2 . El ethos barroco ( La modernidad de lo barroco) Bolívar Echeverría. 1981

Las mestizas, mulatas y negras, que componen la mayor parte de México, no pudiendo usar manto ni vestir a la española, y, por otra parte, desdeñando el traje de las indias, van por la ciudad vestidas de un modo extravagante: se ponen una como enagua atravesada sobre los hombros o en la cabeza, a manera de manto, que hace que parezcan otros tantos diablos. Giovanni F. Gemelli Careri

Dentro de una colección de obras dedicadas a la exploración de las distintas figuras históricas de El hombre europeo, Rosario Villari publicó hace poco una recopilación de ensayos sobre El hombre barroco. Desfilan en ella ciertos personajes típicos de la vida cotidiana en Europa durante el siglo XVII: el gobernante, el financiero, el secretario, el rebelde, el predicador, el misionero, la religiosa, la bruja, el científico, el artista, el burgués… Menciono   esta publicación en calidad de muestra de un hecho ya  irreversible: el concepto de barroco ha salido de la historia del arte y la literatura en particular y se ha afirmado como una categoría de la historia de la cultura en general.

Determinados fenómenos  culturales que se presentan insistentemente al historiador en los materiales provenientes de los siglos XVII y XVIII, y que se solían explicar sea como simples rezagos de una época pasada o como simples anuncios de otra por  venir, se han ido ordenando ante sus ojos con un considerable grado de coherencia y reclaman ser comprendidos a partir de una singularidad y una autonomía del conjunto de todos ellos como  resultado de una totalización histórica capaz de constituir ella sola una época en sí misma.

Se trata de una abigarrada serie de comportamientos y objetos sociales que,  en medio de su heterogeneidad, muestra sin embargo una cierta copertenencia entre sí, un cierto parentesco difuso pero inconfundible; parentesco general que puede identificarse de emergencia, a falta de un procedimiento mejor, mediante el recurso a los rasgos -no siempre claros ni unitarios- que esbozan otro parentesco,  más particular, dentro de la historia del arte, el de las obras y los discursos conocidos como “barrocos”.

El intento del presente ensayo, más reflexivo que descriptivo, es el de explorar justamente aquello que nos llama a identificar como barrocos ciertos fenómenos de la historia de la cultura y a oponerlos a otros en un determinado plano de comparación. Se trata, sobre todo, de proponer una teoría, un “mirador”, al que he llamado del ethos histórico, en cuya perspectiva creo poder distinguir con cierta claridad algo así como el ethos barroco.

Cabe añadir que, en lo que sigue, la necesidad sentida en la narración histórica de construir el concepto de una época barroca se conecta con una necesidad diferente, que aparece en el ámbito de un discurso crítico acerca de la época presente y la caducidad de la modernidad que la sostiene.

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Señalo brevemente el sentido de esta preocupación por lo barroco. Puede decirse que cada vez es menos imprecisa la captación que tenemos de las dimensiones reales de la crisis de nuestro tiempo. La imagen gigantomáquica de hace un siglo, que la representaba más bien como la decadencia indetenible de lo humano en general -cuyos “valores últimos” coincidían curiosamente con unos cuantos, bautizados como “occidentales”-, puede ser vista ahora como un fruto más del pathos reaccionario y paranoide de la burguesía aristocratizada de ese momento histórico, sometida a las amenazas de la “plebe socialista”.

No obstante, la profundidad y la duración de la misma tampoco parecen ser solamente las que corresponderían a la crisis pasajera, de renovación o innovación, que afectaría a un aspecto particular de la existencia social, incluso teniendo en cuenta las repercusiones que tendría en la totalidad de la misma.

Resulta ya evidente que no es sólo lo económico, lo social, lo político o lo cultural, o una determinada combinación de ellos, lo que no alcanza a recomponerse de manera más o menos viable y duradera desde hace ya más de cien años.

El modo como las distintas crisis se imbrican, se sustituyen y complementan entre sí parece indicar que la cuestión está en un plano más radical; habla de una crisis que estaría en la base de todas ellas: una crisis civilizatoria.

Poco a poco, y de manera indudable desde el siglo XVIII, se ha vuelto imposible separar los rasgos propios de la vida civilizada en general de los que corresponden particularmente a la vida moderna. La presencia de estos últimos parece, si no agotar, sí constituir una parte sustancial de las condiciones de posibilidad de los primeros.

La modernidad, que fue una modalidad de la civilización humana, por la que ésta optó en un determinado momento de su historia, ha dejado de ser sólo eso, una modificación en principio reversible de ella, y ha pasado a formar parte de su esencia. Sin modernidad, la civilización en cuanto tal se ha vuelto ya inconsistente.

Cuando hablamos de crisis civilizatoria nos referimos justamente a la crisis del proyecto de modernidad que se impuso en este proceso de modernización de la civilización humana: el proyecto capitalista en su versión puritana y noreuropea, que se fue afirmando y afinando lentamente al prevalecer sobre otros alternativos y que domina actualmente, convertido en un esquema operativo capaz de adaptarse a cualquier sustancia cultural y dueño de una vigencia y una efectividad históricas aparentemente incuestionables.

La crisis de la civilización que se ha diseñado según el proyecto capitalista de modernidad lleva más de cien años.

Como dice Walter Benjamin, en 1867, “antes del desmoronamiento de los monumentos de la burguesía”, mientras “la fantasmagoría de la cultura capitalista alcanzaba su despliegue más luminoso en la Exposición Universal de París”, era ya posible “reconocerlos en calidad de ruinas”.

Y se trata sin duda de una crisis porque, en primer lugar, la civilización de la modernidad capitalista no puede desarrollarse sin volverse en contra del fundamento que la puso en pie y la sostiene —es decir, la del trabajo humano que busca la abundancia de bienes mediante el tratamiento técnico de la naturaleza-, y porque, en segundo lugar, empeñada en eludir tal destino, exacerba justamente esa reversión que le hace perder su razón de ser.

Época de genocidios y ecocidios inauditos – que , en lugar de satisfacer las necesidades humanas, las elimina, y, en lugar de potenciar la productividad natural, la aniquila-, el siglo XX pudo pasar por alto la radicalidad de esta crisis debido a que ha sido también el siglo del llamado “socialismo real”, con su pretensión de haber iniciado el desarrollo de una civilización diferente de la establecida.

