Tiempos difíciles: hitos y tendencias que marcaron el 2024 latinoamericano y caribeño (I). Lautaro Rivara. Diciembre 2024.

Toda síntesis de la extensa, contradictoria y no siempre sincrónica región latinoamericana y caribeña debe adolecer, necesariamente, de los inevitables pecados de la arbitrariedad y la simplificación. Sin embargo, un reducido itinerario por algunos de los hechos y tendencias más sobresalientes del año que se va puede dar indicios de la orientación general de una región que solo puede ser comprendida como una unidad histórica y geopolítica.

El estancamiento económico de la región

Según la CEPAL, el 2024 redondeó casi un decenio de estancamiento económico generalizado en América Latina y el Caribe. Ni conservadores ni progresistas, ni propios ni extraños, ni tirios ni troyanos, pudieron en ningún caso alardear de tasas de crecimiento excesivamente altas o de indicadores económicos lo suficientemente estables o promisorios.

Entre los casos más sobresalientes, encontramos economías altamente desiguales, concentradas y dependientes de los servicios logísticos, financieros y turísticos internacionales como República Dominicana y Panamá. O casos totalmente excepcionales como el de Guyana, que en el último bienio rompió todas las métricas tras el descubrimiento de grandes yacimientos hidrocarburíferos en la región del Esequibo, que se encuentra en litigio con la vecina Venezuela. Positivos fueron también los indicadores de crecimiento en países con gobiernos progresistas o de izquierda como México (en clave de estabilidad y previsibilidad) y Venezuela (en clave de recuperación respecto del punto más álgido de las medidas coercitivas unilaterales), pero en ambos casos con una alta incidencia de las remesas, las “maquilas” y las “zonas económica especiales”. Como sea, estos desempeños se encuentran muy lejanos de los de grandes potencias emergentes como China, la India, Turquía o Indonesia.

Pero si las causas de los muy relativos “éxitos” macroeconómicos son poco evidentes o difícilmente imputables a tal o cual modelo o liderazgo, no sucede lo mismo con los incontestables fracasos de los países que dan patadas de ahogado al fondo de la tabla: tanto la Argentina anarco-capitalista de Javier Milei y su «Ley Bases» como el Haití dominado por grupos paramilitares (ambos con los mayores récords recesivos) aparecen como una consecuencia explícita de una suerte de post-estatalidad salvaje y de una nueva gobernabilidad de tipo madmaxiana.

La década de la contraofensiva regional conservadora, pero también los primeros años de la “segunda ola progresista”, no lograron rebasar un cuadro generalizado de estancamiento que viene a demostrar que la región nunca superó del todo la gran crisis económica de 2008 ni mucho menos la pandemia del Covid-19. Ciclos políticos breves con una gran alternancia ideológica se sobreimprimen sobre ciclos económicos chatos, de bajo crecimiento, amesetamiento de las exportaciones, escasa inversión, condiciones financieras internacionales adversas y una todavía alta inflación. Frente a un mundo volátil, la economía latinoamericana y caribeña permaneció este año, periférica y dependiente, en estado de crisis casi permanente.

Las cumbres de la CPAC y la consolidación de la «internacional reaccionaria»

Las nuevas derechas radicales rinden culto a una frase acuñada por la narrativa apocalíptica del escritor estadounidense G. Michael Hopf: “los tiempos difíciles crean hombres fuertes”. En efecto, fuertes (y también inclementes) han sido los gobiernos ultraderechistas de Nayib Bukele en El Salvador, Javier Milei en la Argentina y Daniel Noboa en Ecuador, principales abanderados del giro conservador en la región. Medidas económicas draconianas, países “atendidos por sus propios dueños”, liderazgos autoritarios con toques carismáticos y políticas de seguridad altamente punitivas han sido sus marcas de identidad. Con acaso menor conocimiento y encanto, tendencias similares se han verificado también en Panamá, República Dominicana o Perú.

Sin embargo, la novedad del momento es la consolidación de las redes internacionales de estas nuevas derechas y su inscripción en una auténtica “internacional reaccionaria” conformada por la CPAC y por una vasta red de think tanks, fundaciones, mecenas y partidos políticos con terminales en los Estados Unidos y Europa. Así, 2024 fue el año de su irradiación definitiva en la región, a caballo de las sucesivas cumbres realizadas en agosto en Ciudad de México y en diciembre en Buenos Aires, y del patrocinio explícito de Donald Trump a algunos de sus subalternos ideológicos preferidos. 

