LAS GUERRAS CULTURALES: INTIMANDO CON LA HISTORIA
Eliades Acosta Matos
Cubarte
Entre los exponentes de un “Museo del Comunismo”, en Praga, una típica matrioshka rusa, nos muestra el lado terrible, escondido bajo su candor campesino al mostrar unos dientes afilados, y el gesto agresivo que antecede al ataque. Un osito Misha, la mascota de las Olimpiadas de Moscú 80, nos mira bonachonamente, pero, a diferencia del que siempre conocimos, porta un AK-47 y tiene el pecho cruzado por una cinta de balas. A los carteles de propaganda de la era soviética se les mantiene su estética de realismo socialista, pero se les cambia el texto de los mensajes. De esta manera, un servicial empleado de una tienda estatal nos hace un gesto de bienvenida mientras nos informa que “en nuestra tienda aceptamos dinero efectivo, tarjetas de crédito y sobornos”. Un joven obrero con paisaje de edificios en construcción de fondo, nos revela la manera en que se trabaja en el socialismo: “se empieza con retraso, se termina antes de tiempo y los recesos parea almorzar son interminables”.
Así, de manera “didáctica”, usando contra el enemigo su propia estética vaciada antes de contenido, con liviano humor y parodiando, los promotores de la iniciativa intentan descalificar y ridiculizar hasta reducir a cenizas toda le experiencia socialista europea, especialmente, la de la URSS. A juzgar por los que se no muestra, sobre todo para los más jóvenes, se trató de una época esperpéntica, esquizofrénica y lúgubre, sin valor humano alguno, sin resultados en ningún campo de la actividad social, sin más sentido que servir de escarnio y arrepentimiento a quienes lucharon por ella o creyeron en sus principios. Pero a quienes hemos visitado, por ejemplo, museos como el del campo de concentración nazi en Buchenwald, nos intrigan estas maneras tan contrapuestas conque la sociedad capitalista posterior a la caída del Muro de Berlín intenta ajustar cuentas con el nazismo y el socialismo, sus enemigos del pasado.
La diferencia entre ambos museos obedece a guiones diferentes de la misma guerra cultural. En el caso del Holocausto, burlarse o negarlo en los países europeos puede atraer sobre el incauto o irreverente, no sólo la repulsa social, sino incluso penalidades. Un hálito trágico, de respeto ante la muerte, de tragedia irrefutable rodea el guión museográfico de Buchenwald y también filmes como “La decisión de Sophie”, “La lista de Schindler”, incluso, la comedia de Begnini “La vida es bella”. La posibilidad de combatir al fascismo mediante el humor, al parecer, se agotó desde “El Gran Dictador”, de Chaplin. Su escena final es inquietante y amarga, nada semejante a los gags y el ligero desenfado inicial: la monstruosidad de lo que ocurría, cegando la vida de millones de seres humanos indefensos, en nombre de una supuesta superioridad racial, terminó por aplastar la sonrisa. Dicho de otra manera: el fascismo resultaba un peligro demasiado serio para subestimarlo con bromas y burlas, había que vencerlo y recordarlo como lo que fue, una era maldita, que jamás debía repetirse.
Pero en Praga todo es al revés, todo es sorna y derroche de ingenio, como si el enemigo socialista no se le debiera tomar en serio, y no se necesitase condenarlo, apenas, escarnecerlo para que los de cabeza calenturienta, esos revolucionarios que nunca se conforman con nada, aprendan de una buena vez que sus intentos no sólo nacen destinado al fracaso, sino que son risibles, nada para ser tomado demasiado en serio. De esta manera exacerbando el sentido del ridículo, una de las ramas más demoledoras usadas en las guerras culturales, desde antaño, se intenta lograr la derrota simbólica final de un enemigo al que aún se teme, al que se sabe vivo, y del que siempre se recela un posible regreso. Tras la risa, aparentemente despreocupada, asoma la mueca de la preocupación, mucho más en los tiempos de crisis que ya baten las puertas del mundo, y especialmente, de las sociedades post-socialistas europeas.
En el museo praguense, para los fines de la contrapropaganda se usan no solo carteles trucados, sino también montajes fotográficos y figuras de cera, como las que muestran a Stalin acariciado y acariciando a dos bellas muchachas, a Carlos Marx en ropa interior cortándose las uñas de los pies, como cualquier terrenal vecino, o a Lenin, de torso desnudo en una sauna. No se trata, por supuesto, de ninguna fórmula para mostrar las facetas terrenales de estos personajes, a veces indebidamente elevados a los altares, sino de una vieja técnica que los creativos chicos de la CIA de los años cincuenta, en el período de la Guerra Fría, denominaron como “asesinato del carácter”. Se trata de la misma filosofía que llevó a inventar fotos trucadas donde se mostraba a Jacobo Arbenz, el presidente guatemalteco derrocado en 1954 por un golpe de Estado, en orgías que nunca tuvieron lugar, las que permitieron enseñar al mundo los teléfonos de oro por los que un derrocado en 1955 presidente Perón, de Argentina, jamás habló, la misma que subyacía en ese enloquecido intento de regar polvos en La Habana , para que Fidel perdiese la barba con la que el pueblo identificaba la lucha revolucionaria.
