Las relaciones interamericanas (1810-1959): De la independencia a la revolución cubana
La trayectoria de las relaciones interamericanas
Las relaciones interamericanas sólo se inician en América con la consti¬tución de los estados-nación. El primer estado-nación se conforma en este Continente con la revolución norteamericana de 1776. A él le siguen los demás estados-nación producto del pro¬ceso independentista en América Latina de las dos primeras décadas del siglo diecinueve. A medida que surgen y se consolidan los esta¬dos naciones en el Continente con el triunfo de las revoluciones de independencia nacional, las relaciones interamericanas van tomando forma.
Primero, los contactos para defender la independencia; después las negociaciones, conflictos y guerras para resolver los límites del territorio; en seguida, la necesidad de defenderse ante los en-emigos exteriores; y, finalmente, el reconocimiento por parte del mundo, son elementos que obligan a los nuevos países a establecer contactos, tratados y pactos. Así va desarrollándose la idea de establecer alguna forma de unidad americana, aparte de la aspiración federativa de las antiguas colonias españolas ideada por Bolívar.
Relaciones interamericanas existen históricamente, por tanto, desde el momento en que aparecen los estados-nación de tipo mo¬derno en el continente americano. Desde un principio quedan sig¬nadas por la lucha contra el colonialismo europeo. Es necesario, por tanto, partir de la revolución de independencia en el conti¬nente, punto de partida ineludible si se quiere seguir un proceso difícil, tormentoso, contradictorio, repleto de aspiraciones, colmado al mismo tiempo de frustraciones y no pocas amarguras, como ha sido el de las relaciones interamericanas.
Antes de la llegada de Colón al continente, América no tenía entidad en el conocimiento universal. No existía como tal. Tampoco había adquirido el carácter histórico definido que la haría un continente distinto a los hasta entonces conocidos. “América es otra cosa”, ha escrito el historiador colombiano Germán Arciniegas, para expresar la diferenciación radical de este continente. No importa que los intentos y esfuerzos por convertirse en federación americana, unión panamericana, confe¬deración de países, pacto o comunidad, no hayan tenido mucho éxito.
Desde el comienzo del movimiento independentista de América Latina en 1810 hasta la guerra hispano-norteamericana en 1898 las relaciones interamericanas se orientan a la búsqueda de una política común. Esta es la primera etapa de las relaciones inter¬americanas. Al contrario, en una segunda etapa, después de la intervención norteamericana hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945, esas relaciones oscilan entre el intervencionismo, la conciliación y el en¬frentamiento.
Durante la Segunda Guerra Mundial, toda América Latina se une a Estados Unidos contra el Eje y se inicia un proceso de unión en torno a la seguridad del continente. En la postguerra, hasta el comienzo de la guerra fría con el muro de Berlín en 1961 y el triunfo de la revolución cubana en 1959, se restablece el objetivo de un propósito común, pero ahora bajo la hegemonía de un país americano, Estados Unidos, convertido en la potencia más poderosa de la historia. Con la guerra fría la situación mundial conduce a una clasificación política de los países que se denominó tres mundos. Estados Unidos, parte del primer mundo como una de las superpotencias con la capacidad de controlar militarmente el mundo y América Latina toda como parte del tercer mundo subdesarrollado y sin posibilidad alguna de competir por el dominio de la tierra. En esta cuarta etapa, América Latina llega al final de la década del ochenta en medio de la crisis de la deuda externa.
Y finalmente, el fin de las dictaduras militares, la crisis con el narcotráfico, la iniciativa Bush para las Américas, el desmoronamiento de la Unión Soviética, la desintegración de países de la antigua cortina de hierro, una corriente de gobiernos antiestadounidenses y nuevas formas de alineación continental en el concierto mundial.
Primera etapa: América independiente, 1810-1898
América puede ser clasificada básicamente en dos formas dife¬rentes. Desde el punto de vista de su origen histórico moderno dado por el descubrimiento y la colonia, existe una América in-doeespañola con una extensión de catorce millones de kilómetros; una inglesa (Estados Unidos) con un poco más de nueve millones; una an¬glofrancesa (Canadá) con casi diez millones; y la portuguesa (Brasil) con ocho millones y medio. En esta forma de clasificación podrían distinguirse cuatro Américas.
Si se toma como punto de referencia el desarrollo político y económico, sólo existen dos, Estados Unidos y Canadá, por un lado y el resto de América, por el otro. De hecho, la conquista y la colo¬nización de América por los europeos duró más de tres siglos. En cambio, el período de diferenciación política y económica a partir de la independencia americana desde su culminación en la segunda década del siglo diecinueve, no alcanza a los dos siglos. Pero más que las características culturales o lingüisticas propias del ori¬gen histórico moderno, es preferible adoptar como guía de análisis el del desarrollo histórico que nos conduce hasta el presente.
Para los colonos ingleses llegados a la costa este de los Es¬tados Unidos, la independencia comienza con su huida de Inglaterra para formar “un cuerpo político civil” en el siglo diecisiete y la conquista en el siglo diecinueve con la expansión hacia el Oeste en busca del oro de California y de las tierras de los indios. Sólo entonces termina el descubrimiento, y su independencia culmina con el triunfo de George Washington.
Al sur del río Grande, por su parte, la independencia fue una lucha contra el colonialismo y la dominación política; el descubrimiento ya se había constituido en un hecho de la historia universal y la con¬quista en una gigantesca aventura de los Cortés, Pizarro, Jiménez y los demás que mostraron al mundo culturas sorprendentes y llegaron hasta los ríos más grandes del mundo, el Amazonas, el Orinoco, el Paraná. Ello posibilitó, por fin, alcanzar el conocimiento de la tierra, asegurarse de la unidad biológica del ser humano, abrir la infinitud del universo y de la ciencia, e im¬pulsar definitivamente el capitalismo.
El proceso del descubrimiento y conquista al sur del río Bravo fue cruento, como casi todos los acontecimientos trascendentales de la historia humana. Los indígenas nativos fueron esclavizados y millares murieron a causa del trabajo forzado, las guerras y las enfermedades. Se generalizó el comercio de esclavos negros traídos de Africa. Y se produjo, como producto histórico, un mestizaje generalizado de tres razas a lo largo de los cinco siglos.
Fue diferente, por tanto, el proceso de independencia en las dos Américas, y también el de conquista y colonia. Sus caminos dis¬tintos o contrapuestos no provienen del color de la piel, de las características culturales, del mestizaje o de las prácticas reli¬giosas, con todo lo que influyeron en la conformación de cada una. Es el mismo proceso histórico de las sociedades indígenas, de la evolución del país colonialista, de la estructura colonial estable¬cida en cada región, del proceso de independencia, de la forma de gobierno adoptada o diseñada, en una palabra, de los acontecimien¬tos históricos determinantes, lo que define esa trayectoria.
El contraste es muy notorio. El desenvolvimiento de un go¬bierno democrático en Estados Unidos no ha tenido interrupciones. En América Latina sólo un país ha escapado al sino de los golpes militares. Mientras Estados Unidos se erigía al final del siglo diecinueve como una potencia económica capitalista, en América Latina apenas se iniciaba la industrialización. A finales del siglo veinte, casi dos siglos después de la independencia latinoameri¬cana, Estados Unidos sigue siendo la potencia económica más grande de la historia y los países latinoamericanos permanecen, sin excep-ción, en el subdesarrollo económico. Si bien la independencia política fue la condición sine qua non de la conformación del estado-nación, los países latinoamericanos no empiezan a conformarse como tales sino después de la segunda década del siglo pasado. Para entonces, el país del norte, plenamente establecido como estado-nación, era ya reconocido internacionalmente y se dedicaba a definir sus fronteras territoriales.
Los países latinoamericanos se dividieron y se subdividieron en su lucha de conformación del estado-nación. Estados Unidos par¬tió de las colonias originales hasta conformar un país de costa a costa. Todavía hoy no han sido plenamente definidas las fronteras nacionales en América Latina. La trayectoria económica ha sido más dramática. Solamente al final del siglo XIX inician algunos países de América Latina un proceso lento de industrialización, cuando ya Estados Unidos se ha transformado en una potencia económica mundial, se ha colocado a la vanguardia de la industrialización moderna y sus dólares empiezan a inundar el mundo.
Ninguno de los países latinoamericanos se erige hoy como una potencia mundial, no obstante el territorio y el número de habi¬tantes de México y Brasil. Tras dos guerras mundiales, en las que ha sido factor decisorio, Estados Unidos emergió como la superpo¬tencia, sólo desafiada durante veinticinco años por la que hoy ha resultado ser una superpotencia con pies de barro, la Unión So-viética, esfumada ante los ojos atónitos de todo el mundo.
En el comienzo de las relaciones interamericanas estaba en juego no solamente la independencia nacional sino también la definición del territorio de cada uno de los países, su conforma¬ción, por tanto, como estados-nación, la adopción de una forma de gobierno y su acomodación en el contexto de las relaciones interna¬cionales.
La independencia nacional de los países latinoamericanos tiene que ver con la liberación del colonialismo europeo. Europa vivía a principios del siglo diecinueve el espectro de la revolución francesa y de las consecuencias políticas y sociales que habían es¬tremecido hasta los cimientos la sociedad francesa. El primer in¬tento de gobierno democrático, sin embargo, había sucumbido con el triunfo del imperio napoleónico. Pero Napoleón iba arrasando con el régimen económico y social del feudalismo por donde asentaba sus reales, y las monarquías feudales de Austria, Prusia y Rusia, con todas las contradicciones inherentes a sus intereses de expansión territorial, formaban alianzas para defender sus regímenes. Gran Bretaña se inclinaba hacia ellas, no sólo por los vínculos monárquicos que las acercaban, sino por la amenaza del enemigo común proveniente de Francia. Napoleón, aun después de la derrota sufrida en Trafalgar, seguía buscando el bloqueo económico de la isla.
Estados Unidos había consolidado su independencia y defendía el primer gobierno republicano de la historia contra los intentos ingleses de restauración del colonialismo y contra las intenciones de reconstitución monárquica en el mundo provenientes de Austria, Prusia y Rusia. Es en esa realidad histórica en donde se origina la Doctrina Monroe. Para los norteamericans, independencia nacional y gobierno democrático eran inseparables. Jefferson, Adams y Monroe definen la política internacional de Estados Unidos bajo esos dos parámetros fundamentales. Esos mismos principios serán aplicados a las relaciones interamericanas en un primer período. No puede olvi¬darse que en el momento de la revolución independendista de América Latina no existía un solo gobierno democrático en Europa. Pero tam¬poco que un siglo después, antes de la Primera Guerra Mundial, to¬davía predominaban los imperios monárquicos en el Viejo Continente y a ellos seguirían las dictaduras de Mussolini, Hitler y Franco.
Si bien la independencia latinoamericana había definido su carácter entre 1810 y 1820 como un movimiento de separación efec¬tiva y no persistían dudas sobre el objetivo de constituir Estados-nación, la mayoría de los países sufrían enormes vacilaciones en torno a la forma de gobierno que debían adoptar. Desde Europa la influencia política favorecía la restauración de la monarquía, aunque ideológicamente la defensa de la democracia conservaba el arraigo que traía de la revolución independendista. De esa vacilación resultarían formas de gobierno imperiales en cuatro ocasiones, uno en Brasil de setenta años, uno en Haití y dos en Mjéxico. Pero varios intentos monárquicos en casi todos los países.
Napoleón había sido derrotado por una coalición monárquica de Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia. El Tratado de París en 1814, el Congreso de Viena de 1815 y el protocolo de Tropeau firmado en 1820 condujeron a la elaboración de la “doctrina Metternich” como un pacto de seguridad colectiva de las potencias europeas contra la revolución democrática. La ola mundial predominante del momento conducía a la monarquía, no al gobierno democrático. Sólo Estados Unidos navegaba contra la corriente restauracionista.
No obstante el auge de la ola monárquica europea, la influen¬cia de los grandes ideológos de la revolución burguesa de la Ilus¬tración no se había perdido en América Latina. La concepción hegeliana de la culminación del desarrollo de la idea absoluta en la monarquía prusiana no contaba con seguidores en América Latina como tampoco la de la encarnación de la razón y libertad en el es¬tado. En Estados Unidos la concepción práctica y sistemática de una democracia representativa provenía de Locke. Los latinoamericanos radicales habían recibido la influencia francesa más difusa y con¬ tradictoria de Rousseau. Desde el punto de vista ideológico, de to¬das maneras, la corriente mundial favorecía la instauración de go¬biernos democráticos.
Por otra parte, todavía no se había fortalecido la reacción católica fundamentalista de oposición a la democracia, al libera¬lismo y al desarrollo del capitalismo que tanto arraigaría en América Latina. La revolución de independencia en los países lati¬noamericanos tomó su inspiración en dos fuentes coantrapuestas que influirían poderosamente en el proceso ideológico del siglo dieci-nueve, la fuente de la Ilustración y la fuente del escolasticismo radical. La primera conducía a una forma de gobierno basada en la voluntad popular, la segunda a la continuación monárquica inspirada en un origen divino del poder real. No sería aventurado atribuir a esta contraposición ideológica una explicación de la debilidad de la democracia en América Latina desde el mismo comienzo de la formación de los estados-nación.
En este contexto mundial no resulta extraño que Bolívar se hu¬biera inclinado por la monarquía como una forma de gobierno apta para frenar la anarquía de los latinoamericanos, que en México, Brasil y Haití se hubieran establecido imperios monárquicos, que se hu¬bieran importado príncipes europeos de sangre aristocrática para gobernar y se hubiera intentado traer varios más de los que go-bernaron efectivamente. Bolívar consideraba que el modelo para América Latina era la monarquía inglesa y no la democracia norteamericana. Así se lo manifestó al capitán Maling en su famosa en-trevista de 1825 en el Perú y lo ratificó en varias oportunidades a los cónsules ingleses en Bogotá. Su constitución boliviana de poder presidencial dictatorial y congreso hereditario más bien resultó del fracaso de su iniciativa para importar un príncipe inglés.
