Temporalidades yuxtapuestas en la contemporaneidad latinoamericana

Temporalidades yuxtapuestas en la contemporaneidad latinoamericana: nacionalidad, colonialidad y poscolonialidad
Álvaro Fernández Bravo
CONICETCIETP – NYU-Buenos Aires

Quisiera comenzar esta contribución con una captatio benevolentiae y evocar mi relación con los estudios de literatura colonial y problemas pos y descoloniales en términos autobiográficos. Sabrán disculpar esta caída en lo personal, pero me pareció oportuno convocar un elemento subjetivo para equilibrar las arduas discusiones teóricas suscitadas por este encuentro.

Aunque conocí a Walter Mignolo a principios de los años 80 en la Universidad de Buenos Aires, cuando Josefina Ludmer lo invitó en sus clases de Teoría Literaria y Walter reclutó jóvenes ayudantes de cátedra que luego tuvieron una exitosa carrera académica en los EEUU, mi primer contacto con
los estudios coloniales no tuvo lugar entonces. Mignolo profesaba en aquel tiempo una semiótica bastante dura, no recuerdo que haya exhibido en su paso por la UBA su adhesión a los estudios coloniales y pasarían algunos años hasta que se convirtiera en un convencido abanderado de la colonialidad geopolítica del conocimiento.

Mi primer contacto con la cuestión colonial se produjo algunos años después, en la Universidad de Princeton a donde marché a realizar mi doctorado, cuando una joven profesora se presentó y me dijo que ella era “colonialista”. Recuerdo que en ese momento, me sentí algo perplejo, y atiné a responderle, “ –Mucho gusto, yo soy antiimperialista”.

No lo hice para cuidar los modales que rápidamente había aprendido que eran un arma de supervivencia dentro del campus universitario norteamericano. Pero en rigor, el conocimiento y la formación en literatura colonial en la Argentina en ese momento era virtualmente inexistente. Yo me había graduado en la UBA poco tiempo antes y aunque mi capital teórico y literario era competitivo respecto de muchos de mis colegas en la escuela graduada norteamericana, provenientes tanto de América Latina como de los Estados Unidos y España u otros orígenes más remotos, la formación y el conocimiento del repertorio colonial era muy modesto.

Poco tiempo después comencé mis cursos con Rolena Adorno en Princeton cuando ella hacía su edición de los Naufragios de Cabeza de Vaca y fui cautivado por varios aspectos del campo. El antropólogo Jorge Klor de Alva también enseñaba en Princeton y, si bien su lectura de la cuestión colonial ya
se manifestaba escéptica respecto de una apertura comparatista que incluyera otras experiencias no latinoamericanas en una dimensión semejante, su mismo disenso despertaba curiosidad por una conversación que yo apenas conocía.

Resulta interesante que un artículo precursor de Klor de Alva sobre los estudios coloniales y la cuestión poscolonial haya sido publicado en el primer
número de la hoy canónica Colonial Latin American Review (Klor de Alva 1992; Mignolo 1996). Más allá de la anécdota, el diálogo propuesto por el campo entre la literatura, la historia, la antropología y la iconografía; la densidad de los textos y el modo de leerlos; la erudición y acceso a un conjunto de problemas que todavía me siguen interpelando dejó una huella en mi modo de leer que todavía conservo.

Comienzo con esta breve anécdota para recuperar dos momentos: 1990, poco antes del quinto centenario de la conquista, que fue un punto elevado en la recepción y afianzamiento de los estudios coloniales en la crítica latinoamericanista en los EEUU y 1992, cuando tomé contacto con la cuestión poscolonial. Fue en esos años también cuando la teoría poscolonial tuvo
su auge.
También en Princeton conocí y estudié con Homi Bhabha, en ese entonces recién llegado de Inglaterra y el seminario “The postcolonial intellectual”, así como sus ensayos, alguno de los cuales luego traduje al español, me impulsaron a cambiar mi modo de leer e incorporar un repertorio de problemas teóricos que hasta entonces desconocía. Edward Said y Gayatri Spivak también frecuentaron Princeton varias veces y pude conocerlos personalmente.

Aquel punto de los años 90 y los debates que ocurrían en la Argentina (el desconocimiento generalizado de la literatura colonial y, mucho menos, el interés por la agenda desplegada por los estudios poscoloniales y el subalternismo dentro de los estudios literarios, aunque no así en la disciplina
histórica, donde Enrique Tandeter ya había comenzado a crear una escuela, si bien alejada de la agenda pos y descolonial) permiten introducir un primer punto sobre el que quiero detenerme: el localismo de ciertas conversaciones, la escasa porosidad y voluntad de diálogo entre diferentes mundos académicos.

También la academia norteamericana es impermeable a ciertos debates
teóricos que ocurren en otros circuitos. Como lo ha reconocido la propia Spivak, “la India británica se ha convertido en una mercancía cultural de funciones dudosas” (Spivak 290) y es preciso reconocer la máquina de producir mercancías simbólicas consumidas y luego descartadas, como los mismos estudios poscoloniales que hoy en los Estados Unidos parecen haber atravesado “sus quince minutos de fama” como decía Andy Warhol. Los estudios coloniales, como lo recordó Gustavo Verdesio, luego de un ascenso en la bolsa de valores de la crítica, parecen haberse vuelto a recluir en un casillero específico y adoptado ciertos rasgos neoconservadores.

No digo que un comportamiento análogo no ocurra en otros espacios y lugares, ni mucho menos promoviendo el consumo de las etiquetas académicas producidas en serie por la corporación universitaria norteamericana. Más bien me interesa resaltar la rigidez de las aduanas disciplinarias y la necesidad de promover una circulación menos defensiva de conceptos y modos de leer, en particular cuando es posible reconocer, como yo lo creo, experiencias históricas comunes. No olvidemos que la Unión Jack flameaba en los Ferrocarriles de la Argentina y el retrato de la Reina de Inglaterra presidía el hall central de la Estación Constitución hasta los años
40, ni que la Argentina fue, como el Uruguay, the land that England lost, ni tampoco la referencia de Eric Hobsbawm a la Argentina y Uruguay como “honorary dominions” del Imperio Británico (Hobsbawm 1987: 66) .

El problema de las sociedades coloniales y su legado ha recibido una atención creciente aunque desigual en los estudios literarios latinoamericanos. Sabemos que existe una tradición establecida desde la misma conquista e invasión europea que volcó en textos el impacto del “encuentro”.

Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas abrieron un debate de notable densidad filosófica sobre la “humanidad” de los habitantes de América en Valladolid. Ese debate tiene ecos hasta el presente que intentaré recuperar para proponer algunas hipótesis acerca del mundo guaraní y las crónicas de la región del Gran Chaco.

Ese territorio rebasa por supuesto las fronteras nacionales establecidas a sangre y fuego a lo largo del extenso siglo XIX e incluye a la actual provincia de Santa Fe, así como el noreste de la Argentina, y partes de Bolivia, Paraguay, Brasil y el Uruguay. Ya en el siglo XVIII, a partir de la ilustración y la disputa del Nuevo Mundo y la producción escolar fundada por los jesuitas de la que me ocuparé en esta presentación continúa la discusión establecida por Vitoria y Las Casas, así como otras importantes obras de la literatura colonial que han sido releídas y actualizadas en los últimos años.

Mi primera hipótesis, como lo dice el título de mi trabajo, tiene que ver con los tiempos superpuestos del presente. Si, como dice Agamben “la vía de acceso al presente tiene necesariamente la forma de una arqueología” (Agamben 2008), el anacronismo de la cuestión colonial debería ser leído en todo su potencial crítico. La ausencia en las agendas teóricas del Cono Sur, particularmente en Argentina y Uruguay, de la cuestión colonial y del mundo indígena tiene que ver más que con un objeto remoto, enterrado en el pasado, con procedimientos de organización cronológica de las historias nacionales que, sin embargo, no logran silenciar voces que regresan a perturbar superficies sospechosamente lineales, lisas, planas, sin grietas ni fracturas visibles.

El contemporáneo es, entonces, aquel que puede tomar distancia de su propio
tiempo, dividirlo, fisurarlo, fragmentarlo, descomponerlo y reconocer en él, a través de las grietas de la ruina, la pervivencia de otros tiempos. Quiero a la vez examinar este procedimiento en dos crónicas jesuitas y también poner en práctica una crítica anacrónica capaz de recuperar el inconsciente superviviente heterocrónico de unos tiempos impuros.

Este trabajo es parte de una investigación que comencé el año pasado en el Instituto Iberoamericano de Berlín, enfocado en la región del Chaco, un territorio que por sus características comprende y antecede la existencia de varias naciones, desafía las fronteras estatales, donde se hablan varias lenguas indígenas y europeas y que invita a un estudio necesariamente transdiciplinario, apoyado en la historia, la literatura, la historia cultural, la
antropología, la geografía, las artes visuales.

Quiero leer al Chaco como un texto formado e inscripto en la tradición por discursos, cartas, tratados, informes, crónicas, imágenes y relatos.
Más que un objeto de archivo (un fetiche) me interesa examinar los discursos sobre el Chaco insertos en mecanismos de archivización y transferencia de conocimiento, ya que se trata de escritos, como el de Paucke sobre el que me detendré, que traducen y trafican saberes “hacia allá y para acá”. Esa posición de entre-lugar (Santiago 1978), característica de América Latina aunque contingente, provisional, oscilante, nómade puede ser una figura para pensar las temporalidades yuxtapuestas latinoamericanas.

Quiero concentrarme en un problema específico, que desarrollaré primero en una especulación de aspiraciones más teóricas y conceptuales para luego desplegarla en relación con dos textos y un conjunto de imágenes de crónicas jesuíticas escritas e ilustradas por sacerdotes de habla alemana que vivieron durante el siglo XVIII en esta región donde estamos ahora, y sobre la que escribieron y produjeron obras que intentaré leer a partir del problema de las temporalidades yuxtapuestas.

Como un fragmento del pasado incrustado en el presente, la cuestión colonial a pesar de su aparente anacronismo persiste y puede reconocerse en la dimensión contemporánea que, como sabemos, es un tiempo inexistente: el presente está permeado por el pasado y se anticipa al futuro, es un tiempo lábil, liminal, refulgente en un instante de peligro, que rápidamente resulta
devorado por el pasado, aunque ya estaba permeado desde el comienzo por otras temporalidades.

Además del eje vertical, si es que todavía aceptamos una visión lineal teleológica evolucionista del tiempo histórico que ha resultado desacreditada con éxito por pensadores que van desde Walter Benjamin a Georges Didi-Huberman, existe otra superficie más plana o sintagmática donde los tiempos también se ven contaminados por discronías, para emplear el término de Aby
Warburg (Didi-Huberman 2009).

Se trata del espacio geográfico y la cultura material, que trabajan con temporalidades superpuestas y en conflicto. La temporalidad urbana y la rural, la metropolitana y la periférica, la del norte y la del sur, la de Occidente y Oriente o la del centro y los márgenes plantean problemas que la teoría
poscolonial nos ha ayudado a pensar, aunque como sabemos, no ha sido recibida con gran entusiasmo en esta parte del mundo sino más bien con desconfianza y una obcecada afiliación a la tradición europea moderna a la cual muchos latinoamericanos todavía parecen enorgullecerse de pertenecer: un ejemplo que cité hace algunos meses en Mendoza, en un panel del que participó Alejandro de Oto es el del Chaco, donde todavía existe y opera un Instituto de Colonización subvencionado por el Estado argentino, cuya misión principal es “expropiar tierras a comunidades indígenas para asignarles funciones productivas” (sic) o la Provincia de Chubut, donde funciona una institución semejante, según lo recordaba entonces Alejandro de Oto.

Sabemos que la situación no es muy diferente en Bolivia, Paraguay, Ecuador o Brasil donde el avance con topadoras del Estado continúa montado sobre una estructura colonial de apropiación, invasión e imposición de una temporalidad hegemónica sobre la población originaria, es decir, los indios.

Quisiera volver a la categoría de “población” tal como la desarrolla Foucault en tanto sujeto a ser administrado por una maquinaria biopolítica y racialista de medición, organización, distribución y usurpación de derechos y formas de vida. No se gobierna un territorio sino una población, un sujeto que debe ser encadenado a una temporalidad hegemónica y sometido a un
régimen que se vale de recursos temporales (espacialización del tiempo histórico; anacronismos retóricos de la barbarie, “atraso”, “progreso”, “modernización”) para dominar y ejercer un control del imaginario temporal (Foucault 2006).

Spivak sostiene que “the epistemic story of imperialism is the story of a series of interruptions, a repeated tearing of time that cannot be sutured [la historia epistémica del imperialismo es la historia de una serie de interrupciones, una repetida ruptura del tiempo que no puede ser suturada; traducción mía]” (1999: 208). Esa fragmentación e interrupción temporal puede reconocerse en el plano físico, si observamos los mapas de América Latina o del mundo surcados por un tráfico de personas, conocimientos, objetos y materia que fueron definiendo la naturaleza del territorio y llenándolo de aduanas y puestos de control, dirigidos a mercancías pero crecientemente a personas. Puede también leerse como una división en la comunidad que resulta fragmentada e inoperante, separada de sí misma por un hiato temporal que genera la convivencia irreconciliable, dentro de lo contemporáneo, de lo arcaico y lo anacrónico. Un resto inasimilable que resulta condenado a la imitación fanoniana del poder colonial siempre inalcanzable.

Creo que algunos de estos problemas que, como dije, no son arcaicos sino
contemporáneos, pueden ser reconocidos en las crónicas jesuíticas del siglo XVIII. Según intentaré demostrarlo la convivencia de sacerdotes europeos educados, que escriben las memorias de su estadía de regreso en Europa, en diálogo con la ilustración pero también ellos temporalmente desacompasados luego de su estadía entre los indios mocovíes y abipones provee una plataforma plausible para explorar estos problemas.

Paracuaria como territorio imaginario: jurisdicción espiritual y conocimiento material en las obras de Dobrizhoffer y Paucke

Quiero partir en entonces de dos libros publicados por los misioneros jesuitas Florian Paucke (Wiñsko, Polonia, 1719-Zwettl, Austria, 1780) y Martin Dobrizhoffer (Friedberg, Alemania 1718-Viena 1791), autores respectivamente de Hacia allá y para acá (una estada entre los indios mocobíes) (1749-1767) (Tucumán: 1942 [Viena: c1770]) y la Historia de los abipones (Resistencia: 1967 [Viena: 1784]).

Ambos libros constituyen documentos relevantes del saber producido por los misioneros jesuitas durante su permanencia en Sudamérica sobre grupos
aborígenes de la región chaqueña. Asimismo sirven de ejemplos tanto de la transferencia de conocimiento entre América y Europa como de la formación incipiente de comunidades epistémicas articuladas en torno al capital simbólico indígena sudamericano. Luego de la expulsión de los jesuitas de América por Carlos III en 1767 se publicó un corpus significativo de obras que evocan la experiencia jesuítica, sobre el que se ha producido una extensa y creciente bibliografía. 9

9 La bibliografía sobre las misiones excede las dimensiones de este artículo. Entre las obras que me han resultado más útiles menciono: Guillermo Wilde. Religión y poder en las misiones de guaraníes. Buenos Aires: Paradigma, 2009; Ticio Escobar. Una interpretación de las Artes Visuales en el Paraguay. Asunción: Servilibro, 2007; Sierra, Vicente D. Los jesuitas germanos en la conquista espiritual de Hispano-América. Siglos XVII-XVIII. Buenos Aires: Facultades de Filosofía y Teología con la colaboración de la Institución Cultural Argentino-Germana, 1944; Michel De Certeau. El lugar del otro. Historia religiosa y mística. Buenos Aires: Katz, 2007; Karl Kohut y María Cristina Torales Pacheco, eds. Desde los confines de los imperios ibéricos: Los jesuitas de habla alemana en las misiones americanas. Frankfurt/Madrid: Vervuert/Iberoamericana, 2007. John O’Malley at alii. The Jesuits: cultures, sciences, and the arts, 1540-1773. Toronto: University of Toronto Press, 1999; Luis Millones Figueroa y Domingo Ledezma, eds. El saber de los jesuitas, historias naturales y el Nuevo Mundo. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2005. Bertomeu Melià. El guaraní conquistado y reducido: ensayos de etnohistoria. Asunción: CEADUC, 1986. Antonello Gerbi. La disputa del Nuevo Mundo. México: FCE, 1986. Los artículos de Guillermo Furlong son fuente de excelente información e interpretación de la empresa jesuita en Sudamérica y serán citados a pie de página.

Este trabajo tomará como eje la problemática de espacio temporal y su
representación escrita e iconográfica en ambas obras. Los libros de Paucke y Dobrizhoffer son quizás las contribuciones fundadoras en lo que se ha dado en llamar “el guaraní literario” (Fausto 2009) o “guaraní de papel” (Melià 2004), es decir, una de las tradiciones literarias e iconográficas de los indígenas guaraníes, entre las diversas que abundan: la de los tupí-guaraní antropófagos (Jean de Léry, A. Métraux, Oswald de Andrade, R. Antelo), de marcado contraste con la imagen de los indígenas organizados, retratados en algunas crónicas jesuitas y consagradas por diversas corrientes historiográficas.10
10 Carlos Fausto, “El reverso de sí”, prefacio a Guillermo Wilde 2004; Bartomeu Melià, “La novedad Guaraní (viejas cuestiones y nuevas preguntas)” Revista bibliográfica (1987-2002). Revista de Indias 64:175-226.

La bibliografía contemporánea tampoco llega a un acuerdo acerca de la relación entre los jesuitas y los indígenas planteada o bien como pacífica e imbuida de voluntad de aprendizaje o bien como una imagen que oscila entre un idealismo inicial y una representación deceptiva (Kohut y Torales Pacheco XX; Wilde; Millones y Ledezma). No es casual que ambas representaciones contradictorias hayan sido canonizadas por tradiciones nacionales que recuperaron a los indígenas como íconos de sus respectivos imaginarios colectivos.

Aunque se trate de imágenes muy anteriores a la constitución de las naciones que luego las inscribieron en sus respectivos patrimonios culturales, cada tradición privilegió aspectos específicos del mundo guaraní para abastecer sus propias narraciones nacionales. La agencia nacional del colectivo tupiguaraní plantea un conjunto de problemas que parten de la misma noción de comunidad y la relación entre Estados-naciones difícilmente homologables con los colectivos indígenas que buscaron archivar e inscribir en sus patrimonios culturales. De bordes porosos e inestables, con identidades nómades y móviles, los grupos indígenas sudamericanos responden a comportamientos altamente asimétricos con la temporalidad nacional. La antropofagia opera como un procedimiento de asimilación cultural del otro del cual los mismos jesuitas fueron partícipes, al producir gramáticas y descripciones del mundo indígena y transmitir saberes y prácticas que iniciaron procesos de transculturación donde fueron los indígenas quienes
“devoraron” esos conocimientos.

Los escritos de los jesuitas de habla alemana sobre el mundo guaraní se enmarcan dentro del contexto internacionalista que caracterizó la empresa pastoral de la compañía. Organizada como una actividad de aspiraciones globales y con un fuerte peso asignado al conocimiento ya desde sus comienzos, según los preceptos establecidos por Ignacio de Loyola, la participación de religiosos no españoles creció a partir de 1670 (Kohut y Torales Pacheco; Lüsebrink).

Los escritos de los jesuitas expulsados de América en 1767 constituyen documentos de particular valor por su intervención en el marco de la disputa del nuevo mundo (Gerbi; Huffine) frente a la cual respondieron con un volumen de datos que buscó contestar información inexacta y construyó una versión antagónica a las versiones despectivas del mundo americano publicadas durante la Ilustración.

Tanto el componente distanciado por la memoria como la voluntad de contestar obras como las de Buffon, Reynal y De Paw convierten los textos jesuitas un discurso permeado por un componente retórico estratégico (Hayden White), incluso a pesar de su voluntad por proveer información exacta y encadenamientos argumentales causales para las descripciones del mundo guaraní. Así, el problema de la lealtad jesuita a la corona española emerge continuamente en el texto como una deliberada defensa de la fidelidad con España, aunque puedan leerse también posiciones menos dispuestas a aceptar los pactos europeos y sus efectos sobre la sociabilidad jesuita y guaraní (como el Tratado de Madrid, que obligaba a los indígenas a migrar de las “misiones del río Uruguay” y cederlas a los portugueses).

Al debatir e intentar refutar versiones inexactas de la naturaleza y en especial la población indígena americana, las crónicas jesuíticas elaboran un contra discurso acerca de grupos étnicos solo parcialmente sometidos a la conquista espiritual perseguida por la Compañía de Jesús. Tampoco el poder político español o portugués consiguió someter a esta población generalmente
retratada en movimiento, fuga, migración y dispersa sobre una región de límites móviles e imprecisos (Viveiros de Castro 2011).

Vale la pena aquí hacer una breve digresión para referir algunas de las ideas enunciadas por el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro al respecto. Cuando pensamos en los sujetos involucrados en la situación colonial (o, podríamos decir, poscolonial, ya que hoy subsisten grupos indígenas de la familia tupi-guaraní en la Amazonia sometidos a una relación
análoga), resulta forzado atribuirles rasgos equiparables a los de sus interlocutores europeos o paraguayos, brasileños o argentinos.

Dice Viveiros:
Un pueblo indígena es una multiplicidad viva, en perpetuo devenir, en perpetua división, recombinación, diferenciación. El pueblo que fue oído el año pasado no está más compuesto de las mismas partes hoy. Cambiaron la escucha, el número y la composición de las comunidades y no hay nada en la
“constitución” de un pueblo indígena que los obligue a ser la misma escucha, única y constante, de un año para el otro…

La noción de contrato, que subyace, en último análisis a tal derecho de consulta (hecha la consulta, obtenida la autorización de la “comunidad”, está cerrado el pacto) es totalmente extraña al derecho práctico indígena. La noción de tiempo (irreversibilidad), de parte (contratantes), de obligación (un contrato es un acto conclusivo) nada de eso “funciona” del mismo modo aquí y allá. El derecho de consulta, con todo eso, se vuelve una abstracción sino una payasada completa (Viveiros de Castro 2011).

Viveiros de Castro habla de la situación actual de algunos grupos indígenas amazónicos amenazados por la modernización (represas, autopistas, expansión agrícola, expropiación de tierras, etc.) y las acciones emprendidas por el Estado brasileño para protegerlos. Pero podríamos
extrapolar esta situación al siglo XVIII, donde también existieron pactos, tratados, intereses internacionales y locales (los bandeirantes paulistas; el contrabando portugués en Colonia; las guerras europeas) interesados en esa población y su territorio.
Historia de los Abipones y Hacia allá y para acá, según veremos a continuación, trazan mapas, inventarios, enciclopedias y archivos del mundo indígena con la diferencia de que los autores han perdido en el momento de escribir toda capacidad de intervenir políticamente sobre esa región. Viveiros de Castro por el contrario habla del Estado poscolonial brasileño y las fuerzas internas que intentan prevenir los abusos sobre la población indígena.

Cabe añadir un elemento adicional al retrato territorial de Paucke y Dobrizhoffer. Como observa Michel Foucault, “la idea de un poder pastoral es la idea de un poder ejercido sobre una multiplicidad y no sobre un territorio. Es un poder que guía hacia una meta y sirve de intermediario en el camino hacia ella. Por lo tanto, es un poder finalista, un poder finalista para aquellos sobre quienes se ejerce, y no sobre una unidad, en cierto modo, de tipo superior, trátese de la ciudad, el territorio, el Estado, el soberano […] Es un poder, por último, que apunta a la vez a todos y a cada uno en su paradójica equivalencia, y no a la unidad superior formada por el todo” (Foucault 2004: 158).

El argumento de Foucault es que el poder pastoral cristiano impuesto por la Iglesia, del cual la Compañía de Jesús resultó un instrumento crucial en América, encarna un tipo distinto de control social, desconocido en Roma y en Grecia, dirigido hacia la población que es su objeto central, bajo un paradigma que será considerado básicamente gubernamental y biopolítico, según veremos en el final de este artículo.

La misma condición móvil de la empresa jesuítica, sumada al peso asignado a la documentación y escritura de la actividad realizada por sus miembros (O’Malley; Millones y Ledezma; De Certeau) permite leer los textos producidos a partir del contacto con el mundo americano como discursos permeados por corrientes filosóficas cambiantes, desde el neoaristotelismo y la escolástica durante la primera etapa de las misiones hasta un diálogo fluido
con las ideas ilustradas ya hacia fines del siglo XVIII, en los libros de los que me ocuparé en este artículo. Cabe añadir, como señala Sievernich (en Kohut 2007), que el mismo término “misión” adquirió un nuevo significado a partir de la actividad emprendida por la Compañía de Jesús fundada por Ignacio de Loyola. Asociado con la geografía, la administración y el control
espiritual de grandes poblaciones, la “conquista espiritual”, queda redefinida en relación con el camino –como observa Foucault–, el contacto con culturas “otras” y un tipo de intervención dinámica, militar-espiritual y colonial.
La región del Chaco donde habitaron los abipones y los mocovíes comprende un amplio territorio de límites imprecisos incluso para los jesuitas que predicaron entre ellos. Por tratarse de grupos hostiles a la dominación española, la región del Chaco nunca fue integrada plenamente al sistema colonial español con el cual, por otra parte, los jesuitas mantuvieron una relación ambivalente. No fue sino hasta entrado el siglo XX que los estados nacionales pudieron tomar pleno control político de esta región, donde incluso hoy subsisten grupos en conflicto con el poder estatal.11
11 Para el caso argentino véase Gastón Gordillo 2010; El film El etnógrafo de Ulises Rosell (Buenos Aires: 2012) realiza un retrato si bien superficial, capaz de reconocer la problemática contemporánea wichí en la provincia de Salta, Argentina.

Aunque las misiones en las que participaron Dobrizhoffer y Paucke constituyen una experiencia precursora y exitosa en su propósito de reunir información sobre esa región y sus habitantes, desmentir datos incorrectos y trazar las bases de una etnografía comparada de los pueblos descriptos en sus libros, su campo de conocimiento e intervención no se superpone exactamente con la jurisdicción y las políticas coloniales implementadas por la corona española.Territorio político y dominio espiritual son no coincidentes, del mismo modo que responden a regímenes temporales heterogéneos.12
12 “En estas ediciones alemanas llama desde luego la atención que sus transcriptores han usado libremente el topónimo “Paraguay”, sin hacer la obligada distinción entre la división política y la espiritual, como ya hemos referido. Tal omisión ha causado y sigue causando muchos errores para los lectores desconocedores del mapa donde actuara Paucke, o sea la tierra argentina. La misma edición modernísima de Bingmann del año 1908 no sólo no aclara el topónimo “Paraguay” sino que en el mismo texto llega a describir que “Buenos Aires es la ciudad más grande del Paraguay” (Paucke, Hacia acá y para allá, Tucumán: UNT, 1942, Introd. de Edmundo Wernicke, XVII).

Paracuaria, como observa Dobrizhoffer al comienzo de su libro no equivale exactamente al dominio colonial del Paraguay. Dice entonces:
Paracuaria, este país de la América meridional, se extiende por todos los lados en una extensión inmensa. Desde el Brasil, hasta Perú y Chile, se indican por lo general unas setecientas leguas españolas; desde la desembocadura austral del Río de la Plata hasta al país amazónico norteño, mil cien. Un inglés anónimo en su descripción de Paracuaria (editada por la Sociedad Tipográfica en Hamburgo en 1768) fija en más de mil millas inglesas la anchura de esta provincia desde el oriente hasta el poniente, la longitud, en cambio, de Sur a Norte en más de mil quinientas [millas inglesas].

Algunos cuentan más, otros menos, según han calculado por leguas alemanas, españolas o francesas. A este respecto no se puede indicar algo cierto ni tampoco juzgar. Las regiones más extensas del país, situadas lejos de las reducciones, aún no han sido exploradas (HA, I, PDF 61). Se trata de un territorio de gran fluidez, intercambio entre grupos reducidos e indígenas infieles, procesos de trans- y a-culturación y una actividad de resistencia de las etnias locales que debe ser reconocida en su genuina dimensión, como lo recalca Guillermo Wilde en su estudio, pero que aún permanecía, durante el período jesuítico, en su mayor parte, ajena al control político español.
Si observamos el mapa de la región incluido en el libro de Dobrizhoffer podremos observar algunos elementos de interés:
Un conjunto de motivos característicos de la modernidad ilustrada ya resultan reconocibles en los mapas. Nombres indígenas europeizados conviven siempre con signos alusivos al mundo natural (ríos, accidentes geográficos, bosques, plantas, llanuras, animales) que denotan una naturaleza
hollada por lo humano (indígena o europeo). Así, lo biológico (las especies, las pieles, las plumas) está atravesado por un uso cultural que le asigna sentido y lo extrae del “tiempo biológico ahistórico”.

La naturaleza resulta inscripta por marcas indígenas, a las que se superponen los signos jesuitas y europeos (las cruces en los rostros que veremos a continuación). Cuerpo y territorio, vestidos, objetos y huellas son resignificados e insertos en una economía simbólica contaminada
e impura. Todos estos signos deben a su vez ser leídos impregnados por una capa temporal adicional: el debate con las “calumnias” del discurso antiamericanista ilustrado proliferante en Europa, contra el cual estos libros fueron escritos e diseñados. La imágenes que vemos a continuación ilustraron la primera edición de Historia de los abipones de Dobrizhoffer y permiten
reconocer la yuxtaposición del perspectivismo europeo pero también la supervivencia de vestigios del mundo guaraní.

La presencia de mapas e ilustraciones en ambos libros permite reconocer la voluntad por incluir tanto referencias geográficas lo más precisas posibles como el valor asignado al archivo visual por su capacidad de almacenar conocimiento y transmitirlo a los lectores. Parte de la dificultad para recortar claramente la distribución espacial de la región Paracuaria debe atribuirse a la
movilidad de los grupos indígenas, que usualmente circulaban por un amplio territorio ya sea por razones militares (guerras interétnicas), económicas (búsqueda de alimento), meteorológicas (sequías o inundaciones) o estratégicas (posiciones frente al enemigo que durante el siglo XVIII
fue crecientemente europeo: españoles y portugueses en la región del Chaco en búsqueda de la conquista espiritual o de mano de obra esclava; alianzas contingentes y cambiantes con grupos locales impulsadas por la presencia europea que alteró el paisaje político local).

El término Paracuaria, empleado por Dobrizhoffer, alude a la provincia jesuítica asignada a los misioneros de habla alemana en los que me concentraré. La tensión entre los objetivos pastorales de la Compañía de Jesús y el control político perseguido por el Rey de España son, como lo han estudiado numerosos especialistas, uno de los ejes conceptuales más
fructíferos para comprender tanto la penetración y naturaleza de la tarea emprendida por las misiones como su abrupto final.

Cuando fueron expulsados los jesuitas, las misiones comprendían una población de aproximadamente cien mil habitantes gobernados por unos 170 sacerdotes de diversas nacionalidades europeas. Así, en la página 18 de la edición española de Historia de los Abipones dice Dobrizhoffer, luego de afirmar que la población disminuyó debido a enfermedades y guerras que “Por esto en el año 1767 en que abandonamos América, se contaba en todas sus localidades no más de cien mil [indios]”. La relación establecida por las misiones con la población local ha merecido nuevas aproximaciones y estudios impulsados por la necesidad de comprender mejor la riqueza de este vínculo, la complejidad y el espesor del saber producido por los jesuitas en sus escritos y la articulación de esta multifacética relación.

Me concentraré en tres aspectos: la noción territorial y su articulación administrativa tal como aparece reflejada en los textos, el saber etnográfico construido en ellos a través del contacto con los indígenas y las imágenes empleadas para representarlo y las huellas del diálogo intercultural que pueden recuperarse de los textos.

Territorio y gubernamentalidad

La empresa pastoral de los jesuitas guarda relación con la definición de un territorio móvil y en expansión sobre el cual ejercieron su actividad religiosa y de control político. Tal como lo ha demostrado el creciente repertorio de estudios sobre la Compañía de Jesús, se combinan en la empresa una voluntad de influencia global que impulsó la prédica religiosa hacia los confines del mundo conocido (entre los cuales la región del Chaco era ciertamente una frontera para el conocimiento europeo solo entonces comenzada a explorar y a mapear sistemáticamente, a partir del contacto precursor de los jesuitas). Esa empresa fue acompañada por una voluntad de conocimiento y registro a través de documentos escritos como los que componen la materia de este estudio, así como cartas, informes, diarios y crónicas que componen un extenso campo documental donde convergen voces múltiples entre las que logran oírse, a veces en su misma resistencia a hablar, las de los indígenas.

La noción de movilidad resulta aludida en el título de Paucke, Hacia allá y para acá (una estada entre los indios mocobíes, 1749-1767). Durante los poco menos de 20 años que vivió en el Chaco, su tarea pastoral estuvo signada por movimientos y estadías cambiantes dentro de la región en lo que son hoy las provincias de Santa Fe, Chaco, Formosa, parte de Paraguay y Corrientes.

Paucke arribó al Río de la Plata como parte de un contingente de misioneros centroeuropeos liderados por el Procurator húngaro Ladislao Orosz el 1 de enero de 1849 y partió en marzo de 1768; tanto en su llegada como en su partida compartió el mismo barco con Dobrizhoffer. El hacia allá y para acá debe ser entendido dentro de la cosmovisión jesuita que no distinguía radicalmente entre la prédica en zonas rurales o no católicas de Europa y sitios remotos en el extremo del mundo conocido. Como observa Carlo Ginzburg, la posición de “apertura mental hacia culturas extra europeas” es característica del mundo jesuita y es en la educación jesuita donde se forma Voltaire, que compartía una visión global sin distinciones relevantes entre Europa y el resto del mundo (Ginzburg 15).

Si pensamos en lo contemporáneo volviendo a la definición de Agamben, podemos añadir el sentido de cierto distanciamiento con el propio tiempo que los jesuitas obtuvieron doblemente: por alejarse de Europa y convivir con los indígenas y por regresar al viejo mundo, conocer las descripciones inexactas del nuevo y procurar refutarlas. Opera también allí un sentido de
movilidad, distanciamiento de la propia cultura y capacidad de observarla sin la mediación de una proximidad engañosamente objetiva. El “hacia allá y para acá” puede naturalmente invertirse y, dado que todo relato de viajes habla siempre de la propia cultura a través de la otra, pensar en la yuxtaposición temporal de los cronistas como condición de posibilidad para articular una
perspectiva más densa y compleja.

Me gustaría resaltar, sin embargo, mi incomodidad con el problema de la voz del subalterno, siempre mediada por un sujeto educado. Privar a los indígenas de toda capacidad de auto representación tiene consecuencias políticas complejas. Si el “otro” siempre es representado e inventado por la mirada europea, ¿qué rastro queda de encuentro intercultural? Como dice el
antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro, “Ninguna historia, ninguna antropología puede camuflar el paternalismo complaciente de esa tesis, que transfigura a esos autodeclarados otros en ficciones de la imaginación occidental, sin voz ni voto. Acompañar semejante fantasmagoría subjetiva con una evocación de la dialéctica de la producción activa del Otro por el
sistema colonial es simplemente agregar el insulto a la injuria, y proceder como si todo discurso “europeo” sobre los pueblos de tradición no europea no tuviera otra función que iluminar nuestras “representaciones del otro”, es hacer de cierto poscolonialismo teórico el estadio último del “etnocentrismo” (Viveiros de Castro 2010: 15).

