Economía feminista y economía del cuidado. Aportes conceptuales para el estudio de la desigualdad (2019) Corina Rodríguez Enríquez

DIAGNÓSTICO INSTITUCIONAL DE GÉNERO

La cuestión de la desigualdad es una preocupación relevante para visiones críticas y heterodoxas de la economía que contrastan con la mirada ortodoxa, concentrada centralmente en explicar el funcionamiento de los mercados, y con ello, la perfecta asignación de recursos económicos para una producción óptima.

La economía feminista se ubica dentro de este conjunto de miradas alternativas y hace una contribución específica al explicar las raíces económicas de la desigualdad de género. Uno de los aspectos centrales de esta mirada refiere a la explicitación de la manera en que las sociedades resuelven la reproducción cotidiana de las personas y al rol que esto juega en el funcionamiento económico y en los determinantes de la desigualdad. Utiliza para esto el concepto de «economía del cuidado».

El objetivo de este artículo es presentar de manera sintética los elementos centrales de esta contribución, enmarcándola dentro de los desarrollos más amplios de la economía feminista. En la primera sección abordamos brevemente en qué consiste esta corriente de pensamiento. En la segunda, nos enfocamos en el concepto de economía del cuidado y en su explicación del rol sistémico del trabajo de cuidado. En la tercera, profundizamos nuestro abordaje sobre la organización del cuidado como determinante de la desigualdad. Y en la cuarta, concluimos señalando algunas implicancias para el debate de política pública[1].

La contribución de la economía feminista a la economía

La economía feminista[2] es una corriente de pensamiento que pone énfasis en la necesidad de incorporar las relaciones de género[3] como una variable relevante en la explicación del funcionamiento de la economía, y de la diferente posición de los varones y las mujeres como agentes económicos y sujetos de las políticas económicas.

La economía feminista ha ido construyendo críticas y reflexiones en todos los campos temáticos de la economía, en los tres niveles de análisis: micro, meso y macro, y en relación con las distintas escuelas de pensamiento. Realiza una crítica particular a la teoría neoclásica, hoy paradigma dominante en la disciplina, y denuncia el sesgo androcéntrico de esta mirada, que atribuye al hombre económico (homo economicus) características que considera universales para la especie humana, pero que sin embargo son propias de un ser humano varón, blanco, adulto, heterosexual, sano, de ingresos medios.

La racionalidad del hombre económico, esencial para las decisiones económicas que toma (como participar en el mercado laboral o no hacerlo), no se enfrenta con los condicionantes que impone vivir en un mundo racista, xenófobo, homofóbico y sexista. Por el contrario, cuando se reconoce y visibiliza la relación entre las relaciones sociales (y en este caso particular, las relaciones de género) y la dinámica económica, queda en evidencia el sesgo androcéntrico de la mirada económica convencional, y por ende su incapacidad para explicar apropiadamente el funcionamiento de la realidad y contribuir con relevancia a los debates de políticas públicas.

La economía feminista se caracteriza por poner en el centro del análisis la sostenibilidad de la vida[4], descentrando los mercados. En consecuencia, el objetivo del funcionamiento económico desde esta mirada no es la reproducción del capital, sino la reproducción de la vida. La preocupación no está en la perfecta asignación, sino en la mejor provisión[5] para sostener y reproducir la vida. Por lo mismo, la economía feminista tiene como una preocupación central la cuestión distributiva.

Y en particular se concentra en reconocer, identificar, analizar y proponer cómo modificar la desigualdad de género como elemento necesario para lograr la equidad socioeconómica. En este sentido, la economía feminista es un programa académico pero también político. No tiene una pretensión aséptica de describir la realidad (como aquella que se atribuyen los economistas neoclásicos), sino un objetivo político de transformarla en un sentido más igualitario.