Se necesitó del derrumbe de la Unión Soviética y los estados que dependían de ella para que se hiciera evidente que el sistema social impuesto en ellos no había representado ninguna alternativa revolucionaria al proyecto de civilización del capital: que el capitalismo de estado no había pasado de ser una caricatura cruel del capitalismo liberal.

¿Es en realidad posible? Débiles son los indicios de que la modernidad que predomina actualmente no es un destino ineluctable – un programa que debemos cumplir hasta el final, hasta el nada improbable escenario apocalíptico de un retorno a la barbarie en medio de la destrucción del planeta-, pero no es posible pasarlos por alto.

Es un hecho innegable que el dominio de la modernidad establecida no es absoluto ni uniforme; y lo es también que ella misma no es una realidad monolítica, sino que está compuesta de un sinnúmero de versiones diferentes de sí misma -versiones que fueron vencidas y dominadas por una de ellas en el pasado, pero que, reprimidas y subordinadas, no dejan de estar activas en el presente.

Nuestro interés en indagar la consistencia social y la vigencia histórica de un ethos barroco se presenta así a partir de una preocupación por la crisis civilizatoria contemporánea y obedece al deseo, aleccionado ya por la experiencia, de pensar en una modernidad  poscapitalista como una utopía alcanzable.

Si el barroquismo en el comportamiento social y en el arte tiene sus raíces en un ethos barroco y si éste se corresponde efectivamente con una de las modernidades capitalistas que antecedieron a la actual y que perviven en ella, puede pensarse entonces que la autoafirmación excluyente del capitalismo realista y puritano que domina en la modernidad actual es deleznable, e inferirse también, indirectamente, que no es verdad que no sea posible imaginar como realizable una modernidad cuya estructura no esté armada en torno al dispositivo capitalista de la producción, la circulación y el consumo de la riqueza social.

La concepción de Max Weber según la cual habría una correspondencia biúnica entre el “espíritu del capitalismo” y la “ética protestante”, asociada a la suposición de que es imposible una modernidad que no sea capitalista, aporta argumentos a la convicción de que la única forma imaginable de poner un orden en el revolucionamiento moderno de las fuerzas productivas de la sociedad humana es justamente la que se esboza en torno a esa “ética protestante”. La idea de un ethos barroco aparece dentro de un intento de respuesta a la insatisfacción teórica que despierta esa convicción en toda mirada crítica sobre la civilización contemporánea.

El encuentro del “espíritu del capitalismo”, visto como la pura demanda de un comportamiento humano estructuralmente ambicioso, racionalizador y progresista, con la ética protestante (en su versión puritana calvinista), vista como la pura oferta de una técnica de comportamiento individual en torno a una autorrepresión productivista y una autosatisfacción sublimada, es claramente una condición necesaria de la organización de la vida civilizada en torno a la acumulación del capital.

Pero no cabe duda que el espíritu del capitalismo rebasa su propia presencia en la sola figura de esa demanda, así como es evidente que vivir en y con el capitalismo puede ser algo más que vivir por y para él.  

E1 término ethos tiene la ventaja de su ambigüedad o doble sentido; invita a combinar, en la significación básica de “morada o abrigo”, lo que en ella se refiere a “refugio”, a recurso defensivo o pasivo, con lo que en ella se refiere a “arma”, a recurso ofensivo o activo. Conjunta el concepto de “uso, costumbre o comportamiento automático” – una presencia del mundo en nosotros, que nos protege de la necesidad de descifrarlo a cada paso- con el concepto de “carácter, personalidad individual o modo de ser” – una presencia de nosotros en el mundo, que lo obliga a tratarnos de una cierta manera. Ubicado lo mismo en el objeto que en el sujeto, el comportamiento social estructural al que podemos llamar ethos histórico puede ser visto como todo un principio de construcción del mundo de la vida.

Es un comportamiento que intenta hacer vivible lo invivible; uina especie de actualización de una estrategia destinada a disolver, ya que no a solucionar, una determinada forma específica de la contradicción constitutiva de la condición humana: la que le viene de ser siempre la forma de una sustancia previa o “inferior” (en última instancia animal), que al posibilitarle su expresión debe sin embargo reprimirla.

¿Qué contradicción es necesario disolver específicamente en la época moderna? ¿De qué hay que “refugiarse”, contra qué hay que “armarse” en la modernidad? No hay cómo intentar una respuesta a esta pregunta sin consultar una de las primeras obras que critican esta modernidad (aunque encabece el Index librorum prohibitorum neoliberal y posmoderno): El capital, de Marx.

La vida práctica en la modernidad realmente existente debe desenvolverse en un mundo cuya norma objetiva se encuentra estructurada en torno de una presencia dominante, la de la realidad o el hecho capitalista. Se trata, en esencia, de un hecho que es una contradicción, de una realidad que es un conflicto permanente entre las tendencias contrapuestas de dos dinámicas simultáneas, constitutivas de la vida social: la de ésta en tanto que es un proceso de trabajo y de disfrute referido a valores de uso, por un lado, y la de la reproducción de su riqueza, en tanto que es un proceso de “valorización del valor abstracto” o acumulación de capital, por otro. Se trata, por lo demás, de un conflicto en el que, una y otra vez y sin descanso, la primera es sacrificada a la segunda y sometida a ella.

La realidad capitalista es un hecho histórico inevitable, del que no es posible escapar y que por tanto debe ser integrado en la construcción espontánea del mundo de la vida; que debe ser convertido en una segunda naturaleza por el ethos que asegura la “armonía” indispensable de la existencia cotidiana.

Cuatro serían así, en principio, las diferentes posibilidades que se ofrecen de vivir el mundo dentro del capitalismo; cada una de ellas implicaría una actitud peculiar – sea de reconocimiento o de desconocimiento, sea de distanciamiento o de participación- ante el hecho contradictorio que caracteriza a la realidad capitalista.

