Esta es una historia dentro de una historia -tan resbaladiza en sus límites que uno se pregunta cuándo y dónde comenzó y en qué momento terminará. Hacia mediados de febrero de 1,836, el general Antonio López de Santa Anna había alcanzado los derruidos muros de la vieja misión de San Antonio de Valero en la provincia mexicana de Tejas.
Pocos de los restos que habían construido los clérigos franciscanos de la misión hace más de un siglo habían sobrevivido a los asaltos del tiempo y de algunos habitantes menos religiosos del lugar. En diversas ocupaciones intermitentes, los soldados españoles y mexicanos habían convertido el lugar en una especie de fuerte llamado «El Álamo», nombre que tenía su origen en una unidad de caballería española que acometió una de las muchas transformaciones a las que se vio sometido el emplazamiento original.
Ahora, tres años después de que Santa Anna se hiciese por primera vez con el poder en el México independiente, un pequeño grupo de angloparlantes lo ocuparon, renunciando a rendirse. Afortunadamente para Santa Anna, los ocupantes estaban en minoría –como máximo eran 189 combatientes- y la estructura del fuerte era débil. La conquista sería fácil, o eso pensó Santa Anna.
La conquista no fue fácil: el sitio del lugar persistió durante doce días de bombardeo.
El 6 de marzo, Santa Anna hizo sonar los cuernos que los mexicanos tradicionalmente empleaban para anunciar un ataque a muerte. Más tarde, ese mismo día, finalmente sus fuerzas lograron entrar en el fuerte, acabando con la mayoría de los defensores. Pero algunas semanas después, el 21 de abril, en San Jacinto, Santa Anna fue hecho prisionero por Sam Houston, el recién proclamado líder de la república secesionista de Texas.
Santa Anna se recuperó de este contratiempo; sería cuatro veces más el líder de un México más reducido. Pero en gran parte, fue doblemente derrotado en San Jacinto.
Aquel día perdió la batalla, pero también perdió la batalla que había ganado en El Álamo.
Los hombres de Houston se habían lanzado sobre el ejército mexicano repitiendo los gritos de «¡Recordad El Álamo! ¡Recordad El Álamo!». Haciendo referencia a la vieja misión, hicieron Historia por partida doble. Como actores, capturaron a Santa Anna y neutralizaron sus ejércitos.
Como narradores, dieron a la historia de El Álamo un nuevo significado. La derrota militar de marzo no era ya el punto final de la narración sino el punto clave de la trama, el juicio a los héroes que, en cambio, hicieron de la victoria final algo inevitable y grandioso. Con el grito de guerra de San Jacinto, los hombres de Houston revirtieron durante más de un siglo la victoria que Santa Anna pensaba haber alcanzado en San Antonio.
Los seres humanos participan en la Historia como actores y como narradores. La ambivalencia inherente de la palabra «Historia» en muchas lenguas modernas, incluyendo el inglés, sugiere esta doble participación. En uso coloquial, Historia significa tanto los hechos en cuestión como la narración de esos hechos, tanto «lo que pasó» como «lo que se dice que pasó».
El primer significado pone el énfasis en el proceso sociohistórico, mientras que el segundo lo hace en nuestro conocimiento sobre ese proceso o en la historia sobre ese proceso.
Si escribimos «La Historia de los Estados Unidos comienza con el Mayflower», una afirmación que muchos lectores puede que consideren simplista y controvertida, habrá pocas dudas que se está sugiriendo que el primer acontecimiento relevante en el proceso, que hizo posible lo que ahora llamamos los Estados Unidos, es el desembarco del Mayflower. Pensemos ahora en una frase gramaticalmente idéntica a la precedente pero quizá también tan controvertida: «La Historia de Francia comienza con Michelet».
El significado de la palabra «Historia» se ha desplazado inequívocamente del proceso sociohistórico a nuestro conocimiento de tal proceso. La frase sostiene que la primera narración importante sobre Francia fue la escrita por Jules Michelet.
Pero la distinción entre lo que sucedió y lo que se dice que sucedió no siempre es clara. Consideremos una tercera frase: «La Historia de los Estados Unidos es una Historia de migración». El lector puede optar por entender ambos usos de la palabra Historia enfatizando el proceso sociohistórico. Entonces, la frase parece sugerir que el hecho de la migración es un elemento central en la evolución de los Estados Unidos.
Pero una interpretación igualmente válida de la frase es que la mejor narración sobre los Estados Unidos es una historia de migraciones. Dicha interpretación se privilegia si añadimos unos pocos adjetivos: «La verdadera Historia de los Estados Unidos es una Historia de migraciones. Esa Historia está por escribir».
Pero una tercera interpretación puede poner el énfasis en el proceso sociohistórico para el primer uso de la palabra «Historia» y, también, en el conocimiento y en la narración para el segundo uso de la palabra en la misma frase, sugiriendo por tanto que la mejor narración sobre los Estados Unidos es aquella en la que la migración es el tema principal. Esta tercera interpretación es posible sólo porque reconocemos implícitamente una superposición entre el proceso sociohistórico y nuestro conocimiento de él, una superposición suficientemente relevante para hacemos sugerir, con un propósito metafórico, que la Historia de los Estados Unidos es una historia de migraciones.
La Historia no sólo puede significar el proceso sociohistórico o nuestro conocimiento de ese proceso, sino también que a menudo la frontera entre ambos significados es muy líquida.
El uso coloquial de la palabra Historia nos ofrece por tanto una ambigüedad semántica: una distinción irreducible, pero también una superposición igualmente irreducible entre lo que sucedió y lo que se dice que sucedió. También sugiere la importancia del contexto: la superposición y la distancia entre las dos caras de la historicidad no puede reducirse a una fórmula general. La forma en la que lo sucedido y lo que se dice que sucedió sean y no sean lo mismo puede también ser algo histórico en sí mismo.
Las palabras no son conceptos y los conceptos no son palabras: entre los dos se encuentran las capas de la teoría acumuladas a lo largo de los tiempos. Pero las teorías son construidas sobre palabras y con palabras. Por tanto, no es sorprendente que la ambigüedad ofrecida por el uso coloquial de la palabra Historia haya captado la atención de muchos pensadores desde, por lo menos, la Antigüedad. Lo que es sorprendente es la reticencia con la que las teorías de la Historia han abordado esta ambigüedad fundamental. De hecho, desde que la Historia se convirtió en una profesión reconocible, los teóricos han seguido dos tendencias incompatibles.
Algunos, influenciados por el positivismo, han enfatizado la diferencia entre el mundo histórico y lo que decimos o
escribimos sobre él. Otros, quienes adoptan un punto de vista «constructivista», han subrayado la superposición existente entre el proceso histórico y las narrativas sobre ese proceso. La mayoría han abordado este solapamiento, la clave de esta ambigüedad, como si se tratase de un mero accidente del lenguaje común que debe ser corregido por la teoría. Lo que espero hacer es mostrar cuánto espacio existe para mirar a la producción de la Historia más allá de las dicotomías que estas posiciones sugieren y reproducen.
HISTORICIDAD UNILATERAL
Las síntesis sobre las diversas tendencias historiográficas o sobre variadas disciplinas siempre tienden a falsear a los numerosos autores que, de alguna forma, agrupan de forma compulsiva. Trataré de no hacer lo mismo. Espero que el esbozo siguiente sea suficiente para mostrar las limitaciones que pretendo cuestionar.[1]
Hoy día el positivismo no goza de buen nombre, pero es cierto que en gran parte de forma merecida. Cuando la Historia se constituyó como profesión en el siglo XIX los investigadores, muy influenciados por las perspectivas positivistas, trataron de teorizar la distinción entre el proceso histórico y el conocimiento histórico. De hecho, la profesionalización de la disciplina en parte está fundamentada en esa distinción: cuanto más alejado está el proceso sociohistórico de su conocimiento, más fácil es reivindicar un profesionalismo «científico».
Por tanto, los historiadores y, más especialmente, los filósofos de la Historia, se sintieron orgullosos de descubrir o repetir ejemplos donde la distinción supuestamente era indiscutible porque no sólo estaba marcada por el contexto semántico, sino también por la morfología o por el propio vocabulario.
La distinción latina entre res gesta e (historia) rerum gestarum, o la distinción alemana entre Geschichte y Geschichtschreibung, ayudó a señalar una diferencia esencial, a veces ontológica, a veces epistemológica, entre lo que sucedió y lo que se dice que sucedió.
Estos límites filosóficos, a su vez, reforzaron la frontera cronológica entre el pasado y el presente heredado de la antigüedad.
La perspectiva positivista dominó lo suficiente en la academia occidental como para influenciar la visión que tenían de la Historia historiadores y filósofos que no necesariamente se consideraban a sí mismos positivistas. Los principios de estas perspectivas todavía conforman el sentido que tienen de la Historia la mayoría de las personas de Europa y Norteamérica: el papel del historiador consiste en revelar el pasado, descubrirlo o, por lo menos, aproximarse a la verdad.
Dentro de este punto de vista, el poder no es problemático y es irrelevante para la construcción de la narrativa como tal.
En el mejor de los casos, la Historia es una historia sobre el poder, una historia sobre aquellos que vencen.