Por ello sus contribuciones buscan fortalecer el desarrollo de la economía como una ciencia social y un abordaje multidisciplinario, en diálogo con otras corrientes de pensamiento, con otras disciplinas y con otros movimientos políticos. La crítica epistemológica y metodológica de la economía feminista a los supuestos neoclásicos en torno de las características del homo oeconomicus y su forma de actuar incorporan dimensiones no contempladas por la visión ortodoxa de la economía.

En primer lugar, la economía feminista hace énfasis en el nudo producción/reproducción, recogiendo los antiguos debates sobre el trabajo doméstico. Para ello incorpora y desarrolla conceptos analíticos específicos: división sexual del trabajo, organización social del cuidado, economía del cuidado. Volveremos sobre esto en las próximas secciones.

En relación con lo anterior, la economía feminista hace una contribución extensa al estudio de la participación económica de las mujeres, en particular revelando los mecanismos de discriminación en el mercado laboral. Así, ha venido dando cuenta de los determinantes de la menor y peor participación laboral de las mujeres, de la existencia de brechas de género en los ingresos laborales, de procesos de segregación de género horizontal (por rama de actividad) y vertical (por jerarquía de las ocupaciones), de concentración de las mujeres en diferentes espacios de precariedad laboral y desprotección social.

En este sentido, la economía feminista también ha contribuido a los debates sobre la cuestión de la pobreza desde el punto de vista conceptual y empírico. En el primer caso, ha insistido en la importancia de considerar las múltiples dimensiones de la pobreza (alejándose de las concepciones estrictamente monetarias) y, en particular, en la necesidad de incorporar la dimensión de la pobreza de tiempo[6]. Por otro lado, ha contribuido en la producción de evidencia empírica que permite constatar la persistencia de procesos de feminización de la pobreza y los resultados ambiguos que, en términos de autonomía de las mujeres, pueden tener las políticas públicas implementadas para atender esta cuestión[7].

Más allá de estos niveles micro y meso de análisis, la economía feminista también ha denunciado los sesgos de género de la macroeconomía y de las políticas económicas. En la medida en que estas últimas y el entorno macroeconómico operan sobre un campo desigual, en el que varones y mujeres se encuentran posicionados de manera específica y diferencial como agentes económicos, estas políticas no son neutrales en términos de género.

Según sea su diseño y la dinámica económica que favorezcan, pueden contribuir a la persistencia de la inequidad económica de género o, por el contrario, pueden colaborar en reducirla. De esta manera, los trabajos desde la economía feminista visibilizan las implicancias específicas sobre la vida de las mujeres del proceso de globalización económica; de los distintos patrones de crecimiento y desarrollo, incluyendo las estrategias de desarrollo basadas en la explotación de las mujeres como ventaja comparativa[8]; de las políticas comerciales y de liberalización financiera; de las crisis económicas y los programas de ajuste estructural y de austeridad que se implementan para atender sus consecuencias; de las políticas fiscales, de gasto público y tributarias.

En definitiva, la economía feminista, con sus múltiples matices internos, viene contribuyendo en los últimos años a consolidar un mirada desde la economía que desafía los principios convencionales, expone dimensiones de la realidad invisibilizadas y reclama y propone estrategias concretas para la transformación de la dinámica económica en un sentido igualitario.

La economía del cuidado y el rol sistémico del trabajo de cuidado

Uno de los principales aportes de la economía feminista fue la recuperación de un debate de larga data dentro del feminismo: aquel conocido como «debate del trabajo doméstico»[9] que, tempranamente y en diálogo con la teoría marxista, argumentó sobre la necesidad de visibilizar el rol del trabajo doméstico no remunerado en el proceso de acumulación capitalista, y las implicancias en términos de explotación de las mujeres, tanto por parte de los capitalistas como de «los maridos».