Por eso, este proceso no puede entenderse sin la exportación de la “grieta” estadounidense, que ha impulsado toda una serie de realineamientos en las derechas vernáculas de cara al fenómeno trumpista. El revisionismo histórico a lo MAGA o directamente la nostalgia colonial, el calco de una retórica rabiosamente antimigrante que paradójicamente se vuelve contra los propios países emisores de migración y la combinación esperpéntica de modelos económicos aperturistas y la invocación del proteccionismo trumpiano, dan cuenta de las contradicciones insolubles de la implantación del “anti-globalismo” y la agenda “anti-woke” en otros climas y otras geografías. Como sea, pese a la ilusión de homogeneidad que proyectan los miembros de la disfuncional familia conservadora, no caben dudas de que su articulación se ha fortalecido y de que su capacidad de respuesta y construcción de agendas comunes está hoy más aceitada que nunca.

El crecimiento de los factores armados y el recrudecer de la violencia

No sería exagerado definir el 2024 regional como un año ultraviolento. La multiplicación, crecimiento y expansión de los factores armados y de todo tipo de violencias no deja de constatarse a lo largo y ancho de la geografía continental. En casi todos lados la estatalidad y la comunitariedad languidecen en favor de la irrupción de la para-estatalidad, el narcotráfico y las soberanías fragmentadas, cuyos pedazos se reparten remanentes de instituciones democráticas, comunidades resistentes (barriales, campesinas, indígenas, afrodescendientes), grupos delincuenciales, formaciones paramilitares, cárteles de la droga, fuerzas militares extranjeras, ONGs internacionales, grupos confesionales, etcétera.

Algunos hitos de esta tendencia son, en Ecuador, la debacle securitaria, la extensión del sicariato, los motines carcelarios, la Consulta de Noboa del 21 de abril, el intento de modificar la Constitución para reinstalar bases militares extranjeras y la desaparición forzada de tres adolescentes y un niño por parte de las fuerzas armadas el 8 de diciembre. En Argentina, la popularización de la punitiva «Doctrina Chocobar» de la ministra Patricia Bullrich, el crecimiento de la violencia ciudadana y la ingente partida presupuestaria discrecional que el gobierno de Milei intentó destinar a los servicios de inteligencia, presuntamente para tareas de espionaje y represión interna.

En Perú, el visto bueno del Congreso para el ingreso de militares estadounidenses para “colaborar” con las fuerzas armadas y la policía local a partir del año entrante, así como la impunidad ante las masacres cometidas por el gobierno de Dina Boluarte. En Chile, la militarización rigurosa y permanente de la Araucanía y de las poblaciones indígenas mapuches, incluso bajo un gobierno como el de Gabriel Boric. En Paraguay, la cesión del control de la estratégica hidrovía Paraná-Paraguay al Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos. En El Salvador, la instalación del modelo de las “mega-cárceles”, el encarcelamiento masivo de más de mil personas cada 100 mil habitantes y la instauración de un “régimen de excepción permanente” que viola las garantías constitucionales y los derechos humanos del conjunto de los y las salvadoreñas. En Haití, la federación de grupos paramilitares que controlan ya más del 80 por ciento de la ciudad capital y sus alrededores y que amenazan con balcanizar y dominar todo el territorio nacional.

En lo que respecta a gobiernos progresistas que como el de México o Colombia rigen los destinos de naciones que han sido víctimas, durante décadas, de las políticas contrainsurgentes y de la mal llamada “guerra contra las drogas” (en rigor, una guerra contra las poblaciones), la permanencia del conflicto, de espacios de para-estatalidad, y el poderío sostenido de las economías ilícitas, demuestran la dificultad de subsanar, en los breves ciclos electorales, la extensión y profundidad de los ciclos de la guerra, en una geografía del conflicto que muta y se desplaza pero se resiste a ceder paso a una soberanía estatal o comunitaria efectiva.

