Argentina 2015: Claves de una derrota

Argentina 2015: claves de una derrota
(Por Atilio A. Boron)

El poder de la crítica y la crítica del poder

Lo que sigue es un intento de proponer algunos elementos que arrojen algo de luz sobre las causas y las consecuencias de la derrota del kirchnerismo. Ha transcurrido un mes desde ese fatídico 22 de Noviembre que sellara en las urnas el triunfo de Cambiemos. El paso del tiempo permite ver con mayor claridad algunas cosas que, en el momento, no siempre pueden ser percibidas con nitidez. Espero que estas líneas sean una contribución a un debate imprescindible e impostergable, que todavía está a la búsqueda de un espacio donde librarlo constructiva y fructíferamente.

Para ello se impone analizar lo ocurrido, yendo hasta la raíz de los problemas; llegando hasta el hueso, como dice el habla popular. No puede haber contemplaciones ni eufemismos. Pero la experiencia indica que el poder erige numerosos obstáculos a esta empresa. En el caso que nos ocupa, las críticas intentadas en relación a algunas de las políticas o decisiones tomadas por el kirchnerismo cuando era gobierno tropezaban con la réplica de los allegados a la Casa Rosada que decían que sólo servían para “confundir” o para “sembrar el desaliento y el desánimo” entre la militancia. En algunos casos, ciertos espíritus excesivamente enfervorizados descerrajaban un disparo mortal: la crítica “le hace el juego a la derecha”. Por consiguiente, aún cuando fueran expresadas con la intención de mejorar lo que debía mejorarse (y no con el propósito de debilitar a un gobierno que se lo apoyaba por algunas cosas que estaba haciendo bien) esas críticas, decíamos, estaban condenadas al ostracismo. Sólo sobrevivían en los pequeños círculos de los amigos, que compartían la preocupación de quien esto escribe, pero no pasaban de allí.

Conclusión: no llegaba a los oídos, o a los ojos, de quien debía llegar y las posibilidades de corregir un rumbo equivocado se perdían para siempre. La voz de orden era, pues, de acompañar el proceso y abstenerse de formular críticas o, en caso de hacerlo, cuidar que la misma no trascendiera más allá de un insignificante cenáculo de iniciados.

Si provocar el desánimo con la crítica era un pecado imperdonable no pareciera ser menos ahora el “hacer leña del árbol caído”, para decirlo con un aforismo de viaja data en nuestra lengua. Algunos fanáticos consideran una traición cualquier pretensión de hacer un balance lo más realista y equilibrado posible de la larga década kirchnerista una vez que, derrotada, Cristina Fernández de Kirchner volvió al llano y, supuestamente, se alista para su retorno. Es esto lo que también se señala en una nota de Mempo Giardinelli aparecida en estos días en Página/12: “las autocríticas son necesarias aunque a algunos les moleste y otros cuestionen la oportunidad”.[1] Entre ambas consignas –“no desanimar” y “no hacer leña del árbol caído”- naufraga la posibilidad de aportar una reflexión crítica en torno a una experiencia que, para bien o para mal, marcó con rasgos indelebles a la Argentina contemporánea. Razón demás para examinar lo ocurrido y, sobre todo, para comprender el origen de una derrota gratuita, que pudo ser evitada y que al no serlo condenó a millones de argentinas y argentinos a pasar, de nueva cuenta, por los horrores del neoliberalismo duro y puro, cosa que ya estamos viendo.

Un pensador revolucionario, anticapitalista, comunista, está obligado por una suerte de juramento hipocrático a decir la verdad, a cualquier precio. La “crítica implacable de todo lo existente” fue una de las divisas teóricas y prácticas de Marx y Engels. Y tras sus huellas, Antonio Gramsci hizo suya la máxima de Romain Rolland (“la verdad es siempre revolucionaria”) y desde sus años juveniles en L’Ordine Nuovo la redefinió en un sentido colectivo: “decir la verdad y llegar juntos a la verdad”, como acertadamente lo recordara Francisco Fernández Buey.[2] Una crítica que es fundamental para examinar los errores y para, aprendiendo de los mismos, asegurarnos que no vuelvan a ser cometidos en el futuro. La historia sigue su curso y seguramente habrá nuevas instancias en donde las clases populares se enfrenten a alternativas similares a las que se vivieron en los años del kirchnerismo. Por eso es preciso el análisis y la crítica, el diagnóstico certero y la propuesta superadora. Una verdad construida entre todos. De lo contrario, si persistiéramos en conformarnos con el relato oficial, las explicaciones convencionales y las ilusiones y fantasías con las cuales se pavimentó el camino del fracaso estaríamos fatalmente condenados a la eterna repetición de lo ya vivido.

Los hechos

Partamos del reconocimiento de algunos hechos básicos. Primero que nada, admitir que no ganó Cambiemos sino que perdió el Frente para la Victoria. Ningún gobierno peronista pierde una elección nacional, y menos por poco más de dos puntos porcentuales. Eso no existe en el ADN del peronismo. Si tal cosa ocurrió fue por una insalubre mezcla de diagnósticos equivocados, pasividad de la dirigencia (que no militó la candidatura de Scioli ni aseguró la presencia de fiscales en las mesas electorales, increíblemente ausentes en distritos de nutrida votación peronista) y soberbia presidencial.

El resultado de esta nefasta combinación de factores fue la mayor derrota jamás sufrida por el peronismo a lo largo de toda su historia. Siendo gobierno perdió la nación, la provincia de Buenos Aires y no pudo conquistar a la ciudad de Buenos Aires. También perdió Mendoza y Jujuy, antes había perdido el otro bastión histórico del peronismo: la provincia de Santa Fe, y nunca pudo hacer pie en Córdoba. Algunos replicarían diciendo que Ítalo Luder fue desairado en las presidenciales de 1983, cuando a la salida de la dictadura Raúl R. Alfonsín se alzó con la victoria. Pero Luder no era gobierno; aspiraba a serlo pero no estaba en la Casa Rosada. No ganó, pero no perdió nada porque nada había ganado. Lo ocurrido con Cristina Fernández de Kirchner, en cambio, no tiene precedentes en la historia del peronismo. Este había sido desalojado del poder por la vía del golpe militar en dos oportunidades: 1955 y 1976. El peronismo en su versión menemista fue vapuleado en 1999 por la Alianza, pero en esta participaba otra versión del peronismo, el Frepaso. Y, además, si bien Eduardo Duhalde se vio postergado por el imperturbable Fernando de la Rúa, el Partido Justicialista retuvo el bastión histórico del peronismo: la crucial provincia de Buenos Aires, imponiendo la candidatura de Carlos Ruckauf. Ahora, en cambio, se perdió todo. Y tal como ocurriera en 1955 y 1976, las estructuras dirigentes del peronismo en este caso el Frente para la Victoria, La Cámpora, Unidos y Organizados, el Partido Justicialista y la CGT oficial fueron fieles a la tradición y se borraron antes de la partida decisiva. Una deplorable recurrencia histórica que no debiera pasar desapercibida para quienes aspiran reconstruir un gran frente opositor con esos mismos componentes.
Ante una catástrofe política de estas proporciones, que siguiendo una vieja práctica muchas figuras del kirchnerismo han procurado minimizar, se impone la necesidad de aprender de la experiencia y de identificar las causas de lo ocurrido.

No se trata aquí de atribuir culpas, categoría teológica ajena al materialismo histórico, sino de ponderar y asignar responsabilidades. Y en este terreno la responsabilidad principal, aunque no exclusiva, le cabe a la jefa indiscutida del movimiento, algo también señalado en la nota de Giardinelli. Fue CFK quien armó la fórmula presidencial, las listas de legisladores nacionales y provinciales, designó a los candidatos a las gobernaciones y las intendencias y hasta la última semana de la campaña estableció el tono de la misma. No estamos diciendo nada nuevo sino simplemente reproduciendo lo que, en voz baja, murmuran kirchneristas “de paladar negro”, contrariados y disgustados por la suicida arbitrariedad de su jefa. La responsabilidad de Cristina, por lo tanto es enorme, pero no es exclusiva. No es mucho menor la que recae sobre el “entorno” presidencial: ministros, asesores, hombres y mujeres de confianza que incumplieron su obligación de informarle con veracidad y advertirle del curso autodestructivo de algunas de sus decisiones. Su misión era señalarle que, por ese rumbo, el proyecto se encaminaba hacia una derrota histórica. No quiero ser injusto porque me consta que hubo quienes, en ese entorno, trataron de hacer llegar la voz de alarma. Pero la arrolladora personalidad de Cristina y su sordera política hicieron imposible la transmisión de ese mensaje, y su círculo inmediato fracasó en evitar el desastre.

Puede llamar la atención la gravitación que se le atribuye en este análisis al “estilo personal de gobernar” de la ex presidenta. Apelo a esta expresión forjada por un gran intelectual mexicano, Daniel Cosío Villegas, quien la utilizara en su estudio sobre el sexenio del presidente Luis Echeverría Álvarez en México (1970-1976). En las páginas iniciales nuestro autor dice algo que se ajusta bastante bien a lo ocurrido en la Argentina durante el gobierno de CFK. Dice Cosío Villegas que “puesto que el presidente de México tiene un poder inmenso, es inevitable que lo ejerza personal y no institucionalmente, o sea que resulta fatal que la persona del presidente le dé a su gobierno un sello peculiar, hasta inconfundible. Es decir, que el temperamento, el carácter, las simpatías y las diferencias, la educación y la experiencia personales influirán de un modo claro en toda su vida pública y, por lo tanto, en sus actos de gobierno”.[3] Reemplácese México por Argentina (con la salvedad hecha en la nota al pie) y el diagnóstico conserva toda su validez para describir la gestión de CFK y su personalísimo estilo de gobernar, con sus virtudes y sus defectos, sobre todo para sortear las trampas de la coyuntura política. Estilo personalísimo exaltado por sus seguidores como el corolario inexorable de su indiscutible liderazgo del movimiento nacional justicialista y vilipendiado por sus críticos como un atropello a los principios fundamentales del orden republicano.[4]

Volveremos sobre este asunto hacia el final de este ensayo. Lo cierto es que el resultado de esta derrota fue la irrupción en las alturas del estado argentino de una coalición de derecha, Cambiemos, cuya columna vertebral es el PRO, un partido auspiciado por diversas agencias federales del gobierno de Estados Unidos –como la NED, el Fondo Nacional para la Democracia; o la USAID, y otras por el estilo- o por ONGs internacionales que actúan eficaz si bien indirectamente en la región a través de la mediación de dos lenguaraces hispanoparlantes: José M. Aznar, desde España y Álvaro Uribe en Colombia. Son ellos a quienes el imperio les asignó la tarea de coordinar y administrar financieramente el proyecto de reinstalar a la derecha en el poder en la región, para lo cual promovieron la modernización de las arcaicas derechas latinoamericanas, renovaron sus vetustos cuadros y estilos comunicacionales y desplegaron una fenomenal campaña de articulación continental de medios de prensa que, con tono invariablemente monocorde hostigan a los gobiernos de izquierda o progresistas de la región a la vez que ensalzan los grandes logros democráticos y sociales de México, Colombia, Perú o Chile. En la pasada elección presidencial los estrategos de Cambiemos se las ingeniaron para aglutinar en torno a su candidato a políticos y militantes procedentes del peronismo y, en gran medida, de la casi difunta Unión Cívica Radical. Dado lo anterior Cambiemos será un hueso duro de roer para los sectores populares en la Argentina porque a diferencia de sus predecesores cuenta con el apoyo de una poderosa coalición conformada por la clase dominante local, la oligarquía mediática, “la embajada” y el capital internacional. No hay que equivocarse. Cambiemos es mucho más que un conglomerado meramente local; es la expresión nacional de la contraofensiva del imperialismo; es su bien afilada punta de lanza utilizada para cortar de cuajo el eje Buenos Aires-Caracas. A diferencia de lo que ocurría en el pasado, en la actualidad Argentina se ha convertido en una pieza importante en el tablero geopolítico del hemisferio cuyo control Estados Unidos ansía recuperar lo antes posible. Una Argentina que asuma integralmente, como lo ha hecho el nuevo presidente, la agenda de Estados Unidos para la región (agredir a Venezuela, cosa que hizo en la reunión de presidentes del Mercosur en Asunción; enfriar las relaciones con Bolivia, Cuba y Ecuador; tomar distancia de China y Rusia; apoyar la fantasmagórica Alianza del Pacífico y el Tratado Trans Pacífico; “reformatear” en clave ultraneoliberal al Mercosur; sabotear a la UNASUR y a la CELAC, etcétera) es una valiosa ayuda en una coyuntura internacional tan erizada de peligros como la actual. No sólo para facilitar la erosión de la Revolución Bolivariana en Venezuela, como se comprobó en las elecciones que tuvieron lugar en ese país el pasado 6 de Diciembre, sino también para aumentar la presión destituyente sobre Dilma Rousseff. El expresidente brasileño Fernando H. Cardoso había anticipado, a comienzos de Noviembre, que un triunfo de Macri facilitaría el desplazamiento de Dilma.[5] Y eso es lo que ha venido ocurriendo. Por eso la Argentina ha adquirido ante los ojos de Washington una importancia que, me atrevería a decir, jamás había tenido antes. Cierra el perverso triángulo, hasta ahora incompleto, con Aznar y Uribe; debilita a Maduro y facilita la destitución de Dilma y dispara en la línea de flotación de la UNASUR y la CELAC. Por eso los voceros del imperio, aquí y allá, han prometido una ayuda financiera muy significativa para “bancar” los primeros meses del gobierno de Macri y colaborar con él en su cruzada restauradora. Y hasta ahora, a dos semanas de la asunción del nuevo presidente, han cumplido y nada hace suponer que Washington abandonará esta postura en los próximos años.[6]

Interpretaciones

La del kirchnerismo es la primera derrota de un gobierno progresista o de centroizquierda en Latinoamérica desde el triunfo iniciático de Chávez en Diciembre 1998. Hacía tiempo que muchos observadores venían pronosticando un “fin de ciclo” progresista. ¿Será el triunfo de Macri el punto de no retorno de un proceso involutivo regional, o se trata tan sólo de un traspié, de un retroceso temporario?[7] Difícil de prever, aunque dejo sentada mi discrepancia con muchos diagnósticos catastrofistas. Dejemos por ahora esta discusión de lado para adentrarnos en la explicación de la derrota. En este terreno es necesario distinguir dos órdenes de factores causales: algunos de carácter económico, más mediatos y generales, resultantes de ciertas decisiones macroeconómicas tomadas por el gobierno de CFK que debilitaron su fortaleza electoral; y otros, mucho más inmediatos y vinculados a la campaña electoral.
a) Las causas mediatas
La tan mentada “profundización del modelo” quedó a medio camino. Más allá de la nebulosa que rodeaba esa consigna, y que la tornaba incomprensible para muchos, lo cierto es que esa profundización, seguramente por el costado de una mayor redistribución de riqueza e ingresos, control de los oligopolios, reforma tributaria, estricta regulación del comercio exterior y de los flujos financieros, entre otras materias, no tuvo lugar. Esto no equivale a desconocer los importantes cambios que hubo en la sociedad y la economía argentinas, muchos de ellos importantes y positivos aunque otros no tanto. Desgraciadamente, las pesadas herencias del neoliberalismo siguieron haciéndose notar durante los años del kirchnerismo, en algunos casos de forma un tanto atenuada. Pero lo que quedó en pie –la debilidad del estado y su reducida capacidad para regular mercados y corporaciones, la precarización laboral, la inequidad tributaria, la extranjerización de la economía, la vulnerabilidad externa- es más que suficiente como para descartar las fantasías alentadas por algunos aplaudidores oficiales y que aseguraban que países como la Argentina o el Brasil habían entrado en las serenas aguas del “posneoliberalismo.” Ojalá hubiera sido cierto, porque no estaríamos como estamos en estos dos países.
Pero no es la intención de estas líneas analizar al modelo económico del kirchnerismo. Sí quiero llamar la atención sobre algunos componentes de su política económica que impactaron negativamente sobre el electorado kirchnerista.
En primer lugar la inflación, que devaluó la enorme inversión social realizada por el gobierno y castigó sobre todo a los sectores populares, cosa archisabida en la experiencia argentina. Se demoró mucho tiempo en iniciar un combate, que recién lo lanza el ministro Axel Kicilloff con el programa “Precios Cuidados” y que obtuvo un éxito nada desdeñable. Se cayó en el craso error de pensar que cualquier política antiinflacionaria debería inevitablemente ser de cuño neoliberal. Y la inflación encima de todo pésimamente medida por el INDEC y peor anunciada mes a mes por el gobierno carcomió sin pausa los bolsillos populares y, peor aún, la credibilidad de un gobierno que propalaba cifras que no eran creíbles y que provocaban una mezcla sarcasmo y furia entre los más pobres, los más afectados por el continua alza de los precios. La apoteosis llegó pocos meses antes de las elecciones cuando el Jefe de Gabinete aseveró que los índices de pobreza de la Argentina (5 %) eran inferiores a los de Alemania, lo cual acentuó aún más la bajísima credibilidad que tenían las estadísticas oficiales. Así, mientras el gobierno alardeaba con índices anuales de inflación en el orden del 10 % el Ministerio de Trabajo homologaba convenios colectivos, pactado entre sindicatos y la patronal, con aumentos salariales que oscilaban en torno al 28 %, en un tácito reconocimiento de cuál era la realidad de la inflación en la Argentina. Una eficaz política antiinflacionaria, heterodoxa, hubiera evitado ese desgaste económico y político. Pero para ello era preciso hincar el diente sobre la concentración oligopólica de los formadores de precios de la economía argentina, algo que el kirchnerismo no quiso, no pudo o no supo hacer.

En segundo lugar, el empecinamiento de la Casa Rosada en mantener ese absurdo impuesto denominado “Ganancias” y que pagan los trabajadores (un poco) mejor remunerados. Su sólo nombre, “Ganancias”, de por sí equivale a una provocación porque se aplica a sueldos y salarios, no a la rentabilidad de las empresas. Pese a los incesantes y unánimes reclamos exigiendo la derogación de tan impopular tributo, que para colmo al no ajustarse el mínimo no imponible por la inflación abarcaba a un número cada vez mayor de contribuyentes cautivos, este impuesto fue caprichosamente sostenido por el gobierno. Cifras oficiales confirman que en el año 2014, último para el cual existen datos, pagaron este impuesto poco más de un millón de asalariados, o el 11 % de los trabajadores registrados (“en blanco”) que había ese año en la Argentina. ¿Quiénes fueron, más específicamente, los afectados? Principalmente a los votantes del kirchnerismo, reclutados entre las capas medias (profesionales, maestros, empleados de comercio, de la administración pública, etcétera) y los niveles superiores de la clase obrera, que veían injustamente recortados sus ingresos mientras que las grandes fortunas y los grandes capitales encontraban numerosos resquicios legales para eludir el pago de impuestos. O, como en el caso de los jueces y los trabajadores empleados en el sector judicial, que estaban exceptuados por ley del pago de ese tributo. En suma: inflación más ganancias fueron decisivos a la hora de recortar la base social del kirchnerismo y, tal vez en mayor medida aún, en aplacar el entusiasmo militante de años anteriores o desatar un sordo resentimiento que, poco después, se expresaría en las urnas.
Tercero: el dólar. En efecto, la introducción de las restricciones a la compra de dólares golpearon fuertemente a los sectores medios, mayoritariamente volcados a favor de CFK en las elecciones presidenciales del 2011. Con las limitaciones establecidas por el gobierno en los últimos cuatro años –en lo que la prensa hegemónica no tardó en caracterizar como el “cepo cambiario”- aquellas capas y clases sociales intermedias se encontraron sin capacidad de ahorrar en dólares, en un país en donde la inflación crónica no ofrece demasiados instrumentos de ahorro fuera del dólar y en donde automóviles, viviendas y la tierra se cotizan abiertamente en dólares. Esto dificultó, a veces hasta impidió, que muchos votantes del kirchnerismo pudieran acceder a las pequeñas cantidades de dólares con las que procuraban juntar el dinero para entrar en un plan de pagos de un pequeño departamento, para adquirir un automóvil, o para remitir a una hija que, como producto de las políticas educativas del kirchnerismo, estuviera estudiando en el exterior, para no mencionar sino ejemplos bien conocidos de estos problemas. El “cepo”, en cambio, no perjudicó en lo más mínimo a las grandes fortunas o a las grandes empresas, que siguieron adquiriendo y fugando dólares sin dificultades. Se calcula que en los últimos diez años salieron del país 100.000 millones de dólares, y no precisamente fugados por los pequeños ahorristas. Esta absurda restricción, cuyos efectos recesivos saltan a la vista habida cuenta del elevado grado de internacionalización de los procesos productivos en la Argentina, podría haberse evitado introduciendo rigurosas regulaciones en el comercio exterior. Téngase presente que este país exportó, unos 60.000 millones de dólares como promedio anual entre el 2002 y el 2014, con picos en torno a los 80.000 millones, de modo que mal se podría decir que “no había dólares.” Los había, pero en manos de un pequeño círculo de exportadores, principalmente agropecuarios y mineros. Regulaciones, decíamos, tal como las que en los años cuarenta introdujera Juan D. Perón enfrentado a una situación similar, claro que con las necesarias actualizaciones exigidas por la nueva fase del desarrollo capitalista. Pero no se hizo, de ahí la restricción en el mercado cambiario y sus nefastas consecuencias políticas.

b) Causas inmediatas: el interminable catálogo de errores de campaña
A los factores señalados más arriba se sumaron una serie de graves errores cometidos antes y durante la campaña electoral del oficialismo.
Antes, en efecto, al haber combatido ferozmente a quien a la postre sería el único candidato viable, posible, presentable que tenía el kirchnerismo. No era el preferido por las bases kirchneristas, pero no había otro. Me refiero, naturalmente, a Daniel Scioli. No sólo Cristina Fernández de Kirchner no perdió ocasión de humillarlo y hostigarlo durante ocho años, casi hasta las semanas finales de la campaña cuando la suerte estaba echada, sino que el entorno presidencial se solazó en hacer lo propio, en una especie de demencial competencia para ver quien disparaba los dardos más afilados y mortíferos contra el único político que podía haberles evitado la debacle. Pocas veces se vio una demostración de estupidez política tan grande como la que los argentinos presenciamos este año. Y el tema venía de antes, porque a nadie se le escapa que la prodigalidad con que CFK transfería fondos a otras provincias –sobre todo a Santa Cruz, de nula gravitación electoral- no se repetía en el crucial caso de la provincia de Buenos Aires, histórico bastión del peronismo que no debía rifarse en una absurda pugna para evitar que Scioli se presentase en la carrera por la presidencia avalado por una aceptable gestión en su provincia. La lógica, para llamarla de algún modo, parecía ser la siguiente: si no hay otro candidato entonces que sea Scioli, pero si es Scioli que llegue con lo justo, no sea cosa que acumule demasiado poder. Y si llega a la Casa Rosada ¡en ningún caso con más del 54 % de los votos que obtuvo CFK en 2011!, y que quede claro que llegó gracias a la presidenta. Pero el asunto era mucho más complicado y desafiaba esas simplistas elucubraciones. Ya en las legislativas del 2009 Francisco de Narváez había derrotado al FpV en la provincia, ¡a una lista encabezada nada menos que por Néstor Kirchner y Daniel Scioli! La formidable elección de Cristina en el 2011 repotenció la soberbia oficial, y muchos cayeron en la ilusión de una provincia de Buenos Aires eternamente kirchnerista. La elección parlamentaria del 2013 propinó un golpe durísimo a esas ensoñaciones: victoria de Sergio Massa con 44 % de los votos y derrumbe de la estrategia oficial de alcanzar la reforma constitucional que habilitara la “re-re” de CFK. La derrota del 2015 en la provincia, por lo tanto, no fue un rayo en un día sereno. Estaba en el horizonte de lo posible, pero la ceguera del oficialismo no se percataba de ello. Se veía venir, pero cono dice la sabiduría popular, “una cosa es verla venir y otra mandarla a llamar.” Bastaba para ello con algún pequeño paso en falso. En lugar de uno fueron varios, como veremos a continuación.
Segundo. Los dioses parecían sonreírle al kirchnerismo cuando Martín Lousteau irrumpió inesperadamente en la elección por la jefatura de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires obligando al candidato macrista, Horacio Rodríguez Larreta, que no pudo ganar en primera vuelta, a enfrentar un amenazante balotaje. En ese momento la carrera presidencial de Macri pendía de un delgado hilo porque si Lousteau, a la cabeza de un heterogéneo conglomerado de fuerzas, lograba arrebatarle la CABA al macrismo el futuro del jefe político del PRO entraría en un cono de sombras del cual le sería extremadamente difícil salir para las presidenciales de Octubre. Sin embargo, en lugar de sumar fuerzas para lograr la estratégica derrota del PRO en la ciudad capital de la Argentina la conducción del FpV se refugió en un discurso fundamentalista y bajo el argumento que uno y el otro eran iguales, que Lousteau era lo mismo que Rodríguez Larreta, se abstuvieron de orientar a sus seguidores para que apoyaran a aquél para, de ese modo, descargar un golpe de nocaut al macrismo. Una parte importante de la militancia y seguidores del FpV hizo caso omiso de la directiva de sus líderes y entendió mejor que ellos como era la jugada y que el voto táctico por Lousteau era lo que correspondía hacer. Una vez más la base superó en inteligencia política a la conducción. Pero, desgraciadamente, la vacilación de la Casa Rosada hizo que este último esfuerzo no fuera suficiente y el macrismo se impuso por apenas un 3 % de los votos, siendo derrotado en 9 de las 15 comunas en que se divide la ciudad de Buenos Aires. Como es bien sabido, hay notables paralelismos entre la lucha militar y la lucha política. Sun Tzu, el padre de la estrategia militar desde el siglo V antes de Cristo, recomienda, en su notable El Arte de la Guerra, que se “ataque al enemigo cuando no está preparado, y aparezca allí donde no es esperado. Para un estratega éstas son las claves de la victoria.” Los mariscales del FpV parece que no lo leyeron. Si lo hubieran leído y aplicado las enseñanzas del gran general chino a la coyuntura del balotaje porteño probablemente la situación de la Argentina, y de América Latina, sería hoy bien diferente.
Tercero, luego de algunos titubeos se optó por completar la fórmula presidencial con la candidatura de Carlos Zannini como vice. No fue Scioli quien eligió a su compañero sino CFK quien, por su cuenta o pésimamente asesorada, impuso a su hombre de la más estricta confianza con la misión de asegurar que, en la ya descartada exitosa sucesión presidencial, Scioli no se desviaría del rumbo trazado por la presidenta y sería, en efecto, el candidato “del proyecto” y manejado a control remoto por ella. No bastaba para asegurar la sumisión de Scioli al liderazgo tras bambalinas de CFK la nutrida presencia de diputados y senadores kirchneristas en el Congreso, o el ya descontado control de la estratégica provincia de Buenos Aires. En el enrarecido microclima de la Casa Rosada prevalecía la obsesión por garantizar la total obediencia del seguro sucesor de Cristina imponiendo el nombre del vicepresidente, ignorando, por lo visto, que este cargo es poco menos que ornamental y de carácter eminentemente decorativo en regímenes presidencialistas como los de Latinoamérica. Y esto no sólo en nuestros países: ¿quién se acuerda de los nombres de los vicepresidentes recientes de Estados Unidos? ¿Alguien podría identificar a Joe Biden, actual vice de Obama, en una fotografía? En síntesis: un gesto absurdo y gratuito. Esta fórmula, “kirchnerista pura” apaciguaba seguramente la ardiente incertidumbre del entorno, pero tenía un fatal talón de Aquiles cuyo ominoso desenlace se pondría en evidencia en la primera vuelta de la elección presidencial cuando obtuvo dos puntos menos que los obtenidos en las PASO (elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias). La esperanza de superar el umbral del 40 % de los votos y obtener más de 10 puntos porcentuales de diferencia con Macri probó ser una ingenua ilusión alimentada ¿inocentemente? por los encuestólogos y la razón es clarísima: la fórmula carecía de capacidad expansiva, no incorporaba un solo votante más, no captaba absolutamente ningún elector independiente o indeciso, por más que simpatizase en general con las políticas del kirchnerismo o se sintiera atraído por su solidaridad con Chávez, Maduro, Evo, Correa o la Revolución Cubana y, por lo tanto, carecía de potencialidad de crecimiento. Un error mayúsculo que podría haber sido evitado si Scioli elegía (él, no Cristina) un compañero de fórmula si no atractivo al menos digerible para otros sectores que no fueran los “cristinistas”. Y había varios que podían haberlo acompañado.
Cuarto error: la obcecación por imponer como candidato a gobernador por la provincia de Buenos Aires al por entonces Jefe de Gabinete de Ministros de CFK, Aníbal Fernández. Este era un hombre que tenía el más elevado nivel de rechazo en la provincia y su ladero en la fórmula, Martín Sabatella, era el segundo más rechazado. No interesa, para los fines de este análisis, discernir cuáles eran los fundamentos de estos rechazos, si obedecían a problemas reales o a una pertinaz campaña mediática, que a mi juicio fue determinante. Lo cierto es que esta surtió efecto, pero la Casa Rosada no extrajo las correctas consecuencias del caso. La fórmula Fernández-Sabatella también irritó a muchos sectores del peronismo bonaerense (que no ahorraron municiones en el “fuego amigo” a la cual la sometieron). Por lo tanto, rechazo a nivel de la opinión pública y también en los cuadros del PJ. Resultado: se socavó el apoyo a Scioli y dejó servido en bandeja para el macrismo el principal distrito del país. Algunos informantes muy calificados dicen sotto voce que el Papa Francisco habría asegurado un discreto apoyo al sciolismo (cosa que lo hizo, elípticamente, al declarar poco antes de la elección, “Voten a conciencia, ya saben lo que pienso”) y sugerido la conveniencia de que un hombre como Julián Domínguez, muy allegado a la Iglesia y su obra pastoral en el conurbano bonaerense, fuese el candidato a gobernador. Aparentemente la Casa Rosada tenía otras prioridades y su pedido fue desoído.
Quinto, el interminable internismo al interior del kirchnerismo, o como lo denominaran algunas de sus víctimas, “el fuego amigo.” Innumerables ejemplos demuestran los alcances a que llegó ese proceso. Un día Scioli hace duros planteos en relación al FMI, y al día siguiente el Ministro de Economía Axel Kicillof aparece en una foto de lo más amable con la Directora Gerente del FMI, la Sra. Christine Lagarde. Un grupo de La Cámpora instala una sombrilla en una esquina porteña y reparte volantes con la lista de los candidatos a diputados por el FpV, sin incluir referencia alguna a Scioli. En la esquina de enfrente, la “ola naranja” del sciolismo instala otra mesa y sombrilla y volantea a favor de Scioli, ninguneando a los candidatos a diputados de la misma agrupación política. O se hacen ¡dos actos de cierre de campaña en el Luna Park: uno para la lista de los diputados y otro para Scioli! Difícil convencer a la gente que vote a un espacio político surcado por contradicciones tan flagrantes.
Sexto y último (aunque se podría seguir con muchos otros ejemplos de este tipo): contrariamente a todo lo que indican los estudios sobre el tema, el kirchnerismo adoptó un estilo de campaña negativa que, desde la derrota de Pinochet en el referendo de 1980, cayó completamente en desuso y no por razones éticas sino porque sencillamente no funciona y termina convirtiéndose en un boomerang. Pinochet lanzó una campaña de ese tipo contra los partidos herederos de la Unidad Popular de Allende, y perdió categóricamente. A partir de ese momento los estudios sobre las campañas políticas coincidieron en señalar los muy limitados alcances y los peligros de una campaña montada sobre la satanización del adversario. De hecho, la imagen que transmitió Scioli era la de un hombre cuya única misión era demostrar lo malo que era Macri, lo pernicioso que sería su gobierno y su inconmovible e incondicional defensa de Cristina. Su campaña estaba dirigida hacia atrás, a defender la “década ganada” y no a proponer cuáles serían los lineamientos generales de su programa de gobierno. No había el menor atisbo de que su comando de campaña hubiese percibido que vastos sectores de la sociedad querían un cambio, cosa que los astutos planificadores estratégicos de Cambiemos advirtieron con mucha antelación. Es cierto: había un absurdo que fomentaba una actitud negligente en relación a esta demanda de cambio porque, cuando consultada, la mayoría no sabía que era lo que quería cambiar y en qué dirección impulsar el cambio. Pera esa demanda: oscura, visceral, mezcla de aburrimiento y de hastío pero mediáticamente formateada estaba allí y había que tener una respuesta. El sciolismo no la tuvo. Sólo después del debate con Macri, el domingo 15 de Noviembre y a una semana del balotaje, Scioli empezó a asumir esta necesidad de cambio y desmarcarse de la tutela de Cristina. Pero ya era demasiado tarde.
Dificultades del cálculo y la previsión políticas.
A todo lo anterior es preciso agregar algunos otros factores que coadyudaron para producir la debacle del 22-N. El ya mencionado abandono del que fue víctima Scioli por parte de las organizaciones del kirchnerismo es uno de ellos. Otro, sin duda, fue la caprichosa política seguida en relación a la provincia de Córdoba y que tuvo como efecto la devastadora derrota de Scioli a manos de su oponente, que en ese distrito obtuvo la ventaja decisiva para asegurar su victoria. Hay quienes en el FpV sostienen que la pasividad con que el oficialismo enfrentó el desafío electoral obedecía al cálculo ya mencionado: asegurar un triunfo de Scioli pero ajustado, jamás superior al 54 % obtenido por CFK en el 2011. De no ser posible la victoria del oficialismo, un triunfo de Macri no sería visto con demasiada preocupación porque las bancadas del FpV en el Congreso y la gravitación del gobierno de la provincia de Buenos Aires serían suficientes para establecer límites muy estrictos a lo que pudiera hacer el candidato de Cambiemos si resultara vencedor de la contienda. En los dos casos el supuesto era que ambos gobiernos serían de corta duración y facilitarían el triunfal retorno de CFK a la Casa Rosada, emulando una rotación como la que había retornado a Michelle Bachelet a La Moneda luego del interludio de Sebastián Piñera. Pero algunas mentes afiebradas iban más lejos y creían que no sería necesario esperar cuatro años ya que el deterioro tanto de Scioli como de Macri se produciría en dos años como máximo. Por supuesto, dada la elevada volatilidad de la política argentina son muy pocas las hipótesis que pueden ser descartadas de antemano pero, hasta ahora, lo que ocurrió parecería desbaratar sin clemencia estos pronósticos y esto por dos razones: uno, porque la lealtad de los miembros del Congreso ha sido tradicionalmente muy vulnerable a la influencia de la Casa Rosada y los gobernadores provinciales, siempre necesitados del auxilio financiero que sólo aquella puede prestar y que puede torcer las voluntades más firmes de diputados y senadores. No es lo mismo jurar lealtad a Cristina cuando ella está en la Casa Rosada y cuando está en El Calafate. Y segundo porque, además, el refugio estratégico que ofrecía la provincia de Buenos Aires para capear el transitorio temporal político en el plano nacional quedó sepultado bajo el inesperado aluvión de votos que catapultó a María Eugenia Vidal a la gobernación bonaerense.
Dado este cúmulo de errores, notable por su número y su calidad, surge de inmediato la pregunta acerca de cómo fue entonces posible que Scioli terminara el balotaje con casi un 49 % de los votos. La respuesta es la siguiente: ante el resultado del debate que tuvo lugar una semana antes de la segunda vuelta, de donde emergió claramente la inminencia de un posible triunfo de Macri, se produjo un verdadero “ataque de pánico” en el difuso pero amplio espacio de la progresía y sectores de la izquierda, hasta ese momento confiados en la certeza del relato oficial que anticipaba una fácil victoria del candidato kirchnerista, inclusive en la primera vuelta. Tan convencidos estaban de esto que algunos hasta se podían dar el lujo de militar el voto en blanco, una típica maniobra del “polizón” en teoría de los juegos: dejarle al resto de la sociedad la penosa tarea de “votar desgarrados” a Scioli, como lo señalara con lucidez Horaco González, mientras los votoblanquistas se iban a dormir con su conciencia revolucionaria en paz y los otros regresaban maldiciendo haber tenido que votar a un candidato que no querían pero preferían a Macri. En la noche del debate una centella recorrió el campo de la progresía y la izquierda, y la constatación de la catástrofe que se avecinaba provocó la espontánea movilización de vastos sectores de la sociedad civil que ante la imperdonable deserción del FpV, La Cámpora, UyO, el PJ y las organizaciones sindicales encuadradas en el kirchnerismo salieron a la calle imbuidos de un fervor militante como no se había visto desde las grandes jornadas de finales del 2001 y comienzos del 2002. Cabe decir que esa irrupción de las masas para revertir lo que aparecía como una inminente debacle electoral es una de las notas más promisorias y esperanzadoras de cualquier pronóstico sobre el futuro de la política argentina. Cosa que, por otra parte, también se manifestó en el acto de despedida a Cristina el 9 de Diciembre y las sucesivas autoconvocatorias a protestar contra las draconianas medidas de Macri en los primeros días de su gestión, como por ejemplo la que tuvo lugar en el Parque Centenario de Buenos Aires el domingo pasado para escuchar al ex ministro de Economía Alex Kicillof. Es ese espacio de autoconvocados y movilizados donde deberá trabajar la izquierda para construir esa alternativa que el kirchnerismo no supo ser.
Pese a los contornos pesimistas del análisis anterior es preciso reafirmar, una vez más, que la historia está abierta y que su incesante dialéctica puede desairar las previsiones mejor fundadas. Una cosa es el triunfo electoral de una coalición de derechas y otras muy distintas es que pueda llevar adelante su programa y realizar las transformaciones que estaban inscritas en su plataforma de gobierno. Por supuesto, esto tampoco puede ser descifrado como una reedición de la teoría de la irreversibilidad de los procesos transformadores: la triste experiencia del derrumbe de la Unión Soviética y su posterior regresión al capitalismo salvaje o la violenta interrupción de las experiencias progresistas o de izquierda en Guatemala (1954), Brasil (1964) o Chile (1973) son elocuentes muestras de que los progresos políticos que se experimentan en un momento pueden ser revertidos en un período posterior.

La autocrítica y la necesidad de realizar un balance del kirchnerismo

Antes de concluir es necesario dejar en claro que las páginas precedentes no pretendieron ser un balance de los doce años del kirchnerismo. Su objetivo ha sido más modesto: tratar de entender por qué se derrumbó una experiencia sociopolítica y económica que podía haber continuado su curso y profundizado las incipientes transformaciones que habían tenido lugar en ese período. Y, sobre todo, promover un debate hasta ahora inexistente, o que se lleva a cabo silenciosamente y en las sombras. Estas reflexiones finales pretenden acercar algunas ideas para un esfuerzo de síntesis y evaluación que necesariamente deberá ser colectivo. Fue y seguirá siendo motivo de intenso debate las razones por las cuales algunas fuerzas u organizaciones progresistas y de izquierda, el Partido Comunista entre ellas, apoyaron críticamente este proceso. El kirchnerismo, fiel expresión del peronismo, jamás tuvo una propuesta anticapitalista. Es más, sobre todo Cristina creía, y cree todavía, en un “capitalismo racional” o “capitalismo serio.” La izquierda, para ser tal, es necesariamente anticapitalista. Se opone a un sistema que condena a gran parte de la humanidad a vivir en la pobreza, la abyección y las guerras. Y, además, porque destruye como nunca antes a la naturaleza. El kirchnerismo no tenía la superación del capitalismo en su agenda, ni siquiera remotamente. ¿Por qué brindarle entonces un apoyo crítico? La respuesta no parece difícil de entender, o no debiera serlo: Néstor Kirchner sintonizó muy rápidamente, al inicio de su gestión, con el nuevo clima político regional inaugurado luego del ascenso de Hugo Chávez Frías a la presidencia de Venezuela en Enero de 1999. Se alineó rápidamente con el líder bolivariano y junto con Lula entre los tres protagonizaron la histórica derrota de Estados Unidos en Mar del Plata. Por otra parte, en el plano doméstico Kirchner avanzó en el juicio y castigo a los culpables de los crímenes de la dictadura y reformó con transparencia y espíritu democrático una Corte Suprema profundamente desprestigiada durante el menemismo. Su indocilidad ante el FMI también lo hizo merecedor del apoyo de las fuerzas de izquierda preocupadas por el nefasto papel jugado por el imperialismo en Nuestra América, algo que no todas las que se llaman socialistas o izquierdistas comprenden a cabalidad. Uno de los grandes enigmas de la política latinoamericana es la sistemática ceguera de un sector de la izquierda ante las multifacéticas políticas del imperialismo en la región. Teniendo en cuenta las duras realidades del tablero geopolítico mundial, ¿en qué otro lugar podía estar una fuerza de izquierda, más allá de las contradicciones propias de todo movimiento nacional, popular y democrático, sino en una alianza táctica con el kirchnerismo? ¿Podía la izquierda alinearse contra sus enemigos jurados, al lado la Sociedad Rural, “la embajada”, la oligarquía mediática y sus aliados? ¿O estar con las fuerzas políticas que le decían Sí al ALCA?

