vez, y gracias a su amplio bagaje lingüístico, otorga un lugar relevante al mundo hispánico– no es tan optimista. La Ilustración española es, para él, el ejemplo extremo de la versión moderada. Una Ilustración muy moderada, abiertamente insuficiente en términos de libertades o reformas sociales. Bajo los Borbones, una serie de ministros e intelectuales quisieron hacer más eficaz la administración, impulsar la agricultura, la artesanía y la navegación, volver a controlar el comercio americano, todo ello sin meterse en debates filosóficos, sin críticas a la religión, sin revolución política ni disturbios sociales.
Eran ilustrados pragmáticos y sensatos. Se inscribían en la línea Locke-Montesquieu, con añadidos procedentes de Beccaria o Muratori. Pero fracasaron. No por falta de claridad de ideas ni de coraje, dice Israel, sino por la «incapacidad innata de la Ilustración moderada para funcionar en un contexto de ese tipo». En todos y cada uno de los problemas graves que los reformistas intentaron resolver se toparon con dificultades insuperables derivadas de la rigidez de la jerarquía social o del control del clero.
Toda iniciativa importante chocó con la unanimidad religiosa, la censura regia o la subordinación colonial a la metrópoli o suscitó cuestiones sobre el poder de la aristocracia, la Iglesia, las corporaciones privilegiadas o la propia monarquía. Para Israel, el caso español demuestra como ningún otro que las soluciones ilustradas «moderadas» no podían superar las dificultades estructurales ni evitar generar un proceso de debate político y cultural que amenazaba con engullir el sistema de poder civil y eclesiástico existente.
Problemas cruciales para superar el atraso económico eran, por ejemplo, el excesivo número de clérigos y conventos, la tierra amortizada y, por tanto, infrautilizada, el comercio monopolístico o hiperregulado con América y las Filipinas, los costes militares del mantenimiento del imperio o el bajo nivel de consumo debido a la miseria popular.
Campomanes y otros animaron, ciertamente, la discusión de estos problemas y las «sociedades económicas» dieron premios a memorias para solucionarlos, a la vez que establecían escuelas con el fin de mejorar la agricultura, minería, comercio, navegación, industria y artes. Eran sociedades nada subversivas, «antifilosóficas», nutridas por el clero y la nobleza junto con funcionarios y abogados prominentes. Pero se enfrentaban con problemas insolubles. El sueño era convertir a la nobleza castellana y aragonesa en una elite empresarial, basada en una ética del trabajo similar a la calvinista, cuando la repugnancia nobiliaria hacia el trabajo era precisamente un rasgo básico del mundo mental y la estructura social hispánicos.
Lo que realmente impulsó las reformas en el imperio no fueron las sociedades económicas ni las ideas ilustradas, sino las derrotas, especialmente la de 1763, la pérdida de Florida y otros territorios en el golfo de México, que obligó a reforzar las fortificaciones de La Habana y Nueva Orleans, y a profesionalizar el ejército y la armada frente a la creciente amenaza británica. Esto requería dinero y de ahí las reformas de Gálvez.
Desde la década de 1760 fue liberalizado el comercio con América, liquidando el monopolio gaditano, y creado el nuevo virreinato del Río de la Plata como barrera frente a la expansión británico-portuguesa en el Atlántico Sur.
También se dictaron medidas liberalizadoras del comercio interior, pero fue preciso dar marcha atrás después del motín de Esquilache. Aranda, jefe del partido aristocrático ilustrado, llegó entonces al poder y aprovechó para culpar a los jesuitas por el motín y expulsarles. La causa de aquella medida no fue tanto una política ilustrada como el disgusto del rey con el ultramontanismo de la Compañía y su inmenso poder tanto en España como en América, que les llevaba a rivalizar con el propio monarca en lugares como Paraguay.
La expulsión de los jesuitas proporcionó una oportunidad única para la reforma de la educación. Y en ese momento se comprobó que los reformistas regios no se planteaban en modo alguno sustituir la escolástica como línea oficial de pensamiento, sino abrir algún hueco a nuevas ciencias, como las matemáticas, medicina o física. La idea era establecer un compromiso entre teología y ciencia, pero manteniendo el control de la filosofía en manos de los eclesiásticos (pese a que las demás órdenes demostraron ser incapaces de llenar el vacío jesuítico).
El objetivo de los ministros reformistas no era, pues, secularizar la sociedad o reducir el poder de la Iglesia, sino someter al clero al control regio y reducir sus propiedades, exentas de tributación. Gozaron entonces del favor real obispos y publicaciones «jansenistas», en principio partidarios de una piedad religiosa más pura y menos ceremonial. Pero no era tampoco un impulso exactamente ilustrado, pues los jansenistas eran enemigos del secularismo y de las novedades filosóficas, que tomaban por impiedad.
