No hay ninguna duda de que por muchas razones el año 1989 ha sido una gran ocasión fallida, «la ocasión» –como escribe Micromega– «de liberarse de las deformaciones autoritarias y totalitarias recuperando las tradiciones heréticas libertarias del pensamiento comunista y socialista, la ocasión de salir de las crisis de la URSS “por la izquierda”, al estar todavía en pie todas las razones de un empeño político por la igualdad, la justicia y la libertad que finalmente se habría podido expresar sin el lastre soviético».
Y es también verdad que por lo general el «socialismo real», con su desmoronamiento, arrastró consigo a toda la izquierda, que ha girado hacia la derecha con las diversas «terceras vías».
El hecho de volver a recorrer hoy los sucesos de aquella caída del Muro debería, en mi opinión, permitirnos superar las ingenuas interpretaciones que lo han situado en un contexto distinto, proporcionando la imagen de una especia de relámpago en un cielo sereno.
Micromega hace bien, en sus preguntas, en focalizar la cuestión del disenso en el interior del llamado socialismo real. El no haber escuchado aquellas voces con la debida seriedad crítica ha hecho que la crisis de los regímenes autoritarios del Este fuese percibida como inesperada. ¡Se veía venir el colapso del 89!
A finales de los años setenta nos encontrábamos ya frente a un vuelco que asume el tono del sarcasmo. Asistíamos por tanto a un movimiento paradójico, casi diría a un quiasmo, entre el campo del comunismo –nacido ante la historia como la quintaesencia del internacionalismo, que se descomponía en contraposiciones incurables, en guerras entre China, Vietnam, Camboya, en diferencias entre la URSS y China, entre eurocomunismo y degeneraciones autoritarias y policiales en la Europa del Este– y un mundo llamado occidental que experimentaba estrategias transnacionales que se encaminaban en la dirección de una globalización en cuyo centro se situaban las nuevas técnicas de comunicación.
Este proceso y el repentino golpe de la protesta interna y externa habían ya puesto en evidencia la pérdida de centralidad del mundo comunista, y tenían que haber hecho comprender a tiempo que se encontraban ante un declive inexorable. Lo repito: ¡Se veía venir el colapso del 89! Los partidarios de un comunismo nacional que podría haber sobrevivido a la caída de la Casa madre no verán, ni siquiera más tarde, que con el fracaso del internacionalismo la esencia se había ido, la raíz vital de un movimiento que, precisamente gracias a esa raíz internacionalista, había cambiado la historia del siglo XX. Es verdad que no desaparecían todas las aspiraciones, pero cambiaba el escenario histórico en el que esas aspiraciones podrían haber sobrevivido. La reducción de este terremoto a la cuestión de la defensa de un nombre sólo parecerá la manifestación de una mitología infantil, que no se dará cuenta de que las denominaciones, por mucho menos, ya habían cambiado desde la transformación de socialdemócrata a la comunista, buscada por Lenin.
En realidad el auténtico problema sobre el que se tenía que haber reflexionado es que el comunismo, entendido como movimiento real, estaba perdiendo desde hacía ya tiempo su vocación universal, destinada a la liberación humana. Desaparecía definitivamente el proyecto alternativo del comunismo y se reforzaba la globalización occidental, destinada a marcar nuestro tiempo con su fuerza expansiva y sus nuevas y profundas contradicciones.
