Lenguas, culturas e imperios: reflexiones sobre el cosmopolitismo. Sultana Wahnón Bensusan. 2007

A pesar de ser ellos mismos viajeros y haber salido varias veces fuera de Atenas e incluso de Grecia, ni Platón ni Aristóteles dejaron traslucir en sus textos un excesivo interés por países y lenguas extranjeras. Respecto a las últimas, ni siquiera en el Cratilo, donde se formuló por primera vez la tesis del carácter convencional de las lenguas, se encuentra referencia alguna a otra lengua que no sea la griega.

A la hora de demostrar la arbitrariedad de los nombres y la no identidad entre palabra y cosa, el filósofo puso un ejemplo: el de una misma cosa designada por dos vocablos diferentes. Se trataba, pues, de un ejemplo del tipo que usaría hoy un lingüista que dijera que la idea de “mesa” podría expresarse igualmente con el español mesa o con el francés table.

Sin embargo, en el Cratilo los dos vocablos seleccionados para ilustrar sobre la convencionalidad de los nombres pertenecen a la misma lengua, son meras variedades dialectales del griego: “Para expresar la misma noción nosotros —dice Sócrates, refiriéndose a los habitantes de Atenas— decimos sklerotes (dureza) y las gentes de Eretria dicen skleroter”. [1]

Otro tanto ocurriría con Aristóteles. Al describir en la Poética el uso literario de la lengua, el filósofo se refirió a determinados recursos lingüísticos propios de la poesía, entre ellos los “nombres raros”, que eran — decía— “los que utilizan otros”. Sin embargo, esta aparente apertura a la pluralidad denominativa, al uso de convenciones lingüísticas diferentes a las propias, resulta ser también muy limitada en el caso de Aristóteles.

Al igual que ocurría en el diálogo platónico, los “nombres raros” de la Poética proceden siempre de variedades dialectales del griego. El ejemplo que usó Aristóteles fue el del término síguinon (lanza), que era —escribió— “corriente para los chipriotas y raro para nosotros”.[2]

Los poetas podían, pues, hacer uso de algunos nombres venidos de fuera, pero sólo si procedían del tronco griego común. Tampoco Aristóteles alude, por lo tanto, a lo que hoy llamamos en sentido estricto lenguas extranjeras. [3]

Otro dato significativo. En ninguna de las reflexiones que Platón dedicó a temas pedagógicos, a la educación de los griegos, aparece recogida la necesidad de aprender otra lengua que la griega. Se sabe que los griegos tuvieron en muy alta estima el dominio de la lengua, la virtud de la elocuencia, la necesidad de expresarse y escribir bien, pero habría que añadir ahora que todo ello se refería única y exclusivamente al dominio de la lengua griega.

Ni siquiera en la república ideal que Platón concibió en su más famoso diálogo se dice nada acerca de la necesidad de aprender otros idiomas.

Claro que tampoco habría sido de demasiada utilidad, puesto que, tal como él los concibió, los ciudadanos ideales no debían viajar a regiones o países extranjeros.

Al legislar en Las leyes sobre “la conducta que se debía seguir en lo tocante a los viajes a otras tierras y países”, Platón escribió, en efecto, que en la república con que él soñaba no se debía permitir a ningún griego menor de cuarenta años que viajase fuera del país, “bajo ningún pretexto y con ninguna finalidad en absoluto”, y que, una vez cumplida esa edad, sólo se le debía autorizar a hacerlo si su viaje era de carácter público e institucional, al servicio de la polis, nunca de carácter privado (Las leyes, 950 a/951 b).

Lo sorprendente es que, ni siquiera para estos casos de nobles viajeros, diplomáticos u observadores, contempló el filósofo la posibilidad de que tuvieran que aprender la lengua del país que iban a visitar.

Aunque esto fue sólo un proyecto utópico de Platón, y en realidad las cosas debieron de ocurrir de otra manera, hay razones sobradas para pensar que la Grecia clásica, la de la polis ateniense, fue, al menos teóricamente, poco amiga de los viajes y las lenguas extranjeras.

También parece probado que los griegos tuvieron en gran estima a su lengua y en poca a las demás.[4] De ahí que, a medida que fueron extendiendo su dominio político y militar, fueran también imponiendo su lengua, primero sobre los pueblos —bárbaros o no— de Europa, y luego, tras las conquistas de Alejandro Magno y en el período helenístico, sobre remotas regiones del Asia como Egipto o Palestina, donde el griego primero y el latín después se convertirían en lenguas oficiales, sin que a griegos ni romanos se les pasase por las mientes la idea de que hubiera que respetar la diversidad lingüística ni preservar la riqueza y pluralidad lingüística de los pueblos y naciones conquistadas, y eso a pesar de que algunos de ellos eran pueblos con una lengua, tradición y cultura tan ricas como, por ejemplo, el hebreo.

Precisamente a esta pequeña nación, la hebrea, pertenecería el texto más emblemático de la cultura occidental en lo que respecta al tratamiento del fenómeno de la diversidad lingüística: el famoso relato bíblico de la torre de Babel. Como se sabe, la narración —que ha dado lugar a múltiples y contradictorias interpretaciones— se abre con la evocación de un tiempo mítico o tiempo de los orígenes en que la tierra toda era “de una sola lengua y de iguales palabras”.

Luego, en un segundo momento, narra lo ocurrido dentro ya de un tiempo histórico, aunque legendario, en que se ve a un grupo anónimo de seres humanos llegados de Oriente tratando de preservar la situación idílica de los comienzos, es decir, la de un pueblo y una lengua, mediante el recurso de construir una ciudad y una torre famosas: “Edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúpula llegue al cielo y nos haga famosos, para que no seamos dispersos sobre la faz de la tierra”.

Tras la intervención de Dios, que se muestra en explícito desacuerdo con este proyecto,[5] el relato se cierra con el fracaso de la empresa. Se produce así la confusión de las lenguas, y los protagonistas del relato acaban, contra su deseo, dispersos por la faz de la tierra y hablando lenguas diferentes (Génesis, 11:1-9).

Al final del relato se identifica la ciudad de la que se ha hablado: “Se llama Babel (Bavel), pues allí el Eterno creó confusión de lenguas en la tierra”. El narrador utiliza el presente de indicativo, puesto que Babel, que no era otra que la antigua Babilonia, existía todavía con ese nombre en el momento en que se escribió o recopiló el relato.[6]

Además, tal como lo habían soñado los hombres del relato, se trataba de una ciudad famosa; de hecho, y en tanto que había sido la capital de dos grandes imperios (el babilónico y el persa), la más famosa de aquella área geográfica. Lo de encarnar en ella el sueño fracasado de la unidad lingüística tenía también pleno sentido, ya que había sido desde Babel desde donde se habían difundido por todo Oriente varias lenguas de cultura: el sumerio, el babilónico y, sobre todo, el arameo, que fue durante siglos la lengua

franca del Medio Oriente, utilizada incluso por los propios hebreos.

Por otro lado, y según describe también el relato, Babilonia había sido famosa por sus grandes edificaciones, las más espectaculares, si se exceptúan las pirámides de Egipto, de que se tuvo noticia en la Antigüedad: el templo de Babilonia, el palacio de Nabucodonosor, etc., todas ellas representadas en el relato por la soberbia torre de Babel, en la que habría que ver, pues, un símbolo de la grandeza imperial.

