Durante el último congreso de LASA (Guadalajara 1997), en varios paneles, en los pasillos y en el café, se puso en marcha un debate complejo, de varias caras. Estudios culturales, subalternidad y postcolonialidad se mencionaban con cierta sospecha, con la sospecha con la que en décadas anteriores se celebraba o se tomaba con pinzas el estructuralismo, el post-estructuralismo y la semiótica.
Sin embargo, entre el primero y el segundo trío, entre finales del 60 y mediados del 90 el escenario cambió, porque cambió el orden mundial. Del otro lado, aparentemente opuesto a estudios culturales y poscolonialidad, se articulaba un discurso que oscilaba entre la restitución de «Nuestra América» de Martí como alternativa teórica, con lo que el debate parecía dirigirse hacia una confrontación entre cierto fundamentalismo latinoamericanista frente al «imperialismo» de los estudios culturales, subalternos o postcoloniales.
En tercer lugar, a veces el debate aparecía como una conversación de sordos, puesto que se daba entre contendientes que aparentemente tendrían que estar de acuerdo, pero que el nuevo orden mundial, con la subsecuente redistribución de la labor académica, los ponía unos frente a otros. En última instancia, el debate podría rearticularse en las conflictivas relaciones existentes entre los «Estudios Latinoamericanos» (entendidos como Estudios de Areas: LASA fue creada en 1963, al comienzo de la Guerra Fría, como parte de las medidas tomadas por el gobierno de los Estados Unidos para la Seguridad Nacional) y el «Pensamiento Latinoamericano», un complejo de expresiones y manifestaciones teóricas desde las ciencias sociales a la filosofía, desde la literatura a los estudios literarios.
En lo que sigue intento contribuir a aclarar ciertos términos del debate trayendo a la memoria la noción de occidentalismo y post-occidentalismo, que es el lugar de enunciación construido a lo largo de la historia de América Latina para articular los cambiantes órdenes mundiales y el movimiento de las relaciones coloniales.
Desde el bautizo de las «Indias Occidentales» hasta «América Latina» (es decir, desde el momento de predominio del colonialismo hispánico hasta el momento de predominio del colonialismo francés), «occidentalización» y «occidentalismo» fueron los términos claves (como lo fue «colonialismo» para referirse al momento de predominio del imperio británico).
De modo que si «post-colonialismo» calza bien en el discurso de descolonización del «Commonwealth», «post-occidentalismo» sería la palabra clave para articular el discurso de descolonización intelectual desde los legados delpensamiento en Latinoamérica.
Digo «en Latinoamérica» y no «Latinoamericano» porque me es importante distinguir las historias locales (en Latinoamérica) de su esencialización geo-histórica (Latinoamericano) (cf. Castro-Gómez 1996).
I
1. Agregar un «pos» más a la pléyade ya existente quizás suene como una invitación al cansancio. Sin embargo, este aparente nuevo «pos» no es tan nuevo. Roberto Fernández-Retamar acudió a él en 1976 cuando publicó uno de sus artículos clásicos, «Nuestra América y Occidente» (Fernández Retamar 1976). La palabra-clave aparece, en el artículo de Retamar, como una consecuencia lógica de su revisión del pensamiento en América Latina desde el siglo XIX, en un intento de «definir el ámbito histórico de nuestra América» (Ibid. 1976: 36).
El esfuerzo, como veremos un poco más adelante, no es una mera cuestión de verdad histórica, sino de categorías geoculturales y sus relaciones con el conocimiento y el poder. Pues bien, el repaso histórico que hace Fernández Retamar del pensamiento en América Latina desde el siglo XIX hasta 1976, muestra que una de las preocupaciones fundamentales fueron las relaciones entre América Latina y Europa, al menos hasta 1898, y las relaciones entre América Latina y América Sajona desde y a partir de 1898, momento en el que los esfuerzos locales y los proyectos de independencia en Puerto Rico y Cuba se encontraron en un nuevo orden mundial y en una situación muy diferente a la de los movimientos de independencia al comienzo del siglo XIX.
El paulatino ingreso de Estados Unidos a la escena mundial, y el paulatino receso de España del orden imperial, se reorganizan precisamente hacia fin de siglo, cuando Cuba y Puerto Rico tienen que cambiar sus proyectos históricos, entrecruzados con nuevos conflictos imperiales.
A partir de ese momento ya no es posible hablar de la independencia de los países de América Latina como si ésta se definiera por los casos históricos, en América hispana y lusitana, de las primeras décadas del siglo XIX cuando la liberación de España implicaba, para muchos y al mismo tiempo, la celebración de lazos económicos y culturales con Francia e Inglaterra, muchas veces ignorando las implicaciones históricas de liberarse de un imperio decadente y entrar en negociaciones con imperios emergentes. A finales del siglo XIX nos encontramos con un escenario mundial en el que los imperios emergentes son testigos de una nueva fuerza imperial que llegará a su apogeo medio siglo más tarde, después de la segunda guerra mundial.
Para los pensadores en América Latina, el cruce y superposición de poderes imperiales se concibió no tanto en términos de colonización sino de occidentalización. Es por esta razón que «posoccidentalismo» (en vez de «posmodernismo» y «poscolonialismo») es una palabra que encuentra su lugar «natural» en la trayectoria del pensamiento en América Latina, así como «posmodernismo» y «poscolonialismo» lo encuentra en Europa, Estados Unidos y en las ex-colonias británicas, respectivamente (Mignolo 1996).
No se trata de reclamar autenticidades y lugares de origen, sino de meras trayectorias históricas y de derechos de ciudadanía: por ejemplo, la resistencia que «poscolonialismo» encontró y todavía encuentra en América Latina y en ciertos sectores de los estudios latinoamericanos en los Estados Unidos. «Posoccidentalismo» puede designar la reflexión crítica sobre la situación histórica de América Latina que emerge durante el siglo XIX, cuando se van redefiniendo las relaciones con Europa y gestando el discurso de la «identidad Latinoamericana», pasando por el ingreso de Estados Unidos, hasta la situación actual en que el término adquiere una nueva dimensión debido a la inserción del capitalismo en «oriente» (este y sureste de Asia).