La revitalización de este debate dentro del campo económico dio lugar a la promoción del concepto de economía del cuidado[10], que como tal tiene recortes difusos y es en sí mismo un objeto en permanente discusión. En un sentido amplio, el contenido del concepto refiere a todas las actividades y prácticas necesarias para la supervivencia cotidiana de las personas en la sociedad en que viven. Incluye el autocuidado, el cuidado directo de otras personas (la actividad interpersonal de cuidado), la provisión de las precondiciones en que se realiza el cuidado (la limpieza de la casa, la compra y preparación de alimentos) y la gestión del cuidado (coordinación de horarios, traslados a centros educativos y a otras instituciones, supervisión del trabajo de cuidadoras remuneradas, entre otros). El cuidado permite atender las necesidades de las personas dependientes, por su edad o por sus condiciones/capacidades (niños y niñas, personas mayores, enfermas o con algunas discapacidades) y también de las que podrían autoproveerse dicho cuidado[11].

Asociar la idea de cuidado a la economía implica enfatizar aquellos elementos del cuidado que producen o contribuyen a producir valor económico. Y aquí reside la peculiaridad del abordaje. A través del concepto de economía del cuidado, la economía feminista pretende al menos dos objetivos: en primer lugar, visibilizar el rol sistémico del trabajo de cuidado en la dinámica económica en el marco de sociedades capitalistas, y en segundo lugar, dar cuenta de las implicancias que la manera en que se organiza el cuidado tiene para la vida económica de las mujeres.

El trabajo de cuidado (entendido en un sentido amplio, pero en este caso focalizado principalmente en el trabajo de cuidado no remunerado que se realiza en el interior de los hogares) cumple una función esencial en las economías capitalistas: la reproducción de la fuerza de trabajo. Sin este trabajo cotidiano que permite que el capital disponga todos los días de trabajadores y trabajadoras en condiciones de emplearse, el sistema simplemente no podría reproducirse.

El punto es que, en el análisis económico convencional, este trabajo se encuentra invisibilizado y, por el contrario, la oferta laboral se entiende como el resultado de una elección racional de las personas (individuos económicos) entre trabajo y ocio (no trabajo), determinada por las preferencias personales y las condiciones del mercado laboral (básicamente, el nivel de los salarios). De esta forma, no se tiene en cuenta ni el trabajo que esa fuerza laboral tiene incorporada (al estar cuidada, higienizada, alimentada, descansada), ni el trabajo del cual se la libera al eximirla de responsabilidades de cuidado de aquellos con quienes convive.

La economía feminista discute esta visión en varios sentidos. En primer lugar, y tal como se señaló anteriormente, advierte sobre la inexactitud (por decir lo menos) de considerar la elección de las personas en torno del uso de su tiempo como un ejercicio de preferencias y racionalidad. Por el contrario, expresa la necesidad de tomar en consideración el rol determinante de las relaciones de género, especialmente relevante a la hora de explicar la concentración de las mujeres en las actividades de cuidado y su consecuente menor y peor participación en el mercado laboral. El concepto de división sexual del trabajo como forma generalizada de distribución de los tiempos y tipos de trabajo entre hombres y mujeres es un aporte esencial en este sentido.

En segundo lugar, la economía feminista contribuye conceptual y metodológicamente a visibilizar el rol de este trabajo de cuidado en el funcionamiento de la economía[12]. Para tener éxito en la modificación del enfoque analítico y centrarlo en la reproducción social, es necesario «ubicar el proceso de reproducción social de la población trabajadora en relación con el proceso de producción de recursos, un tema central en el análisis dinámico de los economistas clásicos»[13].

En esta línea, una posibilidad es expandir el marco del «flujo circular de la renta», incorporando un espacio económico que podría denominarse «de reproducción»[14]. El flujo circular de la renta ampliado (v. gráfico) permite hacer visible la masa de trabajo de cuidado no remunerado y relacionarla con los agentes económicos y con el sistema de producción, así como con el bienestar efectivo de las personas[15].

En la parte superior del gráfico se reproduce el tradicional flujo circular de la renta, que discrimina el flujo monetario y real de producción y distribución en la esfera mercantil. Como se observa, en esta visión no se contempla lo que sucede en el interior de los hogares, que se consideran una unidad en el consumo de bienes y la provisión de fuerza de trabajo. Esta dimensión es lo que se agrega en la representación del flujo ampliado, en la que a la esfera del intercambio mercantil se le suma la de la reproducción.