Igualmente, veía inconveniente el establecimiento de un go¬bierno federal semejante al de Estados Unidos, abogaba por el apoyo incondicional de Inglaterra y se proponía convencer a las potencias europeas de que la posición de los países latinoamericanos no era hostil a las monarquías del Viejo Continente.
Hasta su disolución en 1832, la Gran Colombia se constituyó en el centro de una política interamericana que miraba más las relaciones de los países hispánicos que los demás de América. Principalmente a Bolívar se debió la idea de llegar a un tratado de “unión, liga y confe¬deración” con todos ellos en la búsqueda de una federación de países que conservaran cada uno su propia autonomía política. Bolívar soñó realmente en conformar un gran país federal muy fuerte con las excolonias españolas o con muchas de ellas. La inclusión de Estados Unidos en la confederación fue siempre motivo de mutua sospecha. Por esa razón, tanto Estados Unidos y las dos potencias europeas, Francia e Inglaterra, miraron con reservas el tratado propuesto por Bolívar.
Estados Unidos, debido a las tendencias monárquicas del Liber¬tador y a su propuesta reiterada de convertir la Gran Colombia y toda la América del Sur en un protectorado inglés (Rivas, 164; Rippy), se abstuvo siempre de comprometerse en cualquier tipo de federación o confederación, inclusive en cumplimiento de su política de la Doctrina Monroe. Los temores y objeciones de los norteamericanos influyeron poderosamente en su actitud frente al Con¬greso de Panamá. Fue, por tanto, determinante en el comienzo de las relaciones interamericanas, la selección y adopción de una forma de gobierno democrático o monárquico o de dictadura militar por las nuevas naciones.
Los ingleses, por su parte, a pesar de estar a favor de una confederación convertida en protectorado inglés de acuerdo a la propuesta de Bolívar o de una Gran Colombia gobernada por un Príncipe europeo a la muerte del Libertador, como lo propusiera el Consejo de Ministros en 1829 (Rivas, pag. 165), no se sentían se¬guros a causa de las pugnas internas suscitadas por las ideas monárquicas y dictatoriales de Bolívar.
Monarquía con príncipe europeo o protectorado inglés, consti¬tuyeron dos ingredientes substanciales en el inicio de las relaciones interamericanas frente a la política mundial. Los norteameri¬canos no solamente se oponían, para entonces, a la posibilidad de una injerencia británica o de cualquier otra potencia europea, sino que impulsaban la forma de gobierno republicana que ellos habían adoptado y que consideraban modelo para el mundo, en abierta con¬tradicción y competencia con los británicos.
Consolidar la independencia y defenderla, escoger y adoptar una forma de gobierno y asegurar un territorio, hicieron parte del mismo proceso al principio de las relaciones interamericanas. La formación y desmembramiento de la Gran Colombia; la definición de los países en el Río de la Plata con el reconocimiento de Uruguay como estado-nación; las fronteras de Brasil; las de Perú, Bolivia y Paraguay; las de Chile; y las de Centroamérica, entre los mismos países que componían la Confederación Controamericana, pero también con México, con la Gran Colombia y aún con Estados Unidos; las de México con Estados Unidos; las de Estados Unidos con Luisiana, Florida, Texas, Nuevo México y California; y las del Caribe y las Antillas, especialmente Cuba y Puerto Rico; las del Paraguay y las de Chile, constituyeron un elemento siempre presente en la construcción de las relaciones interamericanas.
Cada uno de estos conflictos de fronteras condujo a al¬guna forma de negociación, mediación o intervención de los países americanos y, en no pocas ocasiones, de las potencias europeas. Así mismo no pocas veces desembocaron en confrontaciones armadas no so¬lamente en el siglo pasado, sino muy recientemente en la primera mitad del siglo veinte.
Estados Unidos diseñó paulatinamente una política para sus relaciones con América Latina. Partieron del reconocimiento de las nuevas naciones. En 1822 estableció relaciones diplomáticas con la Gran Colombia y para 1826 había establecido relaciones con casi to¬dos los países independientes de América Latina, incluyendo el im¬perio mexicano. Su propósito fundamental radicaba en desarraigar los vínculos de las nuevas naciones con sus antiguas metrópolis y con toda Europa. El reconocimiento mutuo como naciones era un principio esencial de las relaciones interamericanas.
No se trataba de conformar una confederación, como de pronto lo soñara Bolívar. A ello se opusieron consistentemente los Presi¬dentes norteamericanos. En consecuencia, Estados Unidos planteó una táctica diferente. Primero, defender la independencia de todos los países de América sobre la base de instituciones democráticas. Segundo, establecer en el Continente tratados comerciales con la cláusula de nación más favorecida. Tercero, abrir los mares a la navegación de todos los países sin privilegios de ninguna natu¬raleza.
Para las relaciones interamericanas los tres objetivos de los norteamericanos se van a constituir en objetivos nacionales durante esta etapa. El desarrollo del comercio con Estados Unidos, para equilibrar el dominio mercantil ejercido por Inglaterra a nivel mundial. Pero también la apertura de la navegación, cuyo objetivo central radicaba en la formación de una marina mercante propia con miras a defender la autonomía del propio comercio. Si se adiciona el propósito norteamericano de defensa de la independencia, el pro¬grama continental de Estados Unidos podría haber sido adoptado por los países de América Latina sin dificultades.
La misma Gran Colombia trató en diferentes formas de salva¬guardar condiciones favorables que le permitieran formar una gran marina mercante. Rápidamente se vieron frustrados por pésimas nego¬ciaciones en los tratados de comercio con Inglaterra y Estados Unidos, principalmente después del tratado de Amistad y Comercio Gual-Hamilton-Campbell.
Sin embargo, la conformación del territorio nacional originó una serie de conflictos de Estados Unidos con los países lati¬noamericanos. Desde el principio de la nación norteamericana, Cuba fue considerada parte del territorio. Monroe le comunicaba a Jef¬ferson que “siempre he convenido en que esa isla tiene un valor ina¬preciable… de ser posible, debemos incorporárnosla”. (Conell-Smith, pag. 84). De allí se originó el principio de “gravitación política” planteado por Adams, según el cual Cuba “tendrá que caer hacia la Unión Norteamericana”. Por esa razón, se opusieron con¬sistentemente a todo intento de los países latinoamericanos, espe¬cialmente México y Colombia, por liberar a Cuba del yugo español. Algo semejante sucedía con Puerto Rico. Estados Unidos prefería que Cuba siguiera en manos de la decadente España en cumplimiento de aquel principio de “retener a la prenda en manos del más débil”.
Pero el principal conflicto fronterizo de Estados Unidos con países latinoamericanos en este período fue, sin duda, el de la frontera con México que condujo a las guerras de 1835 y 1845. De allí resultó la independencia de Texas y su anexión a la Unión Americana. En seguida vino la toma de California. Con ello se con¬sumó lo que los norteamericanos habían denominado el principio de finis Hispaniae, el fin de España. No quedaban sino las islas del Caribe.
Cuatro principios guiaron el proceso de conformación del terri¬torio norteamericana. El de “la gravitación territorial” apli¬cado a Cuba. Un segundo del “destino manifiesto”, según el cual, históricamente el país del norte estaba destinado por sus institu¬ciones y por sus condiciones raciales a ser un país grande y poderoso. Otro, el de “el fin de España”, que orientaba el despojo de las colonias españolas en Norteamérica. Y uno más denominado “retención de la prenda en las manos más débiles” con miras a ase¬gurar más fácilmente la conformación de su territorio nacional.
Estados Unidos diseñó desde el principio de su vida republicana una política de conformación del territorio que se mantuvo consistentemente hasta finales de siglo con miras a lograr un país grande y poderoso. En América Latina existió el mismo objetivo. Bolívar conformó la Gran Colombia con Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador, trató de incorporar a Perú y Bolivia para lograr una gran Confederación suramericana. La Gran Colombia, bajo su inspiración, logró firmar, para llevar adelante este propósito, tratados de unión, liga y confederación con varios países de América del Sur, incluyendo a Chile. Igualmente Rivadavia en el cono sur escudriñó estrategias para unir Argentina, Paraguay y Uruguay. Era como el producto de una conciencia de que sólo con un territorio grande se podía llegar a países poderosos. No difería, por tanto, el objetivo norteamericano con el de los latinoamericanos.
El principal obstáculo de Estados Unidos en su meta territorial fue Europa. En América Latina, las rivalidades internas con raíces en el sistema colonial español. Los norteamericanos lo superaron aprovechando hábilmente los conflictos europeos, pero también diseñando hacia México una política consistente. No sucedió así en América Latina, en donde fracasó rápidamente ese intento y perdió continuidad la política territorial.
No era en ese entonces Estados Unidos la potencia económica y política del mundo. Inglaterra dominaba la navegación, monopolizaba el comercio, ampliaba su imperio colonial, había llegado a ser la primera potencia militar después de la derrota de Napoleón, se había convertido en el centro de la revolución industrial e ini¬ciaba la expansión capitalista de la inversión directa en empresas de otros países. España había entrado en decadencia después de la pérdida de sus colonias americanas y Francia se esforzaba por no perder la competencia por la hegemonía mundial con Inglaterra. Para finales de siglo el imperio inglés se extendía a todos los continentes sin excepción con colonias, dominios, protectorados, condominios y presencia portuaria.
Estados Unidos no desarrolló en este período una política colonialista de gran potencia hacia América Latina. Bolívar se equivocó confundiendo la potencialidad norteamericana territorial y económica con una política colonialista por parte de Estados Unidos. La guerra con Mé¬xico fue el resultado de la ambición sobre territorios que habían pertenecido a España, pero que habían comenzado a desmembrarse, por fuerza de la colonización espontánea, del dominio mexicano. Pero la doctrina del “destino manifiesto” no parece haber llegado al extremo de lanzarse a la conquista de México.
En cambio, la injerencia inglesa en América Latina fue notoria durante este período. Los británicos se apoderaron de Belice, se establecieron en la Mosquitia, crearon conflictos intervencionistas en Yucatán, entraron en contradicción con Venezuela por la Guayana, fueron acusados de haber instigado la guerra del Pacífico a favor de Chile, tomaron partido en el Río de La Plata y se quedaron con Las Malvinas. Como producto de las intervenciones permanentes de Inglaterra en América, Estados Unidos mantuvo relaciones tensas con los británicos, cuyo origen naturalmente provenía de dos guerras con la antigua metrópoli. Pero, además, trataron en todas las for¬mas de obstaculizar los tratados de comercio de los países lati¬noamericanos con Estados Unidos por considerarlos un desafío a la hegemonía mundial que ejercieron hasta bien entrado el siglo veinte.
Por una parte la Doctrina Monroe, de origen norteamericano y aplicable a toda América, y por otra parte los Congresos y Conferencias en búsqueda de una forma de unión o colaboración entre los países, de iniciativa latinoamericana, son los elementos determinantes en la conformación de relaciones interamericanas en el período que llega hasta la guerra hispano-norteamericana.
La aplicación de la Doctrina Monroe no fue uniforme. Estados Unidos navegó en un mar de contradicciones en la defensa de la in¬dependencia americana frente a las potencias europeas. Por una parte, las conveniencias de sus relaciones internacionales carac¬terizadas por un tire y afloje con Inglaterra y Francia, fundamen¬talmente debido al interés básico de la consolidación de su terri¬torio. Por otra parte, las diferentes tendencias políticas y sociales que tan agudamente se enfrentaban en el país del Norte, especialmente respecto del candente problema de la esclavitud, influyeron o en agudizar tendencias expansionistas o en reaccionar contra zonas latinoamericanas con población negra esclava o liberada. Ambos factores nublaron el panorama de aplicación de la Doctrina Monroe.
Inicialmente la defensa a ultranza del derecho divino de los monarcas y emperadores proclamada por la Santa Alianza, definió claramente las condiciones de aplicación de la Doctrina Monroe en defensa de la independencia americana y de la generalización de go¬biernos democráticos. Pero en la década del cincuenta, a medida que se acercaba la guerra civil, perdía actualidad en los medios políticos norteamericanos. Solamente después de la Guerra de Sece¬sión volvió a recuperarse el sentido americanista de la Doctrina Monroe, pero su significado original duraría ya muy poco.
Muy posiblemente la aplicación más contundente de la Doctrina Monroe tuvo que ver con la intervención de Estados Unidos contra la injerencia pro-monárquica de los franceses en México que dio al traste con el reinado de Maximiliano en 1867. Fue su más ajustada aplicación. En seguida, la reconstrucción del Sur, la colonización del Oeste y la gran revolución industrial en el Norte, modificaron radicalmente su contenido en el contexto de las relaciones interamericanas.
Si Estados Unidos tenía como preocupación fundamental mantener fuera de América a las potencias europeas y establecer una zona amplia de comercio libre, en América Latina las aspiraciones iban más allá, a la conformación de una gran confederación de habla hispana. La Gran Colombia, con Bolívar al frente, se propuso lograr esa meta grandiosa. En ello consistió el primer paso de las relaciones latinoamericanas.