El principio de que la Historia es otra forma de ficción es casi tan vieja como la Historia misma, aunque los argumentos empleados para defenderlo han cambiado profundamente. Como sugiere Tzvetan Todorov, no hay casi nada nuevo incluso en la afirmación de que todo es una interpretación, excepto la euforia que ahora rodea dicha aseveración.[2]
Lo que denomino la perspectiva constructivista de la Historia es una versión determinada de estos dos principios, que ha ganado visibilidad en el mundo académico desde los años 70. Se construye a base de recientes avances en la teoría crítica, en la teoría del discurso y la filosofía analítica.
En su versión dominante, sostiene que la narración histórica omite la cuestión de la verdad en virtud de su forma. Las narrativas son utilizadas inevitablemente de una manera subjetiva. Por lo que necesariamente distorsionan la realidad independientemente de si los hechos en los que están basadas son ciertos o no.
Según este punto de vista, la Historia se convierte en una más entre los múltiples tipos de narrativas, sin diferenciarse especialmente salvo en su pretensión de verdad.[3]
Mientras que la postura positivista esconde los tropos del poder tras una epistemología ingenua, la constructivista niega la autonomía del proceso sociohistórico.
Llevada a su lógica más extrema, el constructivismo considera la narración histórica como una ficción más.
¿Pero qué convierte a algunas narrativas y no a otras en suficientemente poderosas como para pasar como Historia aceptada si no la propia historicidad? Si la Historia es sólo la historia contada por aquellos que vencieron, ¿cómo vencieron en primer lugar? ¿Y por qué no todos los vencedores cuentan la misma historia?
ENTRE LA VERDAD Y LA FICCIÓN
Cada narrativa histórica renueva una afirmación de verdad.[4] Si escribo una historia describiendo cómo la entrada de las tropas de Estados Unidos en una prisión alemana al final de la II Guerra Mundial aniquiló a quinientos gitanos; si afirmo que esta historia está basada en documentos localizados recientemente en archivos soviéticos y corroborados por las fuentes alemanas, y si invento tales fuentes y publico mi historia como tal, no he escrito una ficción, sino que he elaborado una falsificación.
He violado las reglas que rigen las afirmaciones de la verdad histórica.[5] Que tales reglas no son las mismas en todos los tiempos y lugares ha llevado a muchos investigadores a sugerir que algunas sociedades (no Occidentales, por supuesto) no diferencian entre ficción e Historia.
Esa aseveración nos recuerda a debates pasados entre observadores occidentales sobre las lenguas de los pueblos que colonizaban. Dado que estos analistas no encontraron libros de gramática o diccionarios entre aquellos que llamaban salvajes, debido a que no podían entender ni aplicar las reglas gramaticales que regían estas lenguas, rápidamente concluyeron que tales reglas no existían.
Como corresponde a las comparaciones establecidas entre Occidente y la multitud de los otros subalternos creados por él mismo, el campo fue desigual desde el principio; los objetos contrastados eran del todo incomparables. La comparación yuxtaponía injustamente un discurso sobre el lenguaje y la práctica lingüística: el metalenguaje de los gramáticos demostraba la existencia de una gramática en las lenguas Europeas; el lenguaje espontáneo mostraba su ausencia en cualquier otro lugar.
Algunos europeos y sus estudiantes colonizados veían en esta supuesta ausencia de reglas la libertad infantil que asociarían con el salvajismo, mientras que otros vieron en ella una prueba más de la inferioridad de los no-blancos.
Ahora sabemos que ambas visiones eran erróneas; la gramática funciona en todas las lenguas. ¿Se puede decir lo mismo sobre la Historia, o es la Historia tan infinitamente maleable en algunas sociedades que pierde su reivindicación diferencial de la verdad?
La clasificación de todos los no-Occidentales como esencialmente no históricos está vinculada también con la asunción de que la Historia requiere un sentido lineal y acumulativo del tiempo que permite al observador aislar el pasado como una entidad diferenciada.
Ya lbn Jaldún aplicó fructíferamente una visión cíclica del tiempo para estudiar la Historia. Es más, tanto la exclusiva sujeción al tiempo lineal de los historiadores occidentales como el consiguiente rechazo de los pueblos considerados como «sin Historia» datan del siglo XIX[6] ¿Tuvo Occidente una Historia antes de 1,800?
La creencia perniciosa de que la validez epistémica importa sólo a las educadas poblaciones occidentales, tanto porque las demás carecen de un verdadero sentido del tiempo o un adecuado sentido de la evidencia, se ha pretendido demostrar a través de una serie de pruebas encontradas en algunas lenguas no europeas.[7]
Por ejemplo, una aproximación inglesa consistiría en forzar a los historiadores a distinguir gramaticalmente entre «oí que sucedió», «Vi que sucedió» o «tengo pruebas de que pasó» cada vez que empleasen el verbo «suceder».
El inglés, por supuesto, no tiene tal regla gramatical para enjuiciar la evidencia. ¿El hecho de que los Tucuya tengan un elaborado sistema de evidencias predispone a los hablantes amazónicos para ser mejores historiadores que la mayoría de los ingleses?
Arjun Appadurai sostiene con acierto que las reglas sobre lo que llama «la debatibilidad del pasado» funcionan en todas las sociedades.[8] Aunque estas reglas tienen sustanciales diferencias en el tiempo y en el espacio, todas persiguen garantizar una mínima credibilidad en la Historia. Appadurai sugiere una serie de limitaciones formales que universalmente imponen esa credibilidad y limitan la naturaleza de los debates históricos: la autoridad, la continuidad, la profundidad y la interdependencia. En ningún lugar la Historia es susceptible infinitamente de inventarse.
La necesidad de un tipo diferente de credibilidad aleja a la narrativa histórica de la ficción. Esta necesidad es tanto contingente como necesaria. Es contingente en tanto en cuanto algunas narrativas van hacia atrás y delante de la línea entre ficción e Historia, mientras que otras ocupan una posición indefinida que parece negar la propia existencia de esa línea.
Es necesaria en tanto en cuanto que, en algún momento, grupos históricamente determinados de seres humanos deben decidir si una particular narrativa pertenece a la Historia o a la ficción. En otras palabras, la ruptura epistemológica entre la Historia y la ficción siempre se manifiesta al evaluarse las diversas narrativas a partir de un contexto histórico determinado.
¿Es el canibalismo isleño un hecho o una ficción? Desde hace tiempo los investigadores han tratado de confirmar o desacreditar los argumentos de los primeros colonizadores españoles de que los americanos nativos de las Antillas practicaban el canibalismo.[9]
¿La asociación semántica entre caribeños, caníbales y Calibán está basada en algo más que en fantasmas europeos? Algunos especialistas afirman que la fantasía ha alcanzado tal importancia para Occidente que importa poco si estaba basada o no en hechos. ¿ Significa esto que la línea entre Historia y ficción es inútil?
Mientras que la conversación implique a europeos hablando sobre indios muertos, el debate es meramente académico.
Pero incluso los indios muertos pueden regresar y perseguir a los historiadores profesionales y aficionados. El Consejo Intertribal de Indios Americanos afirma que los restos de más de un millar de individuos, la mayoría americanos nativos católicos, están enterrados en terrenos adyacentes a El Álamo, en un viejo cementerio una vez vinculado a la misión franciscana, cuyos restos más visibles han desaparecido. Los esfuerzos del Consejo para que el Estado de Texas y la ciudad de San Antonio reconozcan el carácter sagrado de los terrenos tan sólo han tenido un éxito parcial. Sin embargo, han tenido la suficiente fuerza como para amenazar el control que las Hermanas de la República de Texas, la organización que custodia El Álamo, tiene sobre el lugar histórico que el Estado les encomendó en 1,905 .
El debate sobre el terreno se enmarca en una guerra de mayores dimensiones que algunos han denominado «la segunda batalla de El Álamo». Esta gran disputa versa sobre el sitio de 1 836 y la composición de las fuerzas de Santa Anna. ¿Es aquella batalla un momento de gloria durante el que los «anglos» amantes de la libertad, superados en número pero sin dejarse intimidar, escogieron espontáneamente luchar hasta la muerte antes que rendirse al corrupto dictador mexicano?
¿O es el ejemplo brutal del expansionismo de Estados Unidos, la historia de unos pocos blancos depredadores apoderándose de un territorio sagrado y que en parte ofrecieron gustosos con su muerte la coartada para una anexión bien planeada?
Formular así el debate recuerda cuestiones que han dividido a algunos historiadores y a habitantes de Texas durante los últimos veinte años. Pero con la población de San Antonio ahora compuesta en un 56 por 1 00 por hispanos, algunos de los cuales también reconocen tener algún ancestro nativo americano, «la segunda batalla de El Álamo» ha llegado literalmente a las calles.
Manifestaciones, desfiles, editoriales de periódico y diversas peticiones de actuaciones municipales o judiciales -incluyendo una que dispone el cierre de las calles que ahora conducen a El Álamo– salpican el debate entre unas partes cada vez más enfrentadas.
En el contexto acalorado de este debate, los partidarios de ambos bandos están cuestionando afirmaciones factuales, cuya exactitud importaba a pocos hace medio siglo. «Los hechos», tanto triviales como relevantes, son cuestionados o proclamados por ambos bandos.
* * *
Desde hace tiempo los historiadores han cuestionado la veracidad de algunos de los sucesos que aparecen en las narrativas de El Álamo, especialmente la historia sobre la línea trazada en el suelo. De acuerdo con esa historia, cuando se hizo patente que el destino de los 1 89 ocupantes de El Álamo estaba entre escapar y morir a manos mexicanas, el comandante William Barret Travis dibujó una línea en el suelo. Preguntó entonces a todos los que quisieran luchar hasta la muerte que la cruzasen. Supuestamente, todos la cruzaron -excepto, claro, el hombre que convenientemente escapó para contar la historia.