“Hacia allá” y “para acá” son espacios si bien distintos, semejantes en tanto teatros posibles donde ejercer la tarea pastoral de conquista espiritual de almas, que era la que impulsaba la empresa jesuita. Esta labor se situaba tanto en Europa, a través de la educación en colegios urbanos o en zonas rurales, como en regiones más remotas como Lejano Oriente (China y Japón), la India o el continente americano.

La tarea precisaba, de modo análogo a su expansión territorial, construir conocimiento sobre las poblaciones visitadas, entender su lengua, traducir y realizar un esfuerzo de acumulación de saber que luego se volcó en los libros que aquí interesan. Ambos volúmenes, según declaran sus autores, obedecen a la curiosidad de sus interlocutores luego del regreso de los jesuitas a Europa. La reina María Teresa de Austria, benefactora de ambos autores, fue mecenas e impulsora de la producción de estos libros en Europa donde el interés por el mundo americano abasteció de lectores a la abundante literatura jesuita producida y publicada durante esos años.13

La naturaleza “belicosa” de los indígenas los volvía también más propensos
a la movilidad y al nomadismo. Según los autores, abipones y mocovíes formaban parte de los grupos más agresivos y móviles, los primeros también definidos como pueblos ecuestres debido a los caballos que formaban parte de su patrimonio, lo cual también explica su movilidad.

13 Furlong, introd. a Historia de los Abipones, p 30. Edición disponible online en www.portalguarani.com.

Vemos a continuación dos imágenes de Hacia acá y para allá, realizadas por Florian Paucke donde se observa un ataque indígena a una reducción española (primera imagen) y a un cacique y cacica (sic) acompañados por su hijo desplazándose.

La actividad pastoral de las misiones preveía también un modelo reticular que demandaba un continuo crecimiento y expansión en búsqueda de crear nuevas reducciones, mantener la actividad de conversión y la conquista espiritual hacia nuevos confines. Quiero enfatizar el sentido recuperado por Foucault del término “pastoral”, es decir su significado asociado al rebaño, y la misión del pastor como guía que vela por el bienestar de las ovejas.

La economía política de la misión, liderada por un sacerdote europeo que organizaba y establecía un régimen gubernamental sobre los indígenas permite pensar su acción en esos términos. Pero la configuración geográfica era a su vez inestable, en crecimiento y búsqueda continua de nuevas fronteras con el consiguiente contacto con nuevos grupos, lenguas, costumbres y capital
simbólico que debía ser asimilado y conocido. Si bien cada misión implicaba un orden urbano y sedentario, existía simultáneamente un contacto con grupos “infieles” y cada misión estaba ubicada en una frontera geográfica y temporal, que ponía en relación grupos reducidos con otros ajenos al régimen cultural europeo.

Un factor adicional ligado a lo mencionado anteriormente está vinculado a la ganadería y la economía recolectora guaraní, tal como podemos observarlo en algunas de las ilustraciones de Paucke. Dado que caballos, vacas, llamas, ovejas, así como la caza y la pesca eran actividades económicas significativas en el mundo indígena chaqueño, el modelo espacial de la reducción resultaba difícil de imponer sin ejercer violencia sobre los guaraníes.

Significaba literalmente reducir y limitar formas de vida poco acostumbradas a restringirse a un espacio geográfico fijo y estable. Muchos grupos resistieron este dispositivo urbano y sedentario, y para algunos, como los indígenas canoeros pescadores o cazadores, esto representaba simplemente renunciar a su modo de vida ancestral. Lo mismo para quienes acostumbraban subsistir de la caza o recolección de frutos, miel o la pesca en lugares cambiantes debido a factores imposibles de controlar.

Por lo tanto la llegada de las misiones significó un choque brutal con las formas de vida de los habitantes del Chaco que buscaron ser convertidos en una población, regulada por un régimen religioso que suponía monogamia, sedentarismo, cultivo, trabajo y prácticas simbólicas que requerían de una vida urbana (religión, misa, música, artesanías, ciudades).14
14 Como observa Bartomeu Melià, la región de Asunción donde se establecieron los primeros españoles era la única donde existían indígenas sedentarios que practicaban la agricultura; en el resto de la región predominaban grupos nómades de cazadores y recolectores (Melià 1988: 17-29).

Asimismo, la presión lusitana y los conflictos entre España y Portugal en Europa, como es sabido, tuvieron un impacto notable en la economía política de las misiones. Los caminos y la estructura comunicativa entre ellas, que incluyó un fuerte componente textual (cartas anuas, documentos y tratados escritos por los sacerdotes), la red de comunicaciones físicas y escritas entre las misiones y con la jerarquía europea, así como la estructura federal que las unía entre sí, crearon un mundo surcado por movimientos e intercambio de padres que rotaban entre las misiones de acuerdo con el régimen interno de la orden.

Dentro de ella estaban los sacerdotes pertenecientes a diversas lenguas y tradiciones europeas (centroeuropeos como Paucke y Dobrizhoffer, europeos del sur como italianos o españoles o británicos como Thomas Falkner, citado por Dobrizhoffer en varias oportunidades e incluso religiosos de otras nacionalidades europeas). Y por último, la presión portuguesa y española por el control político del territorio, dentro de la cual las misiones jugaron un rol singular. Fueron empleadas por ambas coronas europeas (y, según sugiere Wilde, también por los indígenas) para abastecer las cambiantes
prioridades políticas de cada grupo.

Según los autores que han estudiado más a los jesuitas de habla alemana, éstos resultaban particularmente atraídos por regiones remotas y alejadas de Europa, en primer lugar China, pero también América, como espacios donde ejercer su misión. De los escritos de Paucke y Dobrizhoffer es posible colegir una particular capacidad de observación desprejuiciada, influida
hasta cierto punto por el pensamiento ilustrado.

Como lo señala Silvia Navia Méndez Bonito (2005), el impacto de la literatura “antiamericanista” ilustrada fue un impulso significativo en la producción de obras que procuraban contestar y contribuir a un conocimiento basado en la observación directa de la región. Por eso estos autores han sido llamados, en particular Dobrizhoffer, fundadores de la etnografía comparada.

No obstante la presencia de un componente testimonial y “verídico” me interesa leer la obra bajo un protocolo retórico literario en tanto contestación a los libros de Buffon, De Pauw y Raynal que argumentaron sobre la inferioridad americana a partir de teorías del clima y la constitución física del continente (Gerbi 1986). La “producción de espacio” resulta en este marco, ligada a un debate en el que los jesuitas aportaron su conocimiento de primera mano y buscaron promover una configuración diferenciada del territorio, permeada por elementos de las culturas originarias.

Las naciones abipona y mocoví, que Dobrizhoffer y Paucke describen y retratan en sus obras resultan permeadas por los debates y acontecimientos contemporáneos europeos donde los libros fueron publicados y escritos. Esta relación indica la convivencia de las temporalidades heterogéneas características del mundo latinoamericano y poscolonial: la disputa del Nuevo
Mundo, y la contestación mediada por los libros revelan intervenciones que dialogan simultáneamente con los lectores europeos comunes, los autores ilustrados a los que los libros procuran contestar y, probablemente, lectores jesuitas, comunidad dentro de la cual estos libros tenían una circulación privilegiada.

Resulta difícil reconocer lectores americanos, aunque sabemos que estos libros tuvieron un impacto en los movimientos emancipatorios que comenzaron a gestarse algunos años después y no es improbable suponer una lectura entre la elite criolla ilustrada americana. De este modo, las obras se dirigen a un público situado en posiciones temporales diversas y heterogéneas, contemporáneas y discrónicas.

Coda

Quisiera recuperar, para cerrar mi intervención, las voces y los cuerpos indígenas que se infiltran en los textos y pueden ser oídas en su propio espesor: los rostros tatuados, los usos invertidos de la cultura europea, la antropofagia simbólica que opera como resistencia y declaración de una
temporalidad compleja e impura, para la que resulta necesario interferir categorías como “modernidad”, “atraso” e incluso “alteridad cultural” dado que resultan siempre insuficientes para interrogar el corpus colonial y contemporáneo de la cultura (latino)-indo-afro americana.
La última ilustración en la que voy a detenerme permite reconocer una contestación de ciertos patrones de la distribución cultural de los cuerpos y pensar el cuerpo como superficie de inscripción de saberes y rastros del conocimiento local. Los rostros tatuados indican prácticasguaraníes de tatuaje donde se reconocen signos originarios, probablemente mocovíes, en
convivencia y yuxtaposición con signos de origen europeo, como la cruz que aparece en uno de ellos.

El significado de los tatuajes resulta opaco, incluso para los cronistas como Paucke, que los reproduce con detalle y minuciosidad pero no arriesga una interpretación clara sobre su significado. Opera allí un sentido incomprensible pero la opacidad es en sí misma un signo que refiere el “más allá” del conocimiento europeo del mundo indígena y colonial donde convivían y se yuxtaponían temporalidades heterogéneas.

La parte inferior de la ilustración revela la práctica del tatuaje, a la cual tanto Paucke como Dobrizhoffer dedican varias páginas. El tatuaje funciona
como una escritura alternativa, una huella imborrable inscripta en el cuerpo, un archivo o un vestigio del mundo mocoví que nos interpela desde un lenguaje icónico semejante, aunque diferente también, al labrado en la página impresa. Se trata de un ritual pero ante todo de una muestra de capital simbólico indígena, una práctica y un elemento mítico y religioso.

El universo retratado por los jesuitas refleja una temporalidad híbrida y heterocrónica, donde conviven sobre una misma superficie, incluso inscriptos en la piel de un mismo cuerpo, visiones divergentes del mundo donde la tensión y el espesor de lo colonial afloran con ímpetu y pueden ser recuperados incluso para emplearlos para leer el presente. No se trata de un proceso que podamos asumir como concluido, sino todavía en expansión.

Ahora los agentes de la empresa colonial son los Estados nacionales y las empresas multinacionales en disputa por el territorio indígena y sus recursos: energía, agroindustria, minerales, agua y petróleo.

Esa lucha resulta por lo tanto próxima a nuestra contemporaneidad, a ese presente en disolución del que habla Spivak, atravesado por vestigios del pasado que regresan para referirnos su actualidad y a la vez para problematizar la existencia de un tiempo liso, sin pliegues ni grietas por donde afloran restos de un mundo a la vez próximo y remoto. Recorrer textos arcaicos y actuales sin descuidar sus relaciones múltiples puede ser un instrumento para enriquecer tanto una mirada capaz de asumir la densidad temporal del presente como de recuperar los indicios que el pasado continúa enviándonos para demostrar que no solo no está muerto, sino que ni siquiera ha pasado.

Bibliografía
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Bartomeu Melià. El guaraní conquistado y reducido: ensayos de etnohistoria. Asunción: CEADUC, 1986.
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Georges Didi-Huberman. La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Waburg. Traducción Juan Calatrava. Madrid: Abada, 2009.
Martín Dobrizhoffer. Historia de los Abipones. Edmundo Wernicke, trad. 1er. tomo; Tomos 2 y 3, traducidos por Clara Vedoya de Guillén y Helga N. Goicoechera. Resistencia: Universidad Nacional del Nordeste, 1967.
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Gastón Gordillo. Lugares de diablos. Tensiones del espacio y la memoria. Buenos Aires: Prometeo, 2010.
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Eric J. Hobsbawm. The Age of Empire: 1875-1914. Londres: Weidenfeld and Nicholson, 1987.
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Navia Méndez-Bonito, Silvia. “Las historias naturales de Francisco Javier Clavijero, Juan Ignacio de Molina y Juan de Velasco”, en Luis Millones Figueroa y Domingo Ledezma, eds., El saber de los jesuitas, historias naturales y el Nuevo Mundo. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuert, 2005: 225-250.
John O’Malley et alii. The Jesuits: Cultures, Sciences, and the Arts, 1540-1773. Toronto: University of Toronto Press, 1999.
Métraux, Alfred. Antropofagia y cultura. Apostilla por Raúl Antelo. Buenos Aires: Cuenco de Plata, 2011.
Florian Paucke, Hacia acá y para allá: Una estada entre los indios mocobíes. Tucumán: UNT, 1942, Introd. de Edmundo Wernicke.
Silviano Santiago. “O entre-lugar do discurso latino-americano”. Uma literatura nos trópicos: ensaâios sobre dependencia cultural. São Paulo: Perspectiva, 1978.
Gayatri Spivak. A Critique of Postcolonial Reason: Toward a History of the Vanishing Present. Cambridge: Cambridge UP, 1999.
Eduardo Viveiros de Castro. Metafísicas caníbales: líneas de antropología postestructural. Buenos Aires, Katz, 2010.
——-. “A indianidade é um projeto do futuro, não uma memória do passado”, Prisma Jur., São Paulo, v. 10, n. 2, p 257-268, jul/dec 2011. Disponible online en http://www4.uninove.br/ojs/index.php/prisma/article/view/3311/2143
Guillermo Wilde. Religión y poder en las misiones de guaraníes. Buenos Aires: Paradigma, 2009.

Tesis de filosofía de la historia

Walter Benjamin (1892-1940)
TESIS DE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

1
Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba al tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de
este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos «materialismo histórico». Podrá habérsela -sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno.

2
«Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano», dice Lotz, «cuenta, a más de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente respecto a su futuro». Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que de una vez por todas nos ha relegado el decurso de nuestra existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe sólo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. Con otras palabras, en la representación de felicidad vibra inalienablemente la de redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico.

3
El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los
pequeños, da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Por cierto, que sólo a la humanidad redimida le cabe por completo en suerte su pasado. Lo cual quiere decir: sólo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos. Cada uno de los instantes vividos se convierte en una cita À I’ordre du jour, pero precisamente del día final.

4
Buscad primero comida y vestimenta, que el reino de Dios se os dará
luego por sí mismo. HEGEL, 1807.
La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que flores que tornan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que entender de esta modificación, la más imperceptible de todas.

5
La verdadera imagen del pasado transcurre rápidamente. Al pasado sólo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea, para nunca más ser vista, en el instante de su cognoscibilidad. «La verdad no se nos escapará»; esta frase, que procede de Gottfried Keller, designa el lugar preciso en que el materialismo histórico atraviesa la imagen del pasado que amenaza desaparecer con cada presente que no se reconozca mentado en ella. (La buena nueva, que el historiador, anhelante, aporta al pasado viene de una boca que quizás en el mismo instante de abrirse hable al vacío).

6
Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

7
Pensad qué oscuro y qué helador es este valle que resuena a pena.
BRECHT: La ópera de cuatro cuartos.
Fustel de Coulanges recomienda al historiador, que quiera revivir una época, que se quite de la cabeza todo lo que sepa del decurso posterior de la historia. Mejor no puede calarse el procedimiento con el que ha roto el materialismo histórico. Es un procedimiento de empatía. Su origen está en la desidia del corazón, en la acedía que desespera de adueñarse de la auténtica imagen histórica que relumbra fugazmente. Entre los teólogos de la Edad media pasaba por ser la razón fundamental de la tristeza. Flaubert, que hizo migas con ella, escribe: «Peu de gens devineront combien il a fallu étre triste pour ressusciter Carthage». La naturaleza de esa tristeza se hace patente al
plantear la cuestión de con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. Con lo cual decimos lo suficiente al materialista histórico. Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria,marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico tienen que contar con un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada, tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento
de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia de él en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo.

8
La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Tendremos entonces en mientes como cometido nuestro provocar el verdadero estado de excepción; con lo cual mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de éste en que sus enemigos salen a su encuentro, en nombre del progreso, como al de una norma histórica. No es en absoluto filosófico el
asombro acerca de que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo veinte. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de éste: que la representación de historia de la que procede no se mantiene.

9
Tengo las alas prontas para alzarme, Con gusto vuelvo atrás, Porque de
seguir siendo tiempo vivo, Tendría poca suerte.
GERHARD SCHOLEM: Gruss vom Angelus.
Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un
huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

10
Los temas de meditación que la regla monástica señalaba a los hermanos tenían por objeto prevenirlos contra el mundo y contra sus pompas. La concatenación de ideas que ahora seguimos procede de una determinación parecida. En un momento en que los políticos, en los cuales los enemigos del fascismo habían puesto sus esperanzas, están por el suelo y corroboran su derrota traicionando su propia causa, dichas ideas pretenden liberar a la criatura política de las redes con que lo han embaucado. La reflexión parte de que la testaruda fe de estos políticos en el progreso, la confianza que
tienen en su «base en las masas» y finalmente su servil inserción en un aparato incontrolable son tres lados de la misma cosa. Además procura darnos una idea de lo cara que le resultará a nuestro habitual pensamiento una representación de la historia que evite toda complicidad con aquella a la que los susodichos políticos siguen aferrándose.
11
El conformismo, que desde el principio ha estado como en su casa en la
socialdemocracia, no se apega sólo a su táctica política, sino además a sus concepciones económicas. El es una de las causas del derrumbamiento ulterior. Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando con la corriente. El desarrollo técnico era para ellos la pendiente de la corriente a favor de la cual pensaron que nadaban. Punto éste desde el que no había más que un paso hasta la ilusión de que
el trabajo en la fábrica, situado en el impulso del progreso técnico, representa una ejecutoria política. La antigua moral protestante del trabajo celebra su resurrección secularizada entre los obreros alemanes. Ya el «Programa de Gotha» lleva consigo huellas de este embrollo. Define el trabajo como «la fuente de toda riqueza y toda cultura». Barruntando algo malo, objetaba Marx que el hombre que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo «tiene que ser esclavo de otros hombres que se han convertido en propietarios». No obstante sigue extendiéndose la confusión y enseguida proclamará Josef Dietzgen: «El Salvador del tiempo nuevo se llama trabajo. En la mejora del trabajo consiste la riqueza, que podrá ahora consumar lo que hasta ahora
ningún redentor ha llevado a cabo». Este concepto marxista vulgarizado de lo que es el trabajo no se pregunta con la calma necesaria por el efecto que su propio producto hace a los trabajadores en tanto no puedan disponer de él. Reconoce únicamente los progresos del dominio de la naturaleza, pero no quiere reconocer los retrocesos de la sociedad. Ostenta ya los rasgos tecnocráticos que encontraremos más tarde en el fascismo. A éstos pertenece un concepto de la naturaleza que se distingue catastróficamente del de las utopías socialistas anteriores a 1848. El trabajo, tal y como ahora se le entiende, desemboca en la explotación de la naturaleza que, con satisfacción ingenua, se opone a la explotación del proletariado. Comparadas con esta concepción positivista demuestran un sentido sorprendentemente sano las fantasías que tanta materia han dado para ridiculizar a un Fourier. Según éste, un trabajo social bien dispuesto debiera tener como consecuencias que cuatro lunas iluminasen la noche de la
tierra, que los hielos se retirasen de los polos, que el agua del mar ya no sepa a sal y que los animales feroces pasen al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, está en situación de hacer que alumbre las criaturas que como posibles dormitan en su seno. Del concepto corrompido de trabajo forma parte como su complemento la naturaleza que, según se expresa Dietzgen, «está ahí gratis».

12
Necesitamos de la historia, pero la necesitamos de otra manera a como
la necesita el holgazán mimado en los jardines del saber.
NIETZSCHE: Sobre las ventajas e inconvenientes de la historia.
La clase que lucha, que está sometida, es el sujeto mismo del conocimiento histórico. En Marx aparece como la última que ha sido esclavizada, como la clase vengadora que lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de generaciones vencidas. Esta consciencia, que por breve tiempo cobra otra vez vigencia en el espartaquismo, le ha resultado desde siempre chabacana a la socialdemocracia. En el curso de tres decenios ha conseguido apagar casi el nombre de un Blanqui cuyo timbre de bronce había conmovido al siglo precedente. Se ha complacido en cambio en asignar a la clase obrera el papel de redentora de generaciones futuras. Con ello ha cortado los nervios de su
fuerza mejor. La clase desaprendió en esta escuela tanto el odio como la voluntad de sacrificio. Puesto que ambos se alimentan de la imagen de los antecesores esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados.

13
Nuestra causa se hace más clara cada día y cada día es el pueblo más
sabio. WILHELM DIETZGEN: La religión de la socialdemocracia.
La teoría socialdemócrata, y todavía más su praxis, ha sido determinada por un concepto de progreso que no se atiene a la realidad, sino que tiene pretensiones dogmáticas. El progreso, tal y como se perfilaba en las cabezas de la socialdemocracia, fue un progreso en primer lugar de la humanidad misma (no sólo de sus destrezas y conocimientos). En segundo lugar era un progreso inconcluible (en correspondencia con la infinita perfectibilidad humana). Pasaba por ser, en tercer lugar, esencialmente incesante (recorriendo por su propia virtud una órbita recta o en forma espiral). Todos
estos predicados son controvertibles y en cada uno de ellos podría iniciarse la crítica. Pero si ésta quiere ser rigurosa, deberá buscar por detrás de todos esos predicados y dirigirse a algo que les es común. La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de la prosecución de ésta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de dicha prosecución deberá constituir la base de la crítica a tal representación del progreso.

14
La meta es el origen.
KARL KRAUS: Palabras en verso.
La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, «tiempo – ahora». Así la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de «tiempo – ahora» que él hacía saltar del continuum de la historia. La Revolución francesa se entendió a sí misma como una Roma que retorna. Citaba a la Roma antigua igual que la moda cita un ropaje del pasado. La moda husmea lo actual dondequiera que lo actual se mueva en la jungla de otrora. Es un salto de tigre al pasado. Sólo tiene lugar en una arena en la que manda la clase dominante. El mismo salto bajo el cielo despejado de la historia es el salto
dialéctico, que así es como Marx entendió la revolución.

15
La consciencia de estar haciendo saltar el continuum de la historia es peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción. La gran Revolución introdujo un calendario nuevo. El día con el que comienza un calendario cumple oficio de acelerador histórico del tiempo. Y en el fondo es el mismo día que, en figura de días festivos, días conmemorativos, vuelve siempre. Los calendarios no cuentan, pues, el tiempo como los relojes. Son monumentos de una consciencia de la historia de la que no parece haber en
Europa desde hace cien años la más leve huella. Todavía en la Revolución de julio se registró un incidente en el que dicha consciencia consiguió su derecho. Cuando llegó el anochecer del primer día de lucha, ocurrió que en varios sitios de París, independiente y simultáneamente, se disparó sobre los relojes de las torres. Un testigo ocular, que quizás deba su adivinación a la rima, escribió entonces:
«Qui le croirait!, on dit, qu’irrités contre I’heure
De nouveaux Josués au pied de chaque tour,
Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour.»

16
El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es transición, sino que ha llegado a detenerse en el tiempo. Puesto que dicho concepto define el presente en el que escribe historia por cuenta propia. El historicismo plantea la imagen «eterna» del pasado, el materialista histórico en cambio plantea una experiencia con él que es única. Deja a los demás malbaratarse cabe la prostituta «Érase una vez» en el burdel del historicismo. El sigue siendo dueño de sus fuerzas: es lo suficientemente
hombre para hacer saltar el continuum de la historia.

17
El historicismo culmina con pleno derecho en la historia universal. Y quizás con más claridad que de ninguna otra se separa de ésta metódicamente la historiografía materialista. La primera no tiene ninguna armadura teórica. Su procedimiento es aditivo; proporciona una masa de hechos para llenar el tiempo homogéneo y vacío. En la base de la historiografía materialista hay por el contrario un principio constructivo. No sólo el movimiento de las ideas, sino que también su detención forma parte del pensamiento. Cuando éste se para de pronto en una constelación saturada de tensiones, le propina a ésta un golpe por el cual cristaliza en mónada. El materialista histórico se acerca a un asunto de historia únicamente, solamente cuando dicho asunto se le presenta
como mónada. En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acaecer, o dicho de otra manera: de una coyuntura revolucionaria en la lucha a favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte del curso homogéneo de la historia; y del mismo modo hace saltar a una determinada vida de una época y a una obra determinada de la obra de una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que la obra de una vida está conservada y suspendida en la obra, en la obra
de una vida la época y en la época el decurso completo de la historia (El término hegeliano aufheben en su sentido triple: conservar, elevar, anular). El fruto alimenticio de lo comprendido históricamente tiene en su interior al tiempo como la semilla más preciosa, aunque carente de gusto.

18
«Los cinco raquíticos decenios del homo sapiens», dice un biólogo moderno,
«representan con relación a la historia de la vida orgánica sobre la tierra algo así como dos segundos al final de un día de veinticuatro horas. Registrada según está escala, la historia entera de la humanidad civilizada llenaría un quinto del último segundo de la última hora». El tiempo -ahora [Benjamin dice “Jetztzeit” e indica con las comillas que no se trata simplemente de una equivalencia con ‘Gegenwart’ (presente), sino más bien del místico ‘nunc stans’], que como modelo del mesiánico resume en una abreviatura
enorme la historia de toda la humanidad, coincide capilarmente con la figura que dicha historia compone en el universo.

A
El historicismo se contenta con establecer un nexo causal de diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por ser causa. Llegará a serlo póstumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello, dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. Captará la constelación en la que con otra anterior muy determinada ha entrado su propia época. Fundamenta así un concepto de presente como «tiempo – ahora» en el que se han metido esparciéndose astillas del tiempo mesiánico.
B
Seguro que los adivinos, que le preguntaban al tiempo lo que ocultaba en su regazo, no experimentaron que fuese homogéneo y vacío. Quien tenga esto presente, quizás llegue a comprender cómo se experimentaba el tiempo pasado en la conmemoración: a saber, conmemorándolo. Se sabe que a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. En cambio la Torah y la plegaria les instruyen en la conmemoración. Esto desencantaba el futuro, al cual sucumben los que buscan información en los adivinos. Pero no por eso se convertía el futuro para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Ya que cada
segundo era en él la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías.

FRAGMENTO POLITICO-TEOLOGICO

Sólo el Mesías mismo consuma todo suceder histórico, y en el sentido precisamente de crear, redimir, consumar su relación para con lo mesiánico. Esto es, que nada histórico puede pretender referirse a lo mesiánico por sí mismo. El Reino de Dios no es el telos de la dynamis histórica; no puede ser propuesto aquél como meta de ésta. Visto históricamente no es meta, sino final. Por eso el orden de lo profano no debe edificarse sobre la idea del Reino divino; por eso la teocracia no tiene ningún sentido político, sino
que lo tiene únicamente religioso. (El mayor mérito de El Espíritu de la Utopía de Bloch es haber negado con toda intensidad la significación política de la teocracia.)

El orden de lo profano tiene que erigirse sobre la idea de felicidad. Su relación para con lo mesiánico es una de las enseñanzas esenciales de la filosofía de la historia. Desde ella se determina una concepción histórica mística cuyo problema expondría en una imagen. Si una flecha indicadora señala la meta hacia la cual opera la dynamis de lo profano y otra señala la dirección de la intensidad mesiánica, es cierto que la pesquisa de felicidad
de la humanidad libre se afana apartándose de la dirección mesiánica. Pero igual que una fuerza es capaz de favorecer en su trayectoria otra orientada en una trayectoria opuesta, así también el orden de lo profano puede favorecer la llegada del Reino mesiánico. Lo profano no es desde luego una categoría del Reino, pero sí que es una categoría, y además atinadísima, de su quedo acercamiento. En la felicidad aspira a su decadencia todo lo terreno, y sólo en la felicidad le está destinado encontrarla. Mientras que la inmediata intensidad mesiánica del corazón, de cada hombre interior, pasa por la desgracia en el sentido del sufrimiento. A la restitutio in integrum de orden espiritual, que introduce a la inmortalidad, corresponde otra de orden mundano que lleva a la
eternidad de una decadencia, y el ritmo de esa mundaneidad que es eternamente fugaz, que es fugaz en su totalidad, que lo es en su totalidad tanto espacial como temporal, el ritmo de la naturaleza mesiánica, es la felicidad. Porque la naturaleza es mesiánica por su eterna y total fugacidad. Aspirar a ésta, incluso en esos grados del hombre que son naturaleza, es el cometido de la política mundial cuyo método debe llamarse nihilismo.

La Revolución también es una calle

LA REVOLUCION TAMBIEN ES UNA CALLE
De frentes, fronteras y cruces culturales*
Ricardo Morales Lira
Alfonso Garcia Cortez
Estudios sobre las Culturas Contemporáneas
Epoca 11. Vol. I. Num. 2, Colima. Diciembre 1995, pp. 9-31

“En treinta años, se Vive demasiado y aquí pues mas, mas, (tu
Vida es mas a prisa en la Avenida Revolución)… “
Alberto Ramos, Curiosero de la Avenida Revolución
‘‘En la calle se goza, se sufre, en la calle se mira, se contempla y se es mirado y contemplado”
Jesils Galindo

Ante-cedentes

Desde hace aproximadamente dos décadas, el estudio sobre las problemáticas relacionadas con la cultura ha recobrado bríos y a la vez, ha renovado las maneras de mirar e investigar las distintas modalidades de la organización social de los sentidos. La emergencia de inéditas y, hasta hace poco inexistentes, identidades colectivas; la presencia de diversificadas prácticas culturales y sus correspondientes sujetos sociales inmersos en la trama de la urbanidad, la reactualización de lo popular, lo indígena, lo obrero, al borde del milenio modernizador, la reivindicación de movimientos ecologistas, juveniles, sexuales y. por supuesto, insurgentes, todos ellos paralelos a las más caducas y ¡oh paradoja!, sofisticadas formas de ejercicio del poder, han hecho posible que los mas disímbolos y enmarañados procesos culturales, sean centro y eje de preocupaciones, reflexiones y acciones que comienzan a desplazarse fuera de los ámbitos estrictamente económicos y políticos, pero que a su vez, ya han trazado estrategias multidisciplinarias que conjuntamente con esfuerzos institucionalizados y civiles por comprender estas realidades, empiezan a ser colectivos, descentrados y regionalizados.

Al interior de este paisaje revitalizador, iniciamos en septiembre de
1993 en la Universidad de Colima (y como Programa Cultura), la puesta
en marcha de un proyecto de investigación de alcance nacional, con miras
a generar información básica sobre cultura: “La Transformación de las Ofertas Culturales y sus públicos en México: (genealogías. Cartografías y prácticas culturales en el siglo XX)”, proyecto en el cual Tijuana participo como una de las nueve ciudades, siendo punto de apoyo y centro de trabajo la Universidad Iberoamericana del Noroeste.

En términos generales, nuestro objetivo de investigación se centraba en conocer qué tipo de ofertas, prácticas y públicos culturales se han venido
conformando en lo que va del siglo en México. Asimismo queríamos saber cuál ha sido la génesis, desarrollo y composición actual de determinados campos culturales en este país. Se consideraron ocho campos, los cuales creímos importantes, que no únicos, en la vida de la gente: Religiosa, Educación, Salud, Cultura Legítima o Bellas Artes, Medios de Difusión Colectiva, Alimentación, Abasto y Diversión.

En el transcurso de la investigación en Tijuana, estos tres últimos, pero marcadamente el campo de la Diversión, se nos aparecían con una fuerza efervescente, con un tipo de energía social que invitaba a zambullirse, nuevamente, en el estanque de la cultura (véase el mapa 1).

Como uno de los espacios clave, no solo de las prácticas culturales sino de la estructura social de Tijuana, el campo de la Diversión, contradictoriamente, se presentaba con escasa información documental, casi nula en las instancias políticas y, en el mejor de los casos, existente pero a partir de la década de los 70. En un principio. Pensamos que todo lo anterior era razón histórica y preocupación científica suficientes como para regresar a trabajar este campo riquísimo.

Sin embargo, poco tiempo después nos dimos cuenta de que si existía en Tijuana un espacio social urbano donde se concentraban las ofertas
especializadas en las múltiples formas de “lo bueno para divertirse”,
“lo bueno para comer”, “lo bueno para comprar” y lo bueno para turistear”,
ese era una calle: La Avenida Revolución.

Así que posteriormente, con la investigación nacional en una etapa de cierre y con los ímpetus provocados por esta, el equipo de Tijuana solicito al Seminario de Estudios de la Cultura del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en abril de 1994, el apoyo a un nuevo proyecto., del cual este trabajo es tan solo uno de sus productos: “La Revolución también es una calle.
Ofertas, públicos y prácticas culturales en Tijuana a través de una calle:
La Avenida Revolución” (véase el mapa 2).

La calle como objeto o los sujetos de la calle

En nuestro planteamiento original nos hacíamos una serie de interrogantes
-primeramente quizá muy afines con el proyecto nacional -en relación a los campos de alimentación, abasto, ahora turismo y diversión, espacializados y concentrados en la Avenida Revolución; ¿Cómo se habían conformado estas ofertas culturales? ¿Cómo ha sido y es la composición, en lo que va del siglo, de estas instituciones, ofertas y públicos culturales en la Av. Revolución?

Pero sobre todo, queríamos saber cómo distintos agentes especializados en esas ofertas, habían construido e incorporado en sus esquemas de percepción y valoración una serie de referentes empíricos, los cuales les permitían vivir, gozar, representar, interpretar, trabajar en ese espacio social multidimensional de una manera específica que pone en juego elementos simbólicos transclasistas, con significantes comunes pero con distintos, y a menudo diametralmente opuestos, significados.

La etnografía, el estudio de la cultura desde la cultura misma, nos vino a proporcionar herramientas preciosas para interpretar y radiografiar estos procesos de larga duración en los diferentes agentes sociales de la calle. El método de la historia oral nos hizo posible registrar estas interpretaciones de primer orden, ese orden de la micro composición de la vida cotidiana, y con las cartografías culturales pudimos representar las trayectorias de los campos mencionados en tres periodos de crecimiento de la calle, en intima relación con cinco etapas históricas importantísimas para Tijuana. Baja California y California.

En este sentido, decidimos entrevistar a tres generaciones distintas de
informantes que tuvieran un mismo oficio, que hubieran trabajado allí
por lo menos cinco años, que gran parte de su vida hubieran trabajado en el oficio, o que hasta la fecha continuaran laborando en ese espacio:
hombres o mujeres de más de 25 años de edad, nacidos en Tijuana, o residentes con más de treinta años radicando en la ciudad.

Nuestros informantes: prostitutas, taxistas. burreros (fotógrafos del “recuerdo” que en determinadas esquinas de la avenida. y con burros pintados, surrealistas simulacros de cebras, en una especie de calesa-escenario, fotografían a turistas, principalmente gringos), curioseros (vendedores no solo de las llamadas curiosidades o souvenirs, sino de toda una oferta especializada en el campo del abasto: piel, calzado, artesanías, metales), cantineros y músicos (tríos, grupos norteños y rockeros), así, con un sentido de estrategia de aventura hacia los encuentros inesperados, nos lanzamos a conquistar la Revolución.

La construcción de un frente frontera para una calle historica

La calle es algo más que un simple lugar de paso, es también un espacio de encuentros y rupturas, de reconocimientos y representaciones de lo real e imaginario, de altas decisiones vitales y políticas; allí se cocinan los sujetos, se juega con el poder, también se viven y reaniman constantemente las estructuras de la organización social: si, allí en la cotidianidad, la calle forma y es formada por los protagonistas de la historia no oficial, aquellos que —supuestamente— no tienen algo importante que decir, pero que, sin embargo, inscriben poderosas improntas en lo social.

La calle es, además, aquello que significa y pesa en cada uno de nosotros: las rutas cotidianas, las anécdotas propias y compartidas, lo histórico y esencialmente nuestro, expreso en las nomenclaturas próceres y heroicas, los anuncios comerciales, la propaganda y los graffittis, son, en suma, los recuerdos individuales y la memoria colectiva.

Una primera imagen de la tijuanense avenida Revolución se nos presenta como un espacio social pluridimensional, con sus múltiples sujetos- actores sociales (curioseros. prostitutas. burreros o fotógrafos del recuerdo, músicos, taxistas. camioneros. etcétera) y sus igualmente diversificadas, contradictorias, conflictivas luchas y acciones en busca de objetivos vitales en distintos tiempos y escenarios.

