En su ya clásica biografía de Trotsky, Isaac Deutscher decía que para escribir la historia de aquel, era necesaria una tarea parecida a la que se necesitaba para escribir la de Cromwell: remover la montaña de basura que el odio y el desprecio habían acumulado sobre sus figuras.
Tal vez se pueda decir una cosa parecida al intentar cualquier tipo de análisis de las relaciones de los partidos comunistas latinoamericanos con la Unión Soviética. Con la diferencia de que aquí los escombros que habría que remover no han sido acumulados solamente por sus enemigos sino por sus propios protagonistas. Cualquier análisis que se pretenda serio debe no solamente nadar contra la corriente, sino algo aún peor: enfrentar dos poderosas y encontradas corrientes de propaganda y contrapropaganda, de medias verdades y mentiras descaradas.
En estas cuartillas, no pretendemos remover todos los obstáculos que dificultan llegar a la verdad en un asunto sobre el cual, por más que se esculque, siempre quedarán inmensas zonas de oscuridad. Pero desde el inicio, se puede decir que para analizar el asunto se pueden apartar dos argumentos que más que tales son, en verdad, proposiciones puramente propagandísticas.
Una de ellas consiste en no ver en los partidos comunistas de América Latina como de otras partes del mundo nada más que instrumentos creados por la URSS para servir de apoyo a su política exterior, y por lo tanto, destinados, esos instrumentos, a no alcanzar jamás estatura de partidos políticos reales en los diversos países donde actúan por (mucha) cuenta y (poco) riesgo de la URSS.
La otra consiste en negar todo lazo orgánico entre la URSS y los partidos comunistas extranjeros, como no sea la de comunidad de ideales y de análisis de la política internacional. Se suele decir, cuando se examinan posiciones tan tajantes en torno a un asunto dado, que no resisten el menor análisis. Preferimos decir que se trata de medias verdades, o de medias mentiras, como se prefiera. El que sean una u otra cosa no proviene solo de la voluntad de los respectivos propagandistas y ni siquiera de la posibilidad (amén de la voluntad) de ocultar la verdad histórica.
Como en todo agrupamiento humano y mucho más si se trata de grupos políticos, como en toda institución y como en toda relación, es prácticamente imposible que se permanezca inamovible y sin evolución al paso de los años. Si el origen internacional y la adhesión primigenia a un centro político que a la vez era la capital de una gran potencia (Moscú) pudiesen explicar por sí solos el fracaso o el éxito de los partidos comunistas, quedaría por explicar cómo es posible que ese mismo origen ha dado frutos tan disímiles como los partidos comunistas de China y de México, de Italia y de Estados Unidos.
Si las relaciones entre la URSS y los partidos comunistas extranjeros fuesen todo lo platónicas que pretende la propaganda comunista, habría que borrar la entera historia de la Internacional Comunista, que no solo admitía esos lazos y se enorgullecía de ellos, sino que los presuponía para sus existencias respectivas, como Internacional y como partidos comunistas.
Y si esos lazos no hubiesen persistido después de la disolución de la III Internacional en 1943, nadie podría explicarse por qué han resultado tan largos, dolorosos y traumáticos los cismas, rompimientos, alejamientos que se han producido desde entonces, comenzando por la herejía yugoslava, siguiendo con el cisma chino, para rematar con la elegante separación por mutuo consentimiento que llegó a proponer el hoy agonizante eurocomunismo.
Creemos posible demostrar que la relación entre los partidos comunistas latinoamericanos y la Unión Soviética ha conocido cambios a lo largo de los años que han corrido desde que, en el mismo año de la formación de la III Internacional, se fundaron los primeros partidos en este continente.
En esa evolución se percibe un proceso de corso e ricorso de la dependencia a la independencia, y a la inversa. Trataremos el asunto en tres momentos de este siglo: uno que cubre el período de existencia de la Internacional, desde 1919 hasta 1943. Otro, que va desde esta última fecha hasta la guerra fría, incluyendo buena parte de la historia de esta última. Finalmente un período que se puede hacer arrancar desde la revolución cubana y que llega hasta nuestros días.
El periodo de la Internacional
Cualquier análisis de la historia de los partidos comunistas durante el periodo de la Internacional entre 1919 y 1943, tiene que partir de la base de la definición misma de lo que era la Internacional Comunista. A diferencia de sus antecesoras, la III Internacional no fue concebida como una federación de grupos y de partidos, y ni siquiera como un partido federal.
