Colegas, compañeros, amigos todos… Si me escuchan hablar de amor y de brujos de seguro anticiparán que esto es un «paquete», como le decimos en Puerto Rico a un fraude burdo. Pero León Felipe me enseñó hace mucho que los poetas tienen licencia para ser inoportunos. Una vez, invitado a ofrecer una charla a una comunidad de judíos, terminó exigiéndoles que aceptaran a Jesús como su Dios. Por eso hoy no temo decir que creo que el amor hace más profunda la mirada. Creo que el amor es una herramienta útil en el esfuerzo del conocer, aunque no sea, naturalmente, el único instrumento. Creo que la poesía debe ser verdadera y auténtica, y que para ser eso tiene que huirle a la fama y a los premios porque de otro modo sería solo mercancía que se vende. Creo que el amor tiene sus raíces, su primera residencia, en la tierra-ternura de la cuna. Y así, pues, como puertorriqueño, dos de las querencias más inquebrantables de mi vida han sido la poesía que me toma por sorpresa lo mismo en los ojos de mis hijos o de mi compañera que en un mar de banderas de protesta, y la figura histórica de Eugenio María de Hostos, tan andina como Bolívar, tan oceánica como Martí, tan rebelde como Lautaro, y tan constelación como nuestras utopías. Ambos, poesía y Hostos, amores míos, me han dado lecciones de libertad, de solidaridad, de justicia que llevo marcadas como carimbo en las líneas de mis manos, pues con estos elementos construí las coordenadas de mi universo. Y creo que todo esto se dice con humildad y con silencio. Si en este momento no lo hago así es porque alguna mano generosa me ha puesto en este lugar.
Cuando se me invita a ofrecerles esta conferencia inaugural sólo puedo pensar que aquí, en Chile, gravitan también, sobre todos ustedes, estas mismas lecciones de libertad, de solidaridad, de justicia y de amor, y que la invitación que se me hiciera ponía en evidencia su interés por la libertad de Puerto Rico, su compromiso solidario con los pescadores que en Vieques enfrentan el poder de la Marina de Guerra norteamericana, su amor por aquellas pequeñas porciones de la tierra latinoamericana que aún no caen dentro de la justicia del abrazo de ustedes. No tengo manera de agradecerles este gesto de redención como no sea confesando que se agiganta aún más mi amor por esta tierra de las furias y las penas, del viento en los álamos y las uvas, tierra maestra de tanta ardiente paciencia. Muchísimas gracias…
Como si entre la nueva intelligentsia se permitiera el influjo de los brujos que profetizan periódicamente el fin de los tiempos, acaso no haya mejor momento para las tesis posmodernas sobre el fin de la historia que esos imaginarios fluidos que llamamos fin de siglo. Y como también lo finito que termina va atado a lo finito que comienza, los inicios de los siglos también mueven a colocar etiquetas, accionar resortes y tantear pronósticos. Tenemos la propensión a demarcar los ríos de continuidad histórica, a manera de decir, por ejemplo, en esta fecha, con tal acontecimiento, se inicia el siglo tal y con tal otro acontecimiento se cierra.
Voy a incurrir en este error de etiqueta y categorización porque creo que es inútil sacarle el cuerpo a su seducción, y porque creo que en el fondo es un ejercicio de comunicación útil por su claridad de esquemas. Los esquemas, bien lo sabemos, son sólo, a fin de cuentas, proposiciones, tanteos en el claroscuro -o en el umbral de nuestras certidumbres- que no pretenden fijar verdades sino sólo interpretaciones más o menos informadas en un proceso de diálogo y de acercamiento a la realidad que nunca termina. Pero, además, me mueve el hecho de sentir que no me represento a mí mismo en estas jornadas, sino a los escritores de mi país, Puerto Rico, así como me mueve la certeza de tener que enfrentar equívocos sobre nuestra historia y certidumbres defectibles sobre nuestra realidad cultural y política.
Se piensa, por ejemplo, que consentimos la colonia; se piensa que somos norteamericanos; se piensa que hablamos inglés o que somos bilingües; se piensa que el embajador yanqui en Chile representa a los puertorriqueños. Si este es un encuentro de escritores latinoamericanos, tengo que agradecer, otra vez, a los que han sabido que una representación de Puerto Rico era imperativa, pues no se puede reflexionar sobre las identidades latinoamericanas ni vislumbrar una utopía posible para Nuestra América sin contar con nuestro punto fronterizo.
Frontera imperial desde Colón -y lo digo como homenaje póstumo a Juan Bosch-, el Caribe fue campo de lucha de las potencias europeas durante siglos hasta que los Estados Unidos logró imponer con la guerra del 1898 su hegemonía. Sobre este escenario comenzaron todas las invasiones de América, así como también, todas las rebeliones: todas las venas abiertas de esta América Nuestra. Pero, cierto es también, por el Caribe comenzaron las restauraciones y las reinvasiones. Luego, tras la guerra contra España que le permitió ocupar a Puerto Rico, Cuba y Filipinas, Estados Unidos desarrollaría una ininterrumpida actividad de intervención que le permitiría construir y establecerse en el Canal de Panamá, así como intervenir continuamente en Nicaragua, Guatemala, República Dominicana, Haití, Venezuela, Colombia, Honduras, etc. El Caribe parece haber sido para ser enclave de todos los poderes que aspiran a la hegemonía en Occidente, o, sencillamente, plataforma imprescindible del poder. Acaso por eso mismo, nunca hemos visto un más abigarrado carnaval de identidades que sobre estas tierras quemadas, ni encrucijada donde se enseñoree con mayor tesón una utopía.