Todo esto permite, me parece, proponer una lectura política del final del relato. Aunque el texto no habla en ningún momento de castigo —se trataría, más bien, de un desacuerdo entre Dios y los hombres del relato—, de castigarse algo aquí, no sería desde luego la soberbia del hombre en general, sino en todo caso la soberbia del imperio.

Se diría que lo que el Dios del relato no parece dispuesto a tolerar es que exista en la tierra un poder humano que trate de igualarse al suyo, dominando a todos los seres y pueblos de la tierra. Es así, al menos, como el texto parece explicar su decisión de impedir la ejecución del proyecto confundiendo las lenguas de los habitantes de Babel y obligándolos a dispersarse por toda la tierra.

La lectura política no agota, con todo, los sentidos del texto, que, en tanto que mítico y simbólico, sigue siendo fundamentalmente ambiguo. Construido como una torre de varios pisos, en él se superponen al menos dos sentidos diferentes, vinculados a los dos tiempos en que también se desarrolla la acción: el mítico y el histórico.

Si nos situamos en el tiempo histórico, el del proyecto humano, el sentido del relato sería el ya mencionado, es decir, el de la victoria de Dios sobre el imperio y, por tanto, el texto tendría una evidente dimensión hímnica o laudatoria. Pero si nos situamos al comienzo del relato, cuando el narrador evoca aquel tiempo (mítico) en que toda la tierra hablaba una sola lengua, el sentido sería también claramente elegíaco.

Por más que al final se acepte o incluso se celebre la decisión divina de confundir las lenguas, con la que Dios triunfa sobre el Imperio, no por eso se deja de recordar con nostalgia aquella feliz situación lingüística originaria en que, de manera natural (no forzada por ningún poder imperial), todos habitaban un mismo espacio y hablaban una sola y misma lengua. Por consiguiente, el texto bíblico no sería ni sólo una celebración de la diversidad lingüística —como se pretende hoy en los llamados elogios de Babel—, ni sólo un lamento por ella, como se dijo durante siglos.

Hecho este necesario matiz a la desmesura de los actuales elogios de Babel, al estilo de los cultivados por George Steiner,[7] puede ya subrayarse que la actitud

de los antiguos hebreos hacia la pluralidad cultural y lingüística fue, desde luego, muy diferente a la de sus coetáneos griegos. Desde el punto de vista hebreo, la dispersión de los pueblos y la consiguiente división lingüística era —gustase o no— algo deseado por Dios, que, por tanto, había que respetar y aceptar.

De ahí que el relato bíblico no estableciese ninguna jerarquía entre las diferentes lenguas, todas ellas dotadas en principio del mismo valor, en tanto que nacidas de un mismo y único origen: “El Eterno —se dice— creó confusión de lenguas en la tierra” (Génesis, 11:9). Es verdad que, tal como ha demostrado

Umberto Eco en La búsqueda de la lengua perfecta, a partir de la Edad Media y, sobre todo, en el Renacimiento, se especuló mucho con la idea de que la Biblia concedía una especie de anterioridad-superioridad a la lengua hebrea, identificada con la lengua originaria,[8] pero esta hipótesis, que nació por razones muy concretas que se verán después, no encuentra demasiado apoyo ni en el relato de la torre de Babel ni, menos aún, en el resto del Génesis en que el relato se enmarca. Por el contrario, si se leen los capítulos del Génesis que preceden y siguen al relato, puede inferirse más bien que la lengua originaria a partir de la cual se produjo la confusión de las lenguas tuvo que existir muchos siglos antes de que el pueblo hebreo y su lengua irrumpieran en la historia.

Como se recordará, el relato de la torre de Babel se inserta en el Génesis justo después de la narración del Diluvio. Éste había borrado de la tierra a toda la especie humana, salvo a la familia de Noé, a la que correspondió la misión de repoblar la tierra. Según el texto, a fin de cumplir esta misión, los descendientes de Noé se dispersaron por la tierra y fundaron países y ciudades, entre las que el Génesis cita precisamente la propia Babel, pero también Acad o Nínive, todas ellas capitales de grandes reinos e imperios de la Antigüedad.

Además de ser los fundadores de estas grandes culturas antiguas, la progenie de Noé habría estado también en el origen de esos otros pueblos más pequeños a los que conocemos sobre todo por sus luchas con los hebreos: filisteos, cananeos, jebuseos, etc. (Génesis, 10:1-18). De acuerdo con esto, todas las naciones, grandes o pequeñas, de la tierra conocida por entonces habían surgido de la dispersión geográfica y lingüística del linaje de Noé: “De estos fueron pobladas —dice el texto, refiriéndose a los supervivientes del Diluvio— las costas de sus países, dividiéndose según sus lenguas y sus linajes” (Génesis, 10:5).

Y algo más adelante, insiste: “De allí salieron los pueblos que se dispersaron en la tierra después del diluvio” (Génesis, 10:32).

El hebreo habría sido sólo uno de los muchos pueblos descendientes de Noé, a quien no se representa en el Génesis como padre de los hebreos, sino de la humanidad toda, exactamente igual que antes del Diluvio ya lo había sido Adán, el primer hombre. Ahora bien, desde que ocurrió el Diluvio en tiempos de Noé hasta que el padre de la nación hebrea, es decir, Abraham, aparece en la historia,[9] habían pasado, según las genealogías del Génesis, diez generaciones, es decir, más de un milenio. No parece verosímil, pues, que los autores del texto pretendieran identificar la lengua de los orígenes —fuese la de Adán o la de Noé— con la lengua hebrea, en la que seguramente verían sólo una de las muchas en que aquella se había dividido.

En realidad, nada más lejos de la intención de los autores del Génesis y, por consiguiente, del antiguo pensamiento judío que conceder al pueblo hebreo y su lengua una posición de anterioridad o superioridad étnica sobre las demás. Al hacer proceder a todos los pueblos de la tierra —acadios, sumerios, babilonios, hebreos, cananeos, filisteos— de un mismo y único hombre, primero Adán, y luego, tras el Diluvio, Noé, lo que el Génesis y, por tanto, el judaísmo hizo fue, al contrario, fundar la moderna noción de humanidad.

Por muy separados que estuviesen los países donde vivieran y por diferentes que fuesen sus lenguas y linajes, incluso por muchas guerras que libraran entre sí, todos los seres humanos resultaban ser una sola y misma especie, procedente de un mismo y único linaje, el humano. Todos diferentes, con sus lenguas, sus costumbres, sus colores, incluso con sus religiones, pero todos también, al mismo tiempo, iguales, nacidos de un mismo hombre creado por un mismo Dios, el Dios único de los hebreos.

En el Génesis se encuentra, pues, el germen del universalismo cristiano, así como de nuestro actual universalismo/cosmopolitismo. En su momento se trató de una idea novedosa y muy revolucionaria, puesto que la visión pagana o politeísta del mundo sostenía justamente lo contrario, es decir, que los dioses eran muchos y que cada uno de ellos estaba directa e indisolublemente vinculado a un pueblo o nación.

Prueba de lo que acabo de decir es el contenido de un mito platónico que guarda cierto parecido con el de la torre de Babel. El relato, que forma parte del diálogo sobre la Atlántida, contiene también una explicación mítica de la diversidad humana, sólo que ligeramente diferente a la hebrea. Según puede leerse aquí, si existían pueblos y naciones diferentes era porque “un día los dioses se repartieron la tierra entera por regiones” (Critias, 108 e/110 b).

