Salarrué: cuando la identidad se moldea en barro (1985) Luis Borja

Introducción

En la siguiente comunicación pretendo abordar los Cuentos de Barro de Salarrué y observar cómo se representa la cultura popular en sus textos, esto como parte de una política cultural durante el gobierno del general Hernández Martínez. Se sigue el planteamiento de Gilberto Giménez para el análisis de la cultura popular.

1. Literatura e identidad en El Salvador

En la década de 1920 una efervescencia cultural se desarrolla en El Salvador; esto se da luego del fracaso del ideal morazánico de una República Tripartita. Y es acá donde los dirigentes salvadoreños asumieron que El Salvador debía esforzarse por fortalecer la identidad nacional, para que definiera claramente el carácter y la idiosincrasia del ser salvadoreño. Este esfuerzo se inició entre algunos escritores a finales del segundo decenio del siglo XX y alcanzó su mayor desarrollohacia 1926 (López Bernal, 2007: 53).

Contrario a lo que se había hecho en la época de los liberales, donde la incorporación del indio a la literatura era únicamente a través de la leyenda o tomado como parte de un vestigio cultural que se intenta dejar atrás, en la década de 1920, un grupo de intelectuales[1] da un cambio a la idea de nación liberal, y sus trabajos tienen como común denominador la revalorización del pasado indígena, de la vida del campo y de los atributos culturales que podrían definir al salvadoreño (López Bernal, 2005).

Baldovinos (2005) sostiene que existen unas estrategias de apropiación de la cultura popular desde el discurso literario en el proceso de escritura de la nación en su momento fundacional, en el cual se busca construir la identidad a partir de un ejercicio de memoria que usurpa las historias particulares de sujeción y despojo de los grupos subalternos para transformarlas en memoria “nacional”. Se refiere al período que abarca más o menos el medio siglo comprendido entre las décadas de 1880 y 1930.

Baldovinos (2001:70) expone que en esta época se da un cambio de paradigmas en la concepción del papel de la praxis artística en la vida social. Este cambio se da junto con nuevas concepciones de política, donde se concibe un Estado que interviene activamente en la sociedad, y se ve al arte como un factor de socialidad armónica y reconciliador.

Este cambio de paradigma, de modernista a vanguardista, trasciende la textura de las obras literarias. Las nuevas ideas afectan la percepción de la realidad de los salvadoreños cultos.

Estas modificaciones, sustenta el autor, se dan por tres factores que afectan sensiblemente la esfera cultural. En primer lugar, la ampliación de los sectores medios, que se da debido al crecimiento del aparato estatal y al incremento de actividades agrícolas derivadas de la exportación. En segundo lugar, el relevo generacional, en donde se nota cada vez más la presencia de escritores provenientes de los sectores medios; y en tercer lugar, el amplio fortalecimiento del periodismo, que con publicaciones periódicas[2] abre espacios nuevos para escritores, ante la ausencia de una industria editorial.

Al estar El Salvador en una nueva etapa de su historia, en busca de una reorganización social, no se extraña que la cultura, en su articulación con lo político, ocupe las preocupaciones de los intelectuales de la época. La cultura debe permitir (1) que la raza disgregada vuelva al cauce que traía desde tiempo precolombino, (2) que existan nuevas formas de convivencia, igualitarias, humanas y solidarias, (3) que el ideal de la vida esté en la sociedad tradicional campesina e indígena[3], sentando así las bases doctrinarias de legitimación de proyecto nacional, con un vocabulario populista (sic) que se auxiliaba de nuevas concepciones de cultura y nación (Baldovinos, 2001:81-93).

Cabe añadir que el entorno económico, en donde existe una visión de mundo fundamentalmente agraria, marca la cultura centroamericana, y los símbolos visibles y oficiales de nacionalidad son representados por elementos agrarios. Surge la exploración del mundo campesino en la literatura (Huezo Mixco, 1999).

Estas ideas de revalorización del pasado indígena, llegan a concretarse, al parecer con propuestas como la de Juan Ramón Uriarte en su libro Cuzcatlanología (1926) en el que busca “recoger ese copioso material diseminado de nuestro folklore” para sentarle esa nacionalización, personalidad y fisonomía, y enseñar los caracteres distintos y auténticos del alma nacional salvadoreña (Ver anexo 1).

Paralelo a dichas ideas, otro grupo de intelectuales liderado por Masferrer, comenzaba a reflexionar sobre la problemática social salvadoreña, a la vez que incursionaba en los terrenos del espiritismo y la teosofía (López Bernal: 2005).

En resumen, es evidente la disposición que existe por parte de los escritores para que sus trabajos lleven como denominador la valorización de lo indígena-campesino y del campo, con el afán de concretar el ideal de nación por medio de la literatura.

2. La concepción simbólica de la cultura

En este estudio utilizaremos el concepto de cultura formulado por Giménez (2005: 85), quien entiende la cultura como la organización social de significados, interiorizados de modo relativamente estable por los sujetos en forma de esquemas o de representaciones compartidas, y objetivados en formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados.

Cabe añadir que, al concebir la cultura como un proceso simbólico[4], esta deberá entenderse en primera instancia como el conjunto de luchas simbólicas presentes en una sociedad o como la organización social del sentido: como pautas de significado históricamente transmitidas y encarnadas en forma simbólica, en virtud de las cuales los individuos se comunican entre sí y comparten sus experiencias, concepciones y creencias. Pero estos procesos simbólicos deben referirse siempre a contextos “históricamente específicos y socialmente estructurados” (Giménez, 2005: 67).

Es en esta concepción simbólica de la cultura donde debe entenderse lo simbólicocomo el mundo de representaciones sociales materializadas en formas sensibles, llamadas“formas simbólicas”, y que puedenser expresiones, artefactos, acciones, acontecimientos y cualquier cualidad o relación.

Es decir, todo puede servir como soporte simbólico de significado cultural: la cadena fónica y de escritura; los modos de comportamiento, prácticas sociales, usos y costumbres; vestido, alimentación, vivienda, objetos y artefactos; la organización del espacio y del tiempo en ciclos festivos, etc. (Giménez, 2005: 68). En ese sentido, lo simbólico incluye un vasto conjunto de procesos sociales de significación y comunicación, mostrando así su carácter ubicuo o totalizador (Giménez, 2005:68).

En consecuencia, la concepción simbólica de la cultura demostrará su eficacia y operatividad cuando cumpla con cuatro funciones: la función cognitiva: en cuanto sea un esquema de percepción de la realidad; la función identificadora: si crea una atmósfera de la comunicación intersubjetiva y es cantera de la identidad social; la función orientadora: si es guía orientadora de la acción, comportamiento y prácticas; la función justificadora: si es fuente de legitimación de la cultura (Giménez, 2005:86).

2.1. Las categorías culturales

Entendiendo la cultura en su concepción simbólica, se puede documentar dicha cultura registrando ciertos hechos o fenómenos en cierta época y ciertos estratos sociales, y ordenarlos según diversos criterios de agrupamiento (Cirese, citado por Giménez 2005: 149).

Giménez (2005) propone un esquema para el análisis de las culturas indígenas y de las culturas campesinas tradicionales, en torno a un núcleo central constituido por la lengua y la religión, que funcionan como clave y principio ordenador de todo el sistema. Dicha configuración cultural puede desglosarse en dos grandes categorías: la cultura de la vida cotidiana y la cultura festiva o ceremonial.