500 años después de Colón continúa la reoccidentalización del mundo dentro del marco de una globalización que hasta hoy sólo podemos considerar como un capitalismo imperialista que continúa apoyando, mientras puede, como garantía del poder, a esa economía neoliberal que parece inevitablemente fundida con la corrupción y con cierta versión ya hoy desacreditada de la democracia. Y cuando no puede, apoya la economía neoliberal y el golpe de estado, o la economía neoliberal y la invasión, el bombardeo y la guerra abierta o encubierta.
Quiero recordar aquí, como punto de partida, dos reflexiones que me parecen instrumentales: La primera nos recuerda que la historia de las Antillas es un contrapunteo entre la realidad y el deseo, un imaginario construido no sólo por la esperanza y la utopía sino con la mediación de una imaginación colonizada, pues el caso colonial de las Antillas se prolongó hasta mucho después de lograr su independencia el continente de Bolívar y San Martín. Si Martí afirmaba al borde del fin del siglo XIX que «no hay letras que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar con ella. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya Hispanoamérica», daba al clavo con este problema de la identidad cultural, no sólo antillana -que vislumbraron tempranamente Andrés Bello y el mismo Bolívar-, pues Martí se expresaba sobre el continente todo al referirse al problema de los imaginarios colonizados. Así, pues, tengo que partir de un hecho común a muchos de nosotros, pero especialmente determinante para nosotros en El Caribe: nuestro siglo XX es un siglo de intervención colonial norteamericana.
Problema cardinal, eje ontológico que no se gasta, la invasión norteamericana puso sobre el tapete, según una famosa frase de Pedro Albizu Campos, «la suprema definición: yanquis o puertorriqueños». Sabemos que somos seres históricos y que esta definición albizuista parece ignorar la complejidad y conflictividad del problema. Pero no somos nuevos en este debate del ser o no ser. José Luis González, en un célebre ensayo que tituló El país de cuatro pisos, delineó los planos de un proceso de construcción nacional que en nuestro caso, según expone González, y transcribo aquí a grosso modo, cuajó en Puerto Rico, ya en el siglo XVIII, una primera versión de identidad nacional afrocaribeña -un país de jíbaros negros, como en todo el Caribe-; una segunda versión de reconstrucción de esa identidad impuesta por una inmigración blanca fomentada con toda intención tras la revolución haitiana que se extendía por el Caribe, inmigración que creó en el siglo XIX, en Puerto Rico, un país escindido en clases y etnias; y una tercera versión, ya en siglo XX, inducida por las revolturas del régimen colonial norteamericano, en parte desmanteladoras y en parte modernizadoras. La cuarta propuesta, o «cuarto piso», según González, fue el proceso acelerado de industrialización que liquidó nuestro telurismo e instaló la ilusión del régimen autonómico que se llama aún oficialmente Estado Libre Asociado, nombre esquizofrénico según algunos, que en los años sesenta comenzó a entrar en crisis tras la elección del primer gobernador anexionista.
A lo largo del siglo XIX, mientras España se debatía entre el régimen monárquico y los balbuceos republicanos, las Antillas agudizaron una crisis de identidad que comenzó a enardecer en los palenques de esclavos y entre los cimarrones, y también entre los criollos que adoptando con ironía la voz del jíbaro dejaban traslucir en medio de la censura imperante su creciente impaciencia contra el despotismo. Entre rebeliones de esclavos, fue cuajándose una conciencia antiesclavista que es una de las páginas más heroicas de nuestro siglo XIX. Entre esas páginas figura la presencia enaltecedora de Ramón Emeterio Betances, mestizo que se yergue como líder del antillanismo en el Caribe, como líder de la lucha contra la esclavitud y cómo líder de la lucha por la independencia de las Antillas Mayores. Es el rostro mulato de nuestro primer grito de independencia.
En el 1868 estalló en Lares ese grito planificado por Betances, grito que resultó en un aborto precipitado por una delación, y que parecía estar coordinado con la Revolución republicana triunfante en España y con el Grito de Yara y su secuela, la Guerra de los Diez Años, en Cuba. Se trató de un estado de desazones e inquietudes que no encontró solución hasta que culminó la guerra reiniciada por Martí en el 1895. Manuel Zeno Gandía, médico y novelista, había retratado en La charca la sociedad colonial como aguas estancadas y putrefactas, y al jíbaro enviciado. Hostos había analizado la obra del poeta cubano Plácido, para poner en evidencia a la sociedad colonial como «el cadáver de una sociedad que no ha nacido».