Lo primero que allí puede verse es la inclusión del trabajo no remunerado, esto es, de las actividades que realizan los hogares y que garantizan la reproducción de sus miembros. Una vez que los hogares han adquirido en el espacio de intercambio mercantil los bienes y servicios que requieren para satisfacer sus necesidades y deseos, es preciso transformarlos en consumo efectivo. Por ello, cuando a los bienes y servicios se les suma el trabajo no remunerado, se consigue la extensión de este consumo a estándares de vida ampliados. Es también mediante el trabajo no remunerado de cuidado que las personas transforman esos estándares de vida en bienestar, por medio de actividades relacionadas con el cuidado de la salud, la educación, el esparcimiento, entre otras.

En este marco, y a diferencia de lo que sucede en el análisis convencional, los hogares no se consideran unidades armónicas. Por el contrario, la inclusión del trabajo no remunerado en el análisis vuelve más complejos los hogares, que entonces deben negociar explícitamente en su interior y decidir la división del trabajo entre sus miembros[16].

Este es el proceso por el cual solo una porción de la fuerza de trabajo disponible se ofrece en el mercado. Así, los hogares hacen posible la reducción de la oferta de trabajo necesaria en el mercado mediante la relación entre sus propias demandas de trabajo no remunerado y las condiciones imperantes en el mercado laboral. Dicho de otra manera: la oferta de trabajo remunerado se regula gracias a la negociación dentro de los hogares destinada a distribuir el trabajo no remunerado para la reproducción[17].

Claro que el trabajo no remunerado no es infinitamente elástico. Su capacidad de arbitraje entre el mercado laboral y las condiciones de vida se reduce cuando aparecen nuevas oportunidades para algunos segmentos de la fuerza de trabajo (incluidas las mujeres). El problema de las crecientes tensiones entre las condiciones del proceso de reproducción social y las condiciones de producción de mercancías no puede resolverse potenciando simbólicamente las capacidades de las mujeres sin debatir las contradicciones internas del sistema en relación con la formación de capital social, las normas de convivencia y la adecuación de la remuneración del trabajo[18].

Cuando se integra de esta forma el trabajo de cuidado no remunerado en el análisis de las relaciones capitalistas de producción, se puede comprender que existe una transferencia desde el ámbito doméstico hacia la acumulación de capital. Brevemente, podría decirse que el trabajo de cuidado no remunerado que se realiza dentro de los hogares (y que realizan mayoritariamente las mujeres) constituye un subsidio a la tasa de ganancia y a la acumulación del capital.

La organización social del cuidado y la reproducción de las desigualdades[19]

El peso relevante del trabajo de cuidado no remunerado en el funcionamiento del sistema económico deviene de la manera en que socialmente se organiza la reproducción de las personas. Esto puede pensarse a partir del concepto de organización social del cuidado, el cual refiere a la manera en que, de manera interrelacionada, las familias, el Estado, el mercado y las organizaciones comunitarias producen y distribuyen cuidado.

La noción de organización social del cuidado se emparenta con la de «diamante de cuidado» como representación de la arquitectura a través de la cual se provee el cuidado[20]. El diamante de cuidado indica la presencia de los cuatro actores mencionados, y también de las relaciones que se establecen entre ellos: la provisión de cuidados no ocurre de manera aislada o estanca, sino que resulta de una continuidad donde se suceden actividades, trabajos y responsabilidades.

En este sentido, se sugiere hablar de «redes de cuidado» para aludir a los encadenamientos múltiples y no lineales que se dan entre los actores que participan en el cuidado, los escenarios en los cuales esto sucede y las interrelaciones que establecen entre sí y que, en consecuencia, inciden en lo densa o débil que resulta la red de cuidados[21].

