Apuntes a tres años del terremoto político.  LPG 30 de mayo de 2022

En El Salvador, hace años que se discute acerca de la democracia y de su futuro. Las decisiones gubernamentales, la crisis y eclipse de los partidos antes mayoritarios, la atomización del espectro político entre muchos otros factores mantienen en el centro de la conversación nacional, al menos entre los sectores académicos, profesionales, de construcción de pensamiento y de renta media o alta, el futuro de la democracia en el país.

La cuestión no gira alrededor de si debe o no haber democracia, todos los actores de la vida pública se consideran demócratas o en todo caso no se reconocen como enemigo de ese sistema político; lo que pasa es que mientras el oficialismo sostiene que la serie de medidas, de ideas y de conceptos que se pretende popularizar no van reñidos con ese modo de hacer política, otros sectores de la sociedad consideran todo lo contrario. Lamentablemente, no hay discusión al respecto porque la crispación que se sufre impide cualquier otra cosa que no sea una reunión de los que piensan igual.

Sería una discusión intensa, larga, agotadora, pero fructífera. Y además, de que ese proceso se lleve a cabo dependería el triunfo, inasible o no, del republicanismo salvadoreño. Por eso mismo, siempre es buen momento para analizar el tema y, si hay fortuna, aportar algún elemento para el análisis.

Ninguna duda hay sobre la legitimidad de los gobiernos que El Salvador ha tenido desde la firma de los Acuerdos de Paz. Es un buen punto de partida porque el edificio de la democracia se sustenta en elecciones libres que garanticen que el pueblo, en su condición de soberano, transmite su poder hacia el vértice del sistema; luego, teóricamente, ese corazón operativo del Estado se encarga de que ese mandato sea utilizado en aras del bien común.

Pero la principal queja sobre los últimos administraciones de los dos partidos antes mayoritarios fue que ese gobierno sobre el pueblo poco o nada tuvo que ver con un gobierno del pueblo o a favor del pueblo. En la práctica, el aparato del Estado fue usado para beneficiar agendas personales o de facciones económicas afectando en el camino a los intereses colectivos en materias como la inversión pública, el combate a la corrupción, al crimen organizado, a las pandillas, la preservación de los derechos ciudadanos o la protección del medio ambiente, entre otros.

Estos ya casi tres años de gobierno de GANA, el último de ellos con el apoyo de Nuevas Ideas, sólo pueden ser explicados desde esos hechos. El terremoto político que eso supuso ya está consumado con todo y sus réplicas municipales y legislativas. Sin embargo, una vez superada la crisis sanitaria y también por culpa de ella, muchas de las necesidades que agobian a la nación continúan ahí o se agudizaron en este período.

Paradójica y desafortunadamente, a esa crisis económica, de empleo y al endeudamiento que un escenario post covid supone para decenas de naciones como la salvadoreña, hubo que agregar los manierismos, los recelos y los resentimientos que la nueva clase política amasó a partir de sus experiencias con la partidocracia tradicional, de la cual proviene en buena medida una importante porción de sus cuadros. En otras palabras, este momento de la crónica nacional no se reduce a sus partes, y sus partes sumadas constituyen un todo que todavía es difícil de leer. Por eso, la pregunta de esta serie de reflexiones está vigente: ¿vivimos en democracia?

II

Democracia perfecta no hay, nunca en ningún lado. La democracia es siempre perfectible tanto en lo mecánico como en lo operativo; lo fundamental de ese sistema político es su aspiración, lo inalienable del concepto de participación en igualdad y de voluntad de las mayorías sin perjuicio de los derechos de todas las minorías, el resto son detalles sujetos a revisión y progreso.

Desde el ejercicio democrático, si el desarrollo de la sociedad le ha permitido gozar de suficientes y poderosos contrapesos, entonces la agenda de esa nación avanzará, caminará a partir de un equilibrio entre las esferas de lo público, lo privado, el Estado, el mercado, las mayorías, las oligarquías, etc. Esa noción liberal de la sociedad es el caldo nutricio de la república democrática con independencia de que en algunos casos, la tiranía haya nacido en las urnas porque siempre habrá dictadores y autócratas que sólo crean en el sufragio como justificación para licencias despóticas.

Del conflicto armado, El Salvador emergió sobre unas bases débiles y estableció un equilibrio que no garantizó justicia ni desarrollo pero al menos permitió la convivencia de las fuerzas que protagonizaron la guerra. Durante años se creyó que la ampliación del espectro político y el concurso de diversas corrientes de pensamiento, algunas de ellas contrapuestas diametralmente, abonaría a una cultura democrática, única póliza posible para que la nación no recorriera una vuelta en círculo hacia los desencuentros y las infamias que llevaron a la violencia.