Pero Hostos, Eugenio María de Hostos, defensor de la soberanía antillana desde 1863, conspirador de la Revolución Septembrina española por creer que la nueva República Española reconocería los derechos políticos de sus islas, conspirador en Nueva York y en el Caribe, junto a Betances y Luperón, propagandista por toda la América del Sur de la necesidad para esa América de completar en las Antillas el sueño de Bolívar, artífice de una revolución cultural latinoamericana, primero desde una trinchera dominicana, y luego, en Chile, desde el Liceo de Chillán, y más tarde desde el Liceo Miguel Luis Amunátegui de Santiago, regresa tras un prolongado exilio en el 1898, tras la invasión norteamericana, para encontrar su pueblo en un estado de miseria y absoluta languidez anémica, en el espíritu y en el cuerpo. Muerto Betances, se yergue como protagonista de un caos en el que todo se precipita, y propone a los puertorriqueños la necesidad de unirse en el reclamo de sus derechos naturales como pueblo, y en el reclamo de las prerrogativas a que tenían derecho bajo la constitución federal del país invasor. Por dos años intentó instrumentar una liga de patriotas, e intentó instruir y mover a la opinión inerte. No tuvo éxito. Sin embargo, su demanda de un derecho de plebiscito y del derecho de Puerto Rico a la autodeterminación sigue vigente porque nunca, en los más de cien años transcurridos, el gobierno federal ha instrumentado una votación a esos efectos. Asimismo, sigue vigente su admonición en el sentido de que sólo con unidad de pueblo, y bajo una acción de consenso, puede moverse a actuar el poder imperial.
La existencia de una generación puertorriqueña del 98 es algo que se discute y se cuestiona. Francisco Manrique Cabrera, historiador primero de nuestra literatura, la llamó «generación del tránsito y del trauma». Sin embargo, aunque difícilmente le cuadre el concepto de generación, opinamos que no puede cuestionarse la existencia de una época de ahogos simultáneos en los planos político, económico y social, por los sobresaltos y las expectativas de una identidad cultural sin apoyo real, por los deslizamientos de una ruina repentina, por el eclipse de una caída. Los claroscuros de ese entonces son en nuestro medio mucho más salvajes y dramáticos que los de Ariel, y seguramente van más a tono con el Calibán de Roberto Fernández Retamar. Aunque el modernismo había estrenado en Puerto Rico sus galas en fechas tan tempranas como 1886, lo cierto es que los hechos del 98 le imprimen a nuestro modernismo un matiz muy poco exótico y desarraigado. Antes bien, todo lo contrario. Hablo del modernismo de José de Diego en sus Cantos de rebeldía y sus Cantos de pitirre, y hablo del modernismo de Luis Lloréns Torres en su «Canción de las Antillas». Hay una vuelta a la tierra y una idealización del pasado que harán enaltecer la vida del jíbaro y evocar con nostalgia sin desmanes ni acritud a la madrastra española. Procuramos rescatar los símbolos patrios de la época española, la lengua española, la historia borrada de la insurrección de Lares. Se llegará a evocar, incluso, la vieja felicidad colectiva, que Virgilio Dávila retrató en su Pueblito de antes.
Pero por estos años no dejarán de redefinirse las luchas políticas y sociales, así como los contendientes, pues veremos, entre otras, el brote de un reto obrero, una emigración masiva, la imposición del inglés como lengua oficial y lengua de enseñanza, y la imposición de la bandera imperial que llamamos la pecosa. En actitud de reto crecerá la voz de una vanguardia que busca definir la nación en el verbo expansivo de Evaristo Ribera Chevremont y de Clemente Soto Vélez. La llamada generación del 30, que otros críticos han llamado con mayor precisión «literatura de la crisis social y cultural de la identidad nacional puertorriqueña»
(José J. Beauchamp), se autodefine por su propósito de buscar respuesta a la pregunta sobre el ser puertorriqueño, qué somos, cómo somos.
Insularismo, de Antonio S. Pedreira, es seguramente clave en este esfuerzo de búsqueda de una identidad que se define como nacional, aunque está compenetrada de lastres ideológicos de prejuicios de clase, de hispanofilia, y de ese telurismo hijo de los determinismos genético y geográfico que convirtió al jíbaro blanco de la altura en encarnación del ser nacional.
Obras como La llamarada de Enrique Laguerre, Tiempo muerto de Manuel Méndez Ballester o La carreta, años después, de René Marqués, exploran aspectos de una ruralía desvirtuada, de una clase de hacendados destituida de sus atributos, de un mundo sencillamente moribundo. El criollismo que giró en torno al jíbaro de la altura, le atribuyó esa estrecha vinculación con lo telúrico que tuvo el indio latinoamericano, según Mariátegui. Pero el pesimismo no deja escapar la oportunidad de denunciar la presencia perturbadora de los bárbaros que se apoderan de la tierra y del sistema capitalista que los proletiza. No existe en nuestra literatura un drama que exprese mejor ni con mayor altura estética la expulsión del paraíso, la enajenación de la tierra prometida, que Los soles truncos de René Marqués, escrita años más tarde. Así también, tardíamente, Abelardo Díaz Alfaro constituirá en su cuento «El josco», a un toro padrote de nación, pero sustituido por un toro norteamericano y sometido a yugo, como símbolo irredimible de una existencia atribulada, desesperada, y sin redención.
