Como Flaubert —a quien le dedica un par de ensayos—, Borges tiene horror de las conclusiones. Comparte con el escritor francés la idea de que “el frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta y estéril de las manías” (D. p. 141).
Evidentemente, Borges busca una verdad, pero su camino para llegar a ella es más bien dubitativo, se complace quizá en el equívoco.
Como epígrafe de uno de sus primeros libros, inscribe esta frase de De Quincey: “a mode of truth coherent and central, but angular and splintered” (EC). ¿Acaso no define ella, en cierto modo, el mejor espíritu borgiano?
Un sutil juego dialéctico en que los opuestos siempre se anulan, sin llegar a una síntesis definitiva, parece ser una de las predilecciones de Borges. Frente a él, se tiene la impresión del “no saber a qué atenerse”. Es uno de los indicios de que su obra perturba. Pensar que existen varios Borges es una de las mejores fórmulas para recuperar la tranquilidad.
El poeta Borges, más humano y sencillo, viene a compensar de este modo al fabulador de ficciones, inhumano y acaso inaccesible.
No se cree que pueda haber una coherencia en su obra: el Borges que construye laberintos es en sí mismo laberíntico. Sin pretender reducirlo a una sola pieza, creemos, por nuestra parte, que esa coherencia existe. La suya no es una coherencia escueta, suerte de reducción química de la que sólo quedan elementos insípidos.
Su coherencia vive del debate —de la “discusión”, de las “inquisiciones”— y no podría vivir sin él; acepta, pues, los contrarios y las multiplicidades. Borges tiende a desrealizar el universo, a aniquilar la personalidad, a mostrarlo todo en sus contradicciones, a sumergirnos en el caos y en la perplejidad sin sentido. Si ello es así, ¿cómo puede —es la pregunta inevitable— haber una unidad en su obra?
Pocos han pensado que Borges tiende a crear esa unidad precisamente por todo lo anterior que se le impone. Tan distante del surrealismo y tan ferozmente opuesto a él, Borges parece acercársele: “le peu de réalité” del mundo lo lleva a fundarlo.
“Están ajenas de sustancias las cosas”, conjetura en uno de sus primeros poemas (P. p. 44). Ello le inspira el deseo de comunicarles otra dimensión.
La angustia que nos trasmite su obra habita primero en él; Borges siente la disolución, pero a partir de esa vivencia aspira a construir un orden. No se le escapa lo arduo y acaso inútil de su tarea; si persiste en ella es porque vislumbra también una salida.
“La imposibilidad de penetrar en el esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de plantear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son provisorios”, escribe en uno de sus ensayos (OI. p. 143). En otras palabras: en Borges alienta un absoluto como forma clásica de aspiración a la armonía, a la perennidad.
El hombre clásico de otras épocas llegaba a lo absoluto por la plenitud, por su participación natural en un entendimiento con el universo. Borges tiene conciencia de su “esencial nadería” (P. p. 17). Por ello su comunión es más precaria: el absoluto es sólo una postulación por alcanzar, en medio del desamparo radical del hombre.
Así, la obra de Borges no es sólo recreación o transfiguración de la realidad. Es algo quizá más difícil: un hacer realidad de lo imaginario. En cierta ocasión Octavio Paz ha escrito que las mejores tentativas de la literatura hispanoamericana consisten en fundar un mundo.
Nadie más americano que Borges en este sentido; por ello el “europeísmo” que despectivamente le asignan algunos críticos no pasa de ser mala fe o apego a lo pintoresco. El Buenos Aires que canta en sus poemas es también, para Paz, tan irreal como las Babilonias y las Nínives de sus relatos. ¿Los poemas de Borges no serán igualmente ficciones? Ya veremos que sí.
Por otra parte, Borges invierte la relación tradicional de arte y personalidad: aquél no es simple expresión de ésta, sino la fuerza que la hace, la figura y la construye. “El arte debe ser como ese espejo que nos revela nuestra propia cara”, ha escrito en uno de sus poemas. Un hombre que ha dibujado el variado y complejo universo —nos relata también— descubre al final que “ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara” (H. p. 109).
Esa imagen no es un calco, sino una metáfora. Lo que Borges postula resulta claro: el destino del escritor se hace paralelamente al de su obra. Este es, para él, elescritor ejemplar por excelencia. Así el Whitman de “Leaves of Grass” es un ser imaginario que sólo vive en el espíritu de sus poemas. A través de la desrealización de la realidad se proyecta otra realidad más esencial; de igual modo, a través de la despersonalización se vislumbra y prefigura otra personalidad más auténtica.