Una primera manera de convertir en inmediato y espontáneo el hecho  capitalista es la del comportamiento que se desenvuelve dentro de una actitud de identificación afirmativa y militante con la pretensión de creatividad que tiene la acumulación del capital; con la pretensión de ésta no sólo de representar fielmente los intereses del proceso “social-natural” de reproducción -intereses que en verdad-reprime y deforma – , sino de estar al servicio de la potenciación cuantitativa y cualitativa del mismo. Valorización del valor y desarrollo de las fuerzas productivas serían, dentro de este comportamiento espontáneo, más que dos dinámicas coincidentes, una y la misma, unitaria e indivisible. A este ethos elemental lo podemos llamar realista por su carácter afirmativo no sólo de la eficacia y la bondad insuperables del mundo establecido o ” realmente existente”, sino, sobre todo, de la imposibilidad de un mundo alternativo.

Un segundo modo de naturalizar lo capitalista, igual de militante que el anterior pero completamente contrapuesto a él, implica también la confusión de los dos términos, pero no dentro de una afirmación del valor sino justamente del valor de uso. En él, la “valorización” aparece plenamente reductible a la “forma natural”. Resultado del “espíritu de empresa” la valorización misma no sería otra cosa que una  variante de la realización de la forma natural, puesto que este “espíritu” sería, a su vez, una de las figuras o sujetos que hacen de la historia una aventura permanente, lo mismo en el plano de lo humano individual que en el de lo humano colectivo. Mutación probablemente perversa, esta metamorfosis del “mundo bueno” o “natural” en “infierno” capitalista no dejaría de ser un “momento ” del “milagro” que es en sí misma la Creación. Esta peculiar manera de vivir con el capitalismo, que se afirma en la medida en que lo transfigura en su contrario, es propia del ethos romántico.

Vivir la espontaneidad de la realidad capitalista como el resultado de una necesidad trascendente, es decir, como un hecho cuyos rasgos rasgos detestables se compensan en última instancia con la positividad de la existencia efectiva, la misma que está más allá del margen de acción v de valoración que corresponde a lo humano; ésta es la tercera manera de hacerlo. Es la manera del ethos clásico: distanciada, no comprometida en contra de un designio negativo percibido como inapelable, sino comprensiva y constructiva dentro del cumplimiento trágico de la marcha de las cosas.

La cuarta manera de interiorizar el capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana es la del ethos que quisiéramos llamar barroco. Tan distanciada como la clásica ante la necesidad trascendente del hecho capitalista, no lo acepta, sin embargo, ni se suma a él sino que lo mantiene siempre como inaceptable y ajeno. Se trata de una afirmación de la “forma natural” del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como va vencida y enterrada por la acción devastadora del capital. Que pretende restablecer las cualidades de la riqueza concreta re-inventándolas informal o furtivamente como cualidades de “segundo grado”.

La idea que Bataille tenía del erotismo, cuando decía que es la “aprobación de la vida (el caos) aun dentro de la muerte (el cosmos)”, puede ser trasladada, sin exceso de violencia (o tal vez, incluso, con toda propiedad), a la definición del ethos barroco. Es barroca la manera de ser moderno que permite vivir la destrucción de lo cualitativo, producida por el productivismo capitalista, al convertirla en el acceso a la creación de otra dimensión, retadoramente imaginaria, de lo cualitativo.

El ethos barroco no borra, como lo hace el realista, la contradicción propia del mundo de la vida en la modernidad capitalista, y tampoco la niega, como lo hace el romántico; la reconoce como inevitable, a la manera del clásico, pero, a diferencia de éste, se resiste a aceptarla, pretende convertir en ” bueno” el “lado malo” por el que, según Hegel,  avanza la historia.

Provenientes de distintas épocas de la modernidad, es decir, referidas a distintos impulsos sucesivos del capitalismo – el mediterráneo, el nórdico, el occidental y el centroeuropeo – , las distintas versiones del ethos moderno configuran la vida social contemporánea desde diferentes estratos “arqueológicos” o de decantación histórica. Cada uno ha tenido su propia manera de actuar sobre la sociedad y una dimensión preferente de la misma desde donde ha expandido su acción.

Definitiva y generalizada habrá sido así, por ejemplo, la primera impronta, la de “lo barroco”, en la tendencia de la civilización moderna a revitalizar una y otra vez el código de la tradición occidental europea después de cada nueva oleada destructiva proveniente del desarrollo capitalista. Como lo será igualmente la última impronta, la “romántica”, en la tendencia de la política moderna a tratar las formas concretas de la socialidad humana en calidad de materia maleable por la iniciativa de los grandes actos de voluntad, individuales o colectivos.

Cabe añadir, por lo demás, que ninguna de estas cuatro estrategias civilizatorias elementales que ofrece la modernidad capitalista puede darse efectivamente de manera aislada y menos aún exclusiva. Cada una aparece siempre combinada con las otras, de manera diferente según las circunstancias, en la vida efectiva de las distintas “construcciones de mundo” histórico de la época moderna.

Lo que sucede es que aquel ethos que ha llegado a desempeñar el papel dominante en esa composición, el ethos realista, es el que organiza su propia combinación con los otros y los obliga a traducirse a él para hacerse manifiestos. Sólo en este sentido relativo se podría hablar de la modernidad capitalista como un esquema civilizatorio que requiere e impone el uso de la “ética protestante”, es decir, de aquella que parte de la mitificación cristiana del ethos realista para traducir las demandas de la productividad capitalista –  concentradas en la exigencia de sacrificar el ahora del valor de uso en provecho del mañana de la valorización del valor mercantil – al plano de la técnica de autodisciplinamiento individual.

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¿Qué justifica que empleemos el término “barroco” para nombrar  el cuarto ethos característico de la modernidad capitalista?

Si uno considera los usos que se le han dado al adjetivo “barroco”, desde el siglo XVIII, para calificar todo el conjunto de “estilos” artísticos y literarios posrenacentistas -incluido el manierismo – y también, por extensión, todo un conjunto de comportamientos, de modos de ser y actuar del siglo XVII, se llega a una encrucijada semántica en la que llegan a coincidir tres conjuntos de adjetivación diferentes, todos ellos de intención peyorativa[1].