Para 1822 la Gran Colombia había firmado tratados de confe¬deración con Perú y Chile. En 1823 se firmó con México y en 1825 la Convención Torrens-Gual que ampliaba el tratado de Ligas y Confe¬deración Perpetuas. Aunque no se logró tratado semejante con las Provincias Unidas de Centroamérica por las diferencias sobre el concepto de arbitraje, pudo firmarse uno de conciliación en 1826. No fue posible obtener un acuerdo con el Estado de Buenos Aires de¬bido a que Bernardino Rivadavia defendía una alianza también con los europeos que defendieran la independencia, como en su concepto lo era Inglaterra. Sólo se firmó un pacto de amistad y defensa.
Toda esta política conducía a la Asamblea de Plenipotenciarios propuesta por la Gran Colombia en 1823. En ella se pretendía obtener cinco propósitos: consolidar la alianza y confederación de países independientes con territorios propios; definir el principio del uti possidetis juris para fijar las fronteras territoriales de lo que había sido la división de las antiguas colonias españolas y portuguesas; los derechos de los individuos en los distintos países y las formas del comercio que podrían utilizar; fijar una reunión para Panamá; el pacto no interferiría las relaciones interna¬cionales de cada uno de los comprometidos. En el fondo, se es¬tablecía una alianza y confederación perpetua, se mantenía la uni¬formidad ante las potencias neutrales y se formaba una fuerza con¬tra España. Era la propuesta del Dn. Pedro Gual, Ministro de la Gran Colombia.
Como el propósito fundamental de la política grancolombiana apuntaba a la formación de la confederación de los países de raíz hispana, cuando fue a convocarse el Congreso de Panamá que estaría destinado a la realización definitiva de este gran objetivo, la participación de Estados Unidos se convirtió en objeto de aguda polémica. Lo contradictorio del asunto fue que Bolívar, al mismo tiempo que se oponía a la participación de Estados Unidos, defendía la incorporación de Inglaterra a la alianza americana. Y Rivadavia, por su parte, se inclinaba por la integración de ambos.
Pero resultó ser más contradictoria la actitud de Estados Unidos y de Inglaterra, una vez se definió invitarlos a ambos. Tan agudo resultó el debate en el Congreso norteamericano que los delegados, escogidos finalmente, no alcanzaron a llegar a tiempo a las sesiones de Panamá. E Inglaterra, para no profundizar sus diferencias con los norteamericanos, sólo participó como país observador. Ninguno de los dos veía con buenos ojos la propuesta bolivariana de formar una entidad independiente, con ejército independiente y con la unificación de la moneda, así fueran sus intenciones las de defender a América. No parecen haber existido condiciones políticas y territoriales para establecer una entidad del tipo de la Alianza del Tratado del Atlántico Norte en la segunda década del siglo diecinueve. No puede olvidarse que Bolívar tuvo en mente atacar al imperio brasileño, intervenir en el Río de la Plata y derrotar al dictador Francia en Paraguay.
Panamá fue un fracaso, por la poca asistencia de los países americanos y por la ineficacia de los acuerdos firmados. A renglón seguido surgieron conflictos en México, en Gran Colombia y en Perú. Los acuerdos del Congreso ni siquiera quedaron en letra muerta. Ni la situación política, ni el desarrollo económico, ni el carácter de los conflictos, ni las propuestas de confederación, se adecuaban a unos países embrionarios, en cada uno de los cuales de antemano se habían establecido tradiciones culturales específicas no fáciles de compaginar. Una propuesta como la de un ejército permanente de 60.000 hombres resultaba utópica, así como la de una armada naval común. La escuadra del Pacífico quedaría al mando del Perú; la del Atlántico con dirección plural de tres comisionados, cada uno de los cuales gozaría de inmunidad. Teóricamente, el Congreso de Panamá se adelantó más de un siglo a principios de las Naciones Unidas. Pero en la realidad concreta, resultaron impracticables para un continente en formación política y económica.
Panamá no se hizo famosa sólo por haber albergado el más importante de los congresos interamericanos del siglo XIX, sino por las posibilidades de un canal interoceánico que uniera el Atlántico con el Pacífico, meta anhelada por América y Europa. Desde la conquista española se elaboraron proyectos para unir los dos océanos con un canal. Pero las exigencias de un comercio cada vez más internacionalizado como efecto del desarrollo capitalista en Europa y América, hicieron más apremiante su construcción.
El interés estadounidense en el canal acentuado a medida que los intereses económicos hacían más urgente la conexión del este y oeste de Estados Unidos especialmente después del descubrimiento de las minas de oro en California, puede ser un elemento de explicación de la agresiva política de este país en Centroamérica a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX. En la etapa siguiente la actuación norteamericana en esta región del continente determinarán en gran medida las relaciones interamericanas. En la presente, el proyecto del canal apenas produjo escaramuzas, negociaciones e intervenciones momentáneas por parte de Estados Unidos.
Sin embargo, el solemne compromiso norteamericano incluido en el Tratado Mallarino-Bidlack de 1846 entre Nueva Granada (Colombia) y Estados Unidos —con grandes ventajas comerciales para el país del Norte—, de mantener la neutralidad del istmo y respetar la soberanía colombiana sobre él, duraría solamente sesenta años. El Tratado estipuló que: “Estados Unidos también garantizan del mismo modo, los derechos de soberanía y propiedad que Nueva Granada tiene y posee sobre dicho territorio (istmo de Panamá).”(1) Theodore Roosevelt volvería añicos el Tratado Mallarino-Bidlack en 1903, sin ni siquiera inmutarse, anexándose la zona del Canal y convirtiendo a Panamá en una especie de protectorado.
No fue el Congreso de Panamá el único esfuerzo adelantado por los americanos para establecer principios de unión, de colaboración o de acción colectiva. Cuatro conferencias más se celebraron antes de la guerra hispano- norteamericana, dos en Lima, una en Santiago de Chile y la última en Washington. Podría decirse que, en último término, se dirigieron a establecer principios de defensa frente a guerras externas e internas y elementos de relaciones comerciales entre los países americanos.
Los acuerdos aprobados en el Congreso de Lima de 1847 no fueron ratificados por ninguno de los países asistentes. Lo mismo sucedió con las resoluciones adoptadas en el Congreso de Lima de 1864, convocado para tratar la agresión de España contra Perú. El Congreso Continental adquirió un significado diferente, porque enfrentó por primera vez una amenaza directa de Estados Unidos contra un país americano en la guerra de México y en la intervención del filibustero Walker en Centroamérica. Por primera vez se estableció un principio de arbitraje. Como en el anterior, ninguna de las resoluciones fue ratificada por los gobiernos participantes.
La reunión de Washington en 1890 se convirtió en la Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos, la cual adquiriría un significado especial por las circunstancias que dieron origen a una nueva etapa de las relaciones interamericanas. Allí se establecieron dos oficinas, la de la Unión de Repúblicas americanas y la Oficina Comercial de las Repúblicas americanas. Como se verá, sus conclusiones resultaron inocuas.
Aparte del reconocimiento mutuo como estados naciones independientes y soberanas y de la discusión de una serie de principios teóricos sobre las relaciones entre los países americanos, el sistema interamericano ni se estableció ni funcionó. Las diferencias de desarrollo económico no constituyeron un elemento importante en estas relaciones como sí lo van a significar en la etapa siguiente. Pero políticamente, la variabilidad de los países latinoamericanos y su inconsistencia frente al sistema democrático de gobierno establecieron una distancia significativa entre Estados Unidos y el resto de América. No solamente por haberse establecido monarquías, sino por la asiduidad de golpes de estado y gobiernos dictatoriales en América Latina. A diferencia de lo que sucedería en el futuro, las distancias económicas no se erigieron en un obstáculo para las relaciones interamericanas, pero los conflictos políticos afectaron más las relaciones entre los países de América Latina que de estos con Estados Unidos. Fue una etapa de tanteo, análisis, conocimiento y primeros intentos de establecer un sistema interamericano.
Segunda etapa: el intervencionismo norteamericano determina las relaciones interamericanas, 1890-1939
Las relaciones interamericanas hasta la guerra civil nortea¬mericana corrieron por dos cauces relativamente separados, el de Estados Unidos con la Doctrina Monroe y el de los países lati-noamericanos dirigido a buscar una unidad basada en la cultura y la tradición. Con posterioridad a la Guerra de Secesión, Estados Unidos trató de tomar la iniciativa en colocar la Doctrina Monroe como guía de las relaciones interamericanas por un cauce unificado. Pero los hechos históricos acaecidos al final del siglo, modifi¬caron substancialmente el contexto en que se moverían las relaciones entre los países americanos.
Lentamente fue desapareciendo o diluyéndose la amenaza europea contra la independencia; los territorios habían llegado a límites definidos; con los tratados de liga, unión y confederación no se había alcanzado nada concreto; los intentos de mediación, conci¬liación y arbitraje no habían sido muy exitosos; y las condiciones para un sistema interamericano distaban mucho de obtener una formu-lación efectiva. Ni el Congreso de Panamá, ni las Conferencias de Lima, ni los tratados defensivos de Washington y Lima habían tenido repercusiones trascendentales sobre las relaciones interamericanas. Pero con todo, los intentos de establecerlas continentalmente partían de una condición necesaria para el futuro, la conformación de los estados naciones que fue consolidándose a lo largo del siglo XIX.
La Guerra hispano-norteamericana de 1898 modificó substancialmente la situación. Primero, Estados Unidos surgió como una potencia económica con ambiciones colonialistas. Segundo, las relaciones in¬teramericanas empezaron a girar en torno al poderoso país del Norte y a sus acciones en América Latina. Tercero, unas veces por su¬misión, otras veces por reacción, América Latina fue diseñando una política interamericana defensiva basada en la no intervención y en la no injerencia.
Cada una de los tres períodos en que se divide esta etapa adopta el nombre de una política norteamericano específica. El big stick (gran garrote) y la diplomacia del dólar se extienden desde Theodore Roosevelt hasta la llegada de Woodrow Wilson a la presi¬dencia de Estados Unidos. Con la política del new deal (nuevo trato), Wilson intenta modificar la imagen del gran garrote, con resultados completamente contrarios. Y finalmente entre Hoover y F.D. Roosevelt diseñan la política good neighbor (buen vecino) con mejores resultados.
En la década del 90 lo que había constituido el principio del Destino Manifiesto de Estados Unidos para conformar su territorio fue transformándose en toda una tendencia colonialista. Todos los países europeos con desarrollo económico poseían colonias en Asia, Africa y América. El Imperio Alemán, recién constituido, iba a con¬vertirse en una amenaza para el mundo en pos, precisamente, de cons¬truir su imperio colonial. Pero Estados Unidos, que intentaba abrirse paso hacia el Pacífico, conectar sus dos costas por el mar a través de un canal interoceánico, consolidar una zona de influen-cia económica y competir ventajosamente con Europa en el poderío mundial, no contaba con colonias al acercarse la última década del siglo XIX.
Las teorías de Josiah Strong, de Alfred Thayer Mahan y Henry Cabot Lodge, aparecidas y ampliamente difundidas en la década del noventa, en obras como Our Country, Expansion under New World Conditions, Forum y otras, contribuyeron decisivamente a formar una conciencia colonialista con el criterio de que Estados Unidos debía convertirse en potencia mundial. Su base teórica partía de la supe¬rioridad anglosajona y del destino manifiesto de los norteamericanos en la salvación de la humanidad. Los objetivos preferidos de esta teoría colonialista eran el Caribe, México, Centroamérica, Fili¬pinas, Hawai y China. No se trataba ya, por tanto, de un expan¬sionismo tendiente a la conformación del territorio nacional, sino del poderío global colonialista en América y ultramar.
Sin embargo, a finales del siglo XIX ya no era lo mismo cons¬truir un imperio colonial que un siglo antes. América no se encon¬traba en las mismas condiciones de Africa. América venía de un siglo de independencia y de construcción de estados en el estricto sentido moderno del término. Hacerse a los países latinoamericanos y convertirlos en colonias no constituía un objetivo fácil. Pero Estados Unidos contaba con un arma que llegarían a utilizar más eficazmente que los europeos en la en la construcción de su imperio colonial, el poder del capital financiero, el auge del dólar que competía ya exitosamente con la libra esterlina y el franco. En dos décadas, la última del siglo XIX y la primera del siglo XX se con¬solidaron grandes imperios monopolistas en carbón, acero, petróleo y surgieron inmensos trust financieros. El poderío económico norteamericano recién estrenado en el mundo, imprimiría un sello de supremacía y de arrogancia a las relaciones de Estados Unidos con los países latinoamericanos sumidos en intrincados conflictos de política interna y con unas economías que no despegaban de su atraso secular.
Mirada en perspectiva, no parece que la convocatoria a la Primera Conferencia Internacional de Estados Americanos de 1889 en Washington, a la que, por primera vez, acudieron todos los países de América, con la excepción de República Dominicana, hubiera sido una coincidencia. Estados Unidos tomaba la iniciativa de convocar los países americanos para ponerse de acuerdo en una política con¬tinental.
Respondía esta iniciativa a una renovada idea de panamerica¬nismo que reflejaba la intención de tomar la dirección política del continente americano como efecto del poderío económico producto de su vertiginoso desarrollo económico y financiero. El gobierno norteamericano hizo todos los esfuerzos por deslumbrar a los dele¬gados con su adelanto tecnológico en una excursión de casi mil kilómetros en tren. No había un país en la tierra que pudiera mostrar semejante red de comunicaciones. Su significado simbólico en el contexto de las relaciones interamericanas no se escapa, no importa que el objetivo económico de una unión aduanera no se hu¬biera materializado, debido, principalmente, a la oposición de Ar¬gentina.