En el terreno de la cultura comenzó a dejarse sentir el límite no secundario de una parte significativa de las viejas ideologías de izquierda. El de una idea lineal del progreso, que se basaba en la fe en los fines últimos de la historia y en una visión decididamente teleológica, en contradicción con todo el pensamiento moderno, abiertamente crítico respecto a toda forma de finalismo inherente a la naturaleza y a la misma historia. Además, como he subrayado ya en otras ocasiones, la hegemonía del llamado Occidente no se basaba simplemente en la fortaleza industrial, financiera y militar, sino sobre múltiples instrumentos y recursos económicos y culturales que soportaban un sistema internacional multilateral. No nos encontrábamos ya solo ante la contraposición de aparatos coercitivos. Cada vez más aparecía como decisiva la existente entre los aparatos de hegemonía. Y todo ello mientras en el campo del socialismo real se pagaban las antinomias no resueltas que funcionaban en las tripas del propio sistema. En definitiva, desde hacía ya tiempo estaba en marcha una incesante decadencia incrementada por la continua actividad de erosión de la carcoma, de lo que ya hablé en mi libro sobre el eclipse de la izquierda [La lunga eclissi. Passato e presente del dramma della sinistra, Sellerio, palermo, 2018], y que fue anulando progresivamente toda capacidad hegemónica por parte de una ideología que había levantado auténticos muros dogmáticos ante los desarrollos de la modernidad.
Sin embargo, hay que subrayar que, hablando de la forma en que el mundo de la izquierda occidental reaccionó ante 1989, lo que ha sucedido en Italia merece un discurso separado. De hecho, es solo en nuestro país donde coincide la caída del Muro con la transformación del partido comunista más grande de Occidente. Esta transformación, sea cual sea el juicio que de ella se haga, representó el testimonio de una gran e inmediata reactividad a aquella caída y marcó uno de los eventos más importantes de la historia de la izquierda de la postguerra. La fecha de la Bolognina está indisolublemente ligada a la de la caída del Muro. Por esto responderé indirectamente a las preguntas y a las interesantes sugerencias presentadas por vuestra revista siguiendo como hilo conductor los sucesos que llevaron a la svolta de la Bolognina. El hilo conductor de un intento de salida de izquierda de las ruinas del comunismo, que fue en gran parte combatido y pirateado desde el interior.
Fueron muchos los intentos de nuevo comienzo que circularon por Europa y fue en Italia donde se experimentó el más significativo. Pero todos tuvieron un defecto fundamental, el de no haber elaborado el luto con la debida atención. También en Italia, a pesar de notables innovaciones, la llama de los males del pasado, aunque claramente sofocada, continuó abrasando bajo las cenizas, manteniendo la retórica nostálgica del hermoso tiempo perdido. Visto desde esta perspectiva, estoy convencido de que los sucesos del comunismo italiano nos dan un punto de observación privilegiado. No por casualidad ha sido en Italia donde se ha experimentado el único suceso de huida consciente y voluntaria de aquella experiencia.
Apenas habían comenzado los primeros golpes a aquel Muro cuando declaré que estaban cambiando todos los parámetros que habían marcado los trazos fundamentales de la geopolítica del planeta. Y, a diferencia de muchos comentaristas, puse pronto en evidencia que estaba cayendo no solo el comunismo sino el modo mismo de ser y de hacer política de los principales protagonistas que se habían definido en contraposición, o como escudo, al comunismo.
Sin embargo, la cosa más extravagante es que, a la izquierda, ha hecho falta una treintena de años para darse plenamente cuenta. De hecho, solo los últimos sucesos europeos y mundiales nos han situado brutalmente ante el tema del eclipse de la izquierda a escala mundial. Un eclipse que puede ser leído en filigrana con la crisis del comunismo y la expansión de la globalización en dirección neoliberal y que ha hecho surgir nuevas tendencias populistas. El drama, por tanto, viene de lejos, del «fin de la política» del siglo XX, que puede remontarse a la caída del Muro de Berlín.
Desde entonces todos los parámetros de la vieja política se han trastocado de hecho poniendo en crisis tanto a la izquierda reformista como a la radical. Uno de los motivos de esta crisis, aunque no sea completo, es que hemos tardado, como había indicado desde los primeros instantes de la svolta del 89, en comprender que había que ir más allá de las viejas ideologías del siglo XX.