Los historiadores tejanos, y especialmente los autores de los libros de texto y de historia popular que residían en Texas, desde hace tiempo admitían que esta narración concreta era solo «una buena historia» y que «no importa realmente si fue verdad o no».[10]
Tales afirmaciones fueron realizadas antes de la presente ola constructivista por personas que, por el contrario, creían que los hechos son hechos y nada más que hechos.
Pero en un contexto donde el coraje de los hombres que permanecieron en El Álamo se cuestiona abiertamente, de repente la línea trazada en el suelo se encuentra entre la multitud de «hechos» que ahora con sometidos a un test de credibilidad.
La lista es interminable.[11] ¿Dónde se encontraba exactamente el cementerio? ¿ Todavía están allí los restos? ¿Los turistas que visitan El Álamo están violando el derecho religioso de los fallecidos y el Estado de Texas debería intervenir? ¿El Estado pagó alguna vez a la Iglesia Católica algún precio por la capilla de El Álamo y, si no fue así, no son los que la custodian usurpadores de un monumento histórico? ¿Enterró James Bowie, uno de los líderes blancos americanos, un tesoro robado en el lugar? Si fue así, ¿es esa la verdadera razón por la que los ocupantes escogieron luchar o, por el contrario, Bowie trató de negociar para salvar tanto su vida como el tesoro?
En suma, ¿cuánto hubo de avaricia, más que de patriotismo, en la batalla de El Álamo? ¿Pensaban erróneamente los sitiados que los refuerzos estaban en camino y, si fue así, hasta qué punto podemos creer su coraje? ¿Murió Davy Crockett durante la batalla o tras ella? ¿Trató de rendirse? ¿De verdad vestía un gorro con piel de mapache?
La última pregunta puede parecer la más trivial o más bien la más extraña de la lista; pero resulta la menos nimia y para nada estrambótica cuando percibimos que el santuario de El Álamo es la mayor atracción turística de Texas, al atraer a unos tres
millones de visitantes al año. Ahora que las voces locales suenan lo suficientemente altas como para cuestionar la inocencia del pequeño gringo que viste el gorro de Davy, el padre y la madre pueden pensárselo dos veces antes de comprar uno, y los custodios de la Historia tiemblan, temerosos de que el pasado se esté poniendo al día demasiado rápido con el presente. En el contexto de esta polémica, de repente importa cómo de real era Davy.
La lección que se deduce de este debate es evidente. En cualquier momento en el futuro, por motivos que son en sí mismos históricos, a menudo estimulados por la controversia, las colectividades experimentan la necesidad de imponer un test de credibilidad sobre ciertos acontecimientos y narrativas porque para ellos importa si esos hechos son verdaderos o falsos, independientemente de si estas historias son realidad o ficción.
Que les importe no quiere decir necesariamente que nos importe a nosotros. ¿Pero hasta qué punto podemos llevar nuestro aislacionismo? ¿De verdad no importa si la narrativa dominante del Holocausto judío es verdadera o falsa? ¿De verdad no marca la diferencia si los líderes de la Alemania nazi planearon y supervisaron la muerte de seis millones de judíos?
Los socios del Institute for Historical Review (Instituto para la Revisión Histórica) mantienen que la narrativa del Holocausto importa, pero también sostienen que es falsa.
Generalmente admiten que los judíos fueron castigados durante la II Guerra Mundial, e incluso algunos aceptan que el Holocausto fue una tragedia. Sin embargo, la mayoría quieren poner las cosas en su sitio respecto a tres temas: los números ofrecidos sobre el asesinato de seis millones de judíos asesinados por los nazis; el plan sistemático nazi para el exterminio de los judíos; la existencia de «cámaras de gas» para llevar a cabo las masacres.[12]
Los revisionistas afirman que no hay evidencias irrefutables que permitan sostener cualquiera de estos «hechos» centrales en la narrativa dominante del Holocausto, que tan sólo sirve para perpetuar determinadas políticas en los Estados Unidos, Europa e Israel.
Las tesis revisionistas sobre el Holocausto han sido refutadas por varios autores. El historiador Pierre Vidal-Naquet, cuya propia madre murió en Auschwitz, ha empleado sus constantes refutaciones de las tesis revisionistas para plantear cuestiones relevantes sobre la relación entre la investigación y la responsabilidad política. Jean-Claude Pressac, un antiguo revisionista, documenta mejor que ningún otro historiador la maquinaria de muerte alemana. El libro más reciente de Deborah Lipstadt en la materia estudia las motivaciones políticas de los revisionistas para así lanzar una crítica ideológica del revisionismo. A este último tipo de crítica, los revisionistas contestan que son historiadores: ¿Por qué deberían importar sus motivos ideológicos si siguen «los habituales métodos de la crítica histórica»? No podemos desechar la teoría heliocéntrica sólo porque aparentemente Copérnico odiaba a la Iglesia Católica.[13]
La afirmación que hacen los revisionistas de recurrir a procedimientos empiristas ofrece un ejemplo perfecto para poner a prueba los límites del construccionismo histórico.[14] Los riesgos políticos y morales inmediatos de las narrativas del Holocausto para una serie de grupos en todo el mundo, y la fuerza y la intensidad de estos grupos en los Estados Unidos y en Europa dejan a los constructivistas tanto política como teóricamente desnudos.
Porque la única posición lógica constructivista sobre el Holocausto es negar que haya algo que debatir. Los constructivistas deben afirmar que no importa realmente si hubo o no cámaras de gas, si el número de víctimas fue de uno o seis millones, o si el genocidio fue planeado. Y de hecho, el constructivista Hayden White llegó a sugerir peligrosamente que la mayor relevancia de la narrativa dominante del Holocausto es que ayuda a legitimar las políticas del estado de lsrael.[15]
Posteriormente White matizó su extrema postura constructivista, propugnando ahora un relativismo mucho más modesto.[16]
¿Pero cuánto podemos reducir lo que sucedió a lo que se dice que sucedió? Si seis millones de personas realmente no importan, ¿serán dos millones suficientes, o nos conformaremos algunos con trescientos mil? Si el significado está completamente separado de un referente «en el mundo que nos rodea», si no existe un fin cognitivo, nada que ser probado o desmentido, ¿cuál es entonces el fin de la Historia? La respuesta de White es clara: establecer la autoridad moral. ¿Pero por qué preocuparse con el Holocausto o con la esclavitud de las plantaciones, Pol Pot, o la Revolución Francesa, cuando ya tenemos a Caperucita Roja?
El dilema del constructivismo es que mientras que es capaz de resaltar cientos de historias que ilustran su afirmación general de que las narrativas son elaboradas, no logra dar cuenta completa de la producción de ningún tipo de narrativa. Porque tanto las mismas historias de legitimación que todos compartimos como los motivos por los que una historia concreta importa a un público determinado son históricos en sí mismos.
Decir que una narrativa concreta legitima determinadas políticas es aludir implícitamente a un «verdadero» relato de estas políticas a lo largo del tiempo, un relato que en sí mismo puede tomar la forma de otra narrativa. Pero admitir la posibilidad de esta segunda narrativa es, en cambio, admitir que el proceso histórico tiene cierta autonomía respecto a la narrativa. Supone admitir que, aunque sea ambiguo y contingente, el límite entre lo que sucedió y lo que se dice que sucedió es necesario.
No es que algunas sociedades distingan entre ficción e Historia y otras no lo hagan. Más bien, la diferencia es la gama de narrativas que colectividades concretas deben someter a sus propias pruebas de credibilidad histórica por los riesgos implícitos de esas narrativas .
HISTORICIDAD DE UN SOLO LUGAR
Nos equivocaríamos si pensásemos que tales riesgos proceden de la importancia de los hechos históricos originales. La visión predominante de la Historia como una evocación de las experiencias importantes del pasado es errónea. El modelo en sí es bien conocido: la Historia es para una colectividad como el recuerdo es para un individuo, la más o menos recuperación consciente de experiencias pasadas almacenadas en la memoria. Con todas sus variaciones, podemos llamarla, simplificando, el modelo de almacenamiento de la memoria-Historia.
El primer problema con el modelo de almacenamiento es su edad, la anticuada ciencia sobre la que descansa. El modelo asume la visión del conocimiento como un recuerdo, que se remonta a Platón, una visión ahora cuestionada por los filósofos y por los científicos cognitivos . Es más, la visión de la memoria individual de la que parte ha sido duramente cuestionada por investigadores de diversas tendencias por lo menos desde finales del siglo xIx. Según esa visión, las memorias son representaciones diferenciadas almacenadas en un armario, contenidos fieles y accesibles a los que accedemos libremente. La investigación reciente ha cuestionado todas estas suposiciones. Recordar no es siempre un proceso de representaciones de lo que sucedió. Atar un zapato implica memoria, pero pocos de nosotros realizamos un recuerdo explícito de imágenes cada vez que nos atamos los zapatos .
Independientemente de si la diferencia entre la memoria implícita y explícita implica diferentes sistemas de memoria, el hecho de que tales sistemas estén en la práctica inextricablemente vinculados puede ser una razón más por la que las memorias explícitas cambian. En todo caso, hay pruebas de que los contenidos de nuestro armario ni son fijos ni son accesibles libremente.[17]
Además, aunque esos contenidos fuesen completos, no formarían una Historia.