El Presidente McKinley, no solamente lanzó el país a la guerra contra España para defender los intereses norteamericanos —tales como el comercio, las inversiones, la paz —, sino también derrotar a España para apoderarse de Filipinas, Puerto Rico y Guam. Así lo logró en el tratado de París de 1899. La política del gran garrote había comenzado. Theodore Rossevelt no hizo sino continuarla y darle su verdadero sentido con lo que se ha llamado el Corolario Roosevelt, su política hacia Cuba, su injerencia en República Do¬minicana y Panamá y la toma de la zona del Canal.
Puede considerarse la Enmienda Platt como el primer paso en una cadena intervencionista norteamericana, primero en el Caribe, después en América Latina. Aprobada en el Congreso de Estados Unidos en 1901 recién posesionado Theodore Roosevelt, como una condición para el retiro de las tropas norteamericana acordado en el tratado de París, fue impuesta a Cuba e incorporada a su propia Constitución. Por primera vez en América Latina, una cláusula in¬tervencionista de una potencia extranjera quedaba elevada a norma constitucional. Mediante ella, Estados Unidos adquiría el derecho de intervenir en el país caribeño en defensa de su independencia y para la protección del orden. Además, la enmienda permitía a Es¬tados Unidos mantener una base naval en territorio cubano.
Este fue el origen de la base naval de Guantánamo. Las tropas norteamericanas no se retiraron ni siquiera después de derogada la Enmienda en 1934 y todavía hoy se encuentran en poder de la base. La Enmienda Platt significó la derrota definitiva de la lucha por la independencia nacional de Cuba que habían llevado a cabo patrio¬tas cubanos como Máximo Gómez, Antonio Maceo, José Martí y Calixto García en la Guerra de los Diez Años. Pero también significó un cambio de la Doctrina Monroe y el comienzo del intervencionismo norteamericano en América Latina.
Theodore Roosevelt enunció el Corolario a la Doctrina Monroe en su mensaje anual al Congreso de 1904. Según él, Estados Unidos se erigía en “una potencia de policía internacional” con el fin de mantener el orden hemisférico y proteger los ciudadanos norteameri¬canos y sus negocios en el extranjero. El Corolario Roosevelt, además de haber significado el viraje definitivo de la Doctrina Monroe hacia el intervencionismo, imprimió un sello de justifi¬cación a todas las invasiones de tropas norteamericanas de 1898 a 1930.
Desde la primera intervención militar en Cuba a finales del siglo diecinueve hasta la invasión de Nicaragua en 1926, Estados Unidos realizó no menos de veinte expediciones militares en el Caribe y Centroamérica. Pero no habían sido las primeras. En las cuatro décadas que van de 1850 a 1890, del siglo pasado Estados Unidos había inter¬venido directa o indirectamente en casi todos los países de América Latina, incluyendo los del cono sur, pero especialmente en Panamá y Nicaragua. En algunos de ellos, como en Colombia en 1885, a petición de las mismas autoridades nacionales. Pero, tanto las aventuras del pirata Walker en Nicaragua como los negocios del ferrocarril de Panamá y del llamado “incidente del melón”, en el que murieron varios norteamericanos en Colón, ni tampoco el auxilio prestado al Presidente Núñez de Colombia, o el auxilio prestado a ciudadanos norteamericanos en varios países pueden considerarse producto de una política colonialista dirigida a establecer un dominio militar, político o económico sobre los territorios intervenidos. El nuevo carácter de las excursiones militares norteamericanas posteriores a la guerra hispano-norteamericana posee un carácter diferente y obedecen a la trans¬formación sustancial sufrida por la Doctrina Monroe.
La Doctrina Monroe queda despojada de su sentido primigenio en el período que se extiende entre la Enmienda Platt y el Corolario Roosevelt, es decir, entre 1901 y 1904. El bloqueo angloalemán a Venezuela define la nueva situación. Venezuela había sido bloqueada por las fuerzas combinadas de Inglaterra y Alemania en 1902, a las que posteriormente se unirían las de Italia, para forzarla a pagar obligaciones financieras. El secretario de Estado de Roosevelt, John Hay, dio vía libre a la intervención europea con la condición de que no se convirtiera en adquisición de territorio. El gobierno de Roosevelt no podía condenar la intervención europea precisamente porque sus puntos de vista coincidían con las intenciones de las potencias europeas. No importa que el gobierno norteamericano, por las presiones de la opinión pública, hubiera modificado su posi¬ción, la declaración misma y la política adoptada por Roosevelt en América Latina, dejaron sin piso el principio fundamental de la Doctrina Monroe. De ahí en adelante esta sería considerada en América Latina como la justificación de las intervenciones nortea¬mericanas en el continente.
Panamá representa el caso dramático que sintetiza la interven¬ción militar y la injerencia política y diplomática de Estados Unidos en América Latina durante este período, uno por medios mi¬litares y otro por medios diplomáticos y financieros. El 13 de noviembre de 1903 Panamá le entrega parte de su territorio a los norteamericanos para la construcción del canal interoceánico y el derecho de intervención a perpetuidad con la firma del Tratado Hay-Bunau Varilla, solamente una semana escasa después de haber declarado su independencia de Colombia y sólo a cuatro meses —el 13 de junio— de haber sido pactado por el famoso personaje estadounidense de este episodio, Nelson Cronwell, la maniobra en las oficinas del propio presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt. Estados Unidos se anexaba la zona del Canal mediante una maniobra política que le daba el control sobre Panamá.
Dos años después las tropas norteamericanas desembarcaban en República Doninicana. Y en 1909 se sucede la primera intervención directa en Nicaragua para apoyar un gobierno de su beneplácito. McKinley, Roosevelt y Taft, cada uno en su momento, con su estilo, con sus propósitos específicos, intervinieron militarmente, se in¬miscuyeron en la política, desarrollaron la diplomacia del dólar y utilizaron acá y acullá el gran garrote sin contemplaciones. Las relaciones interamericanas quedarían signadas por estos hechos para todo el siglo.
Gran garrote de Theodore Roosevelt o Diplomacia del dólar de Taft, am¬bas políticas tuvieron el mismo sabor. Mediante la primera Estados Unidos se erigía en “policía internacional”. Con la segunda el país del Norte surgía como impulsor de la modernización y del progreso. Se trataba de sacar de la quiebra a los países latinoamericanos y ponerlos “en el camino del progreso, de la paz y de la prosperi¬dad”. Para ello, no importaba cualquier descarada intervención. Era algo así, como modernizarlos a punta de “gran garrote”.
Woodrow Wilson proclamó desde el primer momento de su posesión a la presidencia de Estados Unidos su oposición a la política del gran garrote y a la diplomacia del dólar. Su tradición intelectual lo comprometía con principios fundamentales como la autodetermi¬nación de las naciones, el pacifismo, la buena conducta en el trato internacional y con una nueva visión de Estados Unidos en el mundo. A su política la denominaron “la diplomacia misionera”, para carac¬terizar su interés en promover la seguridad norteamericana en un mundo convulsionado por la Primera Guerra Mundial, pero también para definir su visión internacionalista de promotor de la paz en las negociaciones del Tratado de Versalles y en la organización de la Sociedad de Naciones.
Su discurso de Mobile en 1913 se hizo famoso por el giro que en él dió a las relaciones internacionales de Estados Unidos y por el rechazo dado a la “diplomacia del dólar” en China y en América Latina. Como efecto de la revolución rusa, Wilson levantó la ban¬dera mundial contra el comunismo en defensa de la democracia occi¬dental. Su política internacional inició “el nuevo trato” que más tarde Franklin D. Roosevelt aplicaría también a su política in¬terna.
Pero el “nuevo trato” fracasaría en su política para América Latina. Y fracasó porque Wilson navegaba entre su política mora¬lista y su visión financiera. En Mobile había dicho “los estados latinoamericanos han sufrido más imposiciones en la forma de prés¬tamos que ningunos otros pueblos del mundo,” pero una década antes había escrito “los ministros de Estado deberán salvaguardar las concesiones que hayan obtenido los financistas, aun cuando haya que arrollar la soberanía de naciones que no quieran someterse de buen grado.”(2)
En Wilson pudo más la defensa de los intereses financieros de su país que sus escrúpulos moralistas. En 1915 intervino en Haití y lo convirtió en un protectorado norteamericano. En 1916 ocupó con los marines la República Dominicana y de ahí en adelante hasta 1930 todas las elecciones fueron vigiladas por las fuerzas norteameri¬canas. Así resultaría en la Presidencia Rafael Leonidas Trujillo e iniciaría la dictadura de su familia que se prolongaría por treinta años. Wilson también llevó a cabo dos intervenciones militares en México que irían a tener honda repercusión en el contenido de las relaciones interamericanas.
Lo que puso a prueba la moralidad de Wilson fue la Revolución Mexicana. Probablemente con la mente puesta en los desórdenes de México, propios de toda revolución, Wilson declaraba en marzo de 1913 que “tendremos estos principios como la base de mutua relación, de respeto, y ayuda con nuestras hermanas repúblicas y entre nosotros mismos.” Se refería a que “un gobierno justo des¬cansa siempre en la aprobación de sus gobernados y en que no puede haber libertad sin un orden basado en la ley, en la conciencia y aprobación pública.” Y añadía “someteremos nuestra influencia de todo tipo a la realización de estos principios en la práctica y en los hechos, conscientes de que el desorden, la intriga personal y el desafío a los derechos constitucionales debilitan y desacreditan los gobiernos…No podemos tener simpatía por aquellos que se toman el poder para defender sus intereses y ambiciones personales.” (3)
En la revolución mexicana se operaron varias tomas del poder, no se respetó la constitución, intervinieron toda clase de intere¬ses y ambiciones, el desorden fue parte natural de una lucha a muerte por el poder y casi siempre primaron las fuerzas anti- norteamericanas, no ajenas al resentimiento dejado por las guerras entre los dos países en el siglo XIX. Para la teoría de Wilson no había alternativa distinta a la de hacer valer sus principios. En¬tonces ordenó ocupar el puerto de Veracruz el 21 de abril de 1914 sin la aprobación del Congreso. Y en su defensa de la ocupación ar¬gumentó la necesidad de proteger el pueblo mexicano pobre, opri¬mido, desamparado y sin participación alguna en el proceso político. Y de nuevo en 1916 envió al Brigadier Pershing en busca de Pancho Villa a territorio mexicano para castigarlo.
La ocupación de Veracruz y la expedición de Pershing consti¬tuyen la primera intervención norteamericana en defensa de la democracia, del orden y del pueblo oprimido latinoamericano. Wilson intervendría una vez más en República Dominicana en 1915; volvería a Nicaragua e iniciaría una tercera en Haití para mantenerlo como protectorado. En este país Wilson impondría una nueva Constitución, cuya autoría reclamó Franklin D. Roosevelt, entonces Secretario ad¬junto de Marina de Wilson. (4)
Pero el verdadero sentido de las acciones de Wilson tenían que ver con los intereses estratégicos de Estados Unidos en México y, en último término, con los intereses petroleros. México estaba pro¬duciendo más de cien millones de barriles de petróleo y una deuda de más de quinientos millones de dólares, cuyos intereses alcan¬zaron al terminar la revolución en 1920 a doscientos millones de dólares. También por razones estratégicas Wilson compraría a Dina¬marca las islas Vírgenes.
En los episodios mexicanos los gobiernos del grupo ABC, com¬puesto por Argentina, Brasil y Chile, a los que se unió Uruguay, apoyaron a Estados Unidos. Esta actitud pro norteamericana entre los países de América Latina no iba a ser excepcional, aun en medio de los peores atropellos. Brasil había apoyado expresamente el Coro¬lario Roosevelt. Uno de los prohombres de Colombia, Rafael Uribe Uribe, solamente a tres años de la pérdida de Panamá a manos del país del Norte, al terminar la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro de 1906, concluía su informe oficial al gobierno con esta hiperbólica loa a Estados Unidos:
“contra los pronósticos pesimistas de muchos que auguraban una política egoísta, absorbente e imperiosa de los Estados Unidos de América en el seno de la Conferencia, … la conducta de los representantes de la república del Norte ha sido inspirada en su conjunto, como en el más insignificante de sus detalles, por el más elevado, noble y desinteresado amor al bienestar común. … El gran trust panamericano, predicho por algunos, bajo la dirección de Estados Unidos, no ha parecido por ninguna parte. La delegación norteamericana ha dado esta vez el inesperado espectáculo de hacerse amar irresistiblemente, aun de sus adversarios naturales.” (4)
En vísperas de la aplicación del gran garrote de Roosevelt contra Colombia, uno de los negociadores del canal de Panamá con Estados Unidos e inmediatamente después elegido Presidente del país, el general Rafael Reyes, declaraba en su discurso a la Segunda Conferencia Interna¬cional de Estados Americanos celebrada en México en 1901:
“los norteamericanos han contribuido a disipar, no sólo en nuestro continente, las tinieblas, sino en el mundo entero; ellos son un poder civilizador, y no hay por lo mismo que temerlos como conquistadores ni como expoliadores. Ellos han plantado el estandarte de la libertad y del progreso en Cuba, Puerto Rico y Filipinas: ellos son la humanidad selec¬cionada.” (5)
No acababan de pasar los hechos de Panamá, estaba fresco el rechazo de los norteamericanos a la doctrina Drago y su condena por la Corte de la Haya, no habían salido de Cuba, cuando Estados Unidos convoca la Conferencia de Washington de 1907 para firmar un tratado de paz y amistad con los dictadores centroamericanos. A la conferencia acudieron el dictador de México, Porfirio Díaz, el de Guatemala, Manuel Estrada Cabrera, y el de Nicaragua, José Santos Zelaya. De allí resultaría la doctrina Tobar, propuesta por el diplomático ecuatoriano Carlos Tobar, según la cual los países cen-troamericanos sólo reconocerían gobiernos libremente elegidos, cláusula a la cual se acogió inmediatamente Estados Unidos para in¬tervenir a su gusto en América Central, principalmente en Nicaragua, no obstante no haber firmado el Tratado ni haber propi¬ciado la doctrina Tobar.