Es sabido que una experiencia de matriz peronista inevitablemente carece de la radicalidad que las condiciones actuales exigen. Además, sus contradicciones son inocultables: promoción del “capitalismo nacional” pero vigencia de las leyes de Inversiones Extranjeras y de Entidades Financieras de la dictadura militar; recuperación de YPF pero no como una empresa del estado sino como sociedad anónima, que puede sellar acuerdos secretos con otra sociedad anónima como Chevron; políticas de inclusión social como la Asignación Universal por Hijo pero mantenimiento de la regresividad tributaria; solidaridad latinoamericanista (que está bien) y protagonista del rechaza del ALCA pero sin ingresar al ALBA; denuncia de los que “se la llevan con pala” pero pasividad ante la fenomenal concentración del comercio exterior; crítica del capitalismo salvaje pero alianza con la Barrick Gold, Chevron y la Monsanto (que ahora adquirió la compañía que cuenta con el mayor ejército mercenario del planeta, la ex Blackwater, ahora llamado Academi) y así sucesivamente. Contradicciones que es preciso entenderlas dialécticamente, es decir, sin pensar que hay un “lado verdadero” y otro que es puro engaño. La realidad es mucho más compleja de lo que parece y desafía esas simplificaciones. No obstante, es justo reconocer que en la suma algebraica de puntos a favor y en contra, de aciertos y errores, hay un predominio de los primeros. La continuación de la obra iniciada por Néstor Kirchner bajo la conducción de CFK sirvió para profundizar en algunas cuestiones y abrir nuevos frentes de batalla. La Asignación Universal por Hijo o la extraordinaria expansión de la cobertura del régimen jubilatorio no son cuestiones menores, en línea con la estatización de la seguridad social establecida por Kirchner. Los progresos en otras áreas han sido también significativos, desde la temática del género y la identidad hasta la política científica y tecnológica, el ARSAT I y II y la expansión del sistema universitario público, una conquista no menor en momentos en que la privatización de la educación superior se está convirtiendo en la norma en América Latina. Insistimos en que no es el objetivo de este ensayo enumerar los logros y las asignaturas pendientes del kirchnerismo, esfuerzo que tendrá que hacerse en otro momento y que también deberá ser fruto de una tarea colectiva. Entre los logros no es un mérito menor de Cristina el haber tenido siempre la virtud de “salir por izquierda” frente a cada crisis. Por muchas razones, desde su personalidad hasta la debilidad de las fuerzas políticas que la apoyan, no pudo hacer lo mismo Dilma Rousseff en Brasil, cuya tendencia ha sido invariablemente la contraria: salir por derecha y hacer concesiones a sus enemigos. Apenas ayer intentó, con la salida del Ministro de Hacienda Joaquím Levy, escoger otro camino. Por el contrario, CFK nunca tuvo esas dudas. Mal o bien, pero salía por izquierda: la Ley de Medios es tan sólo el ejemplo más elocuente de ello.

Como decíamos más arriba, las características personales de Cristina jugaron un papel importantísimo. Dueña de una fuerte y avasallante personalidad, lo que fue un atributo positivo de su liderazgo para enfrentar desafíos prácticos durante su gestión resultó ser altamente contraproducente a la hora de conducir una estrategia política que le permitiera asegurar la victoria de su espacio político. A diferencia de Néstor, un carácter también altamente irascible pero que poco después de su estallido de furia reiniciaba el diálogo con quien antes había sufrido su iracundia, CFK fue absolutamente inflexible e irreconciliable con sus ocasionales adversarios y enemigos, mucho de los cuales habían sido sus antiguos aliados o compañeros. Su carácter le prodigó muchas rivalidades gratuitas que le costaron muy caro. Néstor también era un “peleonero”, pero era más bien un esgrimista dotado de una ductilidad política que le permitía rápidamente recomponer los puentes rotos por su furia. Tocaba con su florete a sus adversarios pero no los mataba. Cristina, en cambio, es una gladiadora: pelea a matar o morir, y no hay retorno después de cada combate. Por supuesto, muchos de sus adversarios reunían las mismas características y también actuaban con la lógica guerrera del gladiador. Y ella aceptaba el desafío y redoblaba la apuesta. El arte de la política, como decíamos más arriba, tiene muchos componentes del arte de la guerra. Pero no toda la política puede ejercerse apelando a la lógica la guerra. La “dirección intelectual y moral” tantas veces subrayada por Gramsci es su complemento necesario, que pocas veces Cristina se decidió a poner en práctica. Para colmo, si Néstor no era precisamente generoso con sus aliados, Cristina lo era mucho menos. Su concepción de las alianzas era una transposición del verticalismo peronista: un líder omnisciente y omnipotente, sordo e inapelable, que debía encuadrar una coalición en donde convivían peronistas con no peronistas de distintos colores políticos. Bajo este modelo organizativo era muy poco lo que se podía construir políticamente. Careció de la flexibilidad necesaria para conducir un espacio así de complejo y su notable inteligencia se tradujo con frecuencia en actitudes soberbias que limitaron casi por completo su capacidad para escuchar y para dialogar, aún con sus más estrechos colaboradores. “No hubo diálogo con los diferentes”, dice con acierto Giardinelli en la nota ya mencionada. Es cierto que no se hace la gran política sin “garra”, sin vísceras y sin la fuerza de la que hizo gala Cristina. Un político timorato jamás llegará demasiado lejos. Pero la gran política no puede reposar tan sólo en aquellos bravíos atributos. Hace falta, como lo recordaba Maquiavelo en su clásica imagen del centauro, la pasión mezclada con la razón. O la astucia del zorro, para saber sortear las trampas que le tienden sus enemigos, combinada con la fuerza del león, para liquidar un pleito una vez agotadas las vías del diálogo. Desgraciadamente CFK no logró plasmar esa combinación, y su superioridad por comparación con la mediocridad de la clase política exacerbó un narcisismo que le impidió escuchar a la sociedad o a sus aliados, o entender que ciertos rasgos de su estilo personal producían, también entre sus fieles, tanto rechazo como las adhesiones que lograban sus políticas públicas. Como decíamos más arriba, una importante cuota de responsabilidad en todo esto le cabe a un entorno que lejos de estimular una reflexión crítica sobre la realidad de su gestión se limitó a aplaudir y alabar, creyendo que de ese modo colaboraban con la presidenta. Privada de ese sano ejercicio de la crítica y la autocrítica no supo darse cuenta del cambio cultural que estaba madurando en la Argentina, en donde aún quienes se beneficiaban de la inversión social cada día resentían con más fuerza del clientelismo y la prepotencia de punteros e intendentes. Desconocía aquella sabia sentencia de raigambre martiana y que el político y jurista mexicano, Jesús Reyes Heroles sintetizó en una frase ejemplar: “en política, la forma es el fondo.” En sus frecuentes mensajes televisivos Cristina abusaba de un tono vehemente y confrontacional (¡y no es que no tuviera buenas razones para confrontar!) que era absolutamente “antitelegénico” y que producía un efecto contrario al buscado. En algunos casos llegó a producir cansancio, fatiga o hartazgo, inclusive dentro de la legión de sus seguidores. Un par de pequeñas historias ilustran esto con elocuencia: un humilde lustrabotas del microcentro porteño, un hombre entrado en años, venido de una provincia pobre de la Argentina le confiesa a uno de sus habituales clientes que había votado a Macri “porque estaba demasiado grandecito para soportar que la presidenta me retara en la televisión.” Otro: en un modesto almacén del conurbano su dueña debía apagar la televisión cada vez que comenzaba una cadena nacional porque su clientela ya no quería escuchar a Cristina. Y la mayoría estaba formada por beneficiarios de diversos programas sociales del gobierno. Dos pequeñas historias que autorizan a extraer una conclusión provisoria: el boom del consumo que el kirchnerismo alentó y cultivó como política de estado no crea hegemonía política, error en que cayeron todos los gobiernos progresistas y de izquierda en la región. Ni aquí, ni en Venezuela, ni en Bolivia. En ninguna parte. La hegemonía es resultado de la educación política, de la supremacía en la batalla de ideas, de la concientización al estilo de Paulo Freire, y no del mayor acceso a los bienes de consumo. Y, desgraciadamente, en las experiencias progresistas de la región la formación política de las masas no tuvo la prioridad que debía haber tenido. Se confió en la magia del mercado: accediendo a algunos bienes se suponía que los nuevos consumidores retribuirían con lealtad política. Pero esa conexión entre consumo y hegemonía política no funciona de esa manera. Tal vez funcione en una dirección contraria. En todo caso, las consecuencias están a la vista.

Mal se podrían subestimar los logros de la gestión de CFK y, en general, el de los doce años del kirchnerismo. Se puede discutir la idea de la “década ganada” porque hubo algunos pocos –ricos y poderosos- que ganaron mucho más que los demás, y otros que no ganaron nada. Se debe también examinar el tema de la corrupción, endémico en la Argentina desde Bernardino Rivadavia hasta hoy, y vinculada principalmente (pero no sólo) a la obra pública. Se puede someter a crítica las limitaciones ya señaladas del “modelo”. Pero dejó un país muy distinto al recibido que sería injusto desconocer. Otra pequeña historia también viene a cuento: estuve hace pocas semanas en San Salvador de Jujuy. Hace unos pocos años caminar por la plaza céntrica de esa ciudad era hacerlo seguido por un nutrido grupo de niños descalzos pidiendo algunas monedas. Ahora, durante una semana, no hubo ni uno solo que reeditara aquella vieja y deprimente costumbre. Es que, a pesar de las críticas que le fueran dirigidas –clientelística, tal vez dispendiosa, seguramente ineficiente, etcétera- la política social del kirchnerismo surtió efecto. Y este no es un dato menor sino una cuestión central. Allí está la base del “voto duro” cristinista, de ese 36 % que acompañó a Scioli en la primera vuelta. Pero allí también parece haber estado su límite. Y sólo con eso no se puede ganar una elección presidencial.

Concluyo con la esperanza de que las ideas aquí esbozadas sirvan para propiciar un debate y para realizar un balance crítico de los doce años del kirchnerismo. Con la esperanza también de que evitemos la trampa facilista de quienes, so pretexto de “no hacer leña del árbol caído”, pretenden clausurar desde el vamos un examen que es a la vez imprescindible e impostergable. Lo primero, para corregir los errores propios de toda experiencia práctica. Quien hace yerra, y acierta a veces. Desde la torre de marfil académica o desde las certezas del dogma partidario no hay yerro posible. Claro, se paga un precio por eso: la realidad no se cambia, y se traiciona un apotegma fundamental del marxismo: la teoría tiene que servir para cambiar al mundo, no sólo para interpretarlo o para denunciar sus inequidades. El aprendizaje político se logra en la intelección colectiva, como lo subrayaba Gramsci, de esa praxis de ensayo y error. Impostergable, también, porque las tentativas del macrismo de imponer el neoliberalismo en su versión más radical no podrán ser neutralizadas si no se toma nota y se aprende de lo ocurrido en los años anteriores. Aprender de los aciertos, para conocerlos y conservarlos; y aprender también de los errores, para no volver a cometerlos. Estoy convencido de que aquellos son mayores que estos, pero todo, absolutamente todo, deberá ser sometido a examen. El desafío es muy grande y lo peor sería incurrir de nueva cuenta en la obstinada negación de la realidad, cerrando las puertas a la crítica de quienes acompañamos este proceso sin ser parte de él e impidiendo, con distintas argucias, la autocrítica de quienes tuvieron la responsabilidad de conducirlo. Si esta desafortunada actitud llegara a prevalecer estaríamos condenados repetir los errores del pasado.

[1] “Paisaje después de la batalla y la autocrítica que falta”, en http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-288716-2015-12-21.html Hasta donde yo sé es la primera exigencia frontal de una autocrítica publicada en un medio gráfico kirchnerista. No he visto ni escuchado nada igual en la radio y la televisión. Comparto el 95 por ciento de lo que dice Giardinelli, excepto su sobrevaloración de los éxitos económicos del kirchnerismo y mucho menos aquello de que “estos 12 años fueron una fiesta para vastos sectores populares.” Ojalá que su ejemplo se multiplique.

[2] Francisco Fernández Buey, “La política como ética de lo colectivo”, en F. Álvarez Uría (Comp.) Neoliberalismo versus democracia (Madrid: Las Ediciones de La Piqueta, 1988) pp. 26-40.

[3] El estilo personal de gobernar (México, Cuadernos de Joaquín Mortiz, 1974). Me limitaría a señalar que el poder de la presidencia en la Argentina nunca fue tan inmenso como en México debido a que nuestro estado, por comparación al mexicano, es más débil. Ese “emperador sexenal” del que hablaba el estudioso mexicano nunca existió con esa fuerza en la tradición presidencialista argentina.

[4] No puedo dejar de anotar que muchos de los sedicentes cultores del republicanismo conservador (porque hay otro, popular y de raíz maquiaveliana) han guardado un escandaloso silencio ante los atropellos a la división de poderes del gobierno de Mauricio Macri al pretender designar dos ministros de la Corte Suprema sin la aprobación del Senado o hacer uso abusivo de los Decretos de Necesidad y Urgencia. Como siempre, la derecha, aquí y en todo el mundo, tiene dos estándares éticos: uno para los amigos, otro para los enemigos. ¡Y después tiene la desfachatez de acusar a estos últimos de “fomentar la división de la familia argentina” o de abrir “la grieta”!

[5] Cf. “El resultado en los comicios argentinos me animó mucho”, en La Nación, Domingo 1 de Noviembre 2015 http://www.lanacion.com.ar/1841627-el-resultado-en-los-comicios-argentinos-me-animo-mucho

[6] Basta observar el comportamiento de los grandes capitalistas locales e internacionales cuando el gobierno de Macri decidió poner fin al “cepo cambiario”: el dólar se cotizó el Martes 22 de Diciembre, cuatro días después de su liberación, a poco más de 13 pesos por dólar. Si esto lo hubiera hecho CFK la ofensiva especulativa seguramente lo hubiera proyectado a los 20 pesos por dólar, o más.

[7] Sobre este tema recomiendo la lectura de la magnífica compilación hecha por ALAI: http://www.alainet.org/es/revistas/510

Alternativas antisistémicas a 22 años de rebelión zapatista

8 de Enero de 2016
Gilberto López y Rivas
Alternativas antisistémicas a 22 años de rebelión zapatista

El primero de enero de este año, los subcomandantes insurgentes Moisés y Galeano, en nombre del Comité Clandestino Revolucionario Indígena –Comandancia General del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)– hicieron pública una declaración política para celebrar el 22 aniversario del inicio de la guerra contra el olvido, ese ¡ya basta! que prepararon en sigilo los mayas zapatistas durante una década. Porque hay quienes pretenden borrar la memoria según convenga, los subcomandantes nos recuerdan que el fuego de su palabra buscaba despertar a quien dormía, levantar a quien caía, indignar a quien se conformaba y se rendía, rebelar la historia y obligarla a decir lo que callaba. Develar esa historia –destacan los insurgentes zapatistas– “de explotaciones, asesinatos, despojos, desprecios y olvidos que se escondía detrás de la historia de arriba”.

Veintidós años después de esa memorable toma de ciudades en el sureño estado de Chiapas, bastiones del poder y del racismo criollo-mestizo, por un ejército de indígenas que revindicaba el artículo 39 de nuestra violentada Carta Magna, ese extraordinario movimiento, vilipendiado hoy como ayer por el poder y los intelectuales de la verdad absoluta y la amargura, convoca a reafirmar la conciencia de lucha y de compromiso para seguir adelante, “cueste lo que cueste y pase lo que pase, no permitamos que el mal sistema capitalista destruya lo que hemos conquistado y lo poco que hemos podido construir con nuestro trabajo y esfuerzo durante más de 22 años: ¡nuestra libertad!”

Conscientes de la tormenta que provoca la hidra capitalista con la guerra contra los pueblos y las amenazas contra la madre tierra y la sobrevivencia de la propia especie humana, consideran que “ahora no es momento de echarnos para atrás, de desanimarnos o de cansarnos, debemos estar más firmes en nuestra lucha, mantener firmes las palabras y ejemplos que nos dejaron nuestros primeros compañeros: de no rendirse, no venderse y no claudicar”.

Recuerdan las mutaciones experimentadas por su movimiento: en un inicio, “tomar nuestras armas para matar o morir por una causa justa”; posteriormente, después de las masivas manifestaciones en México y en el mundo en favor de la paz y contra la represión del Estado mexicano, el cambio en su forma de rebeldía, porque sabían que una “lucha justa del pueblo es por la vida y no por la muerte (…) Por eso entendimos que era necesario construir nuestra vida nosotros mismos, nosotras mismas, con autonomía. En medio de las grandes amenazas, de los hostigamientos militares y paramilitares, y las constantes provocaciones del mal gobierno, empezamos a formar nuestro propio sistema de gobernar, nuestra autonomía, con nuestra propia educación, nuestra propia salud, nuestra propia comunicación, nuestra propia forma de cuidar y trabajar a nuestra madre tierra; nuestra propia política como pueblo y nuestra propia ideología de cómo queremos vivir como pueblos, con otra cultura”.

Hay quienes incluso sin haber estado en territorio rebelde juzgan desde las exterioridades de una intelectualidad que desprecia profundamente estos extraordinarios esfuerzos de los pueblos mayas zapatistas para resistir el embate de una guerra de desgaste contrainsurgente por parte de un gobierno criminal, considerándolos “reducidos a la intranscendencia”, “encapsulados”, “aislados”, “de magros resultados”; para estos académicos que se consideran, ellos sí, “estrechamente vinculados a las luchas y las fuerzas concretas”, a la centralidad de la “lucha contemporánea”, no tiene importancia ni significación para las alternativas emancipatorias anti-capitalistas el que durante estos 22 años de resistencia y rebeldía, el EZLN construya otra forma de vida, auto-gobernándose como pueblos colectivos, bajo los siete principios del mandar obedeciendo, “construyendo un nuevo sistema y otra forma de vida como pueblos originarios. Uno donde el pueblo manda y el gobierno obedece (…) Podemos decirlo sin pena: las comunidades zapatistas no sólo están mejor que hace 22 años. Su nivel de vida es superior al de quienes se han vendido a los partidistas de todos los colores”.

La izquierda se dimensiona hoy día, tanto en la escala de los procesos autonómicos como en la de otras experiencias en el ámbito mundial, por su práctica concreta para forjar poder popular, más allá de las organizaciones o los partidos que las impulsen; de ahí la consigna “para todos, todo, para nosotros, nada”; esta es la medida para evaluar un proceso en curso, los sujetos auto-desarrollados que lo protagonizan, y no sólo los “liderazgos”. Así lo describen de manera singular los voceros zapatistas: “Antes, para saber si alguien era zapatista se veía si traía paliacate rojo o pasamontañas. Ahora basta ver si sabe trabajar la tierra; si cuida su cultura; si estudia para conocer la ciencia y la técnica; si se respeta como mujeres que somos; si tiene la mirada en alto y limpia; si sabe que manda como colectivo; si ve los cargos de gobierno autónomo rebelde zapatista como servicio y no como negocio; si cuando le preguntan algo que no sabe, responde “no lo sé… todavía”; si cuando se burlan diciéndole que los zapatistas ya no existen, que somos muy pocos, responde “no te preocupes, ya vamos a ser más, de repente tarda, pero sí vamos a ser más”; si mira lejos en calendarios y geografías; si sabe que el mañana se siembra hoy”.

Los caminos de las luchas anticapitalistas y de resistencia contra el modelo de mundialización neoliberal son multifacéticos. Por ello, los zapatistas insisten en respetar maneras, tiempos y geografías de estos procesos. En todo caso, cualquier debate en torno a los gobiernos progresistas no puede hacerse a partir de construir adversarios a modo y, en particular, a costa de deslegitimar y minimizar las dignas luchas autonómicas de los mayas zapatistas que a 22 años de su rebelión, ciertamente, no se venden, no se rinden, no claudican y, sobre todo, no se corrompen ni traicionan los principios fundacionales y la congruencia ética que caracterizan al pensamiento crítico de izquierda

Dificultades de la imaginación política o el fin de lo que no tiene fin

Dificultades de la imaginación política o el fin de lo que no tiene fin (Capítulo 1)

(Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur Boaventura de Sousa Santos)

Dos dificultades persiguen en los últimos treinta años al pensamiento crí-tico de raíz occidental. Son dificultades que pueden formularse como di-lemas que ocurren en el ámbito de la propia imaginación política, la cual sostiene la teoría crítica y, en última instancia, la política emancipadora.

1. El fin del capitalismo sin fin

La primera dificultad de la imaginación política puede formularse así: es tan difícil imaginar el fin del capitalismo cuanto es difícil imaginar que el capitalismo no tenga fin. Esta dificultad ha fracturado el pensa¬miento crítico en dos vertientes que sostienen dos opciones políticas de izquierda distintas.

La primera vertiente se ha dejado bloquear por la primera dificultad (la de imaginar el fin del capitalismo). En consecuencia, dejó de preocuparse por el fin del capitalismo y, al contrario, centró su creatividad en desarrollar un modus vivendi con el capitalismo que permita minimizar los costos sociales de la acumulación capitalista dominada por los principios del individualismo (versus comunidad), la competencia (versus reciprocidad) y la tasa de ganancia (versus com¬plementariedad y solidaridad).

La socialdemocracia, el keynesianismo, el Estado de bienestar y el Estado desarrollista de los años 60 del siglo pasado son las principales formas políticas de este modus vivendi. En el continente, el Brasil del presidente Lula es hoy el ejemplo más elocuente de esta vertiente de la tradición crítica y de la política que ella sostiene. Es una socialdemocracia de nuevo tipo, no asentada en derechos uni¬versales sino en significativas transferencias condicionadas de dinero a los grupos sociales considerados vulnerables. Es también un Estado neodesarrollista que articula el nacionalismo económico mitigado con la obediencia resignada a la ortodoxia del comercio internacional y de las instituciones del capitalismo global.1
1 Una crítica fuerte de este modelo puede leerse en Oliveira 2003.
La otra vertiente de la tradición crítica no se deja bloquear por la primera dificultad y, en consecuencia, vive intensamente la segunda (la de imaginar cómo será el fin del capitalismo). La dificultad es doble ya que, por un lado, reside en imaginar alternativas poscapitalistas después del colapso del «socialismo real» y, por otro, implica imaginar alternativas precapitalistas anteriores a la conquista y al colonialismo.

Aun cuando usa la noción de «socialismo», busca calificarla de varias maneras —la más conocida es «socialismo del siglo XXI»— para mostrar la distancia que imagina existir entre lo que propone y lo que en el siglo pasado se presentó como socialismo. Los procesos políticos en curso hoy en día en Bolivia, Venezuela y Ecuador representan bien esta vertiente. Tal dificul¬tad de la imaginación política no está igualmente distribuida en el campo político: si los gobiernos imaginan el poscapitalismo a partir del capi¬talismo, los movimientos indígenas imaginan el poscapitalismo a partir del precapitalismo. Pero ni unos ni otros imaginan el capitalismo sin el colonialismo interno.2
2 Uno de los análisis más influyentes del colonialismo interno en el continente es el de Pablo González Casanova, Sociología de la explotación (1969).

La coexistencia de las dos vertientes de respuesta a la imaginación po-lítica es lo que más creativamente caracteriza el continente latinoamerica¬no de este período.3
3 Puede pensarse que la distinción entre las dos vertientes es una reformulación de la diferencia entre reforma y revolución. No es así, en la medida en que las dos vertientes recurren a las mismas mediaciones que caracterizaran el reformismo: democracia política y cambio legal. Pero, por otro lado, no lo hacen de la misma manera. La segunda vertiente radicaliza las mediaciones al darles contenidos y formas no liberales, como es el caso de la Constitución de Bolivia que reconoce tres formas de democracia: representativa, participativa y comunitaria (véase adelante). Además, los procesos políticos donde domina la segunda vertiente usan una semántica revolucionaria y anticapitalista para justificar la radicalización de las mediaciones reformistas. Quizá se aplicaría en este caso la idea de las reformas revolucionarias de las que habla André Gorz (1997).

Son muy distintas en los pactos sociales que las sos¬tienen y en los tipos de legitimación que buscan, así como en la duración del proceso político que protagonizan. La primera, más que interclasista, es transclasista en la medida en que propone a las diferentes clases socia¬les un juego de suma positiva en el que todos ganan, permitiendo alguna reducción de la desigualdad en cuanto a ingresos, sin alterar la matriz de producción de dominación clasista.
Por otro lado, la legitimación resulta del aumento de las expectativas de los históricamente excluidos sin dis¬minuir significativamente las expectativas de los históricamente incluidos y súperincluidos. La idea de lo nacional-popular gana credibilidad en la medida en que el tipo de inclusión (por vía de ingresos transferidos del Estado) oculta eficazmente la exclusión (clasista) que simultáneamente sostiene la inclusión y establece sus límites.

Por último, el proceso político tiene un horizonte muy limitado, producto de una coyuntura internacio¬nal favorable, y de hecho se cumple con los resultados que obtiene (no con los derechos sociales que hace innecesarios) sin preocuparse por la sustentabilidad futura de los resultados (siempre más contingentes que los derechos).

En el caso de la segunda vertiente, el pacto social es mucho más com-plejo y frágil, porque:
1) la lucha de clases está abierta y la autonomía relativa del Estado reside en su capacidad de mantenerla en suspenso al gobernar de manera sistemáticamente contradictoria (la confusión resul¬tante torna posible el armisticio pero no la paz);
y 2) en la medida en que la explotación capitalista se combina con las dominaciones propias del colonialismo interno, las clases entre las cuales sería posible un pacto están atravesadas por identidades culturales y regionales que multiplican las fuentes de los conflictos y hacen la institucionalización de estos mucho más problemática y precaria. Puede así ocurrir un interregno de legitima¬ción. La legitimidad nacional-popular4 ya no es viable (porque la nación ya no puede omitir la existencia de naciones que quedarán fuera del pro¬ceso de democratización) y la legitimidad plurinacional-popular no es to¬davía posible (las naciones no saben todavía cómo se pueden sumar a una forma de Estado adecuada).5
4 Uso el concepto de lo «nacional-popular» en el sentido que le atribuye Zavaleta, inspirado ciertamente en Gramsci: «[…] la conexión entre lo que Weber llamó la democratización social y la forma estatal» (1986: 9).
5 El concepto de plurinacionalidad no se confunde con la idea de comunidad, aun cuando son los grupos sociales donde domina la cultura comunitaria los que demandan la plurinacionalidad. La plurinacionalidad refuerza la comunidad al mismo tiempo que revela sus límites. O sea, en la plurinacionalidad no hay comunidad sin intercomunidad. Para ser viable en tanto cultura política, la plurinacionalidad presupone la creación de prácticas intercomunitarias de diferentes tipos. Sólo entonces la plurinación será la nación.

Lo popular, al mismo tiempo que cuestiona a las clases dominantes por hacer de la nación cívica una ilusión de re¬sultados (ciudadanía excluyente), cuestiona también la nación cívica por ser la ilusión originaria que hace posible la invisibilidad/exclusión de las naciones étnico-culturales. Las transferencias financieras del Estado a los grupos vulnerables son, de hecho, procesos internos de internacionalidad; mas, paradójicamente, tienden a polarizar las relaciones entre la nación cívica y las naciones étnico-culturales. La redistribución de la riqueza na¬cional no produce legitimidad si no es acompañada por la redistribución de la riqueza plurinacional (autonomía, autogobierno, reconocimiento de la diferencia, interculturalidad). Por esta razón, el proceso político tie¬ne necesariamente un horizonte más amplio, porque sus resultados no son independientes de derechos y más aún de derechos colectivos que incorporan transformaciones políticas, culturales, de mentalidades y de subjetividades.

Las dos vertientes de la difícil imaginación política emancipadora, a pesar de ser muy distintas, comparten tres complicidades importantes. Primero, las dos son realidades políticas a partir de movilizaciones po-pulares muy fuertes. Hoy es evidente en varios países del continente que las clases populares tienen disponibilidad para «la asunción de nuevas creencias colectivas», como diría Zavaleta (1986: 16). Las mediaciones democráticas parecen más fuertes y si no sustituyen las formas tradicio-nales de dominio, por lo menos las enmascaran o hacen su ejercicio más costoso para las clases dominantes.

Segundo, las dos vertientes amplían el mandato democrático en la misma medida en que agrandan la distancia entre las experiencias corrientes de las clases populares y sus expectati¬vas en cuanto al futuro. Tercero, las dos vertientes usan un espacio de maniobra que el capitalismo global ha creado sin poder interferir signi¬ficativamente en la configuración o permanencia de ese espacio, incluso si para la segunda vertiente esta incapacidad resulta de la inexistencia de un movimiento fuerte de globalización contrahegemónica o de una nueva Internacional.

2. El fin del colonialismo sin fin

La segunda dificultad de la imaginación política latinoamericana pro-gresista puede formularse así: es tan difícil imaginar el fin del colonia-lismo cuanto es difícil imaginar que el colonialismo no tenga fin. Parte del pensamiento crítico se ha dejado bloquear por la primera dificultad (imaginar el fin del colonialismo) y el resultado ha sido la negación de la existencia misma del colonialismo. Para esta vertiente, las indepen-dencias significaron el fin del colonialismo y, por eso, el anticapitalismo es el único objetivo político legítimo de la política progresista. Esta ver-tiente del pensamiento crítico se centra en la lucha de clases y no reco-noce la validez de la lucha étnico-racial. Al contrario, valora el mesti¬zaje, que caracteriza específicamente el colonialismo ibérico como ma-nifestación adicional de la superación del colonialismo. Paralelamente, la idea de democracia racial es celebrada como realidad y no defendida como aspiración. Al contrario, la otra vertiente de la tradición crítica parte del presu¬puesto de que el proceso histórico que condujo a las independencias es la prueba de que el patrimonialismo y el colonialismo interno no sólo se mantuvieron después de las independencias, sino que en algunos casos incluso se agravaron. La dificultad de imaginar la alternativa al colonialis¬mo reside en que el colonialismo interno no es sólo ni principalmente una política de Estado, como sucedía durante el colonialismo de ocupación ex¬tranjera; es una gramática social muy vasta, que atraviesa la sociabilidad, el espacio público y el espacio privado, la cultura, las mentalidades y las subjetividades. Es, en resumen, un modo de vivir y convivir muchas veces compartido por quienes se benefician de él y por los que lo sufren. Para esta vertiente de la tradición crítica la lucha anticapitalista tiene que ser conducida de modo paralelo a la lucha anticolonialista. La dominación de clase y la dominación étnico-racial se alimentan mutuamente, por tanto, la lucha por la igualdad no puede estar separada de la lucha por el reconoci¬miento de la diferencia. Para esta vertiente, el desafío del poscolonialismo tiene en el continente un carácter originario. Nadie lo formuló de manera tan elocuente como José Carlos Mariátegui cuando, al referirse a la socie¬dad peruana (pero aplicable a las otras sociedades latinoamericanas), ha¬blaba del pecado original de la conquista: «[…] el pecado de haber nacido y haberse formado sin el indio y contra el indio» (s/f [1925]: 208). Y todos sabemos que los pecados originales son de muy difícil redención.

Los dos desafíos a la imaginación política progresista del continen¬te latinoamericano —el poscapitalismo y el poscolonialismo— y el tercer desafío de las relaciones entre ambos marcan la turbulencia que actual-mente atraviesa las ecuaciones que planteaba René Zavaleta: forma clase/forma multitud; sociedad civil/comunidad; Estado/nación; transforma¬ción por la vía del excedente económico/transformación por la vía de la disponibilidad democrática del pueblo (1983a, 1983b, 1986).

Estos tres desafíos son, de hecho, las corrientes de larga duración, las aguas profun¬das del continente que ahora afloran a la superficie de la agenda política debido al papel protagónico de los movimientos indígenas, campesinos, afrodescendientes y feministas en las tres últimas décadas. El papel prota¬gónico de estos movimientos, sus banderas de lucha y las dos dificultades de la imaginación política progresista ya mencionadas son precisamente los factores que determinan la necesidad de tomar alguna distancia con relación a la tradición crítica eurocéntrica. Además de ellos, hay dos otros factores de raíz teórica que refuerzan esa necesidad: la pérdida de los sus¬tantivos críticos y la relación fantasmal entre la teoría y la práctica. 3. La pérdida de los sustantivos críticos
Hubo un tiempo en que la teoría crítica era «propietaria» de un conjun-to vasto de sustantivos que marcaban su diferencia con relación a las teorías convencionales o burguesas. Entre ellos: socialismo, comunis¬mo, dependencia, lucha de clases, alienación, participación, frente de masas, etc. Hoy, aparentemente, casi todos los sustantivos desaparecie¬ron. En los últimos treinta años, la tradición crítica eurocéntrica pasó a caracterizarse y distinguirse por vía de los adjetivos con que califica los sustantivos propios de las teorías convencionales. Así, por ejemplo, si la teoría convencional habla de desarrollo, la teoría crítica hace re¬ferencia a desarrollo alternativo, democrático o sostenible; si la teoría convencional habla de democracia, la teoría crítica plantea democracia radical, participativa o deliberativa; lo mismo con cosmopolitismo, que pasa a llamarse cosmopolitismo subalterno, de oposición o insurgente, enraizado; y con los derechos humanos, que se convierten en derechos humanos radicales, colectivos, interculturales. Hay que analizar con cui-dado este cambio.

Los conceptos (sustantivos) hegemónicos no son —en el plano prag-mático— una propiedad inalienable del pensamiento convencional o li-beral. Como afirmo adelante, una de las dimensiones del contexto actual del continente es precisamente la capacidad que los movimientos sociales han mostrado para usar de modo contrahegemónico y para fines contra¬hegemónicos instrumentos o conceptos hegemónicos.6 6 De hecho, el sistema de reapropiaciones opera en doble vía. En los últimos veinte años asistimos a la apropiación por parte del Banco Mundial de consignas de teoría crítica como, por ejemplo, la democracia participativa y la participación en general.

Hay que tener en cuenta que los sustantivos aún establecen el horizonte intelectual y polí¬tico que define no solamente lo que es decible, creíble, legítimo o realista, sino también —y por implicación— lo que es indecible, increíble, ilegíti¬mo o irrealista. O sea, al refugiarse en los adjetivos, la teoría acredita en el uso creativo de la franquicia de sustantivos, pero al mismo tiempo acepta limitar sus debates y propuestas a lo que es posible dentro de un horizonte de posibilidades que originariamente no es lo suyo. La teoría crítica asu¬me, así, un carácter derivado que le permite entrar en un debate pero no le da posibilidad de discutir los términos del debate y mucho menos dis¬cutir el porqué de la opción por un debate dado y no por otro. La eficacia del uso contrahegemónico de conceptos o instrumentos hegemónicos es definida por la conciencia de los límites de ese uso. Estos límites son ahora más visibles en el continente latinoamericano en un momento en que las luchas sociales están orientadas a resemantizar viejos conceptos y, al mismo tiempo, a introducir sustantivos nuevos que no tienen precedentes en la teoría crítica eurocéntrica, tanto más que no se expresan en ninguna de las lenguas coloniales en que fue construida. He ahí la primera razón para tomar distancia de la teoría crítica eurocén¬trica. Si la toma de distancia no ocurre con éxito, el riesgo radica en no identificar o valorar adecuadamente tales novedades o, en otras palabras, en no aplicar ni la sociología de las ausencias ni la sociología de las emer¬gencias a las novedades políticas del continente.7 7 Véase en el Capítulo 2.1 y 2.2 a qué llamo la sociología de las ausencias y la sociología de las emergencias.

4. La relación fantasmal entre teoría y práctica

La segunda razón para tomar distancia con relación a la tradición crítica eurocéntrica reside en la enorme discrepancia entre lo que está previsto en la teoría y las prácticas más transformadoras en curso en el continente. En los últimos treinta años, las luchas más avanzadas han sido protago-nizadas por grupos sociales (indígenas, campesinos, mujeres, afrodescen-dientes, piqueteros, desempleados) cuya presencia en la historia no fue prevista por la teoría crítica eurocéntrica. Se organizaron muchas veces según formas (movimientos sociales, comunidades eclesiales de base, pi-quetes, autogobierno, organizaciones económicas populares) muy distin-tas de las privilegiadas por la teoría: el partido y el sindicato. No habitan los centros urbanos industriales sino lugares remotos en las alturas de los Andes o en llanuras de la selva amazónica. Expresan sus luchas muchas veces en sus lenguas nacionales y no en ninguna de las lenguas coloniales en que fue redactada la teoría crítica. Y cuando sus demandas y aspiracio¬nes son traducidas en las lenguas coloniales, no emergen los términos fa¬miliares de socialismo, derechos humanos, democracia o desarrollo, sino dignidad, respeto, territorio, autogobierno, el buen vivir, la Madre tierra.

Esta discrepancia entre teoría y práctica tuvo un momento de gran visibilidad en el Foro Social Mundial (FSM), realizado la primera vez en Porto Alegre en 2001. El FSM ha mostrado que la brecha entre las prácti¬cas de la izquierda y las teorías clásicas de la izquierda era más profunda que nunca. Desde luego, el FSM no se encuentra solo, como atestiguan las experiencias políticas de América Latina, la región donde surgió el FSM. Desde el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas a la elección de Lula en Brasil; desde los piqueteros argentinos al Movimiento Sin Tierra (MST); desde los movimientos indígenas de Bolivia y Ecuador al Frente Amplio de Uruguay, a las sucesivas victorias de Hugo Chávez en Venezuela y a la elección de Evo Morales en Bolivia, de Fernando Lugo en Paraguay y de José Mujica en Uruguay; desde la lucha continental contra el ALCA8 al proyecto de integración regional alternativo liderado por Hugo Chávez (ALBA9), nos encontramos con prácticas políticas que se recono¬cen como emancipadoras, pero que no estaban previstas por las grandes tradiciones teóricas de la izquierda eurocéntrica o que incluso las contra¬dicen. Como suceso internacional y punto de encuentro de tantas prácticas de resistencia y proyectos de sociedad alternativos, el Foro Social Mundial ha dado una nueva dimensión a esta ceguera mutua —de la práctica frente a la teoría y de la teoría frente a la práctica— y ha creado las condiciones para una reflexión más amplia y profunda sobre este problema. 8 Área de Libre Comercio de las Américas.
9 Alternativa Bolivariana para las Américas.

La ceguera de la teoría acaba en la invisibilidad de la práctica y, por ello, en su subteorización; mientras que la ceguera de la práctica culmina en la irrelevancia de la teoría. La ceguera de la teoría se puede observar en la manera en que los partidos convencionales de la izquierda, y los in-telectuales a su servicio, se han negado inicialmente a prestar atención al FSM o han minimizado su significado. La ceguera de la práctica, a su vez, está manifiestamente presente en el desdén mostrado por la gran mayoría de activistas del FSM hacia la rica tradición teórica de la izquierda euro¬céntrica y su total desprecio por su renovación. Este desencuentro mu¬tuo produce, en el terreno de la práctica, una oscilación extrema entre la espontaneidad revolucionaria o pseudo-revolucionaria y un posibilismo autocensurado e inocuo, y, en el terreno de la teoría, una oscilación igual¬mente extrema entre un celo reconstructivo post factum y una arrogante indiferencia por lo que no está incluido en semejante reconstrucción. En estas condiciones, la relación entre teoría y práctica asume carac¬terísticas extrañas. Por una parte, la teoría deja de estar al servicio de las prácticas futuras que potencialmente contiene, y sirve más bien para le¬gitimar (o no) las prácticas pasadas que han surgido a pesar de sí misma. Deja de ser una orientación para convertirse en una ratificación de los éxitos obtenidos por omisión o confirmación de fracasos preanunciados. Por otra, la práctica se justifica a sí misma recurriendo a un bricolaje teórico centrado en las necesidades del momento, formado por conceptos y lenguajes heterogéneos que, desde el punto de vista de la teoría, no son más que racionalizaciones oportunistas o ejercicios retóricos. Desde la perspectiva de la teoría, el bricolaje teórico nunca se califica como teoría. Desde el punto de vista de la práctica, una teorización a posteriori es un mero parasitismo.

Las causas de esta relación fantasmal entre la teoría y la práctica son múltiples, pero la más importante es que mientras la teoría crítica eurocéntrica fue construida en unos pocos países europeos (Alemania, Inglaterra, Francia, Rusia e Italia) con el objetivo de influir en las luchas progresistas de esa región del mundo, las luchas más innovadoras y trans¬formadoras vienen ocurriendo en el Sur, en el contexto de realidades so¬cio-político-culturales muy distintas. Sin embargo, la distancia fantasmal entre teoría y práctica no es solamente el producto de las diferencias de contextos. Es una distancia más bien epistemológica o hasta ontológica. Los movimientos del continente latinoamericano, más allá de los contex¬tos, construyen sus luchas sobre la base de conocimientos ancestrales, populares y espirituales que siempre fueron ajenos al cientismo propio de la teoría crítica eurocéntrica. Por otro lado, sus concepciones ontoló¬gicas sobre el ser y la vida son muy distintas del presentismo y del indi¬vidualismo occidentales. Los seres son comunidades de seres antes que individuos, y en esas comunidades están presentes y vivos los antepasa¬dos así como los animales y la Madre tierra. Estamos ante cosmovisiones no-occidentales que obligan a un trabajo de traducción intercultural para poder ser entendidas y valoradas.

En su brillante recorrido por la historia progresista del continente la-tinoamericano y, en especial, por las varias «concepciones del mundo» de carácter contestatario y emancipador que dominaron Bolivia en los dos últimos siglos, Álvaro García Linera analiza de modo lapidario cómo la «narrativa modernista y teleológica de la historia» se transformó, a partir de cierto momento, en una ceguera teórica y un bloqueo epistemológico ante los nuevos movimientos emancipadores. Dice García Linera: Esta narrativa modernista y teleológica de la historia, por lo general adaptada de los manuales de economía y de filosofía, creará un blo¬queo cognitivo y una imposibilidad epistemológica respeto a dos reali¬dades que serán el punto de partida de otro proyecto de emancipación, que con el tiempo se sobrepondrá a la propia ideología marxista: la temática campesina y étnica del país. (2009a: 482) La pérdida de los sustantivos críticos, combinada con la relación fan¬tasmal entre la teoría crítica eurocéntrica y las luchas transformadoras en la región, no sólo recomiendan tomar alguna distancia con relación al pensamiento crítico pensado anteriormente dentro y fuera del conti¬nente; mucho más que eso, exigen pensar lo impensado, o sea, asumir la sorpresa como acto constitutivo de la labor teórica. Y como las teo¬rías de vanguardia son las que, por definición, no se dejan sorprender, pienso que, en el actual contexto de transformación social y política, no necesitamos de teorías de vanguardia sino de teorías de retaguardia. Son trabajos teóricos que acompañan muy de cerca la labor transformadora de los movimientos sociales, cuestionándola, comparándola sincrónica y diacrónicamente, ampliando simbólicamente su dimensión mediante articulaciones, traducciones, alianzas con otros movimientos. Es más un trabajo de artesanía y menos un trabajo de arquitectura. Más un trabajo de testigo implicado y menos de liderazgo clarividente. Aproximaciones a lo que es nuevo para unos y muy viejo para otros.