Los acontecimientos europeos, aun con soluciones lamentablemente insatisfactorias, se encargaron de dar la razón a aquella intuición. No puede dejarse de ver que la importancia de aquella caída está en el paso histórico de un mundo gobernado por la confrontación entre dos bloques opuestos a un mundo caracterizado por la expansión de la globalización, con sus luces y sombras, y por el ocaso de las viejas ideologías.
La Unión europea, y respondo así a vuestras preguntas, ha tenido un doble papel. En un primer momento, uno positivo: favorecer un clima de paz y colaboración en el marco de un notable impulso a las instituciones democráticas bajo el signo de una democracia liberal, hoy abiertamente combatida por la denominada democracia autoritaria.
En un segundo momento, uno claramente negativo caracterizado por la subalternidad a una visión neoliberal de la globalización y por haber subordinado la necesaria política de profundización de las instituciones en la dirección de los Estados unidos de Europa a una irreflexiva política de ampliación de la UE.
En Italia, se puede decir que se ha producido la más espectacular superación de todos los algoritmos de la política del pasado. El panorama político es completamente irreconocible: la ola de fondo ha erradicado a todas las fuerzas que basaban sus raíces en el siglo XX, fueran estas socialistas, centristas o moderadas de centro-derecha. Esto explica el desconcierto que padecen muchos ciudadanos. Por esto sugeriría no limitarse en este treinta aniversario solo a la celebración de una fecha. Hay que reanudar el hilo entre aquel pasado y el presente.
Para ese fin me parece útil recordar que la svolta de la Bolognina tuvo lugar antes del definitivo derrumbe de la URSS y del campo socialista, y que el pronóstico del final de aquel equilibrio mundial no podía dejarnos indiferentes. Tal afirmación significaba supuestamente encerrar en un contexto provincial la historia del movimiento comunista internacional del que forma parte integrante la indudable originalidad italiana.
Éramos diferentes, pero no inocentes. El comunismo nació como movimiento internacional y murió como movimiento internacional, independientemente de la svolta. Diferentes han sido las formas de salida de sus escombros. La italiana, si la comparamos con otros países, aunque marcada con defectos, hundimientos, posteriores degeneraciones y engañosas desviaciones, ha sido la más digna.
Con acierto se nos pregunta acerca de cómo es posible que precisamente allí donde el disenso democrático al régimen soviético fue más fuerte se asista hoy a una peligrosa deriva autoritaria. Yo diría que las soluciones en la madre patria del comunismo han sido desconcertantes y en casi todo el campo socialista han dado vida a soluciones autoritarias y de derecha. Esta, en mi opinión, es la prueba de que desde hace tiempo los llamados países socialistas no tenían nada que ver con el socialismo. Esto plantea la seria sospecha de que durante el tiempo precedente no se habían tirado las semillas de una cultura democrática y socialista.
En esencia, hemos aistido a una fuerte regresión, caracterizada, como sostiene el economista francés Thomas Piketty, por la combinación del éxito de las doctrinas conservadoras de la Reagan-economía y el colapso de la Unión Soviética, es decir, de dos acontecimientos que han suscitado una exagerada confianza en la autorregulación del mercado, precisamente en Rusia donde, entre otros, todos los recursos naturales están en manos de diez oligarcas.
Al mismo tiempo las políticas sociales del siglo socialdemócrata han sido sometidas a dura prueba por aquella caída, y al difundido pensamiento único neoliberal se han contrapuesto, durante demasiado tiempo, solo movimientos populistas de derecha y movimientos de protesta de izquierda que no reivindican ni el nombre ni la tradición del movimiento comunista; e incluso aquellos que los reivindican se esconden tras denominaciones diferentes. Hoy es evidente que era muy difícil, si no extravagante, creer en un nacional-comunismo completamente italiano en la era de la globalización y en un mundo que estaba cambiando todos los pilares de la política del siglo XX.
Precisamente entonces no se advirtió el alcance de aquel cambio. No se comprendió que aquellos acontecimientos no tenían que ver solo con los comunistas. Durante los días de aquella svolta dije, ante la incredulidad general, que la campana del nuevo comienzo sonaba para todos. Hoy, si observamos el panorama político que nos rodea, vemos que no queda traza de lo que existía antes de la caída del Muro.