A decir de Critias, que es quien narra este mito, a este originario reparto se había debido que cada región del mundo e incluso de Grecia poseyera sus propias costumbres y ritos, instaurados por los propios y respectivos dioses. Se entiende, pues, que aun siendo partidario de guardar el debido respeto “al dios de los extranjeros” (Las leyes, 879 c/880 d), Platón abrigara tantas reservas no sólo hacia los viajes,[10] sino incluso hacia la presencia de extranjeros en la ciudad: desde el punto de vista pagano, toda modificación o innovación en las costumbres locales era una traición al propio dios, una corrupción de la identidad propia en beneficio de la de otro pueblo y otro dios.

Por eso, consciente de que “el comercio mutuo entre ciudades” llevaba consigo “la natural consecuencia de producir una mezcla de toda clase de costumbres”, Platón exigía que los magistrados de la ciudad cuidasen de que ninguno de los extranjeros residentes en ella introdujera “innovaciones” (Las leyes, 950 a y 952 c/953 d).

Como todo esto contradice el tópico, muy extendido, según el cual Platón habría sido monoteísta e incluso un predecesor del cristianismo, conviene hacer algunas precisiones al respecto. Es verdad que Platón concibió la idea de un Dios creador, de un Demiurgo, pero esta idea, tal como aparece expuesta en Timeo, o de la Naturaleza, no se correspondería del todo con la idea judía del Dios único. Al Dios de los hebreos —el Dios Padre del Cristianismo— se lo representa en el Génesis como Creador del mundo y también como directo Creador del hombre. En cambio, el Demiurgo de Platón aparece como creador sólo del mundo y de los dioses, encomendándoles luego a éstos, sus únicos hijos directos, la tarea de crear a los seres humanos, que, tal como se sostenía en el Critias, quedaban bajo la jurisdicción de los dioses nacionales, regionales o locales (Timeo, 40 c/41d).

Habría que concluir, pues, que ni siquiera Platón, el menos pagano de los paganos clásicos, fue capaz de formular el ideal universalista, la idea de la unidad del género humano.

Este ideal sería, pues, de procedencia hebrea. A pesar de su conocido anhelo por asentarse en una tierra, la famosa tierra prometida, nada más ajeno, en efecto, a la manera en que los antiguos judíos se representaron a ellos mismos —y, en general, a los seres humanos— que apegados a un territorio, a un dios, a unas costumbres, a unas tradiciones o, incluso, a una lengua. Todo lo contrario. El origen mismo de la historia se representa en la Biblia como un desplazamiento en el espacio: la salida del Paraíso, que sería, pues, el primer éxodos bíblico, aunque en este caso referido a la especie en su conjunto y no sólo al pueblo hebreo.

A este primer movimiento global de la especie le siguen luego en el texto otros muchos, entre ellos la ya mencionada diáspora (dispersión) de los hijos de Noé, igualmente fundadora de humanidad. En cuanto al pueblo hebreo, también él tendría su más concreto origen nacional en un éxodo, el de Abraham cuando obedeció la voz de Dios que le dijo: “Vete de tu tierra y de tu familia y de la casa paterna a la tierra que te señalaré” (Génesis, 12:1).

La Biblia sería, por tanto, desde el comienzo, una historia de viajeros, de nómadas, de gentes que continuamente se desplazan de un sitio a otro, sobre todo a partir del momento en que el pueblo hebreo se convierte en el auténtico protagonista de la odisea bíblica. De hecho, lo que hizo de su historia una epopeya fue, precisamente, su voluntad de sobrevivir como nación diferenciada en medio de grandes y poderosos imperios que lo obligaban una y otra vez a abandonar su propia tierra e instalarse en tierra ajena.

Antes aún que en Babilonia, fue ya en Egipto donde los antiguos hebreos pudieron conocer de primera mano la experiencia babélica de tener que levantar con sus propias manos grandes construcciones de ladrillo a la mayor gloria de un poder imperial.[11]

Tras el fugaz período de calma que supuso la época de los reyes, vendrían luego todavía las dos grandes diásporas, la primera forzada por el imperio babilónico, cuya caída se celebra en el famoso relato de la torre, y la segunda, aún más trascendente, por el poder del nuevo imperio romano.

Puesto que los antiguos hebreos conocieron como nadie la experiencia de ser forastero en tierra extraña, se entiende que la legislación judía fuera de las más avanzadas de su tiempo en materia de extranjería y que los legisladores hebreos fueran bastante más lejos en esta materia que los grandes filósofos griegos, que no consideraban la esclavitud lícita para los griegos, pero sí para los extranjeros.

En cambio, entre los 613 preceptos que, según el Éxodo, le dictó Dios a Moisés en el Desierto y que constituyeron la antigua Ley judía (el equivalente a las Leyes platónicas), se encontraban éstos: “No engañarás ni oprimirás al extranjero porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto” (Éxodo, 22:20); “No oprimirás al extranjero, porque vosotros conocéis el alma del extranjero, ya que lo fuisteis en tierra de Egipto” (Éxodo, 23:9); y, sobre todo, ése del Levítico que decreta la igualdad del extranjero ante la Ley, fundamentada precisamente en la idea de que todos serían hijos del mismo Dios: “Tendrás una misma ley para el extranjero y para el nativo, porque yo soy Adonai vuestro Dios” (Levítico, 24:17-24).

No debe pensarse, con todo, que este antiguo universalismo hebreo conllevase el desprecio por las diferencias al que hoy se da el nombre de etnocentrismo. Que los extranjeros tuvieran igualdad de derechos y que, por tanto, no pudieran ser reducidos a esclavitud, no significaba que debieran convertirse al judaísmo, ni tan siquiera renunciar a sus propios usos y costumbres, que podían conservar y practicar con libertad, tal como, hay que decirlo, sigue ocurriendo en el actual Israel.

Las antiguas leyes hebreas estipulaban, eso sí, que debían hacerlo sin mezclarse con los judíos, pero estas medidas de separación estaban orientadas no tanto a discriminar cuanto a preservar el derecho, tanto del extranjero como del nativo, a la diferencia. Se trataría, pues, de algo muy similar a lo que hoy llamamos multiculturalismo, con grupos religiosa y culturalmente separados dentro del país, pero sujetos, desde el punto de vista jurídico, a las mismas leyes, con los mismos derechos y deberes que los nativos.

Y si la antigua nación hebrea no trató nunca de imponer su religión y sus costumbres a nadie, menos aún lo hizo con su lengua. Puesto que Israel fue siempre una pequeña nación que jamás pudo abrigar ambiciones imperiales, sino que estuvo sometida a diferentes y sucesivos imperios, fueron más bien los hebreos los que tuvieron que hablar las lenguas de otros, convirtiéndose así en bilingües a la fuerza o, incluso cuando la dominación duraba mucho tiempo, en hablantes monolingües de la lengua extranjera.

Así ocurrió, por ejemplo, entre los siglos VI al IV a.C., en tiempos del imperio persa, cuando el hebreo se convirtió en una lengua casi muerta, conocida sólo por los sacerdotes, en tanto que la mayoría de los hebreos hablaba sólo arameo. Y así volvería a ocurrir poco después con el griego, aunque no en Palestina —que, en esta ocasión, resistió y siguió hablando hebreo—, sino en las ciudades griegas de Oriente, sobre todo en la famosa Alejandría, la Babel de ese período, donde las comunidades judías acabaron prácticamente hablando sólo griego.