Las redes de cuidado las conforman las personas que dan cuidado y las que lo reciben (es decir, todas las personas en nuestros roles de cuidadoras y cuidadas) así como los actores institucionales, los marcos normativos y las regulaciones, la participación mercantil y también la comunitaria. Esta red de cuidados es dinámica, está en movimiento, cambia y, por ese mismo motivo, puede ser transformada.

La evidencia existente demuestra que la organización social del cuidado, en su conformación actual en América Latina en general, y en Argentina en particular, es injusta, porque las responsabilidades de cuidado se encuentran desigualmente distribuidas en dos ámbitos diferentes. Por un lado, hay una distribución desigual de las responsabilidades de cuidado entre hogares, Estado, mercado y organizaciones comunitarias. Por otro lado, la desigualdad en la distribución de responsabilidades se verifica también entre varones y mujeres[22]. En síntesis, la evidencia muestra que el trabajo de cuidado es asumido mayormente por los hogares y, dentro de los hogares, por las mujeres[23].

Esto deviene de la concurrencia simultánea de una serie diversa de factores. En primer lugar, la mencionada división sexual del trabajo. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, la naturalización de la capacidad de las mujeres para cuidar. Esto es, la construcción de una idea social (que las mujeres tienen mayor capacidad que los hombres para cuidar) a partir de una diferencia biológica (la posibilidad que las mujeres tienen y los hombres no, de parir y amamantar).

Así, se considera que esta capacidad biológica exclusiva de las mujeres las dota de capacidades superiores para otros aspectos del cuidado (como higienizar a los niños y las niñas, preparar la comida, limpiar la casa, organizar las diversas actividades de cuidado necesarias en un hogar). Lejos de ser una capacidad natural, se trata de una construcción social sustentada por las relaciones patriarcales de género, que se sostiene en valoraciones culturales reproducidas por diversos mecanismos como la educación, los contenidos de las publicidades y otras piezas de comunicación, la tradición, las prácticas domésticas cotidianas, las religiones, las instituciones.

En tercer lugar, la forma que adopta la organización social del cuidado depende de los recorridos históricos de los regímenes de bienestar, en los que la cuestión del cuidado fue considerada como responsabilidad principal de los hogares (y dentro de ellos, de las mujeres). De este modo, la participación del Estado quedó reservada para aspectos muy específicos (por caso, la educación escolar) o como complemento de los hogares cuando las situaciones particulares lo ameritaran (por ejemplo, para el caso de hogares en situaciones de vulnerabilidad económica y social).

Finalmente, la forma de la organización social del cuidado se vincula con el cuidado como experiencia socioeconómicamente estratificada. En efecto, los hogares pertenecientes a diferentes estratos económicos cuentan con distintos grados de libertad para decidir la mejor manera de organizar el cuidado de las personas.

Las mujeres que viven en hogares de ingresos medios o altos cuentan con la oportunidad de adquirir servicios de cuidado en el mercado (salas maternales o jardines de infantes privados) o de pagar por el trabajo de cuidado de otra mujer (una empleada de casas particulares). Esto alivia la presión sobre su propio tiempo de trabajo de cuidado no remunerado, liberándolo para otras actividades (de trabajo productivo en el mercado, de autocuidado, de educación o formación, de esparcimiento).

Estas opciones se encuentran limitadas o directamente no existen para la enorme mayoría de mujeres que viven en hogares de estratos socioeconómicamente bajos. En estos casos, la presión sobre el tiempo de trabajo de las mujeres puede ser superlativa y las restricciones para realizar otras actividades (entre ellas, la participación en la vida económica) son severas. De este modo, la organización social del cuidado resulta en sí misma un vector de reproducción y profundización de la desigualdad.

Adicionalmente, la organización social del cuidado puede adoptar una dimensión trasnacional que se verifica cuando parte de la demanda de cuidado es atendida por personas trabajadoras migrantes[24]. En las experiencias de la región, sucede con frecuencia que las personas que migran y se ocupan en actividades de cuidado (mayoritariamente mujeres) dejan en sus países de origen hijos e hijas cuyo cuidado es entonces atendido por otras personas, vinculadas a redes de parentesco (abuelas, tías, cuñadas, hermanas mayores) o de proximidad (vecinas, amigas).