Honduras jugando ya en la cancha de la banca salvadoreña

Honduras jugando ya en la cancha de la banca salvadoreña Roberto Pineda, 8 de enero de 2016

Lo que seguramente en el pasado reciente hubiese sido considerado como una grave amenaza a la seguridad nacional, es en la actualidad una formalidad de trámite, se trata del hecho que el holding hondureño Terra se va apoderar del quinto banco nacional en términos de activos, del Banco Citi, antiguamente Banco Cuscatlán de la familia Cristiani Llach, que pasará a ser propiedad de la familia Nasser. Se van adueñar tranquilamente del 10.4 por ciento de los activos del sistema, mientras que el recién creado Banco Azul, presidido por Carlos Enrique Araujo, único de propietarios locales, a duras penas alcanza el 0.6 %.

Esta evolución pone de manifiesto los profundos cambios ocurridos en la economía salvadoreña, la cual desde la aprobación del CAFTA en el 2006 ha transitado por un acelerado proceso de compraventa en sus principales empresas nacionales, incluyendo y principalmente la banca, que se encuentra casi totalmente transnacionalizada, afectando y debilitando así al sector oligárquico local, lo cual a su vez repercute en el plano político. Durante el 2015 este proceso de globalización, reflejado en el creciente predominio del capital transnacional así como la regionalización del capital oligárquico, se manifestó en diversos elementos.

Entre estos los siguientes: el Grupo hondureño Terra adquirió el Citibank, el Grupo guatemalteco Paiz construirá un hotel en Antiguo Cuscatlán, la cervecera belga-brasileña AB Invev se apodera de Industrias La Constancia; la aseguradora panameña ASSA adquiere la filial salvadoreña de AIG, la israelita IC Power cumple 20 años de presencia en el país mientras que la estadounidense Texaco cumplirá 80 años. A continuación ampliamos estas informaciones.

Grupo hondureño Terra adquiere Citibank El Salvador

El Grupo Terra conducido por el empresario Fredy Nasser, hoy dueño del Citibank, es además propietario desde 2009 de las 88 gasolineras UNO anteriormente de la inglesa Shell con un 20% del mercado, y además son copropietarios de la Refinería Petrolera Acajutla (RASA) junto con el Grupo Puma, de Suiza, que compró las estaciones de la estadounidense Esso.
Asimismo caerá en manos del Grupo Terra la principal compañía de seguros del país, Seguros e Inversiones, SISA, la mayor casa aseguradora salvadoreña (con activos a junio de 2015 de $206.9 millones) e incluso centroamericana, solo superada por el Instituto Nacional de Seguros de Costa Rica.
Ya antes, en agosto del año pasado, el también hondureño Banco Atlantida, propiedad de Guillermo Bueso Anduray, había comprado las acciones de Citi en una de las dos administradoras de pensiones existentes en el país, AFP Confía, con activos administrados equivalentes a $4,370 millones, 1.23 millones de afiliados y más de 30,900 beneficiarios.
La otra AFP llamada Crecer, pertenece al grupo colombiano Sura, que a la vez es dueño de la compañía de seguros Asesuiza, la segunda mayor compañía del sector asegurador, con $146.4 en activos. El tercer lugar lo ocupa la española Mapfre ($63.8 millones). El cuarto lugar la salvadoreña Aseguradora Agrícola Comercial, ACSA, presidida por Luis Alfredo Escalante Sol, con $63.2 millones. En quinto lugar la canadiense Scotia Seguros con $59.2 millones.
Con esta última compra, las cinco principales posiciones en activos en millones de dólares de la banca nacional estarán distribuidas según datos de la SSF de octubre de 2015, de la siguiente manera: Banco Agrícola 4,124.1 (Colombia), Davivienda 2,253.9 (Colombia, antes Inglaterra) Scotiabank 2,036.8 (Canadá) banco de América Central 1,881.3 (Colombia) y banco Citi 1, 613.4 (Honduras, antes Estados Unidos). Colombia con los lugares primero, segundo y cuarto, Canadá en el tercero y Honduras en el quinto.

Una inversión guatemalteca en Antiguo Cuscatlan

Con una inversión de más de $36 millones, el holding Latam Hotel Corporation construye el Hotel Hyatt Place de 140 habitaciones, en Antiguo Cuscatlán. Se supone que será inaugurado a mediados de este año, y formara parte del complejo del Centro Comercial Las Cascadas, también propiedad de la familia guatemalteca Paiz. Los hoteles Hyatt forman parte de las cadenas operadas por la colombiana GHL, corporación que incluye a los hoteles Sheraton entre otros.

El Grupo Paiz conducido por Carlos Paiz Andrade, abrió un Hiperpaiz en septiembre de 1999 en Soyapango con una inversión de $15 millones así como 18 Despensas Familiares en todo el país. En el 2003 abrió el segundo Hiper Paiz en el Hiper Mall Las Cascadas, en Antiguo Cuscatlan. En el 2011 vendió seis Hiper Paiz de Costa Rica, siete de Guatemala y los dos de El Salvador al gigante minorista estadounidense Walmart Stores, los que después compraron a las Despensas de Don Juan (Domenech). Hoy los Paiz vuelven a la carga con este hotel.

A nivel de bancos, los guatemaltecos G&T Continental (llega en el 2006) e Industrial (llega en el 2011) ocupan las posiciones octava y decimoprimera en el ranking nacional, poseyendo entre ambos el 5.3 % de los activos del sistema. El primero en desembarcar fue el G&T Continental que inició sus operaciones en el World Trade Center y en la actualidad posee 15 agencias. Este banco es propiedad de Jorge Castillo Love, Presidente de la Corporación Castillo Hermanos (un holding de 82 empresas), que a la vez incluye a Cervecería Centroamericana, Inversiones Centroamericanas, y Grupo Financiero Industrial. El banco Industrial es propiedad de Julio Herrera Zavala del Grupo Bicapital Corp, y tiene nueve sucursales.

La cervecera belga-brasileña AB Invev se apodera de Industrias La Constancia (SABMiller)

La que fue una industria insignia en el mercado salvadoreño, Industrias La Constancia, ILC, se ve hoy sometida a los vaivenes de la disputa mundial en el mundo de las cervezas. Adquirida por la británico-sudafricana SABMiller en el 2005, diez años después, desde octubre del 2015, pasa a formar parte del gigante cervecero conducido por la belga-brasileña o mejor dicho brasileña-belga AB Invev.

Es una compra del orden de los 106 mil millones de dólares y conducirá a crear la mayor empresa cervecera mundial unificando marcas como Budweiser, Stella Artois, Becks de AB Inbev con marcas como Miller, Pilsner, Cristal y las “salvadoreñas” Pilsener y Suprema de SABMiller. Controlaran el 30% del mercado mundial cervecero e incluso influirá sobre las bebidas gaseosas, ya que SABMiller es el embotellador oficial de Coca Cola en África así como en Honduras y El Salvador, mientras que el embotellador de Pepsi en nuestro país es la guatemalteca Cabcorp, de la familia Castillo, hoy convertida en CBC, que mantiene una alianza desde 2003 con la belga-brasileña AB Invev. La familia Castillo también es dueña del banco G&T Continental. Cervezas y banca.

Y resulta interesante que en este mundo globalizado y en el marco de esta multimillonaria transacción también aparezcan los dueños de lo que fue otra empresa insignia salvadoreña, me refiero a TACA que fue succionada por la colombiana Avianca en 2009, y uno de sus principales dueños, la poderosa familia Santo Domingo tiene también acciones en la venta de SABMiller. Los Santo Domingo poseían el 15.1% de SABMiller lo que los convertía en sus segundos accionistas. En la nueva empresa creada serán desplazados por familias empresariales belgas y brasileñas, pero pasaran a formar parte del nuevo gigante cervecero.

La panameña ASSA adquiere AIG en Centroamérica

El Grupo ASSA, propietario de la compañía de seguros ASSA y conducido por el empresario panameño Stanley A. Motta, adquirió en octubre pasado a las filiales centroamericanas de American International Group, AIG, incluida la salvadoreña. Resulta interesante que tanto el líder mundial en seguro, la estadounidense AIG al igual que el banco Citi y la petrolera Esso, decide abandonar la región centroamericana. Ya antes se había ido el inglés HSBC. Pero se queda AES controlando la distribución de energía.

En El Salvador, ASSA posee el 8.5 % el mercado local de seguros mientras que AIG el 2%. Con su fusión alcanzaran el 10.5%. El gerente general local de ASSA es Roberto Schildknecht Cohen, representando una nueva alianza de la familia Motta con este grupo empresarial salvadoreño, además de la que mantiene con el Grupo Poma, ya que administran conjuntamente , entre otros negocios, el centro comercial Mall Multiplaza pacific Panamá y los hoteles Courtyard by Marriot.

La israelita IC Power dueña de Nejapa Power

La transnacional israelita IC Power, con presencia en 10 países de América Latina e Israel, propietaria ya por 20 años de la generadora de energía Nejapa Power, invirtió el año pasado entre 4 y 5 millones de dólares en el mantenimiento de los motores de esta planta. Esta transnacional adquirió en el 2014 cuatro plantas generadoras en Nicaragua y una en Guatemala.

La estadounidense Texaco celebra 80 años en el mercado salvadoreño

La transnacional energética estadounidense Texaco, que en 2001 se fusionó con la Chevron Corporation, llegó al país en 1935 y cuenta en la actualidad con 92 estaciones de servicio, concentrando el 32% del mercado nacional, que se propone este año abrir otras 10 estaciones de servicio, con una inversión de $10 millones.

Es seguida por la suiza Puma Energy (anteriormente Esso) con un 23% del mercado y 92 estaciones de servicio, que planea invertir $20 millones en mejorar su capacidad de almacenamiento en Acajutla así como en el Aeropuerto Internacional, ya que también distribuyen combustible de avión.

En tercer lugar se encuentra la hondureña Uno (anteriormente Shell), del Grupo Terra, con 88 estaciones de servicio y cubriendo el 20% del mercado. Y por último, Alba Petróleos, consorcio salvadoreño-venezolano, con 51 estaciones de servicio, un 12% del mercado y planea inaugurar este año 14 gasolineras, con una inversión de $20 millones. Asimismo existen 89 estaciones de “bandera blanca” que cubren un 10% del mercado.

La homofobia mexicana

Luis de la Barreda Solórzano
La homofobia mexicana

Me referí la semana pasada a la persistencia milenaria de la homofobia en el mundo, combatida por minorías ilustradas en una de las luchas cruciales por los avances del proceso civilizatorio.

31 de Diciembre de 2015

En nuestro país la Suprema Corte de Justicia ha jugado un papel decisivo al declarar inconstitucionales las normas que no permitían el matrimonio entre personas del mismo sexo o la adopción de menores por parejas homosexuales. ¿Pero qué piensan al respecto los mexicanos?

En México, hace más de 50 años, escribió Xavier Villaurrutia acerca de la clandestinidad de su amor, penado no por la ley pero sí por el juicio social dominante:

A mí mismo me prohíbo

revelar nuestro secreto,

decir tu nombre completo

o escribirlo cuando escribo.

En 1901 se celebró en la Ciudad de México una fiesta de varones homosexuales que casualmente eran 41. No obstante que era una celebración privada, la policía los detuvo y la prensa dio enorme difusión al hecho. Unos lograron huir comprando su libertad a los policías. Otros fueron obligados a barrer las calles y se les envió en ferrocarril a Valle Nacional a realizar trabajos forzados. José Guadalupe Posada fijó la imagen popular de este acontecimiento imaginando que los participantes en la fiesta eran fenómenos, caballeros burdamente travestidos no obstante su bigote y sus patillas.

Después, un grupo muy importante de artistas revolucionarios decidió combatir a los raritos, como se les llamaba entonces. José Clemente Orozco los caracterizó cruelmente en un mural que tiene por título Los anales. En los muros de la Secretaría de Educación Pública, Diego Rivera se burla de Antonieta Rivas Mercado en una ilustración en la que una enérgica revolucionaria le entrega una escoba para que barra un número de Contemporáneos, una revista muy importante —auspiciada por aquella— en la que colaboraban varios poetas homosexuales. Con expresión de absoluta desolación, Antonieta ve a un obrero revolucionario ponerle el pie a un poeta con orejas de burro. Años más tarde, Antonio Ruiz El Corzo pintó Los 41, eligiendo como villanos antipopulares a Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Roberto Montenegro.

En 1925, Julio Jiménez Rueda se quejó del afeminamiento de la literatura, pues había escritores, sobre todo poetas, que aceptaban públicamente su homosexualidad.

En los años 30 se instaló en la Cámara de Diputados un comité de salud cuyo objetivo era depurar al gobierno de contrarrevolucionarios. El 31 de octubre de 1934, un grupo de escritores, intelectuales y artistas muy importantes —José Rubén Romero, Mauricio Magdaleno, Rafael F. Muñoz, Mariano Silva y Aceves, Renato Leduc, Juan O’Gorman, Javier Icaza, Francisco Elio Urquizo, Humberto Tejero, Jesús Silva Herzog, Héctor Pérez Martínez y Julio Jiménez Rueda— solicitó al comité que, si en verdad se intentaba purificar la administración pública, debía hacerse extensiva la depuración a los individuos de moralidad dudosa que detentaban cargos oficiales, quienes, con sus actos afeminados, además de constituir un ejemplo punible, creaban una atmósfera de corrupción que llegaba al extremo de impedir el arraigo de las virtudes viriles en la juventud. Si se combatía la presencia de los reaccionarios en las oficinas públicas, también debía combatirse la del hermafrodita, incapaz de identificarse con los trabajadores de la reforma social.

Ahora mismo, un amplísimo segmento de los mexicanos continúa siendo rabiosamente homofóbico. La encuesta sobre derechos humanos, discriminación y grupos vulnerables —que forma parte del proyecto Los mexicanos vistos por sí mismos: los grandes temas nacionales, coordinado por la doctora Julia Flores, del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM— revela espeluznantemente esa homofobia.

La cuarta parte de la población estaría de acuerdo en que se penalizaran las muestras públicas de homosexualidad ¡como en regímenes fundamentalistas que se rigen por la sharía! Tres de cada 10 no tolerarían que su vástago manifestara que es homosexual, y cuatro de cada 10 que usara vestimenta del sexo opuesto o solicitara cambiar de sexo. Menos de tres de cada 10 están de acuerdo con el matrimonio entre personas del mismo sexo.

La Alianza (la creación del patriarcado)

9. LA ALIANZA ( la creación del patriarcado)

La respuesta a la pregunta « ¿quién crea la vida?» es la esencia misma de cualquier sistema religioso de creencias. La facultad de engendrar incorpora al mismo tiempo el poder de creación, o la capacidad de crear algo de la nada, como el de procreación, o la capacidad de tener descendencia.

Hemos visto que las explicaciones sobre el poder de engendrar han pasado de la diosa-madre como principio único de fertilidad universal a la diosa-madre a quien dioses o reyes humanos acompañan para que sea fértil; y luego al concepto de un poder de creación simbólico expresado primero en «el nombre» y más tarde en «el espíritu creador».

También hemos presenciado el cambio experimentado en el panteón de dioses, desde la todopoderosa diosa-madre al omnipotente dios de la tormenta, cuya consorte es una versión domesticada de la diosa de la fertilidad. Al panteón de dioses sólo le queda verse reemplazado por un único poderoso dios masculino y que ese dios incorpore el principio del poder de engendramiento en su doble vertiente. Esta transformación, que se da de muchas maneras distintas en culturas diferentes, en el caso de la civilización occidental se produce en el Libro del Génesis.

El relato de la creación en el Génesis se aparta sensiblemente de los relatos de la creación de los otros pueblos en la región. Yahvé es el único creador del universo y de todo lo que en él existe. A diferencia de los principales dioses de los pueblos vecinos, Yahvé no está vinculado a ninguna diosa ni tiene lazos familiares. (1)
La creación del universo y de la vida sobre la tierra ya no tienen un origen maternal, y no hay ningún indicio de que el poder de creación y el de procreación vayan ligados. Todo lo contrario. El acto de creación por parte de Dios no tiene nada que ver con lo que puedan experimentar los humanos.
El gran avance en el pensamiento abstracto que representa la simbolización del poder de creación en «un concepto», un «nombre», el «aliento de vida», tiene su eco en las palabras iniciales: «Dijo Dios “haya luz”; y hubo luz» (Génesis, 1, 3). La palabra de Dios, el aliento de Dios, crean. La metáfora del soplo divino que da la vida está más elaborada en el Génesis, 2, 7: «Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices un aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente». Luego Dios forma a los animales del campo y las aves del cielo «y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera» (Génesis, 2, 19).

De esta manera, el aliento divino crea, pero el significado y el orden provienen del acto humano de dar un nombre. Y Dios otorga ese poder de dar nombre a Adán. Si leemos la palabra hebrea adam como «género humano», entonces podríamos pensar que Dios dio el poder de dar nombre tanto al varón como a la mujer de la especie. Pero en este caso concreto, Dios otorgó ese poder sólo al varón humano. (2)

Ello podría deberse simplemente a que aún no se había creado a la mujer, pero la pauta se repite tras la creación de Eva, cuando Adán le da un nombre del mismo modo que se lo había dado a los animales: «Entonces éste exclamó: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada“» (Génesis, 2, 23).

Aquí dar un nombre no es tan sólo un acto simbólico del poder de creación sino que, de una forma muy especial, define a la Mujer como una parte «natural» del hombre, carne de su carne, en el marco de una relación que resulta ser una peculiar inversión de la única relación entre humanos para la cual podría sostenerse una afirmación de esta índole, es decir, la que existe entre madre e hijo.

El Hombre se define aquí a sí mismo como «la madre» de la Mujer: gracias al milagro del poder creador divino se ha creado a partir de su cuerpo a otro ser humano, de la misma forma que una madre da vida con el suyo. La frase siguiente explica el significado del nexo en términos humanos: «Por eso deja el hombre a su padre y a la madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Génesis, 2, 24).

Aquí se toma la creación de la Mujer a partir del cuerpo del Hombre para dar una interpretación muy especial a este acontecimiento: la mujer fue creada como parte del hombre, por lo tanto el Hombre debe unirse a ella, ponerla por delante de cualquier otra relación de parentesco, y los dos serán una sola carne. Esa carne, como nos dice la fórmula que el Hombre utiliza para dar un nombre, será de Él, pues aquí a través del acto de creación de Dios y por su propio poder de imponer un nombre ha definido la autoridad que tiene sobre ella: absoluta y obligatoria.

Esta autoridad implica también intimidad; conlleva interdependencia y durante siglos de interpretaciones teológicas ha sido usada para dar un mayor valor a la relación matrimonial y con ella a la dignidad de las esposas. La ambigüedad y complejidad del pasaje han sido el motivo de que se interpretara de muchas formas distintas, de las que hablaremos más adelante. Imponer un nombre es un acto de poder, un símbolo de soberanía.

En los tiempos bíblicos, de acuerdo con la antigua tradición oriental, tenía también una cualidad mágica pues daba significado y predecía el futuro. Cuando al hijo de Agar se le da el nombre de Ismael, su destino queda sellado. En la Biblia se da este poder de «dar nombre» tanto a hombres como a mujeres. En los relatos bíblicos, exceptuando circunstancias especiales, el padre o la madre escogen el nombre de sus hijos. Pero hay otra forma de dar nombre, que podríamos llamar «renombrar», y que supone que se ha dado un nuevo y poderoso papel a la persona a quien se le ha impuesto.

Hemos mencionado antes los cincuenta apelativos que recibe el joven dios Marduk con su ascenso al poder. De forma similar, Dios da un nuevo nombre a las personas después de un evento importante. Tras la alianza, Él cambia el nombre de Abram por el de Abraham, «pues padre de muchedumbre de pueblos te he constituido» (Génesis, 17, 5), y el de Saray por Sara. Ello añade significado al hecho de que Adán, quien utiliza el poder de dar nombre en el relato de la creación antes citado, rebautiza a la Mujer con el nombre de Eva después de la caída. Se tiene la fuerte y constante impresión de que el varón comparte el poder divino de nombrar y renombrar. (3)

Las metáforas sobre el género más influyentes presentes en la Biblia han sido las de la Mujer, creada de la costilla del Hombre, y Eva, la tentadora que provoca la pérdida de gracia de la humanidad. Durante dos milenios se las ha citado como prueba del apoyo divino a la subordinación de las mujeres. Como tales, han ejercido gran influencia en la definición de los valores y las prácticas relativas a las relaciones de género. Aunque sea de esperar que las interpretaciones de una composición poética, mítica y localista como el Libro del Génesis varíen según las necesidades de los intérpretes, hemos de señalar que la tradición de traductores ha sido principalmente patriarcal, y que las diferentes interpretaciones feministas que unas mujeres han realizado durante los últimos siete siglos han sido hechas contra una tradición que se ha parapetado y cuenta con una aprobación teológica que viene de antes del cristianismo.
Hay dos versiones, algo contradictorias, del relato de la creación del Génesis. La versión J aparece en el Génesis, 2, 18-25, y fue escrita varios siglos antes de la versión P, que aparece al principio en el Génesis, 1, 27-29. En la versión J, Dios crea a Eva a partir de la costilla de Adán, mientras que en la versión P «él creó al hombre y a la mujer».
La crítica bíblica se ha centrado durante siglos sobre las discrepancias entre ambas versiones y los méritos de la una sobre la otra. (4) La versión P recuerda al Enuma Elish, el relato de la creación mesopotámico, en detalles varios y en el orden de los sucesos. Ello podría explicar la tesis andrógina de la creación Él creó al hombre y la mujer, pues reflejaría la influencia de las ideas religiosas mesopotámicas.
Algunos intérpretes han intentado extender esta resonancia andrógina a la versión J al señalar que la palabra hebrea adam, que significa género humano, equivale al término genérico de humanidad, que incluye a hombres y mujeres, y que escribir en mayúsculas el nombre de Adán es un error posterior fundado en supuestos androcéntricos. (5)
La consecuencia de ese «error», impreso en decenas de millares de copias de la Biblia en cada idioma, iba a añadir otro peso a las interpretaciones tradicionales del Génesis, 2, 18-25. Durante cientos de años se ha interpretado en su sentido más literal la creación de la mujer a partir de la costilla de Adán para indicar que la inferioridad de las mujeres tiene una procedencia divina.
Si la interpretación partía de que la costilla era una de las partes «inferiores» de Adán, lo cual denotaba inferioridad, o del hecho de que Eva fuera creada de la carne y los huesos de Adán mientras que él había sido creado de la tierra, el caso es que el pasaje ha tenido históricamente un profundo significado simbólico patriarcal.
A modo de ejemplo podemos citar la interpretación relativamente benigna que hace Calvino: Puesto que la raza humana ha sido creada en la persona del hombre, la dignidad común de toda nuestra naturaleza no tenía distinción… La mujer… no fue más que un añadido al hombre. Claro que no se puede negar que también la mujer, aunque en menor grado, fue creada a imagen de Dios… Por lo tanto podemos concluir que dentro del orden natural la mujer debe ser la que ayude al hombre. El proverbio vulgar dice que ella es un mal necesario; pero hay que escuchar a la voz de Dios, que dice que ha dado a la mujer como compañera y asociada del hombre, para ayudarle a una vida mejor. (6)
En otro lugar Calvino comenta que: «Se enseñó a Adán a reconocerse en su esposa, como si se viera en un espejo; y a su vez a Eva a someterse gustosamente a él pues era de quien había salido». (7)
Las feministas, intentando rehuir este significado, han utilizado diversas interpretaciones sutiles. Entre éstas se incluyen un ingenioso argumento planteado por Raquel Speght, de diecisiete años, hija de un clérigo inglés, quien en el año 1617 hizo observar que la mujer fue creada a partir de una materia refinada, mientras que Adán fue creado del polvo. «No se la formó del pie de Adán para que fuera inferior a él, ni de su cabeza para ser su superior, sino de su costado, cerca del corazón, para que fuera su igual». (8)
Más de doscientos años más tarde la norteamericana Sara Grimké centró su interpretación en el término «compañera». Se le dio una compañera, su igual en cualquier aspecto; del mismo modo que él, era un ser libre, con intelecto e inmortal, no era una mera pareja de los deseos animales de él sino que era capaz de entender todos sus sentimientos como ser responsable y moral. Si no hubiera sido así, ¿de qué modo, pues, se habría convertido en su compañera? … Era una parte de él, como si Yahvé hubiera planeado que la unicidad e identidad del hombre y la mujer fueran perfectas y completas. (9)
Este argumento, en cierta forma circular aunque se muestre firme en sus supuestos luteranos de libre albedrío y responsabilidad moral del individuo, elude las implicaciones de la imagen de la costilla en la creación de la mujer. En un audaz intento de «releer (no reescribir) la Biblia sin los anteojos» de la tendencia patriarcal, la moderna teóloga feminista Phyllis Trible nos presenta una provocativa reinterpretación del relato de la creación, del que opina que «está imbuido de la imagen de una deidad transexual». (10)
La reinterpretación de Phyllis Trible, del siglo XX, recuerda bastante a la de Grimké aunque parece que desconozca la obra de ésta. Trible encuentra una similitud entre la creación de Adán a partir del polvo y la de Eva a partir de la costilla en que ambos están hechos de una materia frágil que Yahvé ha de trabajar antes de que tengan vida. También considera el hecho de que Eva fuera creada la última como prueba de que fue la obra culminante de la creación. (11)
Otra teóloga feminista subraya la similitud fundamental en la principal afirmación que se hace sobre el hombre y la mujer: «La mujer es junto con el hombre la creación directa e intencionada de Dios y la joya de su creación. El hombre y la mujer están hechos el uno para el otro. Juntos constituyen el género humano, que es bisexual por naturaleza plena y esencial».(12)
En un argumento basado en consideraciones lingüísticas, R. David Freedman sostiene que la expresión «voy a hacerle una ayuda adecuada» podría significar «un poder igual al del hombre». (13) En cualquier caso, casi no hay evidencias en otras partes de la Biblia que secunden estas optimistas interpretaciones feministas.
Pasemos a examinar las diferentes fuentes del relato bíblico de la creación. Entre los elementos sumerios incorporados y transformados en la narración bíblica están el comer de la fruta prohibida, el concepto del árbol de la vida y la historia del diluvio. La descripción del Jardín del Edén tiene su paralelo en el jardín sumerio de la creación, que también se describe como un lugar bordeado por cuatro grandes ríos.

En el mito sumerio de la creación, la diosa-madre Nunhursag permitió que ocho preciosas plantas crecieran en el jardín pero prohibió a los dioses que comieran de ellas. Sin embargo el dios del agua, Enki, las comió y Ninhursag le condenó a morir. A consecuencia de ello, ocho órganos de Enki cayeron enfermos. El Zorro intercedió por él y la diosa accedió a conmutarle la sentencia de muerte. Ella creó una deidad curadora especial para cada uno de los órganos dañados. Cuando llegó a la costilla, dijo: «Para ti he hecho nacer la diosa Ninti». En sumerio «Ninti» tiene un doble significado, o sea, «la que gobierna la costilla» y «la que gobierna la vida».

En hebreo la palabra «Javvah» (Eva) significa «la que crea vida», lo que sugiere que puede haber una fusión de la Ninti sumeria y la Eva bíblica. La elección de la costilla de Adán como el lugar del que se crea a Eva puede que simplemente refleje la incorporación del mito sumerio. Stephen Langdon sugiere otra fascinante posibilidad cuando asocia «Javvh» en hebreo con el significado que esta palabra tiene en arameo, que es «serpiente». (14)

Tanto si se acepta como si se rechaza el origen sumerio del relato de la creación como explicación válida de la metáfora de la costilla de Adán, es significativo que históricamente se la haya ignorado y haya prevalecido en cambio la más sexista. El simbolismo del relato del Génesis sugiere una dicotomía entre Adán, creado del polvo, y Eva, sucesora de la antigua diosa de la fertilidad, creada de una parte del cuerpo humano, ambos imbuidos con sustancia divina gracias a la intervención de Yahvé.

La dicotomía se refuerza en la historia de la caída, cuando Yahvé decreta la división sexual del trabajo, esta vez a modo de castigo. Adán trabajará con el sudor de su frente, Eva parirá con dolor y educará a los hijos. Vale la pena señalar que el castigo impuesto convierte el trabajo del hombre en una carga, pero condena al dolor y al sufrimiento no sólo el trabajo de las mujeres sino su cuerpo con el que dan vida, una consecuencia natural de la sexualidad femenina.

Hay otro aspecto del texto del Génesis que merece nuestra atención. La divinidad creadora de la vida humana, que en el relato sumerio era la diosa Ninhursag, es ahora Yahvé, Dios padre y Señor. Puede que, si damos crédito a la versión P, Él «los» creara varón y mujer, pero hizo al varón a su misma imagen y a la mujer de otro modo. (15)

David Bakan, en una interpretación muy original y sugerente del Libro del Génesis, sostiene que el tema central del libro es que los hombres asumen la paternidad. Cuando los hombres realizan el descubrimiento «científico» de que la concepción proviene de la relación sexual entre ellos y las mujeres, comprenden que tienen el poder de procrear que hasta entonces creían que sólo poseían los dioses.

Los hombres, en su deseo por «legitimar las prerrogativas que parecía que les concedía el gran descubrimiento», aprendieron a distinguir entre «creación» (divina) y «procreación» (masculina). Sustituyeron la filiación matrilineal por la patrilineal y, a fin de garantizar la autoridad paterna, exigieron que las mujeres fueran vírgenes antes del matrimonio y absolutamente fieles durante éste.

Con esta explicación Bakan sigue el argumento de Engels, del que ya hemos hablado antes, pero añade: «Uno de los grandes dispositivos metafóricos… es conceptuar como “simiente” a la exudación sexual del hombre. Esta manera de pensar atribuye toda la carga genética al varón y nada a la mujer». Bakan afirma también que durante esta transición los hombres se adueñaron del papel de cuidadores-protectores de los niños, que hasta entonces había sido el papel femenino.

Lo denomina el «afeminamiento del varón» (16) Aunque la tesis de Bakan me parece convincente y en algunos puntos coincide con mis hallazgos, creo que su razonamiento es excesivamente determinista y que su método es ahistórico y muy subjetivo. Un ejemplo es la lectura que hace del Génesis, 6, 1-4: Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres les venían bien, y tomaron por mujeres a las que preferían de entre todas ellas. Y entonces dijo Yahvé: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días sean ciento veinte años».

Los nefilim existían en la tierra por aquel entonces, y también después, cuando los hijos de Dios se unían a las hijas de los hombres y ellas les daban hijos: estos fueron los héroes de la antigüedad, hombres famosos. Bakan considera este relato de las relaciones de seres divinos con mortales la pieza clave del proceso que describe en su tesis. Observa que el pasaje se ocupa de las cuatro grandes preocupaciones de los humanos: el origen, la muerte, la propiedad y el poder:

Los versos indican el origen de los hombres de valor. Muestran que la vida tiene término, si bien la muerte les sobreviene después de unos generosos ciento veinte años de vida. Indican la prerrogativa de uso, la esencia de la propiedad, que tienen los hijos de Dios con respecto a las hijas de los hombres, que toman para sí las que más prefieren. Demuestran que los hombres que nacieron de esas uniones fueron hombres con poder. (17)
Bakan fundamenta su argumento en una de las partes más complejas y controvertidas del Génesis. Gerhard von Rad interpreta este mismo texto de otro modo. Lee «hijos de Dios» (elohim) como «ángeles» y llama a la unión de éstos con las mortales «las nupcias de los ángeles». Los nefilim que nacen de esta unión son los gigantes de las mitologías. Von Rad, que interpreta la Biblia sólo como documento religioso, considera estas «nupcias de los ángeles» un ejemplo de la depravación de las criaturas de Dios (desde la caída, al pecado de Lot, hasta el diluvio).
La maldad inherente a los hombres queda ilustrada en estos incidentes, que van seguidos del castigo de Dios, y que terminan con la alianza, gracias a la misericordia redentora divina. [18] E. A. Speiser cree que «la naturaleza del fragmento nos impide realizar una interpretación fiable». También considera «seres divinos» a los elohim y para él la unión con las mujeres humanas es una abominación. Menciona la notable similitud que el relato de los gigantes tiene con un mito hurrita en el cual el dios de la tormenta Teshup ha de luchar contra un formidable monstruo de piedra. Speiser no hace ningún comentario acerca de las mujeres del relato. (19)
Creo que Bakan cometió un error al interpretar literalmente el término «hijos de Dios» y creer que se aplicaba a los varones humanos. La alusión a los gigantes de antaño y su parecido no sólo con el mito hurrita sino también con los mitos sumerio y griego del origen, que describen a unos gigantes míticos en lucha con los dioses, me parecen convincentes. (20)

A mi entender lo que importa en este texto es la alusión que se hace de las mujeres humanas como las hijas nacidas de los hombres. «Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas.» No se explica cómo los hombres empezaron a multiplicarse, pero la omisión de las mujeres en el proceso me parece muy significativa. Una habría esperado leer en el pasaje: «cuando las mujeres tuvieron hombres y ellos empezaron a multiplicarse». El texto, escrito por J en el siglo X a.C., evidencia que por aquel entonces ya estaban firmemente establecidas las asunciones patriarcales acerca de la procreación.
El autor no se ve en la obligación de explicar por qué «les nacieron a los hombres» seres humanos. De hecho, este es el presupuesto que prevalece en todo el Génesis. Dios llama a Isaac «el hijo de Abraham» y este es el lenguaje que se utiliza todo el tiempo. En la cronología, la «descendencia de los hijos de Noé» son «los hijos de sus padres». Y por consiguiente: «A Héber le nacieron dos hijos» (Génesis, 10, 25). Por supuesto, es lógico y de esperar que en una sociedad patrilineal la línea familiar se siga a través del padre, pero lo que aquí me interesa señalar es que esta forma metafórica de organizar el parentesco se vio un tanto transformada en una aseveración que no tiene nada que ver con la realidad de los hechos: no tan sólo el linaje, la misma procreación se había convertido en un acto masculino.

No hay ninguna madre implicada en el proceso. En las plegarias a Ishtar, igual que en las dirigidas a otras diosas de la fertilidad, uno de los atributos laudatorios de la diosa era que «ella hacía fecundas a las mujeres». En el Génesis ese lenguaje sólo se emplea con relación a Yahvé: «Vio Yahvé que Lía era aborrecida y la hizo fecunda» (Génesis, 29, 31); «Entonces se acordó Dios de Raquel … y abrió su seno, y ella concibió y dio a luz un hijo. Y dijo: “Ha quitado Dios mi afrenta“» (Génesis, 30, 22-23).

Asimismo, Eva dice después de haber concebido y parido a Caín: «He adquirido un varón con el favor de Yahvé» (Génesis, 4, 1). El poder de procreación está, pues, claramente definido como algo que emana de Dios, quien hace que las mujeres sean fecundas y bendice la simiente de los varones. Aun así, dentro del marco de referencia patriarcal, se honra el papel procreador de la esposa y madre.

En el relato de la caída, la maldición de la mortalidad que ha caído sobre Adán y Eva se suaviza simbólicamente cuando se les concede la inmortalidad que llega con el engendramiento, a través del poder de procrear. A este respecto hombre y mujer mantienen una relación idéntica con Dios. También podría interpretarse este aspecto de la caída como prueba de que la mujer, en el papel de madre, es la portadora del espíritu redentor y misericordioso de Dios.

El cambio decisivo en la relación entre el hombre y Dios se produce en el relato de la alianza y queda definido de tal manera que margina a la mujer. Con la alianza los humanos entran en la historia; en adelante su inmortalidad colectiva se convierte en uno de los aspectos de la alianza pactada con Yahvé.
Su paso por el tiempo y la historia es una prueba del cumplimiento de la promesa de Yahvé; sus acciones y su conducta colectiva son interpretadas y juzgadas bajo el prisma de sus obligaciones para con la alianza. La alianza, de una forma más literal, es también lo que une a las doce tribus distintas para que formen una nación. Antes de la construcción del templo, el altar de la alianza es el centro de la vida religiosa; el rito de la alianza, la circuncisión, simboliza la reconsagración de cada niño varón, de cada familia, a los deberes con la alianza. (21)

No es una casualidad ni carece de importancia el que las mujeres no estén presentes en ninguna de las vertientes de la alianza. Yahvé pacta varias alianzas con Israel: una con Noé (Génesis, 9, 8-17), dos con Abram (Génesis, 15, 7-18, y Génesis, 17, 1-13), y otra con Moisés
(Éxodo, 3; 6, 2-9, y 21-23).

La alianza con Noé preludia las otras: Yahvé promete no enviar jamás otro diluvio para destruir la tierra y las criaturas que habitan en ella, y elige el arco iris como «señal de la alianza». La alianza con Moisés, inclusive el Decálogo, es la elaboración concreta del pacto de alianza con Abraham. Puesto que no altera básicamente los conceptos de género implícitos en las alianzas previas, queda dentro de nuestro ámbito de investigación.

La definición fundamental de la relación entre el pueblo escogido y su Dios y de la comunidad de la alianza aparece en las alianzas con Abraham, que ahora pasaremos a analizar. En el capítulo 15 del Génesis, la promesa previa que Dios había hecho a Abram de tierras y descendencia se formaliza y se hace irrevocable merced al rito de la alianza.

Puesto que a los israelitas se les promete la ocupación efectiva de su tierra tan sólo en generaciones venideras, perciben el transcurso de la historia como cumplimiento de su destino. (22) Lo notable desde nuestro punto de vista es el lenguaje que se emplea para describir el proceso de engendramiento. Dios expresa su propósito con estas palabras que dirige a Abram: «te heredará uno que saldrá de tus entrañas» (Génesis, 15, 4). (23)

Le pide a Abram que cuente las estrellas y le promete: «Así será tu simiente»* (Génesis, 15, 5) y «a tu simiente he dado esta tierra» (Génesis, 15, 18). La «simiente» masculina adquiere así el poder y la bendición del poder procreador que reside en Yahvé. La metáfora de la simiente masculina implantada en el útero femenino, el surco, la tierra, es anterior al período en que se escribió el Antiguo Testamento.

Proviene, lo más seguro, de un contexto agrícola. Aparece, por ejemplo, en el relato del noviazgo de Inanna y Dumuzi, en el llamado «Cántico nupcial de los pastores». (24) Pero hay que señalar que la franca y gráfica descripción del acto sexual en el poema sumerio, en el que Inanna inquiere «¿quién sembrará en mi vulva, quién arará mi campo?», a lo cual el poeta responde «el rey Dumuzi lo arará para ti … », no confunde nunca la metáfora con el verdadero proceso.

Por ejemplo, se refiere a Dumuzi como «el que ha nacido de un vientre fecundo». Lo que sucede en el Génesis es que se ha transformado la antigua metáfora con el propósito de realzar el sentido patriarcal. La bendición de Dios sobre la «simiente» de Abram otorga la aprobación divina al traspaso del poder de creación que tiene la mujer al varón.

La principal alianza de Yahvé con Abram se presenta en el capítulo 17 del Génesis, que forma parte del documento P. Aquí el rito de la alianza es más formal y conlleva la participación activa de Abram. Dios promete a Abram, que se ha postrado ante Él: «Por mi parte he aquí mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos» (Génesis, 17, 5). Y añade: «Y estableceré mi alianza entre nosotros dos, y con tu simiente después de ti, de generación en generación: una alianza eterna, de ser yo el Dios tuyo y el de tu posteridad» (Génesis, 17, 7).

Yahvé reitera que Él dará la tierra de Canaán a Abram «en posesión perpetua». Y llegados a este punto Yahvé agrega importancia al ritual dando un nuevo nombre a Abram y Saray. ¿Qué le pide Dios a Abraham? Le pide que acepte que Él será el Dios de Israel, sólo Él y ningún otro. Y le pide que su pueblo, que le adorará sólo a Él, se distinga de las otras naciones por una señal física, una señal que sea fácilmente identificable: Esta es mi alianza que habéis de guardar entre yo y vosotros también tu posteridad: todos vuestros varones serán circuncidados. Os circuncidaréis la carne del prepucio, y eso será la señal de la alianza entre yo y vosotros [Génesis, 17, 10-11].

Hemos de tomar nota del hecho de que Yahvé pacta la alianza sólo con Abraham, sin incluir a Sara, y que cuando lo hace da su aprobación divina al liderazgo que ejerce el patriarca sobre su familia y su tribu. Abraham personifica a la tribu y la familia de una manera que la legislación romana, en un período bastante posterior, institucionalizaría como el pater familias. A Sara se la menciona en el pasaje de la alianza únicamente como la portadora de la «simiente» de Abraham: «Yo la bendeciré, y de ella también te daré un hijo. La bendeciré, y se convertirá en madre de naciones; reyes de pueblos procederán de ella» (Génesis, 17, 16).

Aunque a Abraham y a Sara se les bendice por igual como progenitores de reyes y naciones, el vínculo de alianza se establece sólo con los varones: primero con Abraham, luego explícitamente con el hijo de Abraham y Sara, Isaac, al que sólo se alude como hijo de Abraham. Es más, la comunidad de la alianza es definida por la divinidad como una comunidad masculina, como puede verse en la elección del símbolo que es la «señal de la alianza».