Pensemos en un monólogo que describa secuencialmente todos los recuerdos de un individuo. Sonaría como una cacofonía sin sentido incluso para el narrador. Además, es posible que acontecimientos importantes para la trayectoria vital no sean conocidos por el individuo cuando sucedieron y no puedan ser contados como experiencias recordadas. El individuo sólo puede recordar lo que descubre, no el hecho en sí mismo.
Puedo recordar que fui a Japón sin recordar cómo me sentí al estar en Japón. Puedo recordar que me dijesen que mis padres me llevaron a Japón cuando tenía seis meses de edad. Pero entonces, ¿es sólo el descubrimiento lo que pertenece a mi Historia vital ? ¿Podemos excluir de la Historia de uno todos los acontecimientos no experimentados y no revelados todavía, incluyendo, por ejemplo, una adopción en el momento del nacimiento? Una adopción puede ofrecer una perspectiva crucial sobre episodios que de hecho ocurrieron antes de su revelación. La revelación en sí misma puede afectar a la memoria de los acontecimientos futuros del narrador que pasaron antes .
Si las memorias son construidas como Historia individual, incluso en este mínimo sentido, ¿cómo puede determinarse el pasado que recuperan? El modelo de almacenamiento no tiene respuesta a este problema. Tanto las versiones populares como académicas asumen la existencia independiente de un pasado concreto y de una memoria postulada como medio para recuperar ese contenido. Pero el pasado no existe independientemente del presente. De hecho, el pasado es sólo pasado porque hay un presente, de igual modo que puedo señalar algo allí sólo porque estoy aquí. Pero nada está consustancialmente allí o aquí. En ese sentido, el pasado no tiene contenido. El pasado -o más correctamente, lo pasado- es una posición. Por tanto, de ninguna forma podemos identificar el pasado como pasado . Dejando de lado por ahora el hecho de que mi conocimiento de que una vez fui a Japón, ahora recuperado, puede no ser de la misma naturaleza que recuperar cómo fue el estar en Japón, el modelo asume que ambos tipos de información existen como pasado antes de mi recuperación. ¿Pero cómo los recupero como pasado sin un conocimiento previo o una memoria de lo que constituye lo pasado?
Los problemas para determinar qué pertenece al pasado se multiplican cuando se afirma que el pasado es colectivo. De hecho, cuando la ecuación memoria-Historia se transfiere a una colectividad, el individualismo metodológico potencia las dificultades inherentes del modelo de almacenamiento. Con fines descriptivos podemos asumir que la Historia vital de un individuo comienza con el nacimiento. ¿Pero cuándo comienza la vida de una colectividad? ¿En qué punto situamos el comienzo del pasado que debe ser recuperado? ¿Cómo decidimos -y cómo la colectividad decide- qué hechos incluimos y cuáles excluimos? El modelo de almacenamiento asume no sólo el pasado a ser recordado sino también el sujeto colectivo que realiza el recuerdo. El problema de esta asunción dual es que el propio pasado construido es constitutivo de la colectividad.
¿Recuerdan los europeos o los blancos americanos el descubrimiento del Nuevo Mundo? Ni Europa tal como la conocemos hoy, ni los blancos tal y como los consideramos hoy, existían como tales en 1,492. Ambos son constitutivos de esta entidad retrospectiva de lo que ahora llamamos Occidente, sin la cual el «descubrimiento» es impensable en su forma actual. ¿Pueden los ciudadanos de Quebec, cuyas placas de matrícula afirman con orgullo «Yo recuerdo», recuperar hoy memorias del estado colonial francés? ¿Pueden los macedonios, quienes quieran que sean, recordar los primeros conflictos y las promesas de pan-helenismo? ¿Puede alguien en cualquier lugar recordar las primeras conversiones masivas de serbios al cristianismo?
En estos casos, como en muchos otros, los sujetos colectivos que supuestamente recuerdan no existían como tales en el momento de los hechos que afirman recordar. Más bien, su constitución como sujetos va de la mano con la continua creación del pasado. Como tales, no reemplazan ese pasado: son sus contemporáneos .
Incluso cuando las continuidades históricas son incuestionables, no puede asumirse, de ningún modo, la simple correlación entre la magnitud de los acontecimientos tal y como sucedieron y su relevancia para las generaciones que los heredan a través de la Historia. El estudio comparativo de la esclavitud en las Américas ofrece un ejemplo interesante de que lo que a menudo llamamos «el legado del pasado» puede no ser algo legado por el pasado mismo.
A primera vista, parecería obvio que la relevancia histórica de la esclavitud en los Estados Unidos provenga de los horrores del pasado. El pasado se evoca constantemente como un punto de partida de un traumatismo continuo y como una explicación necesaria a las desigualdades actuales sufridas por los negros.
Seré el último en negar que la esclavitud de las plantaciones fue una experiencia traumática que dejó fuertes cicatrices por todas las Américas . Pero la experiencia de los afro-americanos fuera de los Estados Unidos cuestiona la correlación directa entre los traumas pasados y su relevancia histórica.
En el contexto del hemisferio, los Estados Unidos importaron un número relativamente pequeño de africanos esclavizados tanto antes como después de su independencia.
Durante cuatro siglos, el comercio de esclavos llevó al menos a diez millones de esclavos al Nuevo Mundo. En el Caribe trabajaron y murieron africanos esclavizados un siglo antes del asentamiento de Jamestown, Virginia.* (Primer asentamiento permanente inglés en el territorio de lo que hoy es Estados Unidos, fundado en 1,607 (N. del T.)
Brasil, el territorio donde la esclavitud duró más, recibió la mayor proporción de esclavos africanos, cerca de cuatro millones.
La región caribeña en su conjunto importó incluso más esclavos que Brasil, extendidos entre las colonias de varias potencias europeas. Incluso las importaciones de esclavos fueron altas en algunos lugares caribeños, especialmente las islas del azúcar. Así, la isla
caribeña francesa de Martinica, un minúsculo territorio de menos de un cuarto del tamaño de Long Island, importó más esclavos que todos Estados Unidos juntos.[18]
Sin duda, a comienzos del siglo XIX, Estados Unidos tenía más esclavos criollos que cualquier otro país americano, pero su número era debido al crecimiento natural. Aún así, tanto en términos de duración como en términos del número de individuos implicados, de ninguna forma podemos decir que la magnitud de la esclavitud de Estados Unidos superó la de Brasil o la del Caribe.
En segundo lugar, la esclavitud era al menos tan importante en la vida cotidiana de las sociedades de Brasil y el Caribe como lo era para toda la sociedad de Estados Unidos. En particular las islas azucareras británicas y francesas, Barbados y Jamaica desde el siglo xvi y Santo Domingo y Martinica hasta el siglo XVIII, no eran sociedades que simplemente tuviesen esclavos : eran sociedades esclavas.
La esclavitud definía su organización económica, social y cultural : era su razón de ser. La gente que vivía allí, libre o no, vivía allí porque había esclavos. El equivalente del norte sería como si todos los Estados Unidos continentales fuesen como el estado de Alabama en el culmen del cultivo del algodón .
En tercer lugar, no necesitarnos medir el sufrimiento humano para afirmar que las condiciones materiales de los esclavos no eran mejores fuera de Estados Unidos que dentro de sus fronteras. A pesar de las alegaciones de paternalismo, sabemos que los patronos de Estados Unidos no eran más humanos que sus homólogos brasileños o caribeños. Pero también sabemos que el peaje humano de la esclavitud, tanto físico como cultural, estaba estrechamente vinculado a las exigencias de producción, especialmente el régimen de trabajo. Generalmente las condiciones de trabajo provocaron menores esperanzas de vida, mayores índices de mortalidad y tasas de natalidad mucho menores entre los esclavos caribeños y brasileños que entre los de Estados Unidos.[19] Desde ese punto de vista, la caña de azúcar fue el peor verdugo de los esclavos.
En resumen, existe una evidencia suficientemente grande como para sostener una modesta afirmación empírica: el impacto de la esclavitud como lo que de hecho sucedió no puede haber sido en ningún sentido mayor en Estados Unidos que en Brasil y en el Caribe. Pero entonces, ¿por qué tanto la relevancia simbólica de la esclavitud como trauma y la relevancia analítica de la esclavitud como explicación sociohistórica es mucho más prevalente hoy en Estados Unidos que en Brasil o en el Caribe?
Parte de la respuesta puede hallarse en la forma en que terminó la esclavitud en Estados Unidos: una guerra civil por la cual más blancos parecen culpar a los esclavos que a Abraham Lincoln –cuyos propios motivos para emprender esta empresa siguen siendo por lo demás discutidos. Parte de la respuesta puede también encontrarse en el destino de los descendientes de los esclavos, pero ello no es una cuestión de «el pasado».
La perpetuación del racismo en Estados Unidos es menos un legado de la esclavitud que un fenómeno moderno, renovado durante generaciones de inmigrantes blancos cuyos propios ancestros probablemente fueron sometidos a trabajo forzado, en algún momento u otro, en las zonas rurales de Europa.
De hecho, no todos los negros que presenciaron la esclavitud creyeron que era un legado que tanto ellos como sus hijos llevarían siempre como una carga.[20] Medio siglo después de la Emancipación, la esclavitud tampoco era un tema principal entre los historiadores blancos, aunque por diversas razones.* (Se refiere a la Proclamación de Emancipación, realizada por el presidente de Estados Unidos Abraham Lincoln en 1,863. Supuso la liberación de la población esclavizada del sur del país, en el contexto de la guerra civil americana (N. del T.)