Para entender esta composición múltiple y diversificada en practicas
culturales, es necesario trazar mapas situacionales, cartografías relacionales que nos hagan ir de lo obvio hacia el sentido profundo que adquiere para los sujetos, el espacio social. Por ello, es necesario situarnos en el plano de la vida cotidiana, y no hay mejor herramienta para comprender como se organiza lo social que la cultura misma, entendida esta como los sentidos sociales estructurados.

La Revolución es uno de los lugares clave de gestación de identidades
y culturas hibridas , allí migran y se transforman linajes culturales;
vía pública, mediación fundamental entre las composiciones micro y
macro sociales, vértice donde lo público y lo privado se trastocan; este
es “el lugar donde se gestiona la vida o muerte de las ciudades, ahí se define el perfil de lo ciudadano, ahí se resuelve la complejidad de lo múltiple.”

Testigo de batallas magonistas, abrevadero de los temperantes obligados,
colección exhaustiva de perversidades y antros, zona libre, emporio del curios shop y los marriages & divorces; durante la mayor parte del presente siglo, la avenida Revolución ha jugado un papel esencial en la historia y en la economía de Tijuana. Ha sido eje, a la vez, de dramáticos
cambios en la estructura social de una población que de breve comunidad fronteriza, en poco tiempo salto a la urbanidad y al cosmopolitismo, se vio transformada en una ciudad abierta, pública, receptora de grandes oleadas migratorias desde diversos puntos del país.

Así, centro de trabajo, punto de referencia transfronteriza, escaparate de la “ventana de Mexico”, con una longitud mayor en lo simbólico que en lo físico, la avenida Revolución se troco en la vía más publica de “la ciudad más visitada del mundo”: en ese abigarrado espacio social donde se gestan, publican, mudan y trastocan las más diversas practicas e identidades culturales; un espacio donde lo propio y lo ajeno se encuentran, reconocen y diferencian día con día.

A partir de 1848, los sucesivos descubrimientos de oro en California
produjeron una intensa migración hacia ese estado, facilitada luego por el Ferrocarril Transcontinental, que en 1885 tocaba el puerto de San
Diego. La gran afluencia de personas resulto en el llamado boom de bienes
raíces californiano, de amplias repercusiones al sur de la frontera.

En un tardío intento por beneficiarse de aquel auge en la venta de inmuebles, los herederos de don Santiago Arguello suscribieron un contrato que finiquitaba el largo pleito sostenido por los terrenos del Rancho Tía Juana, ubicado al sur de San Diego, junto a la Línea Fronteriza.

Anexo a tal convenio, sancionado por la autoridad judicial el 11 de Julio de 1889 (a partir de 1976, fecha de fundación oficial de Tijuana), se incluyo un plano que sirviera de traza urbana para una población que, situada en esos terrenos, habría de llamarse Pueblo Zaragoza.
El súbito declive del boom de bienes raíces en 1889, frenó totalmente
el desarrollo proyectado para la ranchería; sin embargo, a la par que su vecina del mismo nombre al otro lado de la frontera, Tía Juana continuo su existencia hasta 1891, cuando una crecida del rio barrió con ambos poblados: Tía Juana (USA) desapareció para dar origen a San Ysidro, y la reconstruida población mexicana adopto el topónimo de “Tijuana”.

En 1895, las lluvias torrenciales nuevamente inundaron los terrenos, por lo que se hizo necesaria la reubicación del poblado en un lugar más protegido: el actual primer cuadro de la ciudad. Tres años después, los colonos solicitaron a las autoridades el trazado correcto de las calles; en este momento ya existían registrados algunos negocios, entre los que destacan el de Alejandro Savin y el almacén de Jorge lbs, ambos con venta de curiosidades y establecidos en la incipiente avenida Olvera, después avenida “A”, hoy Revolución (véase el mapa 3).

Según el censo de 1900, Tijuana contaba con 245 habitantes: durante esos primeros años del siglo, los turistas norteamericanos “que venían en diligencias, a caballo o en carros a cazar conejos, codornices o comprar
langosta, abulón o pescado que los pobladores de la costa los vendían”,
constituían una breve, pero efectiva población flotante que probablemente ascendería tras la apertura del puerto de San Diego a la marina mercante en 1905; luego, la firma de un convenio internacional en 1908, permitió la incursión en territorio mexicano del ferrocarril San Diego-Yuma (que para 1910 tocaba Tijuana), con lo que el poblado se hizo más asequible.

El magno terremoto en San Francisco (1906) disparó un movimiento
moralista que para 1911 logro la prohibición, en California, de las cantinas y las apuestas a caballos. Al entrar en vigor las prohibiciones, las
ventajas de la ubicación geográfica de Tijuana saltaron a la vista: el gran aislamiento respecto del resto del país, la condición de frontera -lo que la ponía fuera de la jurisdicción norteamericana, la cercanía y comunicación con el puerto de San Diego, la dependencia económica y las grandes facilidades que para la inversión extranjera existían en el territorio. En consecuencia, el lado poniente de la avenida Olvera (o Revolución) fue poblándose de negocios dedicados a las diversiones impedidas en California.

En otro aspecto, el año de 1911 está particularmente señalado por el
episodio floresmagonista, que localmente aun es motivo de profundas
disensiones; en resumen:
“Al estallar en México el movimiento revolucionario de 1910, algunos grupos políticos y financieros norteamericanos pretendieron apoderarse de la Península. Coincidiendo con estos propósitos, el dirigente anarquista Ricardo Flores Magon pidió a sus partidarios, desde Los Angeles, que se sublevaran al margen de la revolución maderista. Las acciones de unos y otros, independientes al principio, y unidas después, suscitaron grandes confusiones, pues llegaron a identificar los designios anexionistas con el objeto de crear una utópica república de trabajadores.

Tijuana fue teatro parcial de estos acontecimientos cuando el 9 de mayo de 1911 Carl Rhys Priee, al frente de 180 hombres, se apodero de la villa e izó la bandera de los Estados Unidos, ciertamente al lado de otra roja. Su segundo, Louis James, proclamo el 2 de junio la República de Baja California y a Dick Ferris como su presidente. Este hecho provocó el rompimiento entre los filibusteros y los anarquistas. El día 3 el jefe magonista José L. Valenzuela fusiló a tres de los mercenarios: y el
dia 22, tras varios incidentes, las fuerzas federales del coronel Celso
Vega “recuperaron la plaza.”

Con el propósito de celebrar la inauguración del Canal de Panamá,
efectuada un año antes, en 1915 se organizó en el puerto californiano la
San Diego-Panama Pacific Exposition; el mismo año, a la lista de prohibiciones fue añadido el box. En Tijuana, para aprovechar el flujo de visitantes a la Exposición, y quizá como una versión de aquella, se fundó
el Tijuana Fair Casino, y en las inmediaciones de la Línea Internacional
inició la construcción del primer hipódromo de Tijuana, el Sunset Race
Track, a cuya inauguración en 1916 asistieron más de diez mil personas.

La ciudad, que abarcaba unas cuantas manzanas y alrededor de quinientos
Habitantes, comenzó a forjar una reputación de ciudad abierta: en su principal vía, la avenida “A”, de las calles Primera a Tercera, podían encontrarse licorerías, cantinas, casas de juego y centros nocturnos, como también fumaderos de opio, pues en 1916 el gobernador Esteban Cantu autorizó el comercio publico de drogas heroicas, con altos cobros por derechos de importación, fabricación o venta de las mismas.

El ingreso norteamericano en la Primera Guerra Mundial repercutió
negativamente en el poblado fronterizo: aunque San Diego creció en importancia como base naval, la neutralidad mexicana ante el conflicto
dio pie al cierre de la frontera y de la vía del ferrocarril, afectando el
abastecimiento de la ciudad; además, la exigencia de pasaporte para el
regreso a los ciudadanos norteamericanos que cruzaran la frontera hacia
Tijuana, decretada por el gobierno estadounidense y la conclusión de la
San Diego-Panama Pacific Exposition hicieron decaer notablemente el
movimiento turístico.

“En 1920, la promulgación de la Ley Volstead o Ley Seca, punto culminante del movimiento moralista norteamericano, puso fin a la crisis
turística que había sufrido Tijuana: El 4 de Julio de ese año entraron a esta población 65 mil personas y 12,654 automóviles. Se acabo la gasolina y mucha gente tuvo que quedarse en los hoteles. La fama de Tijuana sobrepaso las ciudades de California y llego a Nueva York y demás ciudades del Este de los Estados Unidos… Los artistas de Hollywood frecuentaban el hipódromo, el “Sunset Inn” y el “Casino Monte Carlo”, donde podían bailar al compas de magnificas orquestas en una atmosfera elegante…

Nuevamente, a lo largo de la avenida “A” proliferaron los negocios
dedicados al juego, el alcohol y la prostitución; durante este lapso: época
dorada del turismo, primera etapa en el desarrollo de la ciudad, extendida hasta 1925. Tijuana creció en población, infraestructura, superficie y reputación. El uso del suelo se identificó con lo comercial turístico, y la ciudad con su avenida principal, en escenario de las trasformaciones que iban sucediéndose.

Así, en 1924 se establecieron el Foreign Club, la primera imprenta, y nacieron los primeros sindicatos obreros, el Alba Roja entre los trabajadores del hipódromo. el de Cantineros, afiliado a la naciente CROM y el Gremio de Choferes Mexicanos, seguidos luego por otras organizaciones sindicales; incluso hubo un intento por agrupar a las horizontales en un Sindicato de Platicadoras y (Entretenedoras…que no prosperó) en una plaza dominada por trabajadores extranjeros, puesto que muchos negocios la mayoría eran propiedad de norteamericanos se rehusaban a emplear mano de obra mexicana.

En 1925 aparecieron la Compañía Telefónica Fronteriza y el primer periódico
local; en 1926 se creó la Cámara de Comercio, y en 1927 se instaló una fábrica de aviones.

El centro turistico Agua Caliente, uno de los primeros y más importantes
en el país, abrió sus puertas en 1928. Sus instalaciones, de una arquitectura
extraordinaria y exótica, reminiscencia del Old Mexico que los turistas norteamericanos ansiaban descubrir, incluían hotel, restaurante,
galgodromo, y un casino de lujo exquisito frecuentado por artistas de Hollywood y celebridades del momento. En el Agua Caliente se filmaron
algunas películas. y allí nació la carrera de Rita Hayworth.

El complejo de inmediato adquirió renombre y su presencia ratifico a Tijuana
como lugar obligado en los recorridos turísticos por el sur de California.
Para facilitar el acceso al centro turístico, la administración mandó pavimentar un camino que, cruzando a lo largo de la avenida “A”, llegaba hasta sus instalaciones desde la Línea Internacional. Los comerciantes de dicha avenida lo apodaron La esponja, por el numeroso público que convocaba.

En el interior del Agua Caliente también se hallaban tiendas de curiosidades. Ropa, joyería y perfumería, con artículos nacionales y de importación. En 1929, mientras la economía norteamericana tocaba fondo, el complejo ampliaba sus servicios: un aeródromo propio, campo de golf, balneario y un hipódromo nuevo. Pero si bien había un público que podía y quería olvidar el desastre económico en los Estados Unidos, esta crisis, por otro lado, provocó la repatriación masiva de mexicanos residentes en aquel país; entre ellos, una buena cantidad de ex villistas que vivían en Los Ángeles y que al mudarse a Tijuana, fundaron en 1930 la Colonia Libertad.

La derogación de la Ley Seca, en 1933, represento un severo golpe para la economía tijuanense “afectada en aquel nervio motor, un perímetro de tres manzanas: de la calle Primera a la Cuarta., donde estaba el “Foreign Club”. Muchos negocios cerraron, el turismo disminuyó y el desempleo se volvió general; con todo, la creación de los perímetros libres experimentales en la frontera norte ayudo a paliar la situación.

Sin embargo, el panorama se ensombreció de nuevo al decretar Lazaro Cardenas el cierre de todas las casas de juego en el país (1935). En Tijuana, los negocios dedicados a esta actividad incluido el Agua Caliente. Cesaron sus actividades, con lo que aumento la carencia de empleos. La ciudad hubo de modificar su modo de vida: se desarrollo el negocio de venta de curiosidades y favorecido por la creación de la zona libre
(1937) el de importaciones.

El ingreso norteamericano en la Segunda Guerra Mundial, provocado por el ataque japonés a Pearl Harbor (1941) hizo que se orientaran grandes recursos hacia California, donde el puerto de San Diego adquirió suma importancia como base naval. Igual que antes, Tijuana abrió sus puertas al turismo extranjero, ahora conformado esencialmente por militares en licencia.
Esto propicio el resurgimiento de los establecimientos dedicados a la explotación de los vicios, particularmente sobre la avenida Revolución, transformada en zona internacional de tolerancia.

Aprovechando las circunstancias del momento, durante el periodo más vivo de este nuevo auge turístico el que, extendido de 1942 a 1948, representa una segunda etapa en el desarrollo de la ciudad brotaron negocios y actividades (algunas ilicitas) como lo eran los bufetes de marriages & dtvorces o de tramites migratorios, y la especulación con sueldos y pensiones por viudez del ejército norteamericano. Paralelamente, tanto las autoridades como la iniciativa privada hacían esfuerzos por mantener en orden y cimentar, de una manera más segura, la economía de Tijuana, tan sujeta a los altibajos del movimiento turístico.

En otro aspecto, con cerca de quince millones de efectivos en el frente, la escasez en mano de obra empujo al gobierno de los Estados Unidos a firmar en 1942, un convenio con el gobierno de México, permitiendo la entrada temporal de braceros mexicanos a ese país. Tijuana se convirtió, entonces, en la ciudad fronteriza con mayor número de trabajadores migrantes, con lo que la población creció explosivamente: de 16,400 habitantes en 1940, a 65.364 diez años después.

Asi. en 1946 el presidente Manuel Avila Camacho dispuso que los terrenos comprendidos dentro del fundo legal de la ciudad que no estuvieran lotificados. fueran distribuidos en lotes urbanos; en consecuencia, las calles de la zona central se prolongaron desde la Calle Primera hasta la Línea Internacional, incluida la avenida Revolución que para entonces adquirió una longitud y estructura similares a las que tiene hoy en día.

La circulación de tropas que ocasiono en San Diego la guerra de Corea
(1950-1953), se reflejo en un repunte del movimiento turístico hacia Tijuana, donde, además de la oferta turística centrada en la avenida Revolución, podían obtenerse también certificados falsos de nacionalidad mexicana (para evitar el servicio militar norteamericano) y algunos otros servicios ciertamente ilegales. Sin embargo, durante la década de los cincuenta Baja California se convirtió en el estado 29 (1952) y Tijuana logró su categoría de municipio (1953), regularizándose así la economía de la ciudad, a través de la organización y reglamentación de la industria y el comercio.

Al llegar l960, la población había crecido a 165,690 habitantes. La década comenzada en esta forma, señala un tercer e importante periodo en el desarrollo de la ciudad, a partir del Programa de la Industria Maquiladora
para la Frontera Norte iniciada en 1965:
A la conclusión del programa bracero, el gobierno federal se propuso
ofrecer una opción laboral e industrializadora para la Frontera norte. La
repatriación de compatriotas, aunado al paso obligado de migrantes rumbo
a Estados Unidos, parecían determinantes para establecer en la región un tipo de industria como la maquiladora, cuya apuesta original fue la de factoría de ensamblaje intensiva en mano de obra, basada en una política de…

El mismo año inicio también la guerra de Vietnam (1965-1975). En este periodo, la avenida Revolución se reafirmo como eje del movimiento
turístico y de diversión, no así ya del económico, que se fue desplazando
hacia otras áreas. Los atractivos que ofrecía Tijuana elevaron la población a 340.583 habitantes en 1970, año en el que se amplió el programa maquiladora y se iniciaron algunos estudios para la instalación de parques industriales y conjuntos habitacionales de apoyo; se inauguraron la carretera transpeninsular, el aeropuerto internacional y la garita fronteriza de Otay. Dos años más tarde iniciaron las obras de canalización del Rio Tijuana y la urbanización de 400 hectáreas vecinas, que se convertirían en la moderna y comercial Zona Rio.

A partir de los años cincuenta, el esplendor original de la avenida Revolución decreció paulatinamente, más no su protagonismo, su carácter simbólico y su capacidad de adaptación a los gustos de un público por lo general, norteamericano.

Durante los años sesenta y setenta se produjeron una serie de cambios fundamentales en la estructura social y cultural norteamericana: la revolución negra, el brote del movimiento chicano y los grupos ambientalistas, el arribo del hombre a la luna, la generación beat y los hippies, el movimiento de liberación femenina y el rock, entre otros.

Inevitablemente, aquellos cambios repercutieron de distintas formas
e intensidades en Tijuana: la revolución sexual propició el surgimiento
de clínicas que practicaban clandestinamente el aborto -incluso algunas
realizaban cirugia para cambio de sexo- y la sicodelia, la aparición
de laboratorios secretos que fabricaban drogas ilícitas, Por otro lado, en
los Night Clubs a lo largo de la avenida Revolucion, se genero una intensa
actividad musical que se expreso en la emergencia de solistas y grupos musicales con producción original, pioneros del rock en Mexico: en esto resulto factor determinante la cercanía con California, la familiaridad con los movimientos Juveniles norteamericanos., el uso de la oferta cultural tanto en la producción y consumo musical, como el de los medios especialmente la radio, lo cual propicio las condiciones para que Tijuana, y hasta la fecha, se convirtiera escenario obligado de estos hechos.

Desafortunadamente, este movimiento musical declinaría con la migración
hacia el Distrito Federal o los Estados Unidos, en busca de oportunidades de sus principales exponentes y por la introducción de la música grabada (más económica) en aquellos establecimientos. Como nos comenta uno de nuestros informantes:
…entonces se acabo la Revolución y fuera de la Revolución también se acabo, nadie tocaba, ya no había bandas y luego ya después del disco y después de la onda de las baladas, entro el tea, entonces ya ahora no habría que aprender a tocar, ya habría que aprender a manejar las maquinas,
y a los músicos se les olvido tocar, a los morros se les olvido tocar y no hubo después de nosotros, ya no hubo generación de músicos hasta últimamente
ahora, hasta hace como dos, tres años que empezó, primero con la onda heavy metal y luego, me entiendes ¿no? pero por mucho tiempo no había nada en Tijuana, y esa, no sé, eso que dejamos el grupo de músicos que vivimos aquí este, pues ya no existía, entonces pues no se…’’

Paradójicamente, las sucesivas devaluaciones del peso que a partir de
1976 afectaron a Tijuana, también produjeron un aumento en la población.
En 1980 esta alcanzaba la cifra de 461.257 habitantes por lo que se hizo necesaria la elaboración y aplicación de un Plan Municipal de Desarrollo que intentara planificar el crecimiento urbano. Impulsado nuevamente luego del terremoto (y la obligada migración hacia Tijuana) de la ciudad de México en 1985.

En 1989, Tijuana celebro su primer centenario y al año siguiente miraba, con asombro, que su población se había elevado a 747.381 habitantes; y aunque con el fin del régimen de zona libre y la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC) desaparecieron los negocios de importaciones que antes menudearan en la avenida Revolución, esta no ha perdido su vigencia:
… el papel histórico de la Avenida Revolución en la conciencia del angelino
y, en su sentido más amplio, del estadounidense, ha sido jugar la parte del
‘otro’, de cualquier ciudad ajena y exótica, aunque lo haga de una manera profundamente familiar.

Tijuana nos presenta la Avenida según su percepción del gusto de los gringos, tal y como se observa en los viajes a Disneylandia, y como se expresa a través de las ventas por concepto de turismo. Y por su parte, los estadounidenses ven en la Avenida Revolución una declaración de sensibilidad y cultura mexicana. Al mismo tiempo, este ejercicio produce siete cuadras de energía y teatralidad difícilmente equiparables con cualquier otro lugar del universo.

Tijuana, más allá del límite de ambas sociedades, se eleva en su propia estética en este punto de encuentro, convirtiéndose en imagen lente para percibir al “otro” y perpetuarlo en una estética reciproca y una especie de disolución moral, así como una fascinación por la capacidad de exceso del “otro”. La historia de Tijuana como lugar para entretener a otras personas y, con frecuencia, como telón de fondo para sus fantasías sexuales, hace que la ciudad tenga afinidades próximas con Hollywood…

El menosprecio cultural que a través de la historia, ha sufrido Tijuana en el contexto de su propio país, también produce profundos sentimientos de afinidad con el angelino, porque la imagen histórica de su ciudad en relación con los centros culturales y políticos de la nación, ha sido la de un lugar sin raíces firmes en la historia nacional, y sin la redención de valores sociales, alta cultura, población estable, o gente con credenciales de clase a nivel nacional.

Dentro de México, lo que se percibe como la puteria fronteriza de Tijuana se ha combinado con la ausencia de símbolos legitimadores de la cultura oficial, para dar a la ciudad una imagen perdurable de ser la chingada del norte, testimonio viviente de un proceso en el cual 1848 no es más que un punto de referencia…

Con todo y las actitudes de menosprecio, con todo y las nociones románticas,
escépticas y nacionalistas de la cultura, conjuntamente con las visiones catastróficas e izquierdizantes de la degradación cultural, todo ello aparejado con las leyendas negras y aureas de Tijuana, la vigencia de la Avenida Revolución tiene que ver con todas esas formas revitalizadas de socialidad que las prácticas culturales inscriben en un espacio donde lo cotidiano hace posible los Frentes Culturales. Pues entre lo público y lo domestico de la vida social se erigen las fronteras culturales, zonas de entrecruzamiento cultural, de prácticas creativas, identificadas más por lo regional, lo local, por la sexualidad y sus preferencias, por lo étnico, lo generacional, el parentesco, la familia; la pertenencia al barrio, la colonia: pero igualmente por la adhesión a lo religioso, a la moda, a la comida, al gusto, al ser curiosero. cantinero, taxista, fan de Luis Miguel o Los Tigres del Norte, asiduo concurrente de tal o cual cantina, de este o ese burdel. Identificación, también, porque somos públicos de ciertas ofertas culturales, tanto de las especializadas en los campos legítimos y legitimadores, como de aquellos no legitimados y que podríamos considerar como Frentes Culturales Urbanos.

En estos frentes-frontera existente, desigual, contradictoria y conflictiva
competencia simbólica (abierta o simulada) mediante la cual se intentan legitimar visiones del mundo, esto es, una lucha por establecer social y culturalmente, determinadas definiciones de la realidad como las verdaderas, únicas, reales y validas interpretaciones de la vida: lo culto e inculto, lo feo y lo bello, lo sano y lo infecto, lo tolerable y lo sancionado y, en el caso de la Revolución, lo bueno o lo malo para trabajar, comer, turistear, comprar y, por supuesto, divertirse. Pero también es alii donde distintas clases sociales se dan cita, se reconocen e identifican en significantes comunes, compartidos transclasistamente. Precisamos:
en los frentes culturales, los distintos agentes (quienes han incorporado
desnivelados capitales culturales, dependiendo del lugar -siempre
estructural— que ocupan en el espacio social), elaboran, usan, se apropian de distintos significados de un mismo significante (la calle en este caso). Este elemento que une e identifica es lo que Cirese ha nombrado lo elementalmente humano.

En Tijuana, específicamente en la Av. Revolución, estos frentes se localizan a medio camino, como líneas de cruce horadadas por las distintas prácticas culturales. Es por ello que nuestro trabajo pretende conocer como esos intersticios, esas encrucijadas, se interceptan e interpelan en divergentes dinámicas de producción simbólica no especializada, pero en constante lucha y contraposición (no necesariamente violenta y a menudo velada) con las instituciones: entre la casa y el trabajo, la escuela y los lugares festivos, el centro cultural y la lucha libre, el dancing club y la iglesia, media y se hace frente-frontera en el meritito corazón de la ciudad: la calle.
Esta categoría de Frentes Culturales Urbanos, nos sirve para comprender la complejidad, lo denso de los espacios sociales y de las prácticas que los sujetos realizan al interior de estos, nos hace teóricamente visible la condensación, en la cotidianidad de prácticas culturales plurales.

Es por ello que nuestro trabajo de investigación describe la génesis, transformación y situación actual de ciertos campos y frentes culturales focalizados en la Av. Revolución. Los primeros entendidos como espacios especializados (mediante instituciones, agentes y prácticas culturales) en la construcción, preservación y difusión de discursos y bienes culturales: y los segundos, considerados como “espacios sociales, entrecruces y haces de relaciones que involucran distintas instituciones y agentes, en los cuales se modelan y modulan los valores y elementos de la comunidad citadina en referencia a la identidad o identidades urbanas.

Entendida, pues, como Frente Cultural Urbano, en la Revolución se
cocinan, se cuecen, se hacen, elaboran y metamorfosean las identidades colectivas. Allí también podemos afirmar, se dan los Ritos de paso, de una identidad a otra, de un gusto a otro, de un oficio a otro: pues estos ritos también son cotidianamente callejeros.

Allí se encuentran, se realizan, se animan y revivifican, en lúdicas, en gozosas prácticas culturales, los agentes sociales, mismos que “pagan sus derechos de paso”, pues quien ritualiza y lucha culturalmente por sus “derechos” es aquel sujeto que ha podido incorporar en distintos ritmos, formas y modalidades los habitus, esto es todo un sistema de esquemas adquiridos que funcionan en estado práctico como categorías de percepción y de apreciación o como principios de clasificación al mismo tiempo que como principios organizadores de la acción, y que aparecen como disposiciones que permiten moverse en el espacio social.

Lo anterior, lo hemos venido trabajando y desarrollando con las Genealogias
Sociales y Culturale, herramientas utilísimas para radiografiar los procesos de movilidad social, de gestación de agentes y sus prácticas, de conformación de identidades y linajes culturales vía la sucesión de profesiones, oficios, de patrimonios culturales y en los procesos de transmisibilidad de objetos valor; todo esto inscrito y marcado por los periodos de larga duración. Estamos trabajando en la descripción de aquello que permite ser agente y publico cultural, pero también en las disposiciones culturales hechas cuerpo, lenguaje. Discurso, y que se han interiorizado, desniveladamente, para poder ser y parecer curiosero, burrero, cantinero. Prostituta, músico, taxista, hotelero.

En este sentido, las rutas migratorias ya no se pueden pensar solamente por el pasaje geográfico, como bien lo sabemos, sino que necesitamos de explicaciones que integren las formas como se mudan y se consagran a la vez las identidades, la manera como se migran los linajes culturales, que pueden ir de la ruralidad a lo urbano, de ciudad a ciudad, pero también de una calle a otra, de un barrio a otro, de un bar a una taquería y sobre todo, de un oficio a otro, de una ocupación a otra.

Fortalecemos lo anterior con un fragmento de un hermoso trabajo
Empírico, una Genealogía Cultural y su correspondiente narración-análisis
de Historia de Familia, resultado de nuestro trabajo de investigación.
Remitimos directamente:
Sabemos que después José María se dedica a la tenería, cuando el auge
turístico de Tijuana empezaba a declinar; es entonces que el capital cultural
forjado en su infancia, se hace presente, pues de alguna manera, está involucrado con la ganadería, al curtir la piel de las reses y, con el comercio,
al venderla. Sus dos hijos heredan los saberes y habilidades que el manejo de la piel del ganado requiere, tanto en el espacio de trabajo, como en la
incorporación simbólica de esta práctica cultural, que tiene que ver con la
transmision de oficios. Los dos hijos empiezan como ayudantes del padre,
uno de ellos se encarga de la administración del negocio; pero después los
dos establecen sus propios talleres, en donde ya no se curte la piel sino que
se trabaja con ella y se vende como un producto terminado (bolsas, carteras,
chamanas, todo de cuero).

El linaje de comerciantes relacionado con la ganaderia ya no es el mismo.
En cada nueva generación de la familia Camacho, esta actividad .se ha ido
filtrando y modificando en otras prácticas relacionadas ahora con el negocio
de los productos derivados de la piel del ganado. Uno de los elementos que
posibilitó esto fue la migración del campo a la ciudad/urbanidad, pasando
por pueblos y rancherías.

Así, a la creencia de que los continuos cambios y elecciones ocupacionales
tienen que ver unas con decisiones provocadas (sobre todo por parte de los migrantes recién llegados a Tijuana) por los resultados inequívocos de un tipo de economía informal, subterránea, con mercados fluctuantes, determinados básicamente por el rebote de indocumentados que no encontraron trabajo o que fueron deportados de los Estados Unidos, también hallamos una explicación menos economicista y más centrada en las condiciones sociales estructurales que hacen posible la creación-incorporación de disposiciones culturales en los sujetos para poder actuar en distintos escenarios y temporalidades, en distintos oficios, mismos que en los periodos de larga duración se van convirtiendo en linajes artísticos, en oficios que de migratorios pasan a ser constantemente reproducidos, heredados, pero también creativamente recodificados, reutilizados con diferentes matices y peculiaridades (familias enteras de taxistas, curioseros y burreros en la avenida Revolución lo constatan); y que esos habitus, esa sociabilidad hecha cuerpo, vuelta sujeto y que hace coherentes sus prácticas, es generada por estructuras objetivas subjetivas que son construidas, apropiadas, perdurables y transmisibles a lo largo de sus rutas de vida, pero asimismo en sus historias familiares y sociales.

Víctor Manuel Guzmán, taxista, lo confirma:
.. llegue a ser taxista por mi papa. Mi padre… el fue taxista también,
entonces cuando el falto, yo me puse al frente; como estos son permisos familiares, entonces empecé a trabajar, primero por curiosidad porque yo
en realidad era contador privado y estaba desempeñando mi oficio de
contador, pero por curiosidad me metí al taxi a trabajar y parece que me
gusto.Ya llevo 24 años aquí en este negocio, y así es como ha transcurrido
mi vida.

Por ello podemos afirmar que en Tijuana, la construcción, emergencia
y mutación de identidades, también tienen que ver fundamentalmente con lo que hemos llamado los oficios migratorios, pues estos, en la representación social y cotidiana del trabajo, producen distinciones.

Como lo confirma uno de nuestros informantes:
Naturalmente (esto) se ha traducido en un orgullo, puedo decirlo, un
prestigio que ya casi vamos para 50 años de estar en esto, después de
conocer tantos comerciantes que pasaron por esto vimos se han ido, otros
que todavía están y en esta avenida Revolución he abrevado ya casi por 50
años más…

Jakeline una de las informantes clave de la calle lo corrobora:
Las personas que trabajamos en la Revolución somos las de más categoría,
no sé en que quede la categoría, pero aquí no hay marcas ni sabores, todo
es lo mismo: prostitución es prostitución donde quiera que la desempeñes:
no hay precios, no hay caras, no hay cuerpos.. .

Creemos que de esta manera también se elaboran las identidades colectivas: en las rutas de vida y de familias inscritas en diversificados espacios sociales, ya sean estos campos o frentes culturales, y que procuran la formación de trayectorias sociales, en donde sujetos, grupos, clases, ponen en circulación un tipo especifico de energía social, de recursos económicos y culturales que posibilitan el acceso a nuevas identidades; públicos nuevos, nuevos agentes, nuevos linajes artesanales, comerciales, profesionales, todos ellos posibles de analizar mediante estrategias de acecho múltiple, a través de la etnografía, las genealogías, cartografías, historias orales, de vida y de familia, a través de esas enormes ganas de seguir echándose clavados, cuantas veces sea necesario, en los siempre seductores mares de la cultura.

Notas y referenclas bibliograficas
• Este trabajo, fue realizado originalmente para participar en el Foro de Análisis “Ritos de Pasaje. Derechos de Paso”, en el marco del XI Festival Internacional de la Raza, llevado a cabo en el Centro Cultural Tijuana el 5 de
mayo 1995 Tijuana, B.C.

1. C/K González S., Jorge A., “La transformación de las ofertas culturales y sus públicos en México, Una apuesta y una propuesta a la par in-decorosas”,
en Estudios sobre las Culturas Contemporaneas Vol. VI. Num. 18, Universidad de Colima, Colima., 1994.
2. HI Seminario de Estudios de la Cultura a través del Programa de Apoyos a
Proyectos de Investigación sobre Cultura 1994, en gran medida hizo posible la realización de este proyecto con su ayuda.
3. En el proyecto original “La Revolución también es una calle. Ofertas, practicas y públicos culturales en Tijuana a través de una calle: la Avenida Revolución”, se encuentran detallados y precisados los distintos recortes
metodológicos que tuvimos que hacer. Universidad Iberoamericana Noroeste,
Tijuana, B.C
4. C/r, García Canclini, Néstor. Culturas Hibridas, Grijalbo-CNCA, México,
1990.
5 Galindo Cáceres, Jesús, “Vía pública, vida pública. De los caminos de vida y
la calle en la organización urbana “, en Estudios sobre las Culturas Contemporáneas, Vol. V. Núm. 13-14, Universidad de Colima, Colima, p.14,
6. BaiTon Escamilla, Martin, Guía Histórica de Baja California, Editorial Sol de Baja, Ensenada, B.C. 1992,p.l97.
7. Diccionario Enciclopédico de la Baja California, Instituto de Cultura de Baja California, Mexicali, 1989, pp. 457-458,
8. Piñera Ramirez, David, (coord.) Historia de Tijuana. Semblanza general,
UABC-XI Ayimtamiento de Tijuana, 1985, p.99,
9. Mumeta, Mayo y Hernandez, Alberto, Puente México (La vecindad de Tijuana con California), El Colegio de la Frontera Norte, Tijuana, 1991, p.3l.
10. Espinoza Valle, Victor Alejandro. “Tijuana: las viscisitudes del crecimiento acelerado” en Semillero, año 3, #9, enero-marzo 1995. UABC, Mexicali.
11. Entrevi.sta con Martin Mayo (rockero), realizada por Omar Foglio Almada
para la tnvestigacion “La Revolucion tambien es una calle../\ del archivo
original de Historia Oral, Tijuana, B.C. 1994.
12. Howard, Leslie, “Una perspectiva angelina en Tijuana” en Esquina Baja
Nums. 10-11, abril-septiembre de 1991,Tijuana, B.C
13. Cfr. Cirese, Alberto M., “Cultura popular, cultura obrera y lo elementalmente humano’”, en Comunicación y Cultura U 10, UAM-X, Mexico, 1983. Para una versión mas aproximada a nuestro objeto de estudio, ver 30 ^ Estudios sobre las Culturas Contemporaneas
La Revolucion lambien es una calle
Gonzalez Sanchez, Jorge A.,.Waif+^ Cullum(s). Ensayos sobre realidades plurales. CNCA. Mexico, 1994.
14. Gonzalez S. Jorge, Op. cil., p.94.
15. Bourdieu, Pierre, Cosas Dichas. Gedisa, Buenos Aires, 1988, p.26,
16. La utilización, reflexión e interpretación a partir de esta propuesta metodológica han sido posibles gracias a la experiencia compartida por Daniel
Bertaux. Cfr. Bertaux, Daniel “Genealogias sociales comentadas y comparadas. Una propuesta metodologica”, en Estudios sobre las Culturas
Contemporáneas, Vol. IV. Num. 16-17, Programa Cultura, Universidad
de Colima, Colima, 1994, Y en Bertaux, Daniel y Bertaux-Wiame, Isabel,
“El Patrimonio y su Linaje: transmisiones y movilidad social en cinco
generaciones”, en Estudios sobre las Culturas Contemporaneas, Vol.
VI. Num. 18, Programa Cultura, Universidad de Colima, Colima, 1994.
17. Nishikawa Aceves, A. Kiyoko, “De linajes y oficios migratorios, (historia
de familia Camacho Leon)”. Genealogía e Historia de Familia original.
Producto de la investigación ‘La transformación de la ofertas culturales
y sus públicos en México”, Tijuana, B.C 1994.
18- Cfr. Bertaux, Daniely Bertaux-Wiame, Isabel,OpCit.
19. Entrevista con Víctor Manuel Guzmán (taxista), realizada por David Gonzalez para el proyecto “La Revolucion tambien es una calle ..”, del archivo
original de Historia Oral, Tijuana, B.C., 1995
20. Entrevista con Don Amulfo Espinoza (curiosero), realizada por Karla Torres para la investigacion “ La Revoluci6n también es una calle…”, archivo
original de Histona Oral, Tijuana, B.C 1995.
21. Entrevista con Jakeline (prostituta), realizada por Cynthia Ramírez para la
investigación “La Revolución también es una calle…”, archivo original de Historia Oral, Tijuana, B.C. 1995.
22. Cfr. Bertaux, Daniel y Bertaux-Wieme, Isabel, Op.Cit Época II. Vol. I. Núm. 2, Colima, diciembre 1995, pp. 9-31 31

Colonialismo acá y allá: Reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de fronteras culturales

Colonialismo acá y allá: Reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de fronteras culturales1
Gustavo Verdesio
University of Michigan / CIETP

Confieso que a veces me pregunto para qué uno se dedica a los estudios coloniales cuando la gente de su país de origen (Uruguay) parece no tener el más mínimo interés en ese largo período. De hecho, cuando uno lee la producción académica uruguaya sobre la historia del territorio y su
gente, provengan de la disciplina que provengan esos estudios, se encuentra con que la historia humana en dichas tierras parece haber comenzado alrededor de 1810 o 1811. Nada se dice, por lo general, de quienes habitaban el territorio antes de la llegada de Juan Díaz de Solís a las costas de lo que hoy es Uruguay pero que en aquel entonces un paraje remoto, marginal, y por completo desconocido para Occidente.