Estados Unidos siempre contó en los países latinoamericanos con aliados incondicionales que le permitieron su injerencia en los asuntos internos y sus intervenciones militares. Baste con men-cionar a Batista en Cuba, a la familia Trujillo en República Do¬minicana, a los Somoza en Nicaragua, cada uno de ellos apoyado por sectores dirigentes antinacionales. Para el poderoso país del Norte nunca importó que representaran los intereses más antidemocráticos y más antipopulares.
Al terminar la Primera Guerra Mundial, América Latina inicia un proceso de reacción contra el intervencionismo militar nortea¬mericano y contra su hegemonía económica en el área. En la Sociedad de Naciones los países latinoamericanos trataron de bloquear el artículo 21 del Pacto que mencionaba la Doctrina Monroe como un el¬emento de preservación de la paz en el Hemisferio, precisamente por las funestas consecuencias que habían resultado de su Corolario enunciado por Theodore Roosevelt.
Pero fueron las conferencias panamericanas posteriores a la Guerra las que dieron la pauta. La protesta de México no asistiendo a la Conferencia de Santiago de Chile en 1923, con una actitud muy diferente a la demostrada por el gobierno colombiano en 1906 des¬pués de la pérdida de Panamá, sentó un precedente decisorio. Pero donde se iniciaría la ofensiva latinoamericana contra la política intervencionista de Estados Unidos y de injerencia permanente en los asuntos de estos países, fue en la Conferencia de 1928 en La Habana. Este esfuerzo culminaría en las Conferencias de Montevideo en 1933, de Buenos Aires en 1936 y de Lima en 1938, no obstante que, para las dos últimas, Estados Unidos estaría enfrentado a Mé¬xico por las expropiaciones petroleras y de propiedades agrícolas norteamericanas.
El primer paso definitivo fue dado con el artículo 8º del Tratado de Derechos y Obligaciones de las Naciones, firmado en la Conferencia de Montevideo por Cordell Hull, Secretario de Estado norteamericano, que a la letra rezaba: “ninguna nación tiene dere¬cho a intervenir en los asuntos internos o externos de otra.” Como Hull colocó a renglón seguido que la política de Estados Unidos se basaría en “el derecho de las naciones tal como está generalmente reconocido y aceptado,” con lo cual dejaban la duda de si seguirían interviniendo en protección de vidas y propiedades de ciudadanos de Estados Unidos en América Latina.
El segundo paso lo constituyó el “Protocolo adicional rela¬tivo a la no intervención”, firmado en Buenos Aires, el cual no dejó duda alguna sobre el compromiso adquirido por Estados Unidos. Este famoso texto de tanta trascendencia en las relaciones inter¬americanas es muy simple: “las Partes Contratantes Principales declaran inadmisible la intervención de cualquiera de ellas, di¬recta o indirectamente, y fuere cual fuese la razón, en los asuntos internos y externos de cualquiera de las otras Partes.”
Más adelante, en la Carta de la Organización de Estados Ameri¬canos, se reformularía este principio. En lugar de “Partes Contratantes” se habla de “Estados o grupos de Estados”; la inad-misibilidad de la intervención se reemplaza por el concepto de no tener derecho a intervenir; y lo hace más explícito al incluir cualquier otro tipo de injerencia como intervención; pero, además, adiciona otro principio que enuncia la prohibición de utilizar me¬didas coercitivas de carácter económico y político. La Carta diría:
“Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. El principio anterior excluye no solamente la fuerza armada, sino también cualquier otra forma de injerencia o de tendencia atentatoria de la personalidad del Estado, de los elementos políticos, económicos y culturales que los constituyen.”
Tanto en uno como en otro, la no intervención fue un compromiso, pero carente de mecanismos de “acción colectiva” para hacerlo efi¬caz.
Haberse comprometido con el principio de no intervención sig¬nificaba un cambio substancial de la política norteamericana en las relaciones interamericanas. Una serie de factores determinaron ese cambio: el fracaso de las experiencias intervencionistas; la pre¬sión de los países latinoamericanos; el éxito de una política de crédito, inversión directa y tratados comerciales en América Latina; y la pavorosa crisis económica del 30.
Por su parte, Hoover había visitado diez países latinoameri¬canos en 1928, y el más prestigioso dirigente del Partido Democráta, F.D. Roosevelt, entonces gobernador de New York, había fijado unas nuevas pautas para las relaciones in¬teramericanas que podrían resumirse en tres, ganarse de nuevo la buena voluntad de América Latina; remplazar la intervenciones ar¬bitrarias por rela¬ciones de comercio; y buscar una forma de coope¬ración en el hemis¬ferio.
Con la firma del compromiso de no intervención por el Secre¬tario de Estado de F.D. Roosevelt se inicia el último período de las relaciones de Estados Unidos con América Latina en esta etapa, la de la política del buen vecino. En esencia significa la mate¬rialización de los principios enunciados por F. D. Roosevelt. Apuntaba a poner término a “la agresión norteamericana —territo¬rial y finan¬ciara—” y a conducir las naciones latinoamericanas “a una especie de asociación hemisférica en la cual ninguna república obtendría indebida ventaja.” (7)
Roosevelt criticó la política de Wilson, no obstante haber aceptado la necesidad de la ocupación de Veracruz. Igualmente puso en duda la conveniencia de las acciones militares en Haití y Nicaragua. Expresamente rechazó la diplomacia del dólar utilizada por Hoover, su inmediato predecesor, y la política de la banca norteamericana en las tres primeras décadas de este siglo. “Los bancos de New York,” afirmaba, “ayudados por los viajes del Profe¬sor Kemmerer a varias repúblicas, obligaron a la mayoría de éstas a aceptar empréstitos innecesarios a tipos exorbitantes de interés y pagando fuertes comisiones.” (8) Kemmerer había recorrido América Latina como un reformador de la estructura financiera de los países latinoamericanos. En Colombia, por ejemplo, fue el iniciador de lo que se llamó entonces “la danza de los millones” y sus fórmulas de reestructuración del sistema financiero se orientaban a modernizar la estructura de las finanzas de tal manera que se adecuaran al manejo de los inmensos empréstitos de los financistas norteameri¬canos. Sus reformas persistirían hasta la década de los ochenta.
Roosevelt regresaba a los principios iniciales de la política hemisférica norteamericana en la búsqueda de una asociación que “desterrara el miedo de una agresión territorial o financiera” y de un acercamiento “desde el punto de vista del derecho de autodeter¬minación y del empleo de un sistema de aislamiento para el restablecimiento del orden.”
Estados Unidos siempre se opuso a una confederación política. En su ambición colonialista se convirtió en la “policía interna¬cional” hemisférica del otro Roosevelt para apoderarse de territo¬rios, para controlar económicamente y para mantener el orden. El nuevo Roosevelt insinuaba en su documento la posibilidad de es¬tablecer una “acción colectiva” destinada al restablecimiento del orden en reemplazo de la intervención armada o del chantaje fi¬nanciero. Se había operado un cambio substancial en la política norteamericana hacia América Latina el cual prepararía las condi¬ciones para una alianza hemisférica contra el fascismo en los años siguientes.
Lo que determinaba para Roosevelt la política interior y exte¬rior de Estados Unidos era la superación de la peor crisis económica posiblemente de su historia independiente. El derrumbe de una economía como la norteamericana tan sólida que llegó a considerarse invulnerable en octubre de 1929, trajo consigo la más profunda re¬cesión de este siglo. Una superproducción proveniente de la falta de consumo en un sistema de enorme concentración del capital; el proteccionismo que cerró mercados de exportación con los que se aliviara la superproducción; la expansión del sector financiero so¬bre la base de la ampliación desmesurada y desordenada del crédito que condujo a la especulación desembocada; y una depresión agrí¬cola, han sido señalados como las causas más posibles de aquella crisis económica.
Continuar en la línea de erigirse en “policía internacional” no significaba ningún beneficio económico para aliviar la crisis. Al mismo tiempo, Europa y Japón habían iniciado una ofensiva sobre América Latina, bien para conservar la influencia comercial que ya poseían ante la creciente expansión norteamericana, bien para con¬quistar nuevos mercados en medio de una competencia aguda, la cual conduciría a la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos estaba obli¬gado a buscar nuevos mercados si quería contrarrestar la contrac¬ción de su mercado interno y la superproducción que afectaba su economía. Para ello debía desplazar a los europeos y japoneses y ganarles la competencia en el continente. Se trataba de un mercado de bienes de consumo, intermedios y de capital en pleno proceso de expansión y de una zona con una inmensa capacidad para absorber capital.
El gran acierto de Roosevelt en las relaciones interamericanas consistió en comprender la inutilidad de una política colonialista en América Latina y la oportunidad que le ofrecía la región para la ampliación del mercado norteamericano. En respuesta a su viraje en la política latinoamericana, el Secretario de Estado Cordell Hull firmó el compromiso de no intervención militar en el continente, no sin antes dejar una especie de constancia histórica sobre la posi¬bilidad de seguir utilizando la injerencia diplomática.
No fue fácil poner en práctica la nueva política anticolonia¬lista. Roosevelt se negó a intervenir militarmente en Cuba y en Nicaragua. A seguir la política anterior lo presionaban tanto su subsecretario de Estado Summer Wells cuya frase “ningún gobierno puede sobrevivir un largo período sin el reconocimiento de los Es¬tados Unidos”, se habia hecho famosa, como los embajadores suyos en Cen¬troaméricano y la Guardia Nacional nicaragüense bajo la direc¬ción de Anastasio Somoza. Así mismo es modificada la política de injerencia en un instructivo del propio Welles a los diplomáticos en Centroamérica para no seguir guiándose por el Tratado General de Paz y Amistad. “Generalmente ha ocurrido”, decía el instructivo, “que ese consejo se ha considerado inmediatamente como interven¬ción, y, en efecto, a veces terminó en una verdadera interven¬ción.” (9)
Pero serían México y Bolivia los países que se constituirían en la piedra de toque de la política del buen vecino de Roosevelt. Primero Bolivia y después México expropiaron las compañías petro¬leras, basadas en la propiedad estatal del subsuelo y en conflictos con las multinacionales norteamericanas. En gran medida la política intervencionista de Estados Unidos se había sustentado en la lega¬lidad de defender las inversiones económicas y de proteger la vida de sus ciudadanos. No fue este el caso. Roosevelt exigió reciproci¬dad por parte de los dos países a su política del buen vecino, pre¬sionó una solución negociada y se abstuvo de intervenir militar¬mente.
En realidad, dispuso de muy poco espacio de maniobra diplomática. Por una parte, la opinión pública de ambos países abrigaba fuertes sentimientos antinorteamericanos y, por otra parte, la situación mundial les permitía escudarse en la protección de Alemania y Japón, los rivales de Estados Unidos. Tanto en este caso como en el de las relaciones interamericanas en general, el estallido de la Segunda Guerra Mundial modificó substancialmente la situación a favor de Roosevelt.
Progresivamente la política norteamericana de agresión militar y diplomática se fue transformando durante las dos décadas del veinte y del treinta en una política de control económico sobre el continente. Estados Unidos contaba con una punta de lanza, sus in¬versiones petroleras y agroindustriales en el Caribe, en Cen¬troamérica, en México, Venezuela, Colombia y Bolivia. Había ini¬ciado una política agresiva de crédito a través de la compra de bonos de deuda pública y privada y para garantizar su cobro había es¬tablecido el Consejo de Protección de los Tenedores de Bonos Ex-tranjeros. Y con miras a ampliar su mercado de capitales había fun¬dado el Banco de Exportación e Importación, el cual se transfor¬maría en la década del cincuenta en el Banco Mundial. Para contra-rrestar la trayectoria colonialista, lo que hace Roosevelt es apo¬yarse al máximo en estos instrumentos económicos en sus relaciones con América Latina.
Ninguna medida tan trascendental para el nuevo giro de las relaciones interamericanas como la Ley de Convenios Comerciales de 1934, la cual se enmarca dentro de las medidas para superar una crisis económica ligada a la contracción del mercado. Ella le daba medios legales al gobierno de Roosevelt para establecer tratados comerciales con los países latinoamericanos. Las medidas protec-cionistas establecidas por el Acto Legislativo Smoot-Hawley de 1930 no habían permitido acelerar su firma. Cuba, Colombia, Brasil y Argentina firmaron tratados recíprocos de comercio entre 1934 y 1938. Asignarle a Estados Unidos el tratamiento de “nación más fa¬vorecida” para equiparar el tratamiento de su comercio al de las naciones europeas; congelar las tarifas aduaneras o disminuirlas de los productos norteamericanos; liberar los impuestos protec¬cionistas de los productos primarios exportados por los países de América Latina, constituyeron ejes centrales de los tratados.
Las condiciones excepcionales del mercado internacional im¬puestas por la guerra mundial no permitieron evaluar inmediatamente las consecuencias de los tratados recíprocos de comercio. Solamente una vez se restableció la normalidad al finalizar la guerra, se sintieron los efectos demoledores de unos tratados desiguales que concedieron ventajas excesivas a Estados Unidos. Para entonces se habían convertido en un obstáculo para el desarrollo de la industria de los países signatarios debido a la competencia de las mercancías norteamericanas y habían impedido el manejo racional de los recur¬sos del Estado.