Recordemos el contexto en el cual Fernández Retamar introdujo la palabra-clave «posoccidentalismo»:
“La idea de que los latinoamericanos verdaderos «no somos europeos», es decir, «occidentales», ya había encontrado en este siglo sostenedores enérgicos, sobre todo entre los voceros de comunidades tan visiblemente no «occidentales» como los descendientes de los aborígenes y de los africanos. Los grandes enclaves indígenas de nuestra América (que en algunos países son una «minoría nacional» que constituye una mayoría real) no requieren argumentar esa realidad obvia: herederos directos de las primeras víctimas de lo que Martí llamó «civilización devastadora», sobreviven a la destrucción de sus civilizaciones como pruebas vivientes de la bárbara irrupción de otra civilización en éstas tierras.” (Fernández Retamar 1976, 51).
Sin duda que en 1976 era menos problemático hablar de «latinoamericanos verdaderos». El hecho de que hoy lo sea es una consecuencia particular del proceso creciente de globalización (quizás no ya de occidentalización) planetaria y del incremento tanto de los capitales transnacionales como de la migraciones masivas que ponen en tela de juicio categorías que permitían afincar gente y entes abstractos, concebidos como «culturas», a determinados territorios.
La cosificación del concepto de cultura, y la gestación de entes como las culturas nacionales (continentales o subcontinentales) fue y es una parte integral de la idea misma de occidentalismo, de la construcción de occidente como el sí-mismo y del resto del planeta como la otredad.
El espacio entre el sí-mismo y el otro se construyó sobre la base de considerar las culturas como entes encerrados en territorios nacionales. La transnacionalización del capital y su desarraigo nacional, tanto como las migraciones motivadas por la transnacionalización económica, fracturan cada vez más la idea de que las culturas son entidades coherentes localizables en unidades geográficas discretas. La expresión común «conocer o comprender otras culturas» (sobre todo en los Estados Unidos) es cada vez más problemática. Pues bien, a pesar de que hoy nos sea difícil aceptar sin más la expresión de «latinoamericanos verdaderos», el párrafo citado pone de relieve, y en forma clara, el problema de América Latina como una entidad geocultural creada por los diseños imperiales, que se fue configurando conflictivamente en ese mismo proceso de occidentalización.
Es en esta encrucijada (o mejor, en esta zona fronteriza) que se produce la tensión entre lo que se considera «propio» y lo que se considera «ajeno», en la que los intelectuales en América Latina reflexionaron críticamente con posterioridad a las independencias de España y Portugal, cuando era necesario construir la nación y crear una política educativa que integrara los proyectos nacionales y continentales.
El hecho de que la palabra-clave fuera y todavía sea «occidentalización» u «occidentalismo» se debe a los legados del discurso imperial mismo, para el cual las posesiones ultramarinas de Castilla y Portugal se categorizaban como «Indias Occidentales» y no, claro está, como «América», concebida por letrados al norte de los Pirineos que no tenían influencia alguna en los proyectos imperiales de Castilla.
El párrafo citado más arriba prepara el terreno para la palabra-clave «posoccidentalismo», que Fernández Retamar introduce de la siguiente manera:
“Indios y negros, pues, lejos de constituir cuerpos extraños a nuestra América por no ser «occidentales», pertenecen a ella con pleno derecho: más que los extranjerizos y descastados «civilizadores». Y era natural que esto fuera plenamente revelado o enfatizado por pensadores marxistas, pues con la aparición en la Europa occidental del marxismo, en la segunda mitad del siglo XIX, y con su ulterior enriquecimiento leninista, ha surgido un pensamiento que sienta en el banquillo al capitalismo, es decir, al mundo occidental. Este pensamiento sólo podría brotar en el seno de aquel mundo, que en su desarrollo generó a su sepulturero, el proletariado y su consiguiente ideología: pero esta no es ya una ideología occidental, sino en todo caso posoccidental: por ello hace posible la plena comprensión, la plena superación de Occidente, y en consecuencia dota al mundo no occidental del instrumento idóneo para entender cabalmente su dramática realidad y sobrepasarla.
En el caso de la América Latina, ello se hace patente cuando el marxismo-leninismo es asumido y desarrollado por figuras heráldicas como el peruano José Carlos Mariátegui y los cubanos Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena.” (Fernández Retamar 1976; 52).
Veinte años después de escrito este párrafo es difícil aceptar que el posoccidentalismo, como proyecto de trascender el occidentalismo, pueda concebirse sobre la base de una ideología «no occidental» del proletariado. El elemento faltante son las relaciones entre etnicidad y trabajo antes de la revolución industrial y la emergencia del proletariado. Las relaciones entre etnicidad y trabajo están presentes desde los primeros momentos de la expansión occidental, cuando la explotación de los amerindios en las minas es complementada por la importación de esclavos africanos a las nuevas tierras descubiertas.
Al integrar etnicidad y trabajo de esta forma, la reflexión crítica y la búsqueda de transcendencia del occidentalismo se enraíza en el momento mismo en que se funda el discurso imperial de la modernidad (expulsión de los árabes y judíos, explotación de los amerindios y tráfico de esclavos), y comienzan a formarse estructuras de poder sobre el principio de la «pureza de sangre» y de la»unidad del idioma».
Tanto algunas reflexiones del mismo Carlos Marx sobre el colonialismo en la India (en las cuales consideraba a Inglaterra la primera civilización superior que conquistara India, después de las sucesivas conquistas de los árabes, los turcos, los tártaros y los mongoles, la experiencia histórica en la práctica del socialismo, los genocidios perpetuados a lo largo de la modernidad e implementados en torno a cuestiones éticas, la creciente fuerza que ganan las ideologías forjadas en torno a cuestiones de género sexual y de sexualidad, mantienen sin duda la necesidad de un posoccidentalismo como horizonte, en donde las represiones forjadas y surgidas de las expansiones coloniales, justificadas en los ideales del renacimiento (cristianización), de la ilustración (civilización) o de la modernización (tecnología y consumismo), puedan ir trascendiéndose.
El pesimismo que puedan generar la globalización actual y el capitalismo sin fronteras, no es un argumento suficiente para pensar que el posoccidentalismo es una quimera intelectual. Los movimientos sociales siguen creciendo en número y diversidad, a tal punto de que ya no es posible pensar que sólo el proletariado sea un movimiento con fuerza de transformación social, y que la sociedad del futuro seguirá reproduciendo las estructuras de poder en la distinción occidente-oriente, con todas las implicaciones de convertir diferencias en valores, la cual fue una de las estrategias fundamentales de subalternización implementada por el occidentalismo, como discurso y práctica político-económica.
Cuatro años después de publicado el artículo de Retamar, Oscar del Barco, filósofo argentino, disidente del PC a comienzos de los sesenta y co-fundador de la importante revista Pasado y presente (Córdoba, 1963), publicó un libro sobre Lenin (del Barco, 1980) en el que esbozó una tendencia dominante de la teoría y práctica leninista conducente a Stalin y al Gulag.