“Barroco” ha querido decir:                                                                           a] ornamentalista, en el sentido de falso (“berrueco”), histriónico, efectista, superficial, inmediatista, sensualista, etcétera;                              b] extravagante {“bizarre”), tanto en el sentido de: rebuscado o retorcido[2],- artificioso, exagerado-como en el de recargado, redundado, exuberante, (tropical) y                                                                c) ritualista o ceremonial, en el sentido de prescriptivo, tendencioso, formalista, esotérico (“asfixiante”).

El primer conjunto de adjetivos subraya el aspecto improductivo o irresponsable respecto de la función del arte; el segundo su lado transgresor o de-formador respecto de una forma “clásica”, y el tercero su tendencia represora de la libertad creativa.

Ahora bien, la pregunta por la validez de estos juicios sobre el arte barroco – q u e , pese a los importantes intentos teóricos del siglo XX por problematizarlo y definirlo, siguen siendo dominantes en la opinión pública- se topa en seguida con el hecho de que son justamente otras propuestas modernas de forma artística, concurrentes con la forma barroca y cerradas por tanto a su especificidad, las que exhiben en ellos, cada cual a su manera, su percepción de lo barroco.

En efecto, sólo en comparación con una forma que se entiende a sí misma como reproducción de la imagen verdadera o realista del mundo, la forma barroca puede resultar escapista, puramente imaginativa, ociosa, insuficiente e insignificante – su predilección exagerada, en la pintura, por ejemplo, por el tenebrismo cromático, la representación en trompe lœil, el tremendismo temático, etcétera, no sería otra cosa que una claudicación estética en busca de un efecto inmediatista sobre el espectador. Sólo desde una perspectiva formal para la que esa imagen del mundo ya existe y es irrebasable, el arte barroco – con su abuso en el retorcimiento de las formas antiguas (la columna “salomónica”) y en la ocupación del espacio como lugar de representación (altares y capillas sobrecargados de imágenes), por ejemplo – puede aparecer como una monstruosidad o de-formación irresponsable e innecesaria.[3]

Sólo respecto de la convicción creacionista del artista moderno, el juego barroco con la prescriptiva-por ejemplo, en la música, el ocultamiento del sentido dramático en la técnica del juego ornamental (Gorelli) o la transgresión de la jerarquización canónica del mismo (Vivaldi)- puede ser visto como adverso a la espontaneidad del arte como emanación libre del espíritu.

Se trata, así, por debajo de esos tres conjuntos de calificativos que ha recibido el arte posrenacentista, de tres definiciones que dicen más acerca del lugar teórico desde el que se lo define que acerca de lo propiamente barroco, manierista, etcétera.

Son definiciones que sólo indirectamente nos permiten apreciar en qué puede consistir lo barroco.

¿En qué consiste lo barroco? Varias han sido durante este siglo las claves de inteligibilidad que la teoría y la historia de la cultura y el arte han propuesto para construir una imagen conceptual coherente a partir del magma de hechos, cualidades, rasgos y modos de comportamiento considerados característicamente barrocos. Como es usual, al proponer su principio de sintetización de este panorama inasible, todas ellas ponen primero en juego distintas perspectivas de abordaje del mismo, las combinan de diferente manera y enfatizan algunas de ellas.

Tienen en cuenta, por ejemplo:

a] el modo en que se inscribe a sí mismo, en tanto que es una donación de forma, dentro del juego espontáneo o natural de las formas y dentro del sistema de formas que prevalece tradicionalmente;                                                                                             b] la elección que hace de una figura particular para el conjunto de posibilidades de donación de forma, es decir, la amplitud, la consistencia y la jerarquización que él propone para su propio “sistema de las artes”;

c] el tipo de relación que establece con la densidad mítica del lenguaje y con la densidad ritual de la acción;                                                 d] el tipo de relación que establece entre los contenidos lingüísticos y las formas lingüísticas y no lingüísticas; etcétera.

Para responder a la pregunta acerca de alguna homología entre el arte barroco y la cuarta modalidad del ethos moderno que permita extender a ésta el apelativo del primero, resulta suficiente tener en cuenta lo barroco tal como se presenta en la primera de estas perspectivas de abordaje. Esta es, por lo demás, la que explora el plano en el que él mismo decidió afirmar su especificidad, es decir, su fidelidad a los cánones clásicos, más allá de la fatiga posrenacentista que los aquejaba.

El barroco parece constituido por una voluntad de forma que está atrapada entre dos tendencias contrapuestas respecto del conjunto  de posibilidades clásicas, es decir, “naturales” o espontáneas, de dar forma a la vida – la del desencanto, por un lado, y la de la afirmación del mismo como insuperable- y que está además empeñada en el esfuerzo trágico, incluso absurdo, de conciliarlas mediante un replanteamiento de ese conjunto a la vez como diferente y como idéntico a sí mismo. La técnica barroca de conformación del material parte de un respeto incondicional del canon clásico o tradicional – entendiendo “canon ” más como un “principio generador de formas” que como un simple conjunto de reglas-, se desencanta por las insuficiencias del mismo frente a la nueva sustancia vital a la que debe formar y apuesta a la posibilidad de que la retroacción de ésta sobre él sea la que restaure su vigencia; de que lo antiguo se reencuentre justamente en su contrario, en lo moderno.

Ya en el último tramo del siglo XVI las experiencias históricamente inéditas que el nuevo mundo de la vida impone al individuo concreto son un contenido al que las posibilidades de expresión tradicionales le resultan estrechas. El canon clásico está en agonía. Es imposible dejar de percibir este hecho y negarse a cuestionarlo: hay que matarlo o que revivirlo. El arte posrenacentista permanece  suspendido entre lo uno y lo otro. Sintetiza el rechazo y la fidelidad al modo tradicional de tratar el objeto como material conformable. Pero mientras el hermano gemelo del barroco, el manierismo, hace de la fidelidad un pretexto del cuestionamiento, él en cambio hace de éste un instrumento de la fidelidad.

