A paso de cangrejo es como parece caminar la historia en este nuevo milenio. Tras el 11 de septiembre la humanidad entró en una peligrosa regresión. Volvieron los viejos conflictos territoriales, las guerras medievales con denominación de «cruzada», la nostalgia por los totalitarismos, el antisemitismo y otras formas de racismo.
Eco arremete contra la forma de vida contemporánea, las guerras, la política internacional y el consumo en las grandes superficies como único espacio de ocio posible, sin olvidar el nefasto papel de los medios de comunicación, empeñados en construir una imagen del mundo basada en el espectáculo. El resultado es un libro intenso y combativo, cargado de lúcidos análisis sobre el escenario que nos rodea.
Los pasos del cangrejo
Este libro recoge una serie de conferencias y artículos escritos entre los años 2000 y 2005.
Se trata de un período fatídico, que se abre con la inquietud ante el nuevo milenio, comienza con el 11 de septiembre, al que siguen las dos guerras en Afganistán y en Irak, y en Italia se presencia el ascenso al poder de Silvio Berlusconi.
Por consiguiente, prescindiendo de muchas otras colaboraciones sobre temas variados, he querido recoger tan sólo los escritos que hacían referencia a los acontecimientos políticos y mediáticos de estos seis años. El criterio de selección me lo sugirió uno de los últimos artículos de mi anterior selección ( La bustina de Minerva), que llevaba por título «El triunfo de la tecnología ligera».
Adoptando la forma de una falsa recensión de un libro atribuido a un tal Crabe Backwards, observaba que en los últimos tiempos se habían producido avances tecnológicos que constituían auténticos pasos hacia atrás. Observaba que la comunicación pesada había entrado en crisis a finales de los años setenta.
Hasta entonces, el principal instrumento de comunicación era el televisor en color, una caja enorme que dominaba con su presencia engorrosa y emitía en la oscuridad siniestros resplandores y sonidos susceptibles de molestar al vecindario.
El primer paso hacia la comunicación ligera se dio con el invento del mando a distancia; gracias a él, el espectador no sólo podía reducir o incluso suprimir el sonido, sino también eliminar los colores y zapear.
Saltando de un debate a otro, frente a una pantalla en blanco y negro y sin sonido, el espectador había entrado ya en una fase de libertad creativa, llamada «fase de Blob».
Además, la vieja televisión, que transmitía los acontecimientos en directo, nos hacía depender de la propia linealidad del acontecimiento. La liberación del directo se produjo con la llegada del vídeo, que no sólo supuso el paso de la televisión al cine, sino que permitió al espectador rebobinar las cintas y abandonar así del todo la relación pasiva y represiva con el suceso contado.
En ese momento incluso se habría podido eliminar completamente el sonido y comentar la sucesión desordenada de las imágenes con bandas sonoras de pianola, sintetizada en el ordenador; y, teniendo en cuenta que las propias cadenas emisoras, con el pretexto de ayudar a las personas sordas, habían adquirido la costumbre de insertar subtítulos para comentar las acciones, muy pronto se llegaría a una situación en que, mientras dos se besan en silencio, aparecería un recuadro con la frase «Te quiero». Así que la tecnología ligera habría inventado las películas mudas de los Lumière.
El paso siguiente se logró con la supresión del movimiento de las imágenes. A través de internet, el usuario podía recibir, con un buen ahorro neural, tan sólo imágenes inmóviles de baja definición, a menudo monocromas, y sin necesidad alguna de sonido, puesto que las informaciones aparecían en caracteres alfabéticos sobre la pantalla.
Según decía en mi artículo de entonces, el estadio siguiente de este retorno triunfal a la galaxia Gutenberg sería la supresión radical de la imagen. Se inventaría una especie de caja, que abultaría muy poco, sólo emitiría sonidos y no necesitaría siquiera el mando a distancia, puesto que se podría zapear directamente haciendo girar un mando. Creía que había inventado la radio y estaba vaticinando, en cambio, la aparición del iPod.
Destacaba finalmente que se había alcanzado el último estadio cuando en el ámbito de las transmisiones por ondas, que originaban muchas interferencias, con el pay per view y con internet había comenzado la nueva era de la transmisión por vía telefónica, pasando de la telegrafía sin hilos a la telefonía con hilos, superando a Marconi y volviendo a Meucci.
Estas observaciones, hechas más o menos en broma, no eran del todo aventuradas. Por otra parte, se vio claramente que avanzábamos hacia atrás después de la caída del muro de Berlín, cuando la geografía política de Europa y de Asia cambió de forma radical.
Los editores de atlas tuvieron que desechar todas sus existencias (que se habían vuelto obsoletas por la presencia de la Unión Soviética, Yugoslavia, Alemania del Este y otras monstruosidades semejantes) e inspirarse en los atlas publicados antes de 1914, con sus mapas de Serbia, de Montenegro, de los estados bálticos, etc.
Pero la historia de los pasos hacia atrás no se detiene aquí, y este comienzo del tercer milenio ha sido pródigo en pasos de cangrejo. Sólo voy a poner algunos ejemplos: después de los cincuenta años de guerra fría, los casos de Afganistán y de Irak nos retrotraen triunfalmente a la guerra real o guerra caliente, resucitando incluso los memorables ataques de los «astutos afganos» del siglo XIX en el Kyber Pass, y nos ofrecen un nuevo episodio de las Cruzadas con el choque entre el islam y la cristiandad, incluidos los asesinos suicidas del Viejo de la Montaña, regresando a las gestas de Lepanto (y algunos afortunados libelos de los últimos años podrían resumirse con el grito de «¡Socorro, los turcos!»).