La reflexión de del Barco, que se funda en el poder de control que Lenin otorgó a la teoría y al conocimiento para tomar decisiones de arriba hacia abajo, y en la inclinación de Lenin a tomar —sobre esa base—decisiones autoritarias, conduce a poner de relieve el hecho de que la teoría puede convertirse en una fuerza material de control y de justificación de decisiones, tal como ocurrió en la política bolchevique.
Esta crítica no le impidió a del Barco reconocer que no hay un socialismo bueno (el de Marx) y un socialismo malo (el soviético), o una esencia marxista que se cumple o se traiciona en distintas ocasiones.
Por el contrario, le permitió enfatizar que «lo que hay» son las luchas constantes de quienes están reprimidos u oprimidos y que, en ese contexto, Marx es el nombre que llevan esas luchas, ese «destino», y es el nombre que la clase le ha puesto a su propio pensamiento. No se trata, por lo tanto, ni de una persona ni de un dogma. Marx planteó la verdadera encrucijada de nuestra época cuando decía «socialismo o barbarie».
Los intelectuales pueden lamentarse creyendo que la barbarie ya ha triunfado; y efectivamente existen muchos signos de que la barbarie puede ser definitiva; pero las clases oprimidas, que convierten en teorías sus necesidades y esperanzas, no tienen otro horizonte que el de la lucha. Los intelectuales de hoy desaparecerán, pero los oprimidos seguirán elaborando teorías que les permitan orientarse en busca del triunfo (del Barco, 1980, 182).
El vocabulario de del Barco limita quizás el alcance de su propuesta. «Clases oprimidas» universaliza la opresión en términos de clase social solamente, cuando sabemos hoy que las personas, los grupos y las comunidades oprimidas atraviesan las clases hacia arriba y hacia abajo; como lo hace también cierta manera de entender la
«ideología» en los regímenes dictatoriales, que reprimen, torturan y asesinan sin distinción de clase, género, edad o etnicidad. Los regímenes dictatoriales en América Latina durante los años de la guerra fría, por ejemplo, hicieron poco caso a la distinción de clases, no reprimieron sólo a los proletarios, sino a todo aquel a quien se considerara comunista, montonero o guerrillero.
Finalmente, si los intelectuales de hoy pueden desaparecer, como lo sugiere del Barco, pueden hacerlo por dos razones: porque, por un lado, los intelectuales mismos nos vamos convirtiendo en un movimiento social más, y, por el otro, porque podemos pertenecer a otros movimientos sociales (de carácter étnico, sexual, ambiental, etc.) en donde, o bien nuestro rol de intelectual desaparece, o bien se minimiza en la medida en que, como bien lo dice del Barco, los movimientos sociales que trabajan contra las formas de opresión y en favor de condiciones satisfactorias de vida, teorizan a partir de su misma práctica sin necesidad ya de teorías desde arriba que guíen esa práctica.
La rearticulación de las relaciones entre prácticas sociales y prácticas teóricas es un aspecto fundamental del posoccidentalismo como condición histórica y horizonte intelectual.
El ejemplo de del Barco viene a cuento para contextualizar el artículo de Retamar en un momento de enorme energía y producción intelectual en América Latina que tiende a desdibujarse en la escena teórica internacional debido a la fuerza hegemónica del inglés, como idioma, y de la discusión en torno al posmodernismo y del poscolonialismo, fundamentalmente llevada adelante en inglés.
Si bien el libro de del Barco se publicó en el 80, es el resultado de discusiones y conflictos que atraviesan los años 60 y 70. En la transición entre las dos décadas, la teoría de la dependencia (en sociología y economía) y la teoría del colonialismo interno (en sociología y antropología), complementaron el escenario de la producción intelectual en América Latina.
Ambas, teoría de la dependencia y del colonialismo interno, son a su manera reflexiones «posoccidentales» en la medida en que buscan proyectos que trasciendan las dificultades y los límites del occidentalismo. Ambas son respuestas a nuevos proyectos de occidentalización que no llevan ya el nombre de «cristianización» o de «misión civilizadora», sino de «desarrollo».
Sin embargo, esta historia no se cuenta de este modo sino que, sobre todo con la teoría de la dependencia, tiende a integrarse a otra historia: la historia de los «Estudios de Área» (no del posoccidentalismo como trayectoria de pensamiento crítico en América Latina).
En esa operación, una dramática colonización intelectual se lleva adelante: América Latina deja de ser el lugar donde se producen teorías, para continuar siendo el lugar que se estudia. Al hacer de la obra de Gunder Frank el «token» de la teoría de la dependencia en Estados Unidos, ésta se convirtió, al mismo tiempo, en un cambio de mirada: la mirada desde el norte que convierte a América Latina en un área para ser estudiada, más que un espacio donde se produce pensamiento crítico.
Lamentablemente, esta imagen continúa vigente en esfuerzos recientes como el de Berger, en el cual la teoría de la dependencia pasa naturalmente a integrarse a la tradición de estudios latinoamericanos en Estados Unidos (Berger 1996, 106-122). Para que la teoría de la dependencia no se pierda en el concierto universal de las teorías apropiadas por los estudios latinoamericanos en U.S. y quede reducida a un simple sistema conceptual desencarnado, conviene no perder de vista su lugar (históricamente geográfico y
colonialmente epistemológico) de enunciación.
Fundamental en esta operación de desplazamiento y de descolonización intelectual y académica, a la que Berger no contribuye a pesar de sus buenas intenciones, son los argumentos de Fernando Enrique Cardoso sobre el consumo de la teoría de la dependencia en los Estados Unidos (Cardoso 1993).
En cuanto a la teoría del colonialismo interno, cabe recordar su importancia fundamental en la trayectoria del pensamiento crítico en América Latina, cualquiera sean las posiciones o críticas en cuanto a su formulación. A pesar de los treinta años transcurridos desde sus primeras formulaciones (González Casanova, Stavenhagen), hasta su continuidad en la actualidad (Rivera Cusicanqui), la teoría del colonialismo interno, a pesar de sus vinculaciones obvias con el «poscolonialismo» y el «posoccidentalismo», quedó oscurecida por el valor mercantil adquirido por proyectos semejantes surgidos de legados coloniales con más valor de cambio que los diferidos colonialismos Español y Portugués.