Estas macrocategorías tienden a organizarse entre sí, constituyendo el núcleo o el principio nutriente de toda la simbología cultural: la lengua y la religión. La semiótica soviética de la cultura, dice el autor citando a Lotman, define a estas como “sistemas modelizantes” primarios y secundarios, respectivamente, en el sentido de que proponen, “modelos del mundo” y programan los comportamientos humanos en función de estos (Giménez, 2005: 150).

La configuración resultante de la articulación de estas cuatro macrocategorías estaría sustentada por las instituciones locales (parroquia, municipio, sistema de cargos) y por las redes de sociabilidad (familias, compadrazgo, mercados, vecindarios, barrios, vida de plaza) que construirían, conjuntamente, la base y el principio de estructuración de todo el sistema. Giménez (2005:150) propone que dicha configuración podría graficarse del siguiente modo:

Religión (círculo interno) NUCLEO Cultura festiva o ceremonial
Redes de sociabilidad NUCLEO Instituciones locales
Cultura de la vida cotidiana NUCLEO Lengua, dialecto, sociolecto,etc.  (círculo interno)

Para Giménez (2005: 150), el papel nucleante y modelizador de la lengua y la religión en las culturas populares tradicionales queda simbolizado por la figura de un núcleo constituido por dos círculos concéntricos.

Los sectores correspondientes a la vida cotidiana y la cultura festiva vienen representados por dos semicírculos abiertos sobre el núcleo central, para simbolizar que buena parte de las representaciones, valores, reglas y normas de comportamiento allí vigentes provienen de la religión y del discurso social común. La institucionalidad y las redes de sociabilidad que subyacen a esta configuración están representadas por un eje.

2.2. Identidad y cultura

Como se ha observado anteriormente, las representaciones sociales se relacionan con la identidad, puesto que implican la representación de sí mismo y de los grupos de pertenencia que definen la dimensión social de la identidad, marcando así una serie de distinciones, oposiciones y diferencias. Es aquí donde se observa que la “diferenciación” es una de las funciones básicas de la cultura y con ella se clasifica, cataloga, categoriza, denomina, nombra, distribuye y ordena la realidad desde el punto de vista de un “nosotros” que se contrapone a “los otros” (Giménez, 2005: 89).

Pero ¿qué es la identidad?, se pregunta Giménez (2005: 90). Para responder a esto, nos dice que podemos definirla provisoriamente como la (auto y hetero) percepción colectiva de un nosotros relativamente homogéneo y estabilizado en el tiempo, por oposición a los otros, en función del (auto y hetero) reconocimiento de caracteres, marcas, y rasgos compartidos, que funcionan como signos o emblemas, así como de una memoria colectiva común.

Dichos caracteres, marcas y rasgos derivan de la interiorización selectiva y distintiva de determinados repertorios culturales por parte de los actores sociales. Por lo que puede decirse que la identidad es uno de los parámetros obligados de los actores sociales y representa en cierta forma el lado subjetivo de la cultura (Giménez, 2005: 90).

Si se entiende la identidad de esa forma, se observa que constituye un hecho simbólico construido en, y por, el discurso social común, porque sólo puede ser efecto de representaciones y creencias, social e históricamente condicionadas, y supone un percibirse y un ser percibido, en virtud del reconocimiento de los otros.

Esto implica conocerse y reconocerse como un tal, y simultáneamente darse a conocer y hacerse reconocer como un tal, mediante estrategias de manifestación. Así, la identidad no sólo es efecto, sino también objeto de representaciones y, en cuanto tal, requiere, por una parte, de nominaciones: toponimias, patronimias, onomástica; y por otra, de símbolos, emblemas, blasones y otras formas de vicariedad simbólica (Giménez, 2005: 90).

En este sentido, nos dice Giménez (2005: 90), toda identidad requiere apoyarse en rasgos, marcas o criterios distintivos que permitan afirmar la diferencia y acentuar los contrastes. Los más decisivos son los que se vinculan con la problemática de los orígenes: mito fundador, lazos de sangre, antepasados comunes, gestas libertarias, “madre patria”, suelo natal, tradición o pasado común, etc.

Pero al lado de estos, desempeñan un papel importante otros rasgos distintivos estables, como el lenguaje, el sociolecto, la religión, el estilo de vida, los modelos de comportamiento, la división de trabajo entre los sexos, una lucha o reivindicación común, etc. Es válido también incluir otros rasgos que propone Max Weber (1944: 317) a propósito de los grupos étnicos: el vestido, el modo de alimentarse y hasta el arreglo de la barba y el peinado.

En consecuencia, no importa tanto si son criterios objetivos o subjetivos, sino su representación o realidad. Según Bourdieu (1980, citado por Giménez, 2005: 92), se comprende mejor la realidad de las identidades sociales si se aborda desde la perspectiva de la distinción entre identidades establecidas o instituidas, que funcionan como estructuras ya cristalizadas, y la relación práctica de estas estructuras en el presente, incluyendo la pretensión de modificarlas, de explorarlas en beneficio propio o de sustituirlas por nuevas formas de identidad.

Esto, visto de esta manera, dice el autor, nos lleva a observar que las identidades sociales sólo cobran sentidos dentro de un contexto de luchas pasadas o presentes; se trata de un caso especial de lucha simbólica por las clasificaciones sociales, ya sea a nivel de vida cotidiana, en el discurso social común, o en el nivel colectivo y en forma organizada, como ocurre en los movimientos de reivindicación regional, étnica, de clase o de grupo (Bourdieu, 1980, citado por Giménez, 2005: 92).

Esta lucha incesante da lugar a equilibrios temporales que se manifiestan en forma de correlaciones de fuerzas simbólicas, en las que existen posiciones dominantes y dominadas, donde los dominantes pugnan por imponer su definición de la identidad social, que se presenta como la única identidad legítima, o como la forma legítima de la clasificación social.

Los dominados, por su parte, o aceptan la definición dominante de su identidad, frecuentemente unida a la búsqueda de la asimilación a la identidad legítima, o subvierten la relación de fuerza simbólica, no tanto para negar los rasgos estigmatizados o descalificados, sino para invertir la escala de valores en la que la lucha no es tanto reconquistar una identidad negada o sofocada, sino reapropiarse del poder de construir y evaluar autónomamente la identidad (Giménez, 2005: 92).

Cabe resaltar un aspecto importante de esta lucha simbólica: la calificación valorativa, positiva o negativa, de los rasgos que presuntamente la definen. La identidad se presenta como fuente de valores y se halla ligada a sentimientos de amor propio, honor y dignidad, dice Weber (1944: 317), ya que los grupos comprometen en su lucha por la identidad sus intereses más vitales, como la percepción del valor de la persona, es decir, la idea que se tiene de sí mismo.

En esta calificación, las identidades dominantes tienden a exagerar la excelencia de sus propias cualidades y costumbres y a denigrar las ajenas. En algunas ocasiones se estigmatiza las otras identidades causando la discriminación, el aristocratismo, el elitismo clasista o la conciencia de la superioridad imperial (Giménez, 2005: 94).

Además los dominados pueden llegar a interiorizar las estigmatización, reconociéndose inferiores, inhábiles o ignorantes, pudiendo convertirse esta estigmatización en valor.

Por esta vía emergen los valores de la sumisión como la resignación, la aceptación gozosa del sufrimiento, la obediencia, la frugalidad, la resistencia a la fatiga, etc. (Giménez, 2005: 90).

Por otra parte, dado el debate teórico sobre el significado, la identidad, la representación, los Estudios Culturales se han familiarizado con el carácter problemático de la identidad y los múltiples modos en que la identidad se forma, experimenta y transmite. Y mucho de esto se desarrolla tomando como principal fuente la literatura (Culler, 2004: 61).