Curiosamente, esa visión grave que otras veces se concretiza en la expresión que alude al puertorriqueño aplatanado, y dócil, se opuso a la arenga insurgente y heroica que el Partido Nacionalista predicaba a partir de la década del treinta en la voz de Pedro Albizu Campos. A pesar de sus rémoras y limitaciones, el nacionalismo albizuista logró poner en jaque al régimen norteamericano. Los documentos entonces secretos, ponen en evidencia que Albizu fue una especie de archienemigo de Edgar Hoover, el siniestro jefe por décadas del FBI. La estrategia para neutralizarlo fue la legalización de la represión política a través de una ley que se conoció como Ley de la mordaza, cuya invocación se utilizó para encarcelar repetidamente a Albizu Campos y a todo el liderato de ese Partido por más de 20 años. Mientras, se inició la práctica del carpeteo que articuló una unidad llamada de inteligencia levantándole un expediente secreto a todo independentista o amigo o simpatizante de independentista, y acosándolos de manera abierta en su lugar de trabajo y en su vecindario, fabricando casos y recurriendo, incluso, al asesinato.
Una de las repercusiones más extraordinarias que tuvo esta represión sistemática ocurrió con el caso inaudito de Francisco Matos Paoli.
Poeta desde la década del treinta, la represión hace presa de sus pocos años cuando se le acusa de cinco delitos: cinco distintos discursos de un poeta de la patria. En la cárcel su razón delira y se pierde en brumas. Sin embargo, escribe en las paredes y en pequeñas hojas de papel que sus familiares logran sacar de la cárcel de manera inadvertida, cantos a la Luz de los héroes, un Canto nacional a Borinquen, y más que nada, su incalificable Canto de la locura, libro en el que la mordaza represora se hace luz de epifanía y en el que el amor a Dios y a la patria corren parejos, mutuamente ungidos, en una apoteósica redención. Pedro Albizu Campos es el segundo rostro mulato de la independencia de Puerto Rico.
Juan Antonio Corretjer fue Secretario del Partido Nacionalista. Es otro de los poetas extraordinarios que se desprenden de este frutecido nacionalismo albizuista, aunque luego evolucionó hacia el socialismo, e incluso fundó una liga política. Nadie como Corretjer expresó de manera más transparente lo que es el amor a la patria y lo que es una vida dedicada, con sólo una pausa para el amor, a la lucha por la liberación y a la lucha social de los trabajadores. Su libro Alabanza en la torre de Ciales contiene uno de sus poemas más conocidos, musicalizado como muchos otros suyos, titulado «Oubao moin», expresión ésta que en lengua de los indios caribes nombra a Puerto Rico como «tierra de sangre». El poema explica cómo la nación fue creada, sin proponérselo, por las manos que trabajaron la tierra, los caminos, el café y el tabaco, y cómo luego, lo que es la parte más importante, la patria liberada misma será una creación irrenunciable del trabajo.
Julia de Burgos, o Julia del Agua, como la llamó amorosamente don Pedro Mir, también pertenece a esta generación hija del nacionalismo albizuista. Siguió, en el aspecto doctrinal, una evolución parecida a la de Corretjer, pero la cifra de su vida es diferente, pues la traspasa la leyenda de un amor trágico. Conocidísimo es su canto al Río Grande de Loíza, su amante río-hombre, que termina con aquella referencia a su llanto para su «esclavo pueblo», pero cargando con las notas de un neorromanticismo más íntimo que desesperado.
La búsqueda de nuestra identidad nacional tomó también otros derroteros de interés cuando Luis Palés Matos apunta en un libro célebre, llamado Tun tun de pasa y grifería, a la negritud. En efecto, el carácter afrocaribeño de nuestra cultura nacional señalado por Palés apuntaba no sólo al rescate del afantasmado rostro negro de nuestra cultura, sino también a la necesaria ubicación de nuestra identidad nacional lejos de los enormes rótulos que apuntaban hacia Occidente y dentro del contexto geográfico de los pueblos del Caribe. Atizado por la maestría del verso inigualable de Palés, en Puerto Rico no olvidaríamos su lección aún cuando se intentase domarla como simple máscara de folclor y carnaval.
«Por la encendida calle antillana va Tembandumba de la Quimbamba -rumba, macumba, candombe, bámbula- entre dos filas de negras caras». |
(Majestad negra) |
Pero la mordaza impuesta al nacionalismo tiene también otra historia: la creación y fundación del Estado Libre Asociado. Además de coincidir con el empuje del nacionalismo, coincidió con la historia de la Segunda Guerra Mundial. Si la Primera Guerra Mundial nos trajo entre otras consecuencias la imposición de la ciudadanía de Estados Unidos en 1917, la segunda nos traerá una constitución editada y rectificada por el Congreso estadounidense. Con ella vino la elección del puesto de gobernador, aunque permaneció la autoridad congresional sobre todos los aspectos fundamentales, y la supremacía inapelable del tribunal federal de San Juan. Pero la guerra tuvo también la consecuencia de secuestrar gran parte de nuestras tierras, que pueden ser incautadas para propósitos militares, como en efecto ocurrió con las islas de Culebra y Vieques, ambas municipios nuestros. El ELA, proclamado en 1952, tuvo también como propósito eliminar a Puerto Rico de la lista de territorios a descolonizar por las Naciones Unidas. Su creación está vinculada a un proceso de industrialización y de empobrecimiento de la ruralía que se concretó en un tránsito poblacional descomunal del campo a los arrabales de la capital, y de la capital al ya nutrido exilio neoyorkino. Con este tránsito modernizador, recorrido e impugnado en el drama de René Márques La carreta, se transforma de manera imponderable el país. Es el cuarto piso en el desarrollo de la nación que mencionaba José Luis González.