2. El argumento de Fernández Retamar se desarrolla en una tensión constante entre el proyecto ideológico del marxismo en el contexto de la revolución cubana, y la cuestión étnica en la historia de América Latina. En verdad, el mismo párrafo citado más arriba, donde se introduce la noción de «posoccidentalismo» ligada a la lucha de clases, comienza con una clara alusión a la cuestión étnica («Indios y negros, pues, lejos de constituir cuerpos extraños a nuestra América por no ser «occidentales», pertenecen a ella con pleno derecho: más que los extranjerizos y descastados «civilizadores»).
La cuestión étnica le permite a Retamar introducir una ruptura fundamental en el relato histórico de las Américas, cuyas consecuencias no se han explotado todavía, quizás debido a la hegemonía del legado colonial hispánico en la construcción de categorías geoculturales en América.
«Nuestra América», que Retamar elabora partiendo de Martí, se articula como palabra-clave y como categoría geocultural a partir de la primera independencia, la independencia haitiana.
Las consecuencias que no se han explotado son precisamente la de pensar «América» no sólo a partir de las independencias de los países hispánicos (o iberoamericanos, incluyendo a Brasil), sino de la independencia haitiana, lo cual muestra la importancia del colonialismo francés en la configuración geocultural de las Américas.
Pero aún antes, la independencia de Norteamérica (1776) es la que abre las puertas para la expansión de la categoría de «occidente» a «occidentales Americanos», que conducirá luego a la palabra-clave de «hemisferio occidental». Esto es, las «Indias Occidentales» de las colonias hispánicas van dando lugar, paulatinamente, al «Hemisferio Occidental»; una trayectoria ideológica y geocultural, si no opuesta, al menos significativamente diferente al «Orientalismo» (ver apartado 3).
De ahí que sea posible y coherente ligar el pensamiento poscolonial y concebirlo como su contrapartida crítica, aunque la poscolonialidad, como discurso, resulte ajeno y encuentre resistencia en América Latina. Por la misma lógica, «Posoccidentalismo» es la palabra clave que encuentra su razón en el «occidentalismo» de los acontecimientos y la discursividad del Atlántico (norte y sur), desde principios del siglo XVI.
Posoccidentalismo, repitamos, concebido como proyecto crítico y superador del occidentalismo, que fue el proyecto pragmático de las empresas colonizadoras en las Américas desde el siglo XVI, desde el colonialismo hispánico, al norteamericano y al soviético.
En el artículo citado, Fernández Retamar señala tres momentos de ruptura en los que se van construyendo etapas hacia una proyección posoccidental en las que, sinembargo, América como los márgenes de occidente, no tiene el mismo papel en elorden mundial que Asia, como la encarnación de lo oriental.
Esos tres momentos son, la independencia haitiana entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX; las independencias de los países iberoamericanos a partir de 1810, y la independencia de Cuba en 1898.
Mientras que los dos primeros momentos están caracterizados por la independencia frente a colonialismos territoriales, el tercer momento de ruptura secaracteriza por la tensión entre el desprendimiento de un colonialismo decadente y laemergencia de un nuevo tipo de colonialismo imperial, surgido del primer movimientode independencia en las Américas, que lleva a Martí a hablar de «nuestra América»(aquella de los tres momentos de ruptura), como distinta de la otra América (aquellaque consiguió su independencia en 1776).
Por eso es importante subrayar lo queFernández Retamar nos recuerda: que la revolución Haitiana es el inicio de la independencia de «nuestra América», lo cual pone en tensión la cuestión étnica con lacuestión de clase: el emergente grupo criollo, sobre todo en el Caribe y en la economía de plantaciones, no ve con buenos ojos la independencia ligada a la emancipación étnica.
La tensión entre clase y etnia, en la independencia haitiana,pone sobre el tapete el hecho de que el proyecto posoccidentalista no puede gestarsesólo sobre la base de la lucha de clases, sino que debe igualmente forjarse en lamemoria de los tres grandes genocidios de la modernidad, en los cuales las Américasestán implicadas: el genocidio indígena con la llegada de los españoles, el genocidio
de la diáspora africana, y el genocidio que comienza con la gestación misma de la modernidad (la expulsión de los judíos de España) y que marca la crisis del proyecto.
Una crisis que pone también en tela de juicio la idea habermasiana de que la modernidad es un proyecto «inconcluso».
La crisis de la modernidad, que se manifiesta en el corazón mismo de Europa, tiene como respuesta la emergencia de proyectos que la trasciendan: el proyecto posmodernista, en y desde la misma Europa (Arendt, Lyottard, Vattimo, Baudrillard) y los Estados Unidos (Jameson), el proyecto poscolonialista en y desde la India (Guha y los estudios subalternos, Bhabha, Spivak), el proyecto posorientalista (Said, Arkhun, Khatibi, Lisa Lowie) y el proyecto posoccidental desde América Latina (Retamar, Dussel, Kusch, Silvia Rivera).
En resumen, la crisis del proyecto de la modernidad generó su propia superación en los proyectos que se van gestando en el pensamiento posmoderno, poscolonial, posoriental y posoccidental. Cada uno de ellos se va articulando a la vez que van rearticulando nuevas localizaciones geográficas y epistemológicas que contribuyen al desplazamiento de las relaciones de poder arraigadas en categorías geoculturales e imperiales que, en los últimos cincuenta años, se vieron dominadas por los estudios de áreas concomitante con el ascenso a la hegemonía mundial de los Estados Unidos.
Es decir, lo que la etnología comparada fue para los proyectos coloniales tempranos (España, Portugal; Pagden 1982), y lo que los estudios comparados de las civilizaciones (Said 1978) y el surgimiento de la antropología moderna (Inglaterra, Francia; Fabian 1983) fueron para los proyectos coloniales modernos, lo fueron también los estudios (comparados) de áreas para el colonialismo posmoderno en la etapa actual de globalización.
En esta línea de razonamiento, el proyecto inconcluso de la modernidad es el proyecto inconcluso de los sucesivos colonialismos y de los legados coloniales activos en la etapa actual de un capitalismo sin fronteras. Entiendo, entonces, los cuatro «pos» como proyectos críticos de superación del proyecto de la modernidad y de una democracia global apoyada en un capitalismo sin fronteras.
Estos proyectos actualizan y activan, al mismo tiempo, la descentralización y la ruptura de la relación entre áreas culturales y producción de conocimientos. Es decir, contribuyen a la restitución de las historias locales como productoras de conocimientos que desafían, sustituyen y desplazan las historias y epistemologías globales, en un momento en que el sujeto desencarnado del conocimiento postulado por Descartes y articulado por la modernidad, es cada vez más difícil de sostener.