En consecuencia la reciente explosión en el campo de los estudios literarios de teorías de la raza, el género y la sexualidad, obedecen al hecho de que la literatura proporciona materiales valiosos para la problematización de las explicaciones políticas y sociológicas del papel que desempeñan esos factores en la construcción de la identidad.

Si el sujeto se construye o es algo dado, eso es ampliamente representado en la literatura, de hecho las obras literarias representan la identidad de un individuo pero también la de un grupo (Culler, 2004: 133).

Efectivamente, para Aínsa (2005: 6), no parece exagerado afirmar que buena parte de lo que se entiende hoy como identidad cultural de América Latina, se ha definido gracias a la narrativa. El cuento y la novela, continúa el autor, son el “género de emancipación”.

En otras palabras, dice Aínsa, es en la ficción literaria donde se condensan y cristalizan los arquetipos, símbolos e indicios de la especifidad del continente, con una variedad y polisemia mayores que la de otros discursos.

Es más, concluye el autor, los signos que definen a América salen de un discurso literario, que aglomera y expresa la realidad de grupos oprimidos o marginados. Esto es gracias a la condensación imaginativa que propicia la ficción; algunas novelas pueden llegar a presentarse como la esencia de una cultura, definiendo lo individual, local, regional, nacional o continental.

3. Política cultural del martinato

La política cultural se refiere a los apoyos institucionales al quehacer cultural, a la producción y a la memoria estética. Los gobiernos, los sindicatos comerciales, las universidades, los movimientos sociales, los grupos comunitarios, las fundaciones, las obras de caridad, las iglesias y las empresas asisten, financian, controlan, promueven, educan y evalúan la cultura.[5] La política cultural acorta la distancia entre el arte y la vida cotidiana (Miller, 2012).

En síntesis, la política cultural puede entenderse como el conjunto de aquellas acciones o intenciones por parte del Estado, la comunidad o instituciones civiles tendientes a orientar el desarrollo simbólico, satisfacer las necesidades culturales de una sociedad y obtener consenso para la transformación social o el establecimiento de un nuevo tipo de orden entre las personas. Tiene como meta la socialización de los productos y la democratización de sus resultados para que toda la población tenga acceso al patrimonio generado por la sociedad. Esto conduce al quehacer cultural a relacionarse con el sello distintivo de un país, con la identidad de ese país, que lo caracteriza y a la vez lo diferencia de otras naciones (Chavolla, 2008).

Al parecer, esto es lo que empezó a conformar al general Hernández Martínez, incluso antes de su mandato, por medio de actividades filosóficas/religiosas como la teosofía, con grupos de intelectuales aglomerados en el Ateneo de El Salvador.

Y es que precisamente la teosofía parece ser lo que le da cohesión a todo este movimiento de intelectuales. La teosofía comprende la política, la literatura, la historia y la ciencia, dice Lara Martínez (2011: 93). El autor concluye esto luego de realizar un extenso trabajo sobre una de las revistas culturales de mayor importancia de la época: Ateneo de El Salvador.

El autor rastrea la producción cultural de dicha revista, durante la década de los veinte (1923-1933) y observa cómo estas corrientes de pensamiento se hallan muy cercanas también al anti-imperialismo, al indigenismo y, más parcamente, al sandinismo, convirtiéndose en baluartes del nacionalismo salvadoreño. Algo de lo que puede aprovecharse el General Hernández Martínez[6] para, años después, bajo su mandato, ocasionar el despegue manifiesto de una “política de la cultura” durante sus gobiernos (1931-1934, 1935-1939, 1939-1944).

Efectivamente, desde su ascenso al poder ejecutivo, luego del golpe de Estado en diciembre de 1931, el general Hernández Martínez se dedicó, junto con un selecto grupo de asesores, a trazar diversas líneas que, a la larga, llegarían a constituir verdaderas y efectivas políticas culturales dentro de su gobierno, aunque sin llegar a formar una entidad gubernamental o estatal centralizada que se encargara directamente de dichos asuntos (Cañas Dinarte, 2006).

Luego de la matanza de 1932, una de esas políticas culturales se centró en la masificación de espectáculos teatrales, que recorrieron extensas zonas del centro, norte y occidente del país, con el fin de presentar obras como Pero también los indios tienen corazón o Pájaros sin nido, como una manera de representar los hechos recién ocurridos (Cañas Dinarte, 2006).

Dentro del contexto político del régimen martinista, se produce además el diseño y la ejecución de cánones nacionales en pintura y literatura, impulsados por el Ministerio de Instrucción Pública, como herramientas ideológicas que promuevan e inculquen una idea particular de nación, basada en sentimientos y afectos hacia la patria nacional, en lealtades alrededor de un sentimiento del terruño y de sus posibles defensores, entre los que se encontrarían desde el propio mandatario hasta los artistas plásticos y literarios (Cañas Dinarte, 2006).

En ese sentido, argumenta Cañas Dinarte (2006), literatura y artes plásticas son aspectos complementarios de una misma ideología, que se centra y concentra en un sentido formativo y pedagógico de corte nacionalista y estatal. En esa identificación de El Salvador como Cuzcatlán y viceversa, el martinato es presentado y visto como un proyecto presidencial, soberano y absoluto, dentro de cuya esfera de acción queda absorbida cualquier expresión cultural, cualquier parte del capital histórico y simbólico del pueblo salvadoreño, incluidos el género y la etnicidad.

Cañas Dinarte (2006) indica que esa política cultural se observa desde el control de los espectáculos a través de sus censores de prensa[7], la construcción de dos grandes aparatos de prensa escrita[8], el control de las proyecciones cinematográficas[9] y la creación de un Departamento de Cine dentro del Ministerio de Instrucción Pública, para que llevara filmes de corte educativo a las escuelas y cuarteles.

Lara Martínez observa directamente este despegue cultural en el Boletín de la Biblioteca Nacional, dirigido por Julio César Escobar, quien en noviembre de 1933, en el discurso leído en la inauguración de la exposición de libros de dicha biblioteca, deja entrever:

“que por sugerencias que tienden a levantar el nivel intelectual de (los) pueblos…y entre nosotros van teniendo amorosa acogida… es así como por primera vez, tiene lugar la exposición de libros, auspiciada por el señor presidente… General Max. H. Martínez y a iniciativa del Ateneo de El Salvador…es una señal, un germen, un atisbo de un nuevo florecer en estas

tierras vírgenes… Salarrué, el hombre llamado a recoger el estandarte de los intelectuales salvadoreños, indicó la conveniencia de llevar a cabo un concurso como el que hoy celebramos… por eso esta exposición no será una cosa efímera. Es cosa viva y será el arranque o el cimiento de una nueva costumbre…quizá viene una amanecida más jocunda, con una aurora esplendente. Sí, estamos frente a una política nueva. La política de la cultura[10].” (Julio César Escobar, Boletín de la biblioteca Nacional, Nª11, Noviembre de 1933) (Ver anexo 4).

Para Lara Martínez (2011: 101), este evento no sólo revela la participación activa de prensa, revistas literarias, gobierno y “espíritus dilectos [como] Salarrué”, sino también manifiesta una conciencia explícita de la magnitud del despliegue literario. Se trata de una abierta “política de la cultura” que concretiza sugerencias del máximo escritor nacional.

Se establece una acción concertada entre la sociedad civil y la política gubernamental en la cual también participan “el Grupo Masferrer”[11],  “la Sociedad de Geografía e Historia” y un “Certamen Pictórico Infantil”, que cuenta con la “capacidad orientadora y técnica de los jóvenes pintores don José Mejía Vides y don Luis Alfredo Cáceres”.