La historiografía estadounidense, por motivos quizá no demasiado diferentes de su homóloga brasileña, produjo sus propios silencios sobre la esclavitud afro-americana. A comienzos de este siglo, existieron blancos y negros en Norteamérica que sostuvieron la relevancia simbólica y analítica de la esclavitud para el presente que estaban viviendo.[21]
Tales debates sugieren que la relevancia histórica no procede directamente del impacto original de un acontecimiento, o del modo en que es registrado, o incluso de la continuidad de ese registro.
Los debates sobre El Álamo, el Holocausto, o el significado de la esclavitud de Estados Unidos no sólo implican a historiadores profesionales, sino también a líderes étnicos y religiosos, representantes políticos, periodistas, y a varias asociaciones dentro de la sociedad civil, así como a ciudadanos individuales, no todos activistas. Esta variedad de sujetos narradores es una más de las numerosas evidencias de que las teorías de la Historia tienen un alcance limitado en el campo de la producción histórica. Estas teorías minusvaloran totalmente el tamaño, la relevancia y la complejidad de los lugares superpuestos en los que se produce la Historia, especialmente fuera de la academia.[22]
La fuerza del gremio histórico varía entre una y otra sociedad. Incluso en sociedades altamente complejas donde el peso del gremio es relevante, tampoco la producción de los historiadores es un corpus cerrado. Más bien, la producción interactúa no sólo con el trabajo de otros académicos, sino también especialmente con la Historia producida fuera de las universidades. Por tanto, la conciencia de la Historia no es sólo activada por los académicos. Todos somos historiadores aficionados con varios grados de conciencia sobre nuestra producción. También aprendemos Historia de otros aficionados como nosotros. Las universidades y las editoriales universitarias no son el único lugar de producción de la narrativa histórica. Los libros se venden incluso mejor que los gorros de piel de mapache en la tienda de El Álamo, de los cuales media docena de títulos de historiadores aficionados venden más de 400.000 dólares al año. Como sostiene Marc Ferro, la Historia tiene muchas chimeneas y los académicos no son los únicos profesores de Historia sobre la tierra.[23]
La mayoría de los europeos y de los norteamericanos aprenden sus primeras nociones de Historia mediante medios que no han sido sometidos a las normas de evaluación de expertos, de editoriales universitarias o de tribunales de tesis . Mucho antes de que los ciudadanos medios lean a los historiadores que fijan la norma para colegas y estudiantes, acceden a la Historia mediante celebraciones, visitas a lugares históricos y museos, películas, festividades nacionales y libros de texto de la escuela primaria.
Seguramente, muchas de las posturas que aprenden son, por otro lado, sostenidas, modificadas o cuestionadas por investigadores involucrados en investigaciones primarias. A medida que la Historia sigue consolidándose profesionalmente, conforme los historiadores modifican cada vez con más rapidez sus objetivos y redefinen sus instrumentos de investigación, el impacto de la Historia académica se incrementa, incluso indirectamente.
Pero no olvidemos cuán frágil, cuán limitada, y cuán reciente parece ser esa hegemonía aparente. No olvidemos que, muy recientemente, en muchos lugares de Estados Unidos la Historia nacional y universal ha prolongando una narrativa providencial con fuertes connotaciones religiosas.
Según esa visión, la Historia del mundo comenzó con la Creación, para la cual supuestamente la fecha era bien conocida, y prosiguió con el Destino Manifiesto, como correspondía a un país privilegiado por la Divina Providencia.
Así, la ciencia social americana todavía debe rechazar la creencia en un excepcionalismo de Estados Unidos que habría condicionado su nacimiento y evolución.[24] Igualmente, los profesionales académicos no han logrado silenciar aún la Historia creacionista, que todavía permanece viva en algunos lugares del sistema educativo.
Ese sistema educativo puede no tener la última palabra sobre ningún asunto, pero su limitada eficacia también se manifiesta en otro aspecto. Desde mediados de la década de los 40 a finales de los años 60, los americanos aprendieron más sobre la historia colonial de América y sobre el Oeste americano de las películas y de la televisión que de los libros científicos. ¿Recuerdas El Álamo? Esa fue una clase de Historia impartida por John Wayne en la pantalla.
Davy Crockett fue más un personaje televisivo que se convirtió en una importante figura histórica que lo contrario.[25] Antes y después del largo compromiso de Hollywood con la Historia de los cowboys y de los colonos, más los comic que los libros de texto, más las canciones country que las tablas cronológicas, llenaron las lagunas dejadas por los western. Entonces y ahora, los niños americanos y bastantes hombres jóvenes de cualquier lugar aprendieron a tematizar partes de esa Historia jugando a indios y vaqueros.
Finalmente, como es lógico el gremio de los historiadores también refleja las divisiones sociales y políticas de la sociedad americana.
Sin embargo, en virtud de sus afirmaciones profesionales, el gremio no puede expresar opiniones políticas como tales -más bien lo contrario, por supuesto, a lo que hacen activistas y lobistas . Por tanto, irónicamente, cuando más importante es un tema para determinados segmentos de la sociedad civil, más subyugadas están las interpretaciones que de los hechos hacen la mayoría de los historiadores profesionales.
Para la mayoría de las personas implicadas en las polémicas relativas al quinto centenario colombino, la exposición del «Último hecho» del museo Smithsonian sobre el Enola Gay e Hiroshima, la excavación de cementerios de esclavos, o la construcción del monumento a los veteranos de Vietnam, las afirmaciones de la mayor parte de los historiadores a menudo parecen anodinas o irrelevantes .
En estos casos, como en muchos otros, aquellos para los que la Historia importa más buscan interpretaciones históricas en los márgenes de la academia si no completamente fuera de ella.
Sin embargo, el hecho de que la Historia también se produce fuera de la academia ha sido algo ampliamente ignorado por las teorías de la Historia. Más allá de un acuerdo amplio -y relativamente reciente- sobre el contexto del historiador profesional, existen pocos análisis sobre lo que sucede en cada lugar y que afecta significativamente a lo que se estudia. Sin duda, ese impacto no se presta fácilmente a fórmulas generales, algo que normalmente se reprocha a la mayoría de los teóricos.
He detectado que mientras la mayoría de los teóricos admiten el principio de que la Historia implica tanto al proceso social como a las narraciones sobre dicho proceso, en realidad las teorías de la Historia privilegian a una como si la otra no tuviese importancia.
Esa parcialidad es posible porque raramente las teorías de la Historia analizan en detalle las circunstancias concretas donde se producen las narrativas históricas. A veces las narrativas se evocan como ejemplos o, en el mejor de los casos, son decodificadas textualmente, pero raramente es objeto de estudio su proceso de producción.[26]
Igualmente, la mayoría de los investigadores admitirían sin reparos que la producción histórica sucede en muchos lugares. Pero el peso relativo de estos lugares varía con el contexto, y estas variaciones imponen en los teóricos el peso de lo específico. Por tanto, un análisis de los palacios franceses como lugares de producción histórica puede proporcionar lecciones ilustrativas para una comprensión del papel de Hollywood en la conciencia histórica de los Estados Unidos, pero ninguna teoría abstracta puede fijar, a priori, las reglas que rigen el impacto de los castillos franceses y de las películas de Estados Unidos en la Historia académica producida en estos dos países .
Cuanto más pesada sea la carga de lo específico, mayor es la posibilidad de que sea obviado por la teoría. Por tanto, incluso los mejores enfoques de la Historia académica actúan como si lo que sucedió en otros lugares fuese en gran parte intranscendente. ¿Y de verdad es intranscendente que la historia de América se esté escribiendo en el mismo lugar donde pocos niños quieren ser indios?
TEORIZAR LA AMBIGÜEDAD Y RASTREAR EL PODER
La Historia siempre se produce en un contexto histórico determinado. Los actores históricos también son narradores, y viceversa.
La afirmación de que las narraciones siempre son producidas en la Historia me lleva a proponer dos alternativas . Primero, sostengo que una teoría de la narrativa histórica debe admitir tanto la distinción como la superposición entre el proceso y la narración.
Así, aunque este libro versa principalmente sobre la Historia como conocimiento y como narración, [27] asume plenamente la ambigüedad inherente en los dos lados de la historicidad.
La Historia, como proceso social, involucra a los pueblos en tres funciones diferentes : 1 ) como agentes, u ocupantes de lugares estructurales ; 2) como actores en constante interrelación con el contexto; y 3) como sujetos, eso es, como voces conscientes de ella.
Ejemplos clásicos de lo que llamo agentes son los estratos y los grupos a los que la gente pertenece, tales como la clase y el estatus, o los roles asociados con éstos . Son agentes los obreros, los esclavos o las madres.[28]
Un análisis de la esclavitud puede estudiar las estructuras socioculturales, políticas, económicas e ideológicas que definen tales situaciones como esclavos o amos.
Por actores, me refiero al conjunto de capacidades propias de un tiempo y un espacio de forma que tanto su existencia como su comprensión descansa fundamentalmente en datos históricos. Una comparación de la esclavitud afro-americana en Brasil y en Estados Unidos que vaya más allá de una tabla estadística debe lidiar con los datos históricos que definan las situaciones que son comparadas. Las narraciones históricas abordan situaciones concretas y, en ese sentido, deben ocuparse de los seres humanos como actores.[29]
Pero los pueblos también son sujetos de la Historia del mismo modo en que los obreros son sujetos de una huelga: definen el modo en que pueden ser descritas algunas situaciones. Consideremos una huelga como un acontecimiento histórico desde un punto de vista estrictamente narrativo, esto es, sin la intervenciones que normalmente etiquetamos como interpretaciones o explicaciones . No hay forma en que podamos describir una huelga sin que las capacidades subjetivas de los obreros sean parte central de lo que narramos.[30] Desde luego, señalar su ausencia del lugar de trabajo no es suficiente.