La coherencia de la obra de Borges y el sentido que ella le imprime al mundo, residen en esta trasmutación paradójica. Borges escribe una obra que él mismo se complace en corregir y refutar. Tal ambigüedad es una de las formas que toma su pudor. Borges no afirma sino conjetura. Lo conjetural en él implica una secreta afirmación: el convencimiento de sus propios límites, a partir de los cuales, sin embargo, concibe una posibilidad de trascendencia. La duda que le inspira la realidad la instaura en su propio yo y aún en su obra. Es un modo de rechazar lo enfático y lo definitivo.
Borges casi siempre se niega, se despoja y se relega a una suerte de no-ser, de empobrecimiento. Ello tiene su clave especial: “Ser una cosa es inexorablemente no ser todas las cosas; la intuición confusa de esa verdad ha inducido a los hombres a imaginar que no ser es más que ser algo y que, de alguna manera, es ser todo” (OI. p. 202).
Califica de falacia tal creencia, pero interiormente se hace cómplice de ella; el aparente juego borgiano tiene siempre un fondo de gravedad y de dilucidación radical.
El mundo, para Borges, es “una plenitud de pobreza”. Así también su arte, que desdeña lo grandioso para aceptar la humildad, la reticencia. Borges se vuelve intencionalmente anacrónico, pero en busca de la eternidad.
Condena toda posibilidad de renovación o de invención; sus grandes metáforas son siempre las menos insólitas, las más habituales y gastadas. Es otra fórmula —la más difícil sin duda— que concibe para llegar a lo esencial del hombre. Pues innovar es buscar una variedad que resulta gratuita y por lo tanto vana; repetir es descubrir lo necesario, lo inevitable. ¿No es todo ello significativo?
Tales actitudes pueden ponernos en el camino de comprender el secreto borgiano: a lo absoluto se llega por la desposesión, por el ascetismo. Ese absoluto es el más profundo objetivo de la poesía y de toda la obra de Borges. El Borges incrédulo y a la vez apasionado de filosofías y teologías nos propone finalmente el arte como una metafísica en la que el hombre pueda aventurarse.
El universo, según Borges, es “el espejo de los enigmas” en el cual se refleja una voluntad desconocida e indescifrable para el hombre. Por ello éste vive en el misterio y nunca sabe quién es, como en la frase de León Bloy, que Borges cita (OI. p. 175).
Tal ignorancia no conduce necesariamente al escepticismo. Si el mundo es “espejo” de un poder secreto que lo rige, es por ello también simbólico. Vale, pues, interpretarlo. Y una de las formas para hacerlo —acaso la más privilegiada— es el arte.
Ya Borges lo ha escrito: el arte es espejo que nos revela nuestra propia cara; pudo escribir quizá nuestra única cara. O más precisamente: el arte es espejo simbólico que nos pone en vía de la certeza. En cambio, los espejos reales nos confunden, proyectan la irrealidad de lo real.
Este es uno de los temas más significativos y constantes en la poesía borgiana.
Atraído y a la vez repelido por los espejos, Borges nos revela así su tentativa por escapar a la disolución. En uno de los textos de la madurez confiesa: “Yo conocí de chico ese horror de una duplicación o multiplicación espectral de la realidad, pero ante los grandes espejos” (H. p. 15).
Autobiografía y símbolo al mismo tiempo; anécdota y metáfora. En un poema de juventud había escrito ya también: “yo siento la fatiga del espejo / que no descansa en una imagen sola” (P. p. 28). De nuevo encontramos aquí la ambigüedad de la palabra imagen. En el poema se alude a su sentido físico y real; pero secretamente Borges piensa en la imagen poética.
Así el espejo que multiplica las imágenes se opone al espíritu que aspira a detenerlo, deteniendo también la realidad y fijándola en la imagen esencial. El tema, pues, del poema es la materia del mundo que escapa, por su variedad misma, a las palabras. Por ello concluye en el desaliento:
¿Para qué esta porfía
de clavar con dolor un claro verso
de pie como una lanza sobre el tiempo
si mi calle, mi casa,
desdeñosas de símbolos verbales,
me gritarán mañana su novedad?