La reseña oficial del evento al cual asiste un “numeroso público amante de la cultura espiritual”, la realiza la misma publicación oficial: La República. La noticia reconfirma el vínculo entre el mandatario, los intelectuales y los grupos masferrerianos que impulsan la participación activa de la mujer (Lara Martínez, 2011: 105).

Para finales de 1933, dice Lara Martínez, existe evidencia suficiente para asegurar que el General Hernández Martínez recibe el apoyo incondicional del Grupo Masferrer y de la mayoría de intelectuales y artistas salvadoreños, en busca de un proyecto de nación que valore la herencia indígena por medio de la plástica, literatura y danzas autóctonas.

Relacionados a estos puntos culturales, van los puntos sociales, que se concretan en la planificación de una reforma agraria, de vivienda barata para “proletarios”, la promoción del turismo, al igual que la educación “popular” y “de la tropa”, la amplia “reforma educativa” —la cual se concentra en la lecto-escritura, alfabetización, bibliotecas populares, escuelas rurales de carácter práctico—, cursos de extensión cultural, pláticas informativas para “proletarios” o “clase laborante”, uso de la radio para fines pedagógicos y culturales, mejoramiento de escuelas normales (Lara Martínez, 2011:106).

Luego de deponer la presidencia en agosto de 1934[12] y retomarla en marzo de 1935, el general Hernández Martínez sigue con la construcción de una política cultural. En diciembre de 1934, el suplemento del Diario Oficial La República ofrece una entrevista a María Mendoza de Baratta, que realiza Miguel Ángel Espino, titulada “Evolución de la música indígena en Centro América” (Lara Martínez, 2011:114).

En 1935, en la Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas, el general Hernández Martínez queda ungido como mecenas de la plástica indigenista en el istmo y, el modelo de plástica salvadoreña sirve de ejemplo a la renovación cultural de toda una región que desdeña su cultura popular. En dicha difusión de la plástica, el gobierno financia la relación de intelectuales de renombre con sus colegas latinoamericanos, “para que se dé a conocer por los conductos debidos a las instituciones científicas” nacionales.

Así, en San José, Costa Rica, José Mejía Vides obtiene el primer premio en la Primera Exposición Centroamericana de Artes Plásticas, a la cual acude Salarrué como delegado oficial, quien también es oficializado por la

Biblioteca Nacional hacia 1936, y su prestigio “secunda con inteligencia y denuedo los propósitos culturales del gobierno que preside el señor Hernández Martínez” (Lara Martínez, 2011: 116-118).

En 1937, Julio Enrique Ávila asiste a Guatemala como enviado del gobierno salvadoreño, a la Gran Exposición Centroamericana, que mezcla industria, artes y comercio, para presentar la cultura salvadoreña en todos sus ramos materiales y creativos. Se elogia la plástica indigenista de Pedro Ángel Espinoza, José Mejía Vides, Miguel Ortiz Villacorta y “los estilizados motivos mayas de gran valor decorativo” de Salarrué (Lara Martínez,2011:119).

En 1938, Saúl Flores presenta su libro Lecturas Nacionales de El Salvador, el cual es avalado por la comisión bibliográfica del Ministerio de Instrucción Pública[13], que considera que el libro es una cuidadosa selección de autores nacionales, que en conjunto hacen una atinada presentación del medio ambiente geográfico, político y espiritual del país. El contenido de las composiciones ayudará eficazmente al ideal patriótico de extender y divulgar los principios de la moral (Flores: 1938).

En los años siguientes (1939-1940), dice Lara Martínez (2011: 194), se prosiguen contactos regulares —aún por documentar— durante varias conferencias indigenistas interamericanas: México (1937), Perú (1938) y Bolivia (1939). Estos encuentros políticos y profesionales culminan en Pátzcuaro, Michoacán, México, en abril de 1940. En ese año se promueve la fundación del Instituto Indigenista Interamericano con sede en la capital Mexicana.

En dicho congreso se presentan obras como “Hacia la reivindicación del indio cuscatleco”, por el profesor José Andrés Orantes; “Escarceos etnológicos indígenas como contribución al estudio autoctonista de América”, del señor Tomás Fidias Jiménez, y “El pipil de los Itzalcos”, por el señor don Próspero Arauz, que forman parte del Informe Presentado al Gobierno de El Salvador por la Delegación Salvadoreña al Primer Congreso Interamericano de Indigenistas, celebrado en Pátzcuaro, Estado de Michoacán, República de México, del 14 al 24 de abril de 1940, sobre los actos, trabajos y resoluciones del mencionado Congreso.

Y es que el movimiento cultural que se realizaba en el país, se hacía sentir en todos los sectores sociales con la participación de todos los elementos capacitados de la nación: maestros de escuelas, músicos, poetas, periodistas, escritores nacionales y extranjeros, en íntima colaboración con las autoridades, se empeñaban en esa labor, haciendo que el pueblo viviera una amplia cruzada de cultura sin precedentes (La República, 29 de abril de 1941, año IX).

Por otra parte, la tendencia de la escuela era conseguir la valorización efectiva de lo salvadoreño, en busca de despertar amor en el pueblo por “las cosas nuestras”. Hubo una manifiesta tendencia a difundir la cultura por doquier, se abrieron escuelas hasta “en el último caserío de la República”, se dieron conferencias científicas y literarias, se publicaron libros valiosos “de nuestros más distinguidos representativos (sic) intelectuales”, se auspiciaron exposiciones de pintura y dibujo, y se dio aliento a toda iniciativa cultural (La República, 11 de junio de 1941).

La prensa también colaboró con el gobierno en difundir la cultura en armonía con los cánones oficiales, fue el vocero fiel de lo que es el país y “la tribuna de las aspiraciones del pueblo”, orientando unas veces a las masas y otras sugiriendo a las autoridades planes de trabajo; esto habría generado un buen entendimiento entre el Gobierno y el Cuarto Poder (La República, 22 de abril de 1941, año IX).

Lara Martínez concluye que el General Hernández Martínez figura desde 1927 en la nómina de personas que defienden la soberanía nacional centroamericana contra toda intervención extranjera, estadounidense primero y comunista luego, tal cual lo certifican obras eclesiásticas y misas de campaña en San Salvador, Guatemala y Panamá en 1932.

En esta sólida alianza entre teosofía, anti-imperialismo, armas y letras, redes intelectuales y familiares, iglesia, etc., se vislumbra que la intelectualidad salvadoreña elogia la participación del general Hernández Martínez en las redes literarias nacionales. Quienes viven la década de 1920 lo estiman como uno de sus miembros más encarecidos. Ni el golpe de Estado (diciembre/ 1931) ni el etnocidio (enero/1932) provocan rupturas serias ni oposición a su ascenso al poder constitucional.

Hacia 1933, mientras el etnocidio se mantiene en el silencio, el régimen forja una “política de la cultura” en complacencia con los intelectuales de mayor prestigio nacional. Todo ideal que los escritores clásicos y contemporáneos recomendaran, el General Hernández Martínez lo hacía suyo (Lara Martínez, 2011:124-125). Y es que el gobierno compenetrado en la trascendencia de una política nacionalista, lleva a ocupar puestos de responsabilidad a salvadoreños distinguidos, a hombres virtuosos y de talento. De allí que haya tenido muchos aciertos (La República, 11 de junio de 1941).