El arte barroco, dice Adorno, es una ”decorazione assoluta ; una decorazione que se ha emancipado de todo servicio como tal, que ha dejado de ser medio y se ha convertido ella misma en fin: que “ha desarrollado su propia ley formal”. En efecto, el arte de la ornamentación propio del barroco, es decir, el proceso de reverberación al que somete las formas, acosándolas insistentemente desde todos los ángulos imaginables, tiene su propia intención: retro-traer el canon al momento dramático de su gestación; intención que se cumple cuando el swinging de las formas culmina en la invención de una mise-en-scène capaz de re-dramatizarlas. La teatralidad esencial del barroco tiene su secreto en la doble necesidad de poner a prueba y al mismo tiempo revitalizar la validez del canon clásico.

El comportamiento artístico barroco se desdobla, en verdad, en dos pasos diferentes, de sentido contrario, y además -paradójicamente- simultáneos. Los innumerables métodos y procedimientos que se inventa para llevar las formas creadas por él a un estado de intensa fibrilación – los mismos que producen aquella apariencia rebuscada, ornamentalista y formalista que lo distingue- están encaminados a despertar en el canon grecolatino una dramaticidad originaria que supone dormida en él. Es la desesperación ante el agotamiento de este canon, que para él constituye la única fuente posible de sentido objetivo, la que lo lleva a someterlo a todo ese juego de paradojas y cuadraturas del círculo, de enfrentamientos y conciliaciones de contrarios, de confusión de planos de representación y de permutación de vías y de funciones semióticas, tan característicamente suyo.

Se trata de todo un sistema de pruebas o “tentaciones”, destinado a restaurar en el canon una vitalidad sin la cual la suya propia, como actividad que tiene que ver obsesivamente con lo que el mundo tiene de forma, carecería de sustento. Su exigencia introduce sin embargo una modificación significativa, aporta un sesgo propio. Su trabajo no es ya sólo con el canon y mediante él, sino a través y sobre él; un trabajo que sólo es capaz de despertar la dramaticidad clásica en la medida en que él mismo, en un segundo nivel, le pone una dramaticidad propia. El arte barroco encuentra así lo que buscaba: la necesidad del canon tradicional, pero confundida con la suya, contingente, que él pone de su parte y que incluso es tal vez la única que existe realmente. Puede decirse, por ello, que el comportamiento barroco parte de la desesperación y termina en el vértigo: en la experiencia de que la plenitud que él buscaba para sacar de ella su riqueza no está llena de otra cosa que de los frutos de su propio vacío.

Combinación conflictiva de conservadurismo e inconformidad, respeto al ser y al mismo tiempo conato nadificante, el comportamiento barroco encierra una reafirmación del fundamento de toda la consistencia del mundo, pero una reafirmación que, paradójicamente, al cumplirse, se descubre fundante de ese fundamento, es decir, fundada y sin embargo confirmada en su propia inconsistencia.

Pensamos que el arte barroco puede prestarle su nombre a este ethos porque, como él – que acepta lo insuperable del principio formal del pasado, que, al emplearlo sobre la sustancia nueva para expresar su novedad, intenta despertar la vitalidad del gesto petrificado en él (la fuente de su incuestionabilidad) y que al hacerlo termina por poner  en lugar de esa vitalidad la suya propia-, éste también resulta de una estrategia de afirmación de la corporeidad concreta del valor de uso que termina en una reconstrucción de la misma en un segundo nivel; una estrategia que acepta las leyes de la circulación mercantil, a las que esa corporeidad se sacrifica, pero que lo hace al mismo tiempo que se inconforma con ellas y las somete a un juego de transgresiones que las refuncionaliza.

Descrita de esta manera, la homología entre la voluntad de forma artística barroca y su actitud frente al horizonte establecido de posibilidades de estetización, por un lado, y el ethos que caracteriza a uno de los distintos tipos históricos de modernidad que hemos mencionado , por otro, apunta hacia algo más que un simple parecido casual y exterior entre ambos. Indica que lo barroco en el arte es el modo en que el ethos barroco se hace presente, como una propuesta entre otras – sin duda la más exitosa-, en el proceso necesario de estetización de la vida cotidiana que la sociedad europea, especialmente la meridional, lleva a cabo espontáneamente durante el siglo XVII. En este caso, como en el de las demás modalidades del ethos moderno, el modo artístico de presencia del ethos es esencialmente claro y desarrollado, dado que justamente – c coincidentemente- es asunto del arte la puesta en evidencia del ethos de una  sociedad y de una época.

4

Sin ser exclusivo de una tradición o una época particulares de la historia moderna ni pertenecer a ellos “por naturaleza”, el ethos barroco, como los demás, se genera y desarrolla a partir de ciertas circunstancias (que sólo se reúnen de manera desigual en los distintos lugares y momentos sociales de esa historia. Son circunstancias cuyo conjunto es diferente en cada situación singular pero que parecen organizarse siempre en torno a un drama histórico cuya peculiaridad reside en que está determinado por un estado de empate e interdependencia entre dos propuestas antagónicas de forma para un mismo objeto: una, progresista y ofensiva, que domina sobre otra, conservadora y defensiva, a la que sin embargo no puede eliminar y sustituir y en la que debe buscar ayuda ante las exigencias del objeto, que la desbordan. Estado de desfallecimiento de la forma vencedora —de triunfo y debilidad-, por un lado, y de resistencia de la forma vencida – de derrota y fortaleza-, por otro.

Pensamos que pocas historias particulares pueden ofrecer un panorama mejor para el estudio del ethos barroco que la historia de la cultura en la España americana de los siglos XVII y XVIII o lo que se ha reproducido de ella en los países de la América Latina.

Esto por dos razones convergentes: primero, porque no ha habido tal vez ninguna otra situación histórica como la de las sociedades constituidas sobre la destrucción y la conquista ibérica (católica) de las culturas indígenas y africanas en la que la modalidad barroca del ethos moderno haya tenido mayores y más insistentes oportunidades de prevalecer sobre las otras y, segundo, porque el largo predominio, primero central y abierto y después marginal y subterráneo, de este ethos en dichas sociedades ha permitido que su capacidad de inspirar la creación de formas se efectuara allí de manera más amplia y más profunda.