El poema termina en el desaliento, hemos dicho. Tal vez hay algo más profundo en él. Por vez primera, Borges parece tomar conciencia de su propia poesía. El mundo le ofrece resistencia porque varía, cambia, se multiplica, se diversifica. Sólo el poema puede darle coherencia, esencialidad. Los espejos pueden simbolizar para Borges la realidad porque todo en ellos se refracta, se deforma y desfigura la propia imagen.
En otro poema de la primera época, Borges se ve al atardecer y siente cómo el mundo regresa a sí mismo; acaso ello es posible porque: “en el dormitorio vacío / la noche cerrará los espejos” (P. p. 65). Y la noche misma tiene una especial virtud para Borges: librar al hombre de la mayor congoja: “la prolijidad de lo real” (P. p. 117).
Pero es en uno de los más bellos poemas de la madurez donde la identidad espejo-realidad se esclarece en todas sus implicaciones. Ya entonces los espejos son todo el universo del hombre: no sólo el “cristal impenetrable”, sino también “el agua espectacular que imita el otro azul / en su profundo cielo”.
Más aún, son el teatro en que se desenmascara nuestra vanidad de seres mortales, de seres fictitios. De ellos dice Borges:
Infinitos los veo, elementales
Ejecutores de un antiguo pacto,
Multiplicar el mundo como el acto
Generativo, insomnes y fatales.
Prolongan este vano mundo incierto
En su vertiginosa telaraña:
A veces en las tardes los empaña
El hálito de un hombre que no ha muerto.
Dios ha creado las noches que se arman
De sueños y las formas del espejo
Para que el hombre sienta que es reflejo
Y vanidad. Por eso nos alarman.
A Borges lo alarman los espejos, pero no puede evitar su presencia. Entre las cosas —los símbolos— que le fueron dadas en el poema “Mateo XXV, 30”, se encuentran los “atareados espejos que multiplican”. Lo que alarma ciertamente a Borges es un mundo reducido al caos por su copiosidad; un mundo que impone su autonomía. “insomnio” es un poema de transición entre la primera y la segunda época de poesía (P. p. 139).
Nuevamente en el aparece el poder desasosegante de los espejos. “En vano quiero distraerme del cuerpo / y del desvelo de un espejo incesante”, escribe Borges en ese texto. Ya no hay posibilidad para el poeta de que la noche lo libre de ese poder; desvelado, insomne, siente la realidad al vivo, con la “precisión de la fiebre”.
Está en el suburbio del Sur “ (Alambre, terraplenes, papeles muertos, sombras de Buenos Aires”). La prolongación, la continuidad de esa materia turbia se le vuelve sofocante delirio. Los calificativos morales revelan ese estado de honda conmoción: “barro torpe”, “agua crapulosa”, “pampa basurera y obscena, leguas de execración”. La vigilia hace del mundo un gran espejo. Ese mundo sobrecoge por su exceso de realidad, que condena a los seres a una extraña y terrible inmortalidad: la de permanecer para siempre en una “vigilia espantosa”.
El tema profundo del poema se esclarece entonces: en el desvelo lo real se vuelve Intolerable por su persistencia, porque se sale de un orden natural, de un movimiento armonioso. En uno de sus ensayos, Borges nos relata un sueño: sueña haber salido de otro y haberse despertado en una pieza irreconocible; no puede saber donde está ni quien es. “Esta vigilia desconocida ya es el Infierno”, concluye (D. p. 103).
En otro sentido, este valor simbólico de la vigilia parece igual al de la memoria. Borges lo trata en uno de sus relatos más sobrecogedores: “Funes el memorioso” (F. p. 117). Ireneo Funes tiene el don de la memoria, pero la suya es una memoria casi monstruosa: increíblemente precisa y minuciosa al extremo. Ese don parece ser compensatorio del accidente en que quedó tullido: su invalidez se compensa con una inquietante acuidad para captar y retener al universo en sus manifestaciones más significantes.
Así, el presente se le hacía a Funes “casi intolerable de tan rico y tan nítido”; también toda su vida pasada y aun la que podía figurar e imaginar. Tal exceso de memoria era, pues, como una permanente vigilia ante el mundo: la persistencia alucinante de lo real a través del recuerdo. “Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban”. Funes era una víctima de su propio poder; no podía escapar de las cosas, de lo contingente, y por ello no podía darle un sentido al universo. Carecía de distancia y aún de lucidez para crear un orden.