Se trataba de un solo partido, una organización única, de la cual los partidos nacionales eran apenas secciones regionales, obligados como estaban a señalar tal condición en las siglas mismas del partido (y así, hasta el partido ruso debía colocar al lado de su nombre otro que lo señalaba –antes de la formación de la URSS- como «Sección Rusa de la Internacional Comunista»).
Esa condición de partido único se acentuaba con la absoluta verticalidad de la organización: las instancias inferiores se someterían siempre a las superiores, la fuente de legitimidad de un partido provenía de su reconocimiento por Moscú, no de la decisión de un congreso constitutivo u otro acto equivalente.
El Comité Ejecutivo tenía poderes casi absolutos sobre las secciones y la Comisión Central de Control, o sea el tribunal disciplinario internacional, tenía poder para expulsar a individuos o partidos enteros de la Internacional: en 1938 disolvió, por ejemplo, el Partido Comunista polaco. Tres años antes había expulsado públicamente de sus respectivos partidos a dos venezolanos y un portugués.
Pese a eso, el proceso de formación de los primeros partidos comunistas latinoamericanos se produjo en forma relativamente espontánea y con bastante independencia del centro. Así, el Partido Comunista de Argentina (que andando el tiempo llegaría a ser de todos el más absolutamente incondicional de Moscú) no solo se formó sin la participación de la dirección central de la Internacional, sino que incluso puede jactarse de que su fundación en noviembre de 1918, con el nombre de Partido Socialista Internacional, precedió a la formación de la III Internacional, cuyo I Congreso (en verdad, una asamblea de refugiados) tuvo lugar en marzo de 1919.
El Partido Comunista mexicano, por su parte, se formó en 1919 y en forma relativamente espontánea, si bien en su formación participó un personaje de novela, Mijaíl Borodin (figura efectivamente en La condition humaine, de Malraux), quien habría sido enviado allí por Angélica Babalanova, la primera presidente del Comintern. De igual manera, la formación del Partido Comunista de Chile se debió sobre todo a la tesonera labor de Luis Emilio Recabarren, quien desde 1912 había formado el Partido Socialista Obrero.
Esa relativa independencia o espontaneidad en la formación de los primeros partidos comunistas latinoamericanos puede tener su origen en dos hechos: la lejanía y aislamiento del área y su escaso peso específico en el contexto de la política mundial. Para Lenin, apenas existían Argentina y México, este último por su vecindad con EEUU. Nada más. Sea como fuere, la realidad de ese inicial origen independiente o espontáneo ha sido destacada hasta por un historiador tan hostil a la III Internacional como Víctor Alba.
Esa etapa anterior puede considerarse cerrada en 1928. En el VI Congreso de la Internacional, nuestro continente será una de las vedettes: en su discurso de apertura, Nicolai Bujarin señaló la presencia de América Latina como uno de los hechos de mayor relieve en ese Congreso. Se habló entonces del «descubrimiento de América» por el Comintern (así se lo llamaba entonces en América Latina, no «la» Comintern, como suelen llamarla hoy algunos historiadores del Sur), y para acentuarlo hubo dos intervenciones de latinoamericanos en la apertura del Congreso: un representante de México y otro de Brasil. Al final, siete latinoamericanos fueron electos al Comité Ejecutivo.
Pero el VI Congreso de la Internacional fue en la práctica el último digno de tal nombre. A partir del año siguiente, con el quincuagésimo cumpleaños de Stalin, arranca el desarrollo de lo que años después Jruschov llamó eufemísticamente el «culto a la personalidad» y Schapiro, «la victoria de Stalin sobre el Partido».
En 1929 se produce también la primera reunión de los partidos comunistas latinoamericanos en Buenos Aires, la única donde hubo una real discusión, perceptible en la versión de sus debates publicada poco después. A partir de ese momento arranca el periodo de mayor dependencia de los partidos comunistas de América Latina hacia Moscú.
Poco tiempo después de la Conferencia de Buenos Aires, pese a estar el Secretariado Sudamericano dominado enteramente por un ultraestalinista como Vittorio Codovilla, aquel fue disuelto y reemplazado por un misterioso «Bureau Sudamericano», comandado por Juan de Dios, seudónimo español de «Guralsky», quien en verdad era Abraham Heifetz, un antiguo «bundista» y un antiguo zinovievista «recuperado» por el estalinismo.