Estoy convencido que el casi nulo interés por los estudios coloniales proviene, en buena medida, de no querer meterse con el pasado indígena. Tal vez se deba, como he dicho en alguna otra parte, a que el tema indígena en Uruguay es casi tabú gracias a que la entrada a pleno tanto al mundo de las repúblicas independientes como al mercado mundial, se produjo concomitantemente al intento premeditado y persistente de eliminación de los indígenas que en aquel momento eran conocidos como charrúas.2 Es fácil comprender que a nadie le gusta reconocerse como descendiente de una sociedad fuertemente basada en una lógica de eliminación del indígena.3

Sea como fuere, las narrativas de la Nación han sido muy exitosas en excluir al indígena como actor importante de ellas, razón por la cual es difícil encontrar personajes de ese origen en los relatos sobre las gestas más significativas de la nacionalidad oriental. Esto ha redundado en una clara invisibilización del indígena en la esfera pública uruguaya—fenómeno similar que se puede percibir también en algunas regiones de la Argentina, sobre todo aquellas que fueron pobladas por indígenas de características sociales y culturales similares a los del territorio de lo que es hoy el Uruguay.4

1 La versión artículo de esta charla presentada en el I Coloquio del CIETP se encuentra publicada en el dossier Tendencias, perspectivas y desafíos actuales de los estudios coloniales (Coord. Laura Catelli), en Cuadernos del
CILHA 13 (2012).
2 Grupo variado étnicamente cuya composición, a esa altura de la historia del contacto con pueblos europeos y africanos, es muy difícil de estimar, debido a la falta de información fehaciente –las fuentes etnohistóricas no son my confiables dado que emanan, en general, o bien de la pluma de militares u otros observadores poco sutiles, o bien de observadores cultos pero de poca predisposición a la indagación que hoy llamaríamos etnográfica.
3 Debido a los grandes problemas que tiene desde el punto de vista político y jurídico el término genocidio, he decidido dejar de usarlo – a pesar de reconocer la fuerza semántica y ética que tiene, y a pesar de los serios y admirables estudios de, por ejemplo, la red de genocidio e Argentina- para evitar posibles objeciones de parte de potenciales interlocutores. Por ello, prefiero como Patrick Wolfe, hablar de lógica de exterminio o de eliminación (Wolfe).
4 Para un estudio de a invisibilización de los indígenas en la provincia de Santa Cruz, ver la tesis doctoral de Mariela Rodríguez.

Pero el predominio de la episteme occidental no es un rasgo característico exclusivo del Uruguay sino que lo es también de las sociedades latinoamericanas en general. En su influyente trabajo, Aníbal Quijano dice que uno de los elementos que caracterizan a una situación social proveniente de situaciones coloniales, es el eurocentrismo en las concepciones sociales,
económicas, y culturales en el territorio y la vida del país postcolonial.

Lo que sí podría argumentarse es que es posible que en ese país esa condición sea todavía más extrema que en otras partes del continente. Me refiero a la curiosa situación que se vive en Uruguay, donde la mentalidad eurocéntrica es compartida por la enorme mayoría de sus habitantes; donde cada ciudadano se concibe como miembro de una comunidad sin indígenas, fuertemente europeizada, de fenotipo más bien caucásico—aunque esto no sea, en la realidad, tan así—de clase media— algo que hoy dista mucho de ser cierto—y con una fuerte base educativa—entendida ésta como educación universal, es decir, de origen occidental.

La ideología dominante en el Uruguay de hoy es, entonces, en algunos aspectos, muy similar a aquella que informaba a la sociedad controlada por el colonizador. Como consecuencia, la ideología dominante en el país es, en el presente, la que más se adecua a una población que se concibe a sí misma como descendiente de la cultura occidental—una sociedad que niega casi por completo su pasado indígena y que ve al componente afro como una especie de intromisión indeseable en un conglomerado que se imagina a sí mismo como homogéneo y monocultural.

En Uruguay, entonces, aquellos que Mignolo llamó, hace ya muchos años, “legados coloniales,” existen y toman diversas formas. Ante todo, el gran legado colonial en el Uruguay es la inexistencia física y legal de comunidades indígenas—al menos hasta que se produzcan casos
exitosos de reconfiguración de esas sociedades a partir de procesos de revitalización llevados a cabo por las por ahora llamadas asociaciones de descendientes. Este dato no es menor y determina, en buena parte, el devenir histórico humano sobre el territorio.

Si a pesar de lo expresado hasta ahora, uno quisiera persistir en su empeño de estudiar la época colonial (y por lo tanto, hablar de los indígenas) en un país que tan poca importancia le da a ese largo proceso histórico y a los habitantes originarios del territorio, debe enfrentarse a la elección de herramientas para hacerlo. El problema es que el mercado teórico tiene unas cuantas opciones para ofrecernos y a veces es difícil decidirse por una de ellas. Esto es todavía más difícil si uno viene de Latinoamérica, lugar periférico si los hay. Ese mismo carácter marginal nos expone, frecuentemente, a cierta subalternización, con su consecuente desprestigio, de los aportes teóricos de origen local. Sin embargo, en los últimos años ha empezado a ganar atención y prestigio un cierto corpus de trabajos que ha sido denominado de manera diferente en diferentes oportunidades, pero que por estos días responde al nombre de paradigma de(s)colonial.

Su líder indiscutido es Walter Mignolo y sus aportes en los últimos años se construyen alrededor de varias categorías, de las cuales la más popular viene siendo, al menos por ahora, la ya mencionada colonialidad del poder.
Esta es una buena noticia y como tal hay que tomarla: hacía tiempo que los
latinoamericanos que estudian los fenómenos literarios y culturales no prestaban atención a la producción teórica de los latinoamericanos—mucho menos la de Mignolo, quien hace por lo menos 35 años que viene produciendo reflexión teórica de alto nivel.

Sin embargo, creo conveniente tener siempre una actitud crítica y alerta ante cualquier aporte teórico, provenga de donde provenga, a fin de no cometer los tan frecuentes errores de paralaje que se producen en nuestra producción intelectual. La colonialidad del poder, en la forma en que ha sido elaborada por Quijano y desarrollada y popularizada por Mignolo, que es una noción muy útil para pensar los procesos coloniales y postcoloniales en un buen número de lugares en Latinoamérica, no parece, sin embargo, a la luz de la descripción de la situación en Uruguay que ofrecí en párrafos anteriores, muy adecuada para dar cuenta de los procesos que tuvieron lugar en ese territorio—y me atrevería a agregar, en una parte importante del territorio argentino.

Para empezar, la lógica de exterminio aplicada contra los pocos indígenas (cuyas prácticas sobre el territorio se caracterizaban por una alta movilidad) que todavía poblaban el Uruguay de primera mitad del siglo diecinueve, hace que Uruguay sea un país en el que el modelo explicativo de Quijano encuentre ciertas dificultades y resistencias. El intento de exterminio sufrido por los
llamados charrúas limitó la posibilidad de explotar, por parte de los españoles, la riqueza de la tierra a través de la opresión de los habitantes originarios. La ausencia de esas masas explotadas, típica de otras partes del continente, hace que la colonialidad no pueda ser explicada de la misma manera para este caso de estudio. La encomienda, institución fundamental en la elaboración
teórica de la noción colonialidad del poder, no fue importante como enclave occidental en el territorio donde hoy se encuentra el estado uruguayo.

En el futuro, la agricultura llegará a desarrollarse en Uruguay gracias al gran flujo de inmigrantes llegados principalmente de los países del Mediterráneo—aunque también llegaron contingentes menos importantes
numéricamente de otros países europeos. Si acordamos en que el problema de la colonialidad del poder en la elaboración de Quijano es, en buena parte, “el problema del indio,” y que “el problema del indio” es, en buena medida, el problema de la tierra (como quería José Carlos Mariátegui), tenemos una situación en la que la explotación de la misma mediante el uso de la
fuerza de trabajo esclavizada (o casi) de los indígenas es uno de los elementos fundamentales del constructo. Como ya vimos, el mismo no funciona demasiado bien en la situación colonial que se gestó y desarrolló en el territorio de lo que hoy es Uruguay, donde la explotación de la tierra no
fue, en los primeros tiempos, de corte agrícola, y no dependía de la opresión de vastos contingentes indígenas.

En este contexto, otro de los elementos definidores de la categoría “colonialidad del poder” también se vuelve problemático. Me refiero al énfasis puesto, por parte del poder colonial, en la clasificación racial de las poblaciones. En el Uruguay, la discriminación económica y la
explotación de la tierra no tuvieron que ver tanto con la división de las poblaciones según su raza, ni con la marginalización de los indígenas a fin de poder usarlos como mano de obra barata o gratuita para la explotación de los frutos de la tierra.

Allí la colonización, la fundación de enclaves coloniales, fue muy tardía (digamos que el primer enclave europeo importante data de
1680, la Nova Colonia do Sacramento, y se trataba sobre todo de un puesto de avanzada militar), y para el momento de la fundación de Montevideo (en varias y espaciadas etapas durante la década de 1720), no había en el territorio tantos indígenas para discriminar o explotar, razón por la cual todo ese aparato de opresión y de reorganización de las relaciones económicas y sociales
en base a la pertenencia étnica nunca llegó a ponerse en funcionamiento—al menos no funcionó con los indígenas como mano de obra barata de un sistema de explotación agraria.

Por ello creo que tal vez sea mejor emplear otras herramientas conceptuales menos ambiciosas para entender los legados coloniales en el Uruguay—y también en otras partes de Latinoamérica que no presenten las características del Perú y de los otros lugares que sufrieron una forma similar de dominación colonial. Me refiero a que no hay necesidad de recurrir a constructos o categorías transhistóricas como la colonialidad del poder.

Digo transhistóricas porque tanto en Quijano como en Mignolo, su gran revitalizador, la colonialidad del poder parece ser siempre idéntica a sí misma—desconozco que existan trabajos de estos autores que se
planteen una historización del concepto, o que tracen la evolución del mismo a lo largo del periodo colonial y de la historia post-independencia. Y así como no se han ocupado de historizarlo, tampoco han tenido en cuenta las diferencias geográficas entre las diferentes regiones y países latinoamericanos.

Es decir, no han tenido en cuenta las diferencias enormes que existen no sólo en las consecuencias de la dominación colonial en los diferentes países
latinoamericanos, sino tampoco las que existieron en los sistemas de explotación utilizados durante el propio periodo colonial. Cada país, cada región, es un escenario distinto, con sus propias reglas y su propia historia.

Historia y geografía, tiempo y espacio, entonces, deberían ser tenidos más en cuenta por aquellos que intentamos entender la época colonial y sus consecuencias para el presente. Creo que es importante intentar comenzar esa ingente tarea. Para ello, es prudente y necesario empezar por pulir y afinar las herramientas de que disponemos para que sean capaces de dar cuenta, con menos margen de error, de las situaciones coloniales y postcoloniales que pretendemos explicar.

Acaso una expresión que los rioplatenses nos negamos a usar para referirnos a nosotros mismos pueda llegar a sernos de utilidad para entender algunos de los legados coloniales de los que hablaba más arriba. Me refiero a la expresión “settler colonialism” o colonialismo de colonos, 5 que se refiere a aquellas situaciones coloniales en las que el colonizador que se instala en el
territorio recientemente conquistado intenta desplazar a los habitantes nativos.

5 Algunos autores como Richard Gott, han preferido usar la expresión “colonialismo de establecimiento” para referirse a este fenómeno.

En los lugares donde ese tipo de colonialismo se da, la demanda principal de los colonizadores, según Lorenzo Veracini, no es el trabajo de los indígenas (cosa que ocurre en el colonialismo a secas), sino la desaparición del indígena (3). En esos casos, la mejor resistencia a esa demanda es el persistir, el no desaparecer de los indígenas. El constructo de la colonialidad del poder está pensado para zonas del continente que sufrieron el otro tipo de colonialismo y, por lo tanto, la demanda principal en esos lugares fue por el trabajo indígena—de ahí que la resistencia haya sido variada, pero siempre o casi siempre en relación al, o alrededor del, boycott del trabajo.6

6 Por supuesto esto no quiere decir que en los lugares donde se dio el colonialismo a secas los indígenas no hayan también intentado persistir y sobrevivir a la opresión; también puede haber habido casos en que los colonizadores del colonialismo a seas hayan intentado (infructuosamente) la eliminación de los nativos. Lo que Veracini intenta señalar es otra cosa: el principio fundamental, la demanda principal, que predomina en cada tipo de colonialismo. Esa demanda principal es la que va influir, en buena medida, en las respuestas de los indígenas, que dependerán, justamente de lo que el colonialismo espera de ellos.

El colonialismo de colonos, además, se presenta a sí mismo como un proceso que busca su propia muerte o desaparición: su objetivo es dejar de ser un colonialismo de colonos y absorber, desplazar, o eliminar a los indígenas (Veracini 2-3). En el caso de Uruguay, es evidente el triunfo de ese tipo de proyecto: como ya vimos, la enorme mayoría de la población se imagina a sí misma como legítima descendiente de Europa y de la sociedad occidental. Esta es, según Veracini, una diferencia fundamental entre el colonialismo a secas y el de colonos: el primero busca mantener la diferencia entre la metrópolis y la colonia, en tanto que el segundo tipo de colonialismo busca borrarla (3).

El caso de Uruguay es claro: el colonialismo se ha transformado de tal manera que la mayoría de su población no percibe que haya habido en el país colonialismo alguno. Es que para poder decir que se ha superado la situación colonial creada por el colonialismo de colonos, tendrá que desaparecer, de una manera u otra, su demanda inicial: la eliminación del indígena (Veracini 9). Es decir, se debe llegar a una situación en la que, o bien el indígena haya desaparecido, o bien la supervivencia (esa estrategia de resistencia fundamental de los indígenas al colonialismo de colonos) sea ya innecesaria por haber desaparecido la demanda incicial del settler colonialism.

En el caso de Uruguay parece claro que la forma en que se ha percibido, por parte de la psique colectiva, la no existencia del colonialismo de colonos es la primera de las nombradas: se imagina al país como a una nación sin indígenas. Esta situación es, sin embargo y como tantas otras, meramente provisional: bastaría que las emergentes organizaciones de descendientes comenzaran a autodefinirse como indígenas tout court e iniciaran un proceso de revitalización de las identidades indígenas, para que la visibilidad del colonialismo de colonos aumentara considerablemente en el horizonte cognitivo de la población en general.

Lo que no subraya Veracini pero está implícito en sus argumentos, es lo que señala Patrick Wolfe: que el settler colonialism gira alrededor del problema de la tierra (388). Más arriba vimos que el problema de la tierra y lo que se ha dado en llamar “el problema del indio” estaban relacionados en la medida en que en los lugares de Latinoamérica que había poblaciones importantes de indígenas, los colonizadores europeos se dedicaron a usar a los nativos como mano de obra para explotar la tierra a través de las prácticas agrícolas.

En el caso de Uruguay, hay también, como en todo caso de colonialismo de colonos, un interés de los colonizadores por la tierra, pero en este caso se la ve no tanto como lugar a ser explotado por la fuerza de trabajo indígena, sino como lugar a ser poseído por el colono. Como bien ha señalado Wolfe, el principal motivo para la eliminación de los indígenas en el colonialismo de colonos es el acceso al territorio (388). Se trata, entonces, de la tierra como objeto de posesión o como objeto de deseo del colonizador, y no como lugar destinado a ser trabajado por los nativos. La tierra es deseada para poder quedarse, para poder habitarla y, por supuesto, explotarla.

De ahí que en el settler colonialism la búsqueda de la extinción del indígena se convierta en un principio organizador de la sociedad colonial—o sea, no se trata de una ocurrencia única, de un evento, sino de una estructura (Wolfe 388).

Para entender casos como el de Uruguay, es importante tener en cuenta estas lógicas que operan en ese tipo de colonialismo, porque nos permiten visualizar algunas de las características más salientes de la colonización en ese país. Por ejemplo, nos permite ver uno de los trucos que están detrás de esa forma de percibirse como europeos que predomina en la población actual. Ese truco, en los países de settler colonialism, consiste en que luego de que la trayectoria que incluye el proceso de búsqueda de la eliminación del indígena y de la domesticación de la naturaleza silvestre terminan, luego de obtenida la independencia de la metrópolis, los recién nacidos estados declaran que ya no son coloniales sino postcoloniales, que ya no son settlers sino settled.

De este modo hacen caso omiso de los mecanismos por los cuales la lucha por la tierra continúa luego de obtenida la independencia—una lucha que toma la forma de intento sistemático de eliminación del indígena por parte del Estado. De más está decir que este tipo de categorías como settler colonialism, por más útiles que sean, no constituyen una panacea sino más bien un tipo de correctivo a ciertas miradas sesgadas, tal como la que predomina en Uruguay en relación al pasado colonial.

Pero de ninguna manera puede considerarse como el único aporte teórico desde el cual conceptualizar o entender la realidad. Por el contrario, creo que tanto en Latinoamérica como en la academia norteamericana hay tradiciones de pensamiento que todavía pueden dar algunos frutos más. No deberá sorprender a nadie, entonces, que el tipo de análisis que desearía contribuir a desarrollar para entender las situaciones coloniales, esté inspirado, además, por cierto tipo de trabajo académico que, lamentablemente, y ojalá que me equivoque, parece pertenecer, al menos por ahora, al reino del pasado.

Me refiero a cierto modo de producción intelectual que fue hegemónico en los estudios coloniales de los años ochenta originados en los departamentos de lengua y literatura de las universidades de Estados Unidos.

Como pretendo que mi trabajo sea, de alguna manera, una contribución y, si es posible, una mejora o al menos una modificación productiva de ese modo de producción intelectual, voy a hacer un poco de historia, primero, para explicar por qué pienso que esa forma de hacer investigación encerraba una promesa, y luego me voy a dedicar a hacer un diagnóstico de ese mismo campo de estudios en el presente, para terminar con una modesta propuesta al final de este trabajo.

Varias veces he dicho que lo que Mignolo y Rolena Adorno llamaron, allá por principios de los ochenta, el nuevo paradigma de los estudios coloniales latinoamericanos, fue lo primero pero no lo segundo. Es decir, fue algo nuevo, pero no fue un paradigma. De hecho, ni siquiera en el momento de apogeo, cuando su influencia se hacía sentir incluso fuera del campo de estudios (llegando a afectar las investigaciones de los que se dedicaban a la literatura latinoamericana contemporánea), se puede decir que haya habido propiamente un cambio de paradigma. Lo que sí hubo, como he dicho ya hasta el hartazgo, es un nuevo modo de producción intelectual en el campo de estudios coloniales (“Conquista y contraconquista” 125, “Colonialism Now and Then”4-5).

Un modo de producción que postulaba la necesidad de prestar atención a voces subalternas que habían sido silenciadas no solamente por las autoridades coloniales y por la ciudad letrada, sino también por los propios estudiosos de la época colonial, quienes en muchos casos se limitaban a cantar loas a los conquistadores o a la cultura occidental que aquellos y los
misioneros trajeron a tierras americanas.
Entre las propuestas de los renovadores del campo estaba aquella de Mignolo, que consistía en promover el estudio de la totalidad de textos producidos durante el encuentro colonial en vez de limitarse al análisis de unos pocos textos canónicos (“The Darker Side” 810; “Canon and Cross Cultural Boundaries” passim).

Para Mignolo, el estudio de la totalidad de textos producidos en una situación colonial es obligatorio si lo que se busca es entender esa situación
colonial (“Afterword” passim). Por eso prefiere hablar de semiosis colonial (esto es: la totalidad de mensajes e intercambios simbólicos en situaciones coloniales) en vez de discurso colonial- una expresión que limita el corpus al conjunto de los mensajes verbales, orales o escritos (“Afterword” passim).

Una de las consecuencias de su propuesta es la incorporación de mapas
de factura europea, representaciones territoriales indígenas, khipus y otros objetos materiales portadores de signos, a la agenda de investigación de los estudios coloniales producidos por miembros de departamentos de lengua y literatura en los Estados Unidos (“Colonial Situations,” The Darker Side, entre muchas otras publicaciones).

La incorporación de sistemas de signos no discursivos, sumada a la emergencia de estudios sobre autores de origen indígena—como Guamán Poma, Santa Cruz Pachacuti Yamqui y Titu Cusi Yupanqui en la región andina, Fernando Alva Ixtlilxochitl, los escribas indígenas que redactaron el Popol Vuh y los que colaboraron en la elaboración de las Relaciones Geográficas, para el caso de Mesoamérica—y la aparición de nuevos estudios sobre escritoras—además de la ya canónica Sor Juana Inés de la Cruz—son síntomas del que se dio en llamar cambio de paradigma en los estudios coloniales latinoamericanos.

Estos cambios tienen como consecuencia una nueva situación en el campo de estudios, caracterizado ahora por la incorporación de lo indígena, lo femenino, lo africano y otras entidades, agencias, y perspectivas no Europeas y no patriarcales a las investigaciones enmarcadas por la disciplina.

En resumen, entre las cosas que buscaban los fundadores de ese nuevo modo de producción de conocimiento en el campo de estudio, estaba, primero, la posibilidad de ofrecer un panorama mucho menos sesgado de los intercambios discursivos (este era el programa de Adorno), y segundo, de los intercambios de signos en general (esta fue, como vimos, la agenda de Mignolo).

De este modo, los estudiosos de la época colonial se pusieron a la vanguardia, casi sin quererlo, de los debates que en los años ochenta se llamaron, en Estados Unidos, las guerras del canon—o canon wars.

Esas guerras enfrentaron a los propulsores de agendas académicas conservadoras contra los que buscaban cambiar el status quo. Los primeros se aferraban a lo que se dio en llamar “the big books,” o sea, las grandes obras del pensamiento y la literatura occidentales, que debían estar en la base de la educación de cualquier persona que deseara ser considerada una buena ciudadana de la cultura occidental. La idea era que para ser una persona culta y funcional en esa sociedad, para poder declarar la pertenencia legítima a ella, había que conocer en profundidad una serie de obras que encarnaban los valores y principios de esa cultura.

Los segundos buscaban ampliar los límites de esa lista de libros (que eso y no otra cosa es un canon), a fin de que otras voces pudieran ser oídas y estudiadas en los claustros universitarios. La idea era que en un mundo (léase: en Estados Unidos, que a menudo funge de mundo a secas en la mente y el discurso de sus ciudadanos) crecientemente multicultural, la lista de libros obligatoria para considerarse un ciudadano culto y educado, era demasiado sesgada y excluyente.

Amplios sectores de la ciudadanía norteamericana (irónicamente llamados minorías) quedaban sin representación en las listas, y por lo tanto se les hacía una suerte de injusticia, si no a ellos mismos, al menos a las tradiciones culturales de donde venían.

En esas luchas por el canon fueron muy importantes dos autores latinoamericanos y dos campos de estudios: Rigoberta Menchú y Guamán Poma de Ayala y los estudios sobre el testimonio como género (literario o discursivo) y los estudios coloniales. Es por eso que los trabajos de Adorno sobre el segundo de los nombrados se convirtieron en una poderosa carta de presentación para aquellos que estudiaban los textos, discursos y sistemas semióticos coloniales.

A partir de ese momento, crece el número de gente que se dedica a ese campo, se abren nuevos puestos—al punto que ninguna universidad que tuviera grandes pretensiones intelectuales podía tener una sección de literatura latinoamericana sin un experto en colonial—y el cachet intelectual de ese campo de estudios sube considerablemente.

Lamentablemente, esa situación no duró demasiado tiempo: para mediados de los años noventa, en un momento de supuesto apogeo del también supuesto paradigma nuevo, ya era evidente que la mayoría de los integrantes del campo de estudios seguían produciendo trabajos pertenecientes a un modo de producción intelectual que las declaraciones triunfalistas de Adorno
daban por muerto. Desde ese entonces hasta el presente, la situación solo se ha deteriorado: hoy estamos en un momento histórico en el que la enorme mayoría de los jóvenes investigadores que terminan su doctorado en prestigiosas universidades norteamericanas parecen enmarcarse en un
espectro intelectual que va desde el historicismo más pedestre hasta el neo-filologismo más rampante.

Con esto quiero decir que o bien se encuadran en una corriente que privilegia al documento histórico como única autoridad—una autoridad que se la confiere el ser concebido como transparente y como portador de verdad—o bien se dedican a producir un trabajo meramente filológico que pierde por completo de vista los costados políticos que un texto cualquiera pueda tener.7

7. El predominio actual de los historiadores en el campo de los estudios coloniales provenientes de los departamentos de lengua y literatura en universidades latinoamericanas tiene un punto de inflexión que puede ubicarse, acaso (lo digo tan solo tentativamente y a modo de ilustración), en el momento de la publicación del libro How to write the story of the New World, de Jorge Cañizares Esguerra. Después de él vinieron muchos más y la hegemonía del pensamiento historiográfico menos propenso a la interpretación de los documentos se instaló y predomina en el campo –al menos hasta el momento.

En suma, ese campo de estudios que amenazó con convertirse en vanguardia de los estudios literarios y culturales allá por la década de los ochenta, es hoy una especie de reducto del neoconservadurismo más rampante. Aquellos que seguimos intentando producir en un marco conceptual y en una tradición disciplinaria menos reaccionaria, estamos definitivamente en la minoría. Por eso creo que, a pesar de lo triste de la situación del campo en los Estados Unidos y de la escasa importancia que se le da en mi país, acaso sea hora de hacer un llamado a una revitalización de los estudios coloniales. Y esa revitalización no puede hacerse repitiendo lo que propusieron sus cabezas más visibles en los años ochenta, porque eso, reconozcámoslo, fue tan solo un auspicioso y promisorio comienzo.

Es por ello que creo que lo que corresponde es subir la apuesta e intentar transformar el campo en un lugar donde se produzca una fuerte inflexión subalternista; es decir, una inflexión que permita no sólo abrir las puertas a las voces y subjetividades subalternas en el marco colonial, sino que además les dé privilegio epistemológico. Por otra parte, otra movida que creo que se impone es el darse cuenta, de una vez por todas, que los que estudiamos la época colonial debemos, si no queremos convertirnos en meros anticuarios, prestar especial atención a las consecuencias de esa época en nuestro presente. Es decir, tenemos que poner un gran énfasis en los legados coloniales que persisten en este momento histórico. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de hacernos cómplices del poder, en tanto que productores de un conocimiento que hace caso omiso de la miseria y la opresión que no sólo lo rodean sino que también lo hacen posible.

Si no queremos seguir siendo, cómplices de las estructuras e instituciones generadoras y reproductoras de subalternidad (y la academia, la universidad en tanto que máquina de enseñar y de producir ciudadanos modelo para la sociedad dominante, es una de esas instituciones8), deberíamos apuntar nuestras baterías a denunciar esos mecanismos de dominación. La mejor forma de hacerlo, como ya fue dicho, es poner el énfasis en el privilegio epistemológico de los sujetos que han sido subalternizados no sólo por los poderes coloniales, sino también por los productores de conocimiento del presente. Sólo de esa manera podríamos evitar convertirnos en los productores de subalternidad de este presente que nos toca vivir.

8Esto es algo que gente como John Beverley viene diciendo desde hace ya unos cuantos años, pero parece ser un mensaje que los practicantes de las disciplinas dedicadas al estudio de lo literario parecen no querer oír.

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Responsabilidad fiscal y neoliberalismo 2.0

Responsabilidad fiscal y neoliberalismo 2.0
agosto 30, 2016 Voces Comentar
Publicado en: De furias y ternuras – Julia Evelyn Martínez, Foro de opiniones, Voces Ciudadanas

Julia Evelyn Martínez

Mientras la cotidianidad de la sociedad salvadoreña transcurre entre la lucha por la supervivencia, el cotilleo de los realities políticos y el análisis del legado cultural de Juan Gabriel, una nueva ola de medidas neoliberales se alista para irrumpir en el panorama nacional, con consecuencias devastadoras sobre la vida.

No se trata de las clásicas medidas neoliberales impulsadas por los gobiernos conservadores de los años noventa. Nos referimos a una nueva generación de reformas, promocionadas mediante un discurso políticamente correcto, que tiene el sorprendente efecto de lograr apoyos y/o no objeciones entre movimientos sociales y entre militantes e intelectuales orgánicos de izquierda.

Ante el descrédito y fracasos de los programas de ajuste estructural, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los tanques de pensamiento afines, han logrado actualizar la agenda neoliberal. Para ello han desarrollado un nuevo instrumento de ajuste estructural denominado responsabilidad fiscal, que se promueve bajo el sugestivo nombre de transparencia fiscal.

Las leyes de responsabilidad fiscal imponen férreas reglas fiscales a los gobiernos, es decir, restricciones permanentes a la política fiscal, que se traducen en el cumplimiento obligatorio de indicadores de resultados fiscales, como por ejemplo porcentajes máximos del déficit fiscal anual y porcentajes máximos de endeudamiento público con respecto al PIB. De igual manera, estas leyes establecen prohibiciones a los gobiernos para que no puedan realizar operaciones para enfrentar demandas urgentes en la gestión financiera. Estas prohibiciones abarcan los pagos diferidos, la reprogramación de la deuda pública y la aprobación de refuerzos presupuestarios para satisfacer demandas sociales o para cumplir con derechos laborales.

El incumplimiento de los indicadores fiscales y/o los procedimientos establecidos en las leyes de responsabilidad fiscal pueden dar lugar a delitos de responsabilidad fiscal por parte de funcionarios públicos, que implican sanciones de diversa índole, incluyendo la destitución.

Esta es precisamente la causa del juicio político que enfrenta actualmente la Presidenta de Brasil. La presidenta Rousseff está acusada de cometer delito de responsabilidad fiscal por haber usado en el año 2014 sin autorización previa del Congreso, fondos de bancos públicos para financiar programas sociales que se encontraban en riesgo de continuidad debido a la caída en los ingresos tributarias a raíz de la disminución de precios de los precios internacionales de los comodities brasileños. Es decir, una presidenta electa constitucionalmente está al borde de la destitución, no por corrupción, sino por haber irrespetado una ley secundaria, una ley de responsabilidad fiscal.

En apariencia, las leyes de responsabilidad fiscal se presentan como instrumentos bondadosos, que buscan transparentar la gestión financiera del Estado y tutelar los derechos de la ciudadanía, evitando prácticas populistas y garantizando la sostenibilidad de las finanzas públicas. Sin embargo, la esencia de estas leyes es muy diferente.

Las leyes de responsabilidad fiscal han sido diseñadas como un seguro de rentabilidad para los tenedores de deuda pública, en la medida que se busca asegurar que los gobiernos que tienen deudas con bancos e inversionistas privados mantengan en sus presupuestos la liquidez necesaria para honrar puntualmente el pago del servicio de esta deuda a los acreedores. De esta forma, se garantiza que los banqueros e inversionistas tengan sus pagos a tiempo, aunque esto implique que los hospitales públicos se mantengan desabastecidos o las escuelas públicas no cuenten con los materiales didácticos para funcionar con un mínimo de calidad.

Asimismo, las leyes de responsabilidad fiscal pretenden “amputar” la política fiscal a los gobiernos, para que ésta no pueda ser usada como un medio de distribución de la riqueza ni como un medio para lograr objetivos nacionales que puedan poner en peligro los intereses del Capital nacional y transnacional. De esta manera, se establece un blindaje político y jurídico que impide a cualquier gobierno, sea progresista o no lo sea, el poder desmontar el neoliberalismo y caminar en una ruta diferente.

La dolarización del año 2001 despojó al Estado salvadoreño de la política monetaria, y condujo a la espiral de endeudamiento con bancos e inversionistas privados que lo ha llevado a la actual insostenibilidad fiscal. Ahora, los mismos que promovieron la dolarización, van tras la política fiscal, pretendiendo de esta manera arrebatarle al Estado, la única herramienta que todavía conserva y que podría eventualmente convertirse en un instrumento de construcción de una economía post-neoliberal.

Porque de ser aprobada la ley de responsabilidad fiscal, sin importar su denominación ideológica, todos los gobiernos en el futuro próximo tendrán que acudir a los Asocio Publico Privados (privatizaciones disfrazadas de concesiones) para mantener y/o ampliar la cobertura de servicios públicos así como para gestionar los bienes u obras públicas. Incluso, podrían terminar privatizando la política social, trasladando los programas sociales a las empresas privadas bajo la modalidad de programas de responsabilidad social corporativa, tal como está ocurriendo en Grecia.

La paradoja de todo esto es que la institución que impulsa esta amputación de la política fiscal en nuestro país y en otros países alrededor del mundo, es nada más ni nada menos que el FMI, que curiosamente acaba de publicar un análisis elaborado por el staff de su Departamento de Estudios, en el cual se reconoce el error del neoliberalismo cuando propone las políticas de ajuste fiscal mediante el control del gasto y del endeudamiento público.

Textualmente, estos especialistas del FMI afirman que:“Hay aspectos de la agenda neoliberalque no han dado en el blanco. Nuestra evaluación de la agenda se limita a los efectos de dos políticas: la eliminación de restricciones a la circulación transfronteriza del capital (conocida como liberalización de la cuenta de capital) y la consolidación fiscal, conocida a veces como “austeridad”; o sea, políticas encaminadas a reducir los déficits fiscales y los niveles de deuda. Una evaluación de estas políticas produce tres conclusiones perturbadoras: 1) Los beneficios en términos del aumento del crecimiento parecen bastantes difíciles de establecer si se examina un conjunto amplio de países; 2) Los costos en términos del aumento de la desigualdad son importantes. Esos costos reflejan la disyuntiva entre los efectos de crecimiento y los efectos de equidad que caracterizan algunos aspectos de la agenda neoliberal, y 3) El aumento de la desigualdad, a su vez, afecta negativamente el nivel y la sostenibilidad del crecimiento. Aun si el crecimiento fuera el propósito único o principal de la agenda neoliberal, sus defensores tienen que prestar atención a los efectos distributivos”FMI (Ver: El Neoliberalismo: ¿un espejismo?”. Jonathan D. Ostry, Prakash Loungani y Davide Furceri. Revista Finanzas y Desarrollo, Fondo Monetario Internacional, junio de 2016).