4. Aspectos biográficos de Salarrué

Luis Salvador Efraín Salazar Arrué[14] conocido como Salarrué, inició su vida literaria publicando prosas en El diario del Salvador, en el año de 1909. Incursionó también en la música, el dibujo y la pintura. En 1915, recibió conocimientos básicos de dibujo y pintura, con Spiro Rossolino (Cañas Dinarte, 2002).

En 1916, recibió una beca para Estados Unidos, de parte del presidente Carlos Meléndez, para proseguir su aprendizaje artístico en Washington. En 1918, presentó su primera exposición individual en la Hisada’s Gallery; en 1926, ingresó como miembro de la Asociación de Periodistas de El Salvador. Ese mismo año publicó El Cristo Negro (Cañas Dinarte, 2002).

En 1927 ganó el primer premio del Certamen Nacional de Novela, con El Señor de La Burbuja. En 1928 fue Jefe de redacción en Patria, periódico dirigido por Alberto Masferrer, y años después por Alberto Guerra Trigueros.

En ese periódico, publicó varios artículos, algunos Cuentos de Cipotes y la primera edición de O-Yarkandal. Desde el 15 de septiembre de 1929, en la Escuela Nacional de Bellas Artes, se desempeñó como profesor de mitología

y arte decorativo indígena. Luego de publicar varios de sus Cuentos de Barro, en distintas revistas y periódicos, en 1933, los publica en formato de libro con Ediciones La Montaña[15].

En 1933, es visto como “el hombre llamado a recoger el estandarte de los intelectuales salvadoreños” en la inauguración de la Exposición de Libros en la Biblioteca Nacional, evento en el que se acuñó el término de “política de la cultura” (Escobar, noviembre de 1933)

Su formación teosófica lo llevó a relacionarse estrechamente con el General Hernández Martínez; en 1934 ambos, junto a otros artistas, formaron un Comité para que Krishnamurti visitara El Salvador (Lara Martínez, 2011 b: 13). En 1938, ambos personajes pertenecen a la Logia Teotl, la cual La República. Suplemento del Diario Oficial postula como seguidora del hindú C. Janarijadasa (1875-1953). La presencia del presidente de la Sociedad Teosófica se haría palpable en el país hacia ese año. (Lara Martínez, documento en prensa).

Fue colaborador de diversos periódicos y revistas a lo largo de toda su vida. Entre las revistas se encuentran: Cypactly, Para todos, Espiral, Germinal, Excelsior, Cactus, Alma (Santa Ana), El amigo del Pueblo, Brújula, Síntesis, Cultura, Vida Universitaria, Amatl (Revista que fundó en 1939). En los periódicos: El Salvadoreño, Queremos, Diario Latino, Diario de Ahuachapán, El Diario de Hoy y La Prensa Gráfica (Cañas Dinarte, 2002).

En 1935, bajo el mandato del General Hernández Martínez, es enviado como representante cultural a la Exposición Centroamericana de Costa Rica (Lara-Martínez, 2011). Además es miembro de la Comisión de Cooperación Intelectual de El Salvador (junio de 1937). Participante en la Conferencia Internacional de Educación en la Universidad de Michigan (Mayo de 1941) y Secretario del Comité de Investigaciones del Folklore Nacional y de Arte Típico (Mayo de 1942) (Cañas Dinarte, 2002).

5. Cuentos de Barro y su recepción en la vida literaria de El Salvador

Cuentos de Barro divulga la visión que Salarrué tiene de El Salvador, tanto así que se ha constituido en uno de los libros más reeditados y estimulados por el sistema escolar salvadoreño. Esto lo llevó a formar parte, en 1960, de diez volúmenes de la colección Festival del libro centroamericano, que contó con la selección y colaboración de Miguel Ángel Asturias, y con tirajes de quinientos mil ejemplares distribuidos por todo el continente americano (Cañas Dinarte, 2002: 399-403).

Parece ser que esta misma aceptación lo ha llevado a obtener numerosos comentarios a lo largo de toda la historia literaria del país.

Gómez- Campos (1930) ve en Cuentos de Barro, obras regionales de un colorido y animación insuperable. Quino Caso (1932:12-14) dirá que estos cuentos son objetivos y subjetivos, con una temática criolla, en donde el paisaje y “los tipos” están perfectamente acabados; considera a Salarrué un legítimo director de conciencias.

Amparo Casamalhuapa (1934:21) le dará otro sentido a la obra al observar que es una “jarra embellecida (sic) que contiene la linfa espiritual del proletariado[16] salvadoreño” donde se copian en trazos inimitables la vida de “nuestra gente más inculta y sencilla”, en donde muchas cosas de apariencias malas se han convertido en una costumbre.

En este libro de Salarué, dice la escritora, vive “nuestra costumbre de apretar una contra otra las palabras”, quitándoles el “barniz castellano” para darles el dorado de “nuestro barro indio” (Ver anexo 8).

Por otra parte Baratta, (1951: 9-10) ve al “Artista” que señala los derroteros de avanzada a toda una generación de espíritus alentadores de inquietudes vernáculas, quien crea sus cuentos de una manera exquisita y sincera.

Landarech (1959: 18-28) observa a ese “intérprete del ambiente, con un lenguaje puro y escrito al natural arrancado de los labios de sus interlocutores. Auténtico con fina penetración de “nuestra gente”. Es un profundo psicólogo del pueblo a quien retrata con excepcional habilidad.

Sabe captar el “alma de su tierra”, dirá Arguello (1956). Esa misma línea “psicologista” observa López Vallecillos (1980), porque, además de destacar su realismo mágico (mucho antes que Márquez y Asturias, dirá el autor), lo alaba la “captación psico-social de los hombres de El Salvador”.

La Revista Hispania (1964) menciona que Salarrué se ha fijado en el paisaje de indios salvadoreños, estudiando una gran variedad de situaciones que fácilmente se encuentran entre la gente campesina del país. Lo más notable es ver “el realismo y la interpenetración entre los seres vivos y las cosas inánimes, también entre los hombres y todos los aspectos de su ambiente”.

Orantes (1964) cree que Salarrué traduce a lo literario no sólo la vida, sino la gracia, el color, la alegría, el vigor y la pena de las personas; ofrece el drama, pasión, idiosincrasia y peculiaridades anímicas de sus protagonistas, con sus vicios, virtudes, flaquezas y magnificencias.

Retrata al campesino o nativo apasionado, terco y sentimental, rencoroso, vengativo, lleno de orgullo y dignidad, bueno y simple, desconfiado y receloso siempre.

Gallegos Valdés (1996) considera que esta obra es la que le da renombre a Salarrué en toda América; ésta aporta a la literatura hispanoamericana fantasía, espontaneidad, ternura, observación aguda y penetrante de una realidad que arranca a la tierra salvadoreña, dándole relieve a las pequeñas y humildes cosas, a las mujeres y a los hombres humildes. Saca a flote lo que yacía en lo hondo “de nuestro suelo”.

Sergio Ramírez (1977) concluye que en Cuentos de Barro Salarrué logra representar etnológica y socialmente, a un grupo de los “Izalcos”, así como también logra ser el punto máximo de desarrollo de la literatura costumbrista.

Y es que el autor nicaragüense ve en Salarrué al representante del agotado intento de conseguir un realismo costumbrista centroamericano, que luego se definiría en regionalismo; asimismo ve lo vernáculo y lo cosmopolita-teosófico, como líneas de trabajo en su producción literaria, pero es en el aspecto vernáculo donde funda una literatura narrativa para Centroamérica, por su capacidad de concretar artísticamente un mundo de raíces populares a través de la exaltación del lenguaje.