Debemos sostener que colectivamente han decidido quedarse en casa en lo que supuestamente era un día normal de trabajo. Necesitamos añadir que colectivamente actuaron conforme a esa decisión. Pero incluso esa descripción, que toma en cuenta la actitud de los obreros como actores, no es una descripción ajustada de una huelga. De hecho, hay una serie de cuestiones que podrían añadir información relevante. Los obreros pudieron haber decidido: si esta noche la nieve sobrepasa las diez pulgadas, ninguno de nosotros vendrá mañana a trabajar. Si aceptamos contextos de manipulación o errores de interpretación entre los actores, las posibilidades son ilimitadas. Así, además de tratar a los obreros como actores, una buena narración de una huelga requiere incluir a los obreros como sujetos decididos conscientes de sus propias voces. Necesita su voz (o sus voces) en primera persona o, al menos, necesita parafrasear esa primera persona. La narración debe darnos pistas tanto de los motivos por los que los obreros se niegan a trabajar y del objetivo que piensan que están persiguiendo -incluso si ese objetivo se limita en la protesta que se expresa. Para decirlo de forma más simple : una huelga es una huelga sólo si los trabajadores piensan que están en huelga. Su subjetividad es parte integral del acontecimiento en cualquier descripción satisfactoria de dicho acontecimiento.
Los obreros trabajan mucho más a menudo de lo que están en huelga, pero la capacidad para estar en huelga nunca puede ser eliminada de la condición de obreros. En otras palabras, los pueblos no son siempre sujetos constantemente enfrentados a la Historia como algunos académicos desearían, pero las capacidades por las que se convierten en sujetos deben ser siempre parte de su condición. Estas capacidades subjetivas garantizan la confusión porque hacen a los seres humanos doblemente históricos, o mejor dicho, completamente históricos . Los involucra simultáneamente en el proceso sociohistórico y en las construcciones narrativas sobre ese proceso. Aceptar esta ambigüedad, que es inherente de lo que llamamos las dos caras de la historicidad, es la primera elección de este libro.
La segunda elección de este libro es un enfoque determinado del proceso de producción histórica más que una preocupación abstracta por la naturaleza de la Historia.
La búsqueda de la naturaleza de la Historia nos ha llevado a negar la ambigüedad y a delimitar en todo momento la línea divisoria entre el proceso histórico y el conocimiento histórico, o a mezclar el proceso histórico y la narración histórica. Así, entre los extremos mecánicamente «realistas» y los ingenuamente «constructivistas», la tarea más importante no es dirimir lo que la Historia es -un fin inútil expresado en términos esencialistas- sino cómo funciona la Historia. Porque lo que es la Historia cambia con el tiempo y el lugar o, mejor dicho, la Historia se revela a sí misma sólo mediante la producción de narraciones específicas. Lo que más importa es el proceso y las condiciones de la producción de tales narraciones. Sólo un enfoque que preste atención a ese proceso puede descubrir los modos en que las dos caras de la historicidad se entrelazan en un contexto determinado. Sólo mediante esa superposición podemos descubrir el ejercicio diferencial del poder que hace posibles algunas narraciones y silencia otras.
Rastrear el poder requiere de una visión más rica de la producción histórica de la que la mayoría de los teóricos tienen. En principio no podemos excluir a ninguno de los actores que participan en la producción de la Historia o ninguno de los lugares en los que esa producción puede suceder.
Junto a los historiadores profesionales descubrimos a artesanos de diferentes tipos, trabajadores no remunerados o no reconocidos que amplían, eluden o reorganizan el trabajo de los profesionales, tales como políticos, estudiantes, escritores de ficción, cineastas y miembros participativos del público.
Al hacer esto, obtenemos una visión más compleja de la propia Historia académica, al no considerar sólo a los historiadores profesionales como los únicos participantes en su producción.
Esta visión más comprensiva amplía las fronteras cronológicas del proceso de producción. El proceso comienza antes y continua más allá de lo que la mayoría de los teóricos admiten. El proceso de producción histórica no se detiene con la última frase del historiador profesional, dado que es bastante probable que el público contribuya a la Historia añadiendo sus propias lecturas a la producción académica -y a partir de ésta.
Quizá más importante, dado que el solapamiento entre la Historia como proceso social y la Historia como conocimiento es fluido, los participantes en cualquier acontecimiento pueden participar en la producción de una narración sobre ese hecho incluso antes de que el historiador llegue al lugar.
De hecho, la narración histórica que contiene un hecho concreto puede preceder a ese mismo hecho, al menos en teoría, pero puede que también en la práctica. Marshall Sahlins sugiere que los hawaianos entienden su encuentro con el capitán Cook como la crónica de una muerte anunciada. Pero tales usos no se limitan a los pueblos sin historiadores. ¿Hasta qué punto las narrativas del final de la Guerra Fría se amoldan a la Historia prefabricada del capitalismo?
William Lewis sugiere que una de las fortalezas políticas de Ronald Reagan era su capacidad para inscribir su presidencia en una narración prefabricada sobre Estados Unidos. Y un bosquejo general de la producción histórica mundial a lo largo del tiempo sugiere que no son sólo los historiadores profesionales los que fijan el marco narrativo en el que sus historias se insertan. Con frecuencia, alguien ya ha entrado antes en el lugar y ha fijado el ciclo de silencios.[31]
¿Permite esta perspectiva más compleja realizar todavía generalizaciones relevantes sobre la producción de la narración histórica? La respuesta a esta pregunta es un sí rotundo, si estamos de acuerdo en que tales generalizaciones mejoran nuestra comprensión sobre prácticas concretas pero no ofrecen modelos que supuestamente serán seguidos y demostrados por esas prácticas.
Los silencios entran en el proceso de producción histórica en cuatro momentos cruciales : el momento de la creación del hecho (la elaboración de las fuentes); el momento del ensamblaje de los hechos (la construcción de los archivos); el momento de la recuperación del hecho (la construcción de narraciones); y el momento de la importancia retrospectiva (la composición de la Historia en última instancia).
Estos momentos son herramientas conceptuales, abstracciones de segundo nivel de los procesos que se alimentan los unos a los otros. Como tales, no están diseñados para ofrecer una descripción realista de la elaboración de ninguna narración individual. Más bien, nos ayudan a comprender por qué no todos los silencios son iguales y por qué no pueden ser examinados –0 re-examinados- de la misma manera. Para expresarlo de otra forma, cualquier narración histórica es un montón de silencios, el resultado de un proceso singular, y en consecuencia la tarea necesaria para deconstruir estos silencios variará.
Las estrategias utilizadas en este libro reflejan estos cambios. Cada una de las narraciones abordadas en los siguientes tres capítulos combinan diversos tipos de silencios.
En cada caso, estos silencios se entrecruzan o se acumulan a lo largo del tiempo para producir una mezcla singular. En cada caso empleo una metodología diferente para poner de manifiesto las convenciones y tensiones que existen dentro de esa mezcla.
En el capítulo 2, esbozo la imagen de un antiguo esclavo que se convirtió en coronel, y que ahora es una figura olvidada en la Revolución haitiana. La evidencia necesaria para contar esta historia estaba disponible en el corpus que estudié, a pesar de la pobreza de las fuentes. Tan sólo cambio de orientación esa evidencia con el fin de generar una nueva narrativa. El desarrollo de mi narrativa alternativa revela los silencios que enterraron, hasta hoy, la historia de ese coronel.
El silenciamiento generalizado de la Revolución haitiana por la historiografía occidental es objeto del capítulo 3 . Ese silenciamiento también es debido al poder desigual en la producción de las fuentes, los archivos y las narrativas . Pero si estoy en lo cierto y esta revolución era impensable tal y como sucedió, la insignificancia de la historia está ya inscrita en las fuentes, independientemente de lo que revelen. Aquí no hay nuevos hechos; ni siquiera hechos ignorados . Aquí debo hacer que los silencios hablen por sí mismos. Y lo hago yuxtaponiendo el clima de los tiempos, los escritos de los historiadores sobre la revolución misma, y las narrativas de la historia del mundo donde la efectividad del silencio original se hace plenamente apreciable.
El descubrimiento de América, el tema del capítulo 4, me proporcionó además otra combinación, obligándome a adoptar una tercera estrategia. En este caso existía una abundancia tanto de fuentes como de narrativas . Hasta 1 992 había incluso un cierto acuerdo global -aunque fuese falsificado y reciente- sobre el significado del primer viaje de Colón. Los dogmas principales de los escritos históricos fueron moldeados y reformados mediante las celebraciones públicas que parecían reforzar este significado.
Dentro de este corpus abierto, los silencios se producen no tanto por la ausencia de hechos o interpretaciones sino mediante apropiaciones conflictivas del personaje de Colón. Aquí no sugiero una nueva lectura de la misma historia, como hago en el capítulo 2, o incluso una interpretación alternativa, como en el capítulo 3. Más bien, muestro cómo el presunto acuerdo sobre Colón en realidad enmascara una Historia de conflictos.
El ejercicio metodológico culmina en una narrativa sobre las conflictivas apropiaciones del descubrimiento. Los silencios aparecen en los intersticios de los conflictos entre los intérpretes anteriores.