Precisamente González es uno de los iniciadores de una nueva narrativa que se ubica en la ciudad, con sus personajes y sus miserias. El hilo del asunto llevará a estos escritores a tratar desde la isla el tema del exilio en la urbe neoyorkina. Pedro Juan Soto, recopila varias historias del barrio neoyorkino en el que los puertorriqueños son tratados como spiks, expresión coloquial despectiva que es también el título de uno de estos libros de relatos (1957). Soto será también uno de los que primero novelará la historia del secuestro de Vieques en una novela de 1959 que se titula Usmaíl, nombre trágico-cómico del protagonista, hijo de una negra viequense y de un empleado yanqui del servicio postal USMAIL. Un realismo muchas veces desesperanzador y existencialista anega muchas de estas páginas que se detienen en el examen minucioso de las lacras de la depauperización social, la abulia del lumpen, la anonimia del arrabal, el alcoholismo, la drogadicción, el abuso contra la mujer y los niños, el analfabetismo, y la guerra.
Otro de los aspectos más complejos y dramáticos de esa identidad puertorriqueña que buscamos la constituyen las caras del exilio. Puerto Rico, como país colonial, tiene una proporción enorme de su población que vive desterritorializada. Como Estados Unidos es uno de esos países que rastrea el DNA de la sangre y que exige ser americano viejo, es decir, de nacimiento, de padres y abuelos y bisabuelos norteamericanos, los puertorriqueños que pueden reclamar ciudadanía desde 1917 no se sienten nunca parte de la sociedad norteamericana, y como hablan un español defectuoso y muestran hábitos diferentes a los isleños, tampoco son plenamente aceptados en nuestro país. La parte neoyorkina será rama segregada de la isleña por cuanto parte de otras experiencias, recorre la ruta del desconcierto de una identidad perdida, de la nostalgia, del choque de culturas, del discrimen social, del encuentro de lazos afines extranacionales, como la identificación entre latinos, o la identificación tercermundista con emigrados de otros países colonizados por potencias europeas, o la identificación de clase proletaria. Además, está la ambivalencia ante el idioma y la elección en muchos casos del inglés que entienden muy pocos en la isla y que abre una brecha, acaso irreconciliable, que bifurca la nación. Esa condición híbrida, mezcla de ser y no ser, genera una agonía de muy difícil solución. Algunas historias de la literatura los ignoran o sólo mencionan algunas figuras más destacadas que ya habían ganado su espacio en el país. Otros los incluyen como un sector o grupo aparte, de autores neoyorricans, expresión que no esconde un matiz peyorativo y segregador. No obstante, siempre habrá que reconocerles la necesidad de aprender, como Calibán, la lengua del amo si se aspira a maldecirlo y reclamarle en su lengua un día: «¡Libertad, tirano!».
Pero los años sesenta serán años de cambios radicales en todo el mundo. Abren con el triunfo de movimientos de liberación nacional, la guerra de Viet Nam, el triunfo de la Revolución Cubana y la imagen mítica del cadáver del Che Guevara que sigue triunfando como el Cid. En Puerto Rico, sacude la muerte de Pedro Albizu Campos y el primer triunfo electoral de un gobernador anexionista. La poesía de la generación del sesenta se centrará en el compromiso con la lucha por la libertad de Puerto Rico desde una perspectiva nacionalista-socialista. Este último ingrediente, en cuanto encuadra según el concepto de la lucha de clases muchos elementos culturales de manera diferente, dará espacio para intensas polémicas entre estos poetas con sus mayores. Varios grupos darán respuestas a las inquietudes generacionales, pero de ellas sobresale el grupo de Guajana, nombre de su revista. El telurismo de su nombre, que se refiere, como sabemos, a la flor de la caña de azúcar, disfraza el hecho de que su vocación nacionalista inicial, a la vez continuidad y ruptura, se dirigirá por el cauce, según algunos, de un realismo socialista mesiánico, aunque lo cierto es que este ingrediente es sólo uno, aunque tal vez protagonista, de un registro amplio y diverso de voces y de temas que incluyó la ternura armada, evocadora del tiempo, del amor, del dolor y de la muerte. Entre ellos, Vicente Rodríguez Nietzsche, Andrés Castro Ríos, José Manuel Torres Santiago, Wenceslao Serra y muchos otros.
Por otra parte, la novela se ocupa de denunciar la transculturación y enajenación que amenaza al país (Emilio Díaz Varcárcel), la naturaleza colonial del ELA (César Andreu Iglesias), y la destrucción apocalíptica de Vieques a manos de los nefilim -figuración bíblica de ese mundo hebreo poblado de seres míticos incomprensibles y horribles- que en Vieques representan los marinos del Navy norteamericano (en la novela de Carmelo Rodríguez Torres titulada Veinte siglos después del homicidio).