Este «Bureau» (pintado en su estilo paranoico por Eudocio Ravines como una «brigada volante» de la cual él mismo habría formado parte) dirigirá los PC de América Latina durante la etapa no solo más oscura de su existencia, sino también la más sectaria. Aquello en parte como consecuencia de esto último, pues ese sectarismo del llamado «Tercer Periodo» contribuyó a lanzar a casi todos esos partidos a la clandestinidad.
En 1935 se abre la última etapa de este primer periodo. En 1935 el VII Congreso de la Internacional Comunista no solo señala un viraje táctico del sectarismo de la etapa anterior al periodo de los Frentes Populares, sino también una reforma de los estatutos que hace que en principio las secciones nacionales sean menos dependientes del centro.
En verdad, ya Stalin había logrado dominar y controlar tan férreamente los PC fuera de la URSS, que la Internacional como organización relativamente autónoma era innecesaria.
La táctica de los Frentes Populares debía ser utilizada en los países coloniales y semicoloniales buscando la formación de Frentes Únicos Antimperialistas. Pero, sobre todo después del fracaso de la insurrección de Prestes en Brasil en 1935 (y que fue más una intentona cuartelaria prestista que una insurrección comunista o, como se pretendió en su tiempo, «antifascista»), la táctica de los partidos comunistas latinoamericanos fue de «unidad nacional», pero no necesariamente antimperialista sino incluyendo al imperialismo norteamericano como aliado.
Eran los tiempos de Roosevelt y su política de «buena vecindad» hacia América Latina, pero lo que importaba sobre todo a la URSS era el confeso y reiterado antifascismo de Roosevelt, quien desde el primer momento se mostró dispuesto a hacer intervenir a EEUU en los asuntos europeos, incluyendo la guerra.
Se tiene la impresión de que la política de «unidad nacional» que llevó a los partidos comunistas latinoamericanos a ponerse a la cola incluso de los más detestables gobiernos latinoamericanos proviene del hecho del ingreso de la URSS en la guerra europea, luego de la invasión de Hitler en 1941.
Pero la verdad es que esa política fue iniciada en 1938 cuando menos, y el Frente Popular que triunfa en Chile es mucho menos una alianza de ese tipo cuyo nombre lleva, que un frente de unidad nacional donde lo más importante no es la alianza con los socialistas, sino con los políticos burgueses, fuesen radicales o estuviesen más a la derecha.
En 1938 arranca la alianza de los comunistas cubanos con Batista, y el PC venezolano -si hemos de creer a su órgano central, El Martillo- tiende la mano al gobierno de López Contreras, ofreciendo inicialmente hasta apoyar a un candidato suyo, si lo escoge entre quienes representen «el mejor momento» de ese gobierno, o sea el de 1936. De modo que la política de «unidad nacional» y los pasos dados hacia la disolución de los PC, que se llamó después de 1945 la «desviación browderista», fue «inventada» por los PC latinoamericanos por lo menos seis años antes de que Browder publicara sus tesis.
De la Guerra Caliente a la Guerra Fría
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los partidos comunistas latinoamericanos podían haber tenido su gran oportunidad de marcar sus diferencias y su independencia de Moscú. La Internacional ya no existía: había sido disuelta en 1943, como un «regalo» de Stalin a sus aliados burgueses de Occidente.
Pero no era solo la Internacional la que había sido disuelta como organismo mundial centralizado, sino que los propios partidos nacionales habían recorrido un largo camino hacia su autodisolución, tal como lo hizo entonces el PC de EEUU jefaturado por Earl Browder.
Este último se utilizó como chivo expiatorio una vez que se produjo el viraje en las política de los PC, pero no solo había sido esta, como hemos dicho, anterior a Browder, sino que ni siquiera era una política latinoamericana: el PC francés llamaba entonces a formar un Front Français que fuese más allá del Front Populaire; el PC británico había solicitado su ingreso al Labour Party, petición previsiblemente rechazada. Y los partidos de Chile y México, cuando menos, buscaban su integración en un «Partido Nacional», mientras que desde 1938, el PC de Cuba buscaba formar una agrupación que los incluyese, pero también a los archienemigos Grau San Martín y Fulgencio Batista.