Fue por eso aquí, en Alejandría, y a causa de la específica situación de los judíos como pueblo diferenciado religiosa, pero no lingüísticamente, de los griegos, donde se produjo el primer gran acontecimiento de la historia de la traducción en Occidente: la famosa Versión de los Setenta, cuyos legendarios autores, los setenta sabios que le dieron nombre, fueran o no setenta, tuvieron que ser con toda seguridad sabios hebreos.

Fue, pues, por iniciativa hebrea, no griega, como se produjo el primer gran encuentro entre las dos culturas y lenguas que más tarde, por mediación de Roma y el cristianismo, acabarían fundiéndose en la simbiosis occidental o judeocristiana.

Y fue también gracias a este primer encuentro como el universalismo hebreo se fue incorporando, muy tímidamente al principio, al pensamiento griego. Mucho tuvo que ver en ello el más conocido de los sabios hebreos de aquel período, Filón de Alejandría, cuya obra filosófica, escrita en griego, estaba destinada, entre otras cosas, a hacer que el mundo griego comprendiera la validez universal de la ley de Moisés, identificada con la ley moral de toda la humanidad y no sólo del pueblo hebreo.

Filón, que dominaba las dos lenguas, el griego y el hebreo, y que desde el punto de vista cultural se sentía tan griego como judío, fue también uno de los primeros, si no el primero, en usar el término griego kosmopolités con el significado de “ciudadano del mundo” y siempre a partir de su convicción de que la Ley de Moisés, convenientemente traducida al lenguaje filosófico, podía elevarse a la categoría de derecho natural y legalidad universal para todos los seres y pueblos de la tierra.[12]

Las ideas universalistas de Filón encontrarían pronto cierta continuidad teórica en el pensamiento romano, aunque sólo entre los estoicos, con autores que, como Epicteto, Marco Aurelio y Séneca, creyeron ya en los primeros siglos de la era cristiana en la unidad del “género humano”[13] y fueron capaces incluso de concebir el ideal de la doble lealtad: a Roma y al mundo al mismo tiempo. [14]

Si las tesis del hebreo Filón pudieron pasar a la filosofía romana fue, por supuesto, porque antes ya se había producido el otro gran encuentro cultural de la época entre griegos y romanos. Pero tampoco en este caso la iniciativa fue griega. De hecho, no fueron demasiados los griegos que aprendieron latín —aunque algunos hubo, como el historiador Polibio— y, en cambio, sí muchos los romanos que aprendieron griego.

Como sucesora de su imperio y como admiradora y custodia de su cultura, Roma se sintió obligada a conocer el griego y, por ello, tuvo ya entre los requisitos de la buena educación el de conocer otra lengua además de la latina: la griega, por supuesto. Como ejemplo pueden citarse las palabras de Séneca en la Consolación a Polibio, donde invitaba a mantener “la fuerza de la lengua latina” junto a “la gracia de la griega”. [15]

El propio Cicerón, prototipo del perfecto romano y encarnación de las virtudes del ideal educativo de Roma, conoció perfectamente el latín y el griego, y él mismo fue el traductor al latín de los diálogos platónicos Protágoras y Timeo, entre otras obras importantes de la cultura griega.

La lengua hebrea se incorporó a la educación romana de forma aislada y sólo a partir del momento en que se produjeron las primeras conversiones de paganos cultos al cristianismo, ya que sólo el conocimiento de esta lengua garantizaba el acceso directo a la literalidad del antiguo texto sagrado, el llamado Viejo Testamento.

Fue, pues, únicamente por el propio peso específico del texto bíblico y por mediación del cristianismo como el hebreo —la lengua de una pequeña nación que nunca conoció una expansión imperial— pudo convertirse en lengua de cultura de obligado conocimiento en la que conocemos como civilización occidental. Apareció así, pues, esa figura del intelectual cristiano que tan frecuente llegó a ser en el Humanismo renacentista, es decir, la del políglota que dominaba las tres lenguas de cultura: latín, griego y hebreo.

El paradigma de esta clase de cristiano antiguo, precursor del moderno políglota, habría sido por supuesto San Jerónimo, el autor de la segunda gran traducción de la Biblia, la Vulgata latina, que pudo realizar todavía confrontando las versiones hebrea y griega. En cambio, muy poco después, en la primera mitad del siglo V, el más importante pensador cristiano, Agustín de Hipona, sólo conocía ya, además del latín, un poco de griego, simbolizando así el punto de arranque de lo que, a partir de ese momento, se iba a conocer como la cristiandad, es decir, de esa parte de Europa que desde la Antigüedad tardía hasta el siglo XVI estuvo vinculada por la común religión cristiana, pero también por el uso de una lengua única, la lengua común heredada del Imperio Romano: el latín.

Mientras que esto ocurría y el latín se convertía en la lengua hablada y escrita de la Europa cristiana, otro tanto estaba sucediendo con la lengua árabe en países y regiones del mundo tan alejados entre sí como Siria, Palestina o Al-Andalus. Al igual que habían hecho ya griegos y romanos, por donde quiera que extendieron su brazo militar, los habitantes de la Península Arábiga fueron imponiendo, siempre que fue necesario, su religión y, siempre y en todo caso, su lengua.

Tampoco ellos debieron de tener en mucho aprecio a las lenguas y naciones extranjeras, como lo prueba que llamaran bárbaros, en árabe bereberes, a los pueblos que se iban encontrando en su avance militar, en especial a los que más se les resistieron, como los del norte de África, que todavía hoy llevan ese nombre. Sin embargo, el caso de las regiones conquistadas en Asia fue algo diferente, pues éstas, lejos de ser, como la mayoría de las norteafricanas, naciones bárbaras desprovistas de cultura escrita, eran provincias orientales del antiguo Imperio romano, de civilización y habla predominantemente griegas.

Por lo mismo, y aunque también aquí se impuso el árabe a las poblaciones nativas (como lo prueba el que hoy las consideremos a todas naciones árabes), se produjo también un movimiento en dirección contraria: del árabe hacia el griego. Ocurrió, sobre todo, entre la minoría culta árabe, que, al igual que antes la romana, se sintió impelida a aprender griego a fin de traducir las grandes obras de su cultura, sobre todo de la científica, lo que haría que, hacia el siglo IX, como es bien sabido, Aristóteles fuera ya más conocido en la civilización musulmana de habla árabe que en la cristiana de habla latina.[16]

Pero, además, el azar quiso que en las tierras conquistadas por los árabes, tanto orientales como europeas y africanas, se encontraran viviendo desde antiguo comunidades judías procedentes de las diásporas de Palestina. Así, una buena parte de la diáspora hebrea tuvo de nuevo que hablar una lengua que no era la suya y que, sin embargo, acabó haciendo suya al usarla durante siglos no sólo en la comunicación cotidiana, sino en la científica y filosófica, “incluso —en palabras de Nehemías Alony— en el propio campo de la Biblia y del Talmud, de la religión y la lingüística”.[17]

De ahí la paradoja de que la Guía de perplejos, de Maimónides, la obra clave de la teología judía medieval, se escribiera originalmente en árabe. Sin embargo, en esta ocasión, a diferencia de lo que había ocurrido en el período alejandrino —cuando la mayoría de los judíos helenizados olvidó por completo el hebreo—, las comunidades judías, relativamente arabizadas en lo cultural, lograron conservar su lengua, y no sólo, como había sido habitual hasta entonces, para el uso religioso, sino también —y esto fue lo realmente nuevo— para el uso literario.