Por último, y en toda la región, se multiplican las giras de la CIA y el Comando Sur, en la búsqueda de establecer un “área de exclusión” que deje por fuera del “patio trasero” estadounidense a jugadores globales como China y Rusia, así como se verifica la preeminencia de un lobby militarista israelí que continúa vendiendo software espía, armas y tecnología militar de punta pese a su creciente aislamiento internacional.

Tampoco la violencia sexual escapó a esta tendencia: durante el primer semestre del año se documentaron 2.128 feminicidios en 16 países de la región, resultando en una media de un feminicidio cada dos horas, en un promedio que supera al de de años anteriores.

El apático retorno de la CELAC y la fuerzas centrífugas de la geopolítica global

Una forma de medir los bríos relativos de un espacio de articulación y concertación es dar seguimiento a sus novedades más allá y más acá de la convocatoria rutinaria a reuniones, foros y cumbres. En el caso de la CELAC, apenas si tuvimos noticias del espacio más amplio y comprensivo de la integración regional desde la cumbre de marzo de este año (amén de algunos posicionamientos de rigor, como sucedió frente al asalto del gobierno ecuatoriano a la embajada mexicana en Quito). A la sorda protesta de los gobiernos conservadores y a los faltazos de sus líderes regionales en una cumbre que el ex presidente pro témpore Ralph Gonsalves definió como “mutuamente insatisfactoria”, se sumó una declaración final más bien laxa y el anunció de una serie de medidas concretas y discretas de las que no se ha dado mayor seguimiento público: mejorar la conectividad aérea, establecer un organismo sanitario regional y generar un marco para validar internacionalmente los títulos educativos. Nada se sabe sobre eventuales avances al respecto.

Como siempre, más estrecho geográficamente pero más dinámico y homogéneo políticamente ha sido el radio de acción de ALBA-TCP, el bloque integracionista que encabezan Venezuela, Cuba, Nicaragua y Bolivia, y que incluye también a varios países del Caribe insular. Este mismo mes, el espacio fundado por Hugo Chávez y Fidel Castro cumplió dos décadas de existencia, con un historial de avanzada en el campo del comercio, la educación, la salud y la energía, que sin embargo sufrió los embates de las crisis respectivas de Venezuela, Cuba y Bolivia. Al anunciado relanzamiento de la plataforma de cooperación energética PetroCaribe se suma ahora el proyecto AgroAlba, que según sus impulsores buscará “promover la soberanía alimentaria” y “producir alimentos orgánicos y sanos” para la región.

Sin embargo, no todo fue armonía y concertación en el amplio espectro de las izquierdas y los progresismos de la región durante el 2024. Dos hechos sacudieron este año la precaria unidad del espacio: las elecciones presidenciales de Venezuela del mes de julio, cuyos resultados oficiales fueron negados con animosidad por los gobiernos centristas de Gabriel Boric en Chile y Bernardo Arévalo en Guatemala, y resistidos con suspicacias y matices en el caso de sus homólogos de Colombia y sobre todo Brasil. Otro hito, para algunos una suerte de respuesta al primero, fue el veto de Lula da Silva y la Cancillería brasileña al esperado ingreso de Venezuela al bloque de los BRICS, que de este modo solo se abrió, en la región, a la participación de Cuba y Bolivia durante la 16° cumbre de Kazán, en Octubre. Acaso ningún acontecimiento señaló de manera tan nítida como las elecciones venezolanas y su veto explícito en los BRICS que los caminos de las izquierdas y los progresismos de la región dan señales de bifurcación que podrían llegar a un punto de no retorno. A las diferencias de modelos económicos, competencias por el liderazgo regional, concepciones de la democracia y el poder, asincronía de las diferentes “oleadas progresistas” y posicionamiento desigual frente al hegemón norteamericano, se suman las tendencias centrífugas de la geopolítica mundial, que fuerzan a una región incapaz de unificarse a tomar partido de manera aislada o por bloques por alguno de los bandos en pugna en la transición hegemónica en curso. La diferencia entre “izquierdas sociales”, “izquierdas políticas” e “izquierdas geopolíticas” no necesariamente llevará a que la región aproveche las oportunidades de la multipolaridad, pero si a que sufra todos sus avatares y peligros, sin importar cuáles sean los contenidos efectivos que a esta perspectiva se le de en Beijing, Moscú, Brasilia o Caracas.

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