LA HISTORIA SE DESENVUELVE en el tiempo y sobre el espacio. Los fenómenos históricos tienen siempre una ubicación terrestre. La historia se hace con documentos —en el más amplio sentido de la palabra— y el nombre de los lugares es para el historiador un documento histórico que debe aprender a leer.
El examen de la manera como se han denominado en las diversas épocas los accidentes geográficos, las ciudades y los pueblos, las propiedades rurales, los ríos y las montañas, nos permite acercarnos a problemas de carácter tan diverso como las migraciones de pueblos, las conquistas y colonizaciones, los tipos de utilización del suelo, o conocer el aspecto que presentaban los sitios en épocas pasadas.
Jean Bruhnes escribió que los nombres de los sitios pueden considerarse los fósiles de la geografía humana.[1] Los toponímicos se presentan en estratos históricos superpuestos a la manera de los sedimentos geológicos. La destrucción y el cambio de los nombres de los lugares aparece en todas las épocas, y son varios los factores que influyen en ellos. Por destrucción, por despoblamiento, por conveniencias políticas, religiosas o administrativas, en ocasiones los nombres de los sitios tienen una vida bien corta. Son siempre interesantes sujetos de historia.
1. Cómo se presenta la toponimia en nuestro país
De una manera muy general, podemos decir que en principio tendríamos en México diversas capas toponímicas prehispánicas, de las que no tenemos aún estudios precisos. Contamos, sin embargo, para su análisis, con repertorios más o menos completos.[2] Este estrato toponímico correspondería a las grandes zonas de poblamiento prehispánico: maya, tarasca, mixteca, zapoteca, totonaca, etc.
Vendría después un estrato de toponímicos de origen náhuatl, mucho más extendido y permanente. La expansión del llamado imperio azteca, junto con el dominio económico de diversos poblados, sustituyó el nombre de muchos sitios. Las referencias a este proceso de sustitución que nos han llegado son numerosas.
Un ejemplo: entre las Relaciones geográficas de 1580 encontramos una relación que lleva este título: «Relación de la vicaría y partido de Santa Cruz, que en mexicano se dice Iztepec, y en zapoteco Quialoo«. Además, la pregunta 9 del cuestionario de las mismas Relaciones inquiere acerca del «nombre y sobrenombre que tiene o hubiere tenido cada ciudad o pueblo y porqué se hubiere llamado así, si se supiere, y quién le puso el nombre».
Este estrato toponímico náhuatl fue transformado de manera importante durante la colonización española. Si bien es cierto que los españoles mantuvieron en la mayoría de los casos el nombre indígena de los poblados, anteponiéndoles el nombre de algún santo, la hispanización de los nombres no fue menos importante: Cuauhnahuac = «Cuernavaca», Huitzilopochco = «Churubusco», por citar ejemplos clásicos.
Además, pertenecen a este mismo proceso algunos ejemplos de hibridación hispano-indígena muy reveladores: Cruztitla (lugar de cruces), Muñoz-tla «(lugar de Muñoz), Rosastitla (entre rosas), Tepuente (puente de piedra), Cortesco (lugar de Cortés).[3]
La colonización española dejó huellas toponímicas de suma importancia con la formación de nuevas zonas de dependencia geoeconómicas. Los nombres de lugares nos revelan mucho de la ocupación del suelo: quien examina los nombres de poblados y rancherías cercanos a centros mineros importantes en la época colonial como Durango, Zacatecas, o Fresnillo, puede descubrir la sucesión de nombres de pueblos como «Muleros», «Carboneros», «Potrero», «Calera», «Tinaja», «Estancia», «Labor», que nos hablan del universo económico creado alrededor de los reales de minas —estancias, centros agrícolas y centros de aprovisionamiento diverso (maderas, mano de obra, transportes) — durante el primer siglo de la época colonial.
El microcosmos de la vida rural se expresa también en los nombres de los poblados: «Estancia», «Nopalera», «Magueyal», «Milpa», «Tinaja», «Jagüey», «Potrero» y tantos otros que se multiplican alrededor de algún pueblo principal o antigua hacienda en el altiplano mexicano.
Tendríamos en seguida varios sustratos toponímicos que desgraciadamente no han sido estudiados, pero de los que tenemos ejemplos característicos. Los «Empalmes» y «Entronques» de nuestra historia de los ferrocarriles, y su destino a sitios madereros como «Creel», «Honey» o «San Rafael», nos sugieren capítulos de nuestra historia económica del siglo xix. La fantástica aparición de nombres extraordinarios en las tierras poco pobladas de Chiapas como «La Concordia», «La Grandeza», «El Porvenir», «La Libertad», «El Talismán», «La Lutecia», «La Nueva Alemania», nos hablan de un capítulo de la historia social y económica de estas regiones.