Es por lo demás el de la inmediata posguerra un periodo en que los PC latinoamericanos, cabalgando la ola del prestigio de las armas soviéticas que habían hecho morder el polvo al hitlerismo, conocían su momento estelar. En esos años, tres partidos comunistas entran en alianzas gubernamentales: en Cuba antes de 1944, en Ecuador en ese año y en Chile en 1946. En casi todos los países de América Latina, pero sobre todo -¡oh, ironías de la historia!- en la zona más directamente influenciada por EEUU, sin excluir la satrapía dominicana, los partidos comunistas son legalizados o por lo menos tolerados.
Esta situación excepcional no va a pesar mucho en la actitud de los PC latinoamericanos desarrollándoles veleidades de independencia. Hay que decir en su descargo que tampoco es que se les exija mucho que lo hagan: el «estado de gracia» de la URSS después de la derrota del nazismo se va a prolongar, como en todo el mundo, por lo menos hasta la ruptura de la Conferencia de París en 1947. A partir de ese momento en que salen los PC del gobierno en Francia y en Italia, lo harán también en Chile.
A partir de 1948, y sobre todo del «golpe de Praga» en febrero de ese año, el comienzo de la Guerra Fría lanzará a los PC latinoamericanos a su momento de mayor aislamiento, y por más largo tiempo, desde el Pacto Germano-Soviético en 1939-1941. Siguiendo el ejemplo dado por Thorez, a la pregunta de qué harían si el Ejército Rojo invadiese sus países, cada uno de sus principales dirigentes aprovecha para manifestar su adhesión y su fidelidad («incondicional», es la expresión thoreziana) a la URSS y a su dirigente («genial» entre otros abusos de lenguaje), el mariscal José Stalin.
Esta situación se va a prolongar hasta comienzos de los años 60, cuando Fidel Castro, en abierto desafío a EEUU, proclama su revolución «marxista-leninista», o sea comunista, que es el sentido que tiene aquella expresión en el lenguaje oficial soviético.
Sus momentos más sombríos se producen con la X Conferencia Interamericana de Caracas y el subsiguiente derrocamiento del régimen de Arbenz en Guatemala, y cuando pocos años más tarde las tropas soviéticas aplasten la insurrección húngara. Lo primero que va a hacer que se acentúe la persecución anticomunista en el hemisferio. Y partidos reducidos a su mínima expresión, perseguidos y sin mucha posibilidad de influir sobre la política de sus respectivos países, lógicamente se ven empujados a remachar sus lazos de dependencia, de sujeción hacia el «partido guía» que gobierna en el Kremlin.
Lo segundo, la invasión de Hungría, obligará a los PC a dar muestras de su apoyo a la política soviética en un episodio tan difícil de entender ante la opinión como lo fuera 18 años antes el pacto nazi-soviético.
Sin embargo, hay que decir que pese a lo complicado que resultaba desarrollar una política en semejantes condiciones, se producen al menos dos situaciones muy particulares. La primera es que los PC latinoamericanos no están obligados a dar demostraciones tan reiteradas e incondicionales de adhesión a la política soviética como los partidos europeos. Ello se debe a que en la situación en que se encuentra buena parte de ellos, no dedican mucho de su por demás escasa propaganda y prensa periódica a la política internacional. Hay, además, el relativo desinterés soviético por la zona: la URSS se atiene rigurosamente a los acuerdos de Yalta, y América Latina es coto de caza norteamericano.
La segunda situación a que nos referimos es que el aislamiento provocado por los trágicos acontecimientos de Hungría no duró muy largo tiempo. Sea por la influencia de la así llamada desestalinización, sea por la apertura que en política internacional produjo el relativo final de la Guerra Fría, el caso es que los PC de América Latina van a ser recibidos en los años siguientes en una serie de alianzas que los pondrán, si no en los umbrales del poder, sí en la situación de ser relativamente aceptados en la política de esos países: en Chile, Allende los va a incluir en su alianza que 20 años más tarde lo llevará al poder y a la muerte.
En Venezuela, el derrocamiento de Pérez Jiménez, al cual tanto contribuyeron, encontrará a los comunistas en el tope de su popularidad, formando parte de la Junta Patriótica, siendo recibidos de pleno derecho en Palacio para consultas, convirtiéndose en el primer partido en Caracas. Pero, sin duda, la más popular de estas ascensiones en el favor popular se producirá en Cuba.