Pero las lanzas coloradas de la generación del sesenta nutrieron las vertientes de muchas polémicas que se desarrollarían de manera diversa y que desmantelarán poco a poco la ideología sesentista. Algunos llevarán la revolución al plano estético; otros se desplazarán del plano sociopolítico para realizar reinternaciones por una intimidad que se siente marginada y desarraigada de valores y propósitos; otros, recurrirán a refugiarse en una intimidad soledosa y encastillada, vacía en su desencanto; otros, transitarán a través de una realidad anárquica, alucinada y esquiza; algunos despertarán a la luz pública sus pasiones prohibidas homosexuales, y luego la penalidad terrible del sida; otro grupo corresponderá al rescate de las peculiaridades del sexo femenino reprimido y darán cuerpo de mujer a su palabra renacida para retar incluso la obscenidad; otros darán protagonismo, entre la ironía y la parodia, a la voz popular de la calle, y con ella, la del salsero, la del desempleado, la del drogadicto, la del exilio. Son las rutas múltiples de lo que llaman transgresión del canon, que recorren voces maestras como Ana Lydia Vega, Iván Silén y Roberto Ramos Perea, entre tantos otros. José Luis González explica el fenómeno en términos de lo que llama plebeyización de nuestra literatura que resulta en una reafirmación cultural de una identidad nacional que hace causa común con los innumerables rostros de lo popular y que ejemplifica magistralmente Juan Antonio Ramos. Luis Rafael Sánchez se refiere a lo que llama, poética de lo soez. Contrario a Edgardo Rodríguez Juliá que ha hecho la crónica, todo oído, de ese mundo que borbotea sin máscaras su carnaval diario, Luis Rafael Sánchez concreta en La guaracha del Macho Camacho la parodia grotesca, mezcla de realismo y caricatura, de ese mundo colonial enfermo que Manuel Zeno Gandía metaforizó a fines del siglo XIX, respecto a la colonia española de Puerto Rico, como una charca. La charca, aquella novela realista-naturalista, es, como dijimos antes, el festival putrefacto de las aguas estancadas en el que agoniza eternamente un jíbaro irredimible. Entonces se habló de Puerto Rico como el cadáver de una sociedad que no ha nacido. Sánchez le otorga a esa noria donde todo gira como animal amarrado y no va a ninguna parte, una visión que es paradigma de nuestra posmodernidad colonial: un tapón, un embotellamiento del tránsito, un corcho de vino puesto a un culo así enmudecido entre los gritos ensordecedores de la radio, con la violencia de una violación y de un asesinato.
Cierto es que en los noventa, y a tono con eso que se ha dado con llamar posmodernidad, predomina una literatura que reniega de mesianismos y descree de utopías; una literatura virtualmente inerte o sorda a los reclamos de la nación y de lo nacional, y dedicada a individualizar la experiencia, por lo general de tonos pasteles. Algunos de ellos se identifican con lo que han llamado generación soterrada, otros emergente, pero siempre automarginada, que busca autodefinirse sin referencia a sus raíces, pues las han desvirtuado como mero imaginario, metarrelato, virtualidad. José Ángel Rosado se refiere en una antología reciente titulada El rostro y la máscara, a una «suspensión de la continuidad». Otra antología de narrativa antillana recircula ese concepto del brasileño Oswald de Andrade que llama él canibalismo y que se refiere a la propensión a tomar libremente elementos que se aplican a contornos diferentes del original, descontextuándolos y desreferenciándolos de manera que no significan nada.
Algunos de los defensores de la perspectiva posmoderna en Puerto Rico han convertido la historia en metáfora y han convertido la lucha por constituir la nación puertorriqueña en un gato que maúlla a los ángeles caídos. Para nuestra sorpresa, un grupo divulgó un manifiesto en el cual proponían lo que llamaron «estadidad radical» bajo el alegato de que la anexión de Puerto Rico era un hecho irreversible en un mundo globalizado, y de que la tarea posible entonces era radicalizar esa anexión adelantando causas sociales como la feminista, la sindical, la racial.
La tesis posmoderna se produjo en un contexto desalentador. Desde los años sesenta, de las últimas nueve elecciones, cinco de ellas las ganó un partido político que favorece y plantea como causa primera la búsqueda de la estadidad. Contra esa oleada anexionista, uno de los baluartes de la resistencia política de los puertorriqueños fue el que ofreció el mundo de las letras y de la alta cultura. Atrincherados en la poesía, la narrativa, el ensayo, el teatro, las artes plásticas, la música sinfónica y la popular, la producción cultural puertorriqueña siempre enarboló la bandera nacional, aún cuando estuvo prohibida, y rescató de la historia las páginas de orgullo sepultadas, las figuras históricas como Hostos, Betances y Albizu. Atrincheradas, o en la brecha, como dijo uno de nuestros poetas del 98, nuestras artes identificaron nuestros valores y símbolos nacionales, exploraron las causas de nuestros desconsuelos, expusieron las lacras del coloniaje, mantuvieron y recuperaron el ejercicio de un vernáculo que se ha fortalecido en vez de debilitarse. Por eso la tesis de la «estadidad radical» amenazaba con tener un efecto demoledor, pues algunos de sus propulsores eran intelectuales de reputación establecida que habían medrado en ese lindero de las izquierdas. Algunas de las nuevas voces más conocidas y mejor establecidas, como Rosario Ferré, incurrieron en la práctica también «escandalosa» de escribir sus obras en inglés, práctica que hasta entonces sólo habíamos visto en el sector de los nacidos en exilio, pues no cumple en Puerto Rico una necesidad de la comunicación. Hay dos lenguas oficiales, pero más del 80% de la población no domina la conversación en inglés, el 98% reconoce al español como su vernáculo, y no hay una sola comunidad que reclame el inglés, a menos que, como algunos posmodernos sostienen, la población nómada, en el exilio, se considere como una de ellas.