Aun cuando el mapa toponímico de México se encuentra establecido desde el siglo pasado, y los nombres de los lugares tienden a ser estables, tenemos un último estrato toponímico, más cercano, y que pertenece a nuestros días. El ejemplo de la incorporación de tierras a la vida económica del país nos lo dan los poblados cercanos a Macuspana (Tabasco), con nombres como «Pueblo Nuevo» o «Ciudad Pemex». En nuestros días vemos además la continua sustitución de los nombres antiguos por nombres de héroes o prohombres locales o nacionales (Ta-jimaroa = Ciudad Hidalgo; San Andrés Chalchicomula = Ciudad Aquiles Serdán). Sin embargo, vemos también cómo estas sustituciones no han sido siempre aceptadas por el uso, y conocemos ejemplos de persistencia en el uso de las denominaciones antiguas tan importantes como Jerez (Ciudad García Salinas) o Zapotlán (Ciudad Guzmán).
2. Análisis de conjunto
Para analizar los toponímicos el historiador cuenta con dos métodos principales. El primero consiste en analizar de manera conjunta los nombres geográficos significativos. El historiador puede aislar del universo de nombres geográficos aquellos que le parezcan indicativos y examinarlos por su ubicación, por sus tendencias y sus direcciones. El historiador puede recurrir a este procedimiento cuando no tiene suficientes documentos que le permitan esclarecer un problema determinado de ocupación del suelo, de tipos de poblamiento, etc., y de los cuales los toponímicos constituyen testimonios auténticos e insustituibles.
Decía Marc Bloch[4] que cuando ciertas toponimias aparecen en los mapas en concentraciones regionales importantes, el historiador puede auxiliarse con su análisis para lograr una apreciación general de ciertos tipos de ocupación del suelo. Ese ejercicio lo hemos intentado en esta ocasión, analizando dos nombres de sitios que evocan actividades ganaderas de importancia durante la época colonial: «Estancia»[5] y «Agostadero».[6] El inventario de nombres de poblados, rancherías, ranchos y haciendas así denominados, lo hemos tomado del Diccionario histórico geográfico de Antonio García Cubas (1889).
La concentración en el mapa de los sitios que se denominaban «Estancia» hacia 1889 es por demás significativa. Sigue la tendencia de la ocupación española de las tierras del norte y occidente del país durante los primeros siglos de la época colonial. La relación entre esta denominación y una antigua forma de ocupación del suelo se hace aún más evidente si comparamos el mapa de 1889 con el mapa en que se registran las ‘»Estancias» (concesiones de tierras destinadas a usos ganaderos) de los últimos años del siglo xvi según la información proporcionada por las Relaciones geográficas de 1580.[7]
La concentración en el mapa de los sitios denominados «Agostadero» hacia 1889, es también de sumo interés. Estas denominaciones se concentran en las tierras bajas e irrigadas de Michoacán, cerca de la ciudad de Veracruz y en algunos sitios del norte del país.
Sabemos por otras fuentes que fueron precisamente estas zonas las que veían aparecer temporalmente grandes rebaños itinerantes que bajaban de las tierras altas o menos favorecidas a pastar durante la época del agostadero. Hacia 1580, por ejemplo, más de 80 000 ovejas viajaban anualmente rumbo a Jiquilpan, a orillas del lago de Chápala, a pastar.[8] Este recorrido se iniciaba en septiembre y los rebaños volvían a sus estancias hacia el mes de mayo del siguiente año.[9] Los rebaños de Tepeaca, Tlaxcala, Cholula y otras tierras cercanas a Puebla bajaban de la misma manera rumbo a Veracruz cada año.[10] El «Agostadero» de Veracruz, además, está rodeado por sitios tan evocadores como «Paso del Macho», «Paso de Ovejas», «Paso de la Milpa», que nos hablan también de este mismo fenómeno. Aun cuando a mediados del siglo xvn, de las tierras de Nuevo León bajaban rebaños a las costas del golfo,[11] a «agostar», nuestro mapa toponímico no ha conservado esta evidencia.
Así el mapa toponímico nos informa sobre la dirección principal de las grandes rutas de trashumancia que existieron en México en los primeros años de la época colonial. Registra la huella que esta actividad dejó impresa en los nombres de los sitios. Impresión que quedó suspendida en el tiempo, y que hemos podido recuperar al analizar los toponímicos del siglo xix. No debe olvidarse, sin embargo, que las características geográficas de nuestro país (contrastes climáticos en cortas distancias debido a cambios de altitud) permitieron que las migraciones ganaderas fueran, en muchos casos, fenómenos locales que conviene estudiar detenidamente.
El análisis de conjunto de toponímicos tales como «Retén», «Tajo», «Jagüey», «Noria», «Ojuelos», «Aljibes», «Bordo», etc., si se realiza de manera comparativa, nos llevará a estimar, seguramente, diferencias regionales en la antigua utilización de los recursos hidráulicos. Los ejemplos son innumerables.
