La reflexión que hacíamos en torno al significado de las migraciones globales es importante, porque nos conecta directamente con uno de los temas centrales a ser discutidos en este volumen: el concepto de «poscolonialidad» o, más precisamente, el carácter de las así llamadas «teorías poscoloniales».
¿Qué ocurre cuando inmigrantes o hijos de inmigrantes turcos, indios, africanos o latinoamericanos empiezan a ganar posiciones de influencia en universidades del primer mundo? ¿Qué desplazamiento discursivo se produce cuando éstos académicos procuran dar cuenta de la condición subalterna en que se encuentran tanto sus localidades de origen con respecto a los centros metropolitanos, como la comunidad de inmigrantes al interior de estos mismos centros? Una respuesta podría ser que conceptos tales como «Tercer Mundo», «colonialismo» e «intelectualidad crítica» empiezan a experimentar una trans- localización discursiva.
Durante los años sesenta y setenta la conceptualización del colonialismo, estimulada por los procesos de «liberación nacional» que se vivían en Asia y en África, giraba en torno a dos ejes principales: el estado metropolitano y el estado nacional-popular.
Ambos ejes eran considerados antitéticos: mientras que el estado metropolitano era visto como agente del imperialismo y la explotación, el estado nacional-popular era tenido como agente de liberación y descolonización en el «tercer mundo».
Naturalmente, esta perspectiva cambia en el momento en que el problema se piensa desde el interior de las «zonas de contacto», es decir, desde el momento en que los subalternos se encuentran atravesados por redes globales que los vinculan tanto a la metrópoli como a la periferia, así como por exclusiones de tipo económico, racial y sexual que operan más allá y más acá de la «nación».
Además, el asunto se complica cuando los académicos que teorizan estos problemas empiezan a ser conscientes de que están hablando desde una doble posición hegemónica: por un lado, la hegemonía frente a sus localidades de origen debido a su condición de personas que viven y trabajan en universidades elitistas del primer mundo; por el otro, la hegemonía que les garantiza el saber y la letra frente a los otros inmigrantes, la mayoría de los cuales luchan diariamente por sobrevivir en el sector de servicios.
Tal situación obliga a revisar el papel que las narrativas anticolonialistas y tercermundistas habían asignado al «intelectual crítico» y a buscar nuevas formas de concebir la relación entre teoría y praxis.
Las llamadas «teorías poscoloniales» nacen precisamente como resultado de las tensiones generadas por estos problemas ([1]). Por ser ya un resultado de procesos enteramente globales y de la trans- localización discursiva a ellos vinculada, las teorías poscoloniales se diferencian (tanto material como formalmente) de las narrativas anticolonialistas que siempre acompañaron a la occidentalización (cf. Moore-Gilbert 1997: 5-33).
Pensamos, por ejemplo, en el tipo de crítica al colonialismo llevada a cabo en Latinoamérica por Bartolomé de Las Casas, Guamán Poma de Ayala, Francisco Bilbao, José Martí y el mismo Rodó, para mencionar únicamente algunos casos. Tales narrativas fueron articuladas en espacios tradicionales de acción (Macondoamérica), es decir, en situaciones donde los sujetos formaban su identidad en contextos predominantemente locales, no sometidos todavía a procesos intensivos de racionalización (Weber / Habermas) ([2]).
Como es apenas comprensible, en ese tipo de situaciones la crítica al colonialismo pasaba necesariamente por un rescate de la autenticidad cultural de los pueblos colonizados. El concepto de «autenticidad» jugaba allí como un arma ideológica de lucha contra los invasores, contra aquellos que amenazaban con destruir el «legado cultural» y la «memoria colectiva» de los subalternos. Y los guardianes de la autenticidad, los encargados de «representar» (Vertreten) a los subalternos y articular sus intereses eran los arieles: aquellos letrados e «intelectuales críticos» que podían impugnar al colonizador en su propio idioma, utilizando sus mismos conceptos y su misma «gramática» (cf. Castro-Gómez 1996: 67- 120).
Aquí precisamente tuvo su locus enuntiationis el Latinoamericanismo.
Las teorías poscoloniales se articulan, en cambio, al interior de contextos postradicionales de acción, es decir, en localidades donde los sujetos sociales configuran su identidad interactuando con procesos de racionalización global y en donde, por lo mismo, las fronteras culturales empiezan a volverse borrosas.
Esto explica en parte por qué teóricos como Said, Bhabha y Spivak no se ven a sí mismos como profetas que articulan la voz del oprimido, como «guardianes» de ninguna tradición cultural extraoccidental o como representantes intelectuales del «tercer mundo».
Como veremos enseguida, su crítica al colonialismo no viene motivada por la creencia en un ámbito – moral o cultural – de «exterioridad» frente a occidente, y mucho menos por la idea de un retorno nostálgico a formas tradicionales o precapitalistas de existencia. Ellos saben perfectamente que la occidentalización es un fenómeno planetario sin retorno y que el único camino viable para todo el mundo es aprender a negociar con ella. En este sentido, como lo afirmara Spivak, su actitud frente a la globalización es la de una «crítica permanente frente aquello que no se puede dejar de desear» (Spivak 1996: 27-28).
Y sus metodologías preferidas son la «reconstelación» y la «catachresis», esto es, el uso estratégico de las categorías más autocríticas desarrolladas por el pensamiento occidental para recontextualizarlas y devolverlas en contra de sí mismo.