Los filósofos hebreos medievales escribirían en árabe, pero los grandes líricos hebreos del período —Yehudá ha-Levi, Moshe Ibn Gabirol, Moshe Ibn ‘Ezra—, lo hicieron siempre en hebreo y, por consiguiente, para lectores hebreos. Se produjo así lo que se conoce como el resurgimiento de la lengua hebrea, al que contribuyeron no sólo los poetas, sino también la importante generación de gramáticos judíos que, entre los siglos X al XII, se dedicó a fijar los fundamentos de la lengua hebrea, siguiendo los métodos y procedimientos de la gramática árabe. [18]

El renovado interés de los hebreos por el estudio de su lengua surgió, pues, en buena parte, del deseo de emular a los árabes en las disciplinas en que estos sobresalían.

Pero también fue un modo de enfrentarse y oponerse a ellos dentro de lo que por entonces era la habitual y continua “disputa de las culturas” (RL, 12), la versión medieval y, por tanto, genuina de lo que ahora se llama choque de civilizaciones.

Hay que tener en cuenta que, a fin de justificar su dominio político, religioso, cultural y lingüístico sobre las naciones conquistadas, los árabes habían elaborado un discurso legitimador, conocido como ‘arabiya, cuyo principio central era el de la superioridad de la nación árabe sobre todas las demás, en especial en cuatro aspectos: superioridad del linaje árabe sobre el de los demás pueblos, musulmanes o no; superioridad del Corán sobre los demás libros sagrados; superioridad de la poesía árabe; y superioridad de la lengua árabe (RL, 17-26).

A la hora de defender esta última tesis, la de la superioridad de la lengua árabe, los portavoces de la ‘arabiya manejaron argumentos religiosos —el árabe era la “lengua santa”, la lengua del Corán, la lengua en que Dios habló al Profeta, la lengua de los ángeles, etc.—, junto con otros más puramente gramaticales, como el de que era la lengua más rica léxicamente hablando (por la gran abundancia de sinónimos con que contaba), la más copiosa en metáforas, la más bella fonéticamente y, por último, la que tenía una estructura más lógica.[19]

Es muy posible, pues, que fuera de toda esta argumentación sobre las excelencias del árabe de donde se derivó el motivo de la “lengua perfecta” sobre el que versa el famoso libro de Umberto Eco, ya que, mucho antes que los cabalistas hebreos, los árabes ya habían especulado ampliamente con la idea de que existía una lengua perfecta desde el punto de vista gramatical, que coincidía, además, con la lengua santa. [20]

De hecho, según Nehemías Alony, fue sólo en respuesta a estas especulaciones árabes y en el contexto de la disputa entre las culturas, como hizo acto de presencia, en el seno del judaísmo, un discurso paralelo sobre las excelencias de la lengua hebrea. A partir del siglo X se hizo frecuente que los autores hebreos hicieran continuas referencias a la santidad de la lengua hebrea, no ya sólo como lengua del libro sagrado, sino como lengua elegida por Dios para hablar a Adán y Noé, y con la que se comunicaban los ángeles.

Aunque la idea no era del todo nueva y tenía, desde luego, algún que otro precedente en la literatura rabínica, sólo ahora —en el período de convivencia con los árabes— se convirtió en un argumento cardinal dentro del pensamiento hebreo.

Según escribió por entonces el gramático andalusí Menahem Ben Saruq, la lengua hebrea no era sólo la lengua santa, sino también “la lengua bella, la más selecta de entre todas las lenguas y la primera de todas las hablas”. [21]

Más trascendencia tendrían, con todo, las ideas del gran lírico Yehudá ha- Levi, según el cual aquella lengua única que se habló en toda la tierra antes de la catástrofe babélica no era otra que la hebrea. En palabras, más bellas que ciertas, del poeta: “La lengua hebrea fue la primera de las lenguas, la única lengua que imperó hasta la generación de la separación (de las gentes) cuando tuvo lugar la confusión de las lenguas” (RL, 142).

Otra respuesta también hebrea, pero más racional, a la concepción árabe de la lengua perfecta fue la del también poeta y ensayista Moshe Ibn ‘Ezra. Contenida en su tratado de poética Kitab al-Muhadara wal-Mudakara, el autor la redactó a comienzos del siglo XII cuando deambulaba por tierras de Castilla huyendo de los nuevos invasores almorávides.[22]

Este poeta granadino, perfecto conocedor del hebreo y el árabe y muy versado en la ciencia griega (adquirida seguramente a través de las traducciones y comentarios árabes), también se opuso radicalmente a la ‘arabiya, pero lo hizo sin entrar en especulaciones sobre cuál podía ser la lengua perfecta. Se limitó, pues, a realizar un detenido análisis de los recursos retóricos usados en la Biblia, a partir del cual se sintió autorizado a sostener que la lengua hebrea había sido, en el período de esplendor de la nación (en tiempos bíblicos), una lengua dotada de grandes riquezas y bellezas y, por lo mismo, perfectamente comparable a la árabe.

Al igual que otros autores de la época, Ibn ‘Ezra explicaba que la única causa del descuido y abandono en que había caído la otrora brillante lengua hebrea había sido el prolongado exilio y la consiguiente dispersión de sus hablantes: “Desde que se desmembró nuestro reino y se dividió nuestra diáspora, adoptamos nacionalidades e imitamos a las sectas, nos sometimos a sus modos y seguimos su conducta, nos hicimos a sus caracteres y hablamos en sus lenguas y adoptamos en las más de las circunstancias sus métodos” (KM, 28 y 25 v).

Sin ocultar sus intenciones, el autor hizo explícito que, si había hecho este estudio retórico-estilístico de los textos sagrados, había sido “para que no se piense de nosotros que estamos en inferioridad total frente a ellos y que sólo la lengua de los árabes se distingue por estas gracias y está exenta de imperfecciones, mientras que nuestra lengua carece de ellas” (KM, 116 v).

Sin embargo, a pesar de esta viva implicación en la disputa de las culturas, Moshe Ibn ‘Ezra evitó cuidadosamente referirse al hebreo como lengua “santa”, adjetivo que aplicó sólo al propio pueblo judío, al referirse a él como “la nación santa”. Se mantuvo así más cerca que Yehudá ha-Levi de la textualidad bíblica, para la cual lo que había de santo en la nación santa o pueblo elegido era el contenido de la Ley, no la lengua en que este contenido se había transmitido.

Por otro lado, tampoco entró en la polémica acerca de si el hebreo era o no la lengua del Paraíso o la que se habló antes de la caída de Babel. Desde su punto de vista, lo único importante era que el hebreo era la lengua en que se había escrito el texto sagrado. Por lo mismo, había desde luego que esforzarse en conservarla y preservarla, tal como se estaba haciendo ahora en Al-Andalus.

Pero, más allá del respeto que se le debía por ser la lengua del Libro y de los ancestros, la opinión de este pensador medieval fue que, al igual que cualquier otra, la lengua hebrea era sólo un sistema imperfecto de convenciones humanas, no algo perfecto y santo, dado directamente por Dios. En apoyo de esta tesis sobre la convencionalidad de las lenguas, Moshe Ibn ‘Ezra citaba un texto de Galeno, traducido al árabe con el título de Afdal al-Haya’at (Los mejores aspectos), que decía:

“La discrepancia de las gentes al dar nombre es cosa que no se puede reprochar, ya que cada uno llama a las cosas como quiere. Pero lo que más hay que considerar son los conceptos de que hablamos, no los nombres en sí” (KM, 23 v y 24).