El Ministro de Hacienda de Colombia, a quien le tocó desmontar el tratado en 1948, Hernán Jaramillo Ocampo, lo consideró suprema¬mente gravoso para la economía del país. Los países latinoameri¬canos se sometieron a la apertura de sus mercados a cambio del mejoramiento de las condiciones de ingreso para sus productos pri¬marios. Roosevelt, en esencia, caía, así, en la utilización de las mismas presiones económicas indebidas de sus predecesores tan dura¬mente criticadas por él en el lanzamiento de su política del buen vecino.
Tampoco fue ejemplar el comportamiento del buen vecino frente a las dictaduras latinoamericanas. Estados Unidos se mantuvo im¬pertérrito frente a los gobiernos dictatoriales de Venezuela, Ar¬gentina, Brasil, Centroamérica, el Caribe, y le abrió camino a las de República Dominicana y Cuba. Ya como Secretario de Estado de Roosevelt, Summer Wells calificaría a Batista como “esa figura ex¬traordinariamente brillante y hábil”. No era otra la forma como se referían a los dictadores latinoamericanos en ese momento. El go¬bierno de Roosevelt quedaría comprometido con el asesinato de Agusto César Sandino; apoyaría el gobierno paralelo de la Guardia Nacional de Somoza y lo llevaría al poder; se comprometería con el ascenso de Trujillo en República Dominicana; mantendría a Haití como protectorado; y atacaría el gobierno de Grau Sanmartín en Cuba para defender la subida de Fulgencio Batista. Ninguna acción en fa¬vor de los gobiernos democráticos fue tomada en esta etapa. Si ellos no florecían en América Latina, tampoco eran respetados por la potencia del Norte. Ningún interés o intención de desarrollar una “acción colectiva” en defensa de la democracia se asomó en el horizonte.
Las relaciones interamericanas pasaron por el período más tur¬bulento de su historia entre 1890 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Estuvieron dominadas por el intento colonialista de Estados Unidos; se vieron enfrentadas al intervencionismo militar y a la injerencia diplomática en los asuntos internos de casi todos los países del continente. Programáticamente la Doctrina Monroe pasó a ser de una defensa del continente para los americanos a una doctrina de agresión en favor de los interese económicos y es¬tratégicos de Estados Unidos. Al terminar la Primera Guerra Mundial había quedado con las manos libres para convertir a América Latina en lo que se ha llamado mundialmente su “patio trasero”. Y al ini¬ciarse la Segunda Guerra Mundial sus intentos colonialistas se habían trocado en una agresiva política comercial de dominio económico.
En el entretanto, los países latinoamericanos no lograron unirse para enfrentar la política colonialista de agresión por parte de Estados Unidos. Más preocupados por los conflictos entre ellos, sólo obtuvieron el reconocimiento de la no intervención y de la no injerencia en los asuntos internos de los países después de casi cuarenta años de la guerra hispano-norteamericana. No tuvieron la capacidad de asociarse en defensa de la integridad nacional. Más bien, asumieron con frecuencia actitudes sumisas que no se com¬padecían con la política de agresión que dominaba las relaciones interamericanas. Cuando finalmente, al término de esta etapa, lo¬graron ponerse de acuerdo para lograr la consagración del principio de no intervención, ya Estados Unidos había obtenido un predominio económico sobre el área no superado todavía a finales del siglo XX.
Ninguna acción colectiva eficaz contra el colonialismo. Ningún intento colectivo contra el intervencionismo. Ninguna acción colec¬tiva en defensa de la democracia. La Unión Panamericana, creada a finales del siglo XIX, era presidida invariablemente por funciona¬rios norteamericanos. Su ineficacia apenas era comparable con la de las resoluciones inocuas de las Conferencias Panamericanas.
América Latina, ensombrecida por el despotismo y amarrada por el lacayismo, se mantenía impotente. Veintisiete años de dictadura en Venezuela; veintidós años en Guatemala; once años en el Perú; e inestabilidad política en la mayoría de los países, no es un panorama edificante. Y se había dado comienzo a la de Getulio Var¬gas de quince años en Brasil, a la de Anastasio Somoza en Nicaragua de treinta y dos, a la de Fulgencio Batista de veintitrés en Cuba, a la de Trujillo de treinta y uno en República Dominicana, a la de Ubico en Guatemala de trece. Era un panorama desolador. En estas condiciones las relaciones interamericanas tienen que afrontar el desafío de la Segunda Guerra Mundial.
Tercera etapa: la alianza estratégica con Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y la conformación del sistema interamericano, 1939-1959
Cuando Estados Unidos ingresa a la Segunda Guerra Mundial, des¬pués del ataque japonés a Pearl Harbor, la conciencia lati¬noamericana en torno al fascismo y a las pretensiones de dominación mundial del Eje, conformado por Alemania, Italia y Japón, había avanzado notoriamente. No hay duda de que medio siglo de interven¬cionismo militar e injerencia política y económica estadounidense en América habían contribuido a abrirle un campo de simpatía a otras potencias, especialmente a Alemania, además de una corriente ideológica proclive al fascismo, en amplios círculos políticos de América Latina. En los conflictos de México y Bolivia, Alemania había servido de una especie de refugio potencial frente a cualquier intento de retaliación por parte de la política nortea¬mericana. Pero la agresión alemana directa sobre el centro y norte de Europa había cambiado con rapidez la posición de casi todos los países de América Latina.
Alemania no sólo poseía intereses económicos muy importantes en el hemisferio, sino que su influencia ideológica se había arra¬igado en amplios sectores políticos. La misma contemporización de los europeos con Hitler, refugiados en la política de concesiones de Chamberlain para detenerlo, contribuyó no poco a distorsionar la imagen del nazismo en el mundo y, particularmente, en América Latina.
El fascismo latinoamericano se había alimentado del auge de Mussolini en Italia, del resurgimiento económico y militar de Ale¬mania durante el gobierno de Hitler después de la humillación del Tratado de Versalles, del triunfo del General Franco en España con¬tra los republicanos y de la política imperialista de Estados Unidos en los últimos cincuenta años. El Movimiento Integralista de Brasil fue quizás su más refinada expresión. Hoy, probablemente, no esté de moda el nazifascismo, especialmente después de que se destaparon los crímenes cometidos con los judíos en Alemania. Pero, como tendencia ideológica y de conducta, pervive agazapada en sec¬tores políticos y militares latinoamericanos. Sólo es suficiente para comprobarlo, el remitirse a las recientes dictaduras militares de Argentina, Chile, Brasil, Uruguay y Paraguay.
El fascismo se conformó ideológicamente como una posición irre¬conciliable con el liberalismo individualista de la democracia representativa y contra el comunismo colectivista de la dictadura del proletariado. Al final de la Primera Guerra Mundial no era sino un movimiento localizado en Italia. Una década después había echado raíces en Autria, Hungría, Polonia, Rumania, Bulgaria, Grecia y Japón. En Alemania se había convertido en el nacional socialismo bajo la dirección de Adolfo Hitler. Y para el comienzo de la Se¬gunda Guerra, el fascismo había alcanzado extensión mundial. Su radical posición contra Estados Unidos, Inglaterra y Francia, se constituyó en uno de los atractivos políticos en América Latina, por el hecho de la trayectoria del enfrentamiento secular con la dominación inglesa y estadounidense.
Sin embargo, también ciertos aspectos de la ideología fascista encontraron eco profundo en algunos sectores dirigentes de América Latina. La concepción de un gobierno autoritario, el rechazo al régimen de elecciones populares, el caudillismo carismático, la convicción sobre la natural desigualdad social y económica de la sociedad, la afirmación de una jerarquía rígida como forma de es¬tructura social, la conformación de un corporativismo ligado al Es¬tado, la eliminación de las organizaciones sindicales y populares autónomas, una economía de acumulación privada absolutamente depen¬diente del régimen político, el militarismo, la arbitrariedad de las reglas del juego ante la ausencia de fiscalización del poder absoluto del gobernante, el rechazo al parlamento, eran rasgos ideo¬lógicos del nazifascisnmo que encajaban en las concepciones políticas de influyentes sectores de la clase dirigente latinoame¬ricana.
Entroncaban admirablemente con la nostalgia de imperio y del facilismo del poder absoluto de la tradición autocrática de la colonia española. Pero también facilitaban el aplastamiento de los movimientos obreros que habían surgido con fuerza y beligerancia en el hemisferio por influencia de la Revolución Rusa y de las organi¬zaciones campesinas que luchaban por una redistribución de la tierra contra los latifundistas tradicionales de la América his¬panoportuguesa. El fascismo alentaba la conciencia aristocrática de las clases poderosas latinoamericanas hondamente orgullosas de su jerarquía intocable frente a las clases populares, frente a los campesinos y obreros. Y, así mismo, alentaba un oculto y vergonzoso racismo contra los indígenas y los negros, descendientes estos úl-timos de los esclavos importados de Africa en los siglos XVII y XVIII.
Para los movimientos fascistas y profascistas de América Latina, la prédica de Mussolini y Hitler contra el liberalismo in¬dividualista, contra la revoluciones francesa y rusa, contra el co-munismo, contra la clase obrera, contra la democracia representa¬tiva, caían como anillo al dedo; servían de soporte ideológico para defender gobiernos dictatoriales y arbitrarios. El catolicismo fun-damentalista y tramontano de finales del siglo XIX que había defen¬dido los privilegios terratenientes coloniales y medievales contra el liberalismo y el capitalismo individualista, ya no ofrecía sufi¬ciente fundamentación de sus convicciones antidemocráticas y aris¬tocratizantes. Mussolini soñaba en un nuevo Imperio Romano Ger¬mánico. Hitler revivía la edad brillante de Bismarck. Y en América Latina, estos sectores fascistas, recurrían para su inspiración a figuras históricas del pasado defensoras de la dominación española, de las monarquías o de las estructuras económicas feudales que tan¬tas guerras civiles habían producido en el siglo XIX.
Además de los ideológicos o hereditarios, otros factores ope¬raban en la definición de América Latina frente a la Segunda Guerra Mundial. Los intereses económicos alemanes, como el monopolio de la aviación comercial o las inversiones industriales en varios países de América Latina, impedían una decisión rápida de ali¬neamiento con Estados Unidos. El peso ideológico de los partidos políticos favorables al fascismo o con simpatías hacia Mussolini, Hitler o Franco, determinaban la posición de los gobiernos. Los éxi¬tos militares de Alemania en los dos primeros años de la guerra inclinaban la opinión en favor de los triunfadores potenciales.
Pero, por otro lado, Estados Unidos había ya logrado modi¬ficar su imagen noto¬riamente y su decisión de comprometerse a una política de no inter¬vención militar y de no injerencia en los asun¬tos internos de los otros países, había logrado una unificación de criterio en las con¬ferencias continentales de 1936 y 1938. La ima¬gen del Presidente Roosevelt fascinaba a no pocos estadistas del hemisferio. Y la firma de los tratados comerciales con los gobier¬nos latinoameri¬canos, contrarrestaba eficazmente los intereses económicos alemanes en el área. Con todos sus tropiezos e inconsis¬tencias, la política del Buen Vecino fue factor determinante en la posición de América Latina frente al Eje.
Inicialmente los países americanos llegaron a un acuerdo común de mantener la neutralidad en el conflicto bélico, considerado fun¬damentalmente como una conflagración europea. Esta decisión no en¬contró mayores obstáculos. Haber optado por la neutralidad el go¬bierno de Roosevelt hasta el ataque de Pearl Harbor, fortaleció ini¬cialmente el movimiento fascista en un momento en que no cabía ya dudas sobre su ambición de dominar el mundo. Estados Unidos había adquirido una responsabilidad mundial con su participación en la Primera Guerra Mundial; había jugado un papel decisorio en el tratado de paz de Versalles; el fracaso de la Sociedad de Naciones en detener la ofensiva de Hitler en el centro de Europa, no le de¬jaba alternativa. Resultaba incomprensible haberse comprometido en la Primera Guerra Mundial y mantenerse neutral frente al peligro nazifascista.
No se trataba solamente de un conflicto de supremacía económica, como había podido ser la Primera Guerra Mundial. En esa ocasión Estados Unidos tampoco había respondido inmediatamente a las condiciones de la situación de Europa. Lo que estaba en juego era el futuro de la humanidad frente a una doctrina de dominación universal contra la que acabarían unidos los defensores de la democracia representativa y de la dictadura del proletariado . Man¬tener la neutralidad, como lo exigían los partidos y movimientos fascistas y profascistas de América Latina, significaba una garan-tía para las pretensiones alemanas y japonesas de dominación mundial.
En la Octava Conferencia Internacional de Estados Americanos celebrada en Lima en diciembre de 1938 se trató por primera vez el problema de una guerra europea que podría acarrear graves conse¬cuencias sobre la situación de América. No se aprobó ninguna acción colectiva para defenderse de la agresión de un país extraño al con¬tinente. La Declaración de Lima o Declaración de Solidaridad de América no pasó de allí, de ser una declaración de solidaridad que dejaba a cada país la decisión soberana de actuar sin compromiso colectivo. Solamente se avanzó en diseñar un organismo de consulta que sería convocado en caso de agresión o de peligro.
Persistió en la Conferencia el temor de los latinoamericanos a que Estados Unidos aprovechara cualquier garantía que se le otor¬gara exclusivamente en su propio interés expansionista. Argentina se opuso a unir fuerzas con Estados Unidos para una acción de defensa conjunta. Insistentemente había sido contraria en conferencias an¬teriores a compromisos de esa naturaleza, más por mantener una conexión europea que por no comprender el carácter de la solidari¬dad americana. Pero ahora pesaba el factor de la influencia fascista en el continente, además de la desconfianza y el rechazo a la política norteamericana del último medio siglo. Se avecinaba un conflicto entre los dos países que iría hasta después de la Guerra.