Su milagrosa facultad envuelve un fracaso. Por ello el narrador supone que no era muy capaz de pensar. “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. De haber escrito una obra, hubiera sido pura materia en bruto desprovista de formas. En una ocasión, Borges escribe: “El arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto: el arte no es platónico” (D. p. 13).
No se engañaba entonces; pero dentro de toda individualidad el artista busca la forma permanente, esencial. “Lo genérico puede ser más intenso que lo concreto”, llega a decir posteriormente (HE. p. 21). Es su propia experiencia la que habla: cuando chico, veraneando al norte de su provincia, conoce la llanura redonda y sus habitantes, que le interesaron por igual; pero su felicidad fue terrible cuando supo “que ese redondel era pampa, y esos varones, gauchos” (HE. p. 21). Sin formulárselo, Borges es un platónico, como veremos. Por eso comprende que el ruiseñor que cantaba Keats en su célebre oda puede ser también el que oyó, en los campos de Israel, Ruth la moabita. Ese ruiseñor es menos el individuo que la especie; de algún modo, acepta Borges, es un arquetipo.
La aprehensión de Borges por “la prolijidad de lo real” es una de las claves de su poesía y de toda su obra. Implica una tentativa por trascender la contingencia.
Sometido a la intemperie de las cosas., el hombre pierde su propio sentido. Si el hombre es capaz de crear un orden, este orden está a su vez inscrito en otro superior. De igual modo, piensa Borges, el creador es criatura de otro creador. (Este tema tan singularmente borgiano es desarrollado en el cuento “Las ruinas circulares” y en los poemas “Ajedrez” y “El Golem”).
Así, el mundo que deriva en la facticidad, se sale de esta coherencia. En uno de sus poemas, Borges canta uno de los barrios más sórdidos de Buenos Aires. “Barrio con lucidez de pesadilla al pie de los otros, / tus espejos curvos denuncian el lado de la fealdad de las caras, / tu noche calentada en lupanares pende de la ciudad” (P. p. 129). El poeta no lo siente su “patria”. Es la degradación alucinatoria del envejecimiento. Y en el verso clave del poema, Borges le dice: “sufres de caos, adoleces de irrealidad”.
El mundo se vuelve irreal, se afantasma, cuando se hace incoherente. Borges dirá también que cuando el hombre no lo piensa o lo sueña, cuando no lo incorpora a sí mismo. Este idealismo forma parte de su visión poética.
En uno de los primeros poemas de juventud, declara haber sentido “la tremenda conjetura de Schopenhauer y de Berkeley”: el mundo como “actividad de la mente, un sueño de las almas”. Está en Buenos Aires, es el amanecer y se le impone esta terrible evidencia: si la ciudad es más un sueño que una realidad, en esa hora en que el sueño —el dormir— de los seres tiende a concluir, se ve entonces amenazada:
hay un instante
en que peligra desafortunadamente su ser
y es el instante estremecido del alba,
cuando son pocos los que sueñan el mundo. (P.p.44).
Este idealismo se reitera en diversos momentos. “Yo soy el único espectador de esta calle, / si dejara de verla se moriría”, escribe Borges (P. p. 56). Luego el paisaje mismo se hace proyección de su mundo interior: “El arrabal es el reflejo / de la fatiga del viandante” P. p. 34); “La llanura es una estéril copia del alma” (P. p. 73).
El mundo, para Borges, es actividad de la mente y del sueño y lo que lo funda es la palabra, la palabra poética. “Confío que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo”, exclama ante los ámbitos de la ciudad que fueron su costumbre (HE. p. 39). Esta frase puede ser aplicada a toda la visión que Borges tiene del mundo. Ella domina a todo lo largo de su obra.
“La parábola del palacio” es uno de los textos que más profundamente ilustra su sentido, aunque no sin cierta ironía y cierto desenfado, que son también maneras con que Borges busca la distancia.
“Aquel día, el Emperador Amarillo mostró su palacio al poeta”, empieza este texto (H. p. 41). Recorren jardines, antecámaras, patios, bibliotecas, extraños paisajes con ríos, islas: todo un complejo y deslumbrante universo como una suerte de laberinto. “Lo real se confundía con lo soñado o, mejor dicho, lo real era una de las configuraciones del sueño”. Todo lo visto era, pues, como la máxima plenitud y el máximo esplendor de la tierra.