Al mismo tiempo no podemos dejar de darnos cuenta de que toda la reorganización de las fuerzas políticas ha estado inducida o influida por aquel giro. Así ha ocurrido en la derecha con la transformación del Movimiento social, en el centro con el paso de la Democracia cristiana al Partido popular y con el consiguiente final de la unidad política de los católicos. Sin aquella svolta no habría nacido el Olivo.
Naturalmente no todo anduvo bien en la izquierda. No se comprendió que había que salir por la izquierda del derrumbe del comunismo, mediante una redefinición política e ideológica de ese campo. No se trató, como alguno pretende, del día del coraje, de la sublime improvisación que llevó al inexorable y precipitado final del comunismo.
No fue una casualidad que me dirigiera, primero, a los partisanos de la Bolognina. Esa elección implicaba un «nuevo comienzo» de la izquierda que ya no se refería a una única matriz histórica, la comunista, sino que abarcaba el horizonte más amplio de todo el reformismo, laico y católico, del que era rico el paisaje político y de ideas italiano. ¿No era este quizás el testimonio de una cultura política que debía ser cultivada y cosechada? Toda la historia de la traición de la cultura democrática del antifascismo por parte del comunismo internacional de matriz soviética demuestra que no se trató de una elección banal sino de una consciente visión cultural.
En la caída del Muro vemos sustancialmente una potencial liberación de nuevas energías: caía no solo el muro de piedra sino también el muro ideológico que había dividido, en Italia, a los diversos reformismos de nuestra rica tradición política. «Existe la posibilidad», dije entonces, «de recoger nuevas energías, pero también veo la posibilidad de volver a poner en marcha a todas las fuerzas dispersas de una izquierda difusa, de una izquierda sumergida y abatida.
Lo que nos debe guiar es una gran visión, la visión de una gran fuerza democrática que responda a las demandas de la nación […] asumiendo también una función más general de recomposición de la izquierda». La fecha de la Bolognina está indisolublemente ligada a la de la caída del Muro porque, como se puede ver, aquella propuesta de cambio no partía de mezquinos cálculos provincianos; al contrario, estábamos orgullosos de nuestras ideas y de nuestra función.
Nuestra reflexión nacía de algo mucho más importante, de una mutación de la realidad del mundo. Teníamos tras nuestras espaldas años de investigación, de duras autocríticas y de grandes cambios. En aquel informe en el que se proponía la apertura de una constituyente para la formación de un nuevo sujeto político, se hablaba ya de la exigencia de democratizar la globalización, de una new governance del mundo, de la unificación de Alemania, de la centralidad de la integración europea y se preconizaba, a pesar de la incredulidad general, el cambio de todo el panorama político nacional. De ahí que hiciera falta imaginar nuevas rutas con el fin de llegar al objetivo: la fecunda contaminación entre las diversas culturas reformadoras. Subrayo: fecunda contaminación al servicio de una verdadera recomposición unitaria de los diversos reformismos laicos y católicos y no de la multiforme repetición de simples carteles electorales o de fusiones en frío.
Naturalmente no todo funcionó de acuerdo con el proyecto. Caímos atrapados por el tormentoso asunto del nombre. Lo cual fue engañoso en comparación con las perspectivas verdaderas y mucho más completas en las que habría valido la pena centrar la atención. Si nos fijamos en los textos, el punto central de mi propuesta al partido y a la izquierda en su conjunto no era el cambio de nombre, sino el de un proceso constituyente para una nueva formación política que necesariamente requeriría nuevas identidades simbólicas.
Sin embargo, todo se redujo al drama del nombre. De esta forma se ironizó sobre la primacía de la «cosa» olvidándose del dicho, se supone que aprendido en la escuela, según el cual «nomina sunt consequentia rerum». Lo cual fue un testimonio de la necesidad de una prioridad. Y es que no se trataba simplemente de un cambio de nombre efímero, sino de una nueva estrategia.