Se conforman de este modo las llamadas «cadenas globales de cuidado», es decir, vínculos y relaciones a través de los cuales se transfiere cuidado de la mujer empleadora en el país de destino hacia la trabajadora migrante, y desde esta hacia sus familiares o personas próximas en el país de origen. Los eslabones de la cadena tienen distinto grado de fortaleza y la experiencia de cuidado (recibido y dado) se ve de este modo determinada y atravesada por condiciones de vida desiguales. En este sentido, en su dimensión trasnacional, la organización social del cuidado agudiza su rol como vector de desigualdad.[25]

Conclusión: el desafío para la agenda de políticas públicas

Como ha quedado expuesto, abordar la cuestión de la organización del cuidado es clave cuando se aspira a sociedades más igualitarias. Para ello resulta imprescindible que el tema se incorpore en las agendas de discusión de política pública.

En varios trabajos se han expuesto sugerencias en este sentido[26]. Aquí podemos señalar muy sintéticamente que abordar este tema implica los siguientes desafíos: a) producir información que permita construir diagnósticos informados sobre la situación actual de la organización social del cuidado, y visibilizar el aporte del trabajo no remunerado al funcionamiento económico[27]; b) contribuir a la construcción de la demanda social en favor de política públicas de cuidado que permitan su redistribución (entre actores de la organización social del cuidado y entre varones y mujeres); c) desarrollar una batería integrada de políticas públicas que amplíen las posibilidades de las personas de elegir el modo de organizar el cuidado y que faciliten la conciliación entre la vida laboral y familiar de las personas (incluyendo regulaciones laborales, ampliación de licencias paternales y parentales, extensión de servicios públicos de cuidado, fortalecimiento de las condiciones de trabajo de las personas empleadas en actividades de cuidado, y d) transformar los estereotipos de género en torno del cuidado, desnaturalizando su feminización.

La cuestión del cuidado no es un asunto de mujeres. Es una necesidad de todas las personas que somos vulnerables e interdependientes. Los avances sustantivos que las mujeres han experimentado en términos de participación económica y política y de reconocimiento de derechos en diversos campos deberían también expresarse en el ámbito de la organización del cuidado, en el cual los cambios resultan, por el contrario, extremadamente lentos. Lograr mayor justicia en este campo es un paso ineludible para alcanzar mayor equidad económica y social, y construir sociedades más igualitarias.


[1] En el texto que sigue tomo elementos de C. Rodríguez Enríquez: «Análisis económico para la equidad: los aportes de la economía feminista» en Saberes. Revista de Ciencias Económicas y Estadística No 2, 2010; C. Rodríguez Enríquez: «La cuestión del cuidado: ¿el eslabón perdido del análisis económico?» en Revista de la Cepal No 106, 4/2012; C. Rodríguez Enríquez y Laura Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas. Elementos para la construcción de una agenda de cuidados en Argentina, ela / ciepp / adc, Buenos Aires, 2014.

[2] Para un trabajo fundante de la perspectiva de la economía feminista, v. Mariane Ferber y Julie Nelson (eds.): Beyond Economic Man, The University of Chicago Press, Chicago, 1993; y su actualización: M. Ferber y J. Nelson (eds): Feminist Economics Today: Beyond Economic Man, The University of Chicago Press, Chicago-Londres, 2003. Para un recorrido de la producción en este campo desde América Latina, v. Valeria Esquivel (coord.): La economía feminista desde América Latina: una hoja de ruta sobre los debates actuales en la región, gem-lac / onu Mujeres, Santo Domingo, 2012. V. tb. los sitios www.iaffe.org y www.gemlac.org