En efecto, desde un punto de vista conceptual, las teorías poscoloniales se encuentran directamente emparentadas con la crítica radical de la metafísica occidental que se articula en la línea de Nietzsche, Weber, Heidegger, Freud, Lacan, Vattimo, Foucault, Deleuze y Derrida.
Al igual que estos autores europeos, los teóricos poscolonialesseñalan la complicidad fundamental de occidente – y de todas sus expresionesinstitucionales, tecnológicas, morales o científicas – con la voluntad irrestricta de podersobre otros hombres y otras culturas. Pero la crítica de los autores poscoloniales es todavía más profunda, al menos en dos sentidos:
a) Ninguno de los autores arriba mencionados tematizó los vínculos entre la metafísica occidental y el proyecto europeo de colonización. Por el contrario, todos ellos permanecieron recluidos en el ámbito de una crítica intraeuropea y eurocéntrica, que fue incapaz de levantar la mirada por encima de sus propias fronteras ([3]).
Sin abandonar la radicalidad de estos autores, los teóricos poscoloniales señalan, en cambio, que la metafísica moderna es, de hecho, un proyecto global. Las primeras víctimas de la modernidad no fueron los trabajadores de las fábricas europeas en el siglo XIX, ni tampoco los inadaptados franceses encerrados en cárceles y hospitales de los que nos habla Foucault, sino las poblaciones nativas en América, Africa y Asia, utilizadas como «instrumentos» (Gestell) en favor de la libertad y el progreso.
De hecho, el fabuloso despliegue de la racionalidad científico-técnica en Europa no hubiera sido posible sin los recursos materiales y los «ejemplos prácticos» que provenían de las colonias. Fue, por ello, sobre el contraluz del «otro» (el bárbaro y el salvaje convertidos en objetos de estudio) que pudo emerger en Europa lo que Heidegger llamase la «época de la imagen del mundo».
Sin colonialismo no hay ilustración, lo cual significa, como lo ha señalado Enrique Dussel, que sin el ego conquiro es imposible el ego cogito. La razón moderna hunde genealógicamente sus raíces en la matanza, la esclavitud y el genocidio practicados por Europa sobre otras culturas.
b) Mientras que casi todos los críticos europeos terminan proclamando algún ámbito de escape a la metafísica occidental (el arte para Nietzsche, la contemplación mística para Heidegger, la «religión débil» para Vattimo, los deseos para Deleuze), los teóricos poscoloniales señalan que todas estas vías se encuentran permeadas por los sueños, las fantasías y los proyectos coloniales.
Pues fue justamente la estrategia de la otrificación (othering) la que otorgó sentido a la colonización europea y al dominio que la racionalidad técnica ejerce todavía sobre la naturaleza interna y externa. A diferencia,pues, de los maestros de la sospecha, los teóricos poscoloniales reconocen que todas las categorías emancipadoras, aún las que ellos mismos utilizan, se encuentran ya «manchadas» de metafísica. De lo que se trata no es, por ello, de proclamar un ámbito de exterioridad frente a occidente (el «tercer mundo», los pobres, los obreros, las mujeres, etc.) o de avanzar hacia algún tipo de «posoccidentalismo» teórico legitimado paradójicamente con categorías occidentales.
Ello no haría otra cosa que reforzar un sistema imperial de categorizaciones que le garantiza al intelectual el poder hegemónico de hablar por o en lugar de otros. De lo que se trata, más bien, como lo enseña Spivak, es de jugar limpio; de poner las cartas sobre la mesa y descubrir qué es lo que se quiere lograr políticamente con una determinada interpretación. Si detrás de la interpretación no hay realidades sino únicamente voluntades, entonces la única estrategia para quebrantar la metafísica es la que Spivak denomina el «Darstellung», esto es, la historización radical del propio locus enuntiationis.
El que interpreta sabe que lo hace desde una perspectiva en particular, aunque utilice para ello categorías metafísicas como «libertad», «identidad», «diferencia», «sujeto», «memoria colectiva», «nación», «derechos humanos», «sociedad», etc. Lo importante aquí no es la referencialidad ontológica de tales categorías —que en opinión de Spivak no son otra cosa que «prácticas discursivas»— sino su función performativa. Lo que se quiere no es encontrar una verdad subyacente a la interpretación sino ampliar el campo de maniobralibidad política, generando para ello determinados «efectos de verdad».
[1]Nuestra caracterización formal de las «teorías poscoloniales» se concentra en la
obra de Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak, considerados
generalmente como los tres mayores teóricos del poscolonialismo.
[2]Nótese que no utilizamos la categoría «tradición» en el mismo sentido que lo
hicieron las teorías de la modernización. No estamos oponiendo lo «tradicional»
a lo «moderno», como si los dos términos correspondieran a un ordenamiento
temporal y teleológico. Por el contrario, «tradicional» y «postradicional» son
categorías estructurales que buscan dilucidar el tipo derelaciones que se dan
entre lo distante y lo cercano, entre el espacio y el tiempo, en condiciones de
globalización.
[3]Es bien conocida la crítica que realiza Spivak del postestucturalismo teórico en
Foucault y Deleuze, a quienes acusa de «ignorar la división internacional del
trabajo» (cf. Spivak 1994). También Said y Homi Bhabha, aún reconociendo su
deuda con la obra de Foucault, critican la «ignorancia» de éste respecto al
problema del colonialismo (cf. Said 1994: 81; Bhabha 1994: 236 ss).