Las ideas ilustradas –las moderadas, en general– tuvieron, pues, seguidores entre las elites cultas en España, pero estos de ningún modo podían lanzar sus propuestas en público sin provocar una reacción general antiilustrada. En la España de Carlos III, el mejor momento de la Ilustración española, no era posible ni siquiera defender la libertad de expresión, la tolerancia religiosa o la secularización universitaria. Voltaire, el buque insignia de la Ilustración moderada, no podía ser ni mencionado en ambientes hispánicos. No digamos Rousseau, profundamente religioso, pero considerado por la Iglesia enemigo de la religión; su naturalismo, se decía, era peor incluso que el ateísmo declarado.
Bacon, Locke, Newton o Muratori, los grandes defensores de la conjunción armoniosa de ciencia y teología, también tenían problemas para ser difundidos en los territorios de la monarquía hispánica. Beccaria, publicado en principio a iniciativa de Campomanes, y muy influyente por ejemplo sobre Jovellanos, acabó siendo prohibido en 1777. La Scienza de Filangieri, también publicada en 1787 con apoyo oficial, fue igualmente prohibida por la Inquisición tres años después.
La única posibilidad que tenía la Ilustración moderada de penetrar en territorios españoles era execrar todos esos nombres, pero adoptar solapadamente sus ideas. Así lo hizo, por ejemplo, el obispo de Puebla, Manuel de Lardizábal y Uribe, en su Discurso sobre las penas (1782). Quienes adoptaron una línea más abierta y desafiante, como Olavide, sufrieron las consecuencias por ello. El procesamiento y condena de este último mostró con toda claridad los límites de la Ilustración española.
Por todo lo cual, no es de extrañar que España siguiera siendo, para los ilustrados europeos, el prototipo de monarquía despótica e inquisitorial. La utopía de Louis-Sébastien Mercier L’An 2440 imaginaba el momento en que, en el siglo xxv, en París se erigiría una estatua a la humanidad sufriente. En ella, «España», «más criminal aún que sus hermanas», pediría perdón por la Inquisición y los treinta y cinco millones de cadáveres de las Indias. No hará falta decir que el libro fue prohibido por la Inquisición y el gobierno real, y quemado en público por el verdugo.
La persecución contra las publicaciones subversivas se intensificó, por supuesto, en el momento revolucionario francés. Aumentó el control sobre los libreros, como aumentaron las quemas públicas de libros y las detenciones de sus propietarios. La Inquisición nunca pudo evitar que grandes personajes, como Aranda, Almodóvar o Azara, poseyeran las obras de la Ilustración moderada y las comentaran en sus círculos cercanos. Pero detuvo a los hijos del fabulista Iriarte, por poseer traducciones de Voltaire, o a Bernardo María de Calzada, a quien se encontraron obras de Condillac, Diderot y Voltaire.
Un problema para que se desplegara en la monarquía católica la oposición entre las alternativas moderada y radical de la Ilustración era que ni la censura regia ni la inquisitorial eran capaces de distinguir entre ambas. Tan prohibidas estaban la Enciclopedia, Spinoza o Bayle como Montesquieu, Adam Smith, Beccaria o Voltaire.
Los círculos antiilustrados, en general eclesiásticos, aprovechaban además cualquier coyuntura, como por supuesto la revolucionaria francesa, para condenar a todo el que se hubiera apartado un ápice de la línea oficial (los clérigos «jansenistas», por ejemplo, o el clero criollo con proclividades autonomistas). Todo era «falsa filosofía», rebelión, inmoderados deseos de «pensar por su cuenta», falta de respeto hacia el altar y el trono; todo conspiraba en favor del desorden social.
El célebre fraile Jerónimo de Cevallos, en su Juicio final del Voltaire (1778), acusaba a toda la secta de los «filósofos», dirigida por Voltaire, Beccaria y Mirabeau. Deísmo, ateísmo, materialismo, libertinismo: todo caía dentro del mismo saco de la «falsa filosofía» y la subversión. El objetivo de todos era el mismo: reemplazar la Summa Theologica tomista, y la moral cristiana en general, por el Tractatus de Spinoza, el Leviatán de Hobbes, el De l’Esprit de Helvecio y la Enciclopedia en general.
Tras los acontecimientos iniciados en 1789, Cevallos atribuyó la Revolución a la conspiración filosófica previa. Para él, y para quienes él representaba, entre los «filósofos» no había dos bandos, sino uno solo, que había desatado una guerra contra la religión, los monarcas, la moralidad, la autoridad y el orden social. Ese grupo de rebeldes y ambiciosos estaba organizado como secta secreta, cuyos primeros dirigentes habían sido, sí, Spinoza, Bayle y Voltaire, pero cuya inspiración última se remontaba a Lutero. En conjunto, el asalto desatado en los últimos siglos contra la «verdadera filosofía» era el mayor sufrido por el cristianismo desde las persecuciones romanas.
La conclusión de Israel es que la Ilustración española fue muy débil y apenas llegó a formar parte ni de la corriente moderada. Un verdadero programa de reformas era imposible en España. Hubiera requerido abolir la Inquisición, reducir drásticamente el número de clérigos, eliminar su control sobre el mundo de la cultura, decretar la tolerancia religiosa; en la América colonial, abrir la inmigración a protestantes, musulmanes o judíos, liberar a los esclavos, eliminar las cargas opresivas sobre los indios, acabar con las restricciones mercantilistas sobre el comercio.