Cuatro reuniones americanas (Panamá, La Habana, Río de Janeiro y México), tres de consulta y la Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y la Paz, tuvieron lugar durante la guerra. Cada país fue tomando por su cuenta las determinaciones soberana¬mente. Para 1942 los nueve centroamericanos y del Caribe habían declarado la guerra y otros tres países (México, Venezuela y Colom¬bia) habían roto relaciones con el Eje. Ni siquiera en este momento trascendental para la humanidad amenazada por el peligro fascista, los países americanos lograron tomar una acción conjunta, ni para defenderse del enemigo común, ni para incorporarse colectivamente a la guerra antifascista.
Sin embargo, fue la guerra la que preparó las condiciones in¬mediatas de un sistema interamericano que partiría definitivamente del Acta de Chapultepec a principios de 1945. En primer lugar, la confrontación con la guerra trasladó el blanco de conflicto al peligro mundial fuera del continente. Estados Unidos se convirtió en un aliado ineludible. Varios países latinoamericanos le permi¬tieron establecer bases militares. Unos cien mil soldados nortea¬mericanos llegaron a estar acantonados en América Latina. Esto le permitió a Estados Unidos estrechar sus relaciones con casi todos los ejércitos latinoamericano, lo cual constituiría un factor esen¬cial para su política en las décadas subsiguientes. Todas las declaraciones contra el Eje, obtuvieron unanimidad, a pesar de las divergencias profundas con Argentina y Chile que las suavizaron.
En realidad, Argentina sólo rompió relaciones con el Eje en enero de 1944, cuando ya la balanza se inclinaba hacia los aliados. Para entonces los alemanes habían comenzado su retirada de Rusia, habían tenido que abandonar el cerco de Stalingrado, los aliados habían entrado en Italia por Sicilia y avanzaban hacia el norte, la ingleses habían derrotado a los alemanes en Africa y en el Pacífico los japoneses retrocedían cada vez más. La tardanza sospechosa de Argentina en un momento crucial para la historia del mundo, demues¬tra las dificultades pasadas y presentes de la solidaridad ameri¬cana. De todas maneras, frente al carácter de la guerra, América Latina terminó por unificarse y por establecer la alianza con Esta¬dos Unidos.
En segundo lugar, la economía de guerra obligó a Estados Unidos a modificar su actitud de presión y abuso con su poderío económico que había mantenido desde la última década del siglo pasado, aún en los momentos más brillantes de la política del Buen Vecino. Durante cinco años el país del Norte facilitó todas las condiciones para que los países latinoamericanos fortalecieran sus economías en el abastecimiento de materias primas. Cobre en Chile, estaño en Bolivia, acero en Brasil, petróleo en Venezuela, produc¬ción industrial de bienes primarios e intermedios para el abaste-cimiento de las tropas.
Con la excepción de Argentina y Panamá, todos los demás países latinoamericanos recibieron préstamos generosos y blandos con base en los Convenios Bilaterales de Préstamo y Arrendamiento. De una suma total de 475 millones de dólares entregados, casi el 75% se destinó a Brasil por haber dado facilidades especiales para el transporte aéreo de las tropas norteamericanas. La presión nortea-mericana sobre los latinoamericanos para adecuar las economías al desafío mundial de la guerra contra el fascismo había comenzado desde la reunión de Panamá en octubre de 1939. De allí saldría el Comité Consultivo Interamericano Económico y Financiero con ese propósito. Y en la reunión de La Habana de 1940 se establecería la Comisión Interamericana de Desarrollo. Estados Unidos buscaba con ello asegurarse sus materias primas y mercados firmes para sus ma¬nufacturas; América Latina trataba de defender los precios de sus productos primarios.
Casi todas las economías latinoamericanas obtuvieron cre¬cimientos económicos espectaculares en este período. Estados Unidos había diseñado desde principios de siglo una política sistemática de promover la modernización de la economía y del Estado en toda América Latina. Buscaba con ello crear condiciones favorables para la inversión directa y fortalecer la estructura financiera con mi¬ras a la exportación de capital. Inversión y crédito requerían la modernización de la infraestructura económica y de la organización del Estado. La misión Kemmerer, en los años veinte, había hecho parte de ese propósito. Durante la guerra, la política de modernización se aceleró y, de-bido a ello, toda América Latina experimentó ese crecimiento económico pocas veces logrado antes o después. Estados Unidos aprovecharía al máximo las posibilidades que le creó la moder¬nización de este quinquenio en la década del cincuenta con la in¬versión directa que le permitió la política de sustitución de im¬portaciones y las condiciones de una estructura estatal y fi¬nanciera apropiadas para el crédito externo.
De entonces en adelante, las relaciones interamericanas se desenvolverían dentro de una contradicción permanente, Estados Unidos tras la seguridad continental, América Latina en pos de condiciones favorables para su desarrollo económico. Apenas fina¬lizada la guerra, la confrontación internacional entre Estados Unidos y la Unión Soviética convertiría la seguridad continental en prioridad ineludible para el país del Norte, pero la modernización latinoamericana alcanzada durante la guerra colocaría desafíos ma¬yores a las economías de estos países.
Estados Unidos empezó a exigir reciprocidad para la ayuda económica. Tres fueron las condiciones en las que insistió siempre: eliminación o disminución de tarifas aduaneras, estímulo a la in¬versión extranjera y economía de empresa privada sin injerencia es¬tatal. Desde los primeros tratados de comercio firmados en la primera mitad del siglo XIX, en una u otra forma, estas tres exi¬gencias han persistido en el tiempo, aunque en ciertos momentos es¬tratégicos se han hecho más apremiantes. Sin duda alguna, al final de la guerra, Estados Unidos se encontraba en una posición privile¬giada de control económico sobre América Latina.
En tercer lugar, la guerra resultó un escenario de primera categoría para establecer las bases definitivas del sistema inter¬americano. Ya el principio de seguridad colectiva contra amenazas provenientes de fuera del continente no adolecían de falta de con¬tenido concreto. Por esa razón, las declaraciones de defensa colec¬tiva firmadas durante un siglo y casi nunca ratificadas adquirieron una realidad dramática. Cuando en La Habana los Ministros de Rela¬ciones Exteriores suscribieron el principio de que “todo intento de parte de un Estado no americano contra la integridad o inviolabili-dad del territorio, soberanía o independencia política de un Estado americano será considerado como un acto de agresión contra los Es¬tados que firman esta declaración,” Alemania había ocupado Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo y parte de Francia y había encontrado gobiernos títeres fascistas o profascistas sobre los cuales solidificar su expansión política.
Si bien es cierto que Estados Unidos no logró una resolución de rompimiento colectivo de relaciones con el Eje ni menos una declaratoria de beligerancia activa ni en 1939 o en 1940 cuando no había entrado en la guerra y tampoco lo logró en 1942 en medio de la ofensiva general de Alemania en Europa, de Japón en el Pacífico y de Italia y Alemania en Africa, cada vez se fue diseñando un sistema de solidaridad, asistencia y defensa política interameri¬cano. El obstáculo para que el sistema no fuera simplemente declaratorio, sino efectivo, con instrumentos y medidas eficaces, fue la oposición de Argentina, permanentemente acusada por Estados Unidos y otros países latinoamericanos de tendencias nazi-fascis¬tas.
Primero se estableció la Junta Interamericana de Defensa. En seguida el Comité Consultivo de Emergencia para la Defensa Política. Al mismo tiempo se conformaron comisiones conjuntas entre Estados Unidos y países latinoamericanos como México y Brasil. Y dos meses escasos antes de la rendición alemana y cinco antes de las bombas atómicas sobre Japón, los países americanos firmaron el Acta de Chapultepec en la Conferencia Interamericana sobre Proble¬mas de la Guerra y la Paz.
Durante la guerra, dos preocupaciones de primer orden habían sido el centro de atención de los acuerdos interamericanos, la se¬guridad continental frente a la agresión del Eje y la contención de la subversión fascista desplegada masivamente en todos los países del continente. El Acta de Chapultepec hace parte de la seguridad continental y responde a las condiciones históricas del momento, a las de la guerra. Sin embargo, además de la solidaridad frente a las amenazas extracontinentales, incluye la solidaridad frente a cualquier amenaza, independientemente de su origen. Es decir, se refiere a la inviolabilidad del territorio, de la soberanía y de la independencia, no importa si la agresión proviniere de fuera o de dentro del continente.
Por otra parte, exige que los países signatarios adopten en caso de amenazas o actos de agresión medidas tales como “el retiro de Jefes de Misión; la ruptura de las relaciones diplomáticas; la ruptura de las relaciones consulares; la ruptura de las relaciones postales, telegráficas, telefónicas y radiotelefónicas; la inter¬rupción de las relaciones económicas, económicas y financieras, el empleo de las fuerzas militares para evitar o repeler la agresión.” Como se trataba del problema de la guerra, esta resolución entró en vigencia inmediatamente, sin obligación de ser ratificada por los gobiernos. Era la primera vez que el sistema interamericano apro¬baba una acción colectiva, en defensa de la seguridad del conti¬nente.
Desde la Conferencia de Buenos Aires en 1936 hasta el final de la guerra, cada reunión interamericana se refirió a la defensa política del continente. Mientras la seguridad colectiva se orien-taba a contrarrestar amenazas militares o violaciones territo¬riales, la defensa política tenía que ver con el peligro ideológico y la infiltración doctrinaria del nazifascismo. Cada conferencia expidió resoluciones referentes al problema de la infiltración política y en la mayoría de las naciones del hemisferio fueron com¬plementadas con legislación propia. Según la resolución de Buenos Aires, había que defenderse del “peligro que suponían para las ins¬tituciones democráticas del Continente las ideología y actividades nazifascistas.” Allí mismo se declaró la “existencia de una demo¬cracia solidaria en América.”
En Panamá se hizo referencia a las “ideologías subversivas” que atentaban contra el “ideal interamericano” y se recomendó a los gobiernos tomar medidas para “extirpar en las Américas la propa¬ganda de las doctrinas que tiendan a poner en peligro el común ideal democrático interamericano.” En La Habana se aprobaron cinco resoluciones sobre la defensa política del continente. Todas ellas tuvieron que ver con recomendaciones a los gobiernos para que tomaran medidas contra actividades ilícitas de los diplomáticos o de particulares extranjeros o de nacionales provenientes de agentes nazifascistas atentatorias contra la paz y la tradición democrática de América.
En Río de Janeiro se aprobaron medidas más estrictas, precisa¬mente en un momento en que el desarrollo de la guerra era más grave para los aliados. La Resolución XVII clasificó en cuatro las medi¬das que deberían tomar los gobiernos americanos contra el nazifas¬cismo: controlar a los extranjeros peligrosos, evitar el abuso de la naturalización, regular el tránsito a través de las fronteras naturales y evitar actos de agresión política. Reiteradamente se hace referencia en los apartes de la resolución a la defensa de las instituciones democráticas, a la lucha contra la propaganda an-tidemocrática y a la preservación de la integridad e independen¬cia del Continente Americano.
El Comité Consultivo de Emergencia para la Defensa Política que funcionó desde 1942 hasta la creación de la OEA en 1948, cons¬tituyó un paso definitivo en la conformación del sistema interame¬ricano. Aunque sólo trabajaron en él Argentina, Brasil, Chile, Es¬tados Unidos, México, Uruguay y Venezuela, las determinaciones tomadas respondieron a la situación de emergencia que vivía el mundo y en la que estaba implicada toda América. El último informe del Comité concluía en la necesidad de la existencia de un régimen democrático auténtico en todos los países americanos, “exento de los vicios y debilidades que predisponen a la infiltración y desarro¬llo de las doctrinas totalitarias.”
Con la guerra, la seguridad colectiva del Continente había salido por fin de la retórica; la confrontación con un enemigo real y común lo había logrado. Al mismo tiempo, el carácter de la ideo-logía fascista y el desarrollo de las dictaduras en Alemania, Italia y Japón colocaba a la democracia representativa como una forma de gobierno ineludible. No resulta fácil entender las declaraciones de este período referentes a la trayectoria democrática de América, tomada como un todo, ni a los ideales democráticos del continente. Solamente Estados Unidos, Colombia y Chile contaban en ese momento con la autoridad suficiente para referirse a esa trayectoria. La historia latinoamericana de los siguientes cincuenta años sólo dejaría intacto a Estados Unidos.
No resulta fácil comprender las declaraciones sobre el “ideal democrático interamericano”, ni las amenazas contra las “instituciones democráticas del Continente”, cuando la democracia representativa no era en ese momento, ni lo había sido, una forma de gobierno generalizada en los países de América Latina. Durante la guerra habían persistido las dictaduras de República Dominicana, Cuba, Nicaragua, Brasil y Guatemala, sin tener en cuenta las que se habían derrumbado en vísperas del estallido bélico, como las de Perú, Venezuela y El Salvador. De aquí en adelante, la referencia a los ideales democráticos habrá que entenderla como el rechazo a la ideología nazifascista en la coyuntura del momento y a la ideología marxista en el inmediato futuro, con connotaciones de carácter económico y social más que como una afirmación de la democracia representativa. Las declaraciones en favor del ideal democrático hay que entenderlas como un rechazo a transformaciones económicas y sociales contrarias al funcionamiento del capitalismo de libre em¬presa defendido por Estados Unidos.
La década del cincuenta verá florecer las dictaduras militares por toda América Latina. A las dictaduras del tiempo de guerra se sumarán la de Leonardi en Argentina, la de la Junta Militar en Bolivia, la de Rojas Pinilla en Colombia, la de otra Junta Militar en Honduras, la de Stroessner en Paraguay, la de Odría en Perú y la de Pérez Jiménez en Venezuela, además del derrocamiento del gobierno de Arbenz en Guatemala que no harán honor a la democracia. Para Estados Unidos no importará la defensa de los gobiernos elegidos por voto popular, sino la contención del comunismo, no importa el tipo de régimen político que se requiera para ello. Todo lo que no se someta a los intereses estratégicos mundiales y continentales del país vencedor de la Segunda Guerra Mundial, tendrá el sabor de comunismo. En esa forma se irá preparando el ambiente para involucrar a América Latina en la guerra fría en el período siguiente a la revolución cubana.