La propuesta específicamente barroca para vivir la modernidad se opone  a las otras que han predominado en la historia dominante; es sin duda una alternativa junto a ellas, pero tampoco ella se salva de ser una propuesta específica para vivir en y con el capitalismo. El ethos barroco no puede ser otra cosa que un principio de ordenamiento del mundo de la vida. Puede ser una plataforma de salida en la puesta en juego con que la vida concreta de las sociedades afirma su singularidad cultural planteándola al mismo tiempo como absoluta y como evanescente; pero no el núcleo de ninguna “identidad”, si se entiende ésta c o m o una inercia del comportamiento de una comunidad – ” América Latina”, en este caso—que se hubiese condensado en la historia hasta el grado de constituir una especie de molde peculiar con el que se hacen exclusivamente los miembros de la misma.

Sustantivar la singularidad de los latinoamericanos, folclorizándolos alegremente como “barrocos”, “realistas mágicos”, etcétera, es invitarlos a asumir, y además con cierto dudoso orgullo, los mismos viejos calificativos que el discurso proveniente de las otras modalidades del ethos moderno ha empleado desde siempre para relegar el ethos barroco al no-mundo de la pre-modernidad y para cubrir así el trabajo de integración, deformación y refuncionalización de sus peculiaridades con el que esas modalidades se han impuesto sobre el barroco.

Tal vez la sorprendente escasez relativa de estudios históricos sobre el siglo XVII americano se deba a que es un “siglo perdido”, si se lo juzga en referencia a su aporte a “la construcción del presente”, una vez que se ha reducido el presente exclusivamente a lo que en él predomina y reluce. La peculiaridad y la importancia de este siglo sólo aparecen en verdad cuando, siguiendo el consejo de Benjamin, el historiador vuelve sobre la continuidad histórica que ha conducido al presente, pero revisándola “a contrapelo”.

El siglo XVII americano, obstruido torpemente en su desarrollo desde los años treinta del siglo XVIII por la conversión “despótica ilustrada” de la España americana en colonia ibérica, y clausurado definitivamente, de manera igualmente despótica aunque menos ilustrada, con la destrucción de las Reducciones Guaraníes y la cancelación de la política jesuíta después del Tratado de Madrid (1750), no sólo es un siglo largo, de más de ciento cincuenta años, sino que todo parece indicar que en él tuvo lugar nada menos que la constitución, el ascenso y el fracaso de todo un mundo histórico peculiar.  Un mundo histórico que existió conectado con el

intento de la Iglesia Católica de construir una modernidad propia, religiosa, que girara en torno a la revitalización de la fe -planteado como alternativa a la modernidad individualista abstracta, que giraba en torno a la vitalidad del capital-, y que debió dejar de existir cuando ese intento se reveló como una utopía irrealizable.

Parece ser que, furtivamente – como surgen las alternativas discontinuas de las que está hecho el progreso histórico, desde los años treinta del siglo XVII, y al amparo de las inoperantes prohibiciones imperiales, se fue formando en la España americana el esbozo de un orbe económico, de una vida económica de coherencia autónoma o una “economía- mundo” (como la llama Braudel), que se extendía, con una presencia de mayor o menor densidad, desde el norte de México hasta el Alto Perú, articulada en semicírculos que iban concentrándose en dirección al “Mediterráneo americano”, entre Veracruz y Maracaibo, desde donde se conectaba, mucho menos de bando que de contrabando, a través del Atlántico, con el mercado mundial y la economía dominante. Se trata de un orbe económico “informal”, fácilmente delectable en general en los documentos oficiales, pero sumamente difícil de atrapar en el detalle clandestino; un orbe económico cuya presencia sólo puede entenderse como resultado de la realización de ese “proyecto histórico” espontáneo de construcción civilizatoria al que se suele denominar “criollo”, aplicándole el nombre de la clase social que ha protagonizado tal realización, pero que parece definirse sobre todo por el hecho de ser un proyecto de creación de “otra E u r o p a , fuera de E u r o p a “ : de re-constitución y  no sólo de continuación o prolongación – de la civilización europea en América, sobre la base del mestizaje de las formas propias de ésta con los esbozos de forma de las civilizaciones “naturales”, indígena  y africana, que alcanzaron a salvarse de la destrucción.

 

Todo parece indicar que a comienzos del siglo XVII los territorios sobre los que se asentaba la. España americana eran el escenario de dos épocas históricas diferentes; que, sobre ellos, sus habitantes eran protagonistas de dos dramas a la vez: uno que ya declinaba y se desdibujaba, y otro que apenas comenzaba y se esbozaba. En efecto, si se considera el contenido cualitativo de tres recomposiciones de hecho que los investigadores observan en la demografía, en la actividad comercial y en la explotación del trabajo durante los cuarenta años que van de 1595 a 1635, resulta la impresión ineludible de que, entre el principio y el fin de los comportamientos considerados, el sujeto de los mismos ha pasado por una metamorfosis esencial.

La curva indicativa del aspecto cuantitativo global de la demografía alcanza su punto más bajo a la vuelta del siglo, se mantiene allí, inestable, por unos dos decenios y sólo muestra un ascenso sustancial y sostenido a partir de 1630.

Pero mientras la línea que descendía representaba a una población compuesta predominantemente de indígenas puros y de africanos y peninsulares recién llegados, la línea que asciende está allí por una composición demográfica diferente, en la que predomina abrumadoramente la población originada en el mestizaje: criolla, chola y mulata – con todas aquellas variantes que: la “pintura de castas” volverá “pintorescas” un siglo más tarde, cuando deba ofrecerlas, junto a los frutos de la tierra, a la consideración del despotismo ilustrado-.

También la curva indicativa de la actividad comercial e indirectamente de la vitalidad económica traduce una realidad al principio y otra diferente al final. La línea descendente retrata en cantidades el tráfico ultramarino de minerales y esclavos, mientras que la ascendente lo hace con el tráfico americano de manufacturas y productos agropecuarios. Y lo mismo ocurre con el restablecimiento de la explotación del trabajo: una cosa es lo que decae al principio, el régimen de la encomienda, propio de un feudalismo modernizado, que asegura con dispositivos mercantiles un sometimiento servil del explotado al explotador, y otra diferente lo que se fortalece al final, la realidad de la hacienda, propia de una modernidad afeudalada, que burla la igualdad mercantil de propietarios y trabajadores mediante recursos de violencia extraeconómica como los que sometieron a los siervos de la Edad Media europea.