Volvamos ahora a las implicaciones del «posoccidentalismo» como respuesta crítica, desde los legados coloniales en América Latina, al proyecto de la modernidad, sobre todo en lo referente a la distribución de la labor intelectual y científica en la última etapa de occidentalización: aquella liderada por Estados Unidos desde 1945 y que dio lugar a la ruptura de la complicidad natural entre capitalismo y occidente, con la entrada del este Asiático en la escena mundial, situación que aprontó la pregunta paradójica de si es posible «la occidentalización del oriente».
II
Mientras que la primera parte de este artículo giró alrededor «Nuestra América y Occidente», esta segunda parte se desarrolla en dos partes: primera, en torno a las políticas culturales y de investigación que se implementaron en los Estados Unidos
después de la segunda guerra mundial y que, hacia mediados de 1970, habían creado ya una imagen creciente del Tercer Mundo (y de América Latina) como objeto de estudio de las ciencias sociales (Pletch 1981; Mignolo 1993); segunda, en torno a la emergencia de un nuevo tipo de trabajo, ligado a la creciente emigración de intelectuales desde América Latina a Estados Unidos, que inaugura una epistemología fronteriza entre las exigencias epistemológicas de las ciencias sociales y las expectativas políticas de la reflexión intelectual.
La situación es compleja puesto que, por un lado, nos encontramos con el trabajo de académicos motivados por un interés intelectualmente genuino por la situación histórico-social en América Latina y, por otro, con intereses estatales que compaginan las investigaciones de áreas con los diseños imperiales (Berger 1996, 1-24).
Se trata, pues, de la reduplicación y continuación del marco que ya encontrábamos en el siglo XVI: el genuino interés de los misioneros por cristianizar, y los intereses imperiales de las coronas de España y Portugal por anexar territorios y gentes a sus dominios.
Pero antes conviene recordar una larga trayectoria en la cual las «Indias Occidentales», el «Nuevo Mundo» y, finalmente, «América», son las sucesivas palabras claves de macrorelatos del Occidentalismo para expandirse.
Las diferencias radicales entre el Occidentalismo y el Orientalismo son, primero, que el Occidentalismo comienza a gestarse a fines del siglo XV con la emergencia de las «Indias Occidentales» en el panorama de la cristiandad europea»; segundo, que el «Occidentalismo», a diferencia del «Orientalismo», es el discurso de la anexión de la diferencia más que de la creación de un opuesto irreductible: el «Oriente».
Precisamente, «Indias Occidentales» es el nombre que anexa la diferencia al Estado y es el nombre que se mantiene en todo el discurso legal del imperio hasta su caída. «Nuevo Mundo» y «América» comienzan a articularse más tarde, como discurso de la «cultura», mas no como discurso del «Estado».
Lo que le da, finalmente, un lugar especial a «América» en el discurso del occidentalismo es que la reconversión de las «Indias Occidentales» a «América» en el discurso del segundo colonialismo (Francia, Inglaterra), que corresponde a la etapa de formación de los estados nacionales y de la distinción entre «América Latina» y «América Sajona», nunca hizo de «América» algo semejante a la «otredad».
La cuestión del «Otro» en este dominio parece ser, mas bien, un invento de la incomprensión de Tzvetan Todorov, a quien durante la traducción del Orientalism de Said al francés se le ocurrió una infeliz analogía que confundió el orientalismo con el occidentalismo y que cubrió con una noción psicoanalítica (construida sobre la cuestión del sujeto moderno) los genocidios históricos que se tejieron desde el siglo XVI mediante la articulación e implementación de la «limpieza de sangre» (para expurgar a judíos y moros) y del «derecho de gentes» (argumentado en la escuela de Salamanca).
Habría pues tres grandes momentos del «Occidentalismo«: el de los grandes relatos que legitiman la anexión y conversión de los indios, que son producidos durante y en complicidad con el imperio hispánico. A manera de ejemplos: Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias (alrededor de 1545), Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1542) y Apologética Historia Sumaria (1555), Juan López de Velazco, Geografía y descripción universal de las Indias (1571-74) y José de Acosta, Historia Natural y Moral de las Indias (1590).
Todos estos discursos, que configuran el macro-relato del primer momento del occidentalismo, continúan hasta finales del siglo XVIII donde nos encontramos, por ejemplo, con el Diccionario Geográfico de las Indias Occidentales (1786-1789) de Antonio Alcedo y Herrera. La fractura del macro-relato hispánico la notamos por esa fecha, cuando Juan Bautista Muñoz, el último gran historiador oficial del imperio y creador de los archivos de Simanca, escribe Historia del Nuevo Mundo (1793). Muñoz anuncia la quiebra y el fin del occidentalismo basado en «Indias Occidentales» para plegarse a la denominación que fue introducida por los nuevos imperios emergentes, constructores de nuevos relatos en torno a la noción de «América» y el «Nuevo Mundo».
Estos relatos, contrarios a los anteriores, desplazan la hegemonía del occidentalismo desde España hacia Francia y Alemania. Anthony Padgen (Padgen 1992) atribuyó esos dos nuevos macros-relatos a Lafitau, en un caso, y a Humboldt, en el otro. El primero ubicando los «americanos» en el concierto planetario; el segundo, ubicando al «Nuevo Mundo» en el concierto de la naturaleza y la historia.
El segundo relato del occidentalismo, anclado en Joseph Francois Lafitau, Mouers des sauvages ameriquains, comparees aux moeurs des premiers temps (1724), es el relato de la conversión de los «salvajes» y «caníbales» alejados en el espacio (Indias Occidentales) a «primitivos» alejados en el tiempo.
El paradigma al que contribuye Lafitau, es el gran paradigma de la modernidad en el cual el planeta y la historia universal se piensa en relación a un progreso temporal de la humanidad de lo primitivo a lo civilizado (Fabian 1983). Para Pagden, este relato encontró su momento de cierre después de 1950, con los sucesivos movimientos de descolonización en Africa, Asia y el Caribe.
En cambio, el relato que inaugura Humboldt (Cosmos: Sketch of a physical description of the universe, 1846-58), re-piensa el Nuevo Mundo en el momento del auge de las investigaciones científicas impulsadas por la revolución industrial hacia finales del XVIII y comienzos del XIX.
Este tercer relato, en el que la modernidad se piensa en torno al progreso de la investigación científica, lo considera Pagden todavía vivo en proyectos como los de T. Todorov, cuando considera que «todos descendemos de Colón» (1982).