Los comentaristas se han centrado principalmente en la forma de la alianza, que guarda un enorme parecido con los tratados reales hititas. En dichos tratados se obliga al vasallo a atenerse a las órdenes especificadas en el tratado por el rey hitita; se trata, por tanto, de un contrato entre partes desiguales. El vasallo ha de confiar en la benevolencia del soberano, pero se ve obligado a cumplir su parte. Por lo general, el tratado era sellado con un juramento y con algún tipo de ceremonia solemne. Los comentaristas han señalado que existen notables paralelismos de forma entre la alianza con Moisés, tal y como se describe en los libros del Deuteronomio, Éxodo y Josué, y los tratados reales.
Coincidiría con el desarrollo histórico, en el que las doce tribus se constituirían en una confederación gracias a la ley mesiánica, mientras que la aceptación formal del Decálogo, la ceremonia del arca de la alianza y la circuncisión de los varones adultos serían el juramento obligatorio y la ceremonia solemne. Hay una gran probabilidad de que el énfasis que se da a la alianza en el documento P y las reiteraciones acerca de la alianza de Dios con David (Samuel, II, 23, 1-5; II, 7, 1-17) reflejen las necesidades políticas de legitimar el derecho de David al trono en el momento en que se escribió.
Yahvé dio a Abraham las tierras y le prometió que bendeciría su simiente y la de sus descendientes; Moisés unió a su pueblo obligándole a jurar su adhesión a la alianza. David, que afirmaba que descendía por línea directa de Abraham y que gracias a la alianza con Moisés reivindicaba el derecho a la tierra y a un liderazgo, formó una nación con las tribus. Tierra, poder y una nación eran la promesa implícita en la alianza. (25)
A pesar de que los comentaristas han discutido ampliamente las implicaciones políticas y religiosas de la alianza, no se han preocupado de explicar la naturaleza de la «señal» que la sella. Los comentarios acerca de la circuncisión han sido de manera uniforme poco esclarecedores. Se nos dice que la circuncisión era una práctica muy difundida en todo el antiguo Próximo Oriente, por razones de higiene, como preparación a la vida sexual, como sacrificio y una marca de distinción. Los babilonios, los asirios y los fenicios no la practicaban, pero sí lo hacían los egipcios y algunos pueblos mesopotámicos. Que se trata de una práctica antiquísima lo atestiguan testimonios pictóricos que datan del 2300 a.C. y las menciones a las cuchillas de sílex empleadas en las ceremonias, lo que supondría que era anterior a la Edad del Bronce. (26)
Todos los comentaristas coinciden en que el rito experimentó una transformación decisiva en Israel, no sólo por el sentido religioso que se le dio, sino porque pasó de realizarse en la pubertad a practicarla en la infancia. La circuncisión era entre muchísimos pueblos un rito de pubertad, que presumiblemente iniciaba a los hombres en la vida sexual y procreadora. Ese hecho y la manera en que los israelitas transformaron el rito merecen, por consiguiente, una mayor atención.
¿Por qué se decidió que el órgano que tenía que ser la «señal» fuera el pene circunciso? Si Yahvé, como numerosos comentaristas han sugerido, pretendía distinguir con esta marca en el cuerpo a su pueblo de los demás, ¿por qué motivo no la situó sobre la frente, el tórax o el dedo? Si, como otros comentaristas han insinuado, el rito era meramente higiénico, ¿por qué se escogió concretamente ése, que sólo afectaba a los varones, de entre los varios ritos y costumbres relativos a la salud y la nutrición que hubieran servido igual?

Calvino fue, por una vez, consciente de los problemas que planteaba este pasaje bíblico e intentó tratarlo con franqueza en sus Comentarios. Os circuncidaréis la carne del prepucio. A primera vista esta orden resulta bastante extraña e inexplicable. El tema que se discute es la sagrada alianza… ¿y quién puede creer que sea sensato que el signo de un misterio tan grande consista en la circuncisión? Pero del mismo modo que Abraham tuvo que enloquecer para probar su obediencia a Dios, cualquiera que sea sabio recibirá con modestia y reverencia aquello que Dios, a nuestro parecer de forma absurda, nos ha ordenado. Y aun así nos preguntamos si existe alguna analogía clara entre la señal visible y lo que significa. (27)

La pregunta de Calvino acerca del simbolismo sexual de la circuncisión es atinada. Creo que la clave para su interpretación se halla en los diferentes pasajes que hemos citado antes y en los que Yahvé promete bendecir la «simiente» de Abraham. ¿Qué puede haber más lógico y apropiado que utilizar como principal símbolo de la alianza el órgano que produce esa «simiente» y que la «planta» en el útero femenino? Nada convencería más al hombre de la vulnerabilidad de este órgano y de que depende de Dios para ser fértil (inmortal).

La ofrenda de otra parte del cuerpo no hubiera lanzado un mensaje tan vivo y descriptivo al hombre de la conexión entre su capacidad reproductora y la gracia de Dios. Puesto que Abraham y los hombres de su linaje pasaron el rito de la circuncisión cuando ya eran adultos, el acto en sí, que debió ser muy doloroso, evidencia su confianza y su fe en Dios y la sumisión a sus deseos. El simbolismo implícito en la circuncisión está repleto de ecos patriarcales. No solamente significa que ahora el poder de procrear reside en Dios y en los varones humanos, sino que también lo vincula a la tierra y al poder.

Las teorías psicoanalíticas han sugerido que el pene es el símbolo del poder para los hombres y las mujeres de la civilización occidental, y considera a la circuncisión un sustituto simbólico de la castración. Esta explicación nos remite a una referencia histórica interesante: en la época en que se redactó la Biblia y anteriormente, los sacerdotes y las sacerdotisas de la diosa de la fertilidad Ishtar consagraban su sexualidad a la diosa. Algunos aceptaban voluntariamente la virginidad o el celibato, mientras que otros realizaban el acto sexual ritual en honor a la diosa.

En cualquier caso, los humanos sacrificaban su propia sexualidad para celebrar y acrecentar la fertilidad de la diosa. No es inconcebible que el rito de la circuncisión exigido en señal de alianza sea una adaptación del antiguo rito mesopotámico, pero transformado para celebrar la fertilidad del único Dios y las bendiciones que Él derrama sobre el poder de procreación masculino. (28)
Lo más extraordinario es la omisión de un papel simbólico o de un ritual de la madre dentro del proceso de procreación. Dios bendice la simiente de Abraham como si ésta pudiera engendrar por sí sola. La imagen de los pechos de la diosa de la fertilidad que amamanta la tierra y los campos ha sido reemplazada por la imagen del pene circunciso que simboliza el pacto de alianza entre los hombres mortales y Dios. Se les promete la inmortalidad colectiva, en forma de una descendencia numerosa, tierras, poder y victorias sobre los enemigos de los pueblos de la alianza, si cumplen con sus obligaciones, entre las cuales prima la circuncisión: «El incircunciso, el varón a quien no se le circuncide la carne de su prepucio, ese tal será borrado de entre los suyos por haber violado mi alianza» (Génesis, 17, 14).
La aceptación del monoteísmo, la circuncisión y la observancia de las leyes divinas tal y como le han sido dadas a Moisés son las obligaciones del pueblo escogido y le distinguirán de sus vecinos. Pero su cohesión y su pureza ha de garantizarse mediante la circuncisión de los varones y la estricta virginidad de las mujeres antes del matrimonio. El control sexual que asegura la dominación paterna se ve ascendido aquí no meramente a un arreglo social de los hombres, que queda incorporado a una legislación hecha por el hombre, como, por ejemplo, sucedía en los códigos jurídicos mesopotámicos; se presenta aquí como la voluntad de Dios expresada en su alianza con los hombres de Israel.
A la pregunta «¿quién crea la vida?», el Génesis responde: Yahvé y el varón que Él ha creado a su imagen. Nos queda por discutir la tercera de las grandes cuestiones religiosas: «¿Cuál es el origen del mal y de la muerte en el mundo?».Los antiguos mesopotámicos se hacían esta pregunta separándola en dos partes: ¿De qué manera la humanidad disgustó a los dioses? y ¿por qué sufre un hombre bueno?
El concepto mesopotámico de los dioses iguales a gobernantes y de los humanos como sus obedientes servidores implicaba que, cuando se padecían infortunios, enfermedades o derrotas en la tierra, era debido a que los seres humanos habían disgustado de alguna manera a los dioses. En el pensamiento mesopotámico se aceptaba la muerte como algo real; era el destino de la humanidad y no se la podía evitar, y estaba personificada por un dios o una diosa. Asimismo, la vida eterna es fundamental; puede alcanzarse si se come cierto alimento o del «árbol de la vida». (29)
En la Epopeya de Gilgamesh hay dos pasajes que están relacionados con nuestro tema. Uno es la experiencia del hombre salvaje, Enkidu, que vive en armonía con la naturaleza y con quien hablan los animales. Después de que una ramera le conceda sus favores y le «civilice» al mantener relaciones sexuales con él durante siete días, los animales le rehúyen. «Ya no era como antes / pues ahora era sabio, tenía más conocimientos.» Y la ramera le dice: «Eres sabio Enkidu, te has hecho igual a un Dios». (30)

La adquisición del conocimiento sexual separa a Enkidu de la naturaleza. El conocimiento humano se reviste aquí de connotaciones sexuales y con la sugerencia de que ello aproxima a Enkidu más a los dioses que a los animales. El segundo tema es la búsqueda de la inmortalidad por parte del hombre. Gilgamesh, tras la muerte de su bien amado amigo Enkidu, vaga por el mundo en busca del secreto de la inmortalidad. Después de varias aventuras se le ofrece una planta, un secreto de los dioses, «gracias a la cual un hombre puede recuperar su aliento vital», pero una serpiente se la roba.

Aunque Gilgamesh es un semidiós, finalmente se le niega el secreto de la inmortalidad que es un privilegio de los dioses. Hemos de destacar el papel de la serpiente, que generalmente va asociada a la diosa de la fertilidad y le guarda sus conocimientos secretos. La escuela de teología sumeria de Eridu nos ha proporcionado uno de los primeros mitos sobre la caída del hombre. El dios Ea ha creado un hombre, Adapa, que es un hábil navegante. «Él poseía unos conocimientos infinitos que le permitían dar nombre a todas las cosas con el aliento de la vida.» (31)

Adapa, durante una discusión con el dios del viento del sur, le rompe las alas y por dicho crimen el dios Anu requiere su presencia en el cielo. El mentor de Adapa, el astuto dios Ea, le previene que no coma o beba nada de lo que le ofrezcan en el cielo. Obediente a las instrucciones recibidas, Adapa rechaza el pan y el agua de la vida que le ofrece el dios Anu. Se le devuelve a la tierra y se le hace responsable de todos los males que caen sobre la humanidad. «Y cualquier mal que este hombre haya traído sobre los hombres… que caiga sobre él el horror.»` En estos mitos los dioses guardan celosamente el poder que les otorga la inmortalidad.

A los hombres que aspiran a obtener el conocimiento divino se les culpa de traer el mal al mundo. Hemos de advertir, asimismo, que los medios con los cuales los humanos adquieren conocimientos divinos es por comer y beber ciertas sustancias y mantener relaciones sexuales. En el relato bíblico de la caída encontramos todos estos elementos: el árbol del conocimiento, la fruta prohibida, la serpiente, con su asociación a la diosa de la fertilidad y a la sexualidad femenina.

El árbol de la vida y su fruto ya están antes asociados con la diosa de la fertilidad. Desde comienzos del tercer milenio a.C. en adelante la vemos representada sosteniendo una fruta o espigas de trigo o, alternativamente, un cuenco del que mana el agua de la vida (véanse las ilustraciones 4 y 13). Posteriormente, los reyes y gobernantes tomarán algunos de estos símbolos. Una de las representaciones más antiguas en las que se asocia al gobernante con el árbol de la vida es una estatua del dirigente Gudea de Lagash (2275-2260 a.C.), que sostiene una jarra y reparte el agua de la vida con una pose idéntica a la que tiene una escultura de la diosa Ishtar hallada en Mari (véase la ilustración 12).
La Estela de Ur-Nammu de Ur muestra al monarca coronado sentado ante un vaso de libación del cual mana agua y del que crece el árbol de la vida. Una pintura mural del palacio de Mari representa la investidura del rey Zimri-Lim por la diosa Ishtar. Un panel inferior muestra a dos figuras que parecen diosas con la típica corona; cada una sostiene un cuenco del que mana el agua formando cuatro grandes ríos. De cada uno de los cuencos de agua brota un árbol de la vida.(33)
La imagen pervive durante casi dos mil años. La encontramos en muchísimos sellos (véanse las ilustraciones 18 y 20) y la vemos en las monumentales esculturas de los muros del palacio de Asurbanipal de Asiria, construido en el siglo VII a.C. La encontramos en un mural que representa al rey y la reina celebrando un banquete bajo una enramada (véase la ilustración 22). El motivo del rey y su séquito o ciertas figuras míticas de genios regando el árbol de la vida aparece en algunos de los relieves en los muros de aquel palacio (véanse las ilustraciones 18-21).(34)
El símbolo estaba muy difundido en Canaán, donde Aserá, la diosa de la fertilidad, estaba simbolizada por un árbol de forma estilizada. Su culto, popular en Israel durante el período patriarcal, tenía lugar en las arboledas. (35) Dentro de nuestros objetivos merece la pena observar la dirección general que toma la evolución de este símbolo, desarrollo que encaja dentro del modelo de ascenso del patriarcado, que ya hemos dejado al descubierto.
Al principio el árbol de la vida y su fruto la cañafístula, la granada, el dátil, la manzana estaban asociados a la diosa de la fertilidad. En la época de la formación de la monarquía, los soberanos se arrogaron algunos de los servicios a la diosa y con ellos parte de su poder, y se representaban a sí mismos con los símbolos ligados a ella. Llevan el jarro del agua de la vida; riegan el árbol de la vida. Es muy probable que este avance coincidiera con el cambio de concepto de la diosa de la fertilidad: es decir, que ahora tenía que contar con un consorte masculino para iniciar su fertilidad.

El rey de las nupcias sagradas se convierte en el rey «que riega» el árbol de la vida. Este cambio es especialmente llamativo en los paneles del palacio de Asurbanipal en Nínive, que revelan los cambios de definición del género de forma bastante categórica. El rey y sus sirvientes tienen un tamaño enorme; se les representa ataviados de guerreros con la armadura, tienen poderosos músculos y portan armas. Sin embargo, el rey lleva una regadera, con lo que rinde homenaje al principio de fertilidad simbolizado en el árbol de la vida.

El centro de poder ha pasado claramente de la mujer al hombre, pero no se puede ignorar al reino de la diosa; hay que honrarlo y pacificarlo. El simbolismo hebreo estaba fuertemente influido por la herencia mesopotámica y cananea, los vecinos de Israel.

En la historia de la caída encontramos todos los elementos simbólicos de esa herencia transformados de forma intensa y significativa. En el relato bíblico del paraíso hay dos árboles: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal: «y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal» (Génesis, 2, 9). La segunda alusión que se hace es más ambigua y parece que se hayan fundido ambos significados en un solo símbolo: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Génesis, 2, 16-17). Puesto que aquí no se prohíbe comer del árbol de la vida, cabe presumir que ambos árboles han quedado fundidos en uno. Pero (Génesis, 3, 22) Dios los separa claramente y expulsa a Adán y Eva del jardín: «no alargue su mano y tome también del árbol de la vida y comiendo de él viva para siempre». (36)

En el relato bíblico la ciencia que se prohíbe a la humanidad tiene una doble naturaleza: es un conocimiento moral, la ciencia del bien y del mal, y un conocimiento sexual. Cuando los seres humanos adquieren el conocimiento del bien y del mal, toman para sí la obligación de adoptar decisiones morales, pues han perdido la inocencia y con ella la facultad de cumplir los deseos de Dios sin consideraciones de carácter moral. La humanidad que ha caído en desgracia con este acto de adquirir un nivel mayor de «conocimientos» asume la carga de distinguir entre el bien y el mal y de optar por un dios a fin de salvarse.
La otra vertiente de la ciencia es el conocimiento sexual; queda patente en la frase que describe una de las consecuencias de la caída: «y se dieron cuenta de que estaban desnudos» (Génesis, 3, 7). Las consecuencias de la transgresión de Adán y Eva caen con distinto peso sobre la mujer. La consecuencia del conocimiento sexual es separar la sexualidad femenina de la procreación. Dios pone enemistad entre la serpiente y la mujer (Génesis, 3, 15).
En el contexto histórico de la época en que se redactó el Génesis, la serpiente estaba claramente asociada a la diosa de la fertilidad y era su representación simbólica. De esta manera, por mandato divino, la sexualidad libre y abierta de la diosa de la fertilidad le iba a ser prohibida a la mujer caída. La maternidad sería la forma en que encontraría expresión su sexualidad.
Por tanto, se definía dicha sexualidad como servicio a su papel de madre y estaba limitada a dos condiciones: ella tenía que estar subordinada al marido y pariría sus hijos con dolor. Pero allí, en el centro del jardín, quedaba el árbol de la vida. En el acto de la pareja humana de probar la fruta prohibida del árbol de la ciencia está implícito que ellos aspiraban a adquirir el misterio del árbol de la vida, el conocimiento de la inmortalidad, que está reservado a Dios.
La implicación se evidencia tanto en la orden antes citada que prohíbe el fruto como en el castigo de Dios, «porque eres polvo y al polvo tornarás» (Génesis, 3, 19). Aspirar al conocimiento de Dios es el supremo acto de insolencia; el castigo por ello es la mortalidad. Pero Dios es misericordioso y redime, y por tanto el castigo sobre Eva tiene también una connotación redentora. De una vez y para siempre se separa el poder de creación (y con ella el secreto de la inmortalidad) del de procreación.
La facultad de crear está reservada a Dios; la procreación de seres humanos es el destino de las mujeres. La maldición que cayó sobre Eva lo convierte en un destino doloroso y de subordinación. Pero hay la otra cara del relato de la caída. La maldición de Dios sobre Adán acaba cuando le adjudica la mortalidad. Y, sin embargo, en la siguiente línea Adán da a su esposa el nombre de Eva «por ser ella la madre de todos los vivientes».
Es el reconocimiento profundo de que en ella reside la única inmortalidad a la que pueden aspirar los humanos: la inmortalidad de la descendencia. He aquí el aspecto redentor de la doctrina bíblica de la división del trabajo según el sexo: no sólo el hombre trabajará con el sudor de su frente y la mujer parirá con dolor, sino que hombres y mujeres mortales dependen de la función redentora, dadora de vida, de la madre para la única inmortalidad que podrán experimentar.
En el primer acto después de la caída, Adán da un nombre a Eva o, más bien, reinterpreta de esta manera el significado de su nombre. Eva, caída en desgracia, ha de tomar esperanza y coraje de su nuevo papel redentor de madre, pero hay dos condiciones que definen y delimitan sus opciones, ambas impuestas por Dios: se le separa de la serpiente y su marido la dominará. Si entendemos que la serpiente era el símbolo de la antigua diosa de la fertilidad, esta condición resulta fundamental en el establecimiento del monoteísmo.

Se repetirá y reafirmará en la alianza: sólo habrá un único Dios y la diosa de la fertilidad será desechada como algo malo y se convertirá en el símbolo del pecado. No tenemos que forzar la interpretación para verlo como la condena de Yahvé a la sexualidad femenina practicada de modo libre y autónomo, incluso sagrada.
La segunda condición es que Eva, para que se la honre de por vida, deberá estar gobernada por su marido. Es la ley del patriarcado, perfectamente definida aquí y a la que se otorga la aprobación divina. Hemos visto un desarrollo anterior, que conduce a una definición parecida, en el código de Hammurabi y en el artículo 40 de las leyes mesoasirias. Ahora la vemos bajo la apariencia de decreto divino totalmente integrada en una poderosa visión religiosa del mundo.
Acabamos de ver cómo se respondió a las preguntas de «¿quién creó la vida?» y «¿quién habla con Dios?» en diferentes culturas, y hemos visto cómo la respuesta a ambas en el Antiguo Testamento reafirmaba el poder de los hombres sobre las mujeres. A la cuestión de «¿quién trajo el mal y la muerte al mundo?», el Génesis responde: «la mujer en su alianza con la serpiente, que representa la libre sexualidad femenina».
Acorde a esta manera de pensar está que se debería excluir a las mujeres de la participación activa en la comunidad de la alianza y que el símbolo de esa comunidad y de ese pacto con Dios deberá ser un símbolo masculino. El desarrollo del monoteísmo en el Libro del Génesis supuso un paso enorme de los seres humanos hacia el pensamiento abstracto y la definición de símbolos con carácter universal.
Es un trágico accidente de la historia que este avance se produjera en una sociedad y bajo unas circunstancias que reforzaron y reafirmaron el patriarcado. Así es que el proceso de creación de símbolos ocurrió de tal modo que marginó a las mujeres. Para éstas, el Libro del Génesis representó su definición como criaturas diferentes en esencia a los hombres; una redefinición de su sexualidad como beneficiosa y redentora sólo dentro de los límites fijados por el dominio patriarcal; y por último el reconocimiento de estar excluidas de representar de forma directa el principio divino. El peso de la narración bíblica parece decretar que por deseo de Dios las mujeres estaban incluidas en la alianza de Él sólo gracias a la mediación de los hombres. Este es el momento histórico en que muere la diosa-madre y se la sustituye por el Dios padre y la madre metafórica bajo el patriarcado.
1. William F. Albright, From the Stone Age to Christianity, Baltimore, 1940, p. 199; E. O. James, Myth and Ritual in the Ancient Near East, Londres, 1958, p. 63.
2. Gerhard von Rad, en su apreciado trabajo Genesis: A Commentary (Filadelfia, 1961; trad. de la ed. alemana, 1956), comenta: «Dar nombre es un acto de copiar y de dar el orden apropiado al mismo tiempo, por el cual el hombre objetiviza intelectualmente por sí mismo a las criaturas … En el antiguo Oriente imponer un nombre era principalmente una muestra de realeza, de poder» (p. 81). Véanse también Roland de Vaux, O.P., Ancient Israel: Its Life and Institutions, Nueva York, 1961; edición de bolsillo, 2 vols. 1965, 1, pp. 43-46; Speiser, The Anchor Bible: Genesis, Garden City, Nueva York, 1966, pp. 126-127; Sarna, Understanding Genesis, Nueva York, 1966, pp. 129-130; Alfred Jeremias, Handbuch der Altorientalischen Geisteskultur, Berlín, 1929, pp. 33-34.
3. Phyllis Trible intenta interpretar el pasaje «Ésta será llamada mujer» (Génesis, 2, 23) no como el acto de imposición de un nombre a Eva por parte de Adán, sino como el reconocimiento de su sexualidad y género, una especie de definición. Cuando discute el contradictorio pasaje del versículo 3, 20, donde «el hombre llamó a su mujer Eva» y que, tal y como ella admite, es la aseveración del poder de él sobre ella, lo explica como «la corrupción de una relación mutua e igual» por parte de él. Trible, «Depatriarchalizing in Biblical Interpretation», Journal of the American Academy of Religion, vol. 41, marzo de 1973, p. 38 y la cita es de la p. 41. Esta explicación me parece poco convincente y forzada, aunque simpatice con el esfuerzo que hace Trible por ofrecer otra lectura distinta a la patriarcal.
4. La interpretación actual y que parece que acepta todo el mundo es que ambas versiones fueron escritas independientemente y que ambas provienen de un corpus de tradiciones anterior. Véase E. A. Speiser, Genesis, pp. 8-11; Nahum M. Sarna, Understanding Genesis, pp. 1-16.
5. La última versión feminista de este argumento está en Maryanne Cline Horowitz, «The Image of God in Man; Is Woman Included?», Harvard Theological Review, vol. 72, n.°’ 3-4 (julio-octubre de 1979), pp. 175-206.
6. Juan Calvino, Commentaries on the First Book of Moses called Genesis, trad. del reverendo John King, Grand Rapids, Michigan, 1948, vol. I, p. 129. 7. Ibid., pp. 132-133.
8. Rachel Speght, A Mouzell for Melastomus, the Cynical Bayter and foulemouthed Barker against Evah’s Sex, Londres, 1617.
9. Sarah M. Grimké, Letters on the Eguality of Sexes and the Condition of Women, Boston, 1838, p. 5.
10. Phyllis Trible, «Depatriarchalizing», pp. 31 y 42.
11. Ibid., pp. 36-37.
12. Phyllis Bird, «Images of Women in the Old Testament», en Rosemary Radford Ruether, ed., Religion and Sexism, Nueva York, 1974, p. 72. 13. R. David Freeman, «Woman, a Power Equal to Man; Translation of Woman as a “Fit Helpmate” for Man Is Questioned», Biblical Archaeologist, vol. 9, n.° 1 (enero-febrero de 1983), pp. 56-58. 14. Stephen Langdon, The Sumerian Epic of Paradise, The Flood and The Fall of Man, Universidad de Pensylvania, publicaciones de la sección sobre Babilonia del Museo de la Universidad, vol. 10, n.° 1 (Filadelfia, 1915), pp. 36-37. I. M. Kikawada presenta un interesante paralelismo entre el nombre de Eva, «madre de todos los vivientes», y el apelativo «señora de todos los dioses» que recibe la diosa creadora Mami en la epopeya babilónica de Atrahasis. Véase 1. M. Kikawada, «Two Notes on Eve», Journal of Biblical Literature, vol. 19 (1972), p. 34. 15. Maryanne Cline Horowitz, coincidiendo con la interpretación de Phyllis Trible, sostiene que el concepto de «hombre y mujer a imagen de Dios» nos invita a «trascender las metáforas masculinas y femeninas de Dios que proliferan en la Biblia y a trascender nuestras personalidades e instituciones sociales históricas ante el reconocimiento del Único». Horowitz, «Image of God», p. 175. Estoy de acuerdo en que el texto es lo bastante ambiguo para «dejar abierta» la posibilidad a una interpretación menos «misógina», pero creo que en la Biblia el peso mayor de los símbolos del género recae en las interpretaciones patriarcales y, como se ha indicado antes, éstas son las que han imperado durante dos mil años. 16. David Bakan, And They Took Themselves Wives: The Emergence of Patriarchy in Western Civilization, Nueva York, 1979, pp. 27-28. Una explicación psicológica similar de la necesidad que tienen los hombres de una autoridad y un dominio simbólicos se encuentra en Mary O’Brien, Politics of Reproduction, Boston, 1981.
17. Bakan, And They Took Themselves Wives, p. 28.
18. Von Rad, Genesis, pp. 113-116.
19. Speiser, Anchor Bible, pp. 44-46.
20. James, Myth and Ritual, pp. 154-174.
21. Delbert R. Hillers, Covenant: The History of a Biblical Idea, Baltimore, 1969, pp. 66, 74-80.
22. Sarna, Understanding Genesis, pp. 122-124.
23. Compárese con el nacimiento partenogenético de Atenea a partir de la cabeza de Zeus. * En la versión inglesa de la Biblia que emplea la autora se habla de seed, «semilla» o «simiente», aunque en la edición castellana de la Biblia de Jerusalén se utiliza el término «descendencia». A pesar de que para la traducción de las citas bíblicas se ha seguido siempre este último texto, en este caso concreto se ha respetado el original inglés para no romper con la argumentación de la autora (N. de la t.).
24. Véase Thorkild Jacobsen, The Treasures of Darkness: A History of Mesopotamian Religion, New Haven, 1976, p. 46.
25. Para una completa y esclarecedora discusión en torno a la alianza, véase Hillers, Covenant, passim; en lo que respecta a las tres distintas alianzas, véase especialmente el capítulo 5. Véase también G. Mendenhall, «Covenant Forms in Israelite Tradition», Biblical Archaeologist, vol. 17 (1954), pp. 50-76.
26. Sarna, Understanding Genesis, pp. 131-133, De Vaux, Ancient Israel, pp. 46-48; Robert Graves y Raphael Pata¡, Hebrew Myths: The Book of Genesis, Nueva York, 1983, p. 240; los artículos «Circumcision» en la Encyclopaedia Judaica, vol. 5, p. 567, y The Interpreter’s Bible, Nueva York, 1962, pp. 629-631; Michael V. Fox, «The Sign of the Covenant: Circumcision in the Light of the Priestly “ôt” Etiologies», La Revue Biblique, vol. 81 (1974), pp. 557-596. Fox considera que la circuncisión es un signo cognitivo «cuya función es la de recordar a Dios que mantenga su promesa de posteridad». A este respecto se trata de un símbolo igual que el arco iris en la alianza con Noé. 27. Calvino, Commentaries, p. 453. 28. Esta interpretación está fundada en el artículo sobre la circuncisión en The Interpreter’s Bible, p. 630. 29. H. y H. A. Frankfurt, «Myth and Reality», en Henri Frankfurt, John A. Wilson, Thorkild Jacobsen y William A. Irwin, The Intellectual Adventure of Ancient Man, Chicago, 1946, pp. 14-17. 30. James B. Pritchard, Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old Testament, Princeton, 1950, p. 75, ambas citas. 31. Citado en Langdon, The Sumerian Epic, pp. 44-46. Adviértase el paralelo con el poder de «dar nombres» que tiene Adán en el Génesis. 32. Ibid. 33. Anton Moortgat, Die Kunst des alten Mesopotamien: Sumer und Akkad, Colonia, 1982, Estela de Urnammu, vol. 1, pp. 117, 127, fotografías 196 y 203; los frescos de Mari están en las pp. 121-122. 34. John Gray, Near Eastern Mythology, Londres, 1969 pp. 62-63. El mismo tema aparece tratado en G. Widengren, The King and the Tree of Life in Ancient Near Eastern Religion, Uppsala Universitets Arsskift, n.’ 4 (Upsala, 1951), y en Ilse Seibert, «Hirt-Herde-König», Deutsche Akademie der Wisenschaften zu Berlin, Schriften der Sektion für Altertumswissenschaft, n.° 53 (Berlín, 1969). 35. André Lemaire, «Who or What Was Yahweh’s Asherah?», Biblical Archaeology Review, vol. 10, n.° 6 (noviembre-diciembre de 1984), pp. 42-51. 36. Existe una amplia literatura para la interpretación de este texto, y no la podemos ofrecer íntegramente aquí. Se presentan dos opiniones distintas sobre el tema de los dos o el único árboles en Speiser, Anchor Bible, p. 20, quien sugiere que el texto original sólo mencionaba al árbol de la ciencia. Llama la atención también sobre los pasajes de Gilgamesh y del relato de Adapa que ya hemos discutido. Su análisis secunda el mío en lo que respecta a las connotaciones sexuales del «conocimiento del bien y del mal». Sarna, Understanding Genesis, pp. 26-28, subraya la importancia de lo que él considera un cambio deliberado desde el árbol de la vida al árbol de la ciencia. Ve en ello la desvinculación intencionada de la Biblia de la preocupación por la búsqueda de la inmortalidad en la literatura mesopotámica. Piensa que el significado de la Biblia es «No lo mágico… sino la acción humana es la clave para una vida con sentido». Arthur Ungnad discute el paralelismo entre los dos árboles del paraíso con los árboles frente a las puertas del palacio del dios del cielo en el mito mesopotámico: uno el árbol de la vida, el otro el de la verdad o la ciencia. Ungnad explica la ambigüedad del pasaje bíblico como una señal de que el camino al árbol del saber pasa a través del árbol de la vida. Cuando los seres humanos empiezan a pensar y a razonar acerca de la vida y de Dios, el siguiente paso es arrogarse el secreto de la inmortalidad, reservado sólo a Dios. Para impedirlo, se expulsa a Adán y Eva del paraíso. Véase Arthur Ungnad, «Die Paradisbäume», Zeitung der deutshen morgenlaendischen Gesellschaft, LXXIX, Neue Folge, vol. 4, pp. 111-118

2. Una hipótesis de trabajo ( la creación del patriarcado)

2. UNA HIPÓTESIS DE TRABAJO ( La creación del Patriarcado, Gerda Lerner)

La asunción básica con la que debemos comenzar cualquier teorización del pasado es que hombres y mujeres construyeron conjuntamente la civilización. (1) Al tener que partir, como nos toca hacer, del resultado final para ir retrocediendo en el tiempo, nos hacemos una pregunta distinta a la de un «origen» único. Nos preguntamos: ¿cómo llegaron los hombres y mujeres que construyeron su sociedad y levantaron lo que hoy llamamos civilización occidental a la presente situación?
Una vez abandonamos el concepto de mujeres como víctimas de la historia, dominadas por hombres violentos, «fuerzas» inexplicables e instituciones sociales, hay que encontrar una explicación al enigma principal: la participación de la mujer en la construcción de un sistema que la subordina. Creo que abandonar la búsqueda de un pasado rehabilitador, la búsqueda del matriarcado, es el primer paso en la dirección adecuada.
La creación de mitos compensatorios del pasado lejano de las mujeres no las va a emancipar en el presente ni en el futuro. (2) El sistema de pensamiento patriarcal está tan imbuido en nuestros procesos mentales que no podremos sacárnoslo de encima hasta que no seamos antes conscientes de ello, lo cual siempre supone hacer un esfuerzo especial. Por eso, cuando pensamos en el pasado prehistórico de las mujeres, estamos tan trabadas por el sistema explicativo androcéntrico que el único modelo alternativo que fácilmente se nos viene a la cabeza es el inverso. Si no había un patriarcado, entonces es que debía de existir un matriarcado. Indudablemente existieron muchas formas distintas en que hombres y mujeres organizaran la sociedad y repartieran el poder y los recursos.
Ninguna de las evidencias arqueológicas que tenemos es concluyente y nos basta para permitirnos elaborar un modelo realmente científico de aquel período tan importante que fue la transición de las sociedades cazadoras y recolectoras del neolítico a sociedades agrícolas. El método que siguen los antropólogos, que nos ofrecen ejemplos de sociedades cazadoras y recolectoras actuales a partir de las cuales sacan conclusiones acerca de las sociedades del quinto milenio a.C., no es menos especulativo que el del filósofo y el especialista en religiones que razonan a partir de la literatura y los mitos.

El caso es que la mayoría de los modelos especulativos han sido androcéntricos y han aceptado el patriarcado como algo natural, mientras que los escasos modelos feministas han sido ahistóricos y por tanto, a mi modo de ver, insatisfactorios. El análisis correcto de nuestra situación y de cómo ha llegado a ser lo que es nos ayudará a crear una teoría autorizada. Debemos pensar en el género de la manera histórica y específica en que aparece en distintas y mutables sociedades. La antropóloga Michelle Rosaldo llegó a unas conclusiones parecidas, aunque partía de otro punto de vista.

Escribió lo siguiente: Ir en busca de los orígenes es, en última instancia, pensar que lo que hoy somos es algo que no tiene nada que ver con el producto de nuestra historia y nuestro mundo social actual, y, más concretamente, que nuestros sistemas de género son primordiales, transhistóricos y básicamente inmutables desde sus raíces. (3) Luego, nuestra investigación se convierte en la búsqueda de la historia del sistema patriarcal.

Dar historicidad al sistema de dominación masculino y afirmar que sus funciones y manifestaciones cambian con el paso del tiempo es romper de forma tajante con la tradición heredada. Esta tradición ha mistificado el patriarcado convirtiéndolo en ahistórico, eterno, invisible e inmutable. Pero es precisamente a causa de los cambios en las oportunidades sociales y educativas al alcance de las mujeres por lo que, durante los siglos XIX y XX, un gran número de ellas fueron al fin capaces de evaluar críticamente el proceso mediante el cual habíamos contribuido a crear ese sistema y mantenerlo. Ahora tan sólo somos capaces de conceptuar el papel de las mujeres en la historia y gracias a eso generar una conciencia que las pueda emancipar. Esta conciencia puede liberar también a los hombres de las consecuencias no queridas ni deseadas del sistema de dominación masculino.

Para enfocar esta investigación como historiadores, debemos abandonar las explicaciones unicausales. Debemos asumir que si, y cuando, los acontecimientos ocurren simultáneamente la relación entre ellos no necesariamente ha de ser causal. Debemos aceptar que cambios tan complejos como una alteración básica de las estructuras de parentesco ocurrió, lo más probable, a consecuencia de una multiplicidad de fuerzas interactuantes. Debemos verificar cualquier hipótesis que desarrollemos para un modelo de forma comparativa entre culturas. La posición de las mujeres en la sociedad debe verse siempre en comparación con la de los hombres de su mismo grupo social y su misma época.

Debemos verificar nuestro estudio no sólo con pruebas materiales sino también con las fuentes escritas. Aunque vayamos a buscar la existencia de «pautas» y similitudes, hay que estar abiertos a la posibilidad de que se puedan obtener resultados parecidos, procedentes de factores diversos, a consecuencia de procesos muy distintos. Sobre todo, debemos entender que la posición de las mujeres en la sociedad está sujeta a cambios con el tiempo, no sólo de forma sino también de contenido.

Por ejemplo, no se puede juzgar el papel social de la «concubina» a partir de los parámetros del siglo XX o incluso del XIX, cuando lo que vamos a estudiar es el primer milenio a.C. Es un ejemplo tan evidente que citarlo puede parecer innecesario y, sin embargo, errores de esta índole suelen producirse en la discusión del pasado de las mujeres. Concretamente, en muchas sociedades el género tiene una importancia simbólica, así como ideológica y legal, tan fuerte que no podemos realmente entenderla a menos que prestemos atención a todos los aspectos de su significado.

La construcción hipotética que voy a ofrecer pretende ser sólo una entre los muchos modelos posibles. Incluso dentro del limitado terreno geográfico del antiguo Próximo Oriente debieron de haber muchas formas distintas de darse la transición al patriarcado. Seguramente nunca sabremos qué fue lo que ocurrió, así que nos vemos restringidas a hacer conjeturas de lo que pudo ser. Estas proyecciones utópicas en el pasado tienen una importante función para quienes desean crear una teoría: saber lo que podría haber sido nos abre a nuevas interpretaciones. Nos permite especular sobre lo que podría ser posible en el futuro, libres de las restricciones de un marco conceptual cerrado y totalmente caduco.

Empecemos con el período transicional cuando los homínidos evolucionaron de los primates, hace unos tres millones de años, y examinemos la pareja básica, la madre y el niño. La primera característica que distingue a los humanos de los otros primates es la prolongada y desvalida infancia del niño humano. Es la consecuencia directa del bipedismo, pues a causa de la postura erecta se estrecharon la pelvis femenina y el canal del parto (vagina). Una consecuencia de esto fue que los bebés humanos nacían con un grado de inmadurez superior al de otros primates, pues tenían una cabeza relativamente más pequeña que les permitía pasar más fácilmente por el canal del parto.
Además, en contraste con los simios más evolucionados, las crías humanas nacen casi sin pelo y por tanto experimentan una mayor necesidad de calor. No pueden asirse a sus madres de forma regular, ya que no poseen los móviles dedos de los simios, así que las madres deben utilizar las manos o, más tarde, sustitutos mecánicos de las manos para acunarles. (4) El bipedismo y la postura erecta condujeron también a un mejor desarrollo de la mano, del pulgar oponible y a una mayor coordinación sensorial de las manos. Una consecuencia de ello es que el cerebro humano se desarrolla durante varios años en la infancia y el período de absoluta dependencia del niño, y por consiguiente puede verse modificado a través del aprendizaje y el intenso moldeado cultural de una manera radicalmente distinta al desarrollo de los animales.
La neurofisióloga Ruth Bleier utiliza estos hechos en un eficaz argumento contra cualquiera de las teorías que hablan de características humanas «innatas». (5) El paso del forrajeo a una recolección de alimentos cara a su posterior consumo, posiblemente por parte de más de un individuo, fue crucial para el avance de la evolución humana. Debió de propiciar la interacción humana, la invención y el desarrollo de recipientes, y el lento aumento evolutivo del tamaño del cerebro.
Nancy Tanner sugiere que las hembras que cuidaban de sus desvalidas crías tenían más incentivos para desarrollar estas habilidades, mientras que los machos habrían continuado, durante un largo período, forrajeando solos. Ella especula que fueron estas actividades las que condujeron por primera vez al uso de útiles a fin de abrir y separar los alimentos vegetales con los niños y para escarbar buscando raíces. En cualquier caso, la supervivencia del niño dependía de la calidad de las atenciones maternas. «Asimismo, la efectividad de una madre en la tarea de recolección redundaba en su propia nutrición y por tanto incrementaba su esperanza de vida y fertilidad.» (6)
Afirmamos, al igual que Tanner y Bleier, que en el lento avance desde los homínidos erectos a los humanos completamente evolucionados del período Neanderthal (100.000 a.C.), el papel de las mujeres fue crucial. En algún momento después de este período se desarrolló la caza a gran escala por grupos de hombres en África, Europa y norte de Asia; las primeras evidencias de la existencia de arcos y flechas datan tan sólo de hace 15.000 años. Puesto que la mayor parte de las explicaciones de la presencia de una división sexual del trabajo defienden la existencia de sociedades cazadoras y recolectoras, tenemos que examinar más a fondo estas sociedades en el paleolítico y en los primeros estadios del neolítico.
Del neolítico nos llegan restos de pinturas rupestres y estatuillas que sugieren una profunda veneración a la diosa-madre. Podemos entender por qué razón hombres y mujeres habrían escogido ésta como su primera forma de expresión religiosa si tenemos presente el vínculo psicológico existente entre madre e hijo. Debemos nuestros conocimientos de las complejidades y la importancia de ese lazo en gran parte a los estudios psicoanalíticos modernos. (7)

Tal y como Freud nos ha mostrado, la primera experiencia que tiene el niño en el mundo es que todo su entorno y su yo apenas están separados. El entorno, formado principalmente por la madre, que es su fuente de alimento, calor y placer, sólo de una forma gradual empezará a distanciarse del yo cuando el niño sonría o llore para obtener una gratificación a sus necesidades. Cuando no se satisfacen las necesidades del niño y experimenta la ansiedad y el dolor asociados al frío y al hambre, aprende a reconocer el poder abrumador de «ese otro externo», la madre.