Al esbozar el camino de lo que debería haber sido el futuro partido democrático y del progreso, afirmaba la necesidad de un verdadero proceso unitario. Lo que significaba la voluntad de poner nuestra fuerza autónoma al servicio de la recomposición unitaria de la izquierda.
Pero la cuestión central que proponía la svolta –un proceso constituyente de las fuerzas reformistas y reformadoras sobre la base de una contaminación capaz de permitir la convivencia de los diversos reformismos– fue ignorada. No se desarrolló un auténtico proceso constituyente con fuerzas externas.
Y precisamente se frenó esta opción de forma activa a través de un comportamiento hostil hacia todo aquel que se acercase desde posiciones externas. Si se excluye la fase extremadamente dichosa del primer Olivo, no por casualidad combatida desde el propio interno, se prefirió ir por el camino catastrófico que condujo a los estados críticos de los que hoy día somos espectadores. Se escogió, tanto en la izquierda reformista como en la radical, la vía de las rupturas de la izquierda y de las fusiones burocráticas entre despojos de aparatos, provocadores en numerosas ocasiones. No se quiso tener en cuenta la palabra clave: contaminación. La posición de aquellos que querían marchar de acuerdo con los pilares claramente definidos por la Bolognina fue derrotada.
Pero –precisamente porque no soy propenso a dejarme llevar por la mística de la derrota– sigo pensando, para evitar equívocos, que teníamos razones de sobra. Como lo vienen demostrando las contumaces réplicas de la historia. Por ello creo que el camino que hay que recorrer continúa siendo el de la reorganización global del reformismo y de las fuerzas democráticas que, naturalmente, no puede quedarse en la mera ingeniería organizativa sino, al contrario, debe tomar impulso a partir de una nueva svolta en el proyecto de la izquierda y de toda la democracia militante, por un salto cultural, un proceso constituyente de las ideas, como entonces dije, por la movilización de un saber renovado que todos juntos, y de forma autocrítica, estábamos, y todavía hoy, estamos llamados a elaborar.
Por eso creo que todavía es posible confiar en un cambio siempre que la socialdemocracia se comprometa a fin de salir de un eclipse que espero no sea eterno. Pero para salir del mismo es necesario pensar en algo radicalmente nuevo
¿De dónde debe volver a partir la izquierda? Los asuntos son muchos y merecerían un ensayo aparte. Pero sería importante tener la conciencia de la necesaria radicalidad en la búsqueda de ideas. Una búsqueda que tenga como faro el de la efectiva liberación humana, más allá de cualquier distinción entre democracia formal y democracia real y cualquier hipótesis de tercera vía.
[Artículo publicado originalmente en la revista Micromega 6/2019. Esta publicación en castellano, con traducción de Javier Aristu, cuenta con el acuerdo de Micromega y del propio autor]
Achille Occhetto. Fue secretario general del PCI a partir de 1988. Tras la caída del Muro de Berlín propuso un cambio de rumbo (svolta) del partido a fin de constituir una nueva formación política de la izquierda italiana. El PCI se disolvió en 1991 en el nuevo partido PDS. La propuesta de Occhetto se planteó por primera vez en un mitin en el recinto llamado de la Bolognina (en Bologna, región de Emilia-Romagna) ante un público de antiguos guerrilleros de la resistencia. Por dar mayor énfasis a la fuerza simbólica del cambio de estrategia, hemos preferido mantener el original italiano svolta (traducido al castellano como cambio de rumbo, giro), dado que ha pasado a la historia de la cultura política italiana como significado de una histórica modificación de la estrategia de un partido político. Así fue en el PCI, primero con la svolta di Salerno propiciada por Togliatti en 1944 en esa ciudad y, ya en 1989, con la nueva estrategia y el cambio de denominación del PCI auspiciado por Occhetto.