Esto es, el relato de Humboldt tiene todavía vigencia en la construcción europea de su propia identidad, la cual depende mucho del viaje de Colón y su importancia en la construcción de los tres grandes relatos del occidentalismo.
Son precisamente esos grandes relatos los que Edmundo O’Gorman trató de desmontar en sus dos libros fundamentales, La idea del descubrimiento de América (1955) y La invención de América (1958).
Ahora bien, antes de llegar a este momento del anti-occidentalismo, como lo muestra el recorrido de Fernández Retamar, hay unos ciento y tantos años de anti-occidentalismo elaborado por la inteligencia criolla americana. El anti-occidentalismo establece una particular relación con los tres grandes relatos que mencioné más arriba: el gran relato de las Indias Occidentales es el pasado concluido; de otro lado, el gran relato de la conversión de los salvajes en el espacio en los salvajes en el tiempo, y el gran relato de la tecnología y la modernidad, le son contemporáneos.
El relato del anti-occidentalismo surge coetáneamente al de Humboldt, posterior a las mayoría de los movimientos de independencia, y se va gestando en torno a la transformación de
«Indias Occidentales» (palabra-clave del discurso del imperio hispánico) y «Nuevo Mundo» (palabra clave empleada en el «corazón» de Europa, según Hegel), en «Nuestra América».
Esta última es la palabra clave sobre la que se va articulando el discurso anti-occidental en América. Fernández Retamar, a partir de la experiencia de la revolución cubana, intenta desviar el discurso anti-occidental hacia uno posoccidental. Pero lo hace también en el momento en el que el discurso de Humboldt, quizás vigente todavía en Europa, ha perdido ya toda vigencia en los Estados Unidos con la emergencia de los estudios de área y la transformación de «América / Nuevo Mundo» en «América Latina» como objeto de estudio de las ciencias sociales.
¿Es esto posible? Y si lo es, ¿cuáles serían sus posibles configuraciones?
El punto de referencia a partir de aquí es el artículo de Fernando Coronil «Beyond Occidentalism: Toward Post-Imperial Geocultural Categories» (Coronil 1996). Quizás no es casualidad que, siendo Coronil educado en Venezuela y comprometido con la historia social y política de América Latina, sea precisamente «Occidentalismo» (y no «modernismo» o «colonialismo») la palabra clave que sugiere para pensar la superación de la modernidad.
Sin duda, el «más allá» no debería entenderse aquí en un sentido literal, e imaginar que el occidentalismo (como los estados-naciones) tiene fronteras geográficas o legales, y que «ir más allá» del occidentalismo es una figura similar a ir más allá de México y cruzar la frontera a los Estados Unidos. Interpreto «ir más allá», en el plano de las categorías geoculturales que invoca Coronil, como un trascender tales categorías manteniendo las de la epistemología moderna, y trascenderlas en la integración de lo que esas mismas categorías negaron.
La incorporación de la negación en lo que la categoría afirma, es al mismo tiempo su superación. Así, en la medida en que «civilización» sirvió como una categoría que negó poder de conocimiento a la «barbarie», la incorporación de la barbarie en los términos negados por la civilización es lo que permite trascenderla, no reivindicando su opuesto (la barbarie) sino reivindicando la fuerza de la frontera que crea la posibilidad de la barbarie de negarse a sí misma como barbarie-en-la-otredad; de revelar la barbarie-en-la-mismidad que la categoría de civilización ocultó; y de generar un nuevo espacio de reflexión que mantiene y trasciende el concepto moderno de razón, enquistado en la ideología de las ciencias sociales en complicidad con los diseños de la expansión colonial (Wallerstein et. al., 1996, 1-32).
Esto es, la generación de una epistemología de frontera desde varios espacios del Tercer Mundo configurado por diferentes legados coloniales, para el conocimiento y la civilización planetaria (no una epistemología sólo para los marginados, o «del Tercer Mundo para el Tercer Mundo», lo cual mantiene la hegemonía y universalidad del conocimiento producido en el no-lugar y en la objetividad de los proyectos imperiales) (Mignolo 1996a).
El artículo de Coronil destaca, en primer lugar, la persistencia de las estrategias del discurso colonial y de la modernidad para construir una mismidad (Occidente) que aparece como construcción de la otredad (Oriente, tercer mundo, barbarie, subdesarollo, etc.).
Partiendo de la construcción del orientalismo analizada por Said (1986), Coronil se plantea examinar no la construcción del oriente, sino la noción misma de Occidente en la creación occidental del orientalismo:
“Occidentalism, as I define it here, is thus not the reverse of Orientalism but its condition of possibility, its dark side (as in a mirror)…Given Western hegemony, however, opposing this notion of «Occidentalism» to «Orientalism» runs the risk of creating the illusion that the terms can be equalized and reversed, as if the complicity of power and knowledge entailed in Orientalism could be countered by an inversion. What is unique about Occidentalism as I define it here, is not that it mobilizes stereotypical representations of non-Western societies, for the ethnocentric hierarchization of cultural difference is certainly not a Western privilege, but that this privilege is intimately connected to the deployment of global power. Challenging Orientalism, I believe, requires that Occidentalism be unsettled as a style of representation that produces polarized and hierarchical concepts of the West and its Others and makes them central figures in accounts of global and local histories» (Coronil 1996, 56-57).
El Occidentalismo es, para Coronil, una serie de estrategias cognoscitivas, ligadas al poder, que dividen el mundo en unidades bien delimitadas, separan las conexiones entre sus historias, transforman las diferencias en valores, naturalizan tales representaciones e intervienen, a veces sin designios perversos (lo cual no es necesariamente justificable), en la reproducción de relaciones asimétricas de poder.
Para explicitar tal caracterización, Coronil analiza tres estrategias particulares en la auto-construcción del occidentalismo:
La disolución del Otro en el Mismo. En tal modalidad, se considera el Oeste y lo No-Occidental como entidades autónomas y opuestas, y la oposición se resuelve mediante la incorporación de las zonas y las comunidades no-Occidentales, en la marcha triunfal de la expansión occidental.
La incorporación del Otro en el sí mismo. En esta segunda modalidad, la atención que se presta al Oeste en la construcción de la modernidad oscurece, a veces sin proponérselo, el papel que las comunidades no Occidentales tuvieron y tienen en la construcción de la modernidad. Es precisamente esta modalidad la que oscurece y reprime el papel de los intelectuales no-Occidentales en la construcción de un conocimiento planetario.