La producción de una narrativa histórica no puede ser estudiada, por tanto, mediante una mera cronología de sus silencios. Los momentos que identifico se solapan en el tiempo real . Como procedimientos heurísticos, evidencian aspectos de la producción histórica que sólo son sacados a la luz cuando y donde el poder entra en la historia.
Pero incluso esta expresión es engañosa si se sugiere que el poder existe fuera de la historia y que por tanto puede ser bloqueado o eliminado. El poder es constitutivo de la historia. Rastrear el poder mediante diversos «momentos» simplemente ayuda a enfatizar el carácter fundamentalmente procesal de la producción histórica, a insistir en que lo que es la Historia importa menos que cómo la Historia funciona; que el poder mismo funciona junto a la Historia; y que las declaradas preferencias políticas de los historiadores tienen poca influencia en la mayoría de las propias prácticas de poder. Es útil la advertencia de Foucault: «No creo que la pregunta de ‘¿quién ejerce el poder?’ pueda ser resuelta salvo si la pregunta ‘¿cómo sucede?’ es resuelta al mismo tiempo».[32]
El poder no entra en la historia de una vez, sino en diferentes momentos y desde diferentes ángulos. Precede a la propia narración, contribuye a su creación y a su interpretación. Así, sigue siendo relevante incluso si pudiésemos imaginar una Historia totalmente científica, incluso si relegásemos las preferencias y los intereses de los historiadores a una fase aparte y post-descriptiva. En la Historia, el poder comienza con la fuente.
El juego del poder en la producción de narrativas alternativas comienza con la creación conjunta de hechos y fuentes por al menos dos razones . Primero, los hechos nunca carecen de significado: de hecho, se convierten en hechos sólo porque importan en algún sentido, aunque sea mínimamente. Segundo, los hechos no son creados iguales: la producción de huellas es también siempre la creación de silencios. Algunos acontecimientos son mencionados desde el principio; otros no. Algunos son grabados en los cuerpos individuales o colectivos; otros no. Algunos dejan marcas físicas; otros no. Lo que sucede deja huellas, algunas de las cuales son muy patentes –edificios, cadáveres, censos, monumentos, diarios, fronteras políticas-, limitando el grado y el significado de cualquier narrativa histórica. Esta es una de las muchas razones por las que cualquier ficción no puede pasar por Historia: la materialidad del proceso socio-histórico (historicidad 1 ) sienta las bases para las futuras narrativas históricas (historicidad 2).
La materialidad de este primer momento es tan obvia que algunos la damos por descontada. No implica que los hechos sean objetos irrelevantes que esperan ser descubiertos sino más bien, más modestamente, que la Historia comienza con los cuerpos y con los objetos : cerebros, fósiles, textos, edificios.[33]
Cuanto más abundante sea la masa de material, más fácilmente nos atrapa: las fosas comunes y las pirámides nos acercan la Historia, mientras que nos hacen sentir pequeños.
Un castillo, un fuerte, un campo de batalla, una iglesia, todas estas cosas más grandes que nosotros que colmamos con la realidad de nuestras vidas pasadas, parecen hablar de una inmensidad de la que sabemos poco excepto que somos parte de ella. Demasiado sólidas para no dejar rastro, demasiado perceptibles para ser transparentes, encarnan las ambigüedades de la Historia. Nos permiten tocarlas, pero no cogerlas firmemente en nuestras manos —de ahí el misterio de sus muros derruidos. Sospechamos que su concreción esconde secretos tan profundos que ninguna revelación puede disipar sus silencios completamente. Imaginamos las vidas bajo el mortero, ¿pero cómo podemos identificar el final del silencio más profundo?
[1] Las teorías de la Historia que han generado multitud de debates, modelos y escuelas de pensamiento desde por lo menos el comienzo del siglo XIX han sido objeto de numerosos estudios, antologías y síntesis. Ver MAROU, Henri-Irénée, De la Connaissance historique (París: Seuil, 1 975 [ 1 975)); GARDINER, Patrick (ed.), The Philosophy of History (Oxford: Oxford University Press, 1 974); DRAY, William, On History and Philosophers ofHistory (Leiden, New York: Brill, 1 989); Nov1cK, Robert, That Noble Dream: The «Objectivitity Question» and the American Historical Profession (Cambridge: Cambridge University Press, 1 988). Creo que demasiadas conceptualizaciones de la Historia tienden a privilegiar una cara de la historicidad por encima de la otra; que la mayoría de los debates sobre la naturaleza de la Historia, a su vez, pasan de una a otra de las caras unilaterales de la historicidad; y que este carácter unilateral en sí mismo es posible porque la mayoría de las teorías de la Historia son construidas sin prestar demasiada atención al proceso de producción de las narrativas históricas.
Muchos han tratado de trazar un curso entre los dos polos descritos. Algunas ideas del 18 de Brumario de Marx, pero también de los trabajos de Jean Chesnaux, Marc Ferro, Michel de Certeau, David W. Cohen, Ranajit Guha, Krzysztof Pomian, Adam Schaff y Tzvetan Todorov cruzan este libro, no siempre mediante citas explícitas. Ver CHESNEAUX, Jean, Du Passéfaisons table rase (París: F. Maspero, 1 976); CoHEN, David W, The Combing of History (Chicago: University of Chicago Press, 1 994 ); DE CERTEAU, Michel, L’ Écriture de l ‘histoire (París: Gallimard, 1 975); FERRO, Marc, L ‘Histoire sous surveillance (París: Calmann-Lévy, 1 985); GuHA, Ranajit, «The Prose of Counter Insurgency», Subaltem Studies, vol. 2, 1 983; MARX, Karl, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte (Londres: G. Allen & Unwin, 1 926); PoMIAN, Krzysztof, L’Ordre du temps (París: Gallimard, 1 984); ScHAFF, Adam, History and Truth (Oxford: Pergamon Press, 1976); Teodorov, Tzvetan, Les Morales de l ‘histoire (París: Bernard Grasset, 1 99 1 ).
[2] TODOROV, Les Morales, pp. 1 29- 1 30.
[3] WHITE, Hayden, Metahistory: The Historical lmagination in Nineteenth-Century Europe (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1 973); Tropics of Discourse: Essays in Cultural Criticism (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1 978); The Content of Form: Narrative Discourse and Historie Representation (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1 987).
[4] De hecho, cada narrativa debe renovar esta afirmación en dos ocasiones. Desde el punto de vista de su productor(es) inmediato(s), la narrativa reclama el conocimiento: lo que se dice que sucedió es en realidad lo que se dice que se conoce que sucedió. Cada historiador ofrece una narrativa con un certificado de autenticidad, independientemente de su calidad. Desde el punto de vista de su público, la narrativa histórica debe superar un test de aceptación, lo que refuerza la afirmación de conocimiento: aquella que se dice que sucedió se cree que sucedió.
[5] Ver Teodorov, Les Morales, pp. 1 30- 1 69, para una reflexión sobre las diferencias entre ficción, lo falso y la escritura histórica y sobre los diversos tipos de afirmaciones de verdad. Ver también el capítulo 5 de esta obra, dedicado a la autenticidad.
[6] PoMIAN, L’Ordre du temps, pp. 1 09- 1 1 l .
[7] Las pruebas son construcciones gramaticalizadas a través de las que los emisores expresan su compromiso con una propuesta ante la evidencia disponible. Ver CRYSTAL, David, A Dictionary of Linguistics and Phonetics, 3 .ª ed. (Oxford: Basil B lackwell, 1 991), p. 1 27. Por ejemplo, la diferencia en la modalidad epistémica entre un testigo y alguien que no lo es puede ser un requisito gramaticalizado.
[8] APPADURAI, Arjun, «The Past as a Scarce Resource», Man, 1 6 ( 1 982), pp. 20 1 -2 1 9
[9] Una discusión sobre ese debate, ver BROWN, Paula y Tuz1N, Donald F. (eds.), The Ethnography of Cannibalism (Washington DC: Society for Psychological Anthropology, 1 983); HULME, Peter, Colonial Encounters (Londres y Nueva York: Methuen, 1 986); y BoucHER, Philip P., Cannibal Encounters (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1 992).
[10] STEEN, Ralph W., Texas: A Story of Progress (Austin: Steck, 1 942), p. 1 82; ANDERSON, Adrian N.
y WoosTER, Ralph, Texas anti Texans (Austin: Steck-Vaughn, 1 978), p. 1 7 1
[11] Esta lista parcial de «hechos» en disputa y mi entendimiento de la polémica de El Álamo se basan en fuentes orales y escritas. La asistente de investigación Rebecca Bennette llevó a cabo entrevistas telefónicas con Gail Loving Bames de las Hermanas de la República de Texas y Gary J. (Gabe) Gabehart del Consejo Inter-Tribal. Mi agradecimiento a ambos, así como a Carlos Guerra, por su cooperación. Las fuentes escritas consultadas incluyen artículos en periódicos locales (especialmente el San Antonio Express News, el cual publica la columna de Guerra): GUERRA, Carlos, «Is Booty Hidden Near the Alamo?», San Antonio Light, 22-8- 1 992; GUERRA, Carlos, « You ‘d Think Ali Alamo Saviors Look Alike», San Antonio Express News, 1 4-2- 1 994; y RIVARD, Robert, «The Growing Debate Over the Shrine of Texas Liberty», San Antonio Express News, 1 7-3- 1 994. También incluyen revistas académicas: LINENTHAL, Edward Tabor, «A Reservoir of Spiritual Power: Patriotic Faith at the Alamo in the Twentieth Century», Southwestem Historical Quarterly, 91 (4) ( 1 988), pp. 509-53 1 ; HARDIN, Stephen L., «The Félix Núñez Account and the Siege of the Alamo: A Critica! Appraisal», Southwestem Historical Quarterly, 94 ( 1 990), pp. 65-84; así como un libro controvertido: LONG, Jeff, Duel of Eagles: The Mexican and the U.S. Fight for the A /amo (Nueva York: William Morrow, 1 990) .