Los estudios psicológicos modernos nos han dado detallados informes de la compleja interacción entre madre e hijo y de las maneras en que la respuesta física de su madre, su sonrisa, su voz, contribuyen a que el niño se forme un concepto del mundo y de sí mismo. Es dentro de esta interacción humanizante donde el niño comienza a obtener placer gracias a su capacidad para imponer sus deseos al entorno. El esfuerzo por ser autónomo y el reconocimiento de su propia identidad nacen de la lucha del niño contra la poderosa presencia materna.

Los informes psicoanalíticos en que están basados estas generalizaciones provienen del estudio de la maternidad en las sociedades occidentales modernas. Aun así, hacen hincapié en la crucial importancia que tiene la experiencia de absoluta dependencia del niño y del poder abrumador de la madre en la formación del carácter y la identidad del individuo.
En una época en que las leyes contra el infanticidio así como la posibilidad de disponer de biberones, habitaciones calientes y mantas proporcionan una protección social a los niños, independientemente de cuáles sean las inclinaciones de la madre, este «poder materno abrumador» parece más simbólico que real. Durante doscientos o más años, otros cuidadores, varones y mujeres, podían si hacía falta brindar cuidados maternales a un niño sin poner en peligro sus posibilidades de supervivencia.
La sociedad civilizada se ha interpuesto entre la madre y el niño y ha transformado la maternidad. Pero en las condiciones primitivas, antes de que surgieran las instituciones de la sociedad civilizada, el poder de la madre sobre el niño debió de ser impresionante. Tan sólo los brazos y los cuidados maternos protegían al niño del frío; tan sólo su leche le podía proporcionar el sustento necesario para sobrevivir. Su indiferencia o negligencia significaban la muerte segura. La madre, dadora de vida, tenía un poder real sobre la vida y la muerte.
No es de extrañar que hombres y mujeres, al ver este dramático y misterioso poder femenino, pasaran a venerar a las diosas-madre. (8) Lo que intento subrayar aquí es la situación de necesidad, que dio lugar a la primera división del trabajo por la cual las mujeres hacían de madres.
Durante milenios la supervivencia del grupo dependió de ello y no existía otra alternativa. Bajo las condiciones extremas y peligrosas en que vivían los primitivos humanos, cada mujer debía tener varios embarazos para que al menos dos niños de cada pareja llegaran a ser adultos. Resulta difícil conseguir datos precisos sobre la esperanza de vida en la prehistoria, pero las estimaciones realizadas a partir del estudio de los restos humanos sitúan la media de vida del paleolítico y el neolítico entre los treinta y los cuarenta años.
En el minucioso estudio sobre 222 esqueletos de individuos adultos de Catal Hüyük antes citado, Lawrence Angel llega a una expectativa media de vida de 34,3 años para los varones y de 29,8 años en las mujeres (se excluyen los que murieron en la infancia). (9) Las mujeres habrían tenido más embarazos que hijos vivos, como también se ha producido en la época histórica en las sociedades agrícolas. La infancia era más prolongada, pues las madres amamantaban sus hijos durante dos o tres años. Así pues, cabe suponer que era absolutamente esencial para la supervivencia del grupo que las mujeres núbiles dedicasen la mayor parte de su vida adulta a los embarazos, la maternidad y la crianza de los hijos. Cabría esperar que hombres y mujeres aceptaran esta necesidad y construirían creencias, costumbres y valores en sus culturas que mantuvieran estas prácticas tan necesarias.
A ello seguiría que las mujeres escogerían o preferirían aquellas actividades económicas que pudiesen combinar mejor con sus deberes maternales. Aunque es lógico pensar que algunas mujeres de cada tribu o banda tendrían las capacidades físicas para cazar, resultaría que muchas no querrían cazar grandes presas de forma regular porque cargaban físicamente con los niños: en el útero, la cadera o la espalda.

Además, aunque un niño colgado en la espalda no impediría a su madre participar en una cacería, un niño que llora sí que podría. Los ejemplos que citan los antropólogos de tribus cazadoras y recolectoras del mundo contemporáneo, en las que se llega a soluciones alternativas para encargarse del cuidado de los niños y en que las mujeres ocasionalmente toman parte en las cacerías, no contradicen el argumento anterior. (10) Meramente muestran lo que se puede hacer e intentar en una sociedad; no muestran cuál fue el modo históricamente predominante que las permitió sobrevivir.

Obviamente, dadas la precariedad y brevedad de la esperanza de vida que antes he citado para el período neolítico, las tribus que pusieran en peligro las vidas de sus mujeres núbiles en cacerías u obligándolas a participar en guerras, e incrementando así la posibilidad de que resultaran heridas, no tenderían a sobrevivir de la misma forma que las tribus en las que se empleara a estas mujeres en otras cosas.

Por tanto, la primera división sexual del trabajo, por la cual los hombres cazaban los animales grandes y las mujeres y niños practicaban la caza menor y recolectaban, parece provenir de las diferencias biológicas entre ambos sexos. (11) Estas diferencias biológicas no están causadas por la fuerza o resistencia de hombres y mujeres, sino únicamente por diferencias reproductivas, en concreto la capacidad femenina de amamantar a los niños. Después de haber dicho esto, quisiera recalcar que sólo acepto la «explicación biológica» en los primeros estadios de la evolución humana y ello no significa que una posterior división sexual del trabajo basada en el hecho de ser madre sea «natural».

Al contrario, voy a demostrar que la dominación masculina es un fenómeno histórico en tanto que surgió de una situación determinada por la biología y que, con el paso del tiempo, se convirtió en una estructura creada e impuesta por la cultura. Mi síntesis no pretende dar a entender que todas las sociedades primitivas están organizadas de este modo para impedir a las madres que intervengan en la actividad económica. Sabemos, gracias al estudio de las sociedades primitivas pasadas y actuales, que los grupos tienen formas diversas de estructurar la división del trabajo para el cuidado de los niños y, de esta manera, dejar tiempo a las madres para una gran variedad de actividades económicas.

Algunas madres se llevan consigo a sus hijos cuando cubren trayectos largos, en otros casos los niños mayores y los ancianos se encargan de vigilarlos. (12) Es obvio que el lazo entre la maternidad y la crianza para las mujeres viene determinado por la cultura y está sujeto a la manipulación social. Quiero insistir en que la primera división sexual del trabajo, por la cual las mujeres optaron por unas ocupaciones compatibles con sus actividades de madres y criadoras, fue funcional y por consiguiente aceptada a la par por hombres y mujeres.

La prolongada y desvalida niñez humana crea el fuerte lazo que hay entre madre e hijo. La evolución fortaleció esta relación socialmente necesaria durante los primeros estadios de desarrollo de la humanidad. Enfrentados a situaciones nuevas y cambios en el entorno, las tribus y grupos en que las mujeres no hacían bien de madres o que no protegían la salud y la vida de las mujeres núbiles, seguramente no pudieron sobrevivir. O, visto de otra forma, los grupos que aceptaron e institucionalizaron una división sexual del trabajo funcional tenían más posibilidades de sobrevivir.

Tan sólo podemos hacer conjeturas acerca de las personalidades y la forma en que se pueden ver a sí mismas las personas que vivan en condiciones como las que prevalecieron en el neolítico. La necesidad debió de refrenar a hombres igual que a mujeres. Hacía falta tener coraje para dejar la protección de una cueva o una cabaña y enfrentarse con unas armas primitivas a los animales, vagando lejos de casa y arriesgándose a un tropiezo con tribus vecinas potencialmente hostiles.
Hombres y mujeres debieron reunir el coraje necesario para defenderse y defender a los más jóvenes. A causa de su decidida tendencia cultural a centrarse en las actividades masculinas, los etnógrafos nos han dado muchísima información acerca de las consecuencias del desarrollo de la confianza en sí mismo y la suficiencia del hombre cazador. Basándose en evidencias etnográficas, Simone de Beauvoir ha especulado que fue de esta primera división del trabajo de la cual surgiría la desigualdad entre los sexos y la que ha destinado a la mujer a la «inmanencia» en un trabajo diario, rutinario, frente a las osadas proezas del hombre que le llevaban a la «trascendencia». La fabricación de herramientas, de las invenciones, el desarrollo de las armas, todo se ha descrito como producto de las actividades masculinas para subsistir. (13)
Pero el desarrollo psicológico de las mujeres ha recibido una atención menor y por lo general se ha descrito con términos más propios de un ama de casa contemporánea que de un miembro de una tribu de la Edad de Piedra. Elise Boulding, en su visión general del pasado de las mujeres, ha sintetizado los estudios antropológicos para presentar una interpretación considerablemente diferente. Boulding halla en las sociedades neolíticas un reparto igualitario del trabajo, en el que cada sexo desarrolló las habilidades adecuadas y el conocimiento esencial para la supervivencia del grupo. Ella nos explica que la recolección de alimentos exigía un profundo conocimiento de la ecología, las plantas, los árboles y las raíces, de sus propiedades alimentarias y medicinales.
Describe a la mujer primitiva como la guardiana del fuego doméstico, la inventora de los recipientes de arcilla y de los cestos, gracias a los cuales se podían guardar los excedentes alimentarios de la tribu en previsión de los tiempos de penuria. La describe como la que ha quitado los secretos a las plantas, los árboles y los frutos para transformar sus productos en sustancias curativas, en tintes, cáñamo, hilo y ropas. La mujer sabía cómo transformar las materias primas y los cadáveres de animales en productos alimentarios.
Sus habilidades han sido tan variadas como las de los hombres y seguramente igual de esenciales. Sus conocimientos eran quizá superiores o al menos iguales a los de él; es fácil imaginar que le debía de parecer más que suficiente. Formó parte tanto como él en el desarrollo de rituales y ritos, de la música, la danza y la poesía. Y aun así se debía saber responsable de dar vida y de criar los hijos. La mujer de la sociedad precivilizada debió de ser igual al hombre y sin ningún problema se podía sentir superior a él. (14)
La literatura psicoanalítica y, más recientemente, la reinterpretación feminista que hizo Nancy Chodorow nos brindan unas descripciones muy útiles del proceso a través del cual, partiendo del hecho que son las mujeres quienes cuidan los niños, se crea el género. Veamos si estas teorías tienen validez cuando se describe un proceso de desarrollo histórico. Chodorow argumenta que «la relación con la madre difiere de una forma sistemática en chicos y chicas ya desde las primeras etapas». (15)
Niños y niñas aprenden a esperar de las mujeres el amor infinito, sin reparos, de una madre, pero también asocian con ella sus temores de impotencia. A fin de encontrar su identidad los niños crecen apartados de la madre, se identifican con el padre, vuelven la espalda a la expresión de las emociones y dirigen la vista a la acción en el mundo. Puesto que son las mujeres las que cuidan los niños, Chodorow dice: Las chicas en edad de crecimiento se definen y se ven a sí mismas como continuación de las otras; su experiencia de sí mismas tiene unos límites del ego más flexibles y permeables.
Los chicos se definen como separados y distintos, tienen una mayor sensación de las fronteras rígidas del ego y de la diferenciación. El sentido femenino básico de la personalidad está conectado con el mundo, el sentido masculino básico de la individualidad está aparte. (16) A causa de la forma en que su individualidad se define por oposición a la de su madre que les educa, los chicos se preparan para su participación en la esfera pública. Las chicas, identificadas con la madre y conservando siempre su estrecha relación primaria con ella, a pesar de que transfieran sus intereses amorosos a los hombres, se preparan para una mayor participación en la «esfera de las relaciones». Chicos y chicas, definidos según el género, son preparados «para asumir los papeles de género adultos que sitúan principalmente a las mujeres en la esfera de reproducción en una sociedad sexualmente desigual». (17)
La sofisticada reinterpretación feminista de Chodorow de la explicación freudiana de la creación de personalidades acordes al género está basada en la sociedad occidental y en las relaciones de parentesco y familiares que se dan en ella. Dudo que se la pueda aplicar incluso a la gente de color que vive en esa misma sociedad, lo que debería precavernos ante las generalizaciones que se saquen de ella. Aun así, ello plantea un argumento de las bases psicológicas sobre las cuales se asientan las relaciones sociales y las instituciones. Tanto ella como otras autoras argumentan de forma convincente que debemos fijarnos en la «maternidad» en la sociedad patriarcal, su estructura y las relaciones que engendra, si queremos alterar las relaciones entre los sexos y acabar con la subordinación de las mujeres. (18)

Yo diría que el tipo de formación de la personalidad que Chodorow describe como resultado de que las mujeres cuiden a los niños en las sociedades industriales del presente no se dio en las primitivas sociedades del neolítico. Al contrario, las actividades de hacer de madres y educadoras, asociadas a su autosuficiencia en la recolección de alimento y su sentido de la competitividad en muchas y variadas técnicas esenciales para vivir, debieron de ser experimentadas por hombres y mujeres como una fuente de fortaleza y, probablemente, de poder mágico.

En algunas sociedades las mujeres guardaban celosamente sus «secretos» de grupo, su magia, sus conocimientos de las hierbas curativas. La antropóloga Lois Paul, en un trabajo sobre un poblado indio guatemalteco del siglo XX, dice que el misterio y reverencia que rodean a la menstruación contribuye a que las mujeres tengan «la sensación de estar incluidas en los poderes místicos del universo». Las mujeres manipulan el miedo de los hombres a que la sangre menstrual amenace su virilidad convirtiendo la menstruación en una arma simbólica. (19)

En la sociedad civilizada son las chicas las que tienen más dificultades para formarse una personalidad. Diría que en la sociedad primitiva este peso recaía sobre los chicos, cuyo miedo y temor ante la figura de la madre tenía que transformarse a través de la acción colectiva en una identificación con el colectivo masculino. Si las madres con sus niños pequeños se unían a otros grupos de madres y niños para la recolección y preparación de alimentos o si los hombres tomaban la iniciativa de llevarse a los chicos jóvenes en su grupo, pertenece al reino de las conjeturas.

Las evidencias procedentes de las sociedades primitivas que sobreviven en el presente prueban que hay muchas formas diferentes de estructurar la división sexual del trabajo en las instituciones sociales que unan a los jóvenes con los adultos: una preparación aparte, según el sexo, durante los ritos de iniciación; ser miembro de las logias del mismo sexo y la participación en rituales del mismo sexo son sólo algunos ejemplos. Inevitablemente, las bandas para cazar presas de mayor tamaño hubieran conducido a un vínculo masculino, que se habría reforzado con las guerras y la preparación necesaria para convertir a estos chicos en guerreros.

Así como las dotes maternales de las mujeres eran esenciales para asegurar la supervivencia de la tribu y por consiguiente debieron de ser muy apreciadas, también lo sería la habilidad en la caza y la guerra de los hombres. Se puede defender fácilmente que aquellas tribus que no preparaban hombres dotados para la guerra y la defensa acababan con el tiempo sucumbiendo ante las tribus que promovían dichas aptitudes entre sus hombres. Ya se han planteado otras veces estos argumentos evolucionistas, pero aquí estoy abogando también a favor de un argumento psicológico basado en el cambio de las condiciones históricas.

La formación del ego en el varón, que puede haberse producido en un contexto de miedo, temor y quizás aprensión ante la mujer, debe de haber conducido a los hombres a crear instituciones sociales que animaran sus egos, fortalecieran la confianza en sí mismos y respaldaran el sentido de su propia valía. Los teóricos han ofrecido gran variedad de hipótesis para explicar la aparición del guerrero y la propensión masculina a crear estructuras militaristas. Van desde explicaciones biológicas (los niveles más altos de testosterona y la mayor fuerza física de los hombres les hacen ser más agresivos) a psicológicas (los hombres compensan su incapacidad de tener hijos con el dominio sexual de las mujeres y la agresión a otros hombres).

Freud vio el origen de la agresividad masculina en la rivalidad edípica entre padre e hijo por el amor de la madre y afirmó que los hombres construyeron la civilización para compensar la frustración de los instintos sexuales en su primera infancia. Las feministas, comenzando por Simone de Beauvoir, han estado muy influidas por estas ideas, lo que posibilitó que se explicara el patriarcado como consecuencia de la biología o la psicología masculinas. De este modo, Susan Brownmiller cree que la capacidad que poseen los hombres de violar a las mujeres conduciría a su propensión a violarlas, y muestra cómo esto ha conducido al dominio masculino sobre las mujeres y a la supremacía masculina.

Elizabeth Fisher argumentaba ingeniosamente que la domesticación de los animales enseñó a los hombres cuál era su papel en la procreación y que la práctica de cruzar animales les dio la idea de violar a las mujeres. Ella defiende que la brutalidad y la violencia ligadas a la domesticación animal condujeron a los hombres a la dominación sexual y a una institucionalización de la agresión. Más recientemente, Mary O’Brien ha elaborado una minuciosa explicación del origen de la dominación masculina basada en la necesidad psicológica de los hombres dé compensar su incapacidad de tener hijos a través de la construcción dé instituciones dé dominación y, al igual qué Fisher, fecha este «descubrimiento» en el período del comienzo de la domesticación animal. (20)

Estas hipótesis, aunque nos lleven por caminos interesantes, adolecen dé una tendencia a buscar explicaciones unicausales, y aquéllas que basan su argumentación en los descubrimientos ligados a la ganadería son dé hecho erróneas. La cría de animales sé introdujo, al menos en el Próximo Oriente hacia él 8000 a.C. y tenemos indicios de sociedades relativamente igualitarias, como la dé Catal Hüyük, qué practicaban la ganadería unos 2.000 a 4.000 años después. Por tanto, no puede haber una relación causal.
Me parece mucho más probable que el desarrollo dé la guerra entre tribus durante períodos de escasez económica propiciara él ascenso al poder de hombres con éxitos militares. Como veremos más adelante, su mayor prestigio y reputación pudieron acrecentar su propensión a ejercer la autoridad sobre las mujeres y luego sobré los hombres de su misma tribu. Pero éstos factores solos no son suficientes para explicar los vastos cambios sociales ocurridos con él advenimiento del sedentarismo y la agricultura. Para entenderlos en toda su complejidad, nuestro modelo teórico ha de recurrir ahora a la práctica del intercambio dé mujeres. (21)
El «intercambio de mujeres», un fenómeno observado en numerosas sociedades tribales dé muchísimas áreas distintas del mundo, ha sido identificado por el antropólogo Lévi-Strauss como la causa principal dé la subordinación femenina. Puede adoptar formas distintas, como la de separar por la fuerza a la mujer dé su tribu (el rapto de la novia); la desfloración o violación ritual; o los matrimonios acordados. Va precedido siempre por tabúes relativos a la endogamia y del adoctrinamiento de las mujeres, ya desde su primera infancia, con vistas a que acepten sus obligaciones para con sus familiares y consientan a éstos matrimonios forzados.
Lévi Strauss dice: La relación global de intercambio que es el matrimonio no se establece entre un hombre y una mujer … sino entre dos grupos de hombres, y la mujer figura sólo como uno de los objetos de intercambio y no como una de las participantes … Esta afirmación sigue siendo igualmente válida incluso cuando se tienen en cuenta los sentimientos de la joven, como habitualmente suele pasar. Al aceptar la unión que se le propone, ella precipita o permite que tenga lugar el intercambio, pero no altera su naturaleza. (22) Lévi-Strauss dice qué con este proceso se «cosifica» a las mujeres; sé las deshumaniza y sé las trata más como a cosas que como a seres humanos.
Varias antropólogas feministas han aceptado esta postura y han trabajado en el tema. La matrilocalidad estructura dé tal modo él parentesco qué un hombre abandona su familia de origen para ir a residir con su esposa o la familia dé ella. La patrilocalidad estructura del tal modo él parentesco qué una mujer ha de abandonar a su familia dé origen y residir con su esposo o la familia dé él. Esta constatación ha llevado a la asunción dé qué él paso de matrilinealidad a patrilinealidad en las relaciones de parentesco debió de constituir un viraje decisivo dé las relaciones entre ambos sexos, y debe de coincidir con la subordinación dé las mujeres.
Pero, ¿cómo y por qué sé originó este tipo dé organización? Ya hemos discutido él argumento por el cual los hombres, recién llegados al poder gracias a sus cualidades marciales, coaccionaron a unas mujeres que estaban poco dispuestas a ello. Pero, ¿por qué se intercambiaron mujeres y no hombres? C. D. Darlington nos lo explica. Él cree que la exogamia es una innovación cultural, aceptada porque supone una ventaja evolutiva. Defiende el deseo instintivo entre los humanos dé mantener a la población en «la densidad óptima» dé un entorno. Las tribus lo consiguen gracias al control sexual, mediante rituales que estructuran a hombres y mujeres dentro de los papeles sexuales adecuados, y recurriendo al aborto, al infanticidio y la homosexualidad cuando sea necesario.

Según este razonamiento, de esencia evolucionista, el control de población obligaba a regular la sexualidad femenina. (23) Existen otras posibles explicaciones: suponiendo que se intercambiasen varones adultos entre las tribus, ¿qué podría asegurar su lealtad a la tribu a la que eran entregados? El lazo de los hombres con su descendencia no era por entonces lo suficientemente fuerte para asegurar su sumisión por bien a sus hijos. Los hombres podrían realizar actos violentos contra los miembros de la tribu ajena; gracias a su experiencia en la caza y en los viajes a gran distancia podrían escaparse fácilmente y regresar como guerreros en busca de venganza.

Por otro lado, sería más fácil coaccionar a las mujeres, seguramente violándolas. Una vez casadas o cuando ya fueran madres, permanecerían leales a sus hijos y a los parientes de sus hijos, creándose de esta manera un vínculo potencialmente fuerte con la tribu de afiliación. Esta fue de hecho la manera en que históricamente se originó la esclavitud, como veremos más adelante.

Una vez más la función biológica de la mujer hacía que se pudiera adaptar más fácilmente a su nuevo papel de peón, una creación cultural. También se podría defender que podría haberse usado como peones a los niños de uno y otro sexo en vez de las mujeres con el propósito de asegurar la paz entre tribus, como frecuentemente hicieran las elites dirigentes en los tiempos históricos. Posiblemente, la práctica del intercambio de mujeres empezó de ese modo. Se intercambiaban niños de uno y otro sexo y cuando llegaban a adultos contraían matrimonio en el seno de la nueva tribu.

Boulding, que insiste siempre en la «agencia» de mujeres, asume que eran ellas (en su función de guardianas del hogar) las que llevaban a cabo las negociaciones necesarias para concertar los matrimonios entre tribus. Las mujeres desarrollan flexibilidad y sofisticación cultural gracias a su papel de ser quienes vinculan tribus. Las mujeres, alejadas de su propia cultura, navegan entre dos culturas y aprenden las costumbres de ambas. El conocimiento que de ello sacan les puede permitir tener poder y ciertamente ser influyentes. (24)
Encuentro que las observaciones de Boulding son útiles para reconstruir el proceso gradual por el cual las mujeres pueden haber iniciado o participado en el establecimiento del intercambio de mujeres. En la literatura antropológica contamos con varios ejemplos de reinas que, en su posición de jefes de estado, adquieren varias «esposas» a las cuales conciertan matrimonios que puedan servirles para incrementar sus riquezas e influencia. (25) Si se intercambiaban chicos y chicas, haciendo de peones, y su descendencia quedaba incorporada a la tribu a la que se les había entregado, es obvio que la tribu que tuviera más chicas que chicos incrementaría más rápidamente su población que la tribu que aceptase a más chicos.
Mientras los niños de uno y otro sexo supusieran una amenaza para la supervivencia de la tribu o, como mucho, un estorbo, estas distinciones no se hubieran percibido o no habrían importado. Pero, si a causa de cambios en el entorno o en la economía de la tribu, los niños se convirtieron en una baza cara a un poder laboral en potencia, sería de esperar que el intercambio de niños de uno y otro sexo diera paso al intercambio de mujeres. Los factores que condujeron a este desarrollo están bien explicados, en mi opinión, por los antropólogos estructuralistas marxistas. El proceso que ahora estamos tratando tiene lugar en distintas épocas y áreas del mundo; sin embargo, muestra una regularidad en cuanto a causas y resultados finales.
Aproximadamente en el momento en que la caza y recolección o la horticultura dan paso a la agricultura, los sistemas de parentesco tienden a pasar de la matrilinealidad a la patrilinealidad, y surge la propiedad privada. Existe, como hemos visto, un desacuerdo respecto a la secuencia de los sucesos. Engels y quienes le siguen creen que la propiedad privada aparece primero, ocasionando «la histórica derrota del sexo femenino». Lévi-Strauss y Claude Meillassoux opinan que es el intercambio de mujeres el que origina finalmente la propiedad privada. Meillassoux ofrece una detallada descripción del estadio de transición.
En las sociedades cazadoras y recolectoras, hombres, mujeres y niños de uno y otro sexo participan en la producción y en el consumo de lo que producen. Las relaciones sociales entre ellos tienen carácter inestable, son desestructuradas e involuntarias. No hay necesidad alguna de estructuras de parentesco o de intercambios estructurados entre tribus. Este modelo conceptual (del que resulta algo difícil encontrar ejemplos en la actualidad) da paso a un modelo de transición, una etapa intermedia: la sociedad horticultora.

La cosecha, basada en tubérculos y tala, es inestable y está sujeta a las variaciones climáticas. La incapacidad de estos pueblos para conservar los cultivos durante algunos años les obliga a depender de la caza, la pesca y la recolección como alimentos suplementarios. Durante este período, en el que proliferan los sistemas matrilineales y matrilocales, la supervivencia del grupo exige un equilibrio demográfico entre hombres y mujeres.

Meillassoux argumenta que la vulnerabilidad biológica de las mujeres en el momento del parto indujo a las tribus a procurarse más mujeres de otros grupos, y que esta tendencia al hurto de mujeres condujo a constantes guerras entre las tribus. En el proceso surgió una cultura guerrera. Otra consecuencia de este robo de mujeres es que las cautivas eran protegidas por los hombres que las habían conquistado o por toda la tribu vencedora.

Durante este proceso se trataba a las mujeres como posesiones, cosas se las cosificaba, mientras que los hombres se convertían en los que cosificaban pues ellos conquistaban y protegían. Por primera vez se reconoce la capacidad reproductora de las mujeres como un recurso de la tribu. Luego, a medida que van surgiendo las elites dominantes, la adquiere en propiedad un grupo de parientes en particular.

Ello ocurre con el desarrollo de la agricultura. Las condiciones materiales de la agricultura cerealística exigen una cohesión de grupo y una continuidad temporal, lo que refuerza la estructura de la unidad doméstica. Para obtener una cosecha, los trabajadores de un ciclo productivo están en deuda con los trabajadores del ciclo productivo anterior por los alimentos y las semillas. Puesto que la cantidad de alimentos depende de la disponibilidad de trabajo, la producción se convierte en el principal interés. Ello tiene dos consecuencias: refuerza la influencia de los varones ancianos e incrementa el incentivo de las tribus a adquirir más mujeres.
En una sociedad completamente formada y basada en la agricultura de arada, las mujeres y los niños son indispensables en el proceso de producción, que es cíclico e intensivo. Los niños son ahora una baza económica. En esta etapa las tribus prefieren adquirir el potencial reproductivo de las mujeres y no a éstas. Los hombres no tienen hijos de una forma directa; por tanto, serán mujeres y no hombres lo que se intercambie.
Esta práctica queda institucionalizada en el tabú del incesto y las pautas de un matrimonio patrilocal. Los hombres ancianos, que dan continuidad a los conocimientos concernientes a la producción, mistifican ahora estos «secretos» y ejercen poder sobre los hombre jóvenes controlando los alimentos, el saber y las mujeres. Controlan el intercambio de mujeres, restringen su conducta sexual y adquieren la propiedad privada de ellas. Los jóvenes han de ofrecer servicios laborales a los ancianos a cambio del privilegio de poder acceder a las mujeres.
En estas circunstancias ellas pasan también a ser parte del botín de los guerreros, lo que alienta y refuerza el dominio de los hombres ancianos sobre la comunidad. Por último, «la histórica derrota femenina» es posible por medio de la abolición de la matrilinealidad y la matrilocalidad, resultando ventajosa a aquellas tribus que la logran. Hay que advertir que en el esquema de Meillassoux el control de la reproducción (la sexualidad femenina) precede a la adquisición de la propiedad privada.
De esta manera, Meillassoux pone en la picota a Engels, proeza que Marx realizó con Hegel. La obra de Meillassoux abre horizontes nuevos al debate en torno a los orígenes, aunque las críticas feministas objeten su modelo androcéntrico en el que las mujeres sólo figuran en el papel de víctimas pasivas. (26) También hemos de señalar que el modelo de Meillassoux aclara que lo que se cosifica no son las mujeres sino su capacidad reproductiva y, sin embargo, él y otros antropólogos estructuralistas continúan hablando de la cosificación de las mujeres.
La distinción es importante, y hablaremos de ella más adelante. Hay otras cuestiones que su teoría no responde. ¿Cómo adquirieron los ancianos el control sobre la agricultura? Si nuestras primeras especulaciones acerca de las relaciones sociales entre ambos sexos en las tribus cazadoras y recolectoras son correctas, y si el hecho comúnmente aceptado de que fueron las mujeres quienes desarrollaron la horticultura es exacto, entonces sería de esperar que fueran ellas quienes controlasen el producto de la labor agrícola. Pero aquí entran otros factores a los que hay que prestar atención.
No todas las sociedades atravesaron un estadio de horticultura. En muchas sociedades la ganadería y la cría de animales, solas o combinadas con las actividades de recolección, precedieron al desarrollo de la agricultura. La ganadería fue seguramente desarrollada por los hombres. Era una ocupación que llevaba a la acumulación de excedentes en ganado, carne o pieles. Sería de esperar que los acumulasen aquellos que los generaban. Es más, la agricultura de arada exigía inicialmente la fuerza masculina y, ciertamente, no era la ocupación que habrían escogido las mujeres embarazadas o las madres lactantes, excepto de forma auxiliar.

Así pues, la práctica económica de la agricultura reforzó el control masculino sobre los excedentes, que también podían adquirir mediante conquista durante las guerras entre tribus. Otro posible factor que habría contribuido al desarrollo de la propiedad privada en manos de los hombres pudo ser el reparto desigual del tiempo libre. Las actividades hortícolas son más productivas que la recolección y dejan más tiempo libre. Pero el reparto de ese tiempo de ocio es desigual: los hombres se benefician más que las mujeres por el simple hecho de que las actividades femeninas de preparar la comida y cuidar de los niños prosiguen igual.

Así es que, posiblemente, los hombres podían emplear este nuevo tiempo de ocio para desarrollar oficios nuevos, iniciar rituales que les dieran un mayor poder de influencia, y administrar los excedentes. No quisiera insinuar la existencia de un determinismo o una manipulación consciente; todo lo contrario. Las cosas fueron por unas vías y luego han tenido unas consecuencias que ni hombres ni mujeres esperaban. Ni tenían que ser conscientes de ello, igual que no lo fueron los hombres modernos que dieron nacimiento al mundo feliz de la industrialización con sus consecuencias de contaminación y sus efectos ecológicos.

En el momento en que pudo surgir una conciencia del proceso y de sus consecuencias era ya demasiado tarde para detenerlo, al menos para las mujeres. El antropólogo danés Peter Aaby señala que las evidencias de Meillassoux partían en gran parte del modelo europeo, que incluye la interacción de la actividad hortícola y la cría de ganado, y de ejemplos tomados de los indios de los llanos de Sudamérica. Aaby menciona casos, como el de las tribus cazadoras australianas, en los que existe un control sobre las mujeres en ausencia de actividad hortícola.

Luego cita el caso de los iroqueses, una sociedad en la que las mujeres no fueron cosificadas ni dominadas, como ejemplo de horticultores que no acaban en dominio masculino. Sostiene que en condiciones ecológicamente favorables sería posible mantener un equilibrio demográfico dentro de una tribu sin tener que recurrir a la importación de mujeres. No sólo las relaciones de producción sino también «la ecología y la reproducción socialbiológica son factores determinantes o decisivos». (27)

De todas formas, y puesto que todas las sociedades agrícolas han cosificado la capacidad reproductiva de las mujeres y no la de los hombres, se llega a la conclusión de que estos sistemas tienen una ventaja en lo que respecta a la expansión y apropiación de excedentes por encima de aquellos basados en una complementariedad entre sexos. En estos últimos no se dispone de medios para forzar a los productores a incrementar la producción.

Las herramientas neolíticas eran relativamente sencillas, así que cualquiera podía fabricarlas. La tierra no era un recurso escaso. Por tanto, ni herramientas ni tierra ofrecían oportunidad alguna para que alguien se apropiase de ellas. Pero ante una situación en la que las condiciones ecológicas y las irregularidades en la producción biológica amenazasen la supervivencia del grupo, las personas buscarían más reproductores, o sea, más mujeres. La apropiación de hombres en calidad de cautivos (que se da sólo en una etapa posterior) simplemente no cubriría las necesidades para la supervivencia del grupo.
De esta manera, la primera apropiación de propiedad privada consiste en la apropiación del trabajo reproductor de las mujeres. (28) Aaby concluye diciendo: La conexión entre la cosificación de las mujeres por un lado y el estado y la propiedad privada por otro es exactamente la contraria a la que proponen Engels y sus seguidores. Sin la cosificación de las mujeres como una característica socioestructural dada históricamente, el origen de la propiedad privada y el estado seguiría siendo inexplicable. (29)
Si seguimos el argumento de Aaby, que encuentro muy persuasivo, debemos concluir que en el curso de la revolución agrícola la explotación del trabajo humano y la explotación sexual de las mujeres quedaron inextricablemente ligadas. La historia de la civilización es la historia de los hombres y las mujeres que hacen frente a las necesidades, desde su desvalida dependencia de la naturaleza, hacia la libertad y el dominio parcial sobre aquélla.
En esta lucha las mujeres se encontraban más afectadas por las actividades esenciales de la especie que los hombres y eran, por tanto, más vulnerables a quedar en una disposición desventajosa. Mi argumento distingue claramente entre la necesidad biológica, a la cual hombres y mujeres se sometían y adaptaban, y las costumbres e instituciones de origen cultural, que forzaron a las mujeres a desempeñar papeles subordinados.
He intentado mostrar cómo pudo suceder que las mujeres aceptaran una división sexual del trabajo, que al final las colocaría en desventaja, sin ser capaces de prever sus ulteriores consecuencias. La afirmación de Freud, a la que he aludido ya en otro contexto, de que para las mujeres «la anatomía es el destino» es errónea porque es ahistórica y busca el pasado en el presente sin hacer concesión alguna a los cambios temporales. Peor, esta afirmación ha sido tratada como una receta para el presente y el futuro: no sólo la anatomía es el destino para las mujeres, sino que debería serlo. Lo que Freud habría tenido que decir es que para las mujeres la anatomía fue una vez su destino. Esta afirmación es correcta e histórica. Lo que fue en su día ya no lo es y no tiene porque serlo nunca más.
Con Meillassoux y Aaby nos hemos trasladado del reino de la especulación pura a la consideración de evidencias fundamentadas en los datos antropológicos de sociedades primitivas en época histórica.
Hemos tenido en cuenta evidencias materiales tales como la ecología, el clima y los factores demográficos, y hemos insistido en la compleja interacción entre diversos factores que pudieron afectar los avances que estamos intentando comprender. No hay manera de que podamos aportar pruebas consistentes para referirnos a estas transiciones en la prehistoria que no sea a través de las inferencias y las comparaciones con lo que ya conocemos. Como luego veremos, se puede verificar en varios puntos la hipótesis explicativa que hemos propuesto con evidencias históricas.
Hay unos pocos hechos acerca de los cuales podemos estar seguros con los datos arqueológicos. En algún momento durante la revolución agrícola, unas sociedades relativamente igualitarias, con una división sexual del trabajo basada en las necesidades biológicas, dieron paso a unas sociedades muchísimo más estructuradas en las que tanto la propiedad privada como el intercambio de mujeres basado en el tabú del incesto y la exogamia eran comunes.
Las primeras sociedades fueron a menudo matrilineales y matrilocales, mientras que las últimas sociedades sobrevivientes eran predominantemente patrilineales y patrilocales. No existen en ningún lugar pruebas de un proceso contrario, que pase de la patrilinealidad a la matrilinealidad. Las sociedades más complejas presentaban una división del trabajo que ya no sólo se basaba en las diferencias biológicas, sino también en las jerárquicas y en el poder de algunos hombres sobre otros hombres y todas las mujeres.
Varios especialistas han concluido que el cambio descrito aquí coincide con la formación de los estados arcaicos. (30) Es entonces en este período donde hay que acabar con las especulaciones teóricas y empezar la investigación histórica
1. Los conceptos que tengo sobre este punto están basados en la perspectiva que por primera vez formuló Mary Beard en Woman as Force in History, Nueva York, 1946. He trabajado este tema en toda mi obra histórica. Véase en especial Gerda Lerner, The Majority Finds Its Place: Placing Women in History, Nueva York, 1979, caps. 10-12.
2. Véase Paula Webster, «Matriarchy: A Vision of Power», en Rayna Reiter, Toward an Anthropology of Women, Nueva York, 1975, pp. 141-156, sobre una discusión completa de la necesidad que tienen las mujeres contemporáneas de contar con la idea de la existencia de un matriarcado en el pasado.
3. Michelle Rosaldo, «The Use and Abuse of Anthropology: Reflections on Feminism and Cross Cultural Understanding», SIGNS, vol. 5, n.° 3 (primavera de 1980), p. 393. Rosaldo trabaja estas perspectivas en un artículo inédito, «Moral/Analytical Dilemmas Posed by the Intersection of Feminism and Social Science», preparado para las Conferencias sobre el Problema de la Moralidad en Ciencias Sociales, celebradas en Berkeley en marzo de 1980. La siguiente declaración me parece particularmente ajustada: «Al poner en cuestión la visión de que somos las víctimas de unas normas sociales crueles o el producto inconsciente de un mundo natural que (por desgracia) nos minusvalora, las feministas hemos subrayado la necesidad que tenemos de teorías que presten atención a la forma en que los actores modelan sus mundos; a las interacciones a las que se confiere importancia y a las formas culturales y simbólicas en función de las cuales se organizan las expectativas, los deseos se articulan, se confieren premios y se da un sentido al resultado final» (p. 18).
4. Véase Nancy Makepeace Tanner, On Becoming Human, Cambridge, Ingla terra, 1981, pp. 157-158. Asimismo véase Nancy Tanner y Adrienne Zihlman, «Women in Evolution, Part 1: Innovation and Selection in Human Origins», SIGNS, vol. 1, n.° 3 (primavera de 1976), pp. 585-608.
5. Ruth Bleier, Science and Gender: A Critique of Biology and Its Theories on Women, Nueva York, 1984, cap. 3, en especial las páginas 55 y 64-68. El mismo punto es tratado por Clifford Geertz, «The Impact of the Concept of Culture on the Concept of Man», en The Interpretation of Cultures, Nueva York, 1973, pp. 33-54.
6. Ibid., pp. 144-145; cita de la p. 145.
7. Véase la nota 11 del capítulo 1. También: Karen Horney, Feminine Psychology, Nueva York, 1967; Clara Thompson, On Women, Nueva York, 1964; Harry Stack Sullivan, The Interpersonal Theory of Psychiatry, Nueva York, 1953, caps. 4-12.
8. A la inversa, uno de los primeros poderes que los hombres institucionalizaron en el patriarcado fue el poder del cabeza de familia a decidir qué recién nacido había de vivir y cuál tenía que morir. Debió de percibirse como una victoria de las leyes sobre la naturaleza, pues iba en contra de ésta y de toda experiencia humana previa.
9. La información que se tiene de las poblaciones prehistóricas no es muy fiable y tan sólo se puede expresar en términos muy aproximativos. Cipolla piensa que «las evidencias indirectas secundan la idea de que las poblaciones prehistóricas tenían una mortalidad muy alta. Puesto que la especie ha sobrevivido, hemos de admitir también que el hombre primitivo tenía una fertilidad muy elevada. Un estudio realizado a partir de 187 restos fósiles de neandertales revela que la tercera parte murió antes de llegar a los 20 años. Un análisis de 22 restos fósiles de la población asiática de Sinanthropus revela que quince de ellos murieron antes de cumplir 14 años, tres antes de los 29 y otros tres entre los 40 y los 50 años». Carlo M. Cipolla, The Economic History of World Population, Nueva York, 1962, pp. 85-86. Lawrence Angel, «Neolithic Skeletons from Catal Hüyük», Anatolian Studies, vol. 21 (1971), pp. 77-98; cita de la p. 80. En las sociedades cazadoras y recolectoras actuales nos encontramos con tasas de mortalidad infantil muy elevadas, del orden del 60 por 100 en el primer año de vida. Véase F. Rose, «Australian Marriage, Land Owning Groups and Institutions», en R. B. Lee e Irven DeVore, eds., Man, the Hunter, Chicago, 1968, p. 203. 10. Cf. Karen Sacks, Sisters and Wives: The Past and Future of Sexual Equality, Urbana, 1982, cap. 2. Existe, además, la posibilidad de que la menstruación sea un obstáculo para la mujer cuando caza, no sólo porque la incapacite físicamente sino también por los efectos que tiene sobre los animales el olor a sangre. Esta posibilidad se me ocurrió en un reciente viaje a Alaska. En los folletos para campistas y excursionistas del Servicio Nacional de Parques, se aconseja a las mujeres que tengan la menstruación que se mantengan apartadas de las áreas con animales salvajes, porque el olor a sangre atrae a los osos pardos. 11. El antropólogo Marvin Harris defiende en cambio que «la caza no es una actividad ininterrumpida y nada impide a las mujeres que están amamantando dejar a sus hijos al cuidado de otra persona durante unas cuantas horas una o dos veces a la semana». Harris sostiene que la especialización en la caza por el hombre surgió de su formación guerrera y que en las actividades guerreras de los hombres hay que buscar la causa de la supremacía masculina y el sexismo. Marvin Harris, «Why Men Dominate Women», Columbia (verano de 1978), pp. 9-13, 39. Es bastante improbable y no tenemos evidencias que prueben que la guerra organizada precedió a la caza mayor, pero en todo caso creo que las mujeres no habrían optado por las actividades cinegéticas ni militares por las razones que ya he dado. Para una reinterpretación feminista de los mismos materiales que no hace concesiones al «determinismo biológico», véase Bleier, Science and Gender, caps. 5 y 6. 12. Cf. Kay Martin y Barbara Voorhies, Female of the Species, Nueva York, 1975, pp. 77-83; Sacks, Sisters and Wives, pp. 67-84; Ernestine Friedl, Women and Men: An Anthropologist’s View, Nueva York, 1975, pp. 8, 60-61. 13. Simone de Beauvoir, The Second Sex, Nueva York, 1953; reimpresión de la edición de 1974. 14. Aunque no existen pruebas fiables de estas afirmaciones acerca de la originalidad de las contribuciones de las mujeres, tampoco las hay de las capacidades inventivas de los hombres. Ambas se basan en conjeturas. Para nuestros propósitos, es importante que nos permitamos a nosotras mismas la libertad de especular sobre las igualdad de las contribuciones de las mujeres. El único problema que entraña este ejercicio es que queramos llevar nuestras conjeturas, porque parezcan lógicas y convincentes, a la categoría de prueba. Esto es lo que han hecho los hombres; no se debe caer en el mismo error. Elise Boulding, The Underside History: A View of Women Through Time, Boulder, Colorado, 1976, caps. 3 y 4. Véase también Gordon V. Childe, Man Makes Himself, Nueva York, 1951, pp. 76-80. Para una síntesis bastante similar basada en los recientes trabajos antropológicos, véase Tanner y Zilhman, y Sacks, citados en las notas 4 y 10. 15. Nancy Chodorow, The Reproduction of Mothering: Psychoanalysis and the Sociology of Gender, Berkeley, 1978, p. 91. 16. Ibid., p. 169. Sobre un análisis similar fundamentado en otras evidencias, véase Carol Gilligan, In a Different Voice: Psychological Theory and Women’s Development, Cambridge, Massachusetts, 1982. 17. Chodorow, The Reproduction of Mothering, pp. 170, 173. 18. Adrienne Rich, cuando analiza «la institución de la maternidad bajo el patriarcado» y «la heterosexualidad obligada», y Dorothy Dinnerstein, en su interpretación del pensamiento de Freud, llegan a las mismas conclusiones. Véanse Adrienne Rich, Of Women Born: Motherhood as Experience and Institution, Nueva York, 1976; Adrienne Rich, «Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence», SIGNS, vol. 5. n.° 4 (verano de 1980), pp. 631-660; Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arrangements and Human Malaise, Nueva York, 1977. M. Rosaldo critica en «Dilemmas» (véase la nota 3, más arriba) estas teorías psicológicas porque descuidan o ignoran el contexto social en el que tiene lugar la paternidad. Aunque admiro el trabajo de Chodorow y de Rich, estoy de acuerdo con esta crítica y he de añadir que en ambos casos se intenta presentar como una generalización universal cuando sólo es aplicable a las personas de clase media de una nación industrializada. 19. Lois Paul, «The Mastery of Work and the Mystery of Sex in a Guatemalan Village», en M. Z. Rosaldo y Louise Lamphere, Woman Culture and Society, Stanford, 1974, pp. 297-299. 20. Cf. Sigmund Freud, Civilization and Its Discontent, Nueva York, 1962; Susan Brownmiller, Against Our Will: Men, Women and Rape, Nueva York, 1975; Elizabeth Fisher, Woman’s Creation, Sexual Evolution and the Shaping of Society, Garden City, Nueva York, 1979, pp. 190, 195. 21. Mis ideas sobre el tema del surgimiento y las consecuencias de la guerra están influenciadas por Marvin Harris, «Why Men Dominate Women», y por el estimulante intercambio de cartas y el diálogo con Virginia Brodine. 22. Claude Lévi-Strauss, The Elementary Structures of Kinship, Boston, 1969, p. 115. Para una ilustración contemporánea del funcionamiento de este proceso y de cómo realmente la joven «no altera su naturaleza», véase Nancy Lurie, ed., Mountain Wolf Woman, Sisters of Crashing Thunder, Ann Arbor, 1966, pp. 29-30. 23. C. D. Darlington, The Evolution of Man and Society, Nueva York, 1969, p. 59. 24. Boulding, Underside, cap. 6. 25. Véase, por ejemplo, el caso de los lovedu, en Sacks, Sisters and Wives, cap. 5. 26. Cf. Maxine Molyneux, «Androcentrism in Marxist Anthropology», Critique of Anthropology, vol. 3, n.°° 9-10 (invierno de 1977), pp. 55-81. 27. Peter Aaby. «Engels and Women», Critique of Anthropology, vol. 3, n.°’ 9-10 (invierno de 1977), pp. 39-43.
28. Ibid., p. 44. La explicación de Aaby tiene en cuenta el caso, inexplicable en la tesis de Meillassoux, de sociedades que evolucionan en línea directa desde una división sexual del trabajo relativamente igualitaria a la dominación patriarcal mediante difundidas actividades guerreras. Véase, por ejemplo, el desarrollo de la sociedad azteca que describe June Nash en «The Aztecs and the Ideology of Male Dominance», SIGNS, vol. 4, n.° 2 (invierno de 1978), pp. 349-362. Respecto a la sociedad inca, véase frene Silverblatt, «Andean Women in the Inca Empire», Feminist Studies, vol. 4, n.° 3 (octubre de 1978), pp. 37-61. 29. Aaby, «Engels and Women», p. 47. Hay que señalar que la argumentación de Aaby secunda la tesis evolucionista de Darlington. Véase la p. 47. 30. Rayna Rapp Reiter, «The Search for Origins: Unraveling the Threads of Gender Hierarchy», Critique of Anthropology, vol. 3, n.°’ 9-10 (invierno de 1977), pp. 5-24; Robert McC. Adams, The Evolution of Urban Society, Chicago, 1966; Robert Carneiro, «A Theory of the Origin of the State», Science, vol. 19, n.° 3.947 (agosto de 1970), pp. 733-738