Por otra parte, Baldovinos (s.f.) considera que esta obra representa la sociedad campesina, sin soslayar la miseria y la violencia que la asedian, con una densidad lírica y economía narrativa en la que busca proponer “una utopía de redención nacional a través del reencantamiento de la prosa de la vida moderna por obra de un pasado indígena reinventado artísticamente”.

Esta nueva sensibilidad se convirtió en una suerte de política cultural oficial, que no se tradujo en el reconocimiento de los sectores excluidos, sino en todo lo contrario. No obstante, Salarrué se convirtió en el ícono de una imaginería nacionalista.

Lara-Martínez (2011b) considera que Salarrué en este libro desciende del paraíso inmaculado hacia lo campesino. Inaugura una nacionalidad que rompe las oposiciones partidarias hasta congeniarlas en un terreno artístico neutro. Reconcilia sus diferencias, gracias a un proyecto único de nación. La redención estética del indígena se extiende como un territorio nacional de mediación política entre los extremos. El libro representa el mejor acto de fundación imaginaria de la nacionalidad salvadoreña.

6. Cuentos de Barro y las características culturales de sus personajes

La mayoría de comentarios que se emite sobre Cuentos de Barro parecen coincidir en algo: “representan lo nuestro”. Esta conjetura resulta de una de las obras que representa, según Baldovinos (2001:149), la vertiente vernácula que explora las raíces de la nacionalidad salvadoreña. Efectivamente, son treinta y tres cuentos en los que se pueden observar con mínimo esfuerzo algunas de las características culturales que propone Giménez (2005) para definir las culturas campesina/indígenas.

Los cuentos describen algunas de las actividades laborales de los personajes (La Botija, La pesca, Bruma, De caza), migración a la ciudad y añoranza del campo (Semos malos, En la línea, Serrín de cedro, La brasa), la situación social de la mujer (La honra, La brusquita, El contagio, La petaca, La repunta, La tinaja), la religiosidad y creencias (La casa embrujada, El Sacristán, Noche Buena, Virgen de Ludres, La Estrellemar, El Padre, La respuesta, El mistiricuco, El Brujo, La Siguanaba) y otras actividades, como el contrabando de licor (Bajo la luna, La Chichera). Así pues, algunas de las características culturales que se pueden observar en los Cuentos de Barro, para definir o representar al sujeto literario salvadoreño, son las siguientes.

Lengua: Salarrué acuña con sus personajes un habla característica de un grupo; la mayoría de los críticos antes mencionados percibe en la obra el habla campesina de los salvadoreños. Así pues, se encontrarán palabras que representan la fonética de los hablantes, tales como: diayer, dioro, entriabrido, friyo, amonós, qués, necesario, ¡Agüen!, feyo, en veras, comolóis, ductor, nuai, nortiando, lagua, pepenar, chingastes, lonra, encontrado, maginaba, shuca, siás, brán, juma, yelo, semos, ispiando, embruecadiza, dijunta, aloye, jediondo, egoishto, mesmo, carculado, jlores, almágana, aflegida, umbligo, ayéveme, etc.

Religión y magia: en Cuentos de Barro, sigue la existencia de La Siguanaba en ríos o lagos.

Además se cree que el brujo puede arreglar los problemas del amor por medio de la oración del puro y muñecos con alfileres.

Asimismo creen que “cuando el tecolote canta el indio muere” o que quien encuentre una “estrellemar, no le entrará el corvo”.

Las casas abandonadas están “embrujadas”, porque salen los espíritus de los que murieron en ella (por “lumonia” o tubercolosis) o en ella han “dejado adentro a la Noche amarrada con una pita e matate”.

Por otra parte, en el aspecto religioso, se observa la devoción a santos a quienes se venera en el templo (Santo Domingo en El Sacristán), o en “la gruta” (Virgen de Ludres). Se les pide desde la intercesión por la falta de lluvia en la “rogación” (San Isidro en La Respuesta) y a que ayuden a salir de la pobreza.

La figura del cura es la que libra de malos espíritus la “casa embrujada”. De igual forma, también es el “hombre, con un afán y vago deseo de ser padre” porque los “niños despiertan en el alma una dulce quietud”[17] (El Padre). Sin embargo, les niega juguetes a los hijos de una campesina, a quien se le dificulta llevarlos a “doctrina” por ser del valle y no del pueblo (Noche Buena).

Vida. cotidiana:.la vida cotidiana se desarrolla en la finca o hacienda, cerca de lagos, ranchos, caminos o iglesias. Los niños ayudan a sus padres en la tareas del campo (Pedrón y su hijo aran la tierra juntos, en Hasta el cacho) y las niñas a su madres en las tareas domésticas (la “peche María” servía para buscar huevos, lavar trastes… en La petaca; “Santíos” trae agua para la casa en La repunta; La Chana lava trastos y da de comer a las gallinas en El Padre). Así, también esperan juguetes para Noche Buena o buscan la manera de poder observar las novedades que lleva el circo al pueblo (en El circo).

Los niños y las niñas juegan a la tienda en las piladeras, con caragües vestidos de tuzas, “pulicia” con olotes, con pelotas de morro”.

Por otra parte, la figura del compadrazgo se puede observar en el cuento Esencia de Azar, “Ña Gabriela” es madrina de “La Toya”.

Con respecto al trabajo, los personajes de los cuentos se ocupan de actividades agrícolas, pesca, caza, construcción y elaboración de carbón, incluso en el contrabando de licor (La botija, De pesca, De caza, Hasta el cacho, La brasa, La chichera). Las herramientas de trabajo son la yunta, el arado, escopetas y botes.

En lo concerniente a formas de solidaridad e interrelación, la mayoría de veces se observa a la iglesia como elemento cohesionador; así, la mayoría de personas asiste a misa o a actividades similares como la rogación a santos. Así también se observan otras actividades de sociabilidad masculina como la pesca y la caza. El entierro de una persona hace también que todo el pueblo se involucre en dicho evento (El entierro).

En lo tocante a autoridades locales, la policía es el ente regidor que castiga las actividades ilícitas (La chichera, Bajo la luna). Además se da un papel preponderante al cura en actividades del pueblo (La casa embrujada, Noche buena).

Cultura festiva o ceremonial: el noviazgo de las personas y, dentro de esto, el embarazo, se da a temprana edad y es visto con normalidad o como un “contagio” (“Güeno, después de todo, arrecuérdese, Nayo, de nosotros como hicimos…Decís bien, es el contagio”, en El contagio). El matrimonio, es una institución de respeto (“irte de mi lado, engrato que me bis arruinado… ¿nues casado, pue?”) y la infidelidad lleva a la muerte, como en el cuento Hasta el cacho, al enterarse Pedrón que Crispín no es su hijo, sino de Juan José.

En cuanto al tema de la muerte y la sepultura, el cuento El entierro relata cómo las personas se involucran en el “velorio” y se les asignan roles, por ejemplo: la persona tenedora de sombreros durante el camino al panteón, las “viejas” que llevan la candelas, los cuatro cargantes, el credo que acompaña el entierro; se visten con ropa blanca y acompañan con faroles.

En relación a lo que se conoce como “El ciclo del año”, que comprende: la fiesta patronal, festividades anuales y la fiesta-peregrinación, se pueden observar en el texto de Salarrué dos cuentos que pueden arrojar algunos indicios de estos eventos: Noche Buena y La respuesta.

En el primero, se relata la celebración de la noche buena, que se inicia con la “misa del gallo” y el regalo de juguetes después del sermón; los cohetes “puyan la carpa del cielo”, “los tambores y pitos”, las ramas de coco, “pitas empapelada de colores” y las ventas alegran la celebración que huele a “jumo, guaro y cuete”.