[12] BuTZ, Arthur A., «The Intemational «Holocaust» Controversy», The Joumal of Historical Review (s.f.), pp. 5-20; FAURISSON, Robert, «The Problem of The Gas Chambers», The Journal of Historical Review ( 1 980).
[13] VIDAL-NAQUET, Pierre, Les Assassin de la mémoire: « Un Eichmann de papier» et Autres essais sur le révisionnisme (París: La Découverte, 1 987); PRESSAC, Jean-Claude, Les Crématoires d ‘Auschwitz: La
machinerie de meurtre de masse (París: CNRS , 1 993); LIPSTADT, Deborah E., Denying the Holocaust: The Growing Assault on Truth and Memory (Nueva York: The Free Press, 1 993); FAURISSON, «The Problem of the Gas Chambers» ; WEBER, Mark, «A Prominent Historian Wrestles with a Rising Revisionism», Journal of Historical Review, 1 1 (3), ( 1 993), pp. 353-359.
[14] Como se ha referido, existe mucha heterogeneidad en las perspectivas de los revisionistas, pero
en los últimos quince años hemos asistido a un desplazamiento hacia posturas más académicas, a las que
volveré más adelante.
[15] WHITE, The Content of Form.
[16] Ver WHITE, Hayden, «Historical Emplotment and the Problem of Truth», en Saul Friedlander (ed.),
Probing the Limits of Representation (Berkeley: University of California Press, 1 992), pp. 37-53.
[17] EBBINGHAUS, Hermann, Memory: A Contribution to Experimental Psychology (New York: Dover, 1 964 [ 1 885 ] ) ; CASCARDI, A. J., «Remembering», Review of Metaphysics, 38 ( 1 984), pp. 275-302; ROEDlGER, Henry L., «lmplicit Memory : Retention Without Remembering», American Psychologist, 45 ( 1 990), pp. 1 043- 1 056; GREEN, Robin y SHANKS, David, «Ün the Existence of lndependent Explicit and Implicit Learning Systems: An Examination of Sorne Evidence», Memory and Cognition, 2 1 ( 1 993), pp. 304-3 1 7 ; BROADBENT, D., «lmplicit and Explicit Knowledge in the Control of Complex Systems», British Journal of Psychology, 77 ( 1 986), pp. 33-50; SCHACKTER, Daniel L . , «Understanding Memory : A Cognitive Neuroscience Approach», American Psychologist, 47 ( l 992), pp. 559-569; Lorrus, Elizabeth, «The Reality of Repressed Memories», American Psychologist, 48 ( 1 993), pp. 5 1 8-537.
[18] Las cifras de Estados Unidos no incluyen la colonia de Luisiana. El relato y las fuentes de estas estimaciones, en CuRTIN, Philip, The Atlantic Slave Trade: A Census (Madison: University of Wisconsin Press, 1 969). Las posibles actualizaciones de las cifras de Curtin sobre la exportación de esclavos desde África no invalidan la imagen general que ofrece para las importaciones en todas las Américas.
[19] FOGEL, Robert William y ENGERMAN, Stanley L, Time of the Corsso: The Economics o/American Negro Slavery (Boston: Little, Brown, 1 974); HlGHMAN, B. W. , Slave Population o/ the British Caribbean, 1807-1834 (Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1 984); BERLIN, Ira y MORGAN, Philip D. (eds.), Cultivation and Culture: Labor and the Shaping of Life in the Americas (Charlottesville: The Uni
versity Press of Virginia, 1 993); FOGEL, Robert William, Without Consent or Contraer: The Rise and Fall
of American Slavery (Nueva York: W. W. Norton, 1 989).
[20] Du Bois, W. E. B., Sorne Efforts ofAmerican Negroes for Their Own Social Betterment (Atlanta: The Atlanta University Press, 1,898); Black Reconstruction in America: An Essay Toward a History of the Part Which Black Folk Played in the Attempt to Reconstruct Democracy in America, 1860-1880 (Nueva York: Russell and Russell, 1 962); FoNER, Eric, Reconstruction: America ‘s Unfinished Revolution, 1863-1877 (Nueva York: Harper & Row, 1 988).
[21] Por ejemplo, Du Bois, Black Reconstruction; FRAZIER, Edward Franklin, Black Bourgeoisie (Glencoe: Free Press, 1 957); HERSKOVITS, Melville J., The Myth of the Negro Past (Boston: Beacon Press, 1 990 [ 1 94 1 ]); MYRDAL, Gunnar, An American Dilemma: The Negro Problem and Modem Democracy (Nueva York, Londres: Harper & Bros. , 1 944).
[22] Paul Ricoeur señala con acierto que tanto los positivistas lógicos como sus adversarios lanzaron y sostuvieron su extenso debate sobre la naturaleza del conocimiento histórico prestando poca atención a las prácticas de los historiadores. RICOEUR, Paul, Time and Narrative, vol. l (Chicago: University of Chicago Press, 1 984 ), p. 95. El propio Ricoeur usa de forma abundante el trabajo de historiadores académicos de Europa y de Estados Unidos. Más recientemente otros autores también emplean trabajos históricos anteriores y actuales, con distintos énfasis en escuelas y países determinados, y con diversas disgresiones sobre la relación entre el desarrollo de la Historia y las otras formas institucionalizadas de conocimiento. Ver DE CERTEAU, L ‘Écriture; FURET, Frani;ois, L ‘Atelier de l ‘histoire (París: Flammarion, 1 982); APPLEBY, Joyce,
HUNT, Lynn y JACOB, Margaret, Telling the Truth about History (Nueva York: W. W. Norton, 1 994). Estas obras acercan la teoría a la observación de la práctica de la Historia, ¿pero está la producción histórica limitada únicamente a las prácticas de los historiadores profesionales? Primero, desde el punto de vista de los fenomenólogos, uno podría sostener que todos los seres humanos tienen una comprensión pretemática de la Historia que funciona como trasfondo en su experimentación del proceso social. Ver CARR, David, Time, Narrative, and History (Bloomington: Indiana University Press, 1 986), p. 3. Segundo, y algo más importante para lo que nos proponemos, la propia narrativa histórica no sólo se produce por los historiadores profesionales. Ver Cohen, The Combing of History; Ferro, L’ Histoire sous surveillance; THOMPSON, Paul, The Myths We Live By (Londres y Nueva York: Routledge, 1,990).
[23] FERRO, L ‘Histoire sous surveillance.
[24] Ross, Dorothy, The Origins of American Social Science (Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 1 994).
[25] El propio Crockett contribuyó a su percepción como héroe al escribir su autobiografía. Pero su relevancia histórica fue limitada hasta que la aparición de la serie de televisión y la película de John Wayne de 1 960, El Álamo, lo convirtieron en una figura nacional
[26] Marcadas excepciones, cada una a su modo: CoHEN, The Combing, FERRO, L ‘Histoire sous surveillance y DE CERTEAU, L ‘Écriture de l ‘histoire.
[27] De hecho, en la mayoría de las ocasiones en las que será utilizada la palabra «Historia» en adelante, se empleará esencialmente teniendo presente ese significado. Reservo el concepto de proceso sociohistórico para otro lugar de la reflexión.
[28] Califico de agentes a los ocupantes de tales y de otras posiciones estructurales para indicar al comienzo un rechazo de la dicotomía entre estructura y agencia. Las posturas estructurales son tanto posibilitadoras como limitadoras.
[29] Ver TOURAINE, Alain, Le Retour de l ‘acteur (París: Gallimard, 1 984), pp. 1 4- 1 5 .
[30] Amplío aquí lo señalado en RUNCIMAN, W. G., A Treatise on Social Theory, vol. l : The Methodology of Social Theory (Cambridge: Cambridge Universisty Press, 1 983), pp. 3 1 -34.
[31] FERRO, L ‘Histoire sous surveillance; SAHLINS, Marshall, Historical Metaphors and Mythical Realities: Structure in Early History of the Sandwich /stands Kingdom (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1 98 1 ); Carrere d’ Encausse, Hélene, La Gloire des nations, ou, la .fin de l ’empire soviétique (París: Fayard, 1 990); FuKUYAMA, Francis, The End of History and the Last Man (Nueva York: Free Press, 1 992); LEWIS, William F. , «Telling America’s Story: Narrative Form and the Reagan Presidency», Quarterly Joumal of Speech, 73 ( 1 987), pp. 280-302.
[32] Foucault, Michel, «Ün Power», (entrevista con Pierre Boncenne, 1 978), en Foucault, Michel, Politics, Philosophy, Culture. lnterviews and Other Writings, editado por Lawrence D. Kritzman (Nueva York y Londres: Routledge, 1 988), p. 1 03 .
[33] La historia oral no escapa a esta norma, pues salvo en el caso de la transmisión oral, el momento de creación del hecho constantemente es transportado en los cuerpos de los hombres que participan en esa transmisión. Lafuente está viva