Eligen a Guillermo Campos como Jefe de Departamento de Filosofía de UES

Eligen a Guillermo Campos como Jefe de Departamento de Filosofía de UES

CIUDAD UNIVERSITARIA, San Salvador, 18 de diciembre de 2015 (SIEP) “Es una responsabilidad que asumo consciente de su significado político en este momento histórico que vive nuestro país y nuestra universidad…” expresó el Maestro Guillermo Campos, al ser electo para conducir el Departamento de Filosofía de la Universidad de El Salvador, UES.

El Maestro Guillermo Campos, conocido por su compromiso con las ideas del marxismo y la transformación de la sociedad salvadoreña, ha sido por más de veinte años docente de filosofía así como ha participado en diversos esfuerzos por la democratización y reforma de la Universidad de El Salvador.

Es la segunda oportunidad que preside el departamento de Filosofía, y durante su gestión anterior fue creada la Maestría para la Educación en Derechos Humanos y Educación para la Paz y como desafío se propone en esta vez impulsar la creación de la Maestría en Filosofía Política.

El Maestro Campos acompañó en el 2012 la campaña del FMLN para la Alcaldía de San Salvador, que llevaba como candidato a Jorge Schafik Handal, y recientemente a publicado su último libro de poemas, bajo el título En torno…a ti.

Los orígenes (La creación del patriarcado)

1. LOS ORÍGENES

Ante nosotros se extienden en confusa amalgama los pedazos de restos materiales: útiles, tumbas, fragmentos de cerámica, los restos de casas y santuarios, artefactos de origen dudoso sobre las paredes de las cuevas, restos humanos; todos ellos con su historia. Los unimos ayudados por mitos y conjeturas; los comparamos con lo que sabemos de los pueblos «primitivos» que sobreviven en la actualidad; utilizamos la ciencia, la filosofía o la religión para elaborar un modelo de ese lejano pasado previo al inicio de la civilización.

El enfoque que usamos en la interpretación nuestro esquema conceptual determina el resultado final. Este esquema no se halla libre de juicios de valor. Hacemos al pasado las preguntas que queremos ver respondidas en el presente. Durante largos períodos de la época histórica el marco conceptual que conformaba nuestras preguntas era aceptado como un hecho reconocido, indiscutible e incuestionable.

Mientras la concepción teleológica cristiana dominó el pensamiento histórico se consideró a la historia precristiana meramente un estadio previo a la
verdadera historia, que comenzó con el nacimiento de Cristo y acabaría
con el segundo advenimiento.

Cuando la teoría darviniana dominó el pensamiento histórico, se vio la prehistoria como un estadio de «barbarie» dentro de un proceso evolutivo de la humanidad que iba de lo más simple a lo más complejo. Lo que triunfaba y sobrevivía era considerado, por el mero hecho de su supervivencia, superior a lo que se esfumaba y que, por consiguiente, había «fallado».

Mientras los presupuestos androcéntricos dominaron nuestras interpretaciones, encontrábamos en el pasado la ordenación según sexos/géneros prevaleciente en el presente. Dábamos por sentada la existencia de un dominio masculino y cualquier evidencia en contra aparecía como una mera excepción a la norma o una alternativa fallida.

Los tradicionalistas, tanto los que trabajan dentro de un ámbito religioso
como «científico», han considerado la subordinación de las mujeres un
hecho universal, de origen divino, o natural y, por tanto, inmutable. Así
que no hay que cuestionárselo. Lo que ha sobrevivido lo ha logrado porque era lo mejor; lo que sigue debería continuar siendo igual.

Aquellos que critican las asunciones androcéntricas y los que reconocen la necesidad de un cambio social en el presente han puesto en duda el concepto de universalidad de la subordinación femenina. Estiman que si el sistema de dominación patriarcal tuvo un origen en la historia, podría abolirse si se alteran las condiciones históricas. Por consiguiente, la cuestión sobre la universalidad de la subordinación femenina ha sido, durante más de 150 años, el núcleo del debate entre tradicionalistas y pensadoras feministas.

Para quienes critican las explicaciones patriarcales, la siguiente pregunta
por orden de importancia es: si la subordinación femenina no era universal
entonces, ¿existió alguna vez un modelo alternativo de sociedad? Esta
pregunta se ha convertido con frecuencia en la búsqueda de una sociedad
matriarcal en el pasado. Ya que muchas de las evidencias de esta búsqueda
proceden de los mitos, la religión y los símbolos, casi no se ha prestado
atención a los testimonios históricos.

La cuestión más importante y significativa para el historiador es esta:
cómo, cuándo y por qué se produjo la subordinación de las mujeres.
Por consiguiente, antes de que podamos emprender una discusión
acerca de la evolución histórica del patriarcado, hemos de revisar las
principales posturas en el debate en torno a estas tres cuestiones.

La respuesta tradicional a la primera cuestión es, por supuesto, que la
dominación masculina es un fenómeno universal y natural. Se podría
presentar la argumentación en términos religiosos: la mujer está
subordinada al hombre porque así la creó Dios. (1) Los tradicionalistas
aceptan el fenómeno de la «asimetría sexual», la atribución de tareas y
papeles diferentes a hombres y mujeres, observada en cualquier sociedad
humana conocida, como prueba de su postura y señal de que es «natural».
(2)

Puesto que a la mujer se le asignó por designio divino una función biológica diferente a la del hombre, dicen, también se le deben adjudicar cometidos sociales distintos. Si Dios o la naturaleza crearon las diferencias de sexo, que a su vez determinaron la división sexual del trabajo, no hay que culpar a nadie por la desigualdad sexual y el dominio masculino.

La explicación tradicional se centra en la capacidad reproductiva de las
mujeres y ve en la maternidad el principal objetivo en la vida de la
mujer, de ahí se deduce que se cataloguen de desviaciones a aquellas
mujeres que no son madres. La función maternal de las mujeres se
entiende como una necesidad para la especie, ya que las sociedades no
hubieran sobrevivido hasta la actualidad a menos que la mayoría de las
mujeres no hubieran dedicado la mayor parte de su vida adulta a tener y
cuidar hijos.

Por lo tanto, se considera que la división sexual del trabajo fundamentada en las diferencias biológicas es funcional y justa. Una explicación corolaria de la asimetría sexual es la que sitúa las causas de la subordinación femenina en factores biológicos que atañen a los hombres. La mayor fuerza física de éstos, su capacidad para correr más rápido y cargar mayor peso, junto con su mayor agresividad, les capacitan para ser cazadores.

Por tanto, se convierten en los que suministran los alimentos a la tribu, y se les valora y honra más que a las mujeres. Las habilidades derivadas de las actividades cinegéticas les dotan a su vez para ser guerreros. El hombre cazador, superior en fuerza, con aptitudes, junto con la experiencia nacida del uso de útiles y armas, protege y defiende «naturalmente» a la mujer, más vulnerable y cuya dotación biológica la destina a la maternidad y a la crianza de los hijos. (3)

Por último, esta interpretación determinista biológica se aplica desde la Edad de Piedra hasta el presente gracias a la aseveración de que la división
sexual del trabajo basada en la «superioridad» natural del hombre es un
hecho y, por consiguiente, tan válido hoy como lo fuera en los primitivos
comienzos de la sociedad humana.

Esta teoría, en sus diferentes formas, es con mucho la versión más popular en la actualidad del argumento tradicional y ha tenido un fuerte efecto explicativo y de refuerzo sobre las ideas contemporáneas de la supremacía masculina. Probablemente se deba a sus adornos «científicos», basados en una selección de los datos etnográficos y en el hecho de que parece explicar el dominio masculino de tal manera que exime a todos los hombres contemporáneos de cualquier responsabilidad por ello.

Con qué profundidad esta explicación ha afectado incluso a las teóricas feministas queda patente en su aceptación parcial por parte de Simone de Beauvoir, quien da por seguro que la «trascendencia» del hombre deriva de la caza y la guerra y del uso de las herramientas necesarias para estas actividades. (4)

Lejos de las dudosas afirmaciones biológicas sobre la superioridad física
masculina, la interpretación del hombre cazador ha sido rebatida gracias a las evidencias antropológicas de las sociedades cazadoras y recolectoras. En la mayoría de ellas, la caza de animales grandes es una actividad auxiliar, mientras que las principales aportaciones de alimento provienen de las actividades de recolección y caza menor, que llevan a cabo mujeres y niños. (5)

Además, como veremos más adelante, es precisamente en las sociedades cazadoras y recolectoras donde encontramos bastantes ejemplos de complementariedad entre sexos, y en las que las mujeres ostentan un estatus relativamente alto, en oposición directa a lo que se afirma desde la escuela de pensamiento del hombre cazador.

Las antropólogas feministas han puesto recientemente en duda muchas
de las antiguas generalizaciones, que sostenían que la dominación masculina
era virtualmente universal en todas las sociedades conocidas, por ser
asunciones patriarcales de parte de los etnógrafos e investigadores de esas
culturas. Cuando las antropólogas feministas han revisado los datos o han
hecho su propio trabajo de campo se han encontrado con que la
dominación masculina no es ni mucho menos universal.

Han hallado sociedades en las que la asimetría sexual no comporta connotaciones de dominio o subordinación. Es más, las tareas realizadas por ambos sexos resultan indispensables para la supervivencia del grupo, y en muchos aspectos se considera que ambos tienen el mismo estatus. En estas sociedades se cree que los sexos son «complementarios»; tienen papeles
y estatus diferentes, pero son iguales. (6)

Otra manera de refutar las teorías del hombre cazador ha sido la de
mostrar las contribuciones fundamentales, culturalmente innovadoras, de
las mujeres a la creación de la civilización con sus inventos de la cestería y la cerámica y sus conocimientos y el desarrollo de la horticultura. (7) Elise
Boulding, en concreto, ha demostrado que el mito del hombre cazador y su
perpetuación son creaciones socioculturales al servicio del mantenimiento
de la supremacía y hegemonía masculinas. (8)

La defensa tradicional de la supremacía masculina basada en el razonamiento determinista biológico ha cambiado con el tiempo y ha demostrado ser extremadamente adaptable y flexible. Cuando en el siglo XIX empezó a perder fuerza el argumento religioso, la explicación tradicional de la inferioridad de la mujer se hizo «científica». Las teorías darvinianas reforzaron la creencia de que la supervivencia de la especie era más importante que el logro personal. De la misma manera que el Evangelio
Social utilizó la idea darviniana de supervivencia del más apto para justificar
la distribución desigual de riquezas y privilegios en la sociedad norteamericana, los defensores científicos del patriarcado justificaban que
se definiera a las mujeres por su rol maternal y que se las excluyera de las
oportunidades económicas y educativas porque estaban al servicio de la
causa más noble de la supervivencia de la especie.

A causa de su constitución biológica y su función maternal se pensaba que las mujeres no eran aptas para una educación superior y otras actividades profesionales. Se consideraba la menstruación y la menopausia, incluso el embarazo, estados que debilitaban, enfermaban, o eran anormales, que imposibilitaban a las mujeres y las hacían verdaderamente inferiores. (9)

Asimismo, la psicología moderna observó las diferencias de sexo existentes
desde la asunción previa y no verificada de que eran naturales, y construyó
la imagen de una hembra psicológica que se encontraba biológicamente
tan determinada como lo estuvieron sus antepasadas. Al observar desde una perspectiva ahistórica los papeles sexuales, los psicólogos tuvieron que hacer conclusiones partiendo de datos clínicos observados, en los que se reforzaban los papeles por géneros predominantes. (10)

Las teorías de Sigmund Freud alentaron también la explicación
tradicional. Para Freud, el humano corriente era un varón; la mujer era,
según su definición, un ser humano anormal que no tenía pene y cuya
estructura psicológica supuestamente se centraba en la lucha por
compensar dicha deficiencia.

Aunque muchos aspectos de la teoría freudiana serían de gran utilidad en la construcción de la teoría feminista, fue el dictamen de Freud de que para la mujer «la anatomía es el destino» lo que dio nuevo vigor y fuerzas al argumento supremacista masculino. (11)

Las aplicaciones a menudo vulgarizadas de la teoría freudiana en la
educación infantil y en obras de divulgación dieron un renovado prestigio al
viejo argumento de que el principal papel de la mujer es tener y cuidar
hijos. La doctrina popularizada de Freud se convirtió en texto obligado de
educadores, asistentes sociales y de la audiencia de los medios de
comunicación. (12)

Recientemente, la sociobiología de E. O. Wilson ha ofrecido la visión
tradicional del género bajo una argumentación en la que se aplican las ideas
darvinianas de la selección natural a la conducta humana. Wilson y sus
seguidores argumentan que las conductas humanas que son «adaptativas»
para la supervivencia del grupo quedan codificadas en los genes, e incluyen en
estas conductas cualidades tan complejas como el altruismo, la lealtad o la
conducta maternal. No sólo dicen que los grupos que practiquen una
división sexual del trabajo en la que las mujeres hagan de niñeras y
educadoras de los niños tendrán una ventaja evolutiva, sino que defienden
que este comportamiento pasa de alguna manera a formar parte de nuestro código genético, de modo que las propensiones psicológicas y físicas
necesarias para esta organización social se desarrollan selectivamente y se
seleccionan genéticamente.

El papel de madre no es tan sólo un papel asignado por la sociedad, es también el que se ajusta a las necesidades físicas y psicológicas de las mujeres. Aquí, nuevamente, el determinismo biológico se convierte en una obligación, en realidad una defensa política del statu quo en lenguaje científico. (13)

Las críticas feministas han demostrado la argumentación circular, la falta de pruebas y los presupuestos acientíficos de la sociobiología de Wilson. (14) Desde un punto de vista no científico, la falacia más obvia de los sociobiólogos es su ahistoricidad por lo que respecta al hecho de que
los hombres y las mujeres de hoy no viven en un estado natural. La historia
de la civilización describe el proceso por el cual los humanos se han
distanciado de la naturaleza mediante la invención y el perfeccionamiento de la cultura.

Los tradicionalistas ignoran los cambios tecnológicos que han hecho posible alimentar a un niño con biberón sin riesgos y hacerle crecer con otras personas que le cuiden que no sean su madre. Ignoran las consecuencias del cambio sufrido en la duración de la vida y en los ciclos vitales. Hasta que las normas comunales de higiene y los conocimientos médicos actuales no frenaron la mortalidad infantil al punto que los progenitores podían contar con que cada hijo que tuvieran llegaría a la madurez, las mujeres estaban obligadas a alumbrar bastantes hijos a fin de que unos cuantos sobrevivieran. Del mismo modo, el aumento de la esperanza de vida y el descenso de la mortalidad infantil modificaron los ciclos vitales de hombres y mujeres.

Estos avances iban ligados a la industrialización y ocurrieron en la
civilización occidental (para los blancos) a finales del siglo XIX,
produciéndose más tarde para los pobres y las minorías a causa de la
distribución desigual de los servicios sanitarios y sociales. Mientras que
hasta 1870 la crianza de los hijos y el matrimonio eran coterminales -es
decir, cabía esperar que uno o ambos progenitores falleciesen antes de
que el menor de sus hijos llegara a la madurez-, en la sociedad
norteamericana actual las parejas pueden contar con vivir juntas doce
años más después de que el menor de sus hijos haya llegado a adulto, y
las mujeres pueden esperar sobrevivir siete años a sus maridos. (15)

Y en cambio los tradicionalistas pretenden que las mujeres continúen
en los mismos papeles y ocupaciones que eran operativos y necesarios
para la especie en el neolítico. Aceptan los cambios culturales gracias a
los cuales los varones se han liberado de las necesidades biológicas.
Suplir el esfuerzo físico por el trabajo de las máquinas es progreso; sólo
las mujeres están, en su opinión, destinadas para siempre al servicio de
la especie a causa de su biología. Decir que de todas las actividades
humanas tan sólo el que las mujeres cuiden de los hijos es inmutable y
eterno es, en verdad, relegar la mitad de la raza humana a un estado
inferior de existencia, a la naturaleza y no a la cultura.

Las cualidades que habrían ayudado a la supervivencia humana
durante el neolítico ahora les son innecesarias a las personas.
Independientemente de si cualidades como la agresividad o el cuidado de
los hijos se transmiten genética o culturalmente, es obvio que la
agresividad masculina, que pudo ser muy funcional durante la Edad de
Piedra, es una amenaza a la supervivencia de la humanidad en la era
nuclear. En un momento en que la superpoblación y el agotamiento de
los recursos naturales suponen un verdadero peligro para la
supervivencia humana, puede que sea más adaptativo refrenar la
capacidad reproductiva de las mujeres que fomentarla.

Además, en desacuerdo con cualquier argumento que se base en el
determinismo biológico, las feministas cuestionan las asunciones
androcéntricas ocultas en las ciencias que se dedican a los seres humanos.
Han denunciado que en biología, antropología, zoología y psicología estas
asunciones han inducido a hacer lecturas de los datos científicos que
distorsionan su significado.

De este modo, por ejemplo, se reviste el comportamiento de los animales de un significado antropomórfico, y se convierte a los chimpancés machos en patriarcas. (16) Muchas feministas sostienen que las interpretaciones culturales han exagerado enormemente el escaso número de diferencias reales que hay entre los sexos, y que el valor dado a las diferencias sexuales es de por sí un producto cultural.

Los atributos sexuales son una realidad biológica, pero el género es un producto del proceso histórico. El hecho de que las mujeres tengan hijos responde al sexo; que las mujeres los críen se debe al género, una construcción cultural. El género ha sido el principal responsable de que se asignara un lugar determinado a las mujeres en la sociedad. (17)

Demos ahora un breve repaso a las teorías que niegan la universalidad
de la subordinación femenina y que defienden un primer estadio de
dominación femenina (matriarcado) o de igualdad entre mujeres y
hombres. Las principales explicaciones son la economicomarxista y la
materialista.

El análisis marxista ha influido enormemente sobre las estudiosas
feministas al indicarles las cuestiones a preguntar. La obra de referencia
básica es El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Friedrich Engels, que describe la «histórica derrota del sexo femenino» como un evento que deriva del surgimiento de la propiedad privada. (18)

Engels, que extrajo sus generalizaciones del trabajo de etnógrafos y teóricos del siglo XIX tales como J. J. Bachofen y L. M. Morgan, defendía la existencia de sociedades comunistas sin clases previas a la formación de la propiedad privada. (19) Puede que estas sociedades fueran o no matriarcales, pero eran igualitarias. Engels presuponía una «primitiva» división del trabajo entre los sexos.

El hombre lucha en la guerra, va de caza y de pesca, procura los alimentos y las herramientas necesarias para ello. La mujer atiende la casa y la preparación de los alimentos, confecciona ropas, cocina, teje y cose. Cada uno es el amo en su esfera: el hombre en la selva, la mujer en la casa.

Cada uno es propietario de los instrumentos que hace y emplea … Aquello que se haga o utilice en común es de propiedad comunal: la casa, el jardín, la barca. (20)

La descripción que hace Engels de la primitiva división sexual del trabajo se parece curiosamente a la de las unidades familiares campesinas de Europa trasladadas a la prehistoria. La información etnográfica en la que él basó sus generalizaciones ha sido rebatida.

En la mayoría de las sociedades primitivas del pasado y en todas las sociedades cazadoras y recolectoras que todavía existen hoy, las mujeres aportan por término medio el 60 por 100 o más de la comida. Para ello a menudo tienen que alejarse de sus casas, llevándose consigo bebés y niños pequeños. Además, la asunción de que existe una fórmula y un modelo de la división sexual del trabajo es errónea.

El trabajo concreto realizado por hombres y mujeres difiere muchísimo según la cultura, y depende bastante del entorno ecológico en que viven estas personas. (21) Engels planteó la teoría de que en las sociedades tribales el desarrollo de la domesticación animal llevó al comercio y a la propiedad de los rebaños en manos de los cabezas de familia, presumiblemente varones, pero fue incapaz de explicar cómo se produjo.

Los hombres se apropiaron de los excedentes de la ganadería y los convirtieron en propiedad privada. Una vez adquirida esta propiedad privada, los hombres buscaron la manera de asegurarla para sí y sus herederos; lo
lograron institucionalizando la familia monógama. Al controlar la
sexualidad femenina mediante la exigencia de una castidad premarital y
el establecimiento del doble estándar sexual dentro del matrimonio, los
hombres se aseguraron la legitimidad de su descendencia y garantizaron
así su interés de propiedad. Engels subrayó la vinculación entre la
ruptura de las anteriores relaciones de parentesco basadas en la
propiedad comunal y el nacimiento de la familia nuclear como unidad
económica.

Con el desarrollo del Estado, la familia monógama se transformó en la
familia patriarcal, en la que el trabajo de la esposa «pasó a ser un servicio
privado; la esposa se convirtió en la principal sirvienta, excluida de
participar en la producción social». Engels concluía:
La abolición del derecho materno fue la histórica derrota del sexo femenino. El hombre también tomó el mando en la casa; la mujer quedó degradada y reducida a la servidumbre; se convirtió en la esclava de su lujuria y en un mero instrumento de reproducción.[23)

Engels empleó el término Mutterrecht, traducido aquí por derecho
materno, recogido de Bachofen, para describir las relaciones de
parentesco matrilineales en las que las propiedades de los hombres no
pasaban a sus hijos sino a los hijos de sus hermanas. También aceptaba el
modelo de Bachofen de una progresión «histórica» de la estructura
familiar, desde el matrimonio de grupo al monógamo. Argumentaba que
el matrimonio monógamo era visto por la mujer como una mejora en su
condición, ya que con ello adquirió «el derecho a entregarse solamente
a un hombre».

Engels llamó también la atención respecto a la institucionalización de la prostitución, que describió como uno de los pilares indispensables del matrimonio monógamo. Se han criticado las conjeturas que hace Engels acerca de la sexualidad femenina por ser un reflejo de sus propios valores sexistas victorianos, pues parte de la asunción, no probada, de que los estándares de mojigatería de las mujeres del siglo XIX podían explicar los actos y las actitudes de las mujeres en los albores de la civilización. (24)

Con todo, Engels realizó una gran contribución a nuestros conocimientos sobre la posición de las mujeres en la sociedad y en la historia:
1) Subrayó la conexión entre cambios estructurales en las relaciones de parentesco y cambios en la división del trabajo, por un lado, y la posición que ocupan las mujeres en la sociedad, por el otro.
2) Demostró una conexión entre el establecimiento de la propiedad privada, el matrimonio monógamo y la prostitución.
3) Mostró la conexión entre el dominio económico y político de los hombres y su control sobre la sexualidad femenina.
4) Al situar «la histórica derrota del sexo femenino» en el período de formación de los estados arcaicos, basados en el dominio de las elites propietarias, dio historicidad al acontecimiento.

Aunque fue incapaz de probar ninguna de estas propuestas, definió las principales cuestiones teóricas de los siguientes cien años. También ciñó la discusión de «la cuestión femenina» al ofrecer una explicación convincente, unicausal, y al concentrar la atención en un solo acontecimiento que para él se asemejaba a una «derrota» revolucionaria. Si la causa de la «esclavización» de las mujeres fuera el desarrollo de la propiedad privada y las instituciones que de ella se derivan, lógicamente se deducía que la abolición de la propiedad privada liberaría a las mujeres. En cualquier caso, la mayor parte de los trabajos teóricos en el tema del origen de la subordinación de las mujeres se han dirigido a aprobar, mejorar o refutar la obra de Engels.

Las asunciones básicas de Engels acerca de la naturaleza de los sexos
estaban basadas en la aceptación de las teorías evolutivas de la biología,
pero su mayor mérito fue destacar el influjo que tienen las fuerzas sociales
y culturales en la estructuración y definición de las relaciones entre los
sexos. Paralelamente a su modelo de relaciones sociales, desarrolló una
teoría evolutiva de las relaciones entre los sexos en la que el punto álgido de
desarrollo era el matrimonio monógamo entre clases obreras en una
sociedad socialista. Al vincular las relaciones sexuales con relaciones sociales en proceso de cambio quebró el determinismo biológico de los tradicionalistas.

Por llamar la atención sobre el conflicto sexual incorporado a la institución tal y como emergió de las relaciones de propiedad privada, reforzó el vínculo entre cambio económico-social y lo que hoy denominaríamos relaciones de género. Él definió el matrimonio monógamo de la manera en que se formó en la primera sociedad estatal como «la sujeción de un sexo a otro, la proclama de un conflicto entre sexos totalmente desconocido hasta ahora en los tiempos prehistóricos».

Significativamente, continuaba:
La primera oposición de clases que aparece en la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre hombre y mujer en el matrimonio monógamo, y la primera opresión de clases con la del sexo femenino por el masculino. (25)

Estas afirmaciones ofrecían muchas vías prometedoras para la elaboración de teorías, de las cuales se hablará más adelante. Pero la identificación que hace Engels de la relación entre los sexos con el «antagonismo de clases» ha resultado ser un callejón sin salida que durante mucho tiempo ha apartado a los teóricos del conocimiento real de las diferencias entre relaciones de clases y relaciones entre sexos. Ello se vio agravado por la insistencia que ponían los marxistas en que las cuestiones de las relaciones entre sexos debían estar subordinadas a cuestiones de relaciones entre clases, expresado no sólo en la teoría sino también en la práctica política, allí donde tuvieron el poder para ello. Sólo recientemente las nuevas especialistas feministas han empezado a forjar las herramientas teóricas con que corregir dichos errores.

El antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss ofrece también una
explicación teórica en la que la subordinación de las mujeres resulta crucial
para la formación de la cultura. Pero a diferencia de Engels, Lévi-Strauss
defiende que los hombres construyeron la cultura a partir de un solo
componente básico. Lévi-Strauss reconoce en el tabú del incesto un
mecanismo humano universal, arraigado en cualquier organización social.
La prohibición del incesto no es tanto una norma que prohibe el matrimonio con la madre, la hermana o la hija, como una norma que obliga a dar la madre, la hermana o la hija a otros. Esta es la regla suprema del obsequio. (26)

El «intercambio de mujeres» es la primera forma de comercio, mediante la cual se las convierte en una mercancía y se las «cosifica», es decir, se las considera cosas antes que seres humanos. El intercambio de mujeres, según Lévi-Strauss, marca el inicio de la subordinación de las mujeres. Ello a su vez refuerza una división sexual del trabajo que establece el dominio masculino. De todas formas Lévi-Strauss considera el tabú del incesto como un paso positivo y necesario hacia la creación de la cultura humana. Las pequeñas tribus autosuficientes estaban obligadas a relacionarse con las tribus vecinas, bien mediante una guerra continua o bien buscando una vía de
coexistencia pacífica. Los tabúes de la endogamia y el incesto estructuraron una interacción pacífica y promovieron las alianzas entre tribus.

La antropóloga Gayle Rubin define con precisión la manera en que
este sistema de intercambio afecta a las mujeres:
El intercambio de mujeres es la manera rápida de expresar que las relaciones sociales del sistema de parentesco decretan que los hombres tienen ciertos derechos sobre sus parientes femeninos, y que las mujeres no los tienen sobre sus parientes masculinos … [Es un] sistema en el cual las mujeres no tienen plenos derechos sobre sí mismas.(27)

Debemos advertir que en la teoría de Lévi-Strauss los hombres son los
actores que imponen una serie de estructuras y relaciones sobre las
mujeres. Una explicación de esta índole no se puede considerar aceptable.
¿Cómo ocurrió? ¿Por qué se tenía que intercambiar mujeres y no
hombres o niños y niñas? Aunque se admitiera la utilidad operativa de
este arreglo, ¿por qué tenían que estar las mujeres de acuerdo? (28)
Indagaremos estas cuestiones en el próximo capítulo, en un esfuerzo
por elaborar una hipótesis fiable.

El gran influjo de Lévi-Strauss sobre las teóricas feministas ha
provocado un cambio de atención, desde la búsqueda de los orígenes
económicos al estudio de los sistemas simbólicos y los significados de las
sociedades. La obra más influyente fue el ensayo de Sherry Ortner, en el
año 1974, en donde ella argumentaba convincentemente que en
cualquier sociedad conocida se identifica a las mujeres por estar más
cerca de la naturaleza que de la cultura. (29)

Puesto que cualquier cultura infravalora la naturaleza porque lucha por dominarla, las mujeres se han convertido en el símbolo de un orden inferior,
intermedio, de seres. Ortner mostraba que se las identificaba así porque:
1) El cuerpo de la mujer y su función … parecen acercarla más a la naturaleza;
2) el cuerpo femenino y sus funciones la colocan en papeles sociales que a su vez se consideran de orden inferior dentro de los procesos culturales a los de los hombres; y
3) los roles tradicionales de la mujer, que su cuerpo y las funciones de éste le imponen, le dan a su vez una estructura psíquica distinta … que … se considera más próxima a la naturaleza. (30)

Este breve ensayo provocó un debate largo y muy informativo entre
las teóricas y las antropólogas feministas que todavía prosigue. Ortner, y
quienes coinciden con ella, abogan fuertemente por la universalidad de
la subordinación femenina, si no en las condiciones sociales actuales, al
menos en los sistemas de significado de la sociedad. Quienes se oponen
a este punto de vista refutan la idea de universalidad, lo critican por ser ahistórico y se niegan a situar a las mujeres en el papel de las víctimas pasivas.

Por último, ponen en duda la aceptación, implícita en la posición estructuralista feminista, de la existencia de una dicotomía
inamovible e inmutable entre hombre y mujer. (31)

No es este el lugar para hacer justicia a la copiosidad y sofisticación de
este debate feminista, que todavía continúa, pero la discusión de la
universalidad de la subordinación femenina ha ofrecido ya tantas
alternativas que incluso aquellas que responden afirmativamente a su
existencia reconocen que la forma de plantear las cuestiones tiene defectos.

Cada vez más, a medida que se ahonda en el debate, queda claro que las
explicaciones unicausales y hablar de universalidad no van a responder
correctamente la cuestión de las causas. El enorme mérito de la postura
funcionalista es que revela la estrechez de las explicaciones meramente
económicas, con lo que quienes se inclinaban por dar relieve a la biología
y a la economía se ven forzados ahora a tratar con el poder de los sistemas
de creencias, los símbolos y las construcciones mentales. En especial, la fe
compartida por la mayoría de las feministas en que el género es una
construcción social plantea un desafío intelectual más serio a las explicaciones tradicionalistas.

Hay otra corriente teórica que merece nuestra seria consideración, en
primer lugar porque es feminista en la práctica y en intención y, en segundo, porque representa una tradición histórica en el pensamiento sobre las mujeres. La teoría maternalista está construida sobre la aceptación de las diferencias biológicas entre los sexos. Muchas feministas-maternalistas también consideran inevitable la división sexual del trabajo montada sobre estas diferencias biológicas, aunque algunas pensadoras recientes han empezado a revisar esta postura. Las maternalistas se diferencian de los tradicionalistas en que a partir de esto hablan a favor de la igualdad de las mujeres, e incluso en pro de la superioridad femenina.

La primera gran teoría basada en los principios maternalistas fue
elaborada por J. J. Bachofen en su influyente obra Das Mutterrecht. (32) El
trabajo de Bachofen influyó en Engels y en Charlotte Perkins Gilman y
tiene su paralelo en el pensamiento de Elizabeth Cady Stanton. Una amplia serie de feministas del siglo XX aceptaron sus datos etnográficos y el
análisis que él efectuó de las fuentes literarias, y los utilizaron para
elaborar toda una gama de diferentes teorías. (33) Las ideas de Bachofen
también han ejercido una gran influencia sobre Robert Briffault, así como
en una escuela de analistas y teóricos jungianos cuyos trabajos han gozado
de gran aprecio y estima popular en Norteamérica durante este siglo.(34)

El esquema básico de Bachofen era evolucionista y darviniano; describía
varias etapas en la evolución de la sociedad, que pasaban
ininterrumpidamente desde la barbarie al moderno patriarcado. La
contribución original de Bachofen fue su afirmación de que las mujeres de las sociedades primitivas desarrollaron la cultura y que hubo un estadio de «matriarcado» que sacó a la civilización de la barbarie. Bachofen se expresa con elocuencia y de forma poética sobre dicho estadio:

En el estadio más remoto y oscuro de la existencia humana, [el amor entre madre e hijo] fue la única luz que brillaba en medio de la oscuridad moral … Porque cría a sus hijos, la mujer aprende antes que el hombre a desplegar sus atenciones amorosas a otra criatura más allá de los límites de su propio ser … En este estadio la mujer es la depositaria de toda la cultura, de toda la
benevolencia, de toda la devoción, de todo el interés por los vivos y de todo el dolor por los muertos.(35)

A pesar de la alta estima que concedió al papel de la mujer en el sombrío pasado, Bachofen veía el ascenso del patriarcado en la civilización occidental como el triunfo de un pensamiento y una organización religiosa y política superiores, a lo cual oponía negativamente el desarrollo histórico de Asia y África. Pero él abogaba, igual que sus seguidores, por la incorporación del «principio femenino» de cuidado de los hijos y de altruismo en la sociedad moderna.

Las feministas norteamericanas del siglo pasado desarrollaron una
teoría maternalista muy completa, basada no tanto en Bachofen como en
su redefinición de la doctrina patriarcal de la «esfera aparte de la mujer».
Aun así, hay estrechos paralelismos entre sus ideas y las ideas de Bachofen
de características «femeninas» innatas y positivas. Las feministas del siglo
XIX, tanto de Norteamérica como de Inglaterra, consideraban más
altruistas a las mujeres que a los hombres a causa de sus instintos
maternales y su práctica de siempre, y más virtuosas a causa de su
supuesta tendencia de ser el sexo débil. Creían que estas características,
que a diferencia de Bachofen ellas adscribían frecuentemente al histórico
papel de las mujeres como criadoras, daba a las mujeres una misión
especial: rescatar la sociedad de la destrucción, la competitividad y la
violencia creadas por los hombres que poseían un poder absoluto.
Elizabeth Cady Stanton, en concreto, desarrolló un argumento que
mezclaba el derecho natural, la filosofía y el nacionalismo norteamericano
con el maternalismo. (36)

Stanton escribió en una época, la naciente república norteamericana, en
que las ideas tradicionalistas del género se estaban redefiniendo. En la
Norteamérica colonial, al igual que en la Europa del siglo XVIII, se
consideraba que las mujeres estaban subordinadas y dependían de los
varones de su familia, aunque se las apreciara, especialmente en las
colonias y en la región fronteriza, como compañeras en la vida económica.
Se las había apartado del acceso a una educación igual y de la participación
y el poder dentro de la vida pública.

Ahora, cuando los hombres estaban creando una nueva nación, adjudicaron a la mujer el nuevo papel de «madre de la república», responsabilizándola de la educación de los ciudadanos varones que dirigirían la sociedad. Las mujeres republicanas iban a ser ahora las soberanas en la esfera doméstica, aunque los hombres continuaran reclamando para sí la esfera pública, incluida la vida económica.

Esferas separadas, determinadas por el sexo, como se define en el «culto a la verdadera feminidad», se convirtieron en la ideología prevalente. Mientras que los hombres institucionalizaban su predominio en la economía, la educación y la política, se animaba a la mujer a que se adaptara a un estatus de subordinación mediante una ideología que concedía una mayor importancia a su función de madre. (37)

En las primeras décadas del siglo XIX, las norteamericanas redefinieron en la práctica y en la teoría la posición que debían ocupar en la sociedad. Aunque las primeras feministas aceptaban en realidad la separación de esferas, transformaron el significado de este concepto al abogar por el derecho y el deber de la mujer a entrar en la vida pública en virtud de la superioridad de sus valores y la fuerza incorporadas a su papel de madres. Stanton transformó la
doctrina de una «esfera aparte» en un argumento feminista cuando dijo que
las mujeres tenían derecho a una igualdad porque eran ciudadanas y, como
tales, disfrutaban de los mismos derechos naturales que los hombres, y
porque al ser madres estaban mejor equipadas que los hombres para
mejorar la sociedad.