¿Es que se necesitan más argumentos para evidenciar la amenaza que representa la ideología de la transparencia fiscal y las reglas de la responsabilidad fiscal?

Las organizaciones sociales y laborales así como la intelectualidad de izquierda que aún sobrevive a los cantos de sirena del neoliberalismo, deben asumir con seriedad esta amenaza, profundizar en el análisis de estos temas y movilizarse para resistir a esta nueva embestida del neoliberalismo 2.0.

Postcolonial Masculinities

Postcolonial Masculinities by Derek Stanovsky

Stanovsky, D. (2007) “Postcolonial Masculinities.” International Encyclopedia of Men and Masculinities. Eds. Michael Flood, Judith Kegan Gardiner, Bob Pease, and Keith Pringle. London: Routledge, 2007. Permission to archive received Sept 22, 2010.

Postcolonial theory, emerging in recent years out of debates within literary theory and anti-colonial literature and discourse theory, has come to play an increasingly important role in an ever-expanding range of intellectual pursuits, including discussions of gender and of masculinity.

Postcolonial theory itself refers to a heterogeneous set of theories and discursive practices aimed at theorizing and explicating the texts, cultures, and politics arising out of Third World contexts after their hard won independence from colonial rule. These postcolonial theories are often very closely associated and allied with the “posts” of postmodernism and poststructuralism as well.

Sometimes the hyphenated term “post-colonial” is used to designate and specify the historical moment of decolonization and to separate it from the more expansive use of postcolonial which also tends to encompass these additional theoretical attachments, commitments, and tendencies (Ashcroft et al 1995).

The discussion below will focus on the uses of the broadest notion of postcolonial theory in helping to understand and theorize the enormous variety of currently existing masculinities, both heterosexual and homosexual, through examinations of masculinities not just as they are produced and experienced in First World contexts, but also by looking transnationally and considering masculinities as they are produced and experienced in various Third World contexts as well as in the hybrid masculinities created through the cultural fusions of global diasporas.

Some of the earliest and most influential writings in what would later transform itself into postcolonial theory come from the works of Fanon. Drawing on his upbringing in Martinique, his education in France, and his experiences in Algeria, Fanon‟s works are both results of colonialism and anti-colonial struggles as well as a critique of those histories.

His writings are equally important for their keen insights into the production of gender and, in particular, to the distortions of masculinities produced in both those oppressed by colonization as well as in the masculinities experienced by the colonizers themselves.

In his book, The Wretched of the Earth, Fanon writes: “At whatever level we study it… decolonization is quite simply the replacing of a certain species…of men by another …species‟ of men” (1961: 35). These changed men are brought about by and through the violent crucible of decolonization itself. Both the circumstances of colonization, as well as the overthrow of that colonization, impact the production of consciousness. The gendered nature of consciousness is something always highlighted in Fanon‟s psychoanalytically framed arguments, as is the reciprocal influence the colonized and the colonizer exercise on each other in the formation of their respective gendered identities. “The need for this change exists in its crude state, impetuous and compelling, in the consciousness and in the lives of the men and women who are colonized. But the possibility of this change is equally experienced in the form of a terrifying future in the consciousness of another species‟ of men and women: the colonizers” (1961: 35-36). In his earlier book Black Skin, White Masks, Fanon explores the psychopathology of colonialism and racism as they manifest in both the colonized and the colonizer. In particular, he shows how this pathology expresses itself in sexualized identifications and fantasies of rape and aggression that become internalized by the colonized native (1952).

The principle inspiration for postcolonial theory, however, lies in the work of Palestinian-American literary critic, Said. In his extraordinarily influential book, Orientalism, Said employees a Foucauldian notion of discourse as a means not simply of representing, but also of controlling and disciplining the “other” that lies outside of the West.

At the same time, this discours helps to constitute and create the West by way of the boundaries and contrasts supplied by Orientalist discourse. The issue for Said is not the accuracy, or lack thereof, of these Western representations of the Orient, but, rather, the function of these representations in the West in helping produce and sustain imperialism and colonialism, and in the reiteration and recirculation of these representations in the East itself. This politics of representation lies at the heart of Said‟s project.

Glossing Marx‟s line in The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, that since “they cannot represent themselves, they must be represented,” Said holds that the Orient becomes not a representing subject in its own right, but a subject represented by the West (1978: 21). Representation thus becomes an arena both for the dissemination of colonial control as well as for indigenous resistance to these Western discourses and representations.

Bhabha‟s work further elaborates on these issues raised by both Fanon and Said and explores the ways in which strategies such as mimicry and hybridity can often function as moments of resistance for subaltern subjects inhabiting the peripheries of Western culture and Western discourse (1994). Spivak‟s writings have also been central to the development of postcolonial theory.

Her insightful and influential article “Can the Subaltern Speak?” has provoked enormous amounts of critical attention. Arguing not only that the exclusion of subaltern speech and representation happens within Western discourse, Spivak also asserts the impossibility of any such subaltern speech occurring and being heard within the confines and constraints imposed, created and maintained by Western discourse (1988).

These questions of representation are central to the study of postcolonial masculinities. First World discourses about Third World masculinities often produce and maintain representations that serve to create, perpetuate, and reinforce First World norms of masculinity and heterosexuality by way of the boundaries and contrasts provided by these “other” Third World masculinities and sexualities. For instance, Western representations of native men as dangerously hypersexual beasts who pose an immanent threat to the safety, security, and virtue of white women have been used as mechanisms to help mobilize and justify the use of force against both native populations in the Third World as well as immigrant populations in the West. At the same time, these representations of native men also work to create and bolster violently repressive martial masculinities in the First World. Perceived threats to native women from these same presumptively predatory native men can also serve as justifications for colonial and neocolonial violence. Practices shocking to Western sensibilities, such as polygyny, widow sacrifice, burqas, or infibulation, can function as pretexts for First World intercessions. Spivak describes these as instances of “White men saving brown women from brown men” (1988: 297).
These myths of postcolonial masculinities can be construed as yet another form of subaltern consciousness that does not speak and represent itself and so becomes represented through Western eyes and through Western discourse for Western purposes. Postcolonial masculinities thus run a similar risk of being essentialized and appropriated as the constitutive periphery of a central First World masculinity in much the way that Mohanty argues that “Third World Difference” has served as an imaginary backdrop for First World feminism (1991: 54). This essentializing and homogenizing of postcolonial masculinity serves to obscure the actual diversity and plurality of lived postcolonial masculinities around the globe. Postcolonial theories of masculinity can also find connections and affinities with queer theory. For instance, Butler writes: “It seems crucial to resist the model of power that would set up racism and homophobia and misogyny as parallel or analogical relations” (1993: 18). That is, it is an illegitimate shortcut to construe the constructions of race and of masculinity as being the results of separate and disconnected systems of power, and it is also illiegitimate to see them as necessarily following the same trajectories. Instead, it is the interlocking and mutual articulation of race by sex and sex by race that works to create and produce the subject of postcolonial masculinity. Using Butler, postcolonial masculinities, not unlike queer identities, may be construed as being produced and regulated by the performative citation and repetition of pre-existing cultural scripts that surround and enable the categories of race, sex, and compulsory heterosexuality (1993). This starting point also provides possibilities for resistance to these First World norms. Butler writes: “That this reiteration is necessary is a sign that materialization is never quite complete, that bodies never quite comply with the norms by which their materialization is impelled” (1993: 2). For Butler, the dissonances and incongruities surrounding the cultural circulation and reception of representations of postcolonial masculinities may provide one method of contesting and resisting the always tentative hold exercised by the dominant culture on the meaning of these discourses.

Other approaches to postcolonial masculinities can be found in works ranging from those of R.W. Connell and other sociologists who originally focused on ethnographic case studies to recent works in the literature on gender and development and postdevelopment (Connell 2005, Pease and Pringle 2001, Morrell and Swart 2005, Lind and Share 2003). These works overlap and explore in new ways many of the same terrains that have been traversed by postcolonial theory. These alternative explorations of the sociological and economic dimensions of transnational masculinities cut across
some of the same boundaries of nationality and ethnicity breached by postcolonial theory. They provide new concrete accounts of the varieties of these lived postcolonial masculinities. However, the meta-theoretical issues that occupy much of postcolonial theory concerning the always-vexed relationship of any First World discourse to the Third World experiences it seeks to represent, continues to sound a salient, useful, and perhaps inescapable cautionary note for all such inquiries.

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¿Cómo escapar del neoliberalismo del siglo XXI en América Latina?

¿Cómo escapar del neoliberalismo del siglo XXI en América Latina? (por Alfredo Serrano Mancilla)

Por Alfredo Serrano Mancilla | May 22, 2016 |
¿Cómo escapar del neoliberalismo del siglo XXI en América Latina? (por Alfredo Serrano Mancilla)

La restricción aprieta y la salida neoliberal está a la vuelta de la esquina. Siempre te atrapa de la misma manera: te llevan hasta el borde del precipicio y, desde ahí, toca elegir el mejor salto al abismo. A medida que crece la restricción externa, más difícil es huir del laberinto neoliberal en su versión más moderna. Los tentáculos del orden hegemónico global aparecen habitualmente como “auxiliadores” para superar cualquier emergencia. Así fue en el pasado y lo es ahora. Pero, esta vez, se presenta en versión siglo XXI, aprendiendo del pasado. Ya se acabó la era de ofertar todo como un paquetazo de ajuste social. La ayuda financiera es presentada sin aparente contrapartida, sin grandes virajes. Las políticas económicas salvadoras en materia cambiaria, precios, tributarias y monetarias tampoco asoman con descaro neoliberal. Se esconden en forma de grandes acuerdos, de alianzas con amistades (peligrosas). Estamos en otro momento histórico. Todo se hace más amigable.

Esta es la primera vez que el bloque de países progresistas ha de afrontar un ciclo tan prolongado de caída de los precios de las materias primas. Economías acostumbradas a funcionar con muchas divisas han de desafiar un nuevo estado de vacas flacas. No es momento para mirar hacia atrás. Seguramente hubieron errores en el pasado; pero también se llevaron a cabo políticas económicas exitosas en redistribución de la renta, garantías de derechos sociales, crecimiento (democratizado) del consumo interno, reapropiación de sectores estratégicos, recuperación de la soberanía, mejores condiciones de inserción geoeconómica. No obstante, la clave no está ni en vanagloriarse ni autoflagelarse por el pasado. El presente es lo que manda; y el futuro es lo que espera.

En ningún manual se encuentra la receta para encarar esta emergencia económica caracterizada por un frente externo adverso. La economía mundial no presenta síntomas de recuperación: ni los precios de los commodities, ni el comercio global y, mucho menos, la economía productiva global. Países como Venezuela, Ecuador o Bolivia enfrentan una situación inédita por la combinación conjunta de múltiples retos: a) no retroceder en materia social, b) sostener un patrón de consumo superior al del siglo pasado, c) gestionar una nueva estructura de clases sociales que cambió su matriz de demandas, d) no hipotecar el futuro ni ceder en clave de soberanía. Y todo ello hay que hacerlo ganando elecciones y venciendo la actual batalla que gira en torno a las expectativas de “estar mejor”.

El neoliberalismo del siglo XXI te extiende la mano con nuevas fórmulas. El gran Tratado de Libre Comercio se sustituye por acuerdos parciales; el ALCA por los “alquitas”. Cada país firma con quien puede para ver si así logra captar más divisas. De esta manera, se atomiza la región y se desanda todo lo que se avanzó en materia de integración regional. Los Tratados Bilaterales de Inversión se camuflan en blindajes particulares por cada inversión extranjera directa. La fragmentación geográfica de la producción mundial y sus cadenas globales de valor sirven para captar el mayor porcentaje posible de ganancia generada en cualquier proceso de transformación. La nueva economía del conocimiento y sus acuerdos de propiedad intelectual construyen nuevas cadenas de dependencia entre los países centrales y la periferia. Las translatinas son actores tan trascendentes como las transnacionales. La banca privada internacional y el FMI proponen prestamos con condiciones leoninas exigiendo como garantías expropiaciones de activos públicos. No resulta sencillo escapar de esta avalancha de rebajas en época de liquidación. La tentación neoliberal retorna aprovechándose de que nunca se fue del todo procurando injertarse definitivamente ahora que las contradicciones internas-externas florecen.

Ante cierto agotamiento relativo de la inventiva creadora de los procesos progresistas en materia económica, se corre el riesgo de “dejar hacer, dejar pasar” al neoliberalismo en su versión siglo XXI. Sin embargo, la política económica heterodoxa (postkeynesianismo, neomarxismo, feminismo, institucionalismo, escuela de regulación) otorga un gran ramo de posibilidades para huir de esta salida neoliberal. Lo primero es partir de varias premisas básicas: 1) la economía como un todo (y como la suma de sus partes), 2) la economía política está más presente que nunca, 3) no hay acierto económico sin una adecuada comunicación económica, 4) la eficiencia no debe estar reñida con la justicia social, 5) la economía también produce subjetividades, 6) la sociedad con mercado (pero no de mercado) es un hecho y, como tal, hay que definir qué vaya a ser. A partir de ahí, toca edificar un nuevo metabolismo económico capaz de sostener materialmente las revoluciones sociales que se han venido aconteciendo. He aquí algunas líneas para escapar del neoliberalismo 2.0.

Por un lado, la política tributaria ha de dejar de ser mera acompañante para convertirse en una herramienta decisiva en este dilema. Es necesario utilizar este motor frente a la emergencia económica por varias razones: a) hay que avanzar en soberanía tributaria (recaudar adentro lo que se necesite adentro), b) lo tributario ha de servir como incentivo para fomentar producción nacional, frenar importaciones y penalizar lo ocioso-improductivo-especulativo. Por otro lado, el sistema bancario ha de remar en la misma dirección del modelo de desarrollo productivo. Hay que regular las carteras de créditos evitando burbujas ineficientes y especulativas; se deben poner a funcionar las reservas excedentarias a favor de la economía productiva; hay que procurar nuevos mecanismos de ahorro interno. En materia cambiaria, se deben buscar mecanismos novedosos que logren amortiguar la supremacía del dólar: timbres cambiarios que resuelvan desequilibrios comerciales, bonos ahorros cambiarios que salvaguarden de ataques a la moneda, utilización de las divisas disponibles bajo criterios multiplicativos en la economía real. En lo comercial, es momento para repensar otras modalidades de intercambio en otras divisas con los BRICS.

De nada servirían estas políticas si no vienen acompañadas de un cambio del modelo productivo, no sólo produciendo nuevos bienes finales sino también considerando la fabricación de insumos productivos, verdaderos generadores del valor agregado. En este sentido, tampoco se debe descuidar quién produce (pequeños, medianos, grandes, transnacionales) y bajo qué condiciones laborales, y especialmente bajo qué objetivos: para satisfacer la demanda interna, privada o pública, o para exportar. Es hora de una nueva planificación productiva que, además, contemple los requerimientos de la política de compras públicas. Es imprescindible sintonizar la demanda del Estado con la nueva etapa productiva.

A pesar del mandamiento neoliberal, del “no hay alternativa”, sí que se puede tomar otra ruta económica para afrontar este desafío de época. Nadie dijo que iba a ser fácil.

La urbe cosmopolita a ritmo de swing

La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz en la
literatura de las primeras vanguardias y de la Generación del 27
Goialde Palacios, Patricio
Musikene. Miramar Jauregia. Miraconcha, 48.

1. LA MODERNIZACIÓN DE LAS COSTUMBRES Y DE LA VIDA COTIDIANA

La música de jazz, tras llegar a Europa al término de la Primera Guerra Mundial, se populariza en España en los “felices veinte”, años de prosperidad para ciertos grupos sociales, en los que las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona, se transforman siguiendo las modas imperantes del continente. Los espacios de ocio y los hábitos sociales cambian y se renuevan: se introducen los “bares americanos”, que disponen de una pista con orquesta en directo y de sala de juego con ruleta; el fox-trot y el charlestón se convierten en los bailes de moda de la juventud más chic; el cine ocupa un lugar de importancia progresiva en el ocio de las clases acomodadas; la radio comienza sus emisiones, difundiendo, entre otras cosas, la nueva música negra; en fin, el deporte se convierte en un espectáculo de masas.

En este ambiente moderno, al que tiene acceso un sector restringido de la población, y a través de los bailes ya citados, se introduce en España la música de jazz1.

En efecto, la década de los años veinte es una etapa de modernización de la
cultura y de las costumbres de la vida cotidiana de nuestro país, una época de dinamismo cultural cuya referencia fundamental es Europa, de donde se importan las novedosas corrientes artísticas y las modas y diversiones que hacían furor en un continente que trataba de superar y olvidar los estragos de la guerra.

La ciudad se transforma en un espacio marcado por el desarrollo tecnológico,
que cambia su fisonomía con nuevos y modernos edificios, con la extensión del alumbrado eléctrico y la proliferación de automóviles, a la vez que se altera la vida doméstica con el uso del teléfono, del gramófono o de la radio. De forma paralela se introducen nuevos productos de consumo, sobre todo en el campo de los espectáculos y de las diversiones, con las nuevas formas de ocio, cuyos paradigmas pueden ser la pasión por el baile, por el cine o los espectáculos deportivos.

La vida social se transforma y cambia sus escenarios: los hoteles de lujo, con
rimbombantes nombres extranjeros –Palace, Ritz– y pistas de baile, se convierten en lugares de encuentro y diversión de la minoría social más adinerada; la vida nocturna se extiende y se populariza, concentrándose en las zonas más modernas de las ciudades, allí donde se encuentran los cabarets y las salas de baile; la juventud más elegante hace gala de una libertad, hasta entonces inédita, que se manifiesta en las nuevas costumbres –se extienden los cócteles, las bebidas exóticas y la cocaína-, en las modas y en las formas de vestir –se populariza un nuevo tipo femenino, la flapper o garçonne, una chica joven, delgada y maquillada, de cabello corto, que bebe, fuma y sabe conducir, y su correspondiente masculino, el frívolo “pollo-pera”-, en la vida sexual y amorosa –mucho más libre y licenciosa– e incluso en el lenguaje, plagado de extranjerismos –the danzant, cocktail, Maxim’s, etc-2.

1. El jazz en esta época es, ante todo, una música para bailar; de hecho, algunos testimonios literarios de la época cuestionan la naturaleza propiamente musical del jazz, por su relación directa con las acrobacias de los pies y de las piernas de sus bailarines. José Bergamín, en su primer libro de aforismos publicado en 1923, señala que “los americanos y los ingleses
hacen música como juegan a la pelota, con los pies”; por eso “el Jazz-Band suena bien cuando no pretende ser una música” (Bergamín, 1984: 69); Rafael López de Haro (Fútbol… jazz-band, 1924) establece una relación directa entre el fútbol y el jazz, ya que en ambos el mérito reside en las extremidades inferiores “que actúan con independencia como si a ellas hubiesen descendido
la inteligencia y la sensibilidad” (citado por García Martínez, 1996: 53).
Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…

Las novelas sicalípticas, es decir picantes o eróticas, que tanto éxito consiguieron en el período de entreguerras en España, constituyen una buena muestra de la presencia del jazz en este ambiente de mitificación de la modernidad. Por ejemplo, la protagonista de La señorita Frivolidad (1924), de Andrés Guilmaín, es una representación de la nueva mujer joven que vive de acuerdo con la moda –se viste de forma atrevida, fuma, juega al golf y al tenis, va al cine…– y que manifiesta una pasión por los nuevos bailes –el fox y el shimmy, entre otros-. Por todo ello, se enfrenta a su abuela, que encarna las esencias del pasado y añora a las mujeres recatadas y honestas, (…) que nada de común tenían con las damiselas aristocráticas de hoy, que se agitan
lascivamente al arrullo del “jazz-band”, se atreven a fumar en público cigarros turcos y visten trajes más audaces que los de las cortesanas (citado por Litvak, 1993: 216).

El jazz, entendido en su acepción más amplia como el conjunto de la música
y de bailes de raíz afroamericana que se implantaron en esa época en Europa3, es por lo tanto uno de los elementos que reflejan esta modernización de las costumbres, y su presencia en la literatura está ligada a la introducción de los nuevos bailes, a la popularización de los clubs nocturnos y a una juventud adinerada que intenta imponer sus formas de diversión a una sociedad anclada en las rutinas tradicionales de las modas decimonónicas.

2. LA POLÉMICA INTRODUCCIÓN DE UNA NUEVASICA

La música de jazz tuvo una recepción muy polémica en la España de los años
veinte y recibió numerosos ataques desde diferentes frentes, que se reflejaron
tanto en la literatura como en la prensa de la época.

La defensa de la tradición musical es el punto de partida de una parte importante de las críticas que recibió la nueva música. El jazz sería, según esta perspectiva, una “plaga de hoteles, restaurantes, cafés y cabarets del mundo entero” (Antonio G. de Linares, en La Esfera de Madrid, 10-10-1925, citado por Vila- San Juan, 1984: 144), que habría arrinconado los tradicionales bailes como las polcas, las mazurcas, las habaneras y los valses. Estas opiniones beligerantes hacen hincapié en una visión del jazz que lo identifica con el exotismo de su origen africano y, de una forma genérica, con el ruido y el estruendo, que se consideran propios de la raza negra y de la naturaleza selvática de la que ésta proviene (García Martínez, 1996: 27)4.

2. Sobre estos aspectos es de gran interés Litvak (1993: 11-79).
3. El término jazz-band es el que se utilizó habitualmente en la literatura y en la prensa de la época, si bien tras su uso generalizado se esconden diferentes acepciones: fue la denominación para la batería, un nuevo instrumento que se popularizó a través de esta música y que se colocaba en un lugar central del escenario; asimismo, se empleó en el sentido más literal del
término, es decir, para nombrar en su conjunto al grupo musical que tenía una batería y, de una forma más genérica, para designar la música que éste interpretaba, posiblemente muy variada, si bien siempre relacionada con los nuevos bailes de moda. Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…
4. El jazz se define por el estrépito y el alboroto que inevitablemente lo acompañan y por ser una música relacionada con el gusto excéntrico de ciertos jóvenes adinerados, que coquetean con el arte y la bohemia, mientras veranean en San Sebastián o Biarritz. Esta visión se acentúa en aquellas obras en las que el autor toma partido en la polémica suscitada por la introducción en España de esta nueva música; así, Jacinto Benavente, en el prólogo de su comedia La melodía del jazz-band (1931), presenta un jugoso diálogo entre los dos protagonistas de la obra: “Lucila detesta el jazz, ‘esa horrible música’, ‘ese estrépito de cacerolas’, que además quedará asociado en su memoria al final de su relación sentimental, mientras que Pepe, representante de un ambiente bohemio, de literatos y pintores, aún reconociendo los ‘ruidos discordantes’ que presenta, manifiesta su gusto por la melodía que aparece y se pierde entre el estruendo característico de la música de jazz” (Benavente, 1932: 8). También Antonio Marichalar, en “Pocas nueces”, afirma que “el jazz […] es el ruido hecho música por completo” (1929: 137).

De forma paralela, ésta defensa de la tradición musical deviene en muchas ocasiones en una reivindicación nostálgica y romántica de un pasado idílico e irrecuperable. Por ejemplo, Emilio Carrere, en varios poemas referidos a Madrid, como los titulados “Elegía del viejo Madrid” (1926) o “Viejos cafés” (1929), resume perfectamente esta sensación de pérdida de una ciudad que se ha europeizado, trucando su garbo por un “exótico chic”, en la que el jazz-band y el fox han desplazado a las habaneras y los viejos pianos:
El bar con pianola mató el café romántico; la bárbara estridencia del jazz-band negroide ahogó la voz divina de los viejos pianos (Carrere, 1999: 115)5.
5. Los cambios producidos con la introducción de los nuevos bailes se reflejan también en
otras obras, como Sentimental Dancing (1925), de Valentín Andrés Álvarez, que sintetiza estas transformaciones en una frase que ha hecho fortuna: “Al organillo sucedió el jazz-band” (citado por Ramos, 1999, p. 136). Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…

Esta posición defensiva ante lo que se considera un intrusismo de lo foráneo
no se limita a los tradicionales bailes de salón, sino que se extiende a la tradición folclórica de toda la Península, que algunos consideran una síntesis de lo bello y lo sublime ante la invasión ruidosa y extravagante del jazz band.

No olvidemos además que el nacionalismo musical, cuya propuesta básica es la utilización del folclore como fuente de inspiración, se encuentra en España en un momento de eclosión en el primer cuarto del siglo XX. Luis de Muro, en una copla publicada en el diario El País Vasco (15-8-1923), refleja con claridad esta sensación de pérdida y marginación del folclore ante la irrupción de la nueva música y los bailes que la acompañan:
Adiós, arte sublime […] Los cantos regionales, la España teatral, la típica vihüela, el tamboril de acá, la gaita pirenaica postrados quedan ya ante el foxtrot y el tango con cabaré y jazz band: ruidos de cacerolas sartenes y tan-tan, silbidos de los negros, bocinas, y, además, parejas que embriaga
un aire de “Indoustán”.

Una variante más de estas críticas son las numerosas comparaciones que
se establecen entre la belleza y la serenidad de la música clásica y el dislocado
estruendo de las orquestas de jazz, que además van poco a poco desplazando
del mercado a los considerados como verdaderos músicos, a los que conocen el repertorio clásico y dominan la técnica instrumental. “¿Qué dirán los virtuosos del violín cuando sepan que se paga a un jazz-band la cantidad de 75.000 pesetas mensuales?” se pregunta el autor anónimo de una crónica de la época, a la vez que muestra su extrañeza ante el hecho de que la explotación de los nuevos bailes “produzca más que un pozo de petróleo” (El País Vasco, 3-6-1923).

La música de las orquestas de jazz y los bailes que la acompañan no se libra
tampoco de la crítica integrista y religiosa, que los considera “impúdicos”, “lascivos”, “lujuriosos” y “desenfrenados”, como una muestra más de la “ola de asqueante inmoralidad que cubre todo el país”, en palabras de Bartolomé de Andueza (La Constancia, 31-7-1923).

Desde su llegada el jazz provocó numerosas polémicas entre los más castizos
y los jóvenes modernos, entre quienes defendían la tradición y los que se
identificaban con las novedades de la modernidad urbana. Algunas novelas de
esta época reflejan la beligerancia de estas disputas; así, El negro que tenía el
alma blanca (1922), de Alberto Insúa, relata la novedad y la expectación despertada por un bailarín negro, especialista en el fox-trot y otros bailes desconocidos en aquel entonces, y presenta escenas muy representativas de la controversia suscitada por el auge de una música que algunos reprobaban por extranjerizante, mientras que otros reivindicaban como signo de los nuevos tiempos:

El sexteto ejecutaba música americana, de jazz-band […].
– ¡Qué vergüenza! ¿Y esto es España? ¿Esto es Madrid?
– ¡Que se calle! ¡Que se calle!– le gritaban unos pollos de americana entallada y pantalones con pliegues.
– ¡Majaderos!
– ¡Vejestorio! (Insúa, 1980: 78)6.
6. En el epílogo de una obra posterior, El hombre de los medios abrazos (1933), de Samuel
Ros, también se produce una disputa entre los jóvenes y los mayores, en la disparatada narración de un banquete de boda; en ella se identifica a la nueva generación con el estadio, el motor, el jazz-band y el tabaco rubio (Ros, 1992: 240-241).

El jazz-band se convierte así en el centro de una polémica, ya que es uno de los símbolos de los cambios de las costumbres sociales que tienen lugar en España –precisando un poco más, en las grandes ciudades y entre un restringido grupo social– durante la década de los veinte. La literatura de las vanguardias literarias no tiene un punto de vista unánime en relación con el jazz; ahora bien, la mayoría tomará una posición clara en esta disputa, de identificación del jazz con la ciudad moderna y cosmopolita, nuevo espacio para una literatura que pretende romper amarras con el pasado7.
7. No obstante, este cambio convive con las rémoras del pasado y el casticismo de ciudades
como Madrid. José Díaz Fernández presenta un ejemplo de esta contradictoria convivencia
en una graciosa escena de La Venus mecánica (1929), que narra la llegada de un torero a un
cabaret de música de jazz, y la reacción del público, que mayoritariamente se acerca al torero, lo que suscita el comentario de un personaje, en referencia al Madrid de la época, que se debate entre “la superstición de los toros” y “los rascacielos y aeródromos” (Díaz Fernández, 1929:47).

3. LA MÚSICA DE JAZZ Y LAS PRIMERAS VANGUARDIAS LITERARIAS

La introducción del jazz coincide asimismo con una etapa de la vida cultural de especial interés, puesto que es el período de aparición y desarrollo, tanto en Europa como en nuestro país, de diferentes formas de expresión de la vanguardia artística y literaria.

A partir de 1917, y a través del futurismo, se introducen en la literatura de los diversos movimientos de la época nuevos temas: la gran ciudad cosmopolita y sus modos de vida se convierten en objetos de fascinación; las conquistas de la tecnología, desde los medios de transporte (trasatlánticos, automóviles y aeroplanos) hasta las nuevas formas de comunicación (teléfono y telégrafo), pasan a ser puntos de referencia de poetas y prosistas de la primera posguerra; los nuevos espectáculos urbanos, como el cine, el deporte, las salas de baile o la música de jazz, acaparan la atención de los jóvenes escritores, cuya literatura pretende ser un canto afirmativo y de integración del hombre en la urbe cosmopolita (Cano Ballesta, 1999: 121 y ss.)8.
A esta fascinación por lo urbano, por la ciudad como símbolo de lo moderno, se añade un encumbramiento del mundo angloamericano que, como modelo de la revolución tecnológica y del crecimiento económico, difunde modas que se identifican con las nuevas formas de vida de las ciudades; así, el golf, el musichall, el cine, el boxeo y el fútbol, los desfiles de modas o el jazz-band se convierten en elementos representativos de la nueva y prestigiosa existencia urbana (Cano Ballesta, 1999: 149). La frecuente utilización de términos de la lengua inglesa en los textos literarios en castellano (tennis, skating, dancing, cocktail, jazz-band…) y la aparición de numerosos personajes extranjeros en las novelas de la prosa de vanguardia de la época son dos rasgos novedosos que adquieren el significado de un homenaje a un mundo que se admira y que deslumbra con sus modas y su avance técnico9.

8. La literatura francesa es la pionera en esta relación del jazz con la modernidad y ésta es la vía por la que penetra en la literatura española. Jean Cocteau escribe ya en 1919 un artículo titulado “Jazz-Band” (Carte Blanche, 1920), en el que asocia el jazz con la modernidad importada de los Estados Unidos, con las máquinas, los rascacielos y los trasatlánticos (citado por Jiménez Millán, 2000: 183).
9. Ramón Gómez de la Serna, uno de los introductores de la vanguardia en España, en su novela Cinelandia (1923), imagina una ciudad articulada alrededor del cine, síntesis de diversas urbes de la época y proyección ideal del mundo moderno, en la que no faltan los cafés con música de jazz-band (Gómez de la Serna, 1995: 36). César M. Arconada publica en 1928 un libro titulado significativamente Urbe, cuyos poemas constituyen un canto a los avances técnicos de la metrópolis (“Allegretto de la velocidad”, “Elogio a una central eléctrica”, “Devoción por la torreta telefónica” son algunos de sus títulos) y a las nuevas modas y diversiones, como el cine y el jazz (“Te-Dancing-Delicias” o “Nocturno romántico en el cinema”).

La mayor parte de las referencias a la música de jazz que se encuentran en
la literatura de las vanguardias de los años veinte son una expresión de la consideración y del asombro de los escritores ante el mundo moderno, de la euforia con la que se percibe, y de su propósito de realizar una obra ligada a su tiempo, al ritmo frenético de una época que se pretende captar a través de la palabra.

Esta nueva literatura rompe así con la tradición y el discurso literario vigente y se aleja de la melancolía y la bohemia, del sentimentalismo y del romanticismo que habían presidido buena parte de las propuestas literarias realizadas hasta ese momento.

3.1. El ultraísmo
El ultraísmo, la primera plasmación de las vanguardias en España, muestra, en su afán iconoclasta, un entusiasmo sin límites por lo nuevo y lo actual, por los diferentes aspectos de esa vida urbana –desde el maquinismo y los avances técnicos al cine o al jazz-, que se convierten así en una temática inédita que este movimiento poético explora en su afán de coetaneidad y de ruptura con el pasado, el localismo y la tradición. La poesía de vanguardia incorpora estos nuevos temas del mundo moderno a la vez que arrincona otros más tradicionales por un afán de novedad y de deseo de superación del pasado, pero también para evitar motivos que arrastraban un lastre sentimental y que provocaban emociones y reacciones previsibles y determinadas (Geist, 1980: 62).

Guillermo de Torre, uno de sus representantes más insignes, teorizará sobre
el deber de fidelidad del artista a su época, a su atmósfera vital, sobre el valor
de lo pasajero y del espíritu propio de cada momento histórico, para concluir que los poetas ya no se creen enviados de los dioses, ni portavoces de la inspiración divina, sino que “son, sencillamente, hombres de su tiempo” (Torre, 1925: 15 y 20). Esta reivindicación de la actualidad que se impone a una visión cerrada de la tradición, se manifiesta en el interés mostrado por la literatura del período de entreguerras por los nuevos lenguajes artísticos, entre ellos el jazz, y por el arte negro, en general10.

10. En los años veinte y treinta, como una manifestación más del cosmopolitismo y del pluralismo de culturas, se produce una negrofilia, que se manifiesta en el gusto por los bailes y la música afroamericana. Guillermo de Torre en su “Manifiesto Ultraísta Vertical”, publicado en… 1920 en la revista Grecia (nº 50), reivindica el retorno a las primitivas estructuras del arte negro (Citado por Barrera López, 1998). En otro artículo titulado “Del tema moderno como “número de fuerza”” (Mediodía, 1927), de Torre señala algunos elementos definitorios de las vanguardias y ataca a los que pretenden rehabilitar los valores y símbolos antiguos, sobre todo a “quienes después de haber flirteado con las locomotoras, el jazzband y el arte negro, más tarde, ya por debilidad o hastío, niegan el valor estético de lo moderno” (Citado por Brihuega, 1982: 214). En otro registro diferente, Lily Litvak señala que los artistas negros se pusieron de moda en Madrid y cita la letra de un charlestón de 1926, que pedía: “¡Madre, cómprame un negro, / cómprame un negro en el bazar! / que baile el charlestón / y que toque el jazz band. / ¡Madre, yo quiero un negro, / yo quiero un negro / en el bazar” (Litvak, 1993: 18).

Rafael Cansinos-Assens en su novela El movimiento V. P. (1921), ofrece una
visión paródica del ultraísmo, que no por descreída resulta menos interesante
como crónica de ese grupo poético, señala en varias ocasiones la presencia de
la música de jazz en las discusiones teóricas de los ultraístas. Así, por ejemplo,
Renato –personaje que representa a Vicente Huidobro-, cuando instruye a los
asombrados poetas de la novela en las claves de la modernidad, observa que
no es extraña su incomprensión pues para entenderla “es preciso haber estudiado el arte negro y haber visto los taubes y bailado mucho jazz-band” (Cansinos- Assens, 1998: 79). En una de las escenas más cómicas de la novela, el vate Senectus Modernissimus, tras su muerte, asciende en un aeroplano al paraíso que, de acuerdo con su conversión al movimiento ultraísta poco antes de morir, aparece transformado en “un salón de baile en el que se danzaban fox-trots, jazz-bands y toda clase de bailes cosmopolitas” (1998: 274). El movimiento V. P. es un libro exagerado, como también lo fue el ultraísmo, y paródico, pero constituye un retrato de este grupo de poetas, de su esdrújulo lenguaje plagado de neologismos incomprensibles, de sus disputas y, por lo que a nosotros respecta, de su consideración del jazz como una representación de la modernidad.