De las dos posiciones hebreas, la ideológica de Yehudá ha-Levi y la racional de Moshe Ibn ‘Ezra, la que más fortuna tuvo en un primer momento fue la primera, que, tal como ha evidenciado Umberto Eco, fue la preferida por el misticismo cabalista y ejerció gran influencia en la especulación del humanismo cristiano sobre el hebreo como lengua originaria.[23]

No obstante, habría que recordar que la difusión de la Cábala no fue ni mucho menos lo único que motivó que el Occidente cristiano volviera a interesarse por el hebreo en el Renacimiento tras siglos de abandono.

Otros factores históricos debieron de contribuir igualmente al resurgimiento de la lengua hebrea en el ámbito de la cristiandad. Por ejemplo, sin el trabajo previamente realizado por los gramáticos andalusíes, habría sido mucho más difícil que la lengua hebrea hubiera podido convertirse en materia de aprendizaje.

Además, estaba el papel que el hebreo había desempeñado en la propia renovación cultural de Occidente, al servir de lengua mediadora en las escuelas medievales de traductores. Con todo, lo más importante debió de ser la irrupción del espíritu de la Reforma, que, al propugnar la lectura directa de la Biblia, hizo otra vez imprescindible el conocimiento de la lengua en que fue escrita originariamente.

Una figura que puede representar perfectamente el momento de este trascendental reencuentro cultural y lingüístico entre hebreos y cristianos es, por eso, la de fray Luis de León. No en balde fue una verdadera “lucha de las lenguas” —por decirlo con palabras de Colin P. Thompson— lo que acabó llevando a fray Luis a la cárcel tras un largo proceso inquisitorial.

Para entonces, tras la recuperación del hebreo como lengua de cultura de Occidente, las universidades cristianas de Europa contaban ya con cátedras de las tres lenguas antiguas: griego, latín y hebreo. Sin embargo, no todos eran partidarios de este innovador poliglotismo. En tanto que principal hebraísta del período, fray Luis tuvo, pues, que sufrir las consecuencias de la resistencia al nuevo espíritu humanista, encarnada en este caso por el catedrático de griego, León de Castro, partidario de que la Biblia se siguiera leyendo sólo en la Versión griega de los Setenta y, por tanto, radicalmente opuesto a que se leyera en el original hebreo.[24]

Poeta en castellano y conocedor de las tres grandes lenguas de cultura, fray Luis no era todavía lo que luego se llamaría un cosmopolita, pero sí era ya un políglota al estilo del Renacimiento, esto es, un humanista que sabía latín, griego y hebreo. De este uso concreto del término políglota da testimonio la llamada Biblia Políglota o de Amberes, que, obra del gran humanista español Arias Montano, era una edición multilingüe de la Biblia, con versiones en hebreo, latín y griego, además de algunos fragmentos en arameo.

No obstante, aunque no se tratara todavía de un cosmopolita al estilo de Goethe ni de un políglota moderno como Humboldt, la figura del políglota humanista fue bastante novedosa y rompedora para su tiempo.

Para valorarla en su justa medida, basta con recordar en qué había consistido, hasta hacía muy poco, el método de traducción de las escuelas medievales, donde lo habitual era que, para traducir del árabe al latín, tuvieran que trabajar en cooperación dos traductores: uno judío, que traducía del árabe al romance, y otro cristiano, que traducía del romance al latín. Los mejores traductores medievales dominaban, pues, en el caso de los cristianos, dos lenguas, la materna y el latín, y en el caso de los hebreos tres o, como mucho, cuatro: la romance, la hebrea y la árabe (y/o, en el caso de los afincados en tierras cristianas, el latín).

En cambio, en el Renacimiento, los grandes humanistas cristianos, como fray Luis, Vives o Arias Montano, y también los hebreos, como Spinoza, manejaban ya, como mínimo, cuatro lenguas: la materna, que todavía no se estudiaba, y las tres grandes lenguas de cultura en que consistía la formación lingüística de la época.

Fue precisamente Juan Luis Vives el que dio plasmación teórica a este plan renacentista de enseñanza de las lenguas, que incluía ya necesariamente el griego y el hebreo, pero que en su propuesta personal incluía también opcionalmente el árabe. Las razones que, según Vives, justificaban el estudio de estas cuatro lenguas eran muy diferentes en cada caso.

El griego había que saberlo para conocer mejor el latín y la cultura latina, puesto que ésta procedía por entero de los textos griegos. El hebreo, porque era la “lengua sagrada”, es decir, aquella en que estaba escrito el Viejo Testamento: el autor desaconsejaba, en cambio, la lectura de otros textos igualmente escritos en hebreo, cuyos contenidos podían ser peligrosos para la fe cristiana.[25]

En cuanto al árabe, que era la única de las cuatro que seguía siendo una lengua viva, si Vives recomendó su estudio no fue en tanto lengua de cultura ni porque la considerara necesaria para acceder a algún texto imprescindible —el Corán no lo era para el cristiano—, sino sólo para llevar a cabo una importante misión evangelizadora destinada a convertir a los musulmanes a la fe católica. [26]

El programa no incluía, en cambio, ninguna de las lenguas vivas del Occidente cristiano, puesto que, desde el punto de vista de Vives, férreo defensor del latín, éstas debían considerarse sólo lenguas vulgares, destinadas únicamente a la comunicación cotidiana y que, por lo mismo, no hacía falta estudiar.

Para comunicarse con ellas, bastaba con aprenderlas en la práctica, oyendo hablar a la gente: “Por lo que toca al lenguaje que anda en boca del vulgo, ninguna necesidad hay de formular reglas ni técnica alguna. Mejor y más rápidamente se aprenderá del mismo pueblo” (LD, 576).

El humanista se limitaba, pues, a aconsejar que se eligiera bien a las nodrizas y ayos que debían educar a los niños, para que en el trato con ellos no contrajeran vicios de pronunciación y se expresasen correctamente. (LD, 573)

La decisión de excluir las lenguas vulgares de las materias de aprendizaje tenía mucho que ver con la apuesta personal de Vives a favor de la preservación del latín como lengua común europea. Escrita ella misma en latín, su reflexión sobre la enseñanza de las lenguas puede considerarse, pues, el canto de cisne de la unidad medieval cristiano-latina, que en el momento

en que él escribía estaba ya muy amenazada por el imparable ascenso de las lenguas vernáculas.

A diferencia de Dante y Petrarca, de Juan de Valdés y hasta de algún discípulo suyo como Huarte de San Juan — todos ellos partidarios de usar y estudiar la lengua romance—, Vives se opuso al ascenso de las lenguas vernáculas a lenguas de cultura y defendió, por el contrario, que el latín se mantuviera como la única lengua de escritura de las nuevas naciones europeas.

Aunque a simple vista parecería una actitud meramente reaccionaria, lo cierto es que en este preciso instante, cuando la flamante y todavía algo frágil unidad europea ha hecho que vuelva a discutirse la necesidad de una lengua común europea (a esto y no a otra cosa estaría destinado el tantas veces citado libro de Eco, La búsqueda de la lengua perfecta), resulta posible quizás hacer una lectura algo más benévola del heroico y fracasado empeño de Vives por preservar la unidad europea en torno al latín.

Como ya dejaba ver su argumentación sobre lo conveniente que habría sido que musulmanes y cristianos hubiesen hablado una misma lengua, Vives estaba convencido de que lo mejor para los seres humanos era entenderse entre sí y de que el único medio con que contaban para esto era el lenguaje, concebido como “tesoro de la erudición” e “instrumento y enlace de la sociedad humana”.