Liquidado el fascismo, quedaba como enemigo ideológico y político, el comunismo. Resulta coincidencialmente simbólico que la Organización de Estados Americanos, OEA, hubiera nacido al mismo tiempo y en el mismo lugar de un levantamiento popular contra el gobierno de Colombia de Mariano Ospina Pérez, a raíz del asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán, que bien pudo haberse convertido en una revolución socialista. Fue el bogotazo del 9 de abril de 1948, mientras se celebraba la Novena Conferencia Internacional Americana. Durante las dos décadas siguientes, pero, sobre todo, en la década del sesenta, el órgano de consulta de la OEA jugará un papel determinante en la que se denominará la contención del comunismo en el hemisferio. La Conferencia aprobaría la primera resolución anticomunista de los países americanos denominada “La conservación y defensa de la democracia en América”.
Si el Acta de Chapultepec había recogido la experiencia de la guerra en la práctica de la solidaridad americana y de una alianza de América Latina con Estados Unidos, igualmente definió las pautas del sistema interamericano que se haría realidad en el Tratado In¬teramericano de Asistencia Recíproca, TIAR, en la Carta de la OEA y en el Pacto de Bogotá. Como intento de confederación política, en la forma de solidaridad y asistencia o en el carácter de organi¬zación, el sistema interamericano ha intentado permanentemente con¬vertirse en una instancia continental de acción colectiva. Esos tres documentos expresan el esfuerzo de siglo y medio por llegar a una realización tangible.
Tres obstáculos de mucho peso se interpusieron entonces en la obtención de esa meta. Ante todo, la contradicción de un órgano regional con el de uno de carácter mundial como la Organización de las Naciones Unidas. En este caso, de nuevo surge el choque con los criterios defendidos por Estados Unidos, porque ni permitía representación permanente de América Latina en el Consejo de Seguridad, ni aceptaba la independencia del órgano regional. En el forcejeo de las grandes potencias por obtener el control de las Naciones Unidas, Estados Unidos pretendía al mismo tiempo preservar su influencia dominante en el continente, pero dejar el campo abierto para ampliarla fuera de él. En palabras de un especialista en América Latina, David Green, Estados Unidos buscaba “un hemisferio cerrado en un mundo abierto”. Su constancia en el Acta de Chapultepec es consecuencia de esa posición: “Dicho acuerdo y las actividades y procedimientos pertinentes estarán de conformidad con los fines y principios de la organización internacional general, cuando llegue a establecerse”.
En segundo lugar, la posición secundaria de América Latina en el contexto mundial. Para Estados Unidos las dos preocupaciones del momento tenían que ver con la reconstrucción de Europa y con la contención de la Unión Soviética. De los acuerdos de Yalta, la Unión Soviética había obtenido ventajas decisivas, pero los esfuerzos de recuperación por las pérdidas de la guerra, mayores que la de todos los demás países beligerantes, dejaban a Estados Unidos transitoriamente como árbitro de la situación mundial. En lugar de debilitarse, Estados Unidos había emergido de la guerra como la primera potencia económica. Su territorio había quedado incólume. Su sistema productivo más fortalecido que nunca por el esfuerzo de aprovisionamiento para la guerra. Y militarmente se había convertido en la única potencia atómica.
En la Conferencia de Río de Janeiro en 1947, el Secretario de Estado, George Marshall, notificó a los países latinoamericanos sobre las prioridades de su país. Un año más tarde, en Bogotá, lo ratificaría. Tanto para el gobierno de Truman como para el de Eisenhower, América Latina y la OEA, constituirían un problema de segunda categoría. Vendría la guerra de Corea y la transformación de la Unión Soviética en una potencia atómica, con lo cual la política norteamericana de contención adquiriría mayor vigencia. Ni los acontecimientos de Guatemala, interpretados como una amenaza comunista en el continente, ni la asonada contra el vicepresidente Richard Nixon en Caracas, harían cambiar la posición de Estados Unidos.
Pero además, las relaciones de los países latinoamericanos con el país del Norte, convertido ahora en la superpotencia mundial más poderosa de la historia, enfrentaron dificultades adicionales. Inmediatamente, al término de la guerra, América Latina aspiró a sacar ventajas económicas del esfuerzo hecho durante la guerra para colaborar con Estados Unidos y de la alianza política y militar que había establecido. En este sentido, exigió de Estados Unidos, sin muchos resultados, condiciones favorables para los productos de la región y para las materias primas de que lo abastecía. Así mismo, abogó por sistemas de crédito blando con miras a desarrollar el proceso de modernización ya iniciado durante las dos décadas anteriores. Entre los latinoamericanos fue tomando influencia la Comisión Económica para América Latina, CEPAL, con asiento en las Naciones Unidas, en donde adquirieron auge las teorías de la dependencia, críticas de la situación de hegemonía económica atribuida a la superpotencia estadounidense.
Inicialmente, la propuesta cepalina de sustitución de importaciones, acogida por casi todos los países latinoamericanos, pareció poder erigirse en una fórmula de desarrollo económico eficaz y de independencia frente al dominio de Estados Unidos. Por esa razón, los norteamericanos se opusieron a la CEPAL. Pero, a la vuelta de pocos años, resultó lo contrario, es decir, llegó a ser la fórmula más eficaz de inversión directa por parte de los grandes consorcios industriales estadounidenses. A primera vista, los países de América Latina que supieron aprovechar la sustitución de importaciones aumentaron su planta industrial, pero perdieron su capacidad financiera que pasó inexorablemente a manos de los organismos internacionales de crédito recién fortalecidos y de la banca privada de la superpotencia.
Aprovechando el poder económico logrado durante la guerra y el puesto casi hegemónico en el Fondo Monetario Internacional y en el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, Estados Unidos, con la dirección de John Foster Dulles, Secretario de Estado de Eisenhower, regresó a las peores épocas agresivas de la diplomacia del dólar. Con el fin de contener la influencia soviética en el mundo, cualquier método era factible y cualquier instrumento resultaba lícito. De la Ley de Seguridad Mutua aprobada en 1951, Dulles sacó las mayores ventajas. Estados Unidos logró firmar Convenios de Ayuda para la Defensa Mutua con doce países latinoamericanos, a las que obligaba a limitar su comercio con las naciones soviéticas.
De un mayor dramatismo resultó la contradicción sobre la democracia. Todas las resoluciones contra el comunismo invocan de ahí en adelante la defensa de la democracia. Pero ninguna define lo que quiere significarse con el término. En Bogotá fracasa estruendosamente un intento por definir el significado del término democracia. No podía ser de otra manera. Todas las resoluciones anticomunistas de la OEA y en favor de la democracia están firmadas por los dictadores latinoamericanos. Lo hicieron entonces sin ningún escrúpulo, precisamente por su particular interpretación del término “democrático”, dentro del cual todos ellos se incluían.
Pero, además, Estados Unidos venía cortejando a los dictadores latinoamericanos. A Trujillo le debía favores de guerra por haber puesto a su disposición sin restricciones el país entero para el establecimiento de bases militares. Y a Pérez Jiménez, el haberse convertido en el modelo de la lucha contra la subversión anticomunista y por las políticas de inversión norteamericana sin limitaciones que había adoptado. John Foster Dulles, que se había convertido en el apóstol de la lucha contra el comunismo en América Latina, llegaría a afirmar de Pérez Jiménez: “Venezuela es un país que ha adoptado la clase de política que a nuestro entender deberían adoptar los demás países de Sudamérica”. Juan Domingo Perón en Argentina abanderaba una posición “tercerista” que él denominó “justicialismo”, algo así como una posición distinta del capitalismo y el socialismo, pero de todas maneras opuesta a la política norteamericana y poco afecta a la democracia. Sin embargo, a fines de la de la década del cincuenta, en medio de la grave crisis económica que se había desatado en Argentina, acudió a su secular enemigo y fue aceptado con bombos y platillos.
Todas estas contradicciones del sistema interamericano vinieron a sentirse mucho antes de que cualquiera lo hubiera previsto. Los presidentes electos de Guatemala al término de la dictadura de Ubico, Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz, iniciaron un conjunto de reformas radicales, especialmente de reforma agraria. Arbenz, también célebre por su famosa polémica con Estados Unidos titulada Fábulas del tiburón y las sardinas, se embarcó en la expropiación de 160.000 hectáreas de la United Fruit Company, de la cual Foster Dulles había sido abogado. Inmediatamente el gobierno de Guatemala fue acusado de comunista.
En la Décima Conferencia Interamericana de Caracas celebrada en 1954, Dulles trató de obtener el apoyo de los países latinoamericanos para una declaración que considerara violatorio de los tratados de asistencia recíproca y de la Doctrina Monroe el establecimiento de un gobierno comunista en el Continente. México y Argentina votaron en contra de un proyecto de resolución muy suavizado. Como Guatemala se opuso igualmente a una declaración de esa naturaleza, Dulles declaró, refiriéndose a la actitud guatemalteca: “Esta penetración del despotismo soviético fue, claro está, una amenaza directa a nuestra Doctrina Monroe, la primera y más fundamental de nuestras políticas extranjeras.” La invocación de la Doctrina Monroe se había convertido en un arma expansionista de Estados Unidos y había dejado de ser la defensa de la soberanía de los países americanos contra la amenaza de reconquista europea.
En seguida Honduras y Nicaragua recibieron ayuda militar de Estados Unidos y Guatemala fue sorprendida por la invasión de tropas provenientes de Honduras al mando del coronel exilado Carlos Castillo Armas. Posteriormente se comprobó la intervención de la Agencia Central de Inteligencia, CIA, en ese momento dirigida por el hermano del Secretario de Estado. Guatemala llevó el caso al Consejo de Seguridad, Honduras y Nicaragua pidieron intervención del Comité Interamericano de Paz, mientras Estados Unidos proponía en el Consejo de Seguridad que el caso fuera llevado a la OEA. La proposición norteamericana fue vetada por la Unión Soviética, el caso fue llevado a la OEA, el gobierno de Arbenz fue derrocado y ninguna de las dos organizaciones, ni la internacional ni la interamericana, se pronunciaron sobre el hecho.
Un gobierno elegido por elecciones democráticas había sido derrocado por una intervención armada y la OEA, con tantas declaraciones en defensa de la democracia, había sido incapaz de tomar una determinación para preservarla en Guatemala. Al contrario, el Consejo de la Organización de Estados Americanos revocó la resolución de convocatoria del Consejo Consultivo aprobado en el Tratado de Río de Janeiro para que tratara el conflicto de Guatemala. El Presidente del Consejo comenzó su informe de la siguiente manera: “…me permito dar a los honorables miembros del Consejo una noticia que estoy seguro de que han de recibir con sumo agrado.” En seguida explicaba el acuerdo de los militares para quedarse en el gobierno y la inutilidad de convocar el órgano de consulta que iba a considerar “el peligro que significaba para la paz de América la penetración del Comunismo Internacional en las instituciones políticas de Guatemala.” A continuación fue aplazada sin fecha la Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores y nunca más se volvió a tratar el derrocamiento de un gobierno elegido legal y popularmente.
Cuando en la década siguiente el sistema interamericano se enfrente a la situación de Cuba en el Continente, la división de los países latinoamericanos será más grave de lo que fue ante el caso de Guatemala. Pero el conflicto entre lo que se denominará la defensa de la democracia o el ataque a la penetración del comunismo se agudizará. El fracaso de la OEA frente al caso de Guatemala alcanzará entonces hondas repercusiones. América Latina se encontraba en medio de un conflicto mundial, en el que no iba a ser simplemente un convidado de piedra, como más o menos lo había sido durante la Segunda Guerra Mundial. El caso Guatemala había puesto a prueba el sistema interamericano sólo a seis años de haberse aprobado la Carta de la OEA y había probado ser inútil. La democracia no había sido defendida. Y los mecanismos establecidos para ello habían sido manipulados impunemente por Estados Unidos. Una vez más el intervencionismo estadounidense encontraba una justificación para actuar y los países latinoamericanos lo aceptaban con la excepción de México, Argentina y el país afectado. Se habían confundido de nuevo los intereses económicos del país del Norte con la defensa de los intereses del Continente.
NOTAS
(1) José Joaquín Caicedo Castilla, Historia diplomática de Colombia, 2 vols., en Historia extensa de Colombia, vol XVII, pag. 243.
(2) Van Alstyne, The Rising American Empire, pag. 201, citado por Connell-Smith, Los Estdos Unidos y la América Latina, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1977, pag. 161.
(3) Citado por J. F. Rippy, The United States and Mexico, Alfred A. Knox, 1926, pag. 332.
(4) Ver Connell-Smith, op. cit., pag. 176
(5) Rafael Uribe Uribe, “Conferencia Panamericana, informe de la delegación de Colombia en la tercera Conferencia Panamericana,” en Por América del Sur, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Editorial Kelly, 2 vols, Bogotá, 1955, t.I, pag. 135.
(6) Rafael Reyes en la Conferencia de México de 1901, citado por José Fernando Ocampo, Colombia siglo XX, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1980, pag. 55.
(7) En un texto dictado por Roosevelt a Stefen Early en 1940, citado enteramente por Bryce Wood, La política del buen vecino, editorial UTEHA, México, 1961, pag. 116.
(8)Ibid.
(9)Ibid., pag. 132.
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