Por lo tanto, el jazz aparece en la poesía del movimiento ultraísta como un
símbolo más de los nuevos tiempos reivindicados por estos poetas. Hélices
(1923), del mencionado Guillermo de Torre, constituye un magnífico ejemplo de lo que acabamos de decir: las referencias al jazz están íntimamente ligadas a los múltiples elementos que conforman la mitología de la modernidad: a los rascacielos como elemento emblemático de la ciudad (“Jazz-band / Evocación de los rascacielos / que trepan hacia la luna”, se lee en el poema titulado “Trapecio”), a los aviones y las hélices, a las grandes metrópolis como Madrid, París y Nueva York y sus cabarets (en “Bric-A-Brac”, por ejemplo) y a los motores que “suenan mejor que endecasílabos” (“Diagrama Mental”).

Además, en estos textos se revela una concepción del jazz muy relacionada con las acrobacias y los ritmos salvajes, acelerados, sincopados y contrapuntísticos (en “Trapecio” y “Diagrama Mental”, por ejemplo). Hélices es un libro en el que el término “jazz” ocupa un lugar en el conjunto de un vocabulario (“Arco voltaico”, “Semáforo”, “Reflector”, “Aviograma”, “En el cinema”, son algunos de los títulos de los poemas) que pone de manifiesto la fascinación del escritor por las innovaciones que se introducen en las ciudades; por ello, la aparición del citado término quizá no sea necesariamente el reflejo de una afición por esta música, sino un recurso que debe interpretarse como un intento de ruptura con el pasado poético
más reciente11.

11. El uso del término se repite en otros poetas del movimiento ultraísta: Rafael Lasso de la
Vega califica al jazz-band como “músicas acrobáticas de los negros jocosos” (“Cabaret”, en la
revista Grecia, nº 38; citado por Barrera López, 1998); Xavier Bóveda menciona el fox-trot en un
poema de exaltación del automóvil (“Un automóvil pasa”, en Grecia, nº 13; citado por Barrera
López, 1998). Eugenio Frutos, en Prisma, su libro más relacionado con la vanguardia, escrito
entre 1926 y 1929, utiliza el término Jazz-band como título de la primera parte del poemario; la
cita pone de relieve el carácter emblemático del término como representación de una época en
la que la poesía, en palabras del propio Frutos, es un cocktail revuelto de jazz-band, ismos literarios,
arte deshumanizado y juegos (citado por Montaner Frutos-Serrano Asenjo, 1990: 36).

Un procedimiento usual de algunos poetas ultraístas es la utilización del término jazz-band para representar el sonido y el ruido, tanto de los fenómenos naturales como los propios de las nuevas urbes y de su desarrollo tecnológico.

Así, José Rivas Panedas denomina a la lluvia “Jazz Band en el cielo”, en referencia al ruido musical que produce sobre los tejados (“He de cortar ramas de sol”, Grecia, nº 43, 1920; citado por Barrera López, 1998), mientras que Lucía Sánchez Saornil –la única escritora adscrita al movimiento ultraísta, que firmaba como Luciano de San-Saor-, refiriéndose al sonido de los automóviles comienza su poema “Panoramas urbanos” (Ultra, nº 18, 1921) con los siguientes versos:
“La noche ciudadana / orquesta su Jazz Band / Los autos desenrollan / sus
cintas sinfónicas por las avenidas / atándonos los pies” (Sánchez Saornil, 1996:102).

No todos los poetas de la vanguardia muestran el mismo interés por la nueva
música y los bailes de moda: por ejemplo, Rogelio Buendía, un escritor relacionado con el ultraísmo andaluz, en “Elogio del vals” (1919), contrapone la delicada belleza de esta música al “fox-trot ruidoso / y el cojo one-steep (sic)” (citado por Barrera López, 1987: 101), dos de las modalidades de baile de origen afroamericano que se habían puesto de moda, marginando a los estilos más tradicionales como el vals. Buendía, de esta manera, se suma en su poesía a la visión crítica de los nuevos bailes introducidos por la música de jazz que se dio en varios sectores de la opinión pública, como hemos señalado en un apartado anterior dedicado a la polémica que suscitó la nueva música de jazz.

Una visión bastante más irónica y distanciada de la vida moderna cantada
por las vanguardias se encuentra también en un poema de Francisco Vighi titulado “Actualidad (Incoherencia)”. En una treintena de versos, el poeta encadena, con una sonrisa, datos de la actualidad política con otros de la literaria (“Riñen los ultras con los da-da”), sin olvidar las industrias químicas o automovilísticas, el fútbol y el jazz (“música esdrújula”), presentados con la visión festiva de quien no se tomó en serio ni su poesía, ni la vanguardia a la que supuestamente pertenecía.

Los últimos versos del poema son una muestra del contraste que existe entre la solemnidad y grandilocuencia de algunos vanguardistas más “serios” y un poeta como Vighi, que puede hablar de los mismos temas, pero con muchísima más gracia:
Pronunciamientos en Portugal
Industrias químicas; se fija el nítrico…
Maeztu quiere ser sacristán.
El Ford, Spengler, la T.S.F.
Música esdrújula de los jazz-band.
Y al foot-ball juega con el planeta
Pedro, portero intercelestial (Vighi, 1995: 124)12.

12. En esta misma línea, un tanto burlesca y distanciada, puede leerse un texto de Agustín Espinosa, “Mr. Bacchus: eglógrafo puro” (Poemas a Mme. Josephine, 1932), en el cual se juega con la mitología griega y la modernidad, convirtiendo a Baco en un barman y dancing-master, y a Pan en un negro de jazz-band en cuya flauta suena el charlestón (Espinosa, 1982: 7).

3.2. Ramón Gómez de la Serna: defensa del jazz con buen humor

La extraordinaria capacidad de observación y la particular mirada de Ramón
Gómez de la Serna, que convierten a su obra en una peculiar crónica reflexiva
sobre su época, no podía olvidar la novedosa presencia de la música de jazz en
los ambientes madrileños más modernos de la década de los veinte. Tras el disfraz de la humorada y el dislate, realiza una defensa de esta música y muestra un buen conocimiento de la misma, como queda de manifiesto en su “Jazzbandismo”, publicado en La Gaceta Literaria (nº 51 y nº 52), en 1929, y recogido luego en Ismos (1931).

Este texto fue utilizado, en parte, como conferencia de presentación de la
película El cantor de jazz (The Jazz Singer) en una tumultuosa sesión del Cineclub Español, en 1929; a este acto Ramón Gómez de la Serna acudió disfrazado, vestido de esmoquin y con la cara pintada de negro, con el fin de hacer más verosímil su intervención; el disfraz acaba convirtiéndose en una parodia de la propia película, ya que en ella su protagonista finaliza su periplo actuando en una revista de Broadway con la cara embadurnada de negro13.
13. Sobre los aspectos concretos de esta presentación, véanse Gómez de la Serna (1988:
463) y Gubern (1999: 285-286).

“Jazzbandismo” comienza con una serie de apreciaciones históricas sobre el
origen del jazz y su introducción en Europa, aspectos que el propio autor considera poco relevantes, pues, continúa, los elementos de interés de la nueva música radican en su capacidad de adaptación a la época, en su rebeldía y en la “mezcla libertaria” que lo define como una síntesis entre un componente de la tradición negra, que remite a lo selvático y a lo exótico, y otro que proviene de la ciudad moderna (Gómez de la Serna, 1931: 179). Este carácter dual de la música de jazz que, por un lado, recuerda su matriz sonora africana y, por otro, lo sitúa en el ámbito de la cultura urbana es una muestra de la lucidez de nuestro autor a la hora de juzgar y presentar esta nueva música como “abrazo de dos civilizaciones” (1931: 183): la negra, que remite a lo primitivo, y la de las grandes ciudades, que representa la modernidad.

En comparación con otras músicas, connotadas por un sentido más recóndito,
subterráneo, religioso, introspectivo y letal –los calificativos son del autor-, el jazz es una música que intenta “sacar el mundo a la superficie”, poner “en circulación al mundo” (Gómez de la Serna, 1931: 181). Frente al carácter individual, sereno y escondido de la música clásica, el jazz que nuestro autor conoce–una música de baile, no lo olvidemos– sería la representación de lo extrovertido, de la fiesta colectiva y de la alegría nocturna.

El jazz-band es, en fin, la música del movimiento, del presente ruidoso de las metrópolis, que contrasta con el silencio, la inmovilidad y la seriedad del pasado.

En su defensa del jazz-band, le adjudica incluso propiedades terapéuticas,
catárticas, de “desahogo de la vida moderna” (1931: 185), pues su alegría, algarabía y jolgorio cuestionan los principios de nuestra forma de pensar y actuar, y propician actitudes de ruptura con las normas y los prejuicios que, supuestamente, corresponden a cada grupo social:
Por el jazz-band se rompe la hipocresía social, y el hombre importante y enlevitado que está deseando dar el grito intempestivo del magistrado loco tiene consignado su grito en el conjunto […].

Las notas del jazz machacan toda nuestra lexicografía, nuestra ideología, toda
nuestra sentimentalogía. El martillo pilón de la orquesta jazzbandista deshace las piedras de nuestra alma, que son más difíciles de disolver que las de nuestro hígado (Gómez de la Serna, 1931:184-185).
En la medida en la que avanza, el texto va perdiendo seriedad argumentativa
para ganar en humor, ironía y carácter burlesco, por medio de la utilización
de imágenes y metáforas que rompen toda lógica, y a través de consejos, predicciones y descripción de situaciones que rozan lo absurdo. Por ejemplo, el autor recomienda a las madres que no acuesten a sus niños sin que hayan oído una pieza de jazz, a poder ser en el cabaret; o imagina que la música del fin del mundo, que derrumbará las ciudades y despertará a los muertos, no será interpretada por las clásicos clarines y trompetas, sino por un jazz-band (1931:195).

Al final de “Jazzbandismo” el autor describe un banquete literario, una reunión de intelectuales interesados en sus propios discursos, cuya hostilidad hacia el jazz-band es manifiesta, ya que pugnan con la música por hacerse oír, imponiendo el silencio a la orquesta durante sus alocuciones. Gómez de la Serna, por el contrario, pide que la orquesta toque su música mientras él lanza su discurso, con el fin de “intentar romper la hostilidad que hay entre el mundo y los escritores, y que es lo que más les separa del público viviendo en un divorcio por mutuos malos tratos y desdenes” (1931: 196). Ante la disconformidad que parecen sentir los intelectuales con el mundo exterior en la obra –en este ocasión, representado por la música de jazz-, el autor propone la compatibilidad y la mezcla, pues en definitiva tanto los brindis oratorios del banquete como la música de jazz con la que pugnan no son sino dos espectáculos y, en todo caso, concluye Gómez de la Serna con ironía, habrá que levantar la voz lo suficiente para poder vencer el sonido de la orquesta.

El jazz, una música y un baile de moda, se convierte así en caracterización de la vida mundana que los intelectuales contemplan con extrañeza, actitud que el autor, al menos teóricamente, no comparte, puesto que puede “añadirle estímulo y acicate” al escritor (1931: 197).

Más allá de la ironía y la burla, este texto pone de manifiesto el interés de
Gómez de la Serna por la música de jazz y por la dualidad que la conforma: por un lado, su origen remoto que nos traslada al mundo primitivo y africano, y, por otro, su plasmación en la urbe moderna y cosmopolita, en la que se convierte en una representación de las nuevas modas y de los lenguajes artísticos de vanguardia.

3.3. La prosa de vanguardia

El escenario de la narrativa de vanguardia del período de entreguerras es
también la ciudad cosmopolita, que se constituye en una representación espacial de la modernidad. Como ha señalado Víctor Fuentes:
Las novelas vanguardistas se estructuran sobre la vida urbana moderna, su dinamismo maquinista y su estridente cosmopolitismo: aglomeraciones de gente, automóviles, bancos, hoteles, bares, cinematógrafos, anuncios luminosos, dancings, música de jazzband, hay en ellas todo un costumbrismo de lo moderno (Fuentes, 1983:59).

En efecto, las novelas de los años veinte reflejan la nueva fisonomía del
escenario urbano y las costumbres de sus habitantes, pero lo hacen además
con un espíritu alegre y divertido y con un optimismo eufórico que sólo se aplacará en los años treinta, cuando se vislumbren los aspectos negativos y alienantes del mundo industrial y cuando remita la frivolidad ante la omnipresencia de los conflictos sociales y políticos. A esta temática, que presenta los aspectos más novedosos de la vida urbana, hay que añadir una intención formal de ruptura de las convenciones del género novelístico, tanto en su estructura como en la creación de los personajes y en el tratamiento del tiempo y del espacio (Pino, 1999: 491).

Una revisión de algunos de los autores y novelas de esta época confirman la
presencia del jazz en un ambiente urbano y una cierta repetición de los tópicos
con los que esta música se define: ruido, alboroto, confusión y síntesis de lo salvaje y lo civilizado. Como ha señalado Patrick (2008: 559), el jazz en estas novelas cumple un “papel en la conceptualización vanguardista del medio urbano” y es un “emblema de una relación dialéctica entre primitivismo y modernidad”.

La obra narrativa de Francisco Ayala escrita en esta década –El boxeador y
un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930)– expresa la atmósfera de esta época y el interés del escritor por captar la nueva sensibilidad vanguardista, en cuya cosmovisión destaca la fascinación ante la técnica, la nueva fisonomía de las ciudades y las últimas modas. Así, “Polar estrella” (1928) es un relato dedicado al cine y a una de sus figuras, en el que no faltan menciones a las fábricas como nuevo paisaje industrial y a la música de jazz, que se cita relacionándola con el arte cinematográfico: “¡Polar, estrella de cine! ¡Belleza imposible, lejana y múltiple!

En las salas de todo el mundo su canción muda atraía hacia el borde de la
pantalla el oleaje admirativo, reiterado del jazz” (Ayala, 1973: 289). En otros relatos, como “Medusa artificial” (1928) y “Cazador en el alba” (1930), se reitera el carácter urbano del jazz –“Ella andaba siguiendo el ritmo del jazz urbano […]” (1973: 298)– o se utiliza esta música como un elemento imaginario del lenguaje para la descripción del ruido omnipresente en la ciudad: “El jazz golpeaba en todas las claraboyas y sonaba en los teléfonos de todas las habitaciones” (1973: 321). La primera narrativa de Ayala es deudora de la sensibilidad vanguardista y se muestra seducida por los nuevos elementos de la urbe contemporánea; en los relatos señalados, el jazz ocupa un lugar en la literaturización de la ciudad, en una presentación de la misma que tiende a fundir la música con el medio urbano (Patrick, 2008: 561).

Los cuentos y novelas de Benjamín Jarnés constituyen también un cuerpo
narrativo de gran interés para el análisis de la prosa vanguardista de la época
que tratamos. Para el estudio de la temática que nos ocupa, la presencia del
jazz, nos centraremos únicamente en dos obras: Paula y Paulita (1929) y “Bílbilis” (1944), una novela y un cuento relacionados, pues se cree que el segundo, a pesar de su publicación tardía e independiente, se escribió mucho antes para una proyectada segunda edición de la primera (Herrrero Senés-Ródenas de Moya, 2002: 374).

Además de algunas referencias en las que el jazz-band aparece mencionado
en relación con el bocinazo de un auto en el silencio de un paisaje rural o como representación de lo exótico (Jarnés, 1929: 36 y 135), lo más interesante y novedoso de las obras referidas es que en ambas el jazz se utiliza como elemento representativo de la modernidad en sendos diálogos sobre los paisajes arquitectónicos: en la novela, ante una antigua y ruinosa abadía cisterciense medieval, uno de los personajes, Mr. Brook, contrario a las reconstrucciones y a las nostalgias que producen las ruinas, afirma: “Yo traería aquí un magnífico jazzband, y, a golpes de bombo, haría derruir lo que queda de esta fábrica maltrecha” (1929: 158); por el contrario, en el relato, el doctor Cuevas, un obsesivo arqueólogo amante de las piedras y las ruinas, se opone a la propuesta de Mr. Brook de crear una ciudad en la que lo nuevo se infiltre en lo viejo, con las siguientes palabras:
– ¡No, no! Por ese camino se llega al jazz-band arquitectónico, a lo abigarrado y confuso. Preferiría, por ejemplo, que acordonasen Toledo, que la aislasen de todo lo actual, que quedase allí sola y venerable en toda su augusta belleza. Cada ciudad tuvo su tiempo. Un cabaret en Toledo, ¿no constituye una terrible profanación? (Jarnés, 2002: 297).

En ambos casos, a pesar de lo enfrentado de las posiciones, los personajes
conciben el jazz como una “expresión de las disonancias iconoclastas de la edad moderna” (Cano Ballesta, 1999: 233), con la fuerza suficiente para destruir los vestigios del pasado, de acuerdo con Mr. Brook, si bien no puede librarse de los tópicos que lo identifican con la confusión y la estridencia, algo que se repite de forma constante en la literatura de esta época.

Luna de copas (1929), de Antonio Espina, es una novela que se inicia con
una clara oposición entre el paisaje rural y un automóvil que circula por él a gran velocidad, y que proporciona a su conductora, Silvia, una visión inédita de contemplación de la naturaleza. La perspectiva se fragmenta y las sensaciones vertiginosas se suceden, mientras en el silencio, de acuerdo con la metáfora del autor, “bailan las cosas, con la música mezcla de jazz-band y de petardo de motor, y (en la noche) brillan luces como lentejuelas” (Espina, 2000: 149). El automóvil y el jazz, como representación de las novedades de los avances técnicos y de la ciudad cosmopolita, adquieren en esta novela una relevancia aún mayor, al ser presentados fuera del ambiente urbano y en oposición a una naturaleza que ya no se percibe en estado puro sino mediatizada por la velocidad y el ruido, de los motores y de las nuevas músicas.

La Venus mecánica (1929), de José Díaz Fernández, es una obra cuya peculiaridad más importante es el intento de compatibilizar el vanguardismo y la preocupación formal con un interés por la problemática humana y social. La novela presenta de forma crítica un retrato del ambiente social del Madrid de la dictadura de Primo de Rivera y denuncia, a través de las peripecias de sus protagonistas, la falsedad, la corrupción y la sensación de vacío ante la superficialidad del ambiente cosmopolita. El capítulo VI de la obra se desarrolla en un cabaret en el que aparecen entremezclados los tanguistas, el jazz-band y la juventud de vida ligera que admira a aviadores, automovilistas y toreros.

La intención crítica del autor determina la descripción del grupo de jazz, que no escapa al tópico de música de baile ruidosa que remite a un primitivismo salvaje:
Hasta el “jazz-band” pareció tomar más brío. Los negros multiplicaban sus alaridos, sus gritos, sus contorsiones del Far-West, como si estableciesen un diálogo primitivo con el bestiario de las dehesas y los espacios libres (Díaz Fernández, 1929: 46-47).

Hermes en la vía pública (1932), de Antonio de Obregón, es una novela sobre
el negocio de la industria musical, cuyo protagonista Hermes, el modelo del nuevo capitalista, es el jefe de una empresa de grabación musical y de fabricación y venta de gramófonos. La música se convierte así, no sólo en una representación de las nuevas formas de la cultura contemporánea, sino también en el modelo de las nuevas posibilidades industriales que la época proporciona a los emprendedores, cuyo paradigma es el capitalista que protagoniza la novela. No faltan las grabaciones de música de jazz, presentadas con la conocida argumentación de ser un ejemplo de síntesis entre el primitivismo de su origen salvaje y los avances de la moderna civilización urbana:
¡Oh, el Jazz!… Posee el misterio de las danzas totémicas, el fragor de las más apartadas hordas humanas, junto al estampido perfeccionado de nuestra civilización… ¡Oh, Nueva York! (Obregón, 1932: 183).

No obstante, la novela refleja un cierto desencanto del autor, no exento de ironía y cinismo, ante la ciudad y un modelo de civilización y de progreso económico que se considera fallido, después del crack bursátil de Nueva York; sus palabras sobre el jazz –”hordas humanas”, “estampido”– quizá deban interpretarse como un elemento más de la crítica a la masificación y pérdida de la individualidad que asoman en determinados pasajes de la novela.

Ernesto Giménez Caballero, en Julepe de menta (1929), presenta una visión
de América fundamentada en la dicotomía entre el Norte y el Sur,representada
en “Una América y otra” por dos músicas: el jazz y el charlestón, y el tango. Las primeras se asocian con el siglo XX, los rascacielos, el cine, las nuevas ciudades y la raza negra; la segunda, con el siglo XIX y el indio. De esta manera, el autor introduce un proceso de identificación entre el jazz y la urbe cosmopolita norteamericana, que se convierte en un modelo ideal de la modernidad. No obstante, Giménez Caballero concluye, de manera optimista, proponiendo la posibilidad de una convivencia –que ya se daba en los locales de la época-, ya que en ambos casos se trata de música de baile: “Tango y jazz: la América del Sur y la América del norte, enlazadas por la cintura. Como lo que son: una pareja de baile. Sobre el tablado oceánico” (Giménez Caballero, 1929: 87).

Como puede verse, la presencia del jazz en diferentes obras de la prosa de
vanguardia es importante y constituye una muestra de los lugares comunes con los que se identificaba el jazz en la década de los veinte: el ruido y el alboroto como caracteres más señalados y la síntesis entre lo salvaje y lo civilizado como definición más extendida.

4. LA GENERACIÓN DEL 27 Y LA MÚSICA DE JAZZ

A pesar de que algunos escritores de la Generación del 27 fueron aficionados
al jazz, la presencia de esta música en su obra es bastante escasa, sobre
todo si sólo consideramos la nómina oficial de poetas que suele incluirse bajo
ese marbete. En cualquier caso, hay algunos textos en prosa de interés, como el que estudiamos de Jorge Guillén, y, si abrimos el concepto de Generación del 27 a su entorno, encontramos obras, como Jacinta la Pelirroja de José Moreno Villa, en las que el jazz se convierte en un eje estructurador14.
14. Sobre la relación del jazz con los poetas de la generación del 27, es de interés el trabajo
de Jiménez Millán (2000).

4.1. Jorge Guillén: la crítica del jazz como un icono de la vanguardia

La música de jazz, junto con otras expresiones artísticas como el cine, se convirtió, como hemos visto ya, en una de las novedades aceptadas y reivindicadas por los movimientos de vanguardia del primer tercio del siglo XX. Como una voz discordante, en relación con este supuesto, aparece la figura de Jorge Guillén, cuyo trabajo como lector de español en la Sorbona (1917-1923) le permitió ser testigo directo –no por ello menos distanciado– de los gustos y las modas imperantes en el París de esa época. De su visión sarcástica e irónica nos han quedado sus colaboraciones en prensa como corresponsal de La Libertad, medio para el que Guillén escribió una crónica semanal de asuntos muy variados, entre los que nos interesan, para el tema aquí tratado, dos artículos dedicados a la música de jazz.

En efecto, “Negritos” (17-6-1921) y “Más negritos” (1-7-1921) son dos textos
en los que, con la excusa de la reseña de un concierto de la American Southern
Syncopated Orchestra en los Campos Elíseos, el poeta realiza una serie de consideraciones críticas sobre las vanguardias y su estima por el arte negro como elemento de renovación:
Poetas, músicos y pintores de hoy invocan al arte negro como a manantial de renovación. ¿Por qué no? ¿Quién podrá afirmar: el “ultra” no amanece por ese falso Levante? ¿Dónde está el Levante? ¿Dónde no está el Levante? (Guillén, 1999: 87).

La respuesta está implícita en la pregunta y el objetivo de estos artículos es
demostrar la falsedad de ese nuevo faro que ilumina el arte vanguardista. Para
ello Guillén recurre a una visión burlesca del grupo de jazz cuya actuación es
objeto de comentario: los diminutivos de los títulos de los artículos no son sino un anuncio de su contenido, que arranca con una ridiculización de algunos aspectos extramusicales, como el esmoquin o la sonrisa blanca de los músicos negros. La crítica propiamente musical identifica el jazz con un arte primitivo, prehistórico, caracterizado por la brusquedad, las líneas quebradas, la descomposición y por la ausencia de toda fluidez; se trata de una música, continúa Guillén, que se percibe en “volúmenes compactos”, cuya descripción espacial sería la recta, en contraposición a la sutileza de las “metáforas de incorporeidad” y la complejidad que representa la curva, elementos presentes en “la música que solemos oír” (Guillén, 1999: 89-90). En otras palabras el autor enfrenta dos modos: uno, representado por el jazz, carente de fluidez, áspero y tosco; el otro, por la música clásica, sutil, sugerente y delicado.

Este primitivismo genérico que Guillén adjudica al jazz adquiere rasgos de
animalidad cuando se detiene en el solo de trombón, cuya interpretación se define por medio de “bufidos”, “aullidos discordantes” y “alaridos que asetean el techo del teatro”. Esta forma de tocar el instrumento se concibe como el polo opuesto del ideal de la música clásica: “¿No es todo ello la antítesis de las sinuosidades que perfilan los arcos sobre los instrumentos de cuerda o de la túnica combada por el viento que sopla en los instrumentos de viento?” (1999: 90-91).

El autor considera que el espectáculo que presencia es cómico por lo caricaturesco de las gesticulaciones, de los bailes y de la algarabía de los músicos. Este aspecto externo es un componente más que contribuye a la desarmonía que reina en la música de jazz, identificada en última instancia con la mecanización del movimiento y del sonido: “motores, émbolos y embolismos bajo la gran marquesina reinante” (1999: 91).

Tras esta valoración negativa del jazz, Guillén vuelve nuevamente al objetivo
principal de sus artículos que no es tanto ofrecer una crítica musical, sino servirse de la misma para atacar el arte de vanguardia, en tanto que defensor del arte negro, en general, y del jazz en particular. Sus palabras son concluyentes:
Lógico es, por ende, que el arte actual de vanguardia, tan amigo del arte negro,
se resuelva a la postre en chocarrería bufa de guiñol. En uno y otro caso, la más infantil materialización automática (1999: 91).

4.2. José Moreno Villa: el jazz como representación del amor distante

José Moreno Villa es un poeta cuya obra se sitúa en la transición entre el espíritu del fin de siglo y las innovaciones vanguardistas del 27: sus primeros libros son deudores de la estética finisecular y proponen una poesía reflexiva, simbólica y con implicaciones filosóficas, mientras que los escritos posteriores a 1924, sobre todo Jacinta la pelirroja (1929), son textos que se sitúan de lleno en el panorama literario de los nuevos poetas.

Las referencias a la música de jazz que se encuentran en su obra están directamente relacionadas con la ciudad de Nueva York y con una experiencia amorosa que constituye el sustrato biográfico del mencionado libro. En 1927, Moreno Villa conoce a una joven neoyorquina (Florence, en la realidad; Jacinta, en sus versos) con la que vive una apasionada historia de amor y con la que proyecta casarse; los padres de la joven les proponen un viaje pagado a Nueva York con el fin teórico de conocer al pretendiente, pero con el objetivo claro de enfrentarse a los proyectos de su hija y de impedir la boda.

Jacinta la pelirroja (1929) es un libro de poemas fruto de esa experiencia
amorosa, cuya principal novedad es el tono empleado, alejado de la habitual
retórica romántica y sentimental, y escrito con la intención de alcanzar el punto de vista de un espectador irónico y escéptico, objetivo que se logra a medias, porque inevitablemente asoma el dolor de la ruptura15.
15. En su autobiografía, Vida en claro, Moreno Villa señala: “Jacinta la Pelirroja es un libro auténtico porque brota de una experiencia absolutamente concreta y personal; la de mis amores con Jacinta” (Moreno Villa,1976: 145).

De ese viaje surge también un libro en prosa, Pruebas de Nueva York, formado por una serie de artículos en los que el autor transmite algunas de sus impresiones sobre el modo de vida americano y sobre la gran ciudad en la que transcurre su estancia. La música de jazz es, según Moreno Villa, uno de los elementos que unifica la fisonomía del país americano: “No puedo figurarme cómo serían los Estados Unidos sin jazz”, afirma de forma categórica. El negro, continúa el autor, ocupa el estrato más bajo de la sociedad, pero a través de su música influye sobre el modo de vida yanqui, pues ese jazz sincopado, quebrado y enervante –son calificativos del escritor– se ha impuesto como música de baile para toda la sociedad y ha triunfado por su naturaleza eléctrica y embriagadora (Moreno Villa, 1927: 66).

Esa definición del jazz como un aspecto de la identidad negra que se incorpora
a la sociedad y se integra como un elemento de su fisonomía, vuelve a aparecer en su poesía estrechamente ligada a la figura de su pretendida.

Jacinta la pelirroja es un libro en el que, como se ha señalado (Salvador, 1978: 355), ante todo se contraponen dos formas de amar, dos maneras de vivir el erotismo, en definitiva, dos mundos: por un lado, el ardor y la implicación del amante, relacionado de forma ritual con el toro y la sangre; por otro, la frialdad y la distancia de la amada, representadas por abismales paisajes nevados. El poema “¡Dos amores, Jacinta!” resulta sumamente significativo en esta contraposición:
Mira el amor sangriento
y el amor nevado.
El torillo-amor con su flor de sangre
y el amor-alpino, de choza, nieve y barranco (Moreno Villa, 1998: 322).

Las referencias a la música de jazz aparecen siempre unidas con la figura de
Jacinta y constituyen un elemento connotativo que acentúa las distancias entre
dos formas de vivir la pasión amorosa, idea que acaba trasponiéndose a una
antagonismo genérico entre Europa y América, entre la tradición y la modernidad, entre el amante clásico y una joven desenvuelta y sin prejuicios.

Los primeros versos del poema que abre el libro, “Bailaré con Jacinta la pelirroja”, reflejan el intento del amante por acercarse al mundo de su amada, en el que el jazz es una representación del modo de vida americano:
Eso es, bailaré con ella
el ritmo roto y negro
del jazz. Europa por América (Ibid., 1998: 307).

Esta misma idea se vuelve a repetir en “Causa de mi soledad”, en el que el
poeta propone el ideal de sus oficios y ocupaciones, para terminar la estrofa con el conocido par “amante-torero”. Sin embargo, como si todo lo soñado resultara insuficiente para superar el sentimiento de soledad que le embarga, recuerda en última instancia la posibilidad de ser un cantante de jazz, una música que percibe como lejana y que, sin embargo, lo acerca a su amada:
Quisiera morir habiendo
sido poeta, carpintero,
pintor, filósofo, amante y torero.
¡Ah! y cantor negro
de un jazz que siento
a través de diez capas del suelo (Ibid., 1998: 328).
La historia amorosa de Moreno Villa con Florence-Jacinta revive a los diez
años de la ruptura mencionada, en un breve reencuentro que queda plasmado
en alguna de sus poesías, sobre todo en la titulada, de forma muy significativa,
“Otra vez”. El reconocimiento del ser amado, el recuerdo de los gozos y el dolor de la historia pasada, se sintetizan en dos músicas: la negra y el cante jondo, representación de dos mundos, de dos formas de entender el amor:
Otra vez delante de mí.
¿Dónde te vi por última vez?
Reconozco tus alas, tu mano,
que me levantaron, me llevaron,
entre luces y sombras,
por prados y pedregales,
por lagos y ventisqueros,
sin ver ni pensar,
en un remolino azul
de música negra y cante jondo,
en una espiral luminosa
que soñé sin fin (Ibid., 1998: 616).

Jacinta, con “su casa rectilínea” para la que “compra un Picasso” (1998: 316), con su aspecto elástico y deportivo, con su gusto por el teatro ruso, es la
representación de la modernidad que sufre y admira el poeta. La música de jazz no es sino un componente más de ese mundo inaprensible, no por ello menos deseado.

4.3. El jazz: ausencia y presencia en algunos poetas del 27

El jazz fue una música que cautivó a algunos de los poetas de la Generación
del 27, sobre todo a los más ligados a la Residencia de Estudiantes. Dalí, en su
Vida secreta, recuerda las salidas nocturnas de un grupo, entre los que se
encontraban Buñuel y García Lorca, al Club del Rector, local situado en el hotel Palace, que programaba habitualmente actuaciones de jazz, donde los jóvenes residentes descubrieron esta nueva música (Dalí, 1993: 200). Buñuel señala en sus memorias que se quedó también fascinado, hasta el punto de que llegó a comprarse un gramófono y varios discos de jazz que escuchaban en grupo, e incluso empezó a tocar el banjo (Buñuel, 1992: 80). En fin, Luis Cernuda también manifiesta en su correspondencia un interés por esta música, al igual que García Lorca, que frecuenta clubes de jazz de Harlem en su viaje a Nueva York (Gibson, 1998: 61) y establece, tal y como se puede leer en alguna de sus cartas, un paralelismo entre el jazz y el cante jondo (García Lorca, 1997: 626), lo que ha permitido lecturas de Poeta en Nueva York que ponen su acento en la relación entre los gitanos y los negros, entre el flamenco y la música de jazz, aunque en el mencionado libro las referencias a esta última sean bastante indirectas16.
16. Véanse por ejemplo Ortega (1986: 145-168) o Rabassó-Rabassó (1998: 341-375).

El interés por el jazz que muestran estos poetas contrasta con la escasa presencia de esta música en su obra literaria, limitada a unas pocas menciones en las que el jazz aflora como una corriente subterránea que influye en la inspiración, en la elección de algunos títulos o en la temática de ciertos poemas. Por ejemplo Cernuda, en Historial de un libro (1958), habla de sus fuentes de inspiración, de la relación de las mismas con su obra y de la dificultad de su plasmación en la expresión escrita, de su anhelo por “hallar en poesía el “equivalente correlativo” para lo que experimentaba, por ejemplo, al ver a una criatura hermosa […] o al oír un aire de jazz”; el intento de “darles expresión”, en ocasiones fracasado, sería una forma de satisfacer la intensidad con que esas experiencias, visuales y auditivas, se interiorizaban (Cernuda, 1994: 632). También en algunas de sus cartas se manifiesta su temprana afición por el jazz17; ahora bien, su interés por esta música queda restringido a la primera etapa de su carrera literaria y, de manera especial, a sus meses de estancia en Toulouse, en 1928. Tras la Guerra Civil, como señala Lamillar (2000: 34), “las referencias al jazz se desvanecen y son sustituidas por la música clásica, que a partir de los años ingleses va a tener mayor importancia en su vida y a aparecer con mayor frecuencia en su obra”.
17. Por ejemplo, desde Toulouse envía unas líneas (12 de noviembre de 1928) a su amigo
Higinio Capote, en las que sintetiza su estado de ánimo lleno de tristeza en cuatro términos: crepúsculo, niebla, sherry y jazz. En otra carta, enviada a Luis Sánchez Cuesta (2 de enero de 1929), le informa de la compra de un aparato de música para escuchar fox, charlestón, valses y tango (Cernuda, 2003: 101 y 110).