[3] El concepto de género como categoría social de análisis es una de las contribuciones teóricas más significativas del feminismo contemporáneo. Surgió para explicar las desigualdades entre varones y mujeres, y para dar cuenta de cómo la noción de lo femenino y lo masculino se conforma a partir de una relación mutua, cultural e histórica. El género es una categoría transdisciplinaria que remite a los rasgos y funciones psicológicos y socioculturales que se atribuyen a cada uno de los sexos en cada momento histórico y en cada sociedad. Las elaboraciones históricas de los géneros son sistemas de poder, con un discurso hegemónico. La problematización de las relaciones de género logró romper con la idea de su carácter natural. La «perspectiva de género», en referencia a los marcos teóricos adoptados para una investigación o desarrollo de políticas o programas, implica: a) reconocer las relaciones de poder que se dan entre los géneros, en general favorables a los varones como grupo social y discriminatorias para las mujeres; b) que estas relaciones han sido constituidas social e históricamente y son constitutivas de las personas, y c) que ellas atraviesan todo el entramado social y se articulan con otras relaciones sociales, como las de clase, etnia, edad, preferencia sexual y religión. Ver Susana Gamba (coord.): Diccionario de estudios de género y feminismos, Biblos, Buenos Aires, 2007.

[4] Para un desarrollo de esta idea, v. Amaia Pérez Orozco: Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida, Traficantes de Sueños, Madrid, 2014.

[5] V. al respecto Julie Nelson: Feminism, Objectivity and Economics, Routledge, Londres, 1996.

[6]Rania Antonopoulos, Thomas Masterson y Ajit Zacharias: «La interrelación entre los déficits de tiempo y de ingreso. Revisando la medición de la pobreza para la generación de respuestas de política», pnud, Panamá, 2012.

[7] C. Rodríguez Enríquez: «La cuestión del cuidado», cit.

[8] Esto es especialmente evidente, por ejemplo, en muchos casos de industrias manufactureras orientadas a la exportación, a través del modo de producción de maquilas. Al respecto, v. Noemí Giosa Zuazúa y C. Rodríguez Enríquez: «Estrategias de desarrollo y equidad de género en América Latina y el Caribe. Una propuesta de abordaje y una aplicación al caso de la imane en México y Centroamérica», Serie Mujer y Desarrollo No 97, Cepal, Santiago de Chile, 2010.

[9] Para una revisión de este debate y todas sus vertientes, v. Joan Gardiner: Gender, Care and Economics, MacMillan, Londres, 1997.

[10]Para un recorrido conceptual del término, v. V. Esquivel: La economía del cuidado en América Latina. Poniendo a los cuidados en el centro de la agenda, pnud, Panamá, 2011.

[11] Ver C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit; C. Rodríguez Enríquez: «La economía del cuidado: un aporte conceptual para el estudio de políticas públicas», documento de trabajo No 44, Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas, 2005; V. Esquivel: La economía del cuidado en América Latina, cit.; ela: De eso no se habla: el cuidado en la agenda pública. Estudio de opinión sobre la organización del cuidado, Equipo Latinoamericano de Justicia y Género, Buenos Aires, enero de 2012, disponible en www.ela.org.ar; L. Pautassi y Carla Zibecchi (coords.): Las fronteras del cuidado. Agenda, derechos e infraestructura, ela / Biblos, Buenos Aires, 2013.

[12] En lo que sigue, tomo la lectura realizada en C. Rodríguez Enríquez: «La cuestión del cuidado: ¿el eslabón perdido del análisis económico?», cit.

[13]Antonella Picchio: «La economía política y la investigación sobre las condiciones de vida» en Gemma Cairo i Céspedes y Maribel Mayordomo Rico (comps): Por una economía sobre la vida. Aportaciones desde un enfoque feminista, Icaria, Barcelona, 2005, p. 23.

[14] Esto es lo que hace Antonella Picchio. La autora lo define como espacio de desarrollo humano, pero este concepto puede confundirse con la noción divulgada en torno del índice de desarrollo humano que estima anualmente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), o con el concepto de capital humano, que se refiere en cambio a un uso instrumental de las personas como elementos de producción que es preciso actualizar y valorizar para aumentar su productividad. Ver A. Picchio: «Un enfoque macroeconómico ampliado de las condiciones de vida», conferencia inaugural de las jornadas «Tiempos, trabajos y género», Universidad de Barcelona, 2001.