Hubo primavera democrática, manifiesta en una sociedad civil inquieta y activa, pero esa estación duró poco. Las fuerzas políticas que se sucedieron en el poder en los primeros 30 años de posguerra fueron acomodando y diseñando un modo de administrador del Estado que facilitara la corrupción, el favorecimiento de élites, grupos empresariales afines y camarillas familiares, y esos abusos a veces sofisticados y otras veces brutalmente vulgares tejieron un extenso velo de impunidad del que los ciudadanos se hartaron.

Al arrasar con ARENA y el FMLN en sucesivos ejercicios electorales, la nación desmontóaquello en lo que dejó de creer. Pero tal cual lo confirma una y otra vez en los estudios de opinión pública, la población no abjuró ni se desdijo de su vocación demócrata, de lo que conquistó en estas tres décadas de vida en democracia, de su ilusión por justicia, igualdad y libertad.

La aclaración es necesaria porque, ante la escalada de tensión política de estos años, desdealgunas tribunas se culpa a los salvadoreños de los efectos de la política y de la administración pública, de los riesgos institucionales y de todos los ayes relativos al Estado. Es una consideración injusta, un pensamiento hasta clasista, elaborado desde una vil abstracción. Nadie asistió a las urnas hace tres años ni hace un año para participar en un referendo sobre garantías constitucionales, orden democrático o Estado de derecho. Todos, tanto los participantes en esas elecciones como los votantes, se sometieron a las leyes de la República y juraron respetarlas y defenderlas.

La pregunta de si vivimos en democracia que se hacía en este espacio ayer es valedera pero debe hacerse desde la nación y no como reclamo contra ella, porque lo bueno y lo malo que haya dado el proceso histórico salvadoreño ha dependido de las posibilidades más que de las voluntades.

III

Superado el medio término del gobierno de Bukele, hay que admitir la estupefacción. Aunque narrativamente se enfocó desde un inicio en hacer pagar a los partidos políticos que fueron sus contendientes electorales y a los que después convirtió en pararrayos de la insatisfacción popular, con los efectos que eso supuso en los comicios legislativos y municipales de hace poco más de un año, en la práctica su gestión ha reconfeccionado la administración pública, reorientado la inspiración de algunas instituciones y desactivado o eliminado otras. Por supuesto, la velocidad con la que eso ha ocurrido es una sorpresa pero no menor es el asombro por los aliados y la falta de resistencia que encontró en ese afán.

Aun hace algunos meses se intentó interpretar las acciones del gobierno a partir del Plan Cuscatlán, que era a la vez un diagnóstico muy resumido y una ecléctica colección de ideas y acciones a propósito del quinquenio. El tiempo demostró muy rápido que ese no era ni el manual de jugadas de Bukele ni su ideario personal o la matriz ideológica de su partido, sino un insumo de sentido publicitario.

También fue el tiempo el que le enseñó a la nación que la administración de GANA sería de continuos sobresaltos porque, a falta de un proyecto de Estado orgánico, que tradujera en estrategias y políticas una cosmovisión, lo que habría sería más un ejercicio gerencial: a un problema, una solución; a una amenaza, una reacción defensiva; reactividad total. Esa dinámica que funciona tan bien en lo comunicacional y en lo propagandístico, ha sido a la vez la fortaleza y la debilidad del régimen y la variable ante la que los ciudadanos se sienten a ratos entretenidos y a ratos desesperados.

Ante la epidemia homicida con la que inició su administración, Bukele lanzó un plan de control en el territorio que incluiría medidas de reconstrucción del tejido social representadas en los cubos suburbanos; ante la necesidad de incentivar el turismo, una de las pocas industrias a las que cabía inyectar creatividad y dinamismo, se vino Surf City, una marca más que un producto; para investigar a los corruptos del pasado, se celebró la apertura de una Comisión Internacional contra la Impunidad, la CICIES prometida durante la campaña. Acciones desconectadas unas de otras pero que apuntaban a una dirección común y respondían, con sus lógicos matices, al interés ciudadano.

La crisis sanitaria interrumpió esa lógica y durante su contención, que El Salvador celebra luego de meses de sufrimiento y luto, el gobierno cambió su aproximación a la población, se enfocó contundentemente en dominar la opinión pública y buscó unos márgenes de acción tales en la administración de medicinas e insumos que terminó desarmando mucho del músculo contralor del Estado. Después de los meses más aciagos del encierro y la enfermedad, el gobierno ya no fue el mismo, profundizó sus rasgos más ásperos, se aisló de los sectores, voces e instancias nacionales e internacionales que pudieron servirle de contrapeso y de polo a tierra, y las elecciones de hace un año reavivaron la crispación.