La música de jazz fue también un elemento de inspiración para la escritura
de alguno de sus poemas; por ejemplo, “Quisiera estar solo en el Sur” (Un río,
un amor) fue interpretado, erróneamente, por Fernando Villalón como una evocación nostálgica de su tierra andaluza. El escritor aclara, en carta a Higinio Capote, que el origen de ese texto se encuentra en el título de un fox-trot y que, por lo tanto, no se refiere al sur de Andalucía, sino al de Estados Unidos (Cernuda, 2003: 119 y 127). En Historial de un libro (1958) vuelve a reiterar su explicación:
Dado mi gusto por los aires de jazz, recorría catálogos de discos y, a veces, un título me sugería posibilidades poéticas, como este de I want to be alone in the South, del cual salió el poemita segundo de la colección susodicha [se refiere a Un río, un amor], y que algunos, erróneamente, interpretaron como expresión nostálgica de Andalucía (Cernuda, 1994: 635).

En la obra de Vicente Aleixandre, quien al parecer se aficionó al jazz a través
de Cernuda, las referencias a esta música son también puntuales; el jazz que
Aleixandre conoció era un música para bailar y, como tal, su presencia en su obra poética quizá deba interpretarse en el conjunto de los diferentes bailes que en ella aparecen: el carácter trágico del baile jondo se opone al sabor popular de la verbena y la modernidad del jazz o del fox (Recalde Castells, 2009: 196). En “Superficie del cansancio” (Pasión de la tierra) hay una petición por parte del yo poético de una pieza jazzística: “El aire está poblado de cintas que se enredan cada vez más a cada ondeamiento de tus manos en desmayo. A ver, ¿no hay por ahí un jazz?” (2001: 197). Duque Amusco, uno de los principales intérpretes de la obra de Aleixandre, considera que la complejidad de la prosa de Pasión de la tierra “armoniza su negro horror al vacío […] con las variaciones y repentizaciones propias del swing o del jazz-band” y que su fluido ritmo es deudor de la improvisación jazzística.

También señala que Espadas como labios se tituló inicialmente Cantando en las Carolinas, un nombre inspirado en el título de ciertas piezas de fox y de swing (Cernuda, 2001: 1516 y 1518).

En la poesía de Pedro Salinas se encuentra una mención a la música de jazz
en un conocido poema dedicado a la ciudad de Nueva York: “Nocturno de los avisos” (Todo más claro y otros poemas, 1949); a pesar de su fecha tardía en relación con el resto de poemas aquí tratados, lo incluimos por considerar que la presencia del jazz está ligada también a la urbe cosmopolita, si bien su visión de la misma es bastante descreída. Se trata de un texto de carácter discursivo en el que el autor realiza una crítica de la ciudad moderna y, más en concreto, de la publicidad que ilumina sus noches, contraponiendo las falsas ilusiones de aquella a la luz suprema de una trascendencia que se identifica con lo astral y lo divino.

El mundo deshumano y mercantilizado se representa por los anuncios luminosos que invitan al consumo de tabaco (Lucky Strike), whisky (White Horse), refrescos (Coca-Cola) o de espectáculos musicales de bailarinas y coristas que, a ritmo de jazz, pretenderán transmitir a su público gozo y alegría, aun a sabiendas de la falsedad de su propuesta. El jazz forma parte de una mitología urbana, que Salinas contrapone a la mitología clásica (Arcadia, Pegaso y Afrodita) y a la verdadera luz que proporcionan las estrellas y constelaciones como “publicidad de Dios” y “anunciadoras de supremas tiendas” (Salinas, 2000: 783). De esta manera, para Salinas el jazz se convierte en una representación más de un mundo deshumanizado, que él intuye tras el espejismo de la sociedad americana de consumo18.
18. En el poema “Font-Romeu, noche de baile” (Fábula y signo, 1931) hay también una referencia al foxtrot.

Entre los poetas relacionados con la Generación del 27 destaca, para el tema
aquí tratado, la figura de Concha Méndez y sobre todo sus primeras obras,
Inquietudes (1926), Surtidor (1928) y Canciones de mar y tierra (1930), en las
que la autora muestra su interés por el ámbito urbano y la modernidad, con poemas dedicados a los deportes, al cine, a los automóviles y a los aviones, a los rascacielos y escaparates, y a la música de jazz. Estos libros se convierten en un ejemplo de un vanguardismo cercano a los presupuestos ultraístas, si bien, como contrapunto, no faltan en los mismos algunos elementos del neopopularismo.

Por otra parte, la presencia de la música y de su terminología particular
(sinfonía, acordes, melodía, balada, canción, violines…) es constante en estos
primeros libros en los que la búsqueda de la sonoridad y del ritmo parece un
objetivo claro de la autora. En este contexto general de manifestación del espacio urbano y de la música deben situarse los poemas con una presencia del jazz, como el titulado precisamente “Jazz-band”; la visión que transmite de esta música es similar a la de la vanguardia antes descrita: es una música urbana, ligada a los rascacielos, que se percibe como un “ritmo cortado”, con “acordes delirantes” y que se relaciona con lo exótico. En “Cinelandesco” (Surtidor) el jazz aparece nuevamente en relación directa con el cine, los anuncios luminosos y el deporte, es decir, ligado al nuevo paisaje urbano, mientras que en “Día de agosto” y “Dancing” (Canciones de mar y tierra) se incide en el aspecto rítmico del jazz y del foxtrot19.
19. En un poema de Ernestina de Champourcín, titulado “Atardecer”, publicado en La Gaceta
Literaria en 1927, el silencio del atardecer aparece roto por los automóviles que se dirigen al
baile del Ritz, donde les espera “un jazz que devora su propia estridencia” (Díez de Revenga,
1998: 629).

Como puede verse, la presencia del jazz en la Generación del 27 y los poetas
relacionados con ella es desigual: excepto en los casos de Guillén, que utiliza
esta música como estandarte para cuestionar la modernidad y las vanguardias,
y de Moreno Villa, que identifica el jazz con la vida americana y lo convierte en un eje de la traslación literaria de su desengaño sentimental, la aparición de
este género musical es muy puntual y más palpable en aquellos textos con ecos de los movimientos de vanguardia, que como se ha indicado mencionan el jazz ligándolo a la ciudad cosmopolita y los avances técnicos de una nueva época, de la que su literatura se reclama un testigo privilegiado.

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La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas

La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas1
Sérgio Costa, Manuela Boatcă

La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas
Estudios Sociológicos, vol. XXVIII, núm. 83, mayo-agosto, 2010, pp. 335-358 El Colegio de México, A.C. Distrito Federal, México

Giros y regiros. Sobre la utilidad de los cambios de paradigma

Tanto en su propia concepción en cuanto campo académico como en su demarcación respecto de otras ciencias sociales, la sociología está inseparablemente vinculada a su objeto de investigación: la modernidad.

Las disciplinas en las cuales el mundo occidental servía tanto de sujeto parlante como de objeto de estudio fueron resultado de la división intelectual del trabajo que surgió en la Europa occidental hacia fines del siglo xix. A cada una de las supuestamente autónomas esferas de actividad humana consideradas características del mundo moderno -el mercado, el Estado y la sociedad (civil)—-se le asignó un campo académico, lo que arrojó la creación de las ciencias económicas, la ciencia política y la sociología (véase Wallerstein, 1999: 2).

En cambio, la antropología y los estudios orientales eran las que tenían la
consigna de explicar por qué el resto básicamente, la periferia no europea
no era o no podía ser moderno.

Esta distribución geopolítica de las tareas académicas en función de su
pertinencia para la modernidad occidental ha sido válida durante toda la existencia institucional de la sociología. Este acuerdo (ahora tácito) de la división académica del trabajo sigue allanando el camino para la investigación actual.

Mientras la antropología comenzó su existencia institucional ocupándose del mundo no europeo como ejemplo de lo “premoderno” y en consecuencia incorporó tanto las relaciones coloniales como los desarrollos poscoloniales relativamente pronto a su campo de investigación,2 una sociología de espectro global que vaya más allá del marco analítico de los Estados-nación modernos del mundo occidental(izado), todavía se ve en la necesidad de legitimarse.

1 Este artículo representa una versión corregida y ampliada de un texto publicado originalmente en alemán (Boatcă y Costa, 2010). Agradecemos a los dictaminadores anónimos de Estudios Sociológicos sus importantes sugerencias y comentarios críticos, los cuales han sido incorporados, en la medida de lo posible, a la presente versión.

Dado que los países colonizados o totalitarios no se hallan en la vía
hacia la modernidad, durante mucho tiempo se les negó la condición de objetos válidos para el análisis sociológico; a su vez, tras conquistar su independencia, se les permitió convertirse en receptores de teorías sociales europeas y norteamericanas, pero no en lugares productores de tales teorías.

Por ello, la globalización de la sociología en cuanto disciplina se considera a menudo como (o se le reduce a) la implementación exitosa del modelo occidental en contextos nacionales receptores:
Levantando el vuelo desde sus bastiones en Alemania, Francia y Estados Unidos, la sociología clásica se diseminó por todo el mundo, en todos los lugares en que cobró prominencia la idea de sociedad como la creación de un estado-nación.

(…) Al mismo tiempo, porque se halla atada al estado-nación y a la existencia
de una sociedad civil que tiene autonomía dentro del marco del estado-nación, la sociología estuvo ausente en los países colonizados así como en aquellos donde los líderes tradicionales seguían en el poder. (Touraine, 2007: 185 y s.)

Pese a los distintos énfasis en las diferentes culturas nacionales de la academia
y pese a sucesivos cambios epistemológicos y metodológicos de paradigma, como el giro cultural o el espacial, poco ha cambiado en términos
de este estrechamiento analítico (auto-impuesto) de la mirada sociológica.

Con estos antecedentes, hablar de una sociología poscolonial parece más bien una especie de contradicción en los términos.

Defender un giro poscolonial como una tendencia más sería, en nuestra
opinión, igualmente equivocado. Más que un cambio de paradigma, nos
interesa rastrear los orígenes del giro colonial que precedió a la institucionalización de la sociología y que hasta ahora ha impedido la emergencia de una sociología global de los contextos coloniales, neocoloniales y poscoloniales.

Por medio de ejemplos tomados de cada uno de los tres niveles de análisis
sociológico —el macro-, el meso- y el micro-estructural—, en lo que sigue nos proponemos señalar las correcciones necesarias que una sociología sensible a la poscolonialidad puede realizar en los diagnósticos de la teoría social actual.

2 No quiere decir esto que la antropología haya abordado aceptable o críticamente las relaciones coloniales de poder siempre, sino que el tratamiento (por más defectuoso) de los contextos coloniales fue parte íntegra de su auto-definición como disciplina académica lo cual no es el caso de la sociología. Acerca de la complicidad de la antropología con las políticas colonialistas y el arraigo de la perspectiva antropológica en las prácticas coloniales, véanse Asad (1973) y Fabian (1983).

Esto implica de entrada la tesis de que la sociología poscolonial en sí
misma no representa una aproximación que internamente se contradiga, sino
que se trata de una aproximación que se ha retrasado demasiado y necesita
una sistematización programática. Antes de atender el segundo aspecto, es necesario realizar una elucidación terminológica.

Por una parte, ¿qué es lo que hace que las teorías poscoloniales sean particularmente apropiadas para nutrir el conocimiento sociológico? Por otra, ¿qué es lo que hace útil al poscolonialismo en cuanto perspectiva explícitamente sociológica?

¿Por qué sociología poscolonial?

El giro posmoderno así como el posestructural colocaron la contingencia del conocimiento cultural e histórico, la construcción discursiva y el fin de las metanarrativas sociales y modernas, en el centro del escenario de los debates de las ciencias sociales ya desde los años setenta y principios de los ochenta.

Las teorías poscoloniales, cuya crítica de la afirmación de la modernidad
europea de su universalidad en parte son elaboraciones a partir de dichos debates, y cuya auto-denominación necesariamente proviene de los “pos-”
anteriores, estuvieron desde el principio bajo la sospecha de vender el mismo producto con una etiqueta un poco distinta. La tensión entre la necesidad de la etiqueta “poscolonial”, por una parte, y su ambigüedad política por la otra, consecuentemente se convirtió en materia de prolongados debates entre los propios representantes del poscolonialismo (véase Shohat, 1992; Dirlik, 1994; Hall, 2002).

Al contrario del supuesto de que sólo explica la ubicación temporal de las sociedades dentro de la historia colonial, el término “poscolonial” también se refiere a la reconfiguración de las relaciones económicas, sociales y políticas que el colonialismo ha detonado en las antiguas colonias y metrópolis, así como a la tensión entre el poder y la producción del conocimiento en el contexto de relaciones imperiales (Gutiérrez-Rodríguez, 1999; Coronil, 2004; Costa, 2005).

De esta manera, queda claro que el poscolonialismo en cuanto concepto
y perspectiva, a pesar de importantes diferencias internas, subraya el contexto histórico del poder (colonial) considerablemente más que el posestructuralismo y el posmodernismo y de esta postura deriva un programa político que difiere por mucho de los del posmodernismo y el posestructuralismo.

Mientras que, para el posmodernismo, el fin de las metanarrativas de la modernidad occidental logrado mediante la desconstrucción dio como resultado una yuxtaposición de esferas autónomas (Lyotard, 1986), para el poscolonialismo, el revelar la conexión entre las relaciones globales de poder establecidas en el contexto de la expansión colonial europea y las relaciones inequitativas históricas y actuales en los niveles local, nacional e internacional se logrará mediante la descolonización.

La demarcación con respecto a las estrategias posmodernas se vuelve así un paso explícito desde la formulación misma de las estrategias poscoloniales más prominentes. Para Dipesh Chakrabarty (2000: 43), “el proyecto de provincializar a Europa (…) no puede ser un proyecto de relativismo cultural. No se puede originar de la postura según la cual la razón, la ciencia, los universales que contribuyen a definir a Europa como lo moderno sencillamente son algo ‘específico de la cultura’ y por tanto sólo pertenecen a las culturas europeas”.

El relativismo cultural que, dentro de la exaltación posmoderna de la diferencia sexual, cultural, racial, étnica y religiosa, equivale a una “política de la imagen”, es por ello confrontado cada vez más en el contexto de las aproximaciones poscoloniales por una “política de la acción” intercultural o una “política de la desesperación” (Klein, 2000: 124; Chakrabarty, 2000: 45), cuyo objetivo es revelar la historia imperial y colonial de represión y violencia detrás del establecimiento de la división Norte-Sur.

En consecuencia, las diferentes estrategias traen consigo claras implicaciones políticas, como se refleja en la política posmoderna del multiculturalismo, por un lado, y la promesa poscolonial de la interculturalidad, por el otro.

Mientras la promoción del multiculturalismo al nivel de la política y el discurso de Estado se apoya en el principio del reconocimiento
y la tolerancia de los Otros raciales, étnicos, religiosos o sexuales, la interculturalidad en especial cuando la definen e implementan los movimientos indígenas en América Latina involucra un cuestionamiento de la realidad sociopolítica del (neo)colonialismo que se refleja en los modelos actuales del Estado, la democracia y la nación, y una transformación de estas estructuras de manera que se garantice la plena participación de todos los grupos de población en el ejercicio del poder político (Walsh, 2002).

Pese a que con frecuencia los términos se usan como sinónimos, representan agendas políticas muy divergentes: el multiculturalismo, equivalente a la política de identidad ya mencionada de los llamados “particularismos de las minorías” que buscan la inclusión en el sistema dominante, pretende desconstruir las jerarquías culturales actuales a cambio de una yuxtaposición de los modelos culturales; en contraste, la interculturalidad se concibe como un proyecto ético, político y epistémico con el objetivo de descolonizar las formas de organización social e institucional y las estructuras de gobierno, así como las perspectivas de conocimiento que se originan en el contexto sociohistórico de la modernidad europea y que fueron impuestas como universales durante los periodos coloniales y neocoloniales.

Esto queda más claro todavía en la sustitución de la noción posmoderna
no matizada de diferencia por el concepto poscolonial de “diferencia colonial” (Chatterjee, 1993; Mignolo, 1995), que se usa tanto en los Estudios Subalternos de la India como en el pensamiento descolonial latinoamericano,3 para explicar la reorganización de los criterios de diferenciación que dio lugar a la estructura racial y étnica de las colonias europeas. Las jerarquías socioeconómicas y epistémicas de las que emergieron las diferencias subalternas en los territorios colonizados se contextualizan históricamente de esta manera, con antelación a la consideración de las posibilidades de su transformación.

¿Por qué sociología poscolonial?

Parte de la contextualización necesaria del proceso de jerarquización implica
conectar la sociología institucionalizada a su ubicación en el mundo occidental
y sus comienzos en el apogeo del imperialismo occidental (Seidman, 2004:
261; Bhambra, 2007a). Aunque el establecimiento de la sociología como una
disciplina en el Reino Unido, Alemania, Francia e Italia se desarrolló a la
par de su competencia en pos de los territorios africanos y la creación de sus
imperios coloniales en Asia y África, las categorías, conceptos básicos y los
modelos explicativos clave de la sociología sólo reflejaban los desarrollos y
las experiencias internas de la Europa occidental.

Se consideró que los momentos cúspide de la modernidad occidental, de los cuales la aproximación sociológica debía presentar una explicación, eran la Revolución francesa y la revolución industrial originada en Inglaterra, pero no la política colonial de la Europa occidental ni la acumulación de capital mediante el comercio de esclavos a través del Atlántico y la economía de explotación de los recursos naturales de ultramar.3

El abordaje descolonial, surgido en América Latina, difiere de la crítica formulada por el campo (eminentemente de lengua inglesa) de la teoría poscolonial, porque se considera que éste ha privilegiado al colonialismo británico en la India en detrimento de otras experiencias coloniales del mundo. Por ello, los estudios descoloniales se enfocan en los múltiples contextos
coloniales y poscoloniales en un afán de hacer entrar en vigor “una diversalidad epistémica de las intervenciones descoloniales en el mundo” (Grosfoguel, 2006: 142).

Mientras la distinción entre lo poscolonial y lo descolonial es importante, y las discusiones acerca de “descolonializar los estudios poscoloniales” aún están en curso, lo que consideramos de particular relevancia para la sociología es el denominador común de ambas aproximaciones, es decir, el estudio de
las relaciones coloniales de poder y sus consecuencias para la época presente.

La supresión de la dinámica colonial e imperial de la caja de herramientas
de la sociología clásica es válida para las respectivas sociologías nacionales,
sin que importe prácticamente el grado de éxito de sus Estados en cuanto
potencias coloniales (Bhambra, 2007b: 872). El panorama es ligeramente
distinto en lo que toca al periodo tras la descolonización de Asia y África en
la segunda mitad del siglo xx. A diferencia del contexto inglés, en el que la
historia del dominio colonial tiene un papel prominente, en el debate alemán,
el menos extenso pasado colonial así como los desarrollos durante el periodo
poscolonial se tratan en el mejor de los casos como cantidades insignificantes
(Castro Varela y Dhawan, 2005). Dentro de la sociología alemana, las
perspectivas poscoloniales tienen así la fama de ser productos importados de
tercer grado: el primero, por provenir de los estudios culturales o literarios;
el segundo, por provenir de la región anglófona; y el tercero, por provenir
de un contexto diferente, es decir, “genuinamente” poscolonial. En cuanto
tales, se les asigna una importancia sociológica limitada dentro de los debates
teóricos en Alemania, pero no un contenido sociológico independiente
(Gutiérrez-Rodríguez, 1999: 21).

Y aun así, las teorías poscoloniales apuntan sin vacilar al corazón de
la terminología central de la sociología. Al criticar las oposiciones binarias como las de Occidente-el resto del mundo [West-Rest], Primer-Tercer mundo o modernidad vs. tradición por considerarlas esencialistas, y en cambio al llamar la atención sobre la relacionalidad entre los conceptos involucrados, revelan que los que tienen una connotación positiva -Occidente, el Primer mundo, la modernidad—-son universales prescriptivos y ahistóricos (Trouillot,2002: 848), a los que ninguna realidad social independiente y objetiva corresponde, y que por ello guardan en su seno estrategias de exclusión.

A su vez, la contextualización histórica como un método poscolonial permite que la tradición se considere no como un hecho objetivo, como sin mucho empacho las teorías sociales modernas
lo suponen, sino como un conjunto de proyecciones desde la perspectiva
de las teorías de la modernidad hacia cualquier cosa de la cual uno se
delimita.

Al mismo tiempo, la tradición es una parte necesaria del discurso de
la modernidad, sin la cual la modernidad no puede existir o ser ubicada en un
lugar. Construye de la nada el campo en el cual la modernidad penetra y al
que trata de subyugar. Poner fin a (…) la idea de tradición sería el fin del discurso de la modernidad. (Randeria, Fuchs y Linkenbach, 2004: 18; traducción nuestra)
Macrosociología poscolonial

El debate acerca de la globalización de la sociología de los años noventa y la
discusión subsecuente sobre las modernidades múltiples puso en cuestión seriamente la fijación en el nacionalocentrismo y el occidentalocentrismo de las aproximaciones macrosociológicas convencionales. El mundo globalizado expulsó al Estado-nación en cuanto marco analítico, y de repente la modernidad occidental sólo era una de muchas modernidades —aunque conservaba (implícita o explícitamente) el prestigio de ser el punto histórico de partida, o por lo menos la referencia clave para las variantes no occidentales subsecuentes-:la india, la musulmana o la latinoamericana.

No obstante, la afirmación de la nueva macrosociología según la cual con esto alcanzaba un espectro global, dejaba sin abordar la mirada colonial inherente en las grandes teorías vigentes. El denominador común así como el meollo del asunto en disputa de las teorías de la globalización y modernidades múltiples era el tema de la convergencia de los patrones societales.

Los teóricos de la globalización consideraron que la emergencia de una sociedad civil global, de una cultura mundial y de tecnologías de la comunicación globales, era una señal de la reafirmación mundial de los modelos de desarrollo occidentales (Robinson, 2001; Giddens, 2002), y por ello daban su acuerdo en lo general a la tesis de la convergencia.

Los académicos dedicados al estudio de la modernidad múltiple, a su vez, ponían el acento en la diversidad de patrones institucionales, identidades colectivas y proyectos sociopolíticos creados por todo el mundo como resultado de la confrontación entre el programa cultural de la modernidad
occidental europea y las realidades sociales en los territorios controlados
militar y/o económicamente por las potencias europeas (Eisenstadt, 2000), y
por tanto subrayaban la divergencia.

Al mismo tiempo, ambos diagnósticos, así como las perspectivas que los sustentaban, tomaban como punto de referencia el patrón occidental de modernidad (Spohn, 2006). Como ha demostrado Raewyn Connell (2007: 60), por medio del ejemplo de conceptos centrales como “posmodernidad global” y “sociedad mundial del riesgo”, la mayor parte de teorías de la globalización no dejan ver un nuevo programa de investigación a la medida del análisis de la sociedad mundial, sino estrategias teóricas que aceptablemente podrían ser descritas como apoyándose en el
“efecto elevador” de las explicaciones macrosociológicas: tendencias que
se observaron en un principio y se conceptualizaron en el contexto de las
sociedades metropolitanas se pasan a un nivel superior y se usan para describir
procesos globales.

Esto convierte a la globalización en un proceso mediante el cual los riesgos, la acumulación de capital o la hibidrización se tornan literalmente globales ante la patente ausencia de algún centro de poder o principio de dominación reconocible (Escobar, 2007: 181 y ss.; Costa, 2006:cap. 4).

Semejante postura implícitamente transmite el deseo de muchos macrosociólogos surgido en 1989 a raíz de la deslegitimación del marxismo en cuanto alternativa política y teórica de guardar sus distancias respecto de la economía política como un abordaje científico-social, y por ende demarcarse de las teorías del imperialismo, neocolonialismo y el sistema mundial (Boatcă, 2007).

Es revelador para esta tendencia, que la perspectiva de las modernidades múltiples haya abordado el análisis de la divergencia empleando
una aproximación neoweberiana que enfatizaba la diversidad de programas
culturales asociados a la expansión de la modernidad occidental en el
continente americano, pero no las dependencias estructurales y los procesos
de jerarquización que venían aparejados a la colonización.

Al reducir la diversidad de aproximaciones a la modernidad al nivel cultural, y al atribuir un papel pionero al modelo occidental europeo en la generación de esta diversidad es decir, “al no permitir que la diferencia marcara una diferencia en las categorías originales de la modernidad” (Bhambra, 2007b: 878) los autores partidarios de la modernidad múltiple paradójicamente apuntalaron el concepto mismo que criticaban: el de la modernidad occidental autosuficiente, que defendía la teoría de la modernización. En palabras de Shmuel Eisenstadt (2000: 24): “Mientras el punto común de partida fue alguna vez el programa cultural de la modernidad según se desarrolló en Occidente, los desarrollos más recientes han presenciado una multiplicidad de formaciones culturales y sociales que rebasan por mucho los aspectos homogeneizadores de la versión original”.

Hasta la fecha, no hay una macrosociología poscolonial unificada que
haga las veces de contrapeso a las perspectivas de la globalización y de
las modernidades múltiples. No obstante, cada vez más aproximaciones
—de las cuales sólo algunas se autodenominan poscoloniales— le dan una
importancia central a la experiencia histórica del colonialismo para la explicación de procesos globales.

Por un lado, las teorías neo marxistas de la globalización han señalado las continuidades entre el imperativo liberal del desarrollo como determinante de las políticas económicas de los países que dejaron de ser colonias después de la Segunda Guerra Mundial y el postulado neoliberal de la globalización de los años noventa, haciendo énfasis en las asimetrías neocoloniales de poder que ambas cosas ayudaron a reproducir. Al identificar tanto el desarrollismo como la globalización como proyectos o estrategias
discursivas, al mismo tiempo han mostrado cómo su naturalización
(“no hay alternativa”) oscurece el papel que tiene el colonialismo en la
construcción de los modelos que había que seguir en cada caso (McMichael,
2004; Wallerstein, 2005).

Por el otro, los modelos teóricos ubicados en la intersección de la antropología, la historia y la sociología, los cuales rastrean la emergencia de “modernidades entrelazadas” e “historias conectadas” (Randeria, 1999; Subrahmanyan, 1997) hasta el vínculo constitutivo entre los patrones occidentales europeos de la modernidad y los procesos de modernización
(pos)coloniales, han atraído una atención cada vez mayor de parte de
la sociología (Costa, 2009; Bhambra, 2007a).

En ello, la tradición no se concibe como una oposición rígida a la modernidad, sino como una parte integrante de una historia colonial entrelazada, la cual dio como resultado un desequilibrio estructural entre los “centros” y las “periferias” que implicaba una distribución desigual de la definición del poder entre Occidente y el “resto” con respecto al propio grado de modernidad de uno (Therborn, 2003; Knöbl,2007).

También en este caso, no hay una modernidad universal o primigenia
que haga las veces de guía referencial para los que vienen después, sino varios
senderos que llevan a modernidades entrelazadas.

La “perspectiva descolonial” latinoamericana, a su vez, plantea la cuestión
del entrelazamiento mediante el concepto de “colonialidad” para analizar
la emergencia de la “tradición” en el contexto de la construcción de
diferencia con respecto a la presunta modernidad de las potencias coloniales
de la Europa occidental en aquellas áreas periféricas bajo dominio colonial.

Por tanto, la colonialidad se entiende como una relación de poder entre los
centros (coloniales) y las periferias (colonizadas), que se prolongó más allá
del colonialismo administrativo y político, cuya lógica sigue influyendo en lo económico, lo social, lo cultural y lo ideológico. Como tal, representa tanto el reverso (o lado oscuro) como una condición necesaria de la modernidad occidental desde el “descubrimiento” del Nuevo Mundo.

Con ayuda de oposiciones binarias como las de civilización-barbarie, racional-irracional, desarrollado-subdesarrollado o moderno-tradicional, la identidad moderna podría quedar, por un lado, encasillada y demarcada fuera de la alteridad colonial y, por el otro, la intervención política, la explotación económica y el paternalismo epistemológico hacia las colonias quedarían legitimados como un medio para llevar los bienes de la modernidad a la periferia (Quijano, 2000; Dussel, 2002; Grosfoguel, 2002).

El imaginario social del mundo moderno se configuró, por ende, alrededor de un sistema de clasificación global que elevó la civilización europea occidental a la condición de patrón universal mediante el cual las asimetrías de poder económico y político entre centros y periferias se reflejaban en lo cultural y lo epistemológico (Mignolo, 2000: 13).

La retórica occidentalista correspondiente pasó por varias fases en las cuales
la construcción de la diferencia colonial con respecto al ser europeo occidental
se organizó alternativamente alrededor de los conceptos de raza, etnicidad, o ambos. A su vez, la jerarquización procedió siguiendo una dimensión espacial (los cristianos del norte vs. los salvajes del sur), una temporal (los civilizados del centro vs. los primitivos de la periferia), o una mezcla de ambas (desarrollados vs. subdesarrollados), consideradas en función de la cosmovisión europea dominante de la época que se trate (Mignolo, 2000; Boatcă, 2009).

La colonialidad de la heterogénea estructura de poder resultante
-es decir, no sólo de una naturaleza económica, sino política, cultural
y epistemológica- se revela por el duradero carácter de las dimensiones de
desigualdad global en cuanto a los orígenes coloniales: (…) si se observan las líneas principales de la explotación y dominación social a escala global, las líneas matrices del poder mundial actual, su distribución de recursos y de trabajo entre la población del mundo, es imposible no ver que la vasta mayoría de los explotados, de los dominados, de los discriminados, son exactamente los miembros de las “razas”, de las “etnias”, o las “naciones” en que
fueron categorizadas las poblaciones colonizadas, en el proceso de formación de ese poder mundial, desde la conquista de América en adelante. (Quijano,1992: 12)

Mientras el modelo de la “posmodernidad global” sigue atrapado en el
eurocentrismo insistiendo en que siquiera se reconozcan estas diferencias,
al mismo tiempo que mantiene a la globalización como su objetivo universal, el proyecto de la “transmodernidad” (Dussel, 2002) asume la universalidad potencial de todos los elementos culturales que representan la “exterioridad excluida” de la modernidad occidental, la cual ahora puede ser transformada desde esta misma exterioridad.

De manera muy similar a la del abordaje de los Estudios Subalternos de la India (Chakrabarty, 2000), la crítica de la modernidad llevada a cabo desde la posición subalterna de la colonialidad desvela la historia universal de Occidente como una historia local con un carácter particular. Sus proyectos globales -ya sean la civilización, el desarrollo o la globalización— aparecen desde este punto de vista como generalizaciones de la experiencia histórica local de la Europa occidental, cuyo objetivo es apuntalar su propia reafirmación del poder, y poner al descubierto las continuidades (pos)coloniales en la jerarquización de la diferencia, más que exaltar tales diferencias por sí mismas.

Palabras como “transmoderno” y “colonialidad” son, por ende, no únicamente categorías putativas, que podrían —o deberían— intercambiarse por “tradición”, sino que implican la posibilidad de reconceptualizar la modernidad desde una perspectiva histórica mediante el desvelamiento de su equivalente colonial.

De esta manera, nos permiten abordar las interdependencias mutuas entre
desarrollo y subdesarrollo, inclusión y exclusión, en lugar de ubicarlas en
contextos convergentes o divergentes de la modernidad, por un lado, y la tradición, por el otro.

Nivel mesoanalítico: la sociología política de las relaciones de poder

Análisis recientes dedicados a la investigación de las disputas y asimetrías
del poder en varios contextos nos permiten identificar un conjunto común de
críticas que forma el núcleo de lo que llamamos la sociología política poscolonial.

A diferencia de la sociología política convencional, en este caso, las fronteras nacionales no delinean la unidad analítica central, como tampoco las instituciones políticas nacionales constituyen el foco preferente de
investigación. En cambio, el acento se pone en las relaciones de poder, las
cuales involucran a actores de distintas naturalezas (Estados, organizaciones
multilaterales, movimientos sociales) a diferentes niveles (local, regional,
nacional, global).

El interés en las disputas por el poder también condiciona el aparato conceptual puesto en marcha para estos estudios, en la medida en que las categorías que no resaltan las relaciones asimétricas entre regiones del mundo y grupos sociales se evitan o son tratadas críticamente. Los primeros esfuerzos
de crítica en este campo tienen en la mira de sus ataques a la idea evolucionista de desarrollo sacada de la teoría de la modernización, según la cual la modernización implica la simple transferencia de estilos de vida y de estructuras sociales europeas al resto del mundo.

Así, varias obras de este campo de los estudios poscoloniales muestran que el desarrollo no representa un mero proceso de irradiación de formas modernas desde Europa, sino una transformación interdependiente que simultáneamente produce prosperidad en las naciones más ricas y desventajas en las más pobres (Pieterse y Parekh, 1995; Dussel, 2000; Escobar, 2004; para una visión de conjunto véase Manzo, 1999).

En términos generales, se puede argumentar que el esfuerzo crítico emprendido por la sociología política poscolonial se está desarrollando en dos
claras direcciones. La primera línea de investigación incluye estudios acerca de las relaciones políticas entre las distintas regiones del mundo y se puede interpretar como una reacción en contra de las aproximaciones que, tras la caída del socialismo real, describen el nuevo orden internacional como un espacio que ya no está dominado por las disputas y los conflictos, sino por
relaciones horizontales y la búsqueda de la realización de intereses supuestamente universales (paz mundial, derechos humanos, desarrollo sustentable, etc.).

Conceptos derivados de este contexto, así como, en particular, obras
basadas en la idea de gobernanza [governance],4 son el blanco de agudas
críticas por parte de los estudios poscoloniales (Ziai, 2006; Randeria, 2003;
Eckert y Randeria, 2006). Según estas críticas, el énfasis puesto en el concepto
de gobernanza presenta la ilusión de una arena ecuménica internacional sin
conflictos en cuyo ámbito aquellos objetivos comunes a toda la humanidad
siempre prevalecen. Un análisis de las nuevas configuraciones de la política
global sensible a las relaciones de poder debería arrojar precisamente un resultado contrario, es decir, arrojar luz sobre cómo las asimetrías se reproducen y cómo las nuevas desigualdades se producen en el ámbito internacional:

En la nueva arquitectura de la gobernanza mundial, el poder aparece con una forma difusa y fugaz, y la magnitud de la soberanía, en cada caso, aparece estrictamente relacionada con los bandos políticos, los territorios y grupos de población específicos. (…) Es necesario basar el estudio de la globalización en etnografías distintivas y estudios de caso históricos que vinculen los niveles micro y macro. Esto permite el trabajo con las especificidades presentes en las varias formas de transnacionalización en las distintas regiones y diferentes “épocas”. (Eckert y Randeria, 2006: 16 y s.)

La concretización del programa de investigación poscolonial en términos de la perspectiva que acabamos de describir ya está en marcha, por lo menos en parte. Un ejemplo es la cuidadosa desconstrucción del papel del concepto
de soberanía dentro de la historia del derecho internacional desarrollada
por B. S. Chimni (2004) o el tratamiento crítico dado por A. Anghie (2004) a
las nuevas herramientas del derecho administrativo internacional. Asimismo,
Aiwa Ong (1999) muestra desde una perspectiva etnográfica cómo la ciudadanía es moldeada en el contexto de prácticas culturales y relaciones de poder asimétricas, más allá de pretensiones legalistas.

Estos trabajos representan esfuerzos ejemplares de cómo cuestionar el universalismo profesado en los discursos del derecho. Indican que las instituciones del derecho internacional también tienen un papel en la perpetuación de las formas coloniales de dominación y de los privilegios legales y reales que los sectores más ricos disfrutan en muchos lugares del mundo.