Un cuento de Luis López Nieves publicado en 1983 me viene muy a propósito de la tesis que estoy por enunciar. Se titula Seva: historia de la primera invasión norteamericana de la isla de Puerto Rico ocurrida en mayo de 1898. El largo título busca la confusión con un texto de historia. Se publicó por primera vez en la revista cultural (En Rojo) de un periódico de izquierda (Claridad) sin advertir que se trataba de una ficción. El texto es un collage compuesto por un historiador que dice estar oculto porque teme por su seguridad. La razón: el haber descubierto que hubo una invasión norteamericana anterior a la de Guánica, en un pueblo llamado Seva, donde los puertorriqueños rechazaron y derrotaron a los norteamericanos. Tras la invasión llevada a cabo meses después por Guánica, los norteamericanos destruyeron Seva así como borraron toda referencia documental de su existencia. Muchos lectores no se percataron inicialmente de que se trataba de una ficción, y como ocurrió con la célebre trasmisión de Orson Wells sobre la invasión de los marcianos, el texto causó en muchos una impresión de impacto por significar la certificación anhelada de un heroísmo retroactivo, una épica fantasmal.
Los asombrosos hechos de Vieques no sólo han desmentido la tesis posmoderna de la virtual anexión de Puerto Rico y la pintura despectiva que hizo del nacionalismo puertorriqueño: resultan ser también, de cierta manera, una realización de la heroica hazaña que ficcionalizó López Nieves en Seva .
Digamos de entrada que a todo el mundo sorprendió el intenso y virtualmente unánime consenso que en Puerto Rico generó la muerte de David Sanes. Se trataba de un desconocido guardia de seguridad viequense muerto por una bomba errática lanzada por un avión durante una sesión de práctica de la Marina de Guerra Norteamericana. La Marina de Guerra utiliza a Vieques para sus prácticas de bombardeo desde el aire y desde el mar, así como prácticas de desembarco, desde la Segunda Guerra Mundial. Por más de sesenta años han echado sobre Vieques toda clases de materiales bélicos, detonantes, incendiarios, radiactivos incluso, sobre tierra y en la atmósfera, con absoluta impunidad. Las agresiones a la población civil, la estrangulación de la economía severamente limitada, la contaminación que auspicia alarmantes índices de mortalidad infantil, cáncer, hipertensión, envenenamiento con plomo, mercurio y otros metales, habían caído en los oídos sordos de la población de la isla grande y del gobierno estatal. De vez en vez pequeños davises enfrentaban a Goliat: pescadores en lanchas de muy pocos metros interrumpían las prácticas de portaviones y acorazados. Sin embargo ahora, como antes nunca en la historia política de Puerto Rico, todas las organizaciones políticas, religiosas, sociales habían coincidido en la determinación de parar las prácticas militares. Nunca en la historia política de Puerto Rico se habían hecho manifestaciones más masivas y contundentes, ni nunca se han producido resultados electorales tan definitivos. El fenómeno que se ha producido desborda el organigrama partidista, pues la verdadera fuerza gestora la ejercen los poderes civiles. Acaso por eso, esa fuerza gestora no ha podido ser neutralizada por la Marina de Guerra, que tiene sus mecanismos ocultos para controlar los partidos políticos principales. Por primera vez en nuestra historia, esa nación dividida que es Puerto Rico -casi cuatro millones de almas en la isla y cerca de otros dos en el exilio- ha unido las fuerzas de la banda de allá, la del exilio, con la de acá. La nación puertorriqueña se aglutina como quiso Hostos hace más de cien años y, como lo anticipó Hostos, sólo unido tiene finalmente el país la fuerza de imponerse sobre su destino.
Aunque más tarde que temprano un sector del anexionismo encontró oportunidad de abandonar el barco, lo cierto es que la unión absoluta del pueblo de Puerto Rico logró detener las prácticas y paralizó por más de un año al gobierno federal. Cuando se reactivaron las prácticas detrás de unas directrices promulgadas por el presidente Clinton que permitían las prácticas por tiempo limitado y sólo con municiones inertes, directrices que además llamaban a realizar una consulta al pueblo de Vieques sobre la continuación de las prácticas a cambio de unos cuantos millones de dólares, la desobediencia civil masiva, la incursión en la zona prohibida de centenares de desobedientes civiles, obligó al gobierno a utilizar sin disfraz toda su fuerza bruta. Esta situación que se ha mantenido desde entonces, ha forzado al presidente Bush a cancelar la consulta, pero anunciando el retiro definitivo de la Marina de Guerra en mayo del 2003.