De ahí que no dudara siquiera en enmendarle la plana al Dios Padre, al afirmar que “lo ideal” habría sido que “una sola fuese la lengua del linaje humano”.

Completamente ajeno al doble sentido del relato bíblico, que presentaba la confusión de las lenguas como algo directamente derivado de la voluntad de Dios (en desacuerdo con los hombres al respecto), Vives hacía una lectura típicamente cristiana y, por tanto, muy negativa de la situación post-babélica: “La pluralidad de las lenguas —sentenció— es consecuencia y castigo del pecado”.

Ahora bien, dado que en su opinión el pecado existió y puesto que la lengua común originaria se había perdido irremediablemente, el autor creía aconsejable que “al menos” existiera una lengua que pudiera usar “la mayoría de pueblos y naciones”. Desde su punto de vista, nada más lógico, además, que optar porque esa lengua común o vehicular fuese, precisamente, “la de los cristianos”, es decir, el latín, sobre cuyas excelencias y ventajas disertó, hay que decirlo, bastante razonablemente: “Esta lengua tiene la ventaja de estar difundida por muchas gentes y naciones, y de que apenas hay arte o ciencia que no tenga en ella sus monumentos literarios. Allende de esto, es rica porque está muy cultivada, pulida y bruñida por el ingenio de toda una pléyade de escritores; suena con blandura, tiene una gravedad no huraña” (LD, 573-574).

Vives rechazó explícitamente, en cambio, la posibilidad de considerarla “perfecta”, porque reservaba este calificativo a la lengua de Adán en el Paraíso (caso de que ésta hubiese sido, como algunos decían, una lengua motivada).

Pese a lo fundamentado de sus argumentos a favor del latín, esta lengua tenía el no pequeño inconveniente de ser ya en ese momento sólo una lengua de escritura, cuyo conocimiento estaba en realidad reservado a los sabios y los hombres cultos de Europa. La más importante ventaja que le encontraba Vives, es decir, la de “estar difundida por muchas gentes y naciones” era, pues, una verdad a medias.

Además, en el momento en que él escribía, las lenguas vernáculas le estaban ya disputando al latín su privilegiado puesto como lengua de cultura y escritura de toda la cristiandad, lo que explica precisamente el contenido de la severa advertencia que el humanista dirigió a sus lectores en relación precisamente con el descuido de la lengua latina: “Pecado fuera no cultivarla ni conservarla”.

En opinión de Vives, las elites europeas no debían ceder a la tentación de usar las lenguas vernáculas más allá de la comunicación cotidiana. Si el latín desaparecía como lengua común de la cristiandad, la sociedad europea se vería conducida a una nueva y mucho más desastrosa confusio linguarum que la vivida por los antiguos hebreos: “Su pérdida—vaticinó— ocasionaría una confusión caótica en todas las disciplinas y un disturbio y desconcierto enormes en la sociedad, por la ignorancia de las lenguas” (LD, 574).

Tal como Vives pronosticó, el ascenso de las lenguas vernáculas hizo que las elites europeas dejaran de entenderse entre sí y, por lo mismo, supuso el punto de partida para el proceso de nacionalización cultural, de resultas del cual Europa acabaría convertida en lo que es hoy, es decir, un mosaico de lenguas y culturas diferenciadas. En el siglo XVIII sería ya muy frecuente encontrarse con que los cultivadores de una disciplina conocieran de ella sólo lo que se producía en su propio país y lengua. Pero fue también en este siglo cuando se produjeron las primeras reacciones al cada vez más evidente aislamiento cultural de las naciones y se fue generando, así, el moderno ideal cosmopolita.

La diferencia con el antiguo residía en que, mientras que Filón había sido, en verdad, ciudadano de todo un mundo (el del Imperio), el nuevo cosmopolita europeo lo era sólo de una nación. Ahora bien, abrazar este ideal implicaba precisamente la convicción de que, aun perteneciendo a una nación determinada y hablando una lengua nacional, se podía escapar a la fatalidad del particularismo mediante el recurso de adentrarse, a través de viajes o estudios, en otras lenguas y culturas europeas o del mundo.

Por ello, desde que autores como Wilhelm von Humboldt o Goethe formularon sus respectivas propuestas de comparatismo lingüístico y literario, la pluralidad de las lenguas y culturas se dejó de ver sólo en términos de castigo, para empezar a entenderse también como un fenómeno positivo, signo evidente de multiplicidad y riqueza.

Pero también se empezó a pensar que el intelectual podía y debía adueñarse de esas riquezas, para lo cual debía trascender las fronteras de su cultura y lengua propias y abrirse a las otras, llevando la mirada más allá de su entorno inmediato. De ahí que la vieja y denostada figura del judío errante —que en la teología católica medieval representaba al eterno desterrado, condenado a vagar por su pecado— dejara de ser vista en términos meramente negativos, para convertirse, en cambio, sobre todo a partir del siglo XX, en modelo positivo y prototipo del moderno cosmopolita.

En realidad, las razones por las que la mayoría de los judíos centroeuropeos hablaba más de una lengua seguían teniendo mucho más que ver con su condición de eternos desterrados (o de modernos desplazados) que con el anhelo de convertirse en ciudadanos del mundo.

Pero esto no ha sido óbice para que la figura del judío desarraigado y políglota haya desempeñado un papel decisivo en el imaginario europeo de las últimas décadas y contribuido, así, a crear la actual imagen positiva de esa Europa multilingüe y pluricultural que, haciendo de la necesidad virtud, celebra entusiastamente su diversidad y hasta, como ocurre en el caso de Steiner, la erige en el ingrediente esencial de su identidad, definida por oposición a la presunta uniformidad angloamericana.


[1] PLATÓN, Cratilo, o de la exactitud de las palabras, 433 e/ 434 e. Los diálogos platónicos se citarán siempre por Obras Completas, trad. de J. A. Míguez et al., Aguilar, Madrid, 1990.

[2] ARISTÓTELES, Poética, 1457 b, trad. de A. González Pérez, Editora Nacional, Madrid, 1982.

[3] Ni la Poética ni la Retórica extraen sus paradigmas de otra lengua o literatura que no sea la griega. Se trataría, pues, de una teoría demasiado particularista. Aristóteles, indiscutible fundador de la estética y la teoría literaria, no habría sido, en modo alguno, el padre del comparatismo.

[4] El término que usaban los griegos para referirse a las naciones extranjeras, bárbaros (hoy sinónimo de incivilizado), aludía precisamente al habla de los extranjeros, en la que se veía sólo un baba, un habla balbuciente, como la del niño desprovisto de razón. Véase U. ECO, La búsqueda de la lengua perfecta, trad. de M. Pons, Mondadori, Barcelona, 1994, pp. 21-22.

[5] “Y dijo el Eterno: ‘He aquí un pueblo y una lengua para todos ellos. Esto ya lo han empezado a hacer. ¿Acaso nada les impedirá hacer cualquier cosa que proyecten? Bajemos entonces y confundamos su lengua, para que no puedan entenderse más entre sí” (Génesis, 11:6-7; se cita según el texto de la Biblia hebrea de La Biblia, trad. De M. Katznelson, El Árbol de la Vida, Tel-Aviv, 1986).