4 Estas contribuciones tratan de ampliar el concepto convencional de conducción política empleado en ciencias políticas, incluyendo, además de los Estados-nación y las organizaciones internacionales e intergubernamentales, actores no estatales así como estructuras de toma de decisiones a distintos niveles (una aproximación multinivel) como parte de un proceso complejo de gobernación que supere las fronteras nacionales. Tras su introducción en 1995 mediante la “Comisión de Gobernanza Global” [Comission on Global Governance], el concepto de gobernanza adquirió una prominencia cada vez mayor tanto en las discusiones académicas como en la práctica política a raíz de su adopción por parte de organizaciones que iban del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (pnud) a la Comisión Europea (véase entre otros a Brand et al., 2000).

La segunda línea de desarrollo de la sociología política poscolonial se
relaciona con los estudios acerca del proceso de democratización que tiene
lugar en América Latina, África, Asia y en Europa austral y oriental desde los años setenta.

El paradigma de la transición -dominante desde los años ochenta
(O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1986)-, aplica los fundamentos de la
teoría de la modernización a la política, con lo que transforma la investigación acerca de la democratización en un campo implícitamente comparativo, dentro del cual los modelos de transformación observados en las “hiper-reales” (Chakrabarty, 2000) democracias consolidadas de Europa occidental se tratan como el único modelo válido de democracia. Los actores y estructuras encontrados en “otras” sociedades son interpretados [are signified] como déficits u obstáculos en la democratización.

Con el desarrollo de la democracia en las sociedades “no occidentales”,
no obstante, quedó claro que las premisas teóricas y los métodos de análisis de
la investigación de la transición no eran apropiados ni para identificar las dificultadas que surgían, ni para siquiera enmarcar adecuadamente los desarrollos positivos. Las sociedades civiles y las esferas públicas locales han
mostrado dinámicas diferentes a la que suponía la investigación acerca de la
transición. Así, actores y estructuras como los movimientos étnicos o las asociaciones de barrio, la cuales, según los conceptos de política empleados en la investigación de la transición, no son los vehículos primarios de valores democráticos, ejecutan un papel fundamental en el fomento de la democracia en esas sociedades (Costa y Avritzer, 2009). Al mismo tiempo, las estructuras legales y de toma de decisiones erigidas según los moldes de instituciones similares en América del Norte o Europa no cumplen las funciones esperadas: los nuevos parlamentos resultan ser crónicamente vulnerables a la corrupción y el abismo entre el derecho formal y la realidad social parece ser un problema
intratable (Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 1999).

No obstante, la investigación acerca de la transición sigue buscando una solución para sus propias insuficiencias analíticoteóricas en cuanto a la implícita comparación con las democracias “maduras” de Occidente, mientras que a las nuevas democracias las tilda de “defectuosas”, gobernadas por “estados fallidos” y caracterizadas por una “ciudadanía de baja intensidad” (O’Donnell, 2007).

Varias contribuciones en el campo de las investigaciones poscoloniales
en diferentes continentes han dado forma a una sociología de la democratización que en parte complementa el paradigma de la transición y en parte lo corrige (Costa, 2006; Macamo, 2006; Randeria, 2007; Walsh, 2005). Según estas contribuciones, las estructuras locales que se encuentran en las diferentes regiones ya no son presentadas como una copia tardía de las estructuras correspondientes que se observan en Europa occidental y en América del Norte, sino que se interpretan considerando el contexto socio-histórico que les dio sentido.5

Al mismo tiempo, la investigación poscolonial intenta superar el
endogenismo de la investigación acerca de la transición, investigando las
transformaciones locales en el contexto de las interrelaciones con las intervenciones de los organismos multilaterales (Macamo, 2006; Walsh, 2005), de los conflictos transicionales en relación con el uso de los recursos naturales locales (Escobar, 2004; Randeria, 2003) y de las conexiones establecidas por los actores democráticos regionales en el plano global (Costa, 2006; Randeria, 2005).

En suma, la investigación poscolonial en el campo de la sociología política
suministra impulsos cruciales para la reflexión crítica acerca de las constelaciones de poder que se forman en los ámbitos locales y nacionales y cómo se articulan globalmente. Mientras la sociología política clásica pierde terreno paulatinamente por limitarse a las fronteras nacionales y por su concentración exclusiva en la política en su forma institucionalizada, la investigación poscolonial proporciona nuevas razones y motivos para el interés de la sociología en la política. Además, al llevar la cuestión del poder una vez más al centro del interés de la investigación, la sociología política poscolonial también llena los huecos cognitivos dejados por la ciencia política en su proceso reciente de especialización y orientación cada vez mayor hacia la resolución de problemas prácticos.

En pro de una microsociología de las relaciones culturales

Por lo menos desde la segunda mitad del siglo xx, el concepto constructivista de cultura se ha vuelto el único concepto de cultura aceptado como válido por la sociología contemporánea (véase una explicación detallada en Costa, 2009). Otros intentos primordialistas anteriores de definir la cultura con base en lazos metafísicos o supuestamente naturales (raza, influencia del clima, predestinación) han perdido legitimidad por ello. Aunque semejantes definiciones todavía pueden ser investigadas en cuanto autorrepresentación de ciertos actores, ya no cuentan como explicaciones sociológicas.5

El convincente estudio de Randeria (2005) acerca de la contribución política de las castas en cuanto actores de la sociedad civil de la India constituye un buen ejemplo de cómo investigar el desarrollo local sobre la base de su propia semántica social.

De acuerdo con el concepto constructivista de cultura hegemónico en la
sociología, el carácter de las culturas de ser algo construido se puede observar tanto en la constitución de las identidades individuales así como en la diferenciación de las unidades culturales colectivas.

Mientras que, según esta lectura, la identidad cultural individual es un proceso intersubjetivo mediante el cual las disposiciones societales se interiorizan y procesan en la forma de una identidad individual estable (por ej., Mead, 19691934: 86 y ss.), la constitución de unidades amplias, como las etnicidades, naciones y minorías culturales, implica un desarrollo histórico de largo plazo, caracterizado por la consolidación de una infraestructura comunicativa especializada en el procesamiento y transmisión de experiencias comunes.

Es en el ámbito de estos procesos de transmisión simbólica que se forman tanto los grupos culturales a los que se les atribuye una existencia (sociológica) concreta los británicos, los europeos, los musulmanes como las diferentes unidades culturales (cultura británica, cultura alemana, etcétera).

La cultura, en esta concepción, queda definida ejemplarmente por Habermas
(2006: 305) como un conjunto de condiciones de posibilidad para actividades que resuelven problemas.

Dota a los sujetos que en ella crecen no sólo con elementales capacidades
lingüísticas, de acción y cognoscitivas, sino también con imágenes del
mundo gramaticalmente preestructuradas y con saberes semánticamente acumulados.

Para los estudios poscoloniales, así como para distintas corrientes en el
campo de los estudios culturales críticos, esta manera de definir la cultura
en cuanto a que involucra unidades demarcadas y separadas en el ámbito en
cual se producen y reproducen los elementos comunes, tiene insuficiencias
teóricas, empíricas y metodológicas. Según la crítica poscolonial, el concepto
sociológico de cultura supone construcciones homogeneizadoras de la
identidad, casi siempre definidas mediante un vínculo a un territorio y asociadas a lugar de origen o de residencia, ambientes culturales y sociales, etc.

Este concepto de cultura no toma en cuenta la separación entre lo social y el
territorio y es ciego ante la cada vez mayor desterritorialización de los procesos de circulación cultural en el mundo contemporáneo (Hall, 2000: 99;1994: 44).

Desde un punto de vista teórico, los estudios poscoloniales le reprochan
al concepto sociológico dominante de cultura el no ser apto para detectar las
relaciones de poder inscritas en los contactos culturales. Es decir, en la medida en que la sociología emplea las unidades culturales definidas por los propios actores sociales como categorías descriptivas y políticamente neutras, la disciplina es insensible al hecho de que las adscripciones culturales presuponen la existencia de relaciones de poder asimétricas y al mismo tiempo contribuyen a su reproducción.

Las investigaciones de Pieterse sobre las tensiones entre las identidades
nacionales y la formación de etnicidad ilustran esto:
Entender cómo se construye la diferencia cultural es entender la formación y políticas de la identidad nacional (…). La identidad nacional es un proceso histórico; la etnicidad, las políticas de identidad y el multiculturalismo son fases de este proceso continuo. Desde un punto de vista histórico, la formación de la nación es una forma dominante de etnicidad. En pocas palabras, la nacionalidad es etnicidad dominante y las minorías o grupos étnicos representan la etnicidad subalterna. (Pieterse, 2007: 17; cursivas del original)

Desde un punto de vista metodológico, la manera en que la sociología
trata a la cultura o a las culturas es igualmente problemática para los estudios
poscoloniales, dado que las autorrepresentaciones de los actores sociales no
se desconstruyen críticamente sino que se aceptan como pruebas de la existencia de las identidades culturales. El concepto sociológico establecido de
cultura no toma en cuenta que incluso la referencia a una tradición original y
auténtica es parte de la presentación [performance] -entendida en el sentido
lingüístico de acción y en el sentido de escenificación- de la diferencia y
sólo puede entenderse con base en un análisis del contexto social-discursivo
en el que está inserta:
Los términos de la relación cultural, ya sea antagónica o de afiliación, se producen performativamente. La representación de la diferencia no se debe leer precipitadamente como el reflejo de rasgos étnicos o culturales dados con antelación que han sido fijados en las tablas de la ley de la tradición. (Bhabha, 1994: 2)

Mediante su crítica del concepto sociológico de cultura y de las aproximaciones precedentes de la sociología de la cultura, los estudios poscoloniales ofrecen a la investigación sociológica un conjunto de categorías y procedimientos metodológicos que pueden entenderse como piezas de una
innovadora microsociología de las negociaciones de las diferencias culturales.
Particularmente relevante aquí son las contribuciones en el ámbito de los
estudios culturales británicos, impulsados por Stuart Hall y Paul Gilroy.
Mientras Hall (1994) básicamente se concentra en las tensiones internas
de los movimientos antirracistas del Reino Unido, Gilroy (1995; 2000) introduce una dimensión comparativa, al buscar interacciones políticas y culturales dentro del espacio imaginado del “Black Atlantic” [Atlántico negro].6

El punto de partida de ambos autores es la idea de diferencia que toman del
posestructuralismo, más precisamente, el concepto de différance de Derrida. Emplean la noción de différance para desconstruir los discursos antinómicos que se oponen al “yo” y el “otro”, el “nosotros” y el “ellos” (Hall, 1994: 137 y ss.). En este contexto, la construcción de las identidades culturales se entiende como un proceso político dinámico en el que la identidad, o, como prefiere Hall, la identificación, no se expresa al interior de un sistema cerrado de signos culturales. Al contrario: la identificación, para Hall, se construye en el ámbito mismo de la política y sigue las posibilidades de reconocimiento que ofrece el contexto social.7

Esto no quiere decir que la evocación de unidades culturales como “los
ingleses” o “los estadounidenses” sea irrelevante para las construcciones culturales observadas. No obstante, estas identidades culturales no funcionan como un programa de computadora que define modelos de comportamiento a
priori; ante todo son interpelaciones discursivas ante las cuales los que están
involucrados en una interacción social están obligados a posicionarse. La identificación se constituye dinámica e interactivamente en un ámbito de negociaciones que involucran afiliaciones, discriminaciones así como intereses privados.

Conclusiones: hacia una sociología poscolonial

El que intentemos delinear un programa para una sociología poscolonial
es en sí mismo indicio de nuestra posición epistemológica. A diferencia de
McLennan (2003), por ejemplo, no entendemos el análisis poscolonial como
algo que implica la desaparición de la sociología como disciplina. Más bien,
en la aproximación entre la sociología y los estudios poscoloniales, vemos una oportunidad de completar y expandir la sociología precisamente en aquellos
puntos de inflexión donde parece llegar a sus límites epistemológicos.

6 En la variación resaltada por Gilroy, el concepto de Black Atlantic presenta una definición doble. Empíricamente, el Black Atlantic tiene que ver con el proceso de difusión y reconstrucción de una “cultura negra” [black culture] que va aparejado a las rutas de la diáspora africana. Políticamente, Black Atlantic se refiere a una dimensión basada en la modernidad, al punto de iluminar el nexo entre la esclavitud y la modernidad y, además, muestra a las instituciones políticas como espacios particularmente aptos para la reproducción de las visiones e intereses del hombre blanco (Gilroy, 1993).
7 El concepto clave empleado por Hall para describir la posición del sujeto en el ámbito de una formación discursiva determinada es el de “articulación”, entendido de una manera doble, es decir, tanto la idea de expresión y expresarse, como el vínculo entre dos elementos que tienen la posibilidad de juntarse. El principio de articulación contingente puede, según Hall, observarse tanto en la formación del sujeto individual como en la producción de sujetos colectivos (Hall, 1996).

Cuando hablamos de complementariedad en este contexto, queremos decir que tanto el aparato conceptual como los métodos de los estudios poscoloniales son compatibles con una aproximación sociológica. Sobre todo, encontramos que los intereses epistemológicos de la sociología, por un lado, y de los estudios poscoloniales, por el otro, se traslapan en un aspecto decisivo: en que afirman poder situar las relaciones sociales y las estructuras societales dentro de matrices analíticas complejas.

Los defectos que la crítica poscolonial ve en la sociología no son deficiencias
irreparables e inevitables de una disciplina académica, sino más bien
consecuencias de un proceso particular de institucionalización. Como mostramos en lo que precede, tanto el enfoque de la sociología en el Estado-nación y su “mirada colonial” sobre las sociedades no occidentales se derivan
de esta historia institucional. Al mismo tiempo, la reflexividad, la apertura,
la auto-crítica y la capacidad de hacer cambios de perspectiva también son
parte de la manera como se entiende la sociología a sí misma, son elementos
constitutivos de su raison d’être. Reconocer la necesidad de reaccionar ante
el estrechamiento de su propia perspectiva crítica debería, por lo tanto, ser
parte de la dinámica de la sociología. Es precisamente aquí donde encajan
los estudios poscoloniales en este campo.

En el nivel macrosociológico, los resultados de los análisis poscoloniales
desembocan en una superación de la historia convencional de evolución lineal
de las sociedades modernas, sin caer en el particularismo de modernidades
infinitamente multiplicadas. Para ello, el concepto poscolonial de modernidad entrelazada así como el concepto de historias compartidas y conectadas apuntan hacia las interdependencias, pero también hacia las rupturas y asimetrías, en la constitución del mundo moderno y (pos)colonial.

En el nivel mesoanalítico, los estudios poscoloniales arrojan luz sobre
las interpenetraciones entre actores y las estructuras de poder históricamente
construidas atadas a los contextos de acción en diferentes niveles (local, regional, transnacional y transregional), con lo que contribuyen considerablemente a aumentar el potencial epistemológico. Estas posibilidades heurísticas ni son accesibles para la sociología política convencional, que se concentra en el espacio nacional y en los actores políticos establecidos, ni para el campo de las relaciones internacionales, el cual en buena medida ha desarrollado una ceguera ante las relaciones de poder.

En el nivel microsociológico, la contribución de los estudios poscoloniales
reside, sobre todo, en un concepto sociológico de cultura expandido y más
dinámico. Consecuentemente, las piezas que importan de las interacciones
sociales no son los repertorios culturales que se originan en culturas herméticamente cerradas y atadas a un determinado espacio geográfico, sino
las diferencias culturales que se articulan espontáneamente. No obstante, a
diferencia de la interpretación posmoderna del posestructuralismo, la articulación de diferencias en la lectura poscolonial no tiene nada que ver con el ejercicio de una libertad de identidad hiper liberal. Los estudios poscoloniales tratan las diferencias en el contexto de las estructuras societales, entendidas como estructuras de poder, y por ello contienen una clara intención sociológica.

En este contexto, la sociología poscolonial sería el equivalente de una
sociología del poder atenta al contexto y sensible a la historia, cuya materia de estudio no es el mundo occidental, ni una hueste de modernidades pluralizadas sin cesar a la manera posmoderna, sino la “modernidad entrelazada” (Randeria, 1999) que surgió en la intersección del poder militar, la expansión del capital y la transculturalidad; no es la civilización de la región norte del Atlántico, sino la compleja modernidad del siglo xxi, consecuencia de las interacciones del Norte con el Atlántico Negro así como con otras experiencias de diásporas y minorías de la “mayoría del mundo” (Connell, 2007).

Traducción del inglés de Germán Franco
Recibido: junio, 2009
Revisado: diciembre, 2009
Correspondencia: Lateinamerika-Institut/Freie Universität Berlin/Rüdesheimer
Str. 54-56/14197 Berlin/Alemania/correo electrónico: S. C.: sergio.
costa@fu-berlin.de/M. B.: manuelaboatca@yahoo.com

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Posmodernidad: una sociedad transparente

POSMODERNIDAD: ¿UNA SOCIEDAD TRANSPARENTE?1
Gianni Vattimo

Hoy día se habla mucho de posmodernidad; más aún, se habla tanto de ella que ha venido a ser casi obligatorio guardar una distancia frente a este concepto, considerarlo una moda pasajera, declararlo una vez más concepto «superado». Con todo, yo sostengo que el término posmoderno sigue teniendo un sentido, y que este sentido está ligado al hecho de que la
sociedad en que vivimos es una sociedad de la comunicación generalizada, la sociedad de los medios de comunicación (“mass media”).

Ante todo, hablamos de posmoderno porque consideramos que, en algún aspecto suyo esencial, la modernidad ha concluido. El sentido en que puede decirse que la modernidad ha concluido depende de lo que se entienda por modernidad. Creo que, entre las muchas definiciones, hay una en la que podemos llegar a un acuerdo: la modernidad es la época en la que el hecho de ser moderno viene a ser un valor determinante.

En italiano y en otras muchas lenguas, según creo, es todavía una ofensa llamarle a uno «reaccionario», es decir, adherido a los valores del pasado, a la tradición, a formas «superadas» de pensar. Más o menos, esta consideración «eulógica», elogiosa, del ser moderno es lo que, a mi parecer, caracteriza toda
la cultura moderna.

Esta actitud no es tan evidente desde fines del “Quattrocento” (fecha en que «oficialmente» se pone el comienzo de la edad moderna), aun cuando desde entonces, por ejemplo en la nueva manera de considerar al artista como genio creador, gana terreno un culto cada vez más intenso por lo nuevo, por lo original, que no existía en las épocas precedentes (en las que, al contrario, la imitación de los modelos era un elemento de suma importancia). Con el paso de los siglos se hará cada vez más claro que el culto por lo nuevo y por lo original en el arte se vincula a una perspectiva más general que, como sucede en la época de la Ilustración, considera la historia humana como un proceso progresivo de emancipación, como la realización cada vez más perfecta del hombre ideal.

Si la historia tiene este sentido progresivo, es evidente que tendrá más valor lo que es más «avanzado» en el camino hacia la conclusión, lo que está más cerca del final del proceso. Ahora bien, para concebir la historia como realización progresiva de la humanidad auténtica, se da una condición: que se la pueda ver como un proceso unitario. Sólo si existe la historia se puede hablar de progreso.

1 Texto perteneciente al libro En torno a la posmodernidad. G. Vattimo y otros. Barcelona: Anthropos, 2000.

Pues bien, en la hipótesis que yo propongo, la modernidad deja de existir cuando –por múltiples razones- desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria. Tal concepción de la historia, en efecto, implicaba la existencia de un centro alrededor del cual se reúnen y ordenan los acontecimientos. Nosotros concebimos la historia como ordenada en torno al año del nacimiento de Cristo, y más específicamente, como una concatenación de las vicisitudes de las naciones situadas en la zona «central», del Occidente, que representa el lugar propio de la civilización, fuera de la cual están los hombres primitivos, las naciones «en vías de desarrollo», etc.

La filosofía surgida entre los siglos XIX y XX ha criticado radicalmente la idea de historia unitaria y ha puesto de manifiesto cabalmente el carácter ideológico de estas representaciones. Así, Walter Benjamin, en un breve escrito del año 1938, sostenía que la historia concebida como un decurso unitario es una representación del pasado construida por los grupos y las clases sociales dominantes.

¿Qué es, en efecto, lo que se transmite del pasado? No todo lo que ha acontecido, sino sólo lo que parece relevante. Por ejemplo, en la escuela aprendimos muchas fechas de batallas, tratados de paz, incluso revoluciones; pero nunca nos contaron las transformaciones en el modo de alimentarse, en el modo de vivir la sensualidad o cosas por el estilo. Y así, las cosas de que habla la historia son las vicisitudes de la gente que cuenta, de los nobles, de los soberanos y de la burguesía cuando llega a ser clase poderosa; en cambio, los pobres e incluso los aspectos de la vida que se consideraban «bajos» no hacen historia…

Si se desarrollan observaciones como éstas (siguiendo un camino iniciado por Marx y por Nietzsche, antes que por Benjamin), se llega a disolver la idea de historia entendida como decurso unitario. No existe una historia única, existen imágenes del pasado propuestas desde diversos puntos de vista, y es ilusorio pensar que exista un punto de vista supremo, comprehensivo, capaz de unificar todos los demás (como sería «la historia» que engloba la historia del arte, de la literatura, de las guerras, de la sensualidad, etc.).

La crisis de la idea de la historia lleva consigo la crisis de la idea de progreso: si no hay un decurso unitario de las vicisitudes humanas, no se podrá ni siquiera sostener que avanzan hacia un fin, que realizan un plan racional de mejora, de educación, de emancipación. Por lo demás, el fin que la modernidad pensaba que dirigía el curso de los acontecimientos era también una representación proyectada desde el punto de vista de un cierto ideal del hombre.

Filósofos de la Ilustración, Hegel, Marx, positivistas, historicistas de todo tipo pensaban más o menos todos ellos del mismo modo que el sentido de la historia era la realización de la civilización, es decir, de la forma del hombre europeo moderno. Como la historia se concibe unitariamente a partir sólo de un punto de vista determinado que se pone en el centro (bien
sea la venida de Cristo o el Sacro Romano Imperio, etc.), así también el progreso se concibe sólo asumiendo como criterio un determinado ideal del hombre.

Sin embargo, habida cuenta que en la modernidad este ideal ha sido siempre el del hombre moderno europeo –como diciendo: nosotros los europeos somos la mejor forma de humanidad-, todo el decurso de la historia se ordena según se realice más o menos completamente este modelo supremo…

Teniendo todo esto en cuenta, se comprende también que la crisis actual de la concepción unitaria de la historia, la consiguiente crisis de la idea de progreso y el ocaso de la modernidad no son solamente acontecimientos determinados por transformaciones teóricas, por las críticas que el historicismo decimonónico (idealista, positivista, marxista, etc.) ha padecido en el plano de las ideas.

Ha sucedido algo mucho mayor y muy distinto: los pueblos «primitivos», los así llamados, colonizados por los europeos en nombre del buen derecho de la civilización «superior» y más desarrollada, se han rebelado y han vuelto
problemática de hecho una historia unitaria, centralizada. El ideal europeo de humanidad se ha manifestado como un ideal más entre otros muchos, no necesariamente peor, pero que no puede pretender, sin violencia, el derecho de ser la esencia verdadera del hombre, de todo hombre…

Juntamente con el final del colonialismo y del imperialismo ha habido otro gran factor decisivo para disolver la idea de historia y acabar con la modernidad: a saber, la irrupción de la sociedad de la comunicación. Llegamos así al segundo punto de esta conferencia, el que se
refiere a la «sociedad transparente».

Como se habrá observado, la expresión «sociedad transparente» aparece ya en el título con un signo de interrogación. Lo que trato de defender es lo siguiente:
a) que en el nacimiento de una sociedad posmoderna desempeñan un papel determinante los medios de comunicación;
b) que esos medios caracterizan a esta sociedad no como una sociedad más «transparente», más consciente de sí, más «ilustrada», sino como una sociedad más compleja, incluso caótica, y, por último,
c) que precisamente en este relativo «caos» residen nuestras esperanzas de emancipación.

Ante todo: la imposibilidad de concebir la historia como un decurso unitario, imposibilidad que, según la tesis aquí defendida, da lugar al ocaso de la modernidad, no surge solamente de la crisis del colonialismo y del imperialismo europeo: es también, y quizás en mayor medida, el resultado de la irrupción de los medios de comunicación social. Estos medios -prensa,
radio/televisión, en general todo aquello que en italiano se llama «telemática»- han sido la causa determinante de la disolución de los “puntos de vista centrales” (lo que un filósofo francés, Jean Francois Lyotard, llama los grandes relatos).

Este efecto de los medios de comunicación es exactamente el reverso de la imagen que se hacía de ellos todavía un filósofo como Theodor Adorno. Apoyado en su experiencia de vida en Estados Unidos durante
la segunda guerra mundial, Adorno, en obras como Dialéctica de la Ilustración, preveía que la radio (más tarde también la televisión) tendría el efecto de producir una homologación general de la sociedad, haciendo posible e incluso favoreciendo, por una especie de tendencia demoníaca interna, la formación de dictaduras y gobiernos totalitarios capaces
como el «Gran Hermano» de George Orwell en 1984 de ejercer un control exhaustivo sobre los ciudadanos por medio de una distribución de slogans publicitarios, propaganda (comercial no menos que política), concepciones estereotipadas del mundo…

Pero lo que de hecho ha acontecido, a pesar de todos los esfuerzos de los monopolios y de las grandes centrales capitalistas, ha sido más bien que radio, televisión, prensa han venido a ser elementos de una explosión y multiplicación general de Weltanschauungen, de concepciones del mundo.

En los Estados Unidos de los últimos decenios han tomado la palabra minorías de todas clases, se han presentado a la palestra de la opinión pública culturas y sub-culturas de toda índole. Se puede objetar ciertamente que a esta toma de la palabra no ha correspondido una verdadera emancipación política -el poder económico está todavía en manos del gran capital, etc. Puede ser, no quiero alargar aquí demasiado la discusión sobre esa materia. Pero el hecho es que la lógica misma del «mercado» de la información postula una ampliación continua de este mercado y exige en consecuencia que “todo”, en cierto modo, venga a ser objeto de comunicación…

Esta multiplicación vertiginosa de las comunicaciones, este número creciente de sub-culturas que toman la palabra, es el efecto más evidente de los medios de comunicación y es a su vez el hecho que, enlazado con el ocaso o, al menos, la transformación radical del imperialismo europeo, determina el paso de nuestra sociedad a la posmodernidad.

El Occidente vive una situación explosiva, una pluralización irresistible no
sólo en comparación con otros universos culturales (el “tercer mundo”, por ejemplo) sino también en su fuero interno. Tal situación hace imposible concebir el mundo de la historia según puntos de vista unitarios.

La sociedad de los medios de comunicación, precisamente por estas razones, es lo más opuesto a una sociedad más ilustrada, más “educada”; los medios de comunicación, que en teoría hacen posible una información “en tiempo real” de todo lo que acontece en el mundo, podrían parecer en realidad como una especie de realización práctica del Espíritu Absoluto de Hegel, es decir, una autoconciencia perfecta de toda la humanidad, la coincidencia entre lo que acontece, la historia, y la conciencia del hombre.

Mirándolo bien, críticos de inspiración hegeliana y marxista, como Adorno, razonan pensando cabalmente en este modelo y fundamentan su pesimismo en el hecho de que tal modelo (por culpa, en el fondo, del mercado) no se realiza como pudiera, o se realiza de un modo pervertido y caricaturesco (como en el mundo homologado, quizás incluso “feliz” a causa de la manipulación de los
deseos, y dominado por el “Gran Hermano”).

Pero la liberación de todas esas múltiples culturas y Weltanschauungen, hecha posible por los medios de comunicación, ha olvidado precisamente el ideal de una sociedad transparente: ¿qué sentido tendría la libertad de
información, aunque no fuera más que la existencia de más canales de radio y de televisión, en un mundo en que la norma fuese la reproducción exacta de la realidad, la perfecta objetividad, la identificación total del mapa con el territorio?

De hecho, intensificar las posibilidades de información acerca de la realidad en sus más variados aspectos hace siempre menos concebible la idea misma de una realidad. Si tenemos una idea de la realidad, no puede entenderse ésta como el dato objetivo que está por debajo o más allá de las imágenes
que de ella nos dan los medios de comunicación. ¿Cómo y dónde podremos alcanzar tal realidad “en sí misma”?

La realidad, para nosotros, es más bien el resultado de cruzarse y “contaminarse” las múltiples imágenes, interpretaciones, re-construcciones que distribuyen los medios de comunicación en competencia mutua y, desde luego, sin coordinación “central” alguna.

A modo de conclusión provisional, estoy tratando de proponer una tesis que puede enunciarse así: en la sociedad de los medios de comunicación, en lugar de un ideal de emancipación modelado sobre el despliegue total de la auto conciencia, sobre la conciencia perfecta de quien sabe cómo están las cosas, se abre camino un ideal de emancipación que tiene en su propia base, más bien, la oscilación, la pluralidad y, en definitiva, la erosión del
mismo “principio de realidad”.

Toda la importancia de las enseñanzas filosóficas de autores como Nietzsche o Heidegger está aquí, en el hecho de que estos autores nos ofrecen los instrumentos para comprender el sentido emancipante del final de la modernidad y de su idea de historia. Nietzsche, en efecto, ha demostrado que la imagen de una realidad ordenada racionalmente sobre la base de un principio central (tal es la imagen que la metafísica se ha hecho siempre del mundo) es sólo un mito «asegurador» propio de una humanidad todavía
primitiva y bárbara: la metafísica es todavía un modo violento de reaccionar ante una situación de peligro y de violencia; trata, en efecto, de adueñarse de la realidad con un “golpe sorpresa”, echando mano (o haciéndose la ilusión de echar mano) del principio primero del que depende todo (y asegurándose por tanto ilusoriamente el dominio de los acontecimientos…).

Heidegger, siguiendo en esta línea de Nietzsche, ha demostrado que concebir el ser como un principio fundamental y la realidad como un sistema racional de causas y efectos no es sino un modo de hacer extensivo a todo el ser el modelo de objetividad «científica», de una mentalidad que, para poder dominar y organizar rigurosamente todas las cosas, las tiene que reducir al nivel de puras apariencias mensurables, manipulables, sustituibles, reduciendo finalmente a este nivel incluso al hombre mismo, su interioridad, su historicidad…

Por consiguiente, si con la multiplicación de las imágenes del mundo perdemos el «sentido de la realidad», como se dice, no es en fin de cuentas una gran pérdida. Por una especie de perversión de la lógica interna, el mundo de los objetos mensurables y manipulables por la ciencia técnica (el mundo de lo real, según la metafísica) ha venido a ser el mundo de las mercaderías, de las imágenes, el mundo fantasmagórico de los medios de comunicación

¿Tendremos que contraponer a este mundo la nostalgia de una realidad sólida, unitaria, estable y «autorizada»? Semejante nostalgia corre el peligro de transformarse continuamente en una actitud neurótica, en el esfuerzo por reconstruir el mundo de nuestra infancia, donde la autoridad familiar era a la vez amenazante y aseguradora…

Pero, ¿en qué consiste más específicamente el posible alcance emancipador, liberador, de la pérdida del sentido de la realidad, de la verdadera y propia erosión del principio de realidad en el mundo de los medios de comunicación? Aquí, la emancipación consiste más bien en el desarraigo (dépaysement) que es también, y al mismo tiempo, liberación de las diferencias,
de los elementos locales, de lo que podríamos llamar en síntesis el dialecto.

Una vez desaparecida la idea de una racionalidad central de la historia, el mundo de la comunicación generalizada estalla como una multiplicidad de racionalidades «locales» minorías étnicas, sexuales, religiosas, culturales o estéticas (como los punk, por ejemplo), que toman la palabra y dejan de ser finalmente acallados y reprimidos por la idea de que sólo existe una forma de humanidad verdadera digna de realizarse, con menoscabo de todas las peculiaridades, de todas las individualidades limitadas, efímeras, contingentes.
Dicho sea de paso, este proceso de liberación de las diferencias no es necesariamente el abandono de toda regla, la manifestación irracional de la espontaneidad: también los dialectos tienen una gramática y una sintaxis, más aún, no descubren la propia gramática hasta que adquieren dignidad y
visibilidad. La liberación de las diversidades es un acto por el cual éstas «toman la palabra», se presentan, es decir, se «ponen en forma» de manera que pueden hacerse reconocer; algo totalmente distinto de una manifestación irracional de la espontaneidad.

El efecto emancipante de la liberación de las racionalidades locales no es, sin embargo, solamente garantizar a cada uno una posibilidad más completa de reconocimiento y de «autenticidad»; como si la emancipación consistiese en manifestar finalmente lo que cada uno es «de verdad»: negro, mujer, homosexual, protestante, etc. La causa emancipante de la liberación de las diferencias y de los «dialectos» consiste más bien en el compendioso efecto
de desarraigo que acompaña al primer efecto de identificación.

Si, en fin de cuentas, hablo mi dialecto en un mundo de dialectos, seré también consciente de que no es la única lengua, sino cabalmente un dialecto más entre otros muchos. Si profeso mi sistema de valores religiosos, estéticos, políticos, étnicos en este mundo de culturas plurales, tendré también una conciencia aguda de la historicidad, contingencia, limitación de todos estos sistemas, comenzando por el mío.

Es lo que Nietzsche, en una página de la Gaia Ciencia, llama «continuar soñando sabiendo que estoy soñando». ¿Es posible algo por el estilo? La esencia de lo que Nietzsche llamó el «superhombre», el Ubermensch, está aquí plenamente; y es el cometido que él asigna a la humanidad del futuro, precisamente en el mundo de la comunicación intensificada.

Un ejemplo de lo que significa el efecto emancipante de la «confusión» de los dialectos se puede encontrar en la descripción de la experiencia estética que da Wilhelm Dilthey. Dilthey piensa que el encuentro con la obra de arte (como, por lo demás, el mismo conocimiento de la historia) es un modo de hacer experiencia, con la imaginación, de otras formas de existencia, de otros modos de vida diversos de aquél en el que de hecho nos deslizamos en nuestra vida concreta de cada día. Cada uno de nosotros, a medida que vamos madurando, restringimos los propios horizontes de la vida, nos especializamos, nos cerramos dentro de una esfera determinada de afectos, intereses, conocimientos.
La experiencia estética nos hace vivir otros mundos posibles, mostrándonos así también la contingencia, relatividad, finitud del mundo dentro del cual estamos encerrados.

En la sociedad de la comunicación generalizada y de la pluralidad de culturas, el encuentro con otros mundos y formas de vida es quizás menos imaginario de lo que era para Dilthey: las «otras» posibilidades de existencia se llevan a efecto bajo nuestros ojos, son aquéllas que están representadas por los múltiples «dialectos», y también por los universos culturales que nos hacen accesibles la antropología y la etnología.

Vivir en este mundo múltiple significa hacer experiencia de la libertad entendida como oscilación continua entre pertenencia y desasimiento. Se trata de una libertad problemática, no sólo porque este efecto de los medios no está garantizado, es solamente una posibilidad que se ha de reconocer y cultivar (los medios pueden también ser, siempre, la voz del «Gran Hermano»; o de la banalidad estereotipada, del vacío de significado…); sino también porque nosotros mismos no sabemos todavía demasiado bien qué fisonomía tiene -nos cuesta trabajo concebir esta oscilación como libertad:
la nostalgia de los horizontes cerrados, amenazantes y, a la vez, aseguradores sigue todavía arraigada en nosotros como individuos y como sociedad.

Filósofos nihilistas como Nietzsche o Heidegger, mostrándonos que el ser no coincide necesariamente con lo que es estable, fijo, permanente, que tiene algo que ver más bien con el acontecimiento, el consenso, el diálogo, la interpretación, se esfuerzan por hacernos capaces de captar esta
experiencia de oscilación del mundo posmoderno como oportunidad de un nuevo modo de ser (quizás: por fin) humanos.