Después de Cuba
Hemos dicho «ascensión en el favor popular». Esta expresión aplicada a los comunistas cubanos hace arrugar la nariz en señal de incredulidad a mucha gente. Los comunistas cubanos habían sido aliados de Batista en su primer gobierno, si bien lo habían combatido incluso con heroísmo en el segundo. Los comunistas se habían opuesto a la táctica insurreccional de los castristas, y su apoyo a las fuerzas del líder guerrillero se había producido, en el mejor de los casos, como una acción de la undécima hora o peor aún, como una iniciativa personal de algunos dirigentes comunistas: Carlos Rafael Rodríguez, Risquet Valdés, Pablo Rivalta.
Y lo más importante de todo, los dirigentes de los diversos partidos revolucionarios, sin excluir el 26 de Julio, habían tenido extremo cuidado en señalar sus profundas diferencias con los comunistas, si es que no a hacer profesiones de fe anticomunistas en el más puro estilo de la Guerra Fría.
Pero lo que queríamos decir con aquella frase es que, en un principio, y pese a todo lo anteriormente dicho, los comunistas cubanos van a gozar de un relativo prestigio como los otros partidos opuestos a Batista, una vez que el dictador huye. Y aunque tal vez no pudiese equipararse al prestigio alcanzado por sus camaradas venezolanos por la misma época, al cabo de poco tiempo van a entrar avasalladoramente en el favor popular cuando atraigan a sus filas al más prestigioso recluta posible: Fidel Castro.
Lo que nos interesa en el cuadro temático de estas notas es la repercusión que los acontecimientos cubanos van a tener en la relación de los partidos comunistas latinoamericanos con Moscú. Y pensamos que se pueden señalar tres grandes momentos, por no decir periodos.
El primero es lo que podríamos llamar los años de la «luna de miel» del régimen cubano con la URSS, que van desde el 1° de enero de 1959 hasta la llamada crisis de los misiles a finales de 1962. Aquí van a correr parejos dos procesos: uno, el de las relaciones soviético-cubanas; dos, el de la progresiva ruptura entre los dos gigantes del comunismo: Pekín y Moscú.
En cuanto a lo primero, para los comunistas latinoamericanos todo parece ser miel sobre hojuelas. A medida que se va agriando el tono entre Cuba y EEUU, una ola antimperialista recorre América Latina, Fidel es el héroe de la izquierda latinoamericana. Detrás de Castro, en las Naciones Unidas y en todos los escenarios internacionales, la URSS respalda al régimen cubano y se perfila progresivamente como quien protegerá con su asistencia económica y su paraguas nuclear a Cuba en caso de que EEUU decida pasar de las palabras a los actos.
El patriotismo latinoamericano, que se manifestaba en el apoyo irrestricto a la revolución cubana en su enfrentamiento con Washington («¡Cuba sí, yanqui no!»), no contradecía en modo alguno la adhesión comunista a la política soviética, que hasta era a veces presentada popularmente en Cuba más, incluso, que como una relación entre iguales, como una conversión de los líderes soviéticos a una fe renovada por obra y gracia de la revolución cubana: «¿Fidel comunista?: Nikita fidelista», rezaban los grafitti en las paredes de La Habana.
En un principio, este apoyo era de la URSS «y del bloque socialista». Pero desde el inicio de los años 60, este bloque comienza a dar muestras de un agrietamiento que el tiempo revelará irreversible. Los partidos comunistas latinoamericanos comienzan a recibir solicitaciones no solo de Moscú, sino también de Pekín.
Por primera vez se va a producir, en forma solapada, lo que podríamos llamar una «crisis de fidelidad» en esos partidos. No va a ser una ruptura abierta entre los promoscovitas y propekineses, sino algo mucho más sutil. Los partidos comunistas que se han lanzado por el atajo de la insurrección armada (el venezolano y en cierto grado también el guatemalteco) van a intentar un equilibrio entre las dos potencias del comunismo, que se manifestaba, si es permitida la expresión, más por un cuidadoso silencio que por tomas de posición abiertas.
Esa fue durante cierto tiempo, si bien más audazmente expresada, la posición de Cuba. En cambio, los partidos «pacíficos» son más proclives a alinearse junto a la URSS, en la más vieja tradición de esas relaciones. La URSS va a emplear a fondo su vida influencia en el comunismo latinoamericano para derrotar a los chinos. Incluso, cuando Jruschov convoca a los 81 partidos comunistas del mundo con la intención de hacer condenar las tesis chinas, pretextó que esa convocatoria se hacía indispensable pues la había solicitado de Moscú… el Partido Comunista paraguayo!