La continuidad histórica no se da a pesar de la discontinuidad de los procesos que se suceden en el tiempo, sino, por el contrario, en virtud y a través de ella. En el caso de la primera mitad del siglo XVII americano, la manera especial en que toma cuerpo o encara a la experiencia de este hecho paradójico propicia el predominio del ethos barroco en la constitución del mundo de la vida.

Para entonces, un drama histórico había llegado a su fin, se había quedado sin actores antes de agotar su argumento: el drama del gran siglo de la conquista y la evangelización, en el que la afiebrada construcción de una sociedad utópica- cuyo sincretismo debía mejorar por igual a sus dos componentes, los cristianos y los paganos- intentó desesperadamente compensar la destrucción efectiva de un mundo entero, que se cumplía junto a ella.

Los personajes (secundarios) que quedaban abandonados en medio del desvanecimiento de este drama épico sin precedentes no llegaron a caer en la perplejidad. Antes de que él los desocupara ya otro los tenía involucrados y les otorgaba protagonismo. Era el drama del siglo XVII: el mestizaje civilizatorio y cultural.

El mestizaje, el modo de vida natural de las culturas, no parece estar cómodo ni en la figura química (yuxtaposición de cualidades) ni en la biológica (cruce o combinatoria de cualidades), a través de las que se lo suele pensar. Todo indica que se trata más bien de un proceso semiótico al que bien se podría denominar “codigofagia”. Las subcodificaciones o configuraciones singulares y concretas del código de lo humano no parecen tener otra manera de coexistir entre sí que no sea la del devorarse las unas a las otras; la del golpear destructivamente en el centro de simbolización constitutivo de la que tienen enfrente y apropiarse e integrar en sí, sometiéndose a sí mismas a una alteración esencial, los restos aún vivos que quedan de ella después.

Difícilmente se puede imaginar una extrañeza mayor entre dos “elecciones civilizatorias” básicas que la que estaba dada entre la configuración cultural europea y la americana.

Fundada seguramente en los tiempos de la primera bifurcación de la historia, de las primeras separaciones “occidentales” respecto del acontecer histórico central, el “oriental”, la extrañeza entre españoles e indios – a despecho de las ilusiones de los evangelizadores renacentistas- era radical, no reconocía terrenos homogéneos ni puentes de ninguna clase que pudieran unificarlos. Temporalidad y espacialidad eran dimensiones del mundo de la vida definidas en un caso y en otro no sólo de manera diferente, sino contrapuesta.

Los límites entre lo mineral, lo animal y lo humano estaban trazados por uno y por otro en zonas que no coincidían ni lejanamente. La tierra, por ejemplo, para los unos, era para que el arado la roturara; para los otros, en cambio, para que la coa la penetrara. Resulta así comprensible que, tanto para los españoles como para los indios, convivir con el otro haya sido lo mismo que ejercer, aunque fuera contra su voluntad, un boicot completo y constante sobre él.

El apartheid – la arcaica estrategia de convivencia intercomunitaria que se refuncionaliza en la situación colonial moderna habría tenido en la España americana el mismo fundamento que en Asia o en África, de no haber sido por las condiciones muy especiales en las que se encontraba la población de los dominadores españoles, las mismas que le abrieron la posibilidad de aceptar una relación de interioridad o reciprocidad con los pueblos “naturales” (indígenas y africanos) en América.

La posibilidad explorada por el siglo XVI, la de que la España americana se construyera a modo de una prolongación de la España europea, se había clausurado. Los españoles americanos debían aceptar que habían sido abandonados por la madre patria; que ésta había perdido todo interés esencial (económico) en su extensión trasatlántica y había dejado que el cordón que la unía con ella se debilitara hasta la insignificancia. El esquema civilizatorio europeo  no podía completar su ciclo de reproducción en América, que incluía una fase esencial de retroalimentación mediante el contacto orgánico y permanente con la metrópoli. Vencedor  sobre la civilización americana, de la que no había dejado otra cosa que restos inconexos y agonizantes, el enclave americano de la civilización europea amenazaba con extinguirse, agobiado por una tarea que él no podía cumplir por sí solo. El caso de la tecnología europea -simplificada en su trastierre americano – es ilustrativo; puesta al servicio de una producción diseñada para validarse en el mercado, a la que sin embargo éste, lejos de acicatear, desalentaba, era una tecnología que iba en camino de devenir cada vez más un simple gesto vacío.

Pero no sólo la civilización europea estaba en trance de extinguirse; las civilizaciones “naturales” vivían una situación igual o peor que la de ella. No estaban en capacidad de ponerse en lugar de ella y tal vez someterla, porque ellas mismas no existían ya como centros de sintetización social. Su presencia como totalizaciones político-religiosas había sido aniquilada; de ellas sólo permanecía una infinidad de destellos culturales desarticulados, que además dependían de la vigencia de las instituciones político-religiosas europeas para mantenerse en vida.

En estas condiciones, la estrategia del apartheid tenía sin

duda unas consecuencias inmediatamente suicidas, que, primero los “naturales” y enseguida los españoles, percibieron con toda claridad en la vida práctica. Si unos y otros se juntaron en el rechazo de la misma fue porque los unió la voluntad de civilización, el miedo ante el peligro de la barbarie.

Inadecuado y desgastado, el esquema civilizatorio europeo era de todos modos el único que sobrevivía en la organización de la vida cotidiana. El otro, el que fue vencido por él en la dimensión productivista de la existencia social, pese a no haber sido aniquilado ni sustituido, no estaba ya en condiciones de disputarle esa supremacía; debió no sólo aceptarlo como única garantía de una vida social civilizada, sino ir en su ayuda, confundiéndose con él y reconstituyéndolo, con el fin de mantener  su vigencia amenazada.