En el segundo, se describe el llamado del tambor para el inicio de la rogación, que se da por el camino conocido como “El Pedregal”, cruza la calle “rial” y atraviesa un potrero; la rogación va llena de colores y cantan “salmos tristes y llorones”. Delante va el santo (San Isidro) envuelto en mantos verdes y con flores en las manos.

En lo concerniente a la música, se observa que tambores y guitarras acompañan las procesiones y otras festividades. No obstante, en el cuento El Negro se observa como se introduce la flauta de bambú, “dulce y tristosa al gusto del sentir del campesino”. Lo curioso de este cuento es que el personaje es un afrodescendiente de nacionalidad desconocida, “una mezcla de Honduras o Belice, Chiquimula y Blufiles de la Costelnorte”, quien toca la flauta de una manera que llama la atención a todo el pueblo; al ser interrogado por su secreto, contesta: “la flauta no tiene nada: soy yo mesmo, mi tristura… la color”.

Instituciones locales y redes de sociabilidad:.la Iglesia es una de las instituciones con mayor relevancia dentro de la comunidad.

Los santuarios se ubican en el templo y en grutas de la comunidad. Por otra parte, la autoridad es impuesta por la policía, que anda en busca del contrabando de “chicha”.

En lo que se refiere a vías de comunicación, se ubican caminos y “veredas” establecidos por la comunidad. Los medios de transporte está representada por el uso de caballo en la comunidad y el tren en la ciudad. El telégrafo y el teléfono son otros medios de comunicación; sin embargo, estos sólo se encuentran en la estación del tren.

Conclusión

Como se ha visto anteriormente, la obra de Salarrué es una de las más valoradas en lo concerniente a la identidad salvadoreña. Por otra parte, la mayoría de los críticos (sobre todo Sergio Ramírez) ubican al grupo de los Izalco como personajes de sus cuentos. Sin embargo, hasta el momento no se encuentra evidencia que compruebe dicha afirmación.

A pesar de que Salarrué busca más el uso de un lenguaje poético que contextualice a sus personajes, les crea una fonética propia de un grupo, el autor sigue conservando esa línea de crear literatura. Se recupera por medio de Salarrué una fonética del hablar campesino. En ese sentido, los personajes son creados o vistos con cierta “nostalgia”, que podría ser un punto que haya calado en la mayoría de lectores. No obstante, eso no deja de lado las temáticas o situaciones de violencia para esos personajes.

Así las cosas, en el corpus estudiado se pueden descubrir dos ejes temáticos: a) la visibilización del campo, b) el uso de un habla campesina.

La visibilización del campo se presenta como representación del paisaje. Los personajes de Salarrué se encuentran en un campo que, según Ramírez (1977), es el de los Izalcos. Es decir, el campo es el espacio que los escritores toman como motivo para describir las acciones de sus personajes.

Luego, acerca del uso de un habla campesina, sobre todo su representación fonética, es uno de los ejes temáticos que Salarrué retoma para simbolizar los sectores sociales más apartados de la preparación académica, entre los que se puede mencionar: campesinos, peones y obreros, grupos sociales que se destacan por su pronunciación.

Lipski (2006) concluye que la representación fonética del habla de estos grupos es una de las características de la literatura de esta época.

Acerca de los sujetos literarios, además de ser representados en su habla y sus vivencias, también son descritos con numerosas características culturales.

En consecuencia, encontramos como características constantes de estos personajes: a) el tema religioso o las prácticas religiosas: aquí hallamos remanentes de una religión pasada, cristalizada en leyendas o en supersticiones (Sihuanaba, Cipitio); también encontramos ritos a seres divinos en grutas o cuevas, rogaciones en Semana Santa, “día de finados” y navidad, y el brujo quien maneja plantas para curaciones o menesteres del amor.            b) La utilización de un dialecto que representa al sector indígena-campesino: la representación fonética es la principal herramienta para marcar dicha variante de estratos sociales bajos, esto desde el punto de vista sociolingüístico.

c) La vida cotidiana: los personajes viven en un ambiente rural, lo cual les facilita las actividades agrarias, la cuales en su mayoría las desarrolla el hombre auxiliado por sus hijos. En el aspecto comercial, la mujer tiene un papel importante, puesto que es la encomendada de asistir al mercado a comerciar los productos, además de serle confiados también los quehaceres del hogar, auxiliada por sus hijas.

Por otra parte, Giménez (2005: 90-94) llama “estigmatización de identidades” al proceso en el cual el individuo llega a reconocerse como inferior o superior, llegando a convertir dicho estigma en un valor, emergiendo así, dice el autor, valores como la sumisión, la resignación, la aceptación gozosa del sufrimiento, la obediencia o la resistencia a la fatiga. Al parecer, los autores estudiados, además de retratar al sujeto salvadoreño también lo estigmatizan, como se observa en algunas ocasiones, en donde el campesino/indígena es “bruto” e “ignorante”, pero, junto a estas características, en otros relatos también lo describen como un sujeto fuerte, orgulloso y trabajador. Quizá esa sea una de las estigmatizaciones interiorizadas en el imaginario común de la actualidad, al escuchar frases como “el salvadoreño es trabajador”, “indio, pero orgulloso”, etc.

Todo esto se desarrolla dentro del movimiento Costumbrista. Esta corriente literaria, dada en nuestro país a inicios de la segunda década del siglo XX, tuvo como referentes a Arturo Ambrogi, Miguel Ángel Espino y Salarrué. No obstante, según Landarech, con la incorporación de Manuel Quijano Hernández, Salvador Carazo, Francisco Herrera Velado, Ramón Gonzales Montalvo, José Leiva, Hugo Lindo, Edgardo Salgado, y Alberto Rivas Bonilla, se amplía el caudal de autores costumbristas.

Al parecer esta corriente inicia en las primeras dos décadas del siglo pasado y toma mayor realce con Miguel Ángel Espino y la publicación de su Mitología de Cuscatlán, por el “manifiesto” que hace en la introducción de su libro. Sin embargo, en 1926, esto toma más fuerza, con la publicación de Cuzcatlanología (1926), de Juan Ramón Uriarte. El autor propone que se sistematice y recopile “el folklore salvadoreño, es decir el saber de nuestro pueblo” con “la colaboración intelectual de todos los patriotas salvadoreños”, estimulando también a los profesores a realizar esta tarea.

Juan Ramón Uriarte propone para ello cuatro categorías: a) ciencia, b) creencias y costumbres, c) literatura y d) música. Con la recopilación de estos elementos incluídos en lo que el llama Cuzcatlanología, se “nos enseñará cuales son los caracteres distintivos y auténticos del alma nacional salvadoreña”.

Estos planteamientos los hizo el 4 de julio de 1926, en el Teatro Colón, Es probable que varios de los escritores estudiados acá, impregnados de esos ideales, se hayan dispuesto a escribir de esa manera.

Además observamos que, sobre la base de la política cultural, Giménez (2005:36-38) la ubica en la fase de institucionalización de la cultura en sentido político-administrativo (1900-1960). En dicha fase interviene el Estado y surge el concepto de política cultural como instrumento de tutelaje político sobre el conjunto de las actividades culturales; se institucionalizan y se refinan los diferentes sistemas de censura ideológica cultural. Las intervenciones de las instituciones estatales y los autores estudiados se enmarcarían en esta fase.