Después de la crisis de los misiles y hasta la invasión de Checoslovaquia en 1968, las relaciones entre Moscú y La Habana van a conocer un relativo enfriamiento. Serán los años de la condena al «escalantismo», que en pocas palabras no era sino la protesta de Fidel Castro por la progresiva «ocupación» de su partido y de su gobierno por los cuadros del antiguo Partido Socialista Popular cubano. Serán los años en que el régimen cubano trata de mantener un cierto equilibro entre las posiciones de Pekín y de Moscú, lo que después de 1963 se torna imposible por el retiro de los técnicos soviéticos de China y por el militantismo de los chinos, que en el interior de Cuba revelan una particular torpeza.
El momento más bajo en las relaciones soviético-cubanas será el año 1967. Disgustada entre otras cosas por la frialdad soviética ante la muerte del «Che» Guevara (la prensa soviética se niega a llamarlo «camarada»), La Habana responderá en forma no menos insultante, enviando una delegación de tercera categoría a las fiestas del medio siglo de la Revolución de Octubre.
Los partidos comunistas latinoamericanos son utilizados por Moscú para hostigar a los cubanos por mampuesto. La polémica entre los comunistas cubanos y la dirigencia comunista venezolana, que algunos han querido presentar después como muestra de independencia y de la práctica, avant la lettre, de la política del Movimiento al Socialismo (MAS), en verdad se inscribe dentro de esa manipulación por parte de los soviéticos.
Pero para un país pequeño y aislado como Cuba, esa política de equilibrio entre los gigantes del comunismo es imposible, sobre todo si se quiere enfrentar la permanente amenaza norteamericana. Fidel trata desesperadamente de crearse una organización que le preste ese apoyo, una especie de nueva internacional tercermundista que tuviese como Meca no a Moscú ni a Pekín, sino a La Habana.
Es la época de la Tricontinental, de la OSPAAL, etc. Ante el fracaso de esos intentos, a Fidel Castro no le queda más remedio que inclinarse ante la terquedad de los hechos: la muerte de Guevara señala el fin de su ilusión de crear «dos, tres Vietnam» en el continente latinoamericano. Castro se ve obligado a seguir, una vez más, la vieja receta maquiaveliana: no ser jamás neutral entre dos grandes. Así como había escogido aliarse con la URSS para enfrentar a EEUU, Castro se verá obligado a escoger a Moscú y enfrentarse a Pekín.
Es a partir de ese momento cuando se entra en la tercera etapa, que se prolonga hasta nuestros días, en la cual todos los PC de América Latina (hoy, al parecer, con la excepción todavía no muy clara del brasileño) han regresado al redil: la fidelidad «incondicional» a la URSS vuelve a ser la regla.
Hay que decir también que, desde entonces, Castro parece desinteresarse de los PC latinoamericanos y de sus posibilidades revolucionarias. Acepta su apoyo y su adhesión, pero sin enorgullecerse particularmente de ella ni exaltarla como lo hacía en tiempos de la lucha armada en Venezuela, en los tiempos heroicos de la «exportación» de la revolución cubana. Por su parte, el apoyo de los PC latinoamericanos a La Habana no es desde entonces sino un reflejo de su relación con Moscú.
Pero no es solo de los PC latinoamericanos que el régimen cubano parece desinteresarse, sino de América Latina como teatro principal de su acción política. Así, Fidel Castro escoge, para manifestar su adhesión a la política soviética, un caso que causará dolor y repudio entre sus amigos de la gauche divine intelectual europea: bien que con reticencias, apoyará la invasión de Checoslovaquia por las tropas rusas. Y a partir de allí, el apoyo a los revolucionarios se volcará hacia África antes que hacia América Latina. Cuba reaccionará desde entonces más como un país socialista europeo -o más simplemente, como un país europeo- que como un país latinoamericano.
Esa es una etapa que parece cerrarse en estos días, cuando Cuba intenta reingresar al escenario latinoamericano por medio de la propagación de sus popularísimas tesis sobre la deuda externa. Aquí, incluso, Castro no ha vacilado en dar algunas muestras de independencia frente a la URSS. Pero, en América Latina, trata ahora de apoyarse no en unos partidos comunistas que sabe ineficaces, sino en el amplio abanico de los opositores a los dictados del Fondo Monetario Internacional.