La desestabilización del Mismo por el Otro. En esta modalidad, son los intelectuales y académicos de izquierda, críticos de la modernidad y del colonialismo, quienes mantienen y reproducen la idea del Otro, esta vez como un espejo crítico donde se pueden observar «nuestras» propias limitaciones.
¿Cuáles son las posibilidades de «trascender el occidentalismo» construyendo categorías geohistóricas que no sean imperiales? Coronil lo formula partiendo de la rearticulación de la historia y la geografía no sólo como categorías que organizan el mundo temporal y geográficamente, sino como prácticas disciplinarias que sostienen estructuras de poder.
La subordinación de la geografía a la historia, en la construcción misma de la modernidad, apagó la importancia de las historias locales y las subordinó a la historia universal de occidente. La etapa actual de globalización, no sólo por la creciente magnitud de las corporaciones transnacionales sino también por sus objetivos, restituyen la importancia del espacio y hacen cada vez más difícil pensar en términos de historias universales (de las historias del mundo, Hodgson 1993).
O, lo que es lo mismo, al restituir el espacio restituyen las historias locales y al restituir las historias locales disminuyen la idea de una dupla constante entre occidente y el resto del planeta. Las transnacionales van creando un mundo global que opera de arriba hacia abajo, más que desde el centro a la periferia.
En esta rearticulación, la cuestión de la «otredad» pierde relevancia y comienza a ser desplazada por estructuras económicas globales y políticas trans-estatales que hacen más visible la «subalternidad» que la otredad; subalternidad, claro está, que sobrepasa el marco de las clases sociales y crea las condiciones para la multiplicación de movimientos sociales y para la rearticulación de la sociedad civil.
La pregunta que subsiste, sin embargo, es si la rearticulación del orden mundial por la expansión cada vez mayor y transnacional del capital necesita, como justificación ideológica, de una distribución geo-cultural en las que se preserven las categorías forjadas por el occidentalismo.
La entrada en el concierto mundial del este asiático hace cada vez más difícil mantener la imagen de un mundo partido entre occidente y el resto. Las múltiples formas de teorización y conceptualización que se organizan en torno a palabras-claves como posmodernidad, poscolonialidad, posoccidentalismo están desarticulando las conceptualizaciones del discurso de la modernidad y poniendo de relieve un nuevo mapa en el que no se sostienen las categorías de pensamiento del occidentalismo. En palabras de Coronil:
The result of these changes (e.g., de la última etapa de globalización y la creciente polarización de las clases sociales a nivel mundial, de migraciones masivas, forzadas o voluntarias, de creciente tecnoglobalismo, etc.WM) familiar spatial categories are uprooted from their original sites and attached to new locations. As space becomes fluid, history can no longer be easily anchored in fixed territories. While deterritorialization entails reterritorialization, this process makes more visible the social constructedness of space, for this «melting» of space is met partly with the «freezing» of history…This spatialization of time serves as the location of new social movements, as well as of new targets of imperial control; it expands the realm of imperial subjection but also of political contestation. As a result of these transformations, contemporary empires must now confront subaltern subjects within reconfigured spaces at home and abroad, as the Other, once maintained on distant continents or confined to bounded locations at home, simultaneously multiplies and dissolve. Collective identities are being defined in fragmented places that cannot be mapped with antiquated categories (Coronil 1996: 79-80).
Cité por extenso a Coronil porque sus conclusiones no sólo desplazan categorías disciplinarias sino que reclaman nuevas categorías geo-históricas que reemplacen las construidas por la modernidad. En consecuencia, dos tareas se presentan con cierta urgencia en el pensamiento latinoamericano (Roig 1981) y en los estudios latinoamericanos (Berger 1993).
Una es la de repensar la conceptualización misma de América Latina que revisa y ordena Fernández Retamar en el momento en que las utopías socialistas han caído, el capital internacional comienza a construir nuevas regiones (MERCOSUR, TLC, Castañeda 1994: 198-326), el caribe gana terreno en los proyectos transnacionales hacia América del Sur, y las migraciones corroen los supuestos lazos entre territorio y cultura.
La otra, ligada a la anterior, es la de repensar las relaciones entre pensamiento latinoamericano y estudios latinoamericanos en el ámbito de la producción intelectual y académica. Las configuraciones actuales de ambas (conceptualización geo-histórica e intelectual/académica) se mantienen todavía en los marcos de la epistemología moderna. La necesaria contribución de proyectos posoccidentalistas, como continuación de lo esbozado hace veinte años por Fernández Retamar y retomado indirectamente por Coronil, será pues la de construir, por un lado, América Latina en la nueva escena global y, por el otro, construir el puente entre pensamiento en América Latina y estudio de América Latina.
El primero, en su constante reflexión sobre la occidentalización a partir de las independencias, contribuyó a forjar un pensamiento crítico derivado de las historias locales (Mignolo 1996b). El segundo, en su constante reflexión sobre América Latina a partir de 1900, consolidado en la creación de LASA durante los años sesenta en el contexto de la gestación de los estudios de área ligados al liderazgo mundial de Estados Unidos, contribuyó a forjar un conocimiento directa o indirectamente motivado por los diseños globales.
El informe de la Comisión Gulbenkian (Wallerstein et. al., 1996) es un buen ejemplo de los nuevos diseños globales urgidos por la situación crítica de las ciencias sociales y de los estudios de área, ambos ligados a las expansiones coloniales, en una etapa histórica que se construye autocríticamente en torno a los «pos» (modernismo, colonialismo, occidentalismo).
La respuesta al cuestionamiento por el tipo de ciencias sociales necesarias para el futuro no debería ser ofrecida, solamente, a partir de la experiencia de las ciencias sociales que el informe critica, desde su gestación en 1850 hasta 1945, y desde 1945 hasta la fecha (durante la hegemonía de Inglaterra, Francia y Alemania hasta 1945; de Estados Unidos a partir de 1945).
Por eso, en el caso particular de América Latina, la perspectiva posoccidentalista como perspectiva crítica de pensamiento tendrá un papel fundamental si no se quiere continuar reproduciendo la estructura de los estudios de área, en su formulación y práctica desde 1950 hasta 1990.
¿Y qué de las humanidades? Las prácticas literarias y filosóficas (el ensayo histórico, antropológico, literario, filosófico, etc.) en América Latina fueron y son todavía el espacio donde se gestó un «pensar» al margen de las disciplinas. La explicación del fenómeno la conocemos (Mignolo 1993). En la medida en que las prácticas académicas y científicas (ciencias sociales) se asientan en las regiones de gran desarrollo económico y tecnológico, las regiones de menor desarrollo económico y tecnológico no pueden competir o mantenerse al mismo nivel en la producción de conocimientos. La tarea intelectual académica se divide entonces entre zonas donde se produce «conocimiento» sobre ciertas regiones y zonas EN donde se produce «cultura» (sigo aquí la nomenclatura de Pletsch 1981; Mignolo 1993; 1996a).