En El Salvador, quien acuñó un término similar fue Julio César Escobar, director de la Biblioteca Nacional, en el discurso de inauguración de la Exposición de Libros (propuesta por Salarrué y apoyada por El

Ateneo de El Salvador), en noviembre de 1933, en el cual manifestó que dicha actividad era el origen de un sinnúmero de eventos en busca de una educación firme y útil, como parte de la “política de la cultura”. En consecuencia se esperaba la multiplicación de universidades, escuelas y bibliotecas públicas, grupos para difundir ideas artísticas y literarias, y ciclos de conferencia al aire libre y la participación de todos los intelectuales de la época.

Sobre dicha participación, Salarrué fue enviado por el Estado como su representante a diversas actividades culturales, y estuvo muy cercano a las actividades culturales del gobierno.

No obstante no existe hasta la fecha un “documento oficial” que confirme dicho hecho.

No obstante la obra de muchos autores fue difundida en el Boletín de la Biblioteca Nacional, el cual era repartido a todas las bibliotecas escolares del país. Otra publicación en la cual se difundían actividades culturales era el suplemento cultural del Diario Oficial: La República, el cual constaba de una producción gigantesca: 14,000 ejemplares.

No se podría asegurar completamente que el gobierno del general Hernández Martínez planificó todo este desarrollo cultural, o si lo que hubo fue una apropiación estatal de una corriente literaria iniciada una década atrás, la cual institucionalizó con sus constantes apoyos. Sin embargo, esto con el tiempo llegaría a tener su efecto con la incorporación de la mayoría de escritores de esa época al canon literario nacional y, actualmente, a la Biblioteca Básica de Literatura de la Dirección de Publicaciones e Impresos, los elementos culturales que a través de las constantes lecturas que hacen de estos autores en los centros de estudio y lectores salvadoreños, siguen configurando la identidad del salvadoreño.

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[1] López Bernal (2005) ubica en este grupo a M.A. Espino, M. Barata, J.R. Uriarte, Jorge Lardé, Arturo Ambrogi, Salarrué, A. Espino y otros.

[2] Véase por ejemplo el trabajo editorial de la Revista Excélsior, que se publica semanalmente en San Salvador. Por otra parte, Baldovinos (2001:73) comenta que la mayoría de las publicaciones (semanarios, revistas, boletines, etc.) trae a consecuencia dos cosas: la profesionalización o creación de periodistas y la cohesión y movilización de públicos lectores que rebasan a los miembros de la élite.

[3] Baldovinos (2001:92) sintetiza así, las ideas de Miguel Ángel Espino, Alberto Masferrer y Salarrué respectivamente

[4] Para llegar a esta etapa de concepción simbólica de la cultura (la cual inició con la publicación de Clifford Geertz: La interpretación de las culturas (1992), en donde la cultura se define como “estructuras de significación socialmente establecidas”), existieron fases anteriores. En primer lugar se ubica la fase concreta, en la que la cultura tiende a definirse como el conjunto de costumbres, es decir, de las formas o modos de vida que caracterizan e identifican a un pueblo, apegándose a la definición de Tylor.

En la segunda fase, conocida como la fase abstracta, se desplaza el elemento de las “costumbres” al de los “modelos de comportamiento», y el concepto de cultura se restringe, circunscribiéndose a los sistemas de valores y a los modelos normativos que regulan los comportamientos de las personas pertenecientes a un mismo grupo social. Es decir: la cultura se define, en esta fase, en términos de modelos, pautas, parámetros o esquemas de comportamiento.

[5] Miller(2012) argumenta que esto es lo que ocurre cuando las cortes protegen la danza exótica como libertad de expresión; cuando los currículos exigen a los alumnos estudiar ciertos textos arguyendo que son edificantes; cuando las comisiones fílmicas patrocinan guiones que reflejan la identidad nacional; cuando las ciudades trabajan de la mano de compañías para valorizar sus zonas céntricas; y cuando las fundaciones financian a las minorías con el ánimo de complementar las normas dominantes. Estos criterios se derivan de la doctrina legal, la educación cívica, las metas del turismo, la planeación urbana o los deseos filantrópicos.

[6] Según Lara Martínez (2001:82-83), el general Hernández Martínez ocupa un sitio de prestigio en los círculos intelectuales de la capital; su nombre aparece en la nómina de miembros del Ateneo desde 1924, junto a Juan Felipe Toruño, Calixto Velado, Alfonso Espino y Julio Enrique Ávila, quien introduce la vanguardia poética y forja el nombre literario del país, «Pulgarcito de América», pese a que la actualidad se lo atribuya sin prueba documental a la chilena Gabriela Mistral.

[7] Actividad encomendada a Arturo Ambrogi y Gilberto González y Contreras. Dentro de ese esquema de control de las publicaciones periódicas, resulta curioso que dicha actividad de censura no se centró en las publicaciones de corte teosófico, por lo que revistas como Brahma, Cipactly y Proa. Templo del espíritu permanecieron fuera de las tijeras del régimen martinista (Cañas Dinarte, 2006).

[8] Se crea el Diario Nuevo, fundado en 1933 y dirigido por el pedagogo y periodista Francisco Espinosa; asimismo se crea La República, suplemento del Diario oficial (Cañas-Dinarte, 2006).

[9] Se buscó que diversos intelectuales y periodistas escribieran comentarios sobre cine en los periódicos y revistas nacionales (Cañas Dinarte, 2006).

[10] «Discurso del Director de la Biblioteca Nacional leído el 12 de noviembre en el acto inaugural de la exposición de libros», Boletín de la Biblioteca Nacional (No. 11, noviembre/1933: 1 y 3).

[11] Entre sus miembros se cuentan varios renombrados escritores clásicos quienes hacen efectivo el llamado por la unidad nacional en la creación de una cultura propia: Sarbelio Navarrete, María de Baratta, Mercedes Viuda Rochac, Amparo Casamalhuapa, Marta Alegría, Emma Posada, los hermanos Andino, Serafín Quiteño, Quino Caso, Adolfo Pérez M., Francisco Morán, Miguel Ángel Espino (Lara Martínez, 2011:105).

[12] Según Lara Martínez (2011:112), estos meses fueron de «campaña» que tenían como tema central el «Mejoramiento Social» y comprendían una diversidad de rubros. La inicia una reforma agraria que reserva pequeñas parcelas inalienables por un período de treinta y siete años, de 1932 hasta 1959. Además, se asegura «la institución del «Bien de Familia», el «Huerto Familiar Campesino», la «Quinina del Estado», el «Patronato Médico Escolar», el «Botiquín Ambulante», «El Médico del Pueblo», el acrecentamiento de la “Escuela Rural»», etc.

[13] El libro lleva una carta de informe avalada por Salarrué y Salvador Calderón Ramírez, miembros de la comisión, que lo aprueba por unanimidad.

[14] Nace en Sonsonate el 22 de octubre de 1899 y muere el 27 de noviembre de 1975 en villa «Monserrat» ubicada en los Planes de Renderos, San Salvador. Sus padres fueron Joaquín Salazar Angulo y María Teresa Arrué.

[15] Cuentos de Barro, era una sección de la Revista Excélsior, donde aparecían publicados la mayoría de sus cuentos, hay algunos que no aparecieron en la versión de 1933 (Lara Martínez & Borja. En el despegue literario del martinato. Cuentos de barro sin censura. En prensa).

[16] El realce es nuestro, para hacer notar el uso de palabras que en la actualidad sólo la «izquierda» utilizaría.

[17] Esta es la respuesta que da El Padre ante el obispo, luego que se le haya encontrado «sentado en un sillón y la Chana sentada en él».

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