El poeta, sin embargo, parecía “ajeno a los espectáculos que eran maravilla de todos”. Al pie de la penúltima de una serie casi infinita de torres, recitó inesperadamente una breve composición—algunos, según Borges, sugieren que era una sola palabra— en la que quedó plasmado todo el inmenso palacio. Ello fue su perdición. “¡Me has arrebatado el palacio!”, exclamó el emperador y le dió muerte.
El hecho —como siempre en Borges— se vuelve conjetural. El poema encerraba de tal modo la plenitud del palacio que éste desapareció, fue abolido por la última sílaba que pronunció el poeta: es la conjetura de quienes piensan que no pueden existir dos cosas iguales en el mundo. Pero estas son leyendas, afirma Borges. La verdad es más simple y escueta: el poeta era esclavo del emperador y murió como tal, y su poema no encerraba especial belleza; “sus descendientes buscan aún, y no la encontrarán, la palabra del universo”.
Borges se complace en esta última referencia con toda la ambigüedad que le es propia. Hay un doble sentido en su parábola.
Por una parte, la palabra del poeta pudo revelar la esencia del palacio-universo y por ello el emperador-Dios —celoso de su creación— le dió muerte. Prueba de que el lenguaje puede fundar un mundo. Por otra, resulta que la palabra del universo es siempre inalcanzable, pero los descendientes del poeta la buscan. Borges está entre esos descendientes. El hecho de buscar esa clave, ese símbolo definitivo es lo que da sentido a su labor creadora.
El mundo existe para ser nombrado y el poeta debe nombrarlo según un orden significativo y coherente. A Borges no le preocupa que su obra no sea realista. Como todo escritor sabe que la realidad no es verbal. El poeta impone su visión a la realidad y esta se ve así modificada.
El poeta no ve ciudades, calles, suburbios, ocasos, noches, sino como palabras, imágenes y metáforas susceptibles de integrar su poema. Aun en los poemas más apegados a la vivencia o a la experiencia de lo inmediato, como son los de la primera época, Borges revela esta especial actitud estética. “La ciudad está en mí como un poema / que no he logrado detener en palabras” (P. p. 28); “He de encerrar el llanto de las tardes / en el duro diamante del poema” (P. p. 62).
Del mar nos dice que es “un antiguo lenguaje” que no alcanza a descifrar (P. p. 87). Y cuando niño se entera de la muerte de su abuelo “en metáfora de viaje” (P. p. 114). Constantemente recurre, además, a los elementos literarios como otros recursos más de la significación. Suerte de literatura que se construye sobre la literatura. Esta tendencia se acentúa en su segunda época, no solo en sus poemas sino también en los relatos.
“La noche cíclica” (P. p. 142) es un poema que expresa la idea de la repetición, del eterno retorno; para dar más profundamente esa idea, Borges evoca al final el proyecto de un poema que incesantemente se hace y le viene a la mente: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras. . . ”, que es precisamente el primer verso del poema que ya ha escrito. Así el poema parece entrar también en un movimiento circular y simbólico.
En el “Poema del cuarto elemento” (P. p. 149), llega a un plano aún más radical; el río ya no es metáfora para mencionar al tiempo, sino lo contrario: “Y el tiempo irreversible que nos hiere y que huye, / Agua, no es otra cosa que una de tus metáforas”.
El mundo entra en el lenguaje o pierde toda posibilidad de sentido, parece decirnos Borges.
“Infierno, I, 32” nos relata esta parábola: un leopardo se ve en prisión y oye como en sueño que Dios le habla: “Vives y morirás en esta prisión, para que un hombre que yo sé te mire un número determinado de veces y no te olvide y ponga tu figura y tu símbolo en un poema, que tiene su preciso lugar en la trama del universo. Padeces cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema” (H. p. 48).
Así la existencia del leopardo no se justifica sino como realidad estética de Dante. Esta idea es tan dominante en Borges que el mundo mismo, en él, parece encerrar un secreto sentido del orden, del equilibrio; una extraña voluntad que se superpone a todo azar. “A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”, afirma en uno de sus relatos (F. p. 189).
“Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías”, reitera en otra de sus condensadas parábolas (H. p. 28). Allí evoca el paralelismo de dos situaciones. César que muere acuchillado a manos de su protegido y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Y un gaucho que cae agredido por otros gauchos, en los que reconoce a un ahijado suyo y le dice: ¡Pero, che! “Lo matan —comenta Borges— y no sabe que muere para que se repita una escena”.
El gusto de Borges por las simetrías, por las relaciones, por las concomitancias, es inagotable. Sentido del juego que revela más profundamente una pasión de absoluto, una conciencia de la mesura.
El universo entra en el lenguaje, en un sistema de signos o de símbolos, en una trama rigurosa, o se ve reducido a la inexistencia, a una autonomía caótica donde el hombre se aniquila. También para Borges, el universo es un libro; o en todo caso, como en la frase de Mallarmé, existe para llegar a ser un libro.
En uno de sus poemas, narra Borges la historia de un hombre que concibe “el desmesurado propósito de cifrar el universo en un libro” (H. p. 67). La historia es fingida, nos dice, y sólo tiene un valor simbólico: figurar la tentación a que se ve arrastrado todo escritor. Borges no ha escapado a esa tentación. El poema que no ha escrito, según la voz que le habla en “Mateo XXV, 30”, quizá sea el poema que él también buscaba como definitiva interpretación del universo.
De ahí que el fracaso que ese texto sugiere no puede verse sino como un fracaso metafísico y no puramente estético.
Pero es también un fracaso a que llega todo poeta capaz de imaginar tal proyecto.
Pero es también un fracaso ineludible.
Aunque su poder sea frágil, limitado y vulnerable, el poeta se impone siempre esa aspiración. El orden supremo del mundo, regido por formas, por arquetipos que encierran lo permanente, no puede ser alcanzado; pero el solo hecho de que el poeta pueda concebirlo y aun vislumbrarlo, en momentos límites de iluminación, es lo que confiere significación y trascendencia a su obra.
En la víspera de su muerte, Giambattista Marino vio la rosa que tanto había cantado en sus poemas, y la vio, nos dice Borges, como Adán pudo verla en el Paraíso, y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras” (H. p. 31) . Marino sintió, además, que su obra y toda la literatura “no eran (como su vanidad lo soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo” (H. p. 32) . Acaso Homero y Dante —concluye Borges —experimentaron igual evidencia.
Ciertamente, es la evidencia final de todo poeta; pero aun la conciencia de la imposibilidad que ella implica se vuelve, del mismo modo, su estímulo más radical.
¿Qué ocurre cuando el poeta desdeña tal estímulo y sólo se entrega a las puras apariencias? Borges ilustra el caso con un ejemplo del barroco español. “Laberintos, retruécanos, emblemas, / Helada y laboriosa nadería”: tal fue la poesía de Gracián. Una poesía de puras fórmulas que nunca se propuso lo esencial, lo verdadero, fue la suya. ¿Cuál fue su último destino?
Borges lo figura con implacable humor:
Su destino ulterior no está en la historia;
Librado a las mudanzas de la impura
Tumba el polvo que ayer fue su figura,
El alma de Gracián entró en la gloria.
¿Qué habrá sentido al contemplar de frente
Los Arquetipos y los Esplendores?
Quizá lloró y se dijo: Vanamente
Busqué alimento en sombras y en errores.
¿Qué sucedió cuando el inexorable
Sol de Dios, La verdad, mostró su fuego?
Quizá la luz de Dios lo dejó ciego
En mitad de la gloria interminable.
Sé de otra conclusión. Dado a sus temas
Minúsculos, Gracián no vio la gloria
Y sigue revolviendo en la memoria
Laberintos, retruécanos y emblemas. (P. p. 167)
Cifrar el universo en un libro es ilusorio, pero Borges se inscribe dentro de esa ilusión. Por ello su destino es singular.
Como lo fueron también los de Flaubert, Mallarmé y Joyce. Por una vez, Borges se nos aparece en su desmesura. Una desmesura que, sin embargo, no excluye la humildad y la ironía, puesto que reconoce los límites y las proporciones que se le imponen. La desmesura dentro de la terrible lucidez del fracaso. ¿No es la lección, como ya lo dijimos, que se desprende de “El Aleph”?
ABREVIATURAS
D. Discusión
EC. Evaristo Carriego
F. Ficciones
H. El Hacedor
HE. Historia de la Eternidad
OI. Otras Inquisiciones
P. Poemas