[6] El nombre de Babilonia procedía de la forma acadia Bab-Ili (“Puerta de Dios”). Al llamarla Babel, porque “allí el Eterno creó confusión de lenguas en la tierra”, el texto bíblico estaba proponiendo su propia etimología, derivando el nombre de la ciudad del hebreo balal (“confundir”) (véase R. GRAVES Y R. PATAL, Los mitos hebreos, trad. de L. Echávarri, Alianza, Madrid, 1986, p. 114).

[7] La tesis de que la pluralidad lingüística no sería sólo un castigo, sino también una bendición, es de origen humboldtiano, pero ha sido sólo en las últimas décadas cuando se ha empezado a obviar completamente la dimensión elegíaca del mito. Para este tipo de lectura celebratoria, véase: G. STEINER, Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, trad. de A. Castañón, Fondo de Cultura Económica, México, 1980, pp. 77 y ss., 139 y ss., y, sobre todo, el desmedido elogio de Babel en La idea de Europa, trad. de M. Cóndor, Siruela, Madrid, 2005, pp. 71-73.

[8] UMBERTO ECO, La búsqueda de la lengua perfecta, pp. 33-54.

[9] Abraham era, según el Génesis, un lejano descendiente de Noé, del linaje de su hijo Sem. El nombre del patriarca comparte con el de la lengua hebrea, el ‘ibrit, el grupo consonántico br, contenido igualmente en el nombre del pueblo hebreo y en el de la ciudad de Hebrón, la primera que compró y que dejó en heredad a sus descendientes. El origen de la lengua hebrea habría estado, pues, en lo que Herder llamó una “lengua de familia” (J. G. HERDER, ‘Ensayo sobre el origen del lenguaje’, trad. de P. Ribas, en Obra selecta, Alfaguara, Madrid, 1982, pp. 208-215).

[10] Puesto a elegir entre emigrar o morir, Sócrates optaba por la muerte, que consideraba preferible al desarraigo: “Bonita vida sería la mía, saliendo a mis años de Atenas, yendo de ciudad en ciudad y arrojado de todas partes” (Defensa de Sócrates, 36 e/38 c).

[11] “Y los egipcios hacían servir a los hijos de Israel con todo rigor, amargándoles la vida con pesados trabajos (de construcción), con barro y con ladrillos y con duras faenas en el campo” (Éxodo, 1:13-14).

[12] FILÓN, De opificio mundi, 3. Véase Les oeuvres de Philon d’Alexandrie, éd. De R. Arnaldez, C. Mondésert y J. Pouilloux, Cerf, París, 1961, vol. I.

[13] “Ama el género humano”, escribió, por ejemplo, el emperador Marco Aurelio. A él pertenecen también estas palabras, representativas de la cosmovisión estoica: “De la misma forma que una sola tierra es para todos los terrestres, vemos con una sola luz y respiramos un solo aire todos cuantos pueden ver y son animados” (MARCO AURELIO, Meditaciones, 7.31 y 9.8, trad. de F. Cortés y M. J. Rodríguez, Cátedra, Madrid, 2001).

[14] Me refiero a la famosa máxima de Marco Aurelio: “Mi ciudad y mi patria, como Antonino, es Roma. Como hombre, es el universo. Por tanto, las que son beneficiosas para esas ciudades, sólo ésas considero que son buenas” (MARCO AURELIO, Meditaciones, 6.44).

[15] SÉNECA, ‘Consolación a Polibio’, en Diálogos, Gredos, trad. de I. Mariné, Madrid, 1996, p. 129.

[16] Lo mismo hicieron con las obras escritas en siríaco, persa y latín. Los árabes fueron, pues, grandes traductores. De ahí que, en el contexto de la controversia entre las tres culturas, se les acusase de dominar sólo las técnicas de la palabra y de no haber tenido parte alguna en el nacimiento del saber científico y filosófico, incautado mediante el plagio y la traducción (véase MOSHE IBN ‘EZRA, Kitab al- Muhadara wal-Mudakara, ed. y trad. de M. Abumalham, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1986 Vol. II, 21; en adelante: KM y p. citada).

[17] N. ALONY, El resurgimiento de la lengua hebrea en Al-Andalus, trad. de A. Peral y C. del Valle, Aben Ezra, Madrid, 1995, p. 13 (en adelante: RL y pasaje citado).

[18] La filología árabe había nacido en el siglo VIII en Basora, Kufa y Bagdad, y fue a mediados del siglo X cuando se extendió a Al-Andalus. En cuanto a la hebrea, la figura decisiva fue la del gaón Sa’adia, nacido en Egipto y “cabeza indiscutible del judaísmo de Babilonia durante la primera mitad del siglo X” (Á. SÁENZBADILLOS Y J. TARGARONA BORRÁS, Gramáticos hebreos de Al-Andalus (Siglos X-XII), El Almendro, Córdoba, 1988, p. 12).

[19] Para un resumen más completo de los argumentos ideológicos sobre la perfección de la lengua árabe, véase N. ALONY, El resurgimiento de la lengua hebrea en Al-Andalus, pp. 22-24.

[20] Cf. con U. ECO, La búsqueda de la lengua perfecta, pp. 33-39. El autor no dice aquí que el motivo fuese de origen hebreo, pero como su búsqueda de la lengua perfecta en Europa arranca en el Renacimiento y omite el papel de los ideólogos árabes, parece atribuir la idea a los cabalistas hebreos.

[21] MENAHEM BEN SARUQ, ‘Mahberet’, trad. de C. del Valle Rodríguez, en La escuela hebrea de Córdoba. Los orígenes de la Escuela filológica hebrea de Córdoba, Editora Nacional, Madrid, 1981, pp. 378 y ss.

[22] Moshe Ibn ‘Ezra nació en una época desfavorable para la comunidad judía de la Granada árabe. Durante su infancia, en 1066, tuvo lugar el asesinato de su correligionario y primer visir Yosef Ibn Nagrella, hijo del aún más famoso visir y poeta Shemuel Ibn Nagrella. Tras el que fue el más importante pogromo de la historia de la Granada árabe, con casi cuatro mil víctimas, su familia se trasladó a Lucena. Ya en la edad adulta, el autor tuvo que huir a tierras cristianas a consecuencia de la invasión almorávide, también adversa a los judíos (D. GONZALO MAESO, Garnata al-Yahud. Granada en la historia del judaísmo español, ed. de M. E. Varela Moreno, Universidad de Granada, Granada, 1963, p. 74).

[23] U. ECO, La búsqueda de la lengua perfecta, p. 33.

[24] Véase C. P. THOMPSON, La lucha de las lenguas. Fray Luis de León y el Siglo de Oro en España, Consejería de Educación y Cultura, Junta de Castilla y León, 1995.

[25] J. L. VIVES, De la verdad de la fe cristiana (“Libro tercero: Contra los judíos: Jesucristo es el Mesías”), en Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1948, pp. 1515 y ss.

[26] Transcribo el pasaje en que Vives argumentó la conveniencia de estudiar árabe: “Para la propagación de la fe es de incalculable utilidad que los hombres se entiendan mutuamente. Pluguiera al Cielo que los musulmanes y nosotros tuviéramos una lengua común. Yo me atrevería a esperar que en un espacio de tiempo relativamente breve muchos de ellos se acogerían a nuestro símbolo… Por esto mi gran deseo sería que se establecieran en la mayoría de nuestras ciudades colegios de lenguas, no solamente de las tres consabidas: latina, griega y hebrea, sino también de la arábiga…” (J. L. VIVES, Las disciplinas, en Obras Completas, p. 574; en adelante: LD y p. citada).

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