Por todo eso, aun siendo que en su último año detentó más poder, el gobierno lució más tenso que en los dos años anteriores. Los retos son mayúsculos y requieren de estrategias, de una lectura que integre todas las aristas de la realidad nacional. La administración no ha podido sortear la crisis económica a la vez acelerada y cultivada por su enfrentamiento a la pandemia, e insiste en enfrentar cada coyuntura como si no estuviera conectada con las otras problemáticas, cuencos conectados en lugar de separados.

Los pocos participantes de la vida nacional, gran empresa, academia y diplomacia que pudieron gravitar alrededor del gobierno en estos años no consiguieron ampliar la visión de los tomadores de decisión y han acabado sumándose a la simplificación y la propaganda. Ahí se ha desperdiciado una valiosa oportunidad; volver a abrirla requerirá de muchas energías, de la voluntad de sectores que han estado alejados del régimen, de una energía incluyente que el oficialismo no ha transmitido a la fecha, y tendrá que acontecer en el enrarecido aire supuesto por la ola homicida de marzo y el subsiguiente estado de excepción. En suma, que la democracia tendrá que abrirse frente no gracias a sino a pese al mismo proceso.

IV

En las actuales condiciones, en El Salvador la democracia tendrá que abrirse paso no gracias a sino pese al mismo proceso. Y el verbo es imperativo porque si la involución nacional continúa, el deterioro no sólo se llevará de paso a las instituciones sino al concepto mismo de la república.

¿Puede haber república sin democracia? Sí, pero a los efectos de la nación salvadoreña, la salud de la forma de gobierno puede equivalérsele siempre y cuando honre los principios de la igualdad ante la ley, división de poderes y soberanía popular. La aspiración ciudadana después del violento final del siglo anterior y de las insatisfacciones de la posguerra se constriñe a esas condiciones elementales porque con ellas se garantizaría una mejor convivencia, un ambiente más favorable para enfrascarse en las otras cuitas del colapso de la economía y el postergado desarrollo humano.

Dicho en pocas palabras, a la mayoría de los salvadoreños le bastaría con que el gobierno honre el ideal republicano, aun si en sus manifestaciones y en su hacer hay más de reflejo despótico que democrático.

¿Cómo se reconoce la pulsión autocrática de un gobierno? En principio, a partir de la consideración en la que tiene al pluralismo y al concierto de las ideas, si los funcionarios tienen o no al disenso como una creencia de valor, si abrazan la tolerancia en oposición al fanatismo y al dogmatismo, si rehúyen del uso de la fe como elemento ideológico.

Así considerado, en El Salvador hay una poderosa tendencia hacia el otro lado del pluralismo, hacia el sendero opuesto a la democracia. Es la dirección en la que se mueve el aparato del Estado en este momento, una realidad que obedece a la falta de programa del partido oficial, a su rompimiento con las fuerzas políticas con las que contendió, a la agenda de negocios de un grupo alrededor de la administración y a la erosión del sistema de partidos parido por los Acuerdos de Paz. El desequilibrio electoral y la acumulación de poder derivada de esa matriz de causas amenazan con alienar a la función pública en pleno y trastornar a la misma república.

Como decía Cicerón, «somos siervos de la ley para poder ser libres». Esa es a la postre la viga fundamental del edificio republicano, que todos los ciudadanos admitan la tutela de las normas en el entendido de que garantizarán la paz porque se aplican a todos sin distinción, incluidos los legisladores y los administradores de la fuerza del Estado. Pero si la dialéctica política escala primero a una crispación irreconciliable y luego a una tensión que impide todo diálogo hasta imposibilitar los acuerdos mínimos connaturales a toda democracia, se vive al borde del despotismo y de la persecución. Y a la denominación de «enemigos del orden» que se hace contra los que piensan distinto a un régimen tal, fácilmente puede sucederle la agresión, el irrespeto a sus derechos y acariciarse la idea de la impunidad.

El Salvador ya cruzó bastantes metros después de la frontera que se puso en 1992, en Chapultepec. En el camino se han firmado injusticias y simplificado realidades de las que se arrepentirá y avergonzará en el futuro. Pero en este momento lo más urgente es que se desande la deriva de intolerancia en la que la nación ha caído.

No ocurrirá por iniciativa del oficialismo, que sigue creyendo en sus posibilidades contra la crisis económica, la falta de liquidez y el rompimiento del tejido social aun cuando ha roto muchos de los puentes y vasos comunicantes con sociedad civil, academia, diplomacia internacional y movimientos sociales. Pero debe ocurrir.

Y a tres años del terremoto político es congruente afirmar que la democracia puede hacer por el Estado más de lo que el Estado puede hacer por la democracia. De la generosidad, creatividad y resiliencia de los demócratas y de los republicanos depende que el proceso nacional vuelva de esta coyuntura el extremo de un péndulo y no un pantano.

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