Un argumento maternalista-feminista parecido se puso de manifiesto en
la ideología del último movimiento sufragista y de aquellas reformistas que,
junto con Jane Addams, sostenían que el trabajo de las mujeres se extendía
apropiadamente a una «domesticidad municipal». Resulta muy interesante
que las feministas-maternalistas actuales hayan razonado de una forma
similar, basando sus datos en los informes psicológicos y en las pruebas de las
experiencias históricas de la mujer como alguien ajeno al poder político.
Dorothy Dinnerstein, Mary O’Brien y Adrienne Rich son las últimas de una larga cadena de maternalistas. (38)

Puesto que aceptaban las diferencias biológicas entre los sexos como algo
determinante, las maternalistas del siglo pasado no estaban tan interesadas
por la cuestión de los orígenes como sus seguidoras del siglo XX. Pero desde
el principio, con Bachofen, la negación de la universalidad de la
subordinación femenina estaba implícita en la corriente maternalista
evolutiva. Las maternalistas afirmaban que existió un modelo alternativo de organización social humana previo al patriarcado. Así pues, la búsqueda de un matriarcado era esencial para su teoría. Si se pudieran encontrar pruebas en cualquier momento y lugar de la existencia de sociedades matriarcales, entonces las reivindicaciones femeninas por una igualdad y por formar parte del poder tendrían un mayor prestigio y reconocimiento.

Hasta hace muy poco estas pruebas, tal y como se las podía encontrar, consistían en una combinación de arqueología, mitología, religión y artefactos de dudoso significado, ligados por medio de conjeturas. Parte esencial de este
argumento en pro de un matriarcado eran las pruebas, que aparecían por
doquier, de estatuillas de diosas-madre en muchas religiones antiguas, a
partir de las cuales las maternalistas afirmaban la existencia y la realidad del poder femenino en el pasado. Nos ocuparemos con más detalle de la
evolución de las diosas-madre en el capítulo 7; ahora sólo tenemos que
subrayar la dificultad que entraña deducir a partir de estas evidencias la
construcción de organizaciones sociales en las cuales dominaban las mujeres.

En vista de las pruebas históricas de la coexistencia de una idolatría
simbólica de las mujeres y el estatus inferior que realmente tienen, como
sucede en el culto a la Virgen María en la Edad Media, el culto a la señora
de la plantación en Norteamérica, o el de las estrellas de Hollywood en la
sociedad contemporánea, una vacila en elevar estas evidencias a la categoría
de prueba histórica.

Los antropólogos modernos han refutado las evidencias etnográficas
en las cuales Bachofen y Engels basaron sus argumentos. Esta evidencia,
tal y como se la presentaba, pasó a ser una prueba no del matriarcado
sino de una matrilocalidad y matrilinealidad. En contra de lo que antes
se creía, no se puede mostrar una conexión entre la estructura del
parentesco y la posición social que ocupan las mujeres. En muchas
sociedades matrilineales es un pariente varón, por lo general el hermano o
el tío de la mujer, quien controla las decisiones económicas y familiares.
(39)

Ahora tenemos a nuestro alcance un amplio corpus de datos
antropológicos modernos que describen organizaciones sociales
relativamente igualitarias y las soluciones complejas y diversas que las
sociedades dan al problema de la división del trabajo.(40) La literatura
está basada en las sociedades tribales modernas, con unos cuantos
ejemplos del siglo XIX. Ello plantea el problema, en especial al historiador,
de la fiabilidad de esta información para hacer generalizaciones respecto a los pueblos prehistóricos.

En todo caso, a partir de los datos que se tienen, parece que las sociedades más igualitarias se han de encontrar entre las tribus cazadoras y recolectoras, características por su interdependencia económica. Una mujer debe conseguir los servicios de un cazador para garantizarse una reserva de carne para sí y sus hijos. Un cazador debe asegurarse que una mujer le proporcione la comida de subsistencia para la cacería y para el caso en que ésta no sea fructífera. Como hemos dicho antes, en estas sociedades las mujeres son quienes aportan la mayor parte de los alimentos que se consumen y, sin embargo, en todas partes se da más valor a la caza y se la utiliza en los intercambios de presentes.

Estas tribus cazadoras y recolectoras inciden en la cooperación
económica y tienden a vivir en paz con otras tribus. Las rivalidades quedan ritualizadas en competiciones de canto o deportivas, pero no se las
fomenta en la vida diaria. Como siempre, los especialistas en el tema no se
muestran de acuerdo en las interpretaciones que hacen de las evidencias,
pero un examen cuidadoso de ellas permite sacar la generalización de que
en estas sociedades el estatus de los hombres y las mujeres está «separado
pero es igual». (41)

Hay una gran polémica entre los antropólogos acerca del modo de
categorizar a una sociedad. Varias antropólogas y escritoras feministas han
interpretado la complementariedad o incluso una ausencia clara de dominio
masculino como una prueba de igualdad o incluso de dominación por
parte de las mujeres. En esta línea, Eleanor Leacock describe el elevado
estatus de las iroquesas, especialmente antes de la invasión europea: su
poderoso cometido público de controlar la distribución de alimento y su
participación en el consejo de ancianos. Leacock interpreta estos hechos
como prueba de la existencia de un «matriarcado», definiendo el término
en el sentido de que «las mujeres tenían autoridad pública en las
principales áreas de la vida del grupo». (42)
Otras antropólogas, con los mismos datos y admitiendo el estatus relativamente alto y la fuerte posición de las iroquesas, se centran en el hecho de que éstas nunca fueron los líderes políticos de la tribu ni tampoco sus jefes. Señalan asimismo la singularidad de la situación de los iroqueses, que se basa en los abundantes recursos naturales de que disponían en el entorno en que
vivían. (43) Hay que advertir también que en todas las sociedades cazadoras y recolectoras las mujeres, no importa cuál sea su estatus social y económico, están siempre en algún aspecto subordinadas a los hombres.

No existe ni una sola sociedad que conozcamos donde el colectivo
femenino tenga el poder de adoptar decisiones sobre los hombres o donde
las mujeres marquen las normas de conducta sexual o controlen los
intercambios matrimoniales.

Es en las sociedades horticulturas donde encontramos más a menudo
mujeres dominantes o con mucha influencia en la esfera económica. En un
estudio realizado a partir de un muestreo de 515 sociedades horticultoras,
las mujeres dominaban las actividades agrícolas en un 41 por 100 de los
casos, si bien históricamente estas sociedades tendieron hacia el
sedentarismo y la agricultura de arado, en la que los hombres dominaban la
economía y la existencia política. (44)

La mayoría de las sociedades horticultoras estudiadas son patrilineales, a pesar del papel económico decisivo que desempeñan las mujeres. Parece que las sociedades horticultoras matrilineales surgen principalmente cuando se dan ciertas condiciones ecológicas: en los márgenes de bosques, donde no hay
rebaños de animales domésticos. Dado que estos hábitats están
desapareciendo, las sociedades matrilineales se encuentran casi extinguidas.

Resumiendo los hallazgos de los estudios concernientes a una dominación femenina, se pueden señalar los siguientes puntos:
1) La mayor parte de las evidencias de una igualdad femenina en la sociedad provienen de sociedades matrilineales, matrilocales, históricamente transicionales y actualmente en vías de desaparición.
2) Aunque la matrilinealidad y la matrilocalidad confieran ciertos derechos y privilegios a las mujeres, sin embargo el poder decisorio dentro del grupo de parentesco está en poder de los varones de más edad.
3) La patrilinealidad no implica subyugación de las mujeres, igual que la matrilinealidad no significa un matriarcado.
4) Desde una perspectiva temporal, las sociedades matrilineales han sido incapaces de adaptarse a los sistemas técnico-económicos, competitivos y explotadores, y han dado paso a las sociedades patrilineales.

La causa contra la universalidad del matriarcado en la prehistoria parece
claramente ganada gracias a la evidencia antropológica. Aun así, el debate
en torno al matriarcado es acalorado, sobre todo porque los abogados
defensores de la teoría del matriarcado han sido lo suficientemente
ambiguos con su definición del término de manera que éste incluya otras
categorías distintas. Quienes definen el matriarcado como una sociedad
donde las mujeres dominan a los hombres, una especie de inversión del
patriarcado, no pueden recurrir a datos antropológicos, etnológicos o
históricos. Basan su defensa en evidencias extraídas de la mitología y la
religión. (45)

Otros llaman matriarcado a cualquier tipo de organización social en que las mujeres tengan poder sobre algún aspecto de la vida pública. Aún hay otros que incluyen cualquier sociedad en la que las mujeres tengan un estatus relativamente alto. (46) La última definición es tan vaga que no tiene sentido como categoría. Creo de veras que sólo puede hablarse de matriarcado cuando las mujeres tienen un poder sobre los hombres y no a su lado, cuando ese poder incluye la esfera pública y las relaciones con el exterior, y cuando las mujeres toman decisiones importantes no sólo dentro de su grupo de parentesco sino también en el de su comunidad.

Continuando la línea de mi anterior exposición, dicho poder debería incluir el poder para definir los valores y sistemas explicativos de la sociedad y el poder de definir y controlar el comportamiento sexual de los hombres. Podrá observarse que estoy definiendo el matriarcado como un reflejo del patriarcado. Partiendo de esta definición, he de terminar por decir que nunca ha existido una sociedad matriarcal.

Han habido, y todavía hay, sociedades en las que las mujeres comparten el poder con los hombres en muchos o algunos de los aspectos de la vida, y sociedades en las que el colectivo femenino tiene un considerable poder para influir en el poder masculino o controlarlo.

Existen también, y han existido en la historia, mujeres solas que tienen
todos o casi todos los poderes de los hombres a quienes representan o a
quienes suplen, como las reinas y gobernantas. Como se va demostrar en
este libro, la posibilidad de compartir el poder económico y político con
hombres de su clase o en su lugar ha sido precisamente un privilegio de
algunas mujeres de clase alta, lo que las ha confinado más cerca del
patriarcado.

Hay algunas evidencias arqueológicas de la existencia de sociedades en
el neolítico y en la Edad del Bronce en las que las mujeres gozaban de una
alta estima, lo que también puede indicar que tenían algún poder. La
mayor parte de dichas evidencias consisten en estatuillas femeninas,
interpretadas como diosas de la fertilidad; y, en la Edad del Bronce, de
artefactos artísticos que representan a las mujeres con dignidad y
atributos de un estatus alto. Evaluaremos la evidencia concerniente a las
diosas en el capítulo 7 y hablaremos de la sociedad mesopotámica en la
Edad del Bronce en todo el libro. Pasemos ahora a revisar, brevemente,
las pruebas en un caso concreto, frecuentemente citado por los que abogan en pro de la existencia del matriarcado: el ejemplo de Catal Hüyük, en Anatolia (hoy Turquía).

Las excavaciones dirigidas por James Mellaart, en concreto las de Hacilar
y Catal Hüyük, aportaron una gran información sobre el desarrollo de las
primeras ciudades de la región. Catal Hüyük, un asentamiento urbano del
neolítico con capacidad para 6.000 a 8.000 personas, fue edificado en
sucesivas etapas durante un período de 1.500 años (6250-5720 a.C.), y donde
la nueva ciudad cubría los restos de los asentamientos más antiguos. La
comparación de los diversos niveles del asentamiento urbano de Catal
Hüyük con los de Hacilar, un poblado de menor tamaño y más antiguo
(construido entre el 7040-7000 a.C.), nos permite hacernos una idea de una
sociedad antigua en vías de cambio histórico. (47)

Catal Hüyük era una ciudad construida formando una colmena de casas particulares que mostraban muy poca variación en el tamaño y la
decoración. Se accedía a las casas por el terrado con ayuda de una
escalera; cada una estaba equipada con un hogar hecho de ladrillos y
un horno. Cada casa disponía de una gran plataforma que servía para
dormir, bajo la cual se hallaron enterramientos de mujeres y a veces de
niños. Se encontraron plataformas más pequeñas en diferentes posiciones
en distintas habitaciones, a veces con hombres y otras con niños
enterrados debajo, aunque nunca con ambos juntos. Las mujeres eran
sepultadas con espejos, joyas e instrumentos de hueso y piedra; los
hombres con sus armas, anillos, cuentas y herramientas.
Los recipientes de madera y los tejidos hallados en el yacimiento muestran un elevado nivel técnico y de especialización, así como un amplio comercio. Mellaart encontró alfombrillas de junco, cestos tejidos y numerosos objetos de
obsidiana que indican que la ciudad mantenía un comercio a larga distancia y disfrutaba de considerable riqueza. En los últimos niveles
aparecieron restos de una amplia muestra de alimentos y cereales, así
como de la domesticación de la oveja, la cabra y el perro.

Mellaart cree que sólo las personas privilegiadas eran enterradas dentro
de las casas. De las 400 personas que hay enterradas allí, sólo 11 son
enterramientos con «ocre», es decir, que sus esqueletos estaban teñidos
de ocre rojo, lo que Mellaart explica como un signo de estatus elevado.
Puesto que muchos de-ellos eran de mujeres, Mellaart sostiene que ellas
ocupaban un estatus alto en la sociedad, y especula que podría tratarse
de sacerdotisas. Esta evidencia se debilita un tanto por el hecho de que
de los 222 esqueletos de individuos adultos hallados en Catal Hüyük, 136
eran mujeres, una proporción inusualmente elevada. (48) Si Mellaart se
encontró con que la mayoría de los enterramientos «a base de ocre» eran
femeninos, puede que simplemente se deba a la proporción general de
sexos de la población. De todas maneras indica que las mujeres estaban
entre las personas de alto rango, es decir, siempre que las conjeturas de
Mellaart acerca del significado de un enterramiento «con ocre» sean
correctas.

La ausencia de calles, de una gran plaza o de un palacio y la
uniformidad en el tamaño y la decoración de las casas hicieron pensar a
Mellaart que en Catal Hüyük no existía una jerarquía ni una autoridad
política central, y que ésta era compartida entre sus habitantes. La primera conjetura parece correcta y se puede sustentar en evidencias
comparativas, pero no se puede demostrar a partir de ello que se
compartiese la autoridad. La autoridad, incluso en ausencia de una
estructura palaciega o de un corpus formal de gobierno, podría haber
residido en el cabeza de cada grupo de parentesco o en un grupo de
ancianos. No hay nada entre las evidencias que aporta Mellaart que
demuestre la existencia de una autoridad compartida.

Los diversos estratos de Catal Hüyük muestran un número extraordinariamente elevado de lugares de culto, profusamente decorados
con pinturas murales, relieves en yeso y estatuas. En los niveles inferiores de la excavación no hay representaciones figurativas humanas, sólo toros y
carneros, pinturas de animales y astas de toro. Mellaart lo interpreta
como representaciones simbólicas de dioses masculinos. En el nivel
correspondiente al 6200 a.C. aparecen las primeras representaciones de
estatuillas femeninas, con pechos, nalgas y caderas enormemente
exagerados. Algunas aparecen sentadas, otras en el momento del parto;
están rodeadas de pechos en yeso sobre las paredes, algunos de ellos
modelados sobre cráneos y mandíbulas de animales. Hay también una
estatua extraordinaria que representa una figura masculina y otra
femenina abrazadas, y junto a ella otra de una mujer que sostiene un
niño en brazos. Mellaart cree que son deidades y señala que están
asociadas tanto con la vida como con la muerte (dientes y mandíbulas de
buitre en los pechos); también advierte su asociación con flores, cereales y
diseños vegetales en las decoraciones y con leopardos (símbolo de la caza)
y buitres (símbolo de la muerte). En los últimos niveles no hay
representaciones de dioses masculinos.

Mellaart piensa que en Catal Hüyük el varón era objeto de orgullo,
valorado por su virilidad, y que se reconocía su papel dentro de la procreación. Cree que hombres y mujeres compartían el poder y el control de la comunidad en el período más antiguo y que ambos participaban en las cacerías. Esto último se basa en lo que muestran las pinturas murales, que presentan a mujeres participando en una escena ritual o de caza en la que hay un ciervo y un jabalí. Parece una conclusión muy exagerada, si se tiene en cuenta que ambas pinturas murales muestran a muchos hombres participando en la cacería y rodeando al animal, mientras que sólo hay dos figuras femeninas visibles, ambas con las piernas muy separadas, lo que puede tener algún simbolismo sexual pero que parece bastante incompatible con mujeres que participen en la caza.(49)

A partir de la estructura que tienen los edificios y las plataformas, Mellaart deduce que la organización de la comunidad era matrilineal y matrilocal. Esto sí que parece probable según las evidencias. Cree que las mujeres desarrollaron la agricultura y controlaban sus productos. Argumenta, a partir de la falta de indicios de sacrificio en los altares, que no existía una autoridad central ni una casta militar y afirma que en todo Catal Hüyük no hay ni una prueba de guerra durante un período de 1.000 años. Mellaart también defiende la idea de que las mujeres crearon la religión neolítica y que ellas eran principalmente las artistas.

Estos hallazgos y evidencias han sido objeto de diversas interpretaciones. En un especializado estudio, P. Singh detalla todas las evidencias de Mellaart
y las pone en el contexto de otros yacimientos neolíticos, pero omite las
conclusiones de Mellaart excepto las de la economía de la ciudad.(50) Ian
Todd, que participó en algunas de las campañas de Catal Hüyük, advierte
en un estudio realizado en 1976 que la naturaleza restringida de las
excavaciones en Catal Hüyük hace que las conclusiones relativas a la
estratificación de la sociedad sean prematuras. Está de acuerdo en que los
descubrimientos arqueológicos presentan una sociedad con una compleja
estructura social, pero concluye diciendo que «si la sociedad era realmente
matriarcal, como se ha sugerido, es algo que no se puede saber». (52)

Anne Barstow, en una interpretación prudente, está de acuerdo con la
mayoría de las conclusiones de Mellaart. Hace hincapié en la importancia de
las observaciones de Mellaart en lo que respecta a la celebración de la
fecundidad y el poder de las mujeres y de su papel como creadoras de la
religión, pero no halla ninguna evidencia a favor de un matriarcado. (52)
Ruby Rohrlich recoge la misma evidencia y a partir de ella argumenta la
existencia de un matriarcado. Acepta sin reservas las generalizaciones de
Mellaart y argumenta que sus datos rebaten la universalidad de la
supremacía masculina en las sociedades humanas. El ensayo de Rohrlich es
importante pues dirige la atención sobre diversos elementos que evidencian
un cambio social en cuanto a las relaciones entre sexos durante el período de
formación de los estados arcaicos, pero su confusión en la distinción entre
relaciones igualitarias entre hombre y mujer y matriarcado oscurece
nuestra visión. (53)

Los hallazgos de Mellaart son importantes, pero debemos mostrarnos
precavidos ante las generalizaciones que hace al respecto del papel de
las mujeres. Parece que hay evidencias claras de matrilocalidad y culto a
diosas. La cronología del inicio de este culto es incierta: Mellaart lo vincula
al comienzo de la agricultura, que él cree que otorgó un estatus más
alto a las mujeres. Como veremos, en muchas sociedades se da todo lo
contrario. Mellaart podría haber dado una mayor fuerza a su argumento
si hubiera usado los descubrimientos de uno de sus colaboradores,
Lawrence Angel, quien a partir del análisis de los restos humanos halló un
incremento significativo en la esperanza media de vida de las mujeres del
neolítico con respecto a las del paleolítico, de 28,2 a 29,8 años. Este aumento
de la longevidad de las mujeres de casi dos años debe ser considerado
frente a la esperanza media de vida, de 34,3 años en Catal Hüyük.
En otras palabras, aunque los hombres vivían cuatro años más que las mujeres se produjo un considerable aumento de la longevidad femenina en
comparación con el período anterior. Este incremento pudo deberse al paso
de la caza y recolección a la agricultura, y pudo dar a las mujeres un papel
relativamente más dominante en aquella cultura. (54) Las observaciones que
Mellaart hace acerca de la ausencia de guerras en Catal Hüyük debe
evaluarse frente a las abundantes evidencias de la existencia de luchas y
comunidades militares en las regiones vecinas. Y, finalmente, no podemos
omitir de la consideración el súbito e inexplicable abandono del asentamiento por parte de sus habitantes hacia 5700 a.C., que parece indicar una derrota militar o la incapacidad de la comunidad para adaptarse a unas condiciones ecológicas en transformación. En cualquiera de los dos casos, confirmaría la observación de que las comunidades con relaciones relativamente igualitarias entre sexos no sobreviven. (55)

Aun así, Catal Hüyük nos presenta pruebas sólidas de la existencia de algún tipo de modelo alternativo al patriarcado. Sumándolas a las otras evidencias que hemos citado, podemos afirmar que la subordinación femenina no es universal, aunque no tengamos prueba alguna de la existencia de una sociedad matriarcal. Pero las mujeres, igual que los hombres, sienten una profunda necesidad de un sistema explicativo coherente, que no nos diga
únicamente qué es y por qué ha de ser así, sino que permita una visión
alternativa en el futuro. (56) Antes de pasar a la discusión de los testimonios
históricos sobre el establecimiento del patriarcado, presentaremos un
modelo hipotético de este tipo: para liberar la mente y el alma, para
jugar con las posibilidades, para considerar las alternativas.

1. Véanse los capítulos 10 y 11, para una discusión más detallada de esta postura.
2. Véase, por ejemplo, George P. Murdock, Our Primitive Contemporaries, Nueva York, 1934; R. B. Lee e Irven De Vore, eds., Man, the Hunter, Chicago, 1968. Margaret Mead, en Male and Female, Nueva York, 1949, aunque presente algo novedoso cuando demuestra la existencia de una amplia gama de actitudes sociales hacia las funciones según el sexo, acepta la universalidad de la asimetría sexual.
3. Véanse Lionel Tiger, Men in Groups, Nueva York, 1970, cap. 3; Robert Ardrey, The Territorial Imperative: A Personal Inquiry into the Animal Origins of Property and Nations, Nueva York, 1966:
Alison Jolly, The Evolution of Primate Behaviour, Nueva York, 1972; Marshall Sahlins, «The Origins of Society», Scientific American, vol. 203, n.° 48 (septiembre de 1960), pp. 76-87. Si se quiere ver una explicación androcéntrica, en la que se valora negativamente a los hombres y en
la que se culpa a sus impulsos agresivos de ser la causa de la guerra y de la subordinación de las mujeres, léase a Marvin Harris, «Why Men Domínate Women», Columbia (verano de 1978), pp. 9-13 y 39.
4. Simone de Beauvoir, The Second Sex, Nueva York, 1953, reimpresión, 1974, pp. xxxiii-xxxiv [para las traducciones castellanas de las obras citadas, véase la Bibliografía].
5. Peter Farb, Humankind, Boston, 1978, cap. 5; Sally Slocum, «Woman the Gatherer: Male Bias in Anthropology», en Rayna R. Reiter, Toward an Anthropology of Women, Nueva York, 1975, pp.
36-50. Una interesante revisión del artículo de Sally Slocum, hecha desde otro punto de vista, puede leerse en Michelle Z. Rosaldo, «The Use and Abuse of Antropology: Reflections on Feminism and Cross-Cultural Understanding», SIGNS, vol. 5, n.° 3 (primavera de 1980), pp. 412-413, 213.
6. Michelle Zimbalist Rosaldo y Louise Lamphere, «Introduction», en M. Z. Rosaldo y L. Lamphere, Woman, Culture and Society, Stanford, 1974, p. 3. Para una discusión más amplia, véase Rosaldo, «A Theoretical Overview», ibid., pp. 16-42; L. Lamphere, «Strategies, Cooperation, and Conflict Among Women in Domestic Groups», ibid., pp. 97-112. Véase también Slocum, en el libro de Reiter, Anthropology of Women, pp. 36-50, y los artículos de Patricia Draper y Judith K. Brown, en el mismo libro. Sobre un ejemplo de complementariedad de los sexos, véase Irene Silverblatt, «Andean Women
in the Inca Empire», Feminist Studies, vol. 4, n.° 3 (octubre de 1978), pp. 37-61. En el libro de Peggy Reeves Sanday, Female Power and Male Dominante: On the Origins of Sexual Inequality, Cambridge, 1981, se puede encontrar una revisión de toda la literatura sobre este tema y una interpretación interesante de ello.
7. M. Kay Martin y Barbara Voorhies, Female of the Species, Nueva York, 1975, en especial el cap. 7; Nancy Tanner y Adrienne Zilhlman, «Women in Evolution, Part 1: Innovation and Selection in Human Origins», en SIGNS, vol. 1, n.° 3 (primavera de 1976), pp. 585-608.
8. Elise Boulding, «Public Nurturance and the Man on Horseback», en Meg Murray, ed., Face to Face: Fathers, Mothers, Masters, Monsters – Essays for a Non-sexist Future, Westport, Connecticut, 1983, pp. 273-291.
9. Las obras de William Alcott, The Young Woman’s Book of Health, Boston, 1850, y Edward H. Clarke, Sex in Education or a Fair Chance for Cirls, Boston, 1878, son típicas de las posturas del siglo XIX. Una discusión reciente en torno a la visión decimonónica de la salud femenina se encuentra en Mary
S. Hartman y Lois Banner, eds., Clio’s Consciousness Raised: New Perspectives on the History of Women, Nueva York, 1974. Véanse los artículos de Ann Douglas Wood, Carroll Smith-Rosenberg y Regina Morantz.
10. Naomi Weisstein fue quien expuso por primera vez la tendencia patriarcal inconsciente que existía en los experimentos psicológicos denominados científicos en «Kinder, Küche, Kirche as Scientific Law: Psychology Constructs the Female», en Robin Morgan, ed., Sisterhood is Powerful:
An Anthology of Writings from the Women’s Liberation Movement, Nueva York, 1970, pp. 205-220.
11. La visión freudiana tradicional aparece en: Sigmund Freud, «Female Sexuality» (1931), en The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 21, Londres, 1964; Ernest Jones, «Early Development of Female Sexuality», International Journal of Psycho-Analysis,
vol. 8 (1927), pp. 459-472; Sigmund Freud, «Some Physical Consequences of the Anatomical Distinction Between the Sexes» (1925), en Standard Edition, vol. 19 (1961); Erik Erikson, Childhood and Society, Nueva York, 1950; Helene Deutsch, Psychology of Women, vol. 1 (Nueva York, 1944). Véase
asimismo la discusión de la postura freudiana revisionista en Jean Baker Miller, ed., Psychoanalysis and Women, Harmonds worth, Inglaterra, 1973.
12. Véase, por ejemplo, Ferdinand Lundberg y Marynia Farnham, M. D., Modern Women: The Lost Sex, Nueva York, 1947.
13. Edward O. Wilson, Sociobiology: The New Synthesis, Cambridge, Massachusetts, 1975, en especial el último capítulo: «Man: From Sociobiology to Sociology».
14. Ruth Bleier, Science and Gender: A Critique of Biology and Its Theories on Women, Nueva York, 1984, cap. 2. Véase también Marian Lowe, «Sociobiology and Sex Differences», en SIGNS, vol. 4, n.° 1 (otoño de 1978), pp. 118-125. Un número especial de SIGNS, «Development and the Sexual Division of Labor», vol. 7. n.° 2 (invierno de 1981), trata la cuestión desde una óptica feminista, empírica y teórica a la vez. Véase en concreto el artículo de María Patricia Fernández Kelly, «Development and the Sexual Division of
Labor: An Introduction», pp. 268-278.
15. Para un resumen esclarecedor del impacto de los cambios demográficos sobre las mujeres, véase Robert Wells, «Women’s Lives Transformed: Demographic and Family Patterns in America, 1600-1970», en Carol Ruth Berkin y Mary Beth Norton, eds., Women of America, A History, Boston, 1979, pp. 16-36.
16. Estas críticas se encuentran mucho mejor sintetizadas en una serie de ensayos aparecidos en SIGNS. Cf.: Mary Brown Parlee, «Psychology», vol. 1, n.° 1 (otoño de 1975), pp. 119-138; Carol Stack et al., «Anthropology», ibid., pp. 147-160; Reesa M. Vaughter, «Psychology», vol. 2, n.° 3 (otoño de 1976), pp. 120-146; Louise Lamphere, «Anthropology», vol. 2, n.° 3 (primavera de 1977), pp. 612-627.
17. Gayle Rubin, «The Traffic in Women: Notes on the “Political Economy” of Sex», en Reiter, Anthropology of Women, p. 159.
18. Friedrich Engels, The Origin of the Family, Private Property and the State, editado por Eleanor Leacock, Nueva York, 1972.
19. J. J. Bachofen, Myth, Religion and Mother Right, traducido por Ralph Manheim, Princeton, 1967; y Lewis Henry Morgan, Ancient Society, editado por Eleanor Leacock, Nueva York, 1963; reimpresión de la edición de 1877.
20. Engels, Origin, p. 218.
21. Hay un estudio sobre la división del trabajo según los sexos en 224 sociedades en Murdock, Our Primitive Contemporaries, Nueva York, 1934, y George P. Murdock, «Comparative Data on the Division of Labor by Sex», en Social Forces, vol. 15, n.° 4 (mayo de 1937), pp. 551-553. Karen Sacks ha evaluado estos datos y ha formulado una crítica desde la perspectiva feminista en Sisters and Wives: The Past and Future of Sexual Equality, Westport, Connecticut, 1979, caps. 2 y 3.
22. Engels, Origin, pp. 220-221.
23. Ibid., p. 137; primera cita; pp. 120-121, segunda cita.
24. Mary Jane Sherfey, M. D., presenta la teoría biológico-determinista contraria en The Nature and Evolution of Female Sexuality, Nueva York, 1972. Sherfey defiende que la ilimitada capacidad orgásmica de las mujeres y el estro perpetuo eran un problema para la naciente vida comunitaria en el período neolítico. La biología femenina propiciaba los conflictos entre los hombres e impedía la cooperación dentro del grupo, dando lugar a que los hombres instituyeran los tabúes del incesto y el dominio sexual masculino para controlar el potencial socialmente destructivo de la sexualidad femenina. 25. Engels, Origin, p. 129.
26. Claude Lévi-Strauss, The Elementary Structures of Kinship, Boston, 1969, p. 481.
27. Gayle Rubin, «Traffic in Women», en Reiter, Anthropology of Women, p. 177.
28. Hay una crítica feminista a la teoría de Lévi-Strauss en Sacks, Sisters, pp. 55-61.
29. Sherry Ortner, «Is Female to Male as Nature Is to Culture?», en Rosaldo y Lamphere, Woman, Culture and Society, pp. 67-88.
30. Ibid., pp. 73-74.
31. El debate queda muy bien definido en dos colecciones de ensayos: Sherry B. Ortner y Harriet Whitehead, eds., Sexual Meanings: The Cultural Construction of Gender and Sexuality, Nueva York, 1981, y Carol MacCormack y Marilyn Strathern, eds., Nature, Culture and Gender, Cambridge, Inglaterra, 1980.
32. Johann Jacob Bachofen, Das Mutterrecht: Eine Untersuchung über die Gynaikokratie der alten Welt nach ihrer religiösen und rechtlichen Natur, Stuttgart, 1861.
33. Cf. Charlotte Perkins Gilman, Women and Economics, Nueva York, 1966, reimpresión de la edición de 1898; Helen Diner, Mothers and Amazons: The First Feminine History of Culture, Nueva York, 1965; Elizabeth Gould Davis, The First Sex, Nueva York, 1971; Evelyn Reed, Women’s Evolution,
Nueva York, 1975.
34. Robert Briffault, The Mothers: A Study of the Origins of Sentiments and Institutions, 3 vols., Nueva York, 1927; véase también la Introducción de Joseph Campbell al Das Mutterrecht de Bachofen, pp. xxv-vii.
35. Bachofen, Das Mutterrecht, p. 79.
36. Cf. Discursos de E. Cady Stanton, en Ellen DuBois, ed., Elizabeth Cady Stanton and Susan B. Anthony: Correspondence, Writings, Speeches, Nueva York, 1981.
37. Sobre este cambio en la actitud hacia las mujeres, véanse Mary Beth Norton, Liberty’s Daughters: The Revolutionary Experience of American Women, 1750-1800, Boston, 1980, caps. 8, 9 y las conclusiones; y Linda Kerber, Women of the Republic: Intellect and Ideology in Revolutionary
America, Chapel Hill, 1980, cap. 9.
38. La idea de las aptitudes especiales de la mujer para reformar y prestar servicios a la comunidad aparece en toda la obra de Jane Addams. Influyó en el pensamiento de Mary Beard, quien lo sustentó con evidencias históricas en Women’s Work in Municipalities, Nueva York, 1915. Se pueden encontrar
ejemplos de la postura maternalista moderna en Adrienne Rich, Of Woman Born: Motherhood Experience and Institution, Nueva York, 1976; y Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur, Nueva York, 1977. Mary O’Brien, The Politics of Re production, Boston, 1981, elabora una teoría
explicativa dentro del esquema marxista en la que se equipara el trabajo reproductivo al trabajo económico. Esta postura subyace en la ideología del movimiento pacifista de las mujeres y está expresada por feministas ecologistas tales como Susan Griffin, Woman and Nature: The Roaring Inside Her, Nueva York, 1978; y Robin Morgan, The Anatomy of Freedom: Feminism, Physics and Global Politics, Nueva York, 1982. Alice Rossi presenta un argumento maternalista diferente en «A Biosocial Perspective on Parenting», Daedalus, vol. 106, n.° 2 (primavera de 1977), pp. 1-31. Rossi acepta los argumentos de la sociobiología y se sirve de ellos con fines feministas. Pide una reestructuración de las instituciones sociales que permita a las mujeres cumplir sus funciones de ser madres y cuidadoras de los niños sin tener que abandonar su lucha por la igualdad y las oportunidades. Rossi ha aceptado sin plantear críticas las afirmaciones ahistóricas y sin base científica de la sociobiología, y difiere de la mayoría de feministas en que no defiende que los hombres hayan de compartir por igual el cuidado de los niños. Aun así, su postura merece que se le preste atención ya que es una variedad del pensamiento maternalista y a causa de su papel pionero en la crítica feminista desde el campo de la sociobiología.
39. Martin y Voorhies, Female of the Species, p. 187, describen las pautas económicas de estas sociedades.
40. Se repasa perfectamente esta literatura en N. Tanner y A. Zihlman (véase la nota 7), y en Sacks, Sisters and Wives, caps. 2 y 3.
41. Martin y Voorhies, Female of the Species, p. 190. Sobre ejemplos de estos desacuerdos entre los especialistas, véase la nota 43, más adelante, y el trabajo de Leacock sobre los esquimales. Respecto a otras interpretaciones diferentes: Jean L. Briggs, «Eskimo Women: Makers of Men», en Carolyn J. Matthiasson, Many Sisters: Women in Cross-Cultural Perspective, Nueva York, 1974, pp. 261-304, y Elise Boulding, The Underside of History: A View of Women Through Time, Boulder, Colorado, 1976, p. 291.
42. Eleanor Leacock, «Women in Egalitarian Societies», en Renate Bridenthal y Claudia Koonz, Becoming Visible: Women in European History, Boston, 1977, p. 27.
43. Sobre una descripción y un análisis detallados de la posición de las iroquesas, véase Judith K. Brown, «Iroquois Women: An Ethnohistoric Note», en Reiter, Anthropology of Women, pp. 235-251. El análisis presentado en Martin y Voorhies, Female of the Species, pp. 225-229, es interesante
porque insiste en la poderosa posición de las iroquesas sin catalogarlo de matriarcado. La afirmación parecida que hace Eleanor Leacock respecto a la existencia de un matriarcado es puesta en duda por Farb, pp. 212-213, y Paula Webster, «Matriarchy: A Vision of Power», en Reiter, Anthropology, pp. 127-156.
44. Martin y Voorhies, Female of the Species, p. 214. Véase asimismo David Aberle, «Matrilineal Descent in Crosscultural Perspective», en Kathleen Gough y David Schneider, eds., Matrilineal Kinship, Berkeley, 1961, pp. 657-727.
45. Para un estudio global de toda la literatura existente sobre las amazonas, véase Abby Kleinbaum, The Myth of Amazons, Nueva York, 1983. La conclusión a la que llega la autora es que las amazonas nunca existieron, pero que el mito de su existencia sirvió para reforzar la ideología patriarcal.
46. Sin tener en cuenta la estructura familiar y la organización del parentesco, el hecho de que las mujeres ostenten un estatus elevado no implica necesariamente que tengan poder. Rosaldo afirma de modo convincente que incluso cuando poseen un poder formal, carecen de autoridad y cita a las iroquesas a modo de ejemplo. En aquella sociedad matrilineal algunas mujeres
ocupaban cargos con prestigio y se sentaban en el consejo de ancianos aunque sólo los hombres podían llegar a jefes. Un ejemplo de una cultura con una organización patriarcal y en la que las mujeres tenían el poder económico es el shtetl judío a comienzos del siglo XX. Dirigían los negocios, ganaban el dinero y controlaban la economía familiar; por medio del cotilleo, la concertación de alianzas matrimoniales y gracias al ascendiente que tenían sobre sus hijos, ejercían una gran influencia en la política. Y sin embargo mostraban una actitud deferente hacia sus padres y maridos e idolatraban la figura del sabio por definición un varón, como la persona con mayor estatus dentro de la comunidad. Véase Michelle Rosaldo, «A Theoretical
Overview», en Rosaldo y Lamphere, Woman, Culture and Society, pp. 12-42.
47. La siguiente descripción se ha realizado a partir de James Mellaart, Catal Hüyük: A Neolithic Town in Anatolia, Nueva York, 1967. Asimismo: James Mellaart, «Excavations at Catal Hüyük, 1963, Third Preliminary Report», Anatolian Studies, vol. 14 (1964), pp. 39-102; James Mellaart, «Excavations at Catal Hüyük, 1965, Fourth Preliminary Report», Anatolian Studies, vol. 16 (1966), pp. 165-192; Ian A. Todd, Catal Hüyük in Perspective, Menlo Park, 1976.
48. Lawrence Angel, «Neolithic Skeletons from Catal Hüyük», Anatolian Studies, vol. 21 (1971), pp. 77-98, 80. La presencia de ocre sobre los huesos se debe a que, al parecer, primero se dejaban los cuerpos a los buitres, que los limpiaban de carne, y luego se enterraban. Varias pinturas murales del yacimiento ilustran el proceso.
49. Mellaart, «Fourth Preliminary Report». Hay que señalar que las conjeturas y las interpretaciones que presenta Mellaart en sus informes de excavación son más comedidas que las que aparecen en el libro final. Véase asimismo Todd, Catal Hüyük in Perspective, pp. 44-45. 50. Purushottam Singh, Neolithic Cultures of Western Asia, Londres, 1974, pp. 65-78, 85-105.
51. Todd, Cata! Hüyük in Perspective, p. 133.
52. Anne Barstow, «The Uses of Archaeology for Women’s History: James Mellaart’s Work on the Neolithic Goddess at Catal Hüyük», Feminist Studies, vol. 4, n.° 3 (octubre de 1978), pp. 7-18.
53. Ruby Rohrlich-Leavitt, «Women in Transition: Crete and Sumer», en Bridenthal y Koonz, Becoming Visible, pp. 36-59; y Ruby Rohrlich, «State Formation in Sumer and the Subjugation of Women», Feminist Studies, vol. 6, n.° 1 (primavera de 1980), pp. 76-102. Las referencias que hago corresponden en su mayoría a este último ensayo.
54. Angel (véase la nota 48), pp. 80-96
55. Todd, Catal Hüyük in Perspective, p. 137.
56. Paula Webster, después de examinar todas las evidencias a favor de un matriarcado, llegó a la conclusión de que no puede probarse su existencia, pero explicó que las mujeres necesitaban tener la «visión de un matriarcado» que les ayudara a dar forma a su futuro frente a las innumerables evidencias de falta de poder y de subordinación. Véase Paula Webster, «Matriarchy: A Vision of Power», en Reiter, Anthropology of Women, pp. 141-156; asimismo en Joan Bamberger, «The Myth of Matriarchy: Why Men Rule in Primitive Society», en Rosaldo y Lamphere, Woman, Culture and Society, pp. 263-280

Avatares del concepto de imperio

AVATARES DEL CONCEPTO DE IMPERIO: DESDE ROMA HASTA WASHINGTON
Anthony PAGDEN

Ariadna histórica. Lenguajes, conceptos, metáforas, 3 (2014), pp. 79-96 ISSN: 2255-0968 http://www.ehu.es/ojs/index.php/Ariadna/index
University of California, Los Angeles – Department of Political Science (EE.UU.)
pagden@ssc.ucla.edu

Resumen: Este ensayo plantea que en el contexto del continuo debate sobre la naturaleza imperial de los Estados Unidos puede ser útil ofrecer una evaluación histórica de qué es lo que constituye un “imperio”. Después de examinar un cierto número de argumentos sobre imperio y prácticas imperiales desde la antigua Roma hasta la Gran Bretaña del siglo XIX, se afirma que el rasgo definitorio de todo imperio, lo que lo distingue de los Estados-nación, es la interpretación del concepto de soberanía.

Desde 1648, la estatalidad se ha definido sobre la soberanía indivisible e incuestionable. Por otro lado, en los imperios, la soberanía siempre ha sido divisible. En este caso, los Estados Unidos, aunque debido a sus acciones más allá de sus fronteras se ha ganado la etiqueta de “imperialista”, no puede clasificarse como imperio desde el momento en que nunca ha estado dispuesto, excepto por un corto lapso de tiempo, a compartir la soberanía con ninguno de los Estados que ha ocupado.