Y es que las guerras culturales contemporáneas, al menos las que han enfrentado y siguen enfrentando a enemigos políticos e ideológicos como el capitalismo y el socialismo, son, desde fines de la Segunda Guerra Mundial, la constante y no la excepción, y se perfilan como el campo de batalla futuro y decisivo donde se han de dirimir las contradicciones y resolverse los conflictos.
La definición de guerras culturales no se agota al decir que son un tipo de enfrentamiento histórico que tuvo su marea más alta durante los años de la Guerra Fría, ni tampoco al remitirse a un tipo específico de lucha ideológica que escoge como campo de batalla el de las artes y la literatura. En nuestros días, cuando se generan “iniciativas” como la del Museo del Comunismo de Praga, ellas nos remiten a la lucha de clases y a la contraposición de ideas a partir de cosmovisiones enfrentadas, pero especialmente, a los valores que se atacan o promueven. Es en el terreno de los valores donde se libran las batallas culturales decisivas, pues ellos condicionan directamente las actitudes prácticas de las personas, su indiferencia o activismo, su capacidad de resistencia o rendición, su pertenencia o no a un determinado partido político, su aceptación o rechazo a las políticas de un gobierno, su postura ante la religión y la filosofía.
No sería osado afirmar que, en última instancia, es en la observación de los valores que profesan los individuos, las clases sociales y los pueblos donde se puede medir la eficacia de la propaganda política, de la publicidad comercial, de la educación, de las campañas mediáticas, de la promoción del arte y la literatura. Los valores se adquieren y se pierden, en dependencia no sólo de las condiciones materiales reinantes, sino también debido al esfuerzo organizado que se haga para crearlos, reforzarlos o anularlos. Esta última peculiaridad es la que los hace especialmente atractivos para la labor ideológica de quienes defienden los intereses de las clases sociales en pugna. Por eso las guerras culturales contemporáneas giran a su alrededor.
Se afirma que, en su acepción moderna, el término “guerras culturales” fue acuñado por James Davison Hunter en 1991, en su libro “Culture Wars: The Struggle to Define America”, en el que se le describe… “ como un dramático realineamiento y polarización que ha transformado la cultura y la política estadounidense, a partir de un conjunto de temas candentes como el aborto, el control de armas, la separación de la iglesia y el estado, la homosexualidad y la censura”.
En un sentido estrecho, que es el que describe la marcha de estos conflictos dentro de los Estados Unidos, según se aprecia en la obra de Hunter, las guerras culturales son “una metáfora utilizada para dejar establecido que los enfrentamientos políticos tienen su base en un conjunto de valores conflictivos, especialmente entre los considerados tradicionales o conservadores y aquellos definidos como progresistas o liberales. Este enfrentamiento tuvo su origen en la década de los años 60”.
En un sentido amplio, el término define ese mismo enfrentamiento de valores conservadores o progresistas en los diferentes países del mundo y en la arena internacional, no necesariamente circunscrito al conjunto de los que se enfrentan en el interior de los Estados Unidos. Aquí, por ejemplo, las guerras culturales pueden expresarse en intentos por debilitar o derrocar, dentro de las estrategias de “cambio de régimen”, a gobiernos que no sean bien vistos por otros, como es el caso de aquellos a los que los Estados Unidos consideran hostiles o inamistosos, especialmente a partir del 2001 cuando comenzó su llamada “Guerra contra el Terrorismo”. También se utiliza para definir las acciones ideológicas, de prensa, y propiamente culturales usadas para inclinar a las poblaciones de naciones ocupadas a asimilar los valores del ocupante, o a naciones y poblaciones locales a anular su resistencia cultural, y por tanto, social, política, económica e ideológica contra los valores y culturas hegemónicas del mundo globalizado.
Como es fácil de apreciar, las guerras culturales forman y formarán parte destacada en las estrategias mundiales de dominación y expansión imperialistas en el Siglo XXI, de hecho su originalidad radica, precisamente, en que son las que mejor expresan, y de manera más concentrada, los cambios sufridos por los mecanismos de penetración, dominación y reconquista del imperialismo en nuestros días, que a su vez reflejan, a fin de cuentas, los cambios experimentados en la profundidad de su sistema productivo y reproductivo. No son las fronteras terrestres, aéreas o marítimas las que deberán ser vulneradas para implantar el dominio universal del capital; no son ejércitos enemigos a los que hay que derrotar en el campo de batalla para izar sobre territorio ocupado las banderas de las metrópolis ni obligar a las naciones vencidas a abrirse a su insaciable sed de mercados y ganancias. Hoy los arrolladores avances en las ciencias, las telecomunicaciones y las tecnologías hacen de la esfera cultural y de la mente de los hombres el campo de batalla definitivo, la última frontera a conquistar, el último reducto enemigo a asaltar.