Esta distinción no niega la posibilidad de la producción de «conocimientos» en zonas de potencialidades económicas y tecnológicas como América Latina, pero sí quiere destacar las desventajas materiales para el ejercicio de tales prácticas disciplinarias.
Paulin J. Houtjoundji (Hountondji 1992) llamó la atención de los científicos sociales en Africa con respecto a las limitaciones de sus propias prácticas:
In fact, it seems urgent to me that the scientist in Africa, and perhaps more generally in the Third World, question themselves on the meaning of their practices as scientists, its real function in the economy of the entirety of scholarships, its place in the process of production of knowledge o a world-wide basis…Scientific activity in the Third World seems to me to be characterized, globally, by its position of dependency. This dependency is of the same nature as that of the economic activity, which is to say that, put back in the context of its historical genesis, it obviously appears to be the result of the progressive integration of the Third World into the worldwide process of the production of knowledge, managed and controlled by the Northern countries (Hountondji 1992: 239-240).
Las ciencias sociales estuvieron, y en alguna medida todavía están, ligadas a las empresas colonizadoras. No es necesario buscar intelectuales de izquierda para apoyar tal enunciado; el informe de la Comisión Gulbenkian narra este proceso desde 1850 hasta 1990. Las ciencias sociales se gestaron en las lenguas imperiales del momento (inglés, francés y alemán) y en el presente se mantienen en inglés.
Quedaría por analizar la relación entre ciencias sociales y otras lenguas, no sólo de lenguas «menores» de la modernidad en relación a las ciencias sociales (italiano, español, francés), sino también de lenguas con un número elevado de hablantes y de larga data (chino, árabe, hebreo) y, más problemático aún, se las considera «lenguas nativas» en el concierto planetario de la modernidad.
En la organización del mundo promovida por el occidentalismo (la modernidad), las ciencias se articularon en determinadas lenguas y localizaciones geográfico-epistemológicas. Más allá de las ciencias sociales quedaron las prácticas de pensamiento. La reorganización de la producción del conocimiento, desde una perspectiva posoccidentalista, tendría que formularse en una epistemología fronteriza en la cual la reflexión (filosófica, literaria, ensayística), incorporada a las historias locales, encuentra su lugar en el conocimiento desincorporado de los diseños globales en ciencias sociales.
A manera de conclusión y apertura hacia una nueva dirección del argumento, mencionaré una vez más la contribución fundamental de Gloria Anzaldúa a lo que Coronil proyecta e imagina en términos de «nonimperial geohistorical categories».
El libro de Anzaldúa Borderland / La Frontera no sólo es un momento teórico fundamental para la construcción de categorías geo-culturales no imperiales, sino que lo es precisamente por indicar una dirección posible para la superación del occidentalismo.
Anzaldúa muestra la necesidad de una epistemología fronteriza, posoccidental, que permita pensar y construir pensamiento a partir de los intersticios y que pueda aceptar que los inmigrantes, refugiados, los homosexuales, etc., son categorías fuera de la ley desde una epistemología monotópica que normaliza determinados espacios (nacionales, imperiales), como espacios de contención y de marginación.
El giro brutal que propone Borderland / La frontera escrito con la fuerza y el sentimiento de Hargill, Texas (un espacio que es producto de sucesivos colonialismos y articulaciones imperiales) es quizás equivalente al que produjo Descartes con su Discours de la méthode, escrito en el seno de Amsterdam, Holanda, cuando un reacomodo de las fuerzas imperiales la convirtieron en centro del comercio planetario.
Esta es, en cierta manera, la lectura que hace Norma Alarcón, al comparar la contribución teórica de Anzaldúa con producciones teóricas más canónicas:
No se desea tanto producir un contradiscurso, sino aquel que tenga un propósito des-identificatorio, que dé un viraje drástico y comience la laboriosa construcción de un nuevo léxico y unas nuevas gramáticas. Anzaldúa entreteje auto-inscripciones de madre/hija/amante que a pesar de que no se simbolicen como una «metaforización primaria» del deseo, evitarán que las «mujeres tengan una identidad en el orden simbólico que sea distinta de la función maternal y por lo tanto les(nos) impiden constituir una verdadera amenaza para el orden de la metafísica occidental, o si se quiere, para el «romance familiar /nacional / etno-nacional». Anzaldúa está comprometida con la recuperación y reescritura de ese «origen» femenino/ista no sólo en los puntos de contacto de varias simbolizaciones, sino en la misma frontera geopolítica de El Valle … Un espacio externo que es presentado en la forma de la Texas de Estados Unidos, la frontera sudoeste con México…y una frontera psicológica, la frontera sexual y espiritual (Alarcón 1996: 144-145).
En Anzaldúa se cruzan los ciclos imperiales, desde el relato de las indias occidentales hasta el de América Latina como objeto en los estudios de áreas. El suyo, equivalente y continuación de los discursos anti-occidentales del siglo XIX y de los primeros años
del XX en América Latina, se proyecta hacia un pensar posoccidental en donde las categorías geohistóricas no-imperiales, que busca Coronil, encuentran su espacio de gestación en el cruce de las experiencias históricas imperiales con las categorías sexuales y la gestación de una epistemología fronteriza que va mas allá de las construcciones binarias del occidentalismo; es decir, la germinación del posoccidentalismo.
Mas recientemente, los últimos trabajos de José Saldívar (1997) contribuyeron a redefinir las categorías imperiales y a construir un espacio de alianza entre «Nuestra América» de Martí y la «otra América» de los chicanos y latinos en Estados Unidos. Y al hacerlo, Saldívar contribuyó también a rearticular las categorías imperiales implicadas en los estudios de áreas y, por ende, en los estudios subalternos, en tanto que éstos mantienen en silencio la distribución entre conocimiento basado en las disciplinas y conocimiento basado en las áreas.
Subalternidad y estudios culturales adquieren así una nueva dimensión en los trabajos de Saldívar, en la medida en que se desprenden de la distinción entre sujeto y objeto, entre disciplina y área. La diferencia entre, por ejemplo, los estudios culturales chicanos y subalternidad es un nuevo modelo para el impasse en que se cae al proponer la articulación entre estudios culturales latinoamericanos y subalternidad (Beverley 1997)
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