[15] Conviene destacar que en este marco de análisis se excluye el espacio de las políticas públicas, que intervienen tanto en la regulación de la producción y la determinación del salario como en la expansión del bienestar de las personas. Asimismo, y dado que el objetivo es situar el proceso de reproducción en relación con el de producción, y no hacer un análisis complejo del funcionamiento del sistema económico, se excluyen las vinculaciones con el sector externo.

[16] La idea de hogares como unidades no armónicas, atravesadas por intereses en conflicto y relaciones asimétricas de poder, está más emparentada con la noción de conflictos cooperativos desarrollada por Amartya Sen: «Gender and Cooperative Conflicts» en Irene Tinker (ed.): Persistent Inequalities, Oxford University Press, Oxford, 1990.

[17] El proceso de distribución de trabajo en el interior de los hogares es parte de la mencionada división sexual del trabajo, la cual está determinada tanto por pautas culturales como por racionalidades económicas.

[18] A. Picchio: «La economía política y la investigación sobre las condiciones de vida», cit., p. 23.

[19]Sigo aquí a C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit.

[20] Shahra Razavi: The Political and Social Economy of Care in a Development Context: Conceptual Issues, Research Questions and Policy Options, Instituto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (unrisd), Ginebra, 2007.

[21]A. Pérez Orozco: «Miradas globales a la organización social de los cuidados en tiempos de crisis i: ¿qué está ocurriendo?», Serie Género, Migración y Desarrollo No 5, Instituto Internacional de Investigaciones y Capacitación para la Promoción de la Mujer (instraw), Santo Domingo, 2009.

[22]V. al respecto C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit.; Organización Internacional del Trabajo (oit) y pnud: Trabajo y familia: hacia nuevas formas de conciliación con corresponsabilidad social, Santiago de Chile, 2009; Carina Lupica: Trabajo decente y corresponsabilidad de los cuidados en Argentina, oit, Santiago de Chile, 2009; V. Esquivel, Eleonor Faur y Elizabeth Jelin: Las lógicas del cuidado infantil. Entre las familias, el Estado y el mercado, ides / unfpa / unicef, Buenos Aires, 2012; Flavia Marco y Nieves Rico: «Cuidado y políticas públicas: debates y estado de situación a nivel regional» en L. Pautassi y C. Zibecchi (coords.): Las fronteras del cuidado, cit.

[23] Para ilustrar este punto, el Módulo de Trabajo no Remunerado y Uso del Tiempo relevado en la Encuesta Anual de Hogares Urbanos de Argentina da cuenta de que las mujeres destinan el doble de tiempo a las actividades de cuidado que los varones. Para una lectura detallada de los resultados de este módulo, v. C. Rodríguez Enríquez: «El trabajo de cuidado no remunerado en Argentina. Un análisis desde la evidencia del módulo de trabajo no remunerado», ela / ciepp / adc, Buenos Aires, 2015.

[24] A. Pérez Orozco: «Miradas globales a la organización social de los cuidados en tiempos de crisis i», cit.

[25] Ver Norma Sanchís y C. Rodríguez Enríquez (coords.): Cadenas globales de cuidados. El papel de las migrantes paraguayas en la provisión de cuidados en Argentina, onu Mujeres, Buenos Aires, 2011.

[26] V. al respecto C. Rodríguez Enríquez y L. Pautassi: La organización social del cuidado de niños y niñas, cit.; oit y pnud: Trabajo y familia, cit.

[27] Las encuestas de uso del tiempo que se han desarrollado ampliamente en América Latina han permitido las primeras estimaciones monetarias de la contribución del trabajo no remunerado al pib. Para ilustrar, vale mencionar el caso mexicano, que construyó la cuenta satélite de los hogares, que permite estimar que dicha contribución equivale aproximadamente a 20% del pib.

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