El mestizaje de las formas culturales apareció en la América del siglo XVIl primero como una “estrategia de supervivencia”, de vida después de la muerte, en el comportamiento de los “naturales” sometidos, es decir, de los indígenas y los africanos integrados en la existencia citadina, que desde el principio fue el modo de existencia predominante. Su resistencia, la persistencia en su modo peculiar de simbolización de lo real, para ser efectiva, se vio obligada a trascender el nivel inicial en el que había tenido lugar la derrota y a jugarse en un segundo plano: debía pasar no sólo por la aceptación, sino por la defensa de la construcción de mundo traída por los dominadores, incluso sin contar con la colaboración de éstos y aun en su contra.

Veamos un ejemplo, que nos permitirá a la vez establecer por fin la conexión entre el mestizaje cultural en la España americana y el ethos barroco. Puede decirse que las circunstancias del apartheid llevan necesariamente a que el uso cotidiano del código comunicativo convierta en tabú el uso directo de la significación elemental que opone lo afirmativo a lo negativo, una significación cuya determinación se encuentra en el núcleo mismo de todo código, es decir, sin la cual ninguna semiosis es posible. Ello sucede porque, en tales circunstancias de ajenidad y acoso, el margen de discrepancia entre la presencia o ausencia de un atributo característico de la persona y la vigencia de su identidad – margen sin el cual ninguna relación intersubjetiva entre personas es posible- se encuentra reducido a su mínima expresión.

A tal grado la presencia del otro trae consigo una amenaza para la identidad y con ello para la existencia misma de la persona, que una y otra parecen entrar en peligro cada vez que alguno de los atributos de la primera puede ser puesto en juego, sometido a la aceptación o al rechazo en cualquiera  relación con él. La mejor relación que puede tener un miembro de la comunidad que es dueña de un territorio en el que otra comunidad es la “natural” con el miembro de esta última resulta ser la ausencia de relación, el simple pacto de no agresión.

En el caso del habla o de la actualización del código lingüístico, el uso manifiesto de la oposición “sí”/”no” – así como el de otras oposiciones en las que se prolonga ese carácter, como las oposiciones “\yo”/”tú”, “nosotros”/”vosotros”, y el de ciertos recursos sintácticos especiales- se encuentra vedado a los interlocutores en “apartheid”. Si el interlocutor subordinado responde con un “no” a un requerimiento del dominante, éste sentirá cuestionada la integridad de su propuesta de mundo, rechazada la subcodificación que identifica a su lengua, y se verá obligado a cortar de plano el contacto, a eliminar la función fática de la comunicación, que al primero, al dependiente, le resulta de vital importancia. Si quien domina la situación decide dejar de dirigirle la palabra al dominado, lo que hace es anularlo; y puede hacerlo, porque es él, con su acción y su palabra, quien tiene el poder de “encender” la vigencia del conjunto de los valores de uso.

El subordinado está compelido a la aquiescencia frente al dominador, no tiene acceso a la significación “no”. Pero el dominador tampoco es soberano; está impedido de disponer de la significación “sí” cuando va dirigida hacia el interlocutor dominado. Su aceptación de la voluntad de éste, por puntual e inofensiva que fuera, implicaría una afirmación implícita de la validez global del código del dominado, en el que dicha voluntad se articula, y ratificaría así el estado de crisis que aqueja a la validez general del suyo propio; sería lo mismo que proponer la identidad enemiga como sustituto de la propia.

En la España americana del siglo XVII son los dominados los incitadores y ejecutores primeros del proceso de codigofagia a través del cual el código de los dominadores se transforma a sí mismo en el proceso de asimilación de las ruinas en las que pervive el código destruido. Es su vida la que necesita disponer de la capacidad de negar para cumplirse en cuanto vida humana, y son ellos los que se inventan en la práctica un procedimiento para hacer que el código vigente, que les obliga a la aquiescencia, les permita sin embargo  decir “no”, afirmarse pese a todo, casi imperceptiblemente, en la línea de lo que fue su identidad.

Y la estrategia del mestizaje cultural es sin duda barroca, coincide perfectamente con el comportamiento característico del ethos barroco de la modernidad europea y con la actitud barroca del posrenacentismo frente a los cánones clásicos del arte occidental. La expresión del “no”, de la negación o contraposición a la voluntad del otro, debe seguir un camino rebuscado; tiene que construirse de manera indirecta y por inversión.

Debe hacerse mediante un juego sutil con una trama de “síes” tan complicada, que sea capaz de sobredeterminar la significación afirmativa hasta el extremo de invertirle el sentido, de convertirla en una negación. Para decir ” no ” en un mundo que excluye esta significación es necesario trabajar sobre el orden valorativo que lo sostiene: sacudirlo, cuestionarlo, despertarle la contingencia de sus fundamentos, exigirle que dé más de sí mismo y se transforme , que se traslade a un nivel superior, donde aquello que para él no debería ser otra cosa que un reino de contra-valores condenado a la aniquilación pueda “salvarse”, integrado y re-valorado por él.


[1] Los mismos adjetivos que sirvieron a unos hace un siglo para justificar la denigración del arte barroco – y de la actitud vital que se le asemeja- sirven a otros actualmente para levantar su elogio. Inversión del signo que ha dejado sin embargo casi intacta la definición corriente de lo barroco, dando las espaldas a los replanteamientos de su imagen conceptual que han tenido lugar en el terreno del discurso reflexivo. Viraje del zeit-geist, al que la presencia de lo barroco disgustó una vez, cuando vivía para organizar la autosatisfacción de una modernidad triunfante, y a la que invoca ahora para alimentar la ilusión de esa misma modernidad que, cansada de sí misma, quisiera estar más allá de sí misma sin lograrlo

[2] “Baroco”, el nombre que la lógica neoescolástica dio al tipo de silogismo de vía más rebuscada y retorcida: (PaM-SoM) > SoP. Ejemplo: “si todo lo que santifica implica sacrificio, y algunas virtudes nos causan placer, entonces hay virtudes que no santifican”.

[3] “Chigi”, el nombre del palacio que Bernini diseñó para el cardenal Flavio Chigi y que albergaba una famosa colección de arte, parece estar en el origen de “kitschig”, el adjetivo peyorativo con el que la “alta cultura” prusiana, admiradora fanática de la limpieza de formas neoclásica, calificaba a todo lo “recargado” y “sentimental” que creía percibir en lo barroco.

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