“El Rebelde” de las FPL cumple su primer año (octubre de 1973)

“El Rebelde” de las FPL cumple su primer año (octubre de 1973)
Por Roberto Pineda

En octubre de 1973, El Rebelde alcanza el número 12 de publicación y considera que “cumple su primer año de trabajo revolucionario, en cumplimiento de una tarea fundamental de las FPL como es la de elevar la conciencia revolucionaria de las masas avanzadas del pueblo para lograr su incorporación organizada a la lucha revolucionaria político militar.”

Indica que “el primer número de EL REBELDE apareció en octubre de 1972, con un tiraje de algunos centenares de ejemplares. En un año, este periódico de impresión y circulación estrictamente clandestina, se ha convertido en un órgano ya esperado mes a mes por miles de gentes humildes y honestas de nuestro pueblo: obreros, campesinos, maestros, estudiantes, etc., en las diversas zonas del país.”

Señala que “a la par del REBELDE otras publicaciones revolucionarias de las FPL dirigidas a sectores específicos han ido haciendo su aparición: EL CAMPESINO REBELDE Y JUVENTUD REBELDE. Varias publicaciones revolucionarias de otras organizaciones político militares han sido creadas también.”

En este número del primer aniversario a la vez se informa que el 26 de octubre el Comando Armado Campesino ANASTASIO AQUINO de la zona central del país atacó con explosivos la Comandancia Local de San Bartolomé Perulapia. Asimismo aparece una
foto de Mao Tse Tung y saludo de las FPL al 24 aniversario del triunfo de la Gran Revolución Socialista China, así como un saludo de las FPL al 6to. Aniversario de la muerte del Che Guevara.”

Las próximas elecciones y el electorerismo (diciembre de 1973)

En El Rebelde, No.14, (año II) correspondiente a diciembre de 1973 se realiza un análisis sobre la situación nacional así como se critica acremente la estrategia electoral del PCS y de los partidos de la UNO, alianza de socialdemócratas, democristianos y comunistas en oposición al Partido de Conciliación Nacional, PCN, el partido de la dictadura militar. A continuación, realizamos una síntesis sobre el pronunciamiento de las FPL al respecto de este acontecimiento, en el que categóricamente se rechaza la lucha electoral.

Plantea que “después de tímidas “condiciones y sin que éstas hayan sido satisfechas por la tiranía militar, los –partidos de la oposición electorera entraron a participar de lleno en el juego eleccionario montado por el gobierno. Para ello se ha formado nuevamente -la coalición de partidos -dirigida por el sector dominante de la democracia – cristiana, que está al ser vicio de una parte de la burguesía. Así, las masas obreras y campesinas que sean “atraídas a las urnas” por estos partidos, estarán bajo la dirección y hegemonía de los intereses políticos de un sector de la clase capitalista cuyos intereses defiende la dirigencia demócrata cristiana.”

Agrega que “tras la arrebatiña de los cargos locales y diputadiles, algunos sectores electoreros se disponen a cualquier combinación, sin tomar en cuenta la confusión que causan en las masas populares y el daño en la conciencia revolucionaria de las mismas. Para ilustrar lo anterior, baste el ejemplo de Chalatenango, en donde un sector de la democracia cristiana se ha a ~liado con un sector del PCN para que el partido oficial lleve como candidato a alcalde de esa cabecera a un demócrata cristiano.”

Evalúa El Rebelde que “los sectores de la izquierda tradicional tratan de dar el basamento ideológico “aceptable para la participación en las elecciones preparadas por la tiranía en la actual situación de escalada represiva. Tal participación se trata de presentar ante las masas para atraerlas a las urnas como justificada por los siguientes argumentos:
l) Es necesario aceptar el” mal menor’’.
2) Las elecciones permiten elevar la conciencia y la organizaci6n popular.
3) Hay que darle al pueblo ese medio de expresión de su descontento.
4) Es necesario hacer uso de todos los medios legales.
5) Hay que utilizar todas las armas del enemigo.
6) El pueblo ya demostró que puede derrotar al gobierno a través de las elecciones, es necesario seguirlo derrotando electoralmente
7) A través de las elecciones el pueblo puede desengañarse de la clase de gobierno impositivo que tiene.
8) No hay otro medio de lucha asequible al pueblo.”

