Con la elección de Paul Ryan como compañero de candidatura, el candidato republicano Mitt Romney ha optado por la lucha ideológica. De este modo, se suma a los que piensan que movilizar a los electores en torno a unas ideas, aunque sean simples y toscas, es una baza decisiva para la batalla electoral. Y se distancia del mito de que las elecciones se ganan con la moderación y con el desplazamiento hacia este vaporoso espacio llamado centro.
El Tea Party, ante el conformismo del poder establecido republicano, se ha convertido en la bandera de referencia del partido, la única capaz de generar consignas, contagio y entusiasmo, y Mitt Romney ha decidido acercarse a este grupo en busca de una campaña desacomplejada, montada sobre la forma clásica de la lucha entre el amigo y el enemigo, nosotros (salvadores de Estados Unidos y de sus valores individualistas) contra los otros (traidores que entregan el país al colectivismo). Paul Ryan representa más que nadie este espíritu de batalla. Y de él se espera que movilice a las bases a un combate sin tregua por todo el país. Algunos sectores del propio partido republicano han expresado su inquietud por una decisión que radicaliza la figura de Mitt Romney y la aleja del electorado moderado. Ante el protagonismo de la derecha radical, electores defraudados por Obama, podrían resistirse a cruzar la frontera electoral.
Algunos comentaristas han llegado incluso a decir que, con la apuesta por Ryan, los republicanos habían perdido ya las elecciones. Sin embargo, un ideólogo como William Kristol, referente del llamado neoconservadurismo, ha ridiculizado los miedos del aparato republicano. Su argumento es que cada vez que los dirigentes del partido han caído en el pánico o en la aprehensión por la osadía de los proyectos de sus líderes —como con Reagan en los 80, con Gingrich en 1994, o con el Tea Party en 2010— a la derecha le ha ido de maravilla. Y cuando los hombres fuertes del partido se han sentido confiados y complacidos con las estrategias en curso —como con Bush padre a finales de 1991 y con Bush hijo a principios de 2005— los republicanos han ido al desastre. En realidad, lo que está diciendo Kristol —y Mitt Romney ha hecho efectivo— es que la lucha ideológica es fundamental para ganar batallas políticas.
Que el fin de las ideologías es un camelo. Que la posición ideológica sigue siendo el primer criterio de voto de los ciudadanos. Y que para ganar las elecciones lo primero que hay que conseguir es el pleno de los electores propios, y eso solo es posible cohesionándolos en torno a unas ideas y contra un adversario identificado como enemigo. Si consigues agrupar al electorado tradicional puede que el centro te caiga por añadidura, sin asegurar la plena movilización de los tuyos no hay centro que valga, por muy moderado que sea el discurso.
Efectivamente, creo que Romney y Kristol tienen razón. El candidato ha hecho la única opción que le puede dar la victoria: la confrontación frontal entre dos ideas de Estados Unidos. Es probable que pierda, pero esta es la única vía que le puede dar alguna opción para ganar. Sobre todo teniendo en cuenta que la situación de Estados Unidos no es la misma que la de Europa, porque la dimensión de la crisis es distinta. En Europa, la gestión de la austeridad carboniza al que gobierna, sin distinción de siglas. Obama está desgastado pero no quemado, ha perdido carisma porque el cambio que propuso ha quedado en casi nada, pero todavía tiene margen político.
En las democracias avanzadas se ha instalado el tópico de que las diferencias ideológicas son menores, que las elecciones se ganan por desgaste, que los proyectos políticos poco importan y que finalmente lo que pesa es la gestión. Es un discurso con trampa, que ha sido extremadamente útil para la consolidación de la hegemonía conservadora. La derecha desacredita lo público, proclama la inviabilidad del Estado del bienestar, promueve la desregulación masiva y recupera los viejos acentos morales de raíz religioso; al mismo tiempo, dice que las ideologías han muerto, es decir, que no hay alternativa, como modo desahuciar a una izquierda sin proyecto ni palabra. La derecha sabe que es la ideología la que gana las elecciones.
Solo algunos ejemplos. La derecha volvió al poder en España cuando Aznar comprendió que solo gobernaría si ganaba la batalla ideológica. Y de hecho pese al tremendo desgaste del PSOE, no ganó en 1993 y ganó por los pelos 1996. Solo en 2000 hizo el salto a la mayoría absoluta, porque fue en su primera legislatura cuando dio definitivamente el vuelco y la derecha se hizo ideológicamente mayoritaria en España.
Nicolas Sarkozy llegó a la presidencia francesa gracias una campaña que él mismo ha explicado como de confrontación ideológica en que trató de dinamitar las bases del pensamiento de la izquierda e incluso de la cultura republicana y construir una nueva Francia aunque, una vez en el poder, pronto quedó prisionero de la Francia eterna, a la que él mismo había servido sin rechistar durante muchos años.
Obama entendió el problema. Y su victoria se fundó en una ofensiva ideológica sin precedentes, en forma de reconciliación de la nación americana frente a la fractura propiciada por el complejo militar, financiero y religioso pentecostalista que dio soporte a Bush hijo. Después, quedó también atrapado en las redes del poder, pero la ideología le dio la victoria y ahora le lastra con la carga de la frustración.
Este reconocimiento de la importancia de la ideología, sintoniza con la cultura digital. En el universo digital la base del éxito está en las llamadas comunidades, en conseguir atraer en torno a cualquier proyecto (cultural, político, social) a un número muy importante de personas, capaz de hacer masa crítica y expandirse, que se sientan plenamente implicados. Todo en Internet tiene tendencia a lo efímero, las comunidades también. Por eso consolidar una comunidad requiere elementos identitarios que la diferencien y que al mismo tiempo den conciencia de pertenencia a sus miembros. Esta necesidad de crear identidad para agrupar y activar a muchísimas personas tiene indudablemente un efecto de afirmación y radicalización de las ideas. Y más en un contexto en el que abunda el mensaje breve, simple y escasamente matizado. Lo vemos en la prensa que cada vez se está inclinando más hacia el modelo amigo-enemigo.
Hay condiciones para un retorno a la confrontación ideológica. La derecha lo ha tenido claro siempre. La última batalla ideológica de la izquierda europea fue la famosa tercera vía de Tony Blair pero resultó que no conducía al futuro sino a la derecha. Quien tiene la hegemonía ideológica tiene garantizada la hegemonía política.
Curiosa paradoja de la red universal: salta fronteras, da nuevos poderes a la autonomía del individuo, favorece la dispersión y la provisionalidad, pero, a la vez, nos abruma con la hipermemoria y la recuperación (a través de la gran nube o biblioteca infinita) y reconstruye los espacios comunitarios dotados de fuertes referentes simbólicos. La red favorece la confrontación ideológica. Pero para que el debate sea verdaderamente democrático, un ejercicio de transparencia, persuasión y respeto, se requieren ideas y proyectos, no solo garrotazos populistas. De momento, el protagonismo lo tiene la ruidosa restauración conservadora —de la que el Tea Party es emblema, pero que en España el PP ha hecho suya sin complejos, con Gallardón y Wert como autores intelectuales—, con su alianza con lo religioso y con el valor siempre seguro del nacionalismo. A la izquierda toca desperezarse, perder complejos y entrar en una batalla política que, como Romney ha entendido, cada vez requiere más armamento ideológico.