Ninguna de estas medidas podía tomarse sin romper la alianza histórica entre la corona, la Iglesia y la nobleza y sin cambiar radicalmente el carácter católico, aristocrático y militar del imperio. Con lo que todo quedó en un debate intelectual, aunque duro.
No siendo Jonathan Israel un especialista en historia española, nada de lo que dice es absurdo. Y coincide con algunas valoraciones recientes emitidas, por ejemplo, por Francisco Sánchez Blanco. No es, sin embargo, muy coherente con su visión de la América española. Pues defiende que allí las elites reformistas se vieron muy influidas por la Ilustración; y no por la moderada, sino por la radical.
En ello coincide con el relato canónico dominante hasta hace poco en América Latina sobre su propia salida de la situación colonial, según el cual la Ilustración había penetrado, vía Francia e Inglaterra, en las mentes de unos cuantos personajes egregios, que adquirieron conciencia de la situación de opresión que vivían sus países y encendieron la llama de la revuelta contra la atrasada y despótica España.
Los estudios más recientes, sin embargo, han tendido a variar ese relato (cosa que no ha afectado al discurso oficial, desde luego, que ha guiado las celebraciones de los centenarios). La causa de la revolución, se dice ahora, radicó más bien en la circunstancia, un tanto fortuita, de la invasión napoleónica y el vacío de poder creado por igual en la Península y el imperio. Israel se alinea, pues, con la posición tradicional y resalta la existencia de una corriente ilustrada radical en Iberoamérica (de raíz sobre todo francesa e italiana, más que inglesa y norteamericana) y el papel que estas elites desempeñaron en la lucha emancipadora.
La idea de una revolución sin más causa que «un accidente», escribe, es «intrínsecamente muy poco plausible». Pero él mismo se ve obligado a reconocer que las revoluciones americana y francesa tuvieron que causar gran impacto sobre el «unrelenting conservatism, monarchism, and religious subservience of traditional Spanish American culture and values». Del mismo modo que reconoce que existía un malestar previo, por la tradicional rivalidad entre criollos y peninsulares por los cargos y el sistemático favor de la corona hacia los segundos; y que los impuestos y reformas sobrevenidos a raíz de la Guerra de los Siete Años aumentaron ese malestar.
Para Israel, en todo caso, lo esencial fue el movimiento intelectual. Desde el tercer cuarto de siglo, las elites criollas estaban educándose mejor. A comienzos de la década de 1770 había ya «a highly articulated political dissent», y hacia 1780, «a fully conscious ideological clash». Así pues, el impacto de la Ilustración en la América española fue clave para comprender la emergencia de una conciencia revolucionaria.
Los intentos de introducir una nueva mentalidad ilustrada, por parte del poder español, se redujeron en definitiva a seguir enseñando escolástica más algo de «ciencias exactas útiles», como metalurgia, química, matemáticas, medicina o botánica. Eso sí, se realizaron más de una cincuentena de expediciones científicas, que estudiaron la flora y fauna desde California a Chile, siguiendo el sistema de Linneo. Pero, en conjunto, el esfuerzo fue «wholly anodyne from a religious and philosophical standpoint». Y no pudo fructificar en unas universidades desastrosamente equipadas para esta tarea.
Como es lógico, el cuadro que pinta para la América española no es muy distinto del que ofrece para España: pobreza cultural, debida a la incomunicación con el mundo exterior y a la doble censura regia e inquisitorial; atraso del mundo universitario, dominado por el clero y la escolástica tradicional; y, por supuesto, dificultad de aplicar reformas políticas o sociales. Y, sin embargo, su conclusión es diametralmente opuesta: la Ilustración desarrollada en la Península fue tan débil que apenas puede considerarse un ejemplo de la versión moderada y no tuvo consecuencias ni siquiera reformistas; mientras que en la América española fue fuerte y radical y tuvo consecuencias revolucionarias.
No se sabe qué opinaría este autor de la revolución gaditana; coherente con su firme hipótesis de que no hay revolución material posible sin una previa tormenta de ideas animada por un racionalismo radical, debería concluir que en España se había desarrollado también necesariamente en algún momento una fuerte corriente ilustrada radical.
En todo caso, se esté o no de acuerdo con sus juicios, no hay duda de que es muy útil valorar el fenómeno ilustrado español en términos comparados a partir de una descripción panorámica de tan impresionante amplitud. En esta clasificación europea y mundial, la Ilustración española queda en uno de los puestos más rezagados. Me temo que tiene más razón en sus juicios sobre España que en su tesis sobre la América colonial.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense. Es autor de Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Madrid, Taurus, 2001), que recibió el Premio Nacional de Ensayo en 2002, y ha editado, con Mercedes Cabrera, La mirada del historiador. Un viaje por la obra de Santos Juliá (Madrid, Taurus, 2011).