Han reaparecido los fundamentalismos cristianos, que parecían propios de la crónica del siglo XIX, con el replanteamiento de la polémica antidarwiniana, y ha surgido de nuevo (aunque sea en términos demográficos y económicos) el fantasma del peligro amarillo. De un tiempo a esta parte, nuestras familias acogen nuevamente a siervos de color, como en el Sur de Lo que el viento se llevó, se han reanudado las grandes migraciones de pueblos bárbaros, como en los primeros siglos después de Jesucristo, y (como se observa en uno de los artículos publicados en este libro) renacen, al menos en nuestro país, ritos y costumbres del Bajo Imperio.
Ha regresado triunfante el antisemitismo con sus Protocolos, y tenemos a los fascistas (bastante después, aunque algunos son los mismos) en el gobierno. Por otra parte, mientras estoy corrigiendo las galeradas, un atleta ha saludado a la romana en el estadio a la multitud que le aplaudía.
Exactamente lo que hacía yo cuando era un cadete, salvo que a mí me obligaban. Por no hablar de la «Devoluzione»,[*] que nos retrotrae a una Italia pregaribaldina.
Se ha reabierto el contencioso poscavouriano entre Iglesia y Estado y, hablando de retornos casi a vuelta de correo, está regresando, bajo distintas formas, la Democracia Cristiana.
Parece como si la historia, cansada de dar saltos hacia delante en los dos milenios anteriores, se encerrara de nuevo en sí misma y volviera a los fastos confortables de la tradición.
A partir de los artículos de este libro se descubrirán muchos otros fenómenos de marcha atrás, suficientes en definitiva para justificar su título. Pero no hay duda de que, al menos en nuestro país, ha ocurrido algo nuevo, algo que nunca había sucedido antes: la instauración de una forma de gobierno basada en el llamamiento populista a través de los medios, realizado por una empresa privada cuyo objetivo es su propio interés; experimento nuevo, sin duda, al menos en el escenario europeo, y mucho más sutil y tecnológicamente preparado que los populismos del Tercer Mundo.
A este tema van dedicados muchos de estos artículos, nacidos de la preocupación y de la indignación por esta novedad que se va imponiendo y que (al menos mientras envío a la imprenta estas líneas) no parece que pueda detenerse.
La segunda parte del libro está dedicada al fenómeno del régimen de populismo mediático, y no tengo ningún reparo en hablar de «régimen», al menos en el sentido en que los medievales (que no eran comunistas) hablaban de regimine principum.
Con este propósito, y a propósito, comienzo la segunda parte con un llamamiento que escribí antes de las elecciones de 2001 y que fue muy criticado. Ya entonces, un periodista de derechas, pero que evidentemente me tiene en cierta estima, se sorprendía entristecido de que un hombre «bueno» como yo pudiese tratar con tanto desprecio a la mitad de los ciudadanos italianos que votaban una opción diferente de la mía.
Y recientemente también, y no por parte de la derecha, este tipo de compromiso ha sido tachado de arrogante, de actitud destructiva que convierte en antipática buena parte de la cultura de oposición.
Como tantas veces se me ha acusado de querer resultar simpático a toda costa, descubrirme antipático me llena de orgullo y de sana satisfacción.
No obstante, es curiosa esta acusación, como si en su tiempo se acusara (si parva licet componere magnis) a Rosselli, a Gobetti, a Salvemini, a Gramsci, por no hablar de Matteotti, de no ser suficientemente comprensivos y respetuosos con su adversario.
Si alguien lucha por una opción política (y en este caso, civil y moral), al margen del derecho-deber que tiene todo el mundo de poder cambiar de opinión algún día, en ese momento ha de creer que tiene razón y ha de denunciar enérgicamente el error de quienes tienden a comportarse de forma diferente.
No me imagino un debate electoral que pueda desarrollarse bajo el lema de «Vosotros tenéis razón, pero votad al que está equivocado». Y en el debate electoral las críticas al adversario han de ser severas, despiadadas, para poder convencer al menos al que está dudoso.
Además, muchas de las críticas que se consideran antipáticas son críticas de costumbres. Y el crítico de costumbres (que a menudo en el vicio ajeno censura también el propio, o las propias tentaciones) ha de ser mordaz. O sea, y remitiéndonos siempre a los grandes ejemplos, si quieres ser crítico de costumbres, debes comportarte como Horacio; si te comportas como Virgilio, escribes un poema, de una belleza extraordinaria incluso, en loor del divino reinante.
Pero los tiempos son oscuros, las costumbres corruptas y hasta el derecho a la crítica, cuando no lo ahogan las medidas de censura, está expuesto al furor popular.
De modo que publico estos textos movido por esa antipatía positiva que reivindico.
Como se podrá ver, en cada texto remito a la fuente, aunque muchos han sido parcialmente modificados. Y por supuesto no para actualizarlos ni para incluir en ellos profecías que después se han cumplido, sino para despojarlos de repeticiones (es difícil en estos casos no insistir de forma obstinada en los mismos temas), corregir el estilo o eliminar alguna referencia vinculada en exceso a hechos de la actualidad inmediata, que el lector habrá olvidado ya y que, por tanto, le pueden resultar incomprensibles. I LA GUERRA, LA PAZ Y OTRAS COSAS