La globalización no es un hecho exclusivamente posmoderno: podemos verlo como un antiguo proceso de expansión incluido en la historia humana desde que partió hace miles de años desde el África ecuatorial hacia el norte. El proceso aprendió a cruzar desiertos, a extenderse por los cuatro puntos cardinales, y bordeó África, e hizo del mundo mundo cuando encontró las Indias Occidentales, y descubrió la unidad básica del género humano y de los derechos civiles; y se situó en el contexto de la evolución de las especies; y se expandió por el espacio; así como descubrió cómo unir el universo cibernético con el universo de las necesidades concretas de cada cual en cada lugar. Estos fenómenos han transformado, varias veces, nuestra manera de pensar y sentir. Son fenómenos verdaderamente poderosos. Pero al hablar de globalización, ¿hablamos verdaderamente de todo esto, o nos limitamos a pensar cómo la red cibernética propulsa la integración -¡jerarquizada!, ¿eh?- de las economías del mundo y con ella el desarrollo de más grandes monopolios, y cómo se distribuye por el mundo la información manipulada y controlada de grandes centros distribuidores massmediáticos, entre los cuales juegan también su papel con dólares y centavos las casas y medios editoriales?
Cierto es que el sujeto se constituye en su lengua y que no hay un sujeto anterior a ésta, pero ello no quiere decir que el sujeto sea sólo una máscara porque una lengua no se quita y se pone como una camisa. Si el problema de la identidad es siempre un problema de sujetos, y si hemos aprendido que los sujetos no pueden ser concebidos aisladamente, sino dentro de una red de relaciones sociales, histórico-culturales y materiales, entonces el planteamiento del problema nos mueve a indagar con quiénes compartimos el espacio, los esfuerzos, la cooperación y los dolores. Es un asunto de afinidades y empatía, de punto de anclaje y de orientación en la rosa de los vientos del porvenir. Démosle los escritores sentido pleno a la expresión que alude a la mujer y el hombre de palabra. La identidad que buscamos no puede ser la de la élite cultural latinoamericana, sino la de nuestros pueblos. Esa fue la gran lección de Pablo Neruda que no quiero ni puedo olvidar. Pero hablar de la identidad de nuestros pueblos es volver al conflictivo y complejo entramado de nuestras naciones que pugnan y pujan, con ardiente paciencia, por un porvenir menos estrecho y más promisorio. Hablar de porvenir con los ojos conmovidos ante la visión de una utopía desesperadamente urgente, que se llama a cacerolazos, con paros, fuego, pancartas y pedradas en Buenos Aires, lo mismo que en Quito, Santiago, Chiapas y San Juan, es colocarnos en trincheras de lucha, asumir bando, reflejar el rostro elegido. Es, en fin, lección de la solidaridad porque siempre, siempre, participamos de la otredad.
En el Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos de Asunción, en 1994, vi irrumpir, literalmente, en el salón de actividades solemnes, a un personaje que encarnaba la voz de la pobreza y la marginación, y protestaba contra la discriminación y la persecución. En Corrientes, Argentina, vi cómo las actividades de las Segundas Jornadas Sobre Educación, Literatura y Comunicación, se desarrollaron en medio de las plazas ocupadas ya por los desempleados y los empobrecidos. En Granada, España, el Congreso de Comunicación Social de la Ciencia parecía desentenderse de los gitanos afuera. En San Felipe y La Ligua, Chile, 1997, una muchedumbre de adultos y adolescentes estudiantes buscaban desesperadamente su propia voz. En mi San Juan de Puerto Rico, centenares de deambulantes, violentados por un sistema excluyente que le huye a la solidaridad, han regresado por una limosna de misericordia, y un grupo de enajenados pide que la Marina de Guerra bombardee ad infinitum las tierras viequenses y nos engañe y defraude mil veces más.
¿Cómo podemos atar, de manera tan imbricada que cobre pleno sentido, todo esto con esa isla de Vieques que el poeta llamó con insondable ternura nuestra Isla Nena? Corretjer, el Secretario del Partido Nacionalista cuando lo presidió Pedro Albizu Campos, escribió hace décadas este hermoso poema que tituló «Día antes»:
Perdonen si la ternura por la tala me sonrojó la conferencia. Cosas del amor que les decía. (Por eso les advierto otra vez que lo que acaban de oír es sólo la interpretación antojadiza de un esquema que excluye mucho más de lo que incluye, y que desaprobarán los críticos posmodernos que parecen dominar hoy en San Juan de Puerto Rico). Yo, por lo pronto, de espaldas a cierto mercado de identidades que se compran y se asumen temporeramente, me coloco el rostro de un pescador de Vieques llamado Taso Zenón. Un pescador que conoce las causas de su hambre y de sus miserias y que, es lo importante, hoy milita heroicamente, nuevamente encarcelado, para vencerlas. Por eso repito aquí, ya para terminar, lo que decimos día a día en Puerto Rico, preñado de ese sol hostosiano del mundo moral: ¡Vieques, sí; Marina, no! Muchas gracias.