Como eficaces estrategias para neutralizar, desmovilizar y desmoralizar a sus contrarios, que son todos los hombres y pueblos del planeta, incluyendo al pueblo de los Estados Unidos, las guerras culturales expanden su radio de acción desde tiempos de paz, o mejor dicho, son el preámbulo o la continuación de la guerra por otros medios, a saber, los culturales. Antes de que estalle un conflicto, aseguran que los potenciales enemigos tomen conciencia de su inferioridad ante las fuerzas y la cultura imperial, ante un sistema capaz de engendrar constantemente símbolos a los que vende como universales, modernos, glamorosos, heraldos de la eterna juventud, los cambios novedosos y la felicidad ilimitada. Durante el conflicto, garantizan que la opinión pública internacional se sitúe al lado del agresor imperialista, satanizando a los adversarios de turno, minando sus moral combativa y su capacidad y decisión de resistencia. Después del conflicto se dirigen a borrar la memoria de los crímenes cometidos, de las mentiras empleadas para justificar las agresiones, a imponer su versión de los acontecimientos, a asegurar la docilidad y asimilación cultural de los pueblos vencidos y las naciones ocupadas, a quebrar la resistencia que pueda existir, y a implantar, en los profundo de las conciencias de sus nuevos súbditos sentimientos de resignación, docilidad y acatamiento ante lo inevitable. Es en esta última etapa del proceso donde se mide la eficacia definitiva de estas estrategias.
En última instancia, como bien señala Ken Hincker en su reseña a un libro de James Davison Hunter, las guerras culturales remiten al análisis de dos cuestiones determinantes: al tema de la legitimidad de un sistema social, de un gobierno, de una clase o de un conjunto de creencias, y al asunto de la autoridad moral, y por tanto, del derecho y la razón. En este terreno no basta con vencer, cuando de lo que se trata es de convencer; la victoria no se expresa en el aniquilamiento de las fuerzas y medios del enemigo, ni en arrebatarle su capacidad de iniciativa o resistencia, sino más bien en lograr, sin combatir, su voluntaria rendición y supeditación espiritual. Más que acciones combativas, hablamos aquí de transacciones, de negociaciones culturales donde la astucia y la capacidad para vender un modelo de vida y gobierno, un conjunto de valores y creencias, es lo que se espera de estas nuevas legiones imperiales.
Es posible observar en la arena internacional el mismo choque entre adversarios culturales que originó el término en el interior de los Estados Unidos, pero la diferencia estriba en que conceptos que allí fungen como liberales y progresistas, al ser reputados como universales y de obligatorio acatamiento por el resto de los pueblos y culturas del planeta, pueden jugar un rol diferente, incluso, reaccionario y conservador, si son convertidos en dogmas en manos de las fuerzas imperialistas. La cultura y el pensamiento único que se pretenden erigir en una especie de religión laica del imperio, al negar el respeto a la diferencia, aún cuando pueda enarbolar conceptos y valores de cierto significado universal, como son, por ejemplo, los de la democracia y los derechos humanos, terminan actuando de manera tiránica, excluyente, reaccionaria, incluso, racista. La relatividad de estos conceptos y su carácter histórico son ignorados por quienes los utilizan como una simple herramienta de domesticación y apaciguamiento, como preparación artillera previa al avance de las fuerzas propias, lo cual complica el escenario de los enfrentamientos culturales contemporáneos, que han dejado de ser, definitivamente, en blanco y negro, si es que alguna vez lo fueron.
El imperialismo, ya se sabe, jamás ha tenido remordimientos teóricos, ni escrúpulos morales o filosóficos a la hora de apropiarse para sus fines, de cualquier concepto o teoría, incluso, de las concepciones reputadas dentro de los Estados Unidos como progresistas o liberales. Es la esquizofrenia de la dominación cultural, fruto de la manipulación de los productos culturales reciclados hasta el infinito en la aspiración de que se conviertan en embajadores benévolos del sistema, no importa si alguna vez surgieron para oponérsele. En “Apocalypsis Now”, el excelente filme de Francis Ford Coppola, se puede observar a jóvenes soldados norteamericanos en Vietnam canturreando canciones antibelicistas de John Lennon o Joan Baez mientras ametrallan desde sus lanchas artilladas o sus flotillas de helicópteros a adversarios civiles y militares. Lo mismo pasa hoy en las calles de Bagdad.
Y es, más o menos, con mayor o menor fortuna, lo que se intenta hacer con las simpáticas y escalofriantes parodias del Mueso del Comunismo de Praga.
Ametrallar sin escrúpulos, para desmoralizar al enemigo, aunque sea con las balas de la sátira. No en vano decía Federico de Prusia que al monarca europeo que más temía no era al zar de Rusia, sino “al rey Voltaire”.
Pero no olvidar que en la batalla de las ideas, las armas culturales no tienen dueños exclusivos, y pueden volverse, incluso, contra sus creadores.