3. Análisis particular
Otro tipo de análisis histórico que puede aplicarse a los nombres geográficos sería el examen particular de una región determinada. Los nombres de los lugares nos ilustrarán, utilizando esta perspectiva, acerca del aspecto de los sitios en épocas pasadas. Bástenos con un ejemplo: la desforestación de ciertas zonas del estado de Tlaxcala.[12]
Es un problema, bien conocido de los geógrafos, que los valles de Panotla y Huamantla, en las faldas de la Malinche, han quedado sepultados por sedimentos fluviales que aumentan con la erosión. Si las vecindades de la Malinche son actualmente una de las zonas más erosionadas del país, se ha estimado que antiguamente estaban cubiertas de bosques. En efecto, los toponímicos nos hablan de un paisaje de estas zonas bien distinto del que vemos actualmente. En las faldas de la Malinche encontramos poblados con nombres tan inexplicables para el observador actual como: «Chiautempan» (En la orilla de la ciénaga), «Huamantla» (En el apiladero de maderas), «Cuauhix-matlac» (En la escalera frente a los árboles), «Ocotelolco» (En los montones de ocotes), «Guautla»[13] (Arboleda).
El historiador no puede desconocer los elementos de azar que se conjugan para dar nombre a un sitio, pero puede aceptar, al menos en principio, que el hombre, al dar nombre a las cosas, traduce algo de sus preferencias, impresiones, o del fin al que el objeto estará destinado.
Al dar un nombre a los lugares, a las propiedades rurales, etc., el hombre deja huella de una concepción del mundo, de una determinada forma de utilización del suelo. El historiador puede auxiliarse de los nombres geográficos para descubrir esa huella de la acción del hombre sobre la tierra. Las toponimias nos revelan siempre algo de la historia de un país.
[1] Cf. Albert DAUZAT: La toponymie française, Paris, Payot, 1946, p. 13. Véanse en este trabajo los apartados: «But et intérêt de la toponymie»; «Les méthodes: la reconstitution des couches historiques»; «Comment la toponymie peut éclairer l’histoire du peuplement» y «L’ aspect primitf de la Beauce: forêts et arbres évoqués par les noms de lieux».
[2] El estudio de los toponímicos tuvo cierto auge entre los historiadores del siglo pasado. Son de mención obligada los trabajos de Peña-fiel (Nomenclatura geográfica de México, 1897). Importantes fueron también los estudios de Cecilio A. Róbelo, a quien se han hecho correcciones posteriores. Los trabajos de Manuel Gamio, Ángel Ma. Garibay, Dávila Garibi, Jiménez Moreno, Miguel León-Portilla, contienen siempre indicaciones precisas de toponímicos de origen náhuatl. Deben consultarse los trabajos de F. Anaya Monroy acerca de los toponímicos de Zacatecas, Aguascalientes, Guerrero y Noroeste de México, y sobre todo su interesante estudio sobre La toponimia indígena en la historia y la cultura de Tlaxcala (México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 1965, Serie de Cultura Náhuatl, 4). Este trabajo contiene, además, amplia bibliografía.
[3] Ejemplos de F. ANAYA MONROY: La toponimia indígena en la historia y la cultura de Tlaxcala, citado arriba, p. 82.
[4] Marc BLOCH: Les caracteres originaux de l’histoire rurale Française, Paris, Armand Colin, 1964, 2 vols.
[5] El significado de la palabra «estancia» ha variado ligeramente. En el siglo xvi se entendía por «estancia» una extensión de tierra destinada a usos ganaderos principalmente, que recibía un particular por merced o concesión. La definición moderna de «estancia» (que se acerca más al significado que tenía esta palabra en el siglo xix) es: «Dependencia de una hacienda donde existe determinado número de cabezas de ganado a cargo de un caporal, con sus respectivos vaqueros» vid. Leovigildo ISLAS ESCÁRCEGA, Diccionario rural de México, México, Ed. Comaval, S. A., 1961.
[6] La definición de «agostadero» es: «Terreno donde agostan los animales. Temporada que permanecen agostando los animales al levantarse las siembras» Diccionario rural de México.
[7] El mapa de «estancias» de 1580 pertenece a la serie publicada en Alejandra MORENO TOSCANO: Geografía económica de México, siglo xvi, México, El Colegio de México, 1968.
[8] «Relación de Jiquilpan y su Partido», en Tlalocan, 1:4 (México, 1944). pp. 278-305.
[9] Vid. William H. DUSENBERRY: The Mexican Mesta, Urbana University of Illinois Press, 1963.
[10] «Relación de la ciudad de Veracruz por Alvaro Patino», en Joaquín RAMÍREZ CABANAS: La ciudad de Veracruz en el siglo xvi, México, Imprenta Universitaria, 1943.
[11] Esta afirmación es de W. H. DUSENBERRY: op cit.
[12] El ejemplo anterior pudimos establecerlo con base al interesante estudio de Fernando ANAYA MONROY: La toponimia indígena…, cit.
[13] Registrado en el Atlas de GARCÍA CUBAS (1889), en la ladera sudoriental de la Malinche. No aparece en mapas modernos.