Palabras clave: Imperio; Estados Unidos; conquista, colonia; Unión Europea

En el momento álgido de la segunda guerra de Irak, hubo un intenso debate en torno a si los Estados Unidos eran o no un “imperio”, y si así era, qué es lo que tal cosa implicaba. La mayoría de los que participaron en este debate tendían a equiparar el concepto de “imperio” con “imperialismo” —entendido éste en su sentido más amplio y con la acepción con la que el término se usaba en el siglo XIX—, equiparándolo con el uso del poder militar en gran medida descontrolado. Los Estados Unidos eran, sin duda alguna, una superpotencia, etiqueta que también se le había adjudicado a la Unión

Soviética, y eso significaba que eran un “imperio”. Como el gran liberal francés Raymond Aron señaló en 1959: imperio, al igual que “imperialismo”, fue un término acuñado por los rivales, o espectadores, para denominar a la diplomacia de una gran potencia”, algo que solo ejercían o poseían los demás1. Sucede además que la mayoría de los debates —por otro lado cada vez menos abundantes— sobre si Estados Unidos es o no es un imperio no abordan, como ha señalado Eric Hobsbawm, “las historias de los imperios como tales” sino que lo que hacen es tratar “de aplicar viejas denominaciones a desarrollos históricos que no necesariamente se adecuan a viejas realidades”2.
1 Citado en TODOROV, Tzvetan: Le nouveau désordre mondial. Réflexions d’un Européen, París, Robert Laffont, 2003, p. 38.
2 HOBSBAWM, Eric: On Empire, America, War and Global Supremacy, Nueva York, Londres, New Press, 2008, p. 61.
A raíz de la debacle en Irak y Afganistán, tal debate fue perdiendo la mayor parte de su carga polémica, pero la cuestión histórica de “qué es un imperio” sigue sin resolverse. Actualmente, los imperios parece que han dejado de existir, pero estos han sido las estructuras humanas más frecuentes y de mayor extensión, si se los compara con lo que han llegado a ser jamás los territorios tribales o las naciones. Por nombrar solo algunos de los ejemplos más evidentes, Roma perduró durante unos seiscientos años en Occidente y durante más de un milenio en Oriente. El Imperio otomano lo hizo durante más de seiscientos años y el Imperio chino, si bien gobernado por dinastías sucesivas, existió durante más dos mil años3.
3 BURBANK, Jan y COOPER, Fredrick: Empires in World History. Power and the Politics of Difference, Princeton, Princeton University Press, 2010, p. 2
En comparación, la mayoría de Estados-nación del mundo apenas tienen un siglo de vida, y la mayor parte de estos han emergido de las ruinas de un tipo u otro de imperio. Lo que el antropólogo Marshall Sahlins describió una vez como el “pintoresco concepto occidental de que la dominación es una expresión espontánea de la naturaleza de la sociedad” es algo relativamente reciente, y exclusivamente de origen europeo4.
4 SAHLINS, Marshall: Islands of History, Chicago, Chicago University Press, 1985, pp. 75-76.
Por esa razón, y atendiendo a la existencia de al menos una forma política emergente en el mundo moderno —la Unión Europea—, que ha sido descrita como un “imperio neo-medieval”, aportar algunas ideas sobre lo que fueron los imperios, o sobre lo que se creía que eran, podría ser de utilidad5.
5 ZIELONKA, Jan: Europe as Empire. The nature of the enlarged European Union, Oxford, Oxford University Press, 2006, pp. 1-20. Véase también WAEVER, Ole: “Imperial metaphors: emerging European analogies to pre-nation-state imperial systems”, en Ola TUNANDER et al. (eds.), Geopolitics in Post-Wall Europe. Security, Territory and Identity, Oslo, International Peace Institute, 1997, pp. 59-73
“Un concepto no definido”, observó en cierta ocasión Giovanni Sartori, “es un concepto que no tiene límites”, y dichos conceptos son inútiles cuando no peligrosos6.
6 SARTORI, Giovanni: The Theory of Democracy Revisited, Chatham, NJ, Chatham House, 1987, p. 182.
El término “imperio” ha sido utilizado para describir sociedades tan diversas como los sistemas de distribución de tributos de la América precolombina —los denominados imperios azteca e inca—, Estados tribales de conquista —los imperios mongol y otomano—, las “monarquías pluriestatales” europeas —los imperios Habsburgo y austro-húngaro— y hasta las redes de clientela económica y política —la actual relación entre el Primer y el Tercer Mundo—. Confrontados ante tal diversidad, es evidente que las definiciones simples no nos sirven prácticamente de nada. Es, por supuesto, posible definir el término “imperio” de forma lo bastante específica y concreta como para excluir todos los Estados, excepto los más obvios mega-estados europeos —y unos pocos asiáticos—. Por otro lado, establecer una definición tan amplia que abarque cualquier tipo de poder internacional extensivo corre el riesgo de sustraerle al concepto todo su carácter esclarecedor. Lo mejor, tal vez, sea intentar una descripción histórica, así que permítanme que empiece por la palabra en sí misma. “Imperio” deriva, por supuesto, del término latino imperium. Dicho concepto describía en principio la esfera de autoridad ejecutiva que poseían los magistrados romanos. Un Imperator era quien ejercía el imperium. Esto quiere decir que el término que pensamos que describe un particular tipo de Estado nació en realidad para describir un particular tipo de poder. Imperium se empleaba con frecuencia, particularmente en los discursos humanistas de finales de los siglos XV y XVI, para denominar casi el mismo concepto que posteriormente sería recogido en la palabra “soberanía”. La primera frase de la obra de Maquiavelo El Príncipe, por ejemplo, rezaba: “Todos los estados y dominios que han impuesto e imponen un imperio sobre los hombres”.
El concepto de imperium, sin embargo, implicaba tanto la capacidad de dominar como, fundamentalmente, el gobierno de la ley. El imperio, para todo lo que se basara en la guerra, era concebido como un instrumento de paz. “Oh, Romanos”, finalizaba Virgilio su famosa exhortación dirigida a la nueva raza, “gobernar las naciones con imperium, en eso debe consistir vuestra arte: coronar la paz con la ley, perdonar la vida a los humillados y domesticar a los orgullosos en la guerra”7. 7 VIRGILIO: Eneida, I, pp. 278-279. Estos eran los ingredientes de la afamada pax romana. Esto también implica que desde una fase muy temprana de la historia del Principado Romano, el término imperium se emplea para designar no meramente una forma de autoridad, sino también un tipo de Estado. También se usaba para describir el territorio sobre el que se ejercía tal autoridad. Asimismo, dicho Estado estaba caracterizado por dos elementos que iban a estar implícitos, si no siempre explícitos, en todos los usos futuros del término; a saber, el tamaño, lo que el historiador Tácito hablando del mundo romano llamó el “inmenso organismo imperial” —immensum imperii corpus— y la diversidad8. 8 Véase BLUNT, P.A.: “Laus imperii”, en P.A. GARNSEY y C.R. WHITTAKER (eds.), Imperialism in the Ancient World, Cambridge, Cambridge University Press, 1978, pp. 159-191. Eso era un imperio tal como se concebía en Roma: una organización política que englobaba más de un grupo étnico o nacional y que implicaba más de un sistema legal, lengua o religión, pero que esencialmente era gobernado —por usar el término en griego y no en latín— desde un centro metropolitano. Como dijo Dante, en su defensa del papel del Sacro Imperio Romano Germánico en la Europa del siglo XIII, en su obra De Monarchia: “Esta monarquía temporal, comúnmente denominada ‘Imperium’, es ese único Principado que está por encima de todos los demás Principados del mundo, en lo referente a todas las cuestiones de ordenamiento temporal”9. 9 DANTE: De Monarchia, I. ii. 3-5 El poeta no dijo, sin embargo, que “imperium” fuera el único gobierno, sino que era el único que estaba por encima de los demás. En otras palabras, como todos los romanos desde la era de la República hasta la del Principado habían reconocido tácitamente, el “imperium”, o como nosotros diríamos, la “soberanía”, nunca podría ser indivisible. Ningún poder podía ser de rango superior, pero se admitía que hubiera muchos de rango inferior. Esto evidentemente implicaba que solo podía existir en realidad un imperio. En el campo de la historiografía tradicional, éste había empezado con Alejandro Magno y alcanzado su cumbre con el Principado Romano. Con el triunfo del Cristianismo, lo que Cicerón llamó “la república de todo el mundo” se había transformado en la respublica Christiana. Según la visión política ofrecida por Dante, el Imperium no se había convertido en una mera marca de soberanía, sino en un instrumento para satisfacer la perdurable necesidad humana de crear una comunidad única de conocimiento y una única civilización unidas por lo que Dante denominó “una religión universal de toda la especie humana”10.
10 Véase ANGELOV, Dimiter y HERRIN, Judith: “The Christian imperial tradition – Greek and Latin”, en Peter Fibiger BANG y Dariusz KOLODZIEJCZYK (eds.), Universal Empire. A comparative approach to imperial culture and representation in Eurasian history, Cambridge, Cambridge University Press, 2012, pp. 149-174. Siglos de debates de este estilo que favorecían la noción de un único y exclusivo dominio mundial hicieron del mundo romano y de sus sucesores naturales parte de un proceso de transformación cuyos orígenes se solía presuponer que eran los de la propia comunidad política humana. De facto quizá existieran otros reinos en el mundo, así como de facto existían otros sistemas de creencias además del Cristianismo, pero de iure solo podía haber un Emperador y una única religión. Esta visión exclusivista es a la que aludía el jurista del siglo XIV Bartolus de Sassoferato, cuando escribió que, considerados individualmente, en efecto existían otros gobernantes en el mundo cuyo derecho a gobernar era innegable; pero al contemplarlos universalmente, el emperador era, como el emperador Antonino Pio se autodenominó en el siglo II, el “Verdadero Señor del Mundo”11. Como Bartolus dijo en otra ocasión, el emperador es de iure “señor y monarca de todo el mundo” y negarlo podría ser calificado de herejía12. 11 Digesto XIV, 2. 9. Para una discusión sobre esta afirmación, ver Anthony PAGDEN, Señores de todo el mundo. Ideologías del imperio en España, Inglaterra y Francia, Barcelona, Ediciones Península, 1997, pp. 23-44. 12 Iuriscon. Coryphaei Bartoli a saxoferoi Opera quae nunc extant omnia excellentiss. I.C. tam veterum quam recentiorum additionibus illustrata, Basle 1588-1589, VI, p. 637, comentario sobre el Digesto XLIX. vol.15, p. 24.

Esta celebrada afirmación fue rechazada por absurda por escritores posteriores, pero cuando bajo el reinado de Carlos V los españoles conquistaron grandes territorios de América, una de las reivindicaciones de legitimidad que usaron fue el argumento de que su rey era también “Señor de Todo el Orbe”. Dicha reivindicación fue rehusada por Francisco de Vitoria en su famosa Relectio de indis de 1539 y acto seguido por la mayoría de las autoridades seculares y religiosas de entonces, quienes, aunque quizá estuvieran preparadas para sostener la soberanía universal del Papa como Vicario de Cristo, no estaban dispuestas a extender tal poder a un emperador secular. Sin embargo, fue incluida en el famoso Requerimiento y seguía siendo citada por los historiadores oficiales como justificación de la conquista hasta finales del siglo XVII. La reivindicación de soberanía universal significaba, obviamente, que solo podía existir un gobernador del mundo, es decir, un emperador. Tras el colapso del Imperio Romano de Occidente, esta pretensión de imperio universal —en particular, entre el Emperador de lo que a posteriori, después de 1254, se vino a llamar “el Sacro Imperio Romano Germánico” y el Basileus bizantino—, devino una disputa sobre nada más que el estatus. Las reivindicaciones de ambos regentes eran, con todo, claramente absurdas, sobre todo después del descubrimiento de América. Como el teólogo Domingo de Soto argumentó en 1556: “Que él [el Emperador] aspirara a ser “Señor de Todo el Orbe” no podía justificarse en ninguna razón ni derecho, dado que la parte sobre la que gobernaba era demasiado pequeña en comparación a la totalidad del mundo”13.

13 DE SOTO, Domingo: De Iustitia et iure, Salamanca, 1556, p. 306. Aun cuando el emperador fuera capaz de reclamar la soberanía universal, no podría ejercerla. “Un príncipe”, escribió Soto, no puede propagar su afecto por entre una sociedad que se extiende por todas las regiones y por todos los pueblos del mundo, de forma que pueda conocer, enmendar, corregir y decidir sobre todos los problemas que surjan en cada una de sus provincias [….]. En consecuencia, dado que el poder existe para ser ejercido, y dicho ejercicio es imposible sobre tan vasto territorio, se deduce que tal institución carece de utilidad14.
14 DE SOTO, Domingo: De Iustitia et iure, Salamanca, 1556, p. 306. O como su coetáneo, el jurista Fernando Vázquez de Menchaca expresó de forma bastante más mordaz, “lo que vulgarmente se dice, eso de que el Emperador de los Romanos es Señor del Mundo […] puede compararse con los cuentos infantiles, con el consejo de los ancianos o con las sombras de un sueño agitado”15. 15 VÁZQUEZ DE MENCHACA, Fernando: Controversiarum illiustrium aliarumque usu frequentium, libri tres, ed. Fidel Rodríguez Alcalde, 3 vols., Valladolid, 1931 [1563], I, p. 17. A finales del siglo XVI, se sabía ya que el mundo era demasiado grande como para que cualquier gobernante imaginara que podía ejercer una verdadera soberanía sobre una parte significativa del mismo. Y si algún príncipe cristiano pasaba por alto ese hecho indiscutible, siempre estaban los otomanos en su flanco oriental para recordárselo. Como el poeta italiano Ludovico Ariosto señaló, siempre había “dos soles” brillando sobre el orbe, y dos gobernantes compitiendo por la supremacía universal: un Emperador cristiano en Occidente y un Sultán musulmán en Oriente. Ambos reclamaban la soberanía universal en igual medida. “Nadie duda de que Vos sois el Emperador de los Romanos”, escribió en cierta ocasión el historiador cretense George Trapezountios a Mehmed II, “el Conquistador”, quien, al tomar Constantinopla en 1453, había asumido el título de kayser-i-Rum “César de Roma” y “Señor de los dos Mares [el Mar Negro y el Mediterráneo] y de dos Continentes [Europa y Asia]”16. 16 Citado en PAGDEN, Anthony: Mundos en guerra. 2500 años de conflicto entre Oriente y Occidente, Barcelona, RBA Libros, 2011 , p. 234. Los sultanes se tomaban sus reivindicaciones de universalismo muy en serio. El nieto de Mehmed, Solimán I, apodado “el Magnífico”, escenificó triunfos para celebrar sus conquistas basadas en modelos romanos. Se autodenominaba y se permitió éstas siendo denominado por su Mufti como “César de Césares”. Se proclamó a sí mismo el heredero de Alejandro Magno —“Iskandar” en árabe—, quien aparece en el Corán como “el bicorne”17, el cual construyó un muro gigante de cobre en el límite del mundo para proteger a toda la “civilización” de las iras de Gog y Magog. 17 Cita 18.83.

Con todo, ni el César ni el Sultán pudieron nunca imaginarse que llegarían a gobernar el mundo entero, pues aún persistía en aquella antigua reclamación que había sostenido el concepto romano de imperio, al igual que hicieron sus respectivos herederos cristianos y musulmanes, la creencia de que, a pesar de que el mundo está compuesto de muchas naciones y pueblos, este constituía una comunidad que Vitoria definía como “una república” con una única ley, una versión de lo que los estoicos denominaban koinos nomos para toda la humanidad. El concepto romano de civitas devino la respublica cristiana, o la Ummah islámica, que con el tiempo se tradujo en conceptos más variados como el de “civilización”, al que volveré más adelante.
Detrás de tales aspiraciones, subyace otro aspecto de los imperios, algo que los distingue de las naciones más modernas: su necesaria apertura. La mayoría de imperios, obviamente, se crearon inicialmente bien para expandirse más allá de las fronteras existentes, pero pocos de ellos, por no decir ninguno, han conseguido sobrevivir durante mucho tiempo sin necesidad de aplastar a sus enemigos.
Pero eso es solo una parte del cuadro. La guerra y la conquista habrían conseguido muy poco si eso fuera todo. Para sobrevivir durante siglos, todos los imperios han tenido que persuadir a sus poblaciones conquistadas. “Un imperio”, declaraba el historiador romano Tito Livio al final del siglo I antes de Cristo, “seguirá siendo poderoso mientras sus súbditos se encuentren a gusto en él”18. 18 LIVIO, Tito: Historia de Roma desde su fundación, 8.13.16. Cuando cayó el Imperio romano de Occidente éste fue destruido por tribus godas recién llegadas de las fronteras septentrionales y orientales. Ninguna de las que vivía en el núcleo del Imperio, ni los galos, ni los dacios ni los iberos, ni siquiera los más distantes británicos, escogieron la rebelión como sí lo harían las tribus asiáticas y africanas bajo el mandato de futuros gobernantes europeos. Y ni siquiera los godos deseaban tanto poner fin al gobierno romano como apropiárselo para su propio beneficio. “Lo que desea un buen godo es ser como un romano”, señaló en cierta ocasión Teodorico, rey de los Ostrogodos: “solo un romano pobre querría ser un godo”19.
19 Citado en BROWN, Peter: The World of Late Antiquity, Nueva York y Londres, W.W. Norton and Company, 1989, p. 123.
Roma tenía mucho que ofrecer a sus poblaciones ocupadas. En última instancia, sin embargo, su mayor atracción había sido la ciudadanía, un concepto que, en su reconocible forma moderna, habían inventado los romanos y que, desde los primeros días de la República, había sido el principal sostén ideológico del mundo romano. No todos los pueblos sometidos al poder de Roma deseaban tales privilegios y comodidades; pero si un número sustancial no lo hubiera deseado, el imperio no habría sobrevivido durante tanto tiempo como lo hizo.
Todos los imperios europeos posteriores hicieron todo lo posible para seguir, al menos en parte, la senda que Roma les había marcado. Tanto el Imperio español como el francés intentaron crear algo parecido a una cultura única, cuando no una sociedad única, a ambos lados de Atlántico —los franceses llegaron al punto de conceder a todos los indígenas (cristianos) el derecho a ser “registrados y contados como vecinos y franceses nativos”20—.

20 “Établissement de la Compagnie des Indes Occidentales”, en Edits, ordonnances royaux, declarations et arrêts du conseil d’état du Roi concernant le Canada, Quebec, 1854-1856 [mayo 1664], vol. I, p. 46.
Similarmente, el Imperio británico de la India nunca habría tenido éxito en el control del antiguo Imperio mogol sin la activa, y a veces entusiasta, ayuda de los antiguos súbditos del Emperador. Sin los burócratas y jueces indios, y sobre todo sin los soldados indios, el Raj británico habría seguido siendo una empresa comercial privada. En la batalla de Plassey, en 1757, que marcó el inicio del ascenso político de la Compañía de la Indias Orientales en detrimento del Imperio mogol, en el bando británico lucharon el doble de indios que de europeos21. 21 COLEY, Linda: Captives. Britain, Empire and the World 1600-1850, Londres, Jonathan Cape, 2002, p. 259. Al llegar el siglo XVIII, los “imperios” eran considerados como instrumentos de liberación y mejoramiento para sus súbditos: “el Imperio de la Libertad”, como denominó Thomas Jefferson a Estados Unidos, que colmaba de lujos a sus ciudadanos merced a los beneficios de lo que a mediados de siglo ya se conocía generalmente como “civilización”. El imperio se concebía entonces como un proceso de absorción, que podía abarcar en una sola comunidad la madre patria y los habitantes indígenas de sus colonias. Esta amalgama constituía lo que el parlamentario anglo-irlandés, Edmund Burke, llamó el “deber sagrado” o “confianza sagrada” (sacred-trust) del imperio, una elocuente expresión que, se empleaba una y otra vez para describir la relación entre el poder dominante y los poderes subordinados22. 22 Véase GONG, Gerrit W.: The Standard of ‘Civilization’ in International Society, Oxford, the Clarendon Press, 1984, pp. 72-73. Pero el motor que debía impulsar este nuevo orden imperial no era la conquista y la guerra sino el incipiente comercio internacional, el “dulce comercio” —doux commerce—, según la famosa expresión de Montaigne. Se esperaba que este nuevo factor uniría a todos los pueblos del mundo por medios pacíficos y recíprocamente beneficiosos. La primera frase de la Historia política y filosófica de las dos Indias (1772), del abate Guillaume Thomas Raynal, uno de los libros más leídos del siglo XVIII, rezaba: “Nunca ha habido un acontecimiento tan interesante para la especie humana en general, y para los pueblos de Europa en particular, como el descubrimiento del Nuevo Mundo y el paso a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza”23; pasaje este tomado y repetido —sin reconocer su deuda— por Adam Smith en La riqueza de las naciones, quien significativamente cambió la palabra “interesante” por “mayor y más importante”24. 23 RAYNAL, Guillaume-Thomas: Histoire philosophique et politique des établissements et du commerce des Européens dans les deux Indes, ed. Anthony Strugnell et al., París, Centre International d’Études du XVIIIe siècle, 2010, vol. I, p. 23. 24 SMITH, Adam: An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, ed. W. B. Todd Oxford, The Clarendon Press, 1976, p. 626 (IV. vii). En lugar de la Creación y de la Redención, ahora había dos eventos que se creía que, más que cualesquiera otros, marcaban el inicio del mundo globalizado moderno.
Pero esta visión propia de la Ilustración en torno a una futura transformación estaba condenada al fracaso. El comercio nunca fue tan obviamente benévolo como proclamaban sus entusiastas defensores. Con todo, lo que finalmente lo hizo desaparecer no fueron tanto las prácticas reales de los “imperios de la libertad” como la tentativa de Napoleón de construir un tipo muy diferente de imperio dentro de la propia Europa. Por supuesto, Napoleón también tenía una “misión civilizadora”, pero su visión no se basaba en la confianza ilustrada de las posibilidades benévolas del comercio internacional, sino en los principios de la Revolución francesa. Inicialmente, atendiendo al carácter breve y sanguinolento de la ambición napoleónica de transformar Europa en una serie de reinos satélites, a muchos de los que habían sufrido, todos aquellos proyectos imperiales se les antojaban irrepetibles. Uno de estos individuos era el teórico político y hombre de letras franco-suizo Benjamin Constant. En 1813, con Napoleón aparentemente retirado, Constant se sintió capaz de declarar que, por fin, el “placer y la utilidad” habían “opuesto la ironía al entusiasmo real o fingido” del tipo que siempre había sido la fuerza motriz subyacente a todas las modalidades de imperialismo. Napoleón, y su caída, habían mostrado que las políticas posrevolucionarias no debían ser dirigidas en nombre de la “conquista y la usurpación”, sino de acuerdo con la opinión pública. Y la opinión pública, según predijo Constant, no quería tener nada que ver con el imperio. “La fuerza que la gente necesita para mantener a los demás sometidos”, escribió, “es, hoy más que nunca, un privilegio que no puede perdurar. La nación que pretenda transformarse en un tal imperio se colocará a sí misma en una posición más peligrosa que la más débil de las tribus. Se convertirá en el objeto del horror universal. Cada opinión, cada deseo y cada odio la amenazarán, y antes o después esos odios, esas opiniones, y esos deseos explotarán y la engullirán”25.
25 CONSTANT, Benjamin: The Spirit of Conquest and Usurpation and their Relation to European Civilization, en Political Writings, trad. y ed. Bianca Fontana, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, p. 79. Del mismo modo que Raynal y Smith, Constant, también creía que un día el comercio adquiriría el control de todas las relaciones futuras entre los pueblos, pero la visión del comercio de Constant no se basaba en el potencial civilizador de una mejora del intercambio social e internacional, sino en lo que él denominaba el “cálculo civilizado”. Era un conflicto a través de otros medios; pero un conflicto conducido por medios pacíficos y en última instancia beneficiosos para ambas partes. Casi un siglo más tarde, en 1918, el gran economista austriaco Joseph Schumpeter expresó la misma convicción. Lo que él denominaba “la inclinación puramente instintiva hacia la guerra y la conquista” que había hecho posible todos los imperios del mundo podía, según su visión, verse ahora relegada a un periodo anterior, atávico de la historia humana que,

según creía firmemente, había quedado superado26. Según sus propios términos, Schumpeter había visto que en aquel mundo moderno la conquista —cuando no la guerra— no podía coexistir con la nueva economía global que se proyectaba para el mundo posterior al final de la Primera Guerra Mundial. Y sin conquistas no podía haber imperios. “Puede afirmarse más allá de toda controversia”, declaró, “que allá donde prevalezca el libre comercio ninguna clase social tendrá interés en llevar a cabo una expansión forzosa como tal”27. 26 SCHUMPETER, Joseph: Imperialism and Social Classes [Zur Soziologie der Imperialismen] 1951, trad. Heinz Norden, Nueva York, Augustus M. Kelley, Inc., 1951, pp. 7-8. 27 SCHUMPETER, Joseph: Imperialism and Social Classes, p. 99. Irónicamente, en vista de la similitud de ambas opiniones, lo que separaba a Schumpeter de Constant era precisamente otra fase de la expansión imperial, la cual fue más atávica incluso que la que Constant esperaba haber visto por última vez. En realidad, lo que siguió a la derrota final de Napoleón no fue un retorno al estatus anterior de la Ilustración, sino el surgimiento de la nación moderna y con esta la creación de una nueva ola de expansión imperial. Tras el Congreso de Viena, los antiguos Estados europeos y con posterioridad las nuevas naciones de Europa —Bélgica, fundada en 1831, Italia en 1861, y el Imperio alemán en 1876, empezaron a competir entre sí por el estatus y por las ganancias económicas que se creía que otorgaba el imperio. La “opinión pública”, lejos de dirigir una mirada irónica a las pretensiones imperialistas de las nuevas naciones, y de las no tan nuevas, las acogió con entusiasmo. Hacia 1899, el imperio, en efecto, tal como señaló Lord Curzon, el virrey británico de la India, se había convertido en “la fe de una nación”28. 28 Citado en NICOLSON, Harold: Curzon: The Last Phase 1919-1925, Nueva York, Harcourt Bruce and Company, 1939, p. 13.

Y además era muy efectivo. Se ha calculado que en el año 1800 las mayores potencias europeas, además de Rusia y de los Estados Unidos —en otras palabras, “Occidente”— ocupaban o controlaban alrededor del 35% de la superficie del planeta. Hacia 1878, sus posesiones alcanzaban ya el 67%, y en 1914, superaban el 84%.
El nuevo imperialismo también fue nuevo en otros aspectos. Los primeros intentos, realizados sobre todo por España, Francia y Gran Bretaña en las Américas, habían consistido en crear un Estado único de lo que se denominó “monarquías compuestas”, que abarcaba todo el Atlántico. Las nuevas posesiones de ultramar de la era pos-napoleónica, por contraste, raramente eran asentamientos de colonos como

habían sido las de América. Y a estas difícilmente se las llamaba colonias, sino dependencias, mandatos y más frecuentemente “protectorados”, un término que recoge acertadamente el nuevo concepto de imperio como benefactor. Lo que en inglés se llamaba “gobierno indirecto” y en francés la politique des races —o sea, política de razas— permitía establecer en gran medida un autogobierno, que se hallaba bajo la jurisdicción general de la legislación europea. Mientras que todos los imperios previos desde Roma habían acogido en su seno, tal como la propia Roma había hecho, a los foráneos ajenos a su cultura, los nuevos imperios europeos emprendieron la dirección contraria. Los nuevos súbditos africanos y asiáticos de los Imperios británico, francés, alemán, español e italiano se veían obligados a gobernarse a sí mismos, pero estaban organizados en sociedades europeas, habitualmente descritas en África como “tribus”, en alusión a la división en el seno de la antigua Roma, equipados con jerarquías sociales y políticas, y eventualmente se les habían asignado unos límites territoriales que solían ignorar las divisiones religiosas y étnicas existentes. En África, y en zonas de Oriente Medio, algunas de estas erróneas distribuciones siguen determinando actualmente las distinciones generalmente anómalas entre los Estados-nación modernos que las han sucedido. Todo este reordenamiento vino de la mano de una revisión profunda del significado del término “civilización”. Al amparo de la “misión civilizadora”, el papel de las potencias imperiales consistía en asegurar que los pueblos “incivilizados” se prepararan para asumir su lugar entre lo que la nueva legislación internacional del siglo XIX calificó como “naciones civilizadas”. Aquellas antiguas definiciones de Cicerón y de Vitoria de la ius gentium como una ley universal, se veían ahora reducidas a un pequeño grupo de naciones, generalmente europeas, además de al Imperio Otomano y a China.
En esta nueva visión de imperio, los “nativos” debían ser gobernados en su propio interés —por más que al principio se resistieran— y ser forzados a reconocer que aquel estilo de vida era la meta inevitable de toda la humanidad. No se trataba tanto de imperio como de explotación o incluso de cooperación. Era un imperio del tutelaje. Ahora, la tarea no consistía en convertir a los sujetos conquistados en obedientes súbditos o ni siquiera en devotos cristianos, sino transformar sus territorios en naciones modernas. Irónicamente, y fatalmente para las potencias europeas en último término, esto también implicaba que cierto día todos los súbditos de todos los imperios deberían autogobernarse.

“Mediante un buen gobierno”, declaró el político liberal e historiador inglés Lord Macaulay en 1833, “debemos educar a nuestros súbditos en la capacidad para procurarse un mejor gobierno; al habérseles impartido el conocimiento europeo, estos pueblos, en una fecha futura, exigirán poseer instituciones europeas”. Macaulay no sabía cuándo sucedería tal cosa, pero sí estaba seguro de que cuando llegase ese momento “sería el día de mayor orgullo de la historia de Inglaterra”29. En la práctica, la autodeterminación fue pospuesta hasta un remoto futuro, pero Macaulay se vio obligado a reconocer que, cuando menos en teoría, esta no podía aplazarse indefinidamente. Cuando en la Conferencia de Paz de París de 1919 Woodrow Wilson introdujo su famoso principio de “autodeterminación”, estaba dando forma, a sabiendas o no, a una reclamación de derechos que había estado latente desde mediados del siglo XIX. 29 Citado en METCALF, Thomas R.: Ideologies of the Raj, vol. II, 4, en The New Cambridge History of India, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, p. 34. El “gobierno indirecto” y la “autodeterminación” plantearon de forma aguda una cuestión que iba a suponerle al actor más reciente en el escenario mundial —los Estados Unidos— un dilema particularmente grave. Desde 1648, en el Estado-nación moderno se había considerado la soberanía —imperium— como algo indivisible. Los monarcas de Europa se habían pasado siglos arrebatándole la autoridad a los nobles, obispos, ciudades, gremios, órdenes militares o a cualquier otra corporación semisoberana, cuasi-independiente. La indivisibilidad había sido uno de los dogmas de la Europa prerrevolucionaria, y un precepto que la Francia revolucionaria había colocado en el mismo núcleo de la concepción del Estado moderno. El sujeto moderno es un individuo que posee una serie de derechos, pero —como dejó claro la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789— dicho sujeto los posee en virtud de su ciudadanía en un solo Estado indivisible30. 30 Véase PAGDEN, Anthony: “Human Rights, Natural Rights and Europe’s Imperial Legacy”, en Political Theory 31, 2003, pp. 171-199. Para los Estados Unidos, creados poco antes de la Revolución francesa, pero no consolidado como nación hasta después de 1865, la soberanía indivisible era una característica indispensable de la identidad política. Empero, esta sólida noción de soberanía solo podía aplicarse dentro de los límites de los nuevos Estados-nación, no entre sus metrópolis ni entre sus diversas dependencias coloniales. Como Henry Maine declaró en 1887, “la soberanía siempre ha sido considerada como un concepto divisible en la legislación internacional”31. El hecho de no transigir en este punto había sido, después de todo, la causa principal de la Revolución americana, y, a partir de 1810, de la revuelta de las colonias de Hispanoamérica. En los nuevos imperios no podía pretenderse que existiera un soberano que fuera un “legislador incontestable”. 31 Citado en KEENE, Edward: Beyond the Anarchical Society: Grotius, Colonialism and Order in World Politic, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, p. 63. Por tanto, un gobernante podrá administrar justicia civil y criminal”, escribe el jurista y antropólogo Henry Sumner Maine en 1887, “podrá emitir leyes para todos sus súbditos y su territorio, podrá ejercer poder sobre la vida y la muerte, y podrá recaudar tasas e impuestos, pero, sin embargo, podrá prohibírsele que mantenga relaciones externas con cualquier autoridad fuera de su territorio. Esta es, en efecto, la exacta situación de los príncipes nativos de la India; y Estados de este tipo están surgiendo en el momento presente en las zonas más incivilizadas del mundo. En los protectorados que Alemania, Francia, Italia y España han establecido en los mares de Australasia y en la costa de África no se producen tentativas de anexionar el territorio ni de fundar colonias en el antiguo sentido de la palabra, pero a las tribus locales se les prohíbe cualquier relación externa, excepto las permitidas por el Estado protector32. 32 Maine, Henry: International Law. A series of lectures delivered before the University of Cambridge 1887, Londres, John Murray, 1888, p. 57. Paradójicamente, tal vez esto acercó los nuevos imperios europeos de ultramar al modelo de los primeros imperios territoriales. Conceptualmente, este modelo es similar al tipo de laxa dependencia que Dante tenía en mente cuando hablaba del Sacro Imperio Romano Germánico como el “único principado que está por encima de todos los demás principados en el mundo”. Se asemeja, también, mucho a la relación entre, pongamos, Castilla y los Ducados de Nápoles o Milán en el siglo XVI o entre Estambul y Damasco entre 1516 y 1918, o entre Austria y la actual República Checa a principios del siglo XIX, o entre Rusia y Polonia entre 1945 y 1989.
A lo que desde luego no se parece —con la posible excepción de un breve periodo de construcción imperial en 1898— es a la posición de los Estados Unidos. ¿Tiene sentido entonces hablar de los Estados Unidos como un imperio? Creo que si echamos otro vistazo a la historia de los imperios europeos la respuesta a esta pregunta debe ser no. Si debemos usar forzosamente el término, seguramente deberá existir algún tipo de continuidad tanto de propósito como de estructura con los imperios del pasado. Obviamente, tal continuidad existe hasta cierto punto, pero en mi opinión las similitudes son escasas y a menudo ilusorias comparadas con las diferencias.

Se suele asumir que, dado que los Estados Unidos parecen poseer la capacidad militar para convertirse en un imperio, —aunque tal impresión es más una ilusión, o un engaño, que una realidad—, los intereses de ultramar que posee deben ser necesariamente de carácter imperial33. Pero si la fuerza militar fuera todo lo que se requiere para conformar un imperio, ni Roma ni Gran Bretaña —por nombrar solo dos ejemplos— lo habrían conseguido. Contrariamente a la imagen popular de “imperio”, la mayoría de estos eran, de hecho, durante la mayor parte de su historia, frágiles estructuras, siempre dependientes de sus pueblos súbditos para la supervivencia. La ciudadanía universal no surgió de la generosidad, sino de la necesidad. Esto no quiere decir, con todo, que los Estados Unidos no hayan recurrido a las mismas estrategias que fueron un rasgo característico de los imperios del pasado. Es también cierto que los Estados Unidos, como los imperios “liberales” del siglo XIX, Gran Bretaña y Francia, se compromete generalmente con la visión liberal-democrática de que la democracia es la única forma posible de gobierno para la humanidad, y que su deber es exportarla. Con lo que no comulga, salvo unas pocas excepciones, es con la visión de que un imperio —el ejercicio del imperium— es la mejor forma, o incluso una posible forma, de conseguirlo. En muchos sentidos esenciales, los Estados Unidos son, en efecto, muy poco imperialistas. A pesar de las alusiones a la Pax americana, y de la arquitectura de Washington, la América del siglo XXI no guarda el más mínimo parecido con la antigua Roma o el Imperio Británico del siglo XIX. Sí comparte con estos dos precedentes históricos su voluntad de imponer sus valores políticos sobre el resto del mundo. Como Harry Truman expresó en 1947, comparando a los Estados Unidos, en rápida sucesión, con el Imperio persa aqueménida, el reino griego de Macedonia, la Roma antonina y la Inglaterra victoriana: “todo el mundo [debe] adaptarse al sistema americano”, con lo cual estaba queriendo decir, instituciones más o menos democráticas y libre comercio. Pero esto no era nada nuevo. El concepto de “sistema americano” se lo tomó prestado, consciente o inconscientemente, a Alexander Hamilton, quien creía firmemente que la nueva República iba a ser capaz algún día de “lograr erigir un gran sistema americano superior destinado a controlar todas las fuerzas o influencias transatlánticas y que pudiera dictar los términos de las relaciones entre la vieja Europa y el Nuevo Mundo”34. La novedad de la versión de Truman fue lo que dijo a continuación: “Pues el sistema americano”, continuaba, “solo podrá sobrevivir convirtiéndose en un sistema mundial”35. Lo que para Hamilton debía convertirse en un rasgo de las relaciones internacionales, para Truman estaba destinado a ser nada menos que una cultura mundial.
33 Este, por ejemplo, es el argumento subyacente de Robert KAPLAN, Warrior Politics. Why Leadership Demands a Pagan Ethos, Nueva York, Random House, 2001, y en un tono muy diferente, y más comedido también de Chalmers JOHNSON, The Sorrows of Empire. Militarism, Secrecy, and the End of the Republic, Nueva York, Metropolitan Books, 2004, aunque Kaplan lo aprueba y Johnson lo desaprueba.
34 HAMILTON, Alexander: Federalist 11, 1987, en Alexander HAMILTON, James MADISON y John JAY, The Federalist Papers, ed. de Isaac Kramnick, Harmondsworth, Penguin Books, 1987, pp. 133-134.
35 Citado en FERGUSON, Niall: Colossus The Price of America’s Empire, Nueva York, The Penguin Books, 2004, p. 80. Pero, con todo, hacer que el resto del mundo adoptara el “sistema americano”, no significaba, como sí lo había significado para todos los otros imperios que Truman citó, gobernar el resto del mundo. No en vano Truman daba por sentado, como lo han hecho todas las administraciones americanas desde entonces, que los “demás países del mundo” ya no necesitaban ser dirigidos y persuadidos para que algún día acabaran “exigiendo” —como diría Macaulay—, instituciones democráticas. Toda la humanidad es capaz de reconocer que la democracia, o la “libertad”, siempre serán más aconsejables para sus propios intereses. Lo único que ha impedido a algunos pueblos entender esta simple verdad son las acciones de aquellos que por razones particulares se empeñan en impedirlo. No es solo que los valores americanos, tal como lo expresó George Bush en 2002, sean “correctos y verdaderos para todos los individuos de todas las sociedades”, sino que se da por hecho que esto será evidente para todos36. El papel de los Estados Unidos es, pues, eliminar estos obstáculos internos, establecer las condiciones necesarias para la democracia y después retirarse de la escena, que es lo que se hizo en Irak y lo que se está intentando hacer ahora en Afganistán. Pero poseer colonias o “protectorados” nunca ha sido una opción para Estados Unidos, aunque solo sea porque es la única nación moderna en la que no es posible, al menos conceptualmente, la división de la soberanía —es cierto que el gobierno federal comparte la soberanía con cada uno de los Estados de los que se compone la Unión, pero nunca podría contemplarse la posibilidad de compartir dicha soberanía con los miembros de las otras naciones—. Con muy pocas excepciones, la colonización interna de los Estados Unidos siempre siguió un patrón de construcción de nación. A medida que se establecía o conquistaba un nuevo territorio, este se convertía, tarde o temprano, en un nuevo Estado dentro de la Unión Esto implicaba que cualquier territorio que se anexionara en ultramar, como Hawai, debía incorporarse plenamente a la nación o debía ser devuelto a sus gobernantes nativos. La Constitución, como reza el dicho, siempre sigue a la bandera —por mucho que en la práctica a menudo no sea así, como en el caso de la Bahía de Guantánamo—. Ni siquiera un imperialista tan redomado como Teddy Roosevelt podía imaginarse convertir Cuba o las Filipinas en colonias ni en protectorados durante mucho tiempo37. 36 Citado en KHALIDI, Rashid: Resurrecting Empire: Western Footprints and America’s Perilous Path in the Middle East, Beacon PLACE, 2004, p. 3. 37 NINKOVICH, Frank: The United States and Imperialism, Malden, Blackwell Publishers, 2001, p. 75. 38 En este sentido, véase MANN, Michael: Incoherent Empire, Londres, Verso, 2003, p. 11.

Para convertirse en un autentico imperio, los Estados Unidos tendrían que cambiar radicalmente la naturaleza de su cultura política, puesto que, al fin y al cabo, la democracia liberal —tal como la concibe la mayor parte del mundo occidental actualmente— y un imperio liberal —como lo concebían Tocqueville y John Stuart Mill—, e incluso un imperio “benevolente”, son incompatibles38. “Los imperios de la libertad” eran imperios que existían para reforzar las virtudes y ventajas que iban aparejadas a un gobierno libre o liberal en lugares que de otra forma, en términos de Mill, serían “bárbaros”. Y no para conferir un gobierno libre o liberal directamente a esos países, como Estados Unidos proclama estar haciendo hoy en día.
Creo que podemos afirmar que el imperio —como forma política y tal como ha sido concebido en todo el mundo desde la Antigüedad— ya no existe. La única posible excepción, la única estructura moderna pluriestatal y multiétnica que tiene algo de parecido con la concepción de imperio de la Antigüedad es la Unión Europea. En la actualidad, la soberanía dentro de la Unión se distribuye equitativamente —si no igualitariamente— entre los distintos Estados miembros. Por supuesto que, más allá del deseo de los Estados miembros de compartir entre sí un elevado grado de soberanía, de extender algún tipo de ciudadanía a todos sus miembros, y de la existencia tanto de un cuerpo legislativo de alcance europeo cuanto de un tribunal supranacional que la administre, en casi todo lo demás la UE tiene bastante poco de semejante con la antigua Roma. Pero si se produjera una mayor integración —y existe una gran posibilidad de que así sea— la confederación del presente podría dar lugar en el futuro a un “Imperio neomedieval” —tal como se lo denomina ahora—, algo no muy diferente al Sacro Imperio Romano Germánico imaginado por Dante. De ser así, sería el único imperio de la historia humana creado no como fruto de la guerra sino como una tentativa para poner fin a la misma.