Considera que “en la práctica, como quedo demostrado irrefutablemente en las elecciones pasadas, la realidad ha dicho otra cosa.
a) No se impuso el “mal menor”, sino lo que se impuso fue el fraude, la represión, la escalada fascistoide, al compás de la brutal imposición electoral apuntalada por las armas del ejército reaccionario; juego al que se prestaron como acompañantes los partidos de oposición.
b) El electorerismo no es capaz de elevar la conciencia revolucionaria de las masas, sino que lo conduce a la confusión y frustraci6n de sus aspiraciones de lucha.
c) Las elecciones, como medios de expresión del descontento popular en las condiciones actuales, han resultado ineficaces para hacer que tal descontento se convierta en el poderoso ariete que derrumbe el sistema de opresión. Y ha sido evidente, además que cuando el descontento de las masas asume características agudas, amenazando con rebasar el cauce electoral, los electoreros se asustan y se convierten en pacificadores de la indignación de las masas. •
ch) El legalismo de los sectores oportunistas le hace el juego a la tiranía: que necesita acompañantes para institucionalizar sus fraudes e imposiciones.
d) No es cierto que obligatoriamente el pueblo tiene que utilizar todas las armas del enemigo: emplea las que le son útiles de acuerdo a su desarrollo y trata de inutilizar aquellas que no le es posible por el momento usar con ventaja. El terreno, las armas y el momento de la lucha no es el enemigo el que debe dictar ni planear sino la propia fuerza combatiente es la que los debe escoger. En lo político sucede lo mismo: las armas políticas del enemigo que al pueblo no sea ventajoso usar no tiene por qué obligatoriamente emplear solo porque el enemigo las usa.
e) Después de cada elección (en las últimas) el pueblo ha quedado profundamente desengañado de la imposición y el fraude ¿Qué más desengañado puede estar de lo que ya está? Pero son los electoreros los que después de cada desengaño y frustración tratan de impedir que el pueblo se encamine hacia otras formas de lucha que le den perspectiva de liberación a sus esfuerzos. Quienes no se desengañan son precisamente los dirigentes electoreros que tienen fijada su esperanza de puestos en cada nueva elección y que cada vez que la tiranía vuelve a levantar el banderín de arranque electoral, tratan de volver a ilusionar al pueblo sobre ese “camino”.

Asegura que “no es cierto ue sólo el voto sea el arma del pueblo, y que no haya más medios eficaces de lucha. La parte más avanzada del pueblo ya ha comenzado a organizarse en secreto para golpear a la tiranía militar de los explotadores, ha comenzado a armarse,y cada día va intensificando la lucha armada contra la oligarquía, el imperialismo y sus instrumentos. Frente a la opresión, el fraude, la imposición, la represión de las clases reaccionarias, la lucha armada del pueblo es el camino más eficaz, unida a la lucha combativa por las reivindicaciones inmediatas. El pueblo se incorpora en forma creciente a la lucha político-militar; ha iniciado ya la GUERRAREVOLUCIONARIA PROLONGADA que liberará al país y que en unión con la lucha de los otros pueblos centroamericanas logrará la definitiva liberaci6n de Centroamérica”

Sostiene que “El pueblo ya está entendiendo en forma creciente que no es con votos como se va a derrotar definitivamente a los criminales gobiernos al servicio de los explotadores; sino con BALAS liberadoras disparadas por el PUEBLO ARMADO, combinando la lucha armada con su movilización combativa por sus reivindicaciones inmediatas”

Asimismo se informa en este Rebelde 14 que “el Comando Armando Mauricio González Domínguez el 8 de diciembre realizo una operación armada con fines logísticos consistente en la requisición de 82 pelucas en el Almacén “Centro de Pelucas.”

Por un 1974 de grandes luchas del pueblo

Y concluye este Rebelde No. 14 haciendo un llamado “POR UN 1974 DE GRANDES LUCHAS DEL PUEBLO” y expresa que “Formulamos un saludo especial a los compañeros de la fraternal organización Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP y de la Resistencia.” A la vez que “al finalizar 1973 recordamos con profunda emoción a los héroes de la lucha revolucionaria: FARABUNDO MARTI y todos sus compañeros.2

“A SAUL SANTIAGO CONTRERAS y OSCAR GILBERTO MARTINEZ y demás mártires de las luchas masivas. Así como a nuestros queridos compañeros ejemplares combatientes de las FPL caídos en combate: MAURICIO GONZALES DOMINGUEZ, VLADIMIR UMAÑA SANTAMARIA, SERGIO ORELLANA ACOSTA, JOSE DIMAS ALAS y JOSE ERNESTO MORALES. También a los combatientes (miembros del ERP) LEONEL LEMUS AREVALO y sus dos compañeros que dieron su vida en las mismas circunstancias.”

De la Gramatología

Ensayo sobre el origen de las lenguas.

Vuelta, desde Tristes tropiques al Ensayo sobre el origen de las lenguas, de la Lección de escritura dada a la lección de escritura rehusada por quien tenía “vergüenza de divertirse” con las “simplezas” de la escritura en un tratado sobre la educación, nuestra
pregunta quizá quede mejor delimitada: ¿dicen ambos la misma cosa? ¿Hacen la misma cosa?

En esos Tristes tropiques que a la vez son Confesiones y una especie de suplemento al Supplément au voyage du Bougainville, la “Leçon d’écriture” marca un episodio de lo que podría llamarse la guerra etnológica, el enfrentamiento esencial que abre la comunicación entre los pueblos y las culturas, aun cuando esa comunicación no se practique bajo el signo de la opresión colonial o misionera.

Toda la “Leçon d’écriture” está recitada en el registro de la violencia contenida o diferida, violencia a veces sorda, pero siempre oprimente y gravosa. Y que pesa en diversos lugares y momentos de la relación: en el relato de Lévi-Strauss como en la relación entre individuos y grupos, entre culturas o en el interior de la misma comunidad. ¿Qué puede significar la relación con la escritura en estas diversas instancias de la violencia?

Penetración entre los Nambikwara. Afecto del etnólogo por aquellos a quienes ha consagrado, se sabe, una de sus tesis, La vie familiale et sociale des Indiens Nambikwara (1948). Penetración, entonces, en el “mundo perdido” de los Nambikwara, “pequeña banda de indígenas nómades que están entre los más primitivos que puedan encontrarse en el mundo” sobre “un territorio grande como Francia”, atravesado por una picada (pista grosera cuyo “trazado” [«tracé»] es casi “indiscernible de la maleza”: sería preciso meditar
en conjunto la posibilidad de la ruta y de la diferencia como escritura, la historia de la escritura y la historia de la ruta, de la ruptura, de la via rupta, de la vía rota, franqueada, fracta, del espacio de reversibilidad y de repetición trazado [tracé] por la apertura, la separación y el espaciamiento violento de la naturaleza, de la selva natural, virgen, salvaje.

La silva es salvaje, la via rupta se escribe, se discierne, se inscribe violentamente como diferencia, como forma impuesta en la hylé, en la foresta, en la madera como materia: es difícil imaginar que el acceso a la posibilidad de los trazados [tracés] camineros no sea al
mismo tiempo acceso a la escritura). El territorio de los Nambikwara está atravesado por la línea de una picada autóctona. Pero también por otra línea, esta vez importada.

Hilo de una línea telefónica abandonada, “vuelta inútil ni bien colocada” y que “se distiende sobre postes que no se reemplazan cuando caen podridos, víctimas de las termitas o de los indios que toman el zumbido característico de una línea telegráfica por el de una colmena de abejas silvestres trabajando”.

Los Nambikwara, cuyo hostigamiento y crueldad presunta o no son muy temidos por el personal de la línea, “retrotraen al observador a lo que de buen grado tomaría –pero erróneamente- por una infancia de la humanidad”. Lévi-Strauss describe el tipo biológico y cultural de esa población cuyas técnicas, economía, instituciones y estructuras de parentesco, por primarias que sean, les conceden por cierto un lugar de derecho dentro del género humano, dentro de la sociedad llamada humana y del “estado de cultura”.

Hablan y prohíben el incesto. “Todos eran parientes entre sí, los Nambikwara desposaban con preferencia una sobrina de la especie llamada cruzada por los etnólogos; hija de la hermana del padre o del hermano de la madre.” Otra razón para no dejarse apresar por la apariencia y para no creer aquí que se asiste a una “infancia de la humanidad”: la estructura de la lengua. Y sobre todo su uso. Los Nambikwara utilizan varios dialectos, varios sistemas según las situaciones.

Y es aquí que interviene un fenómeno que puede llamarse groseramente “lingüístico” y que deberá interesarnos ante todo. Se trata de un hecho que no tendremos los medios de interpretar mas allá de sus condiciones generales de posibilidad,
de su a priori; cuyas causas fácticas y empíricas tal como operan en esta situación determinada nos escaparán, y que por otra parte no constituyen el objeto de ninguna pregunta por parte de Lévi-Strauss, que se contenta aquí con comprobar. Ese hecho interesa a lo que hemos adelantado sobre la esencia o sobre la energía del grafein como borradura originaria del nombre propio.

Existe escritura desde que se tacha el nombre propio dentro de un sistema, existe “sujeto” ni bien se produce esa obliteración, de lo propio, es decir desde la aparición de lo propio y a partir de la alborada del lenguaje. Esta proposición es de esencia universal y se la puede producir a priori- Cómo se pasa después de ese a priori a la determinación de los hechos empíricos, es una pregunta a la cual aquí no se puede responder en general. En primer término porque, por definición, no hay respuesta general a una pregunta de esta forma.
Al encuentro de tal hecho, entonces, vamos aquí. No se trata de la borradura estructural de lo que creemos ser nuestros nombres propios; no se trata de la obliteración que, paradójicamente, constituye la legibilidad originaria de eso mismo que ella tacha, sino
de una prohibición que pesa como sobreimpresión, en ciertas sociedades, sobre el uso del nombre propio: “El empleo del nombre propio está prohibido entre ellos”, anota Lévi-Strauss.

Antes de aproximarnos a ella, señalemos que esta prohibición es necesariamente derivada respecto de la tachadura constituyente del nombre propio en lo que hemos denominado la archi-escritura, vale decir en el juego de la diferencia.

Porque los nombres propios ya no son más nombres propios, porque su producción es su obliteración, porque la tachadura y la imposición de la letra son originarias, porque no sobrevienen en una inscripción propia; porque el nombre propio nunca ha sido, como apelación única reservada a la presencia de un ser único, más que el mito de origen de una legibilidad transparente y presente bajo la obliteración; porque el nombre propio nunca ha sido posible sino por su funcionamiento en una clasificación y por ende dentro de un sistema de diferencias, dentro de una escritura que retiene las huellas [traces] de diferencia, ha sido posible la prohibición, ha podido jugar, y eventualmente ser transgredida, como vamos a verlo. Transgredida, vale decir restituida a la obliteración y a la no-propiedad de origen.

Esto concuerda por otra parte estrictamente con una intención de Lévi-Strauss. En “Universalización y particularización” (El pensamiento salvaje, cap. VI) se demuestra que “no se nombra jamás, se clasifica al otro… o uno se clasifica a sí mismo”.
Demostración anclada en algunos ejemplos de prohibiciones que afectan aquí o allá el uso de los nombres propios. Sería sin duda necesario distinguir cuidadosamente la necesidad esencial de la
desaparición del nombre propio y la prohibición determinada que eventual y ulteriormente puede añadírsele o articularse con ella. La no-prohibición tanto como la prohibición presupone la obliteración fundamental. La no-prohibición, la conciencia o la exhibición del nombre propio, no hace más que restituir o descubrir una impropiedad esencial e irremediable. Cuando dentro de la conciencia el nombre se dice propio, ya se clasifica y se oblitera al llamarse. No es más que un nombre que presuntamente se dice propio.

Si se deja de entender la escritura en su sentido estricto de notación lineal y fonética, debe poder decirse que toda sociedad capaz de producir, vale decir de obliterar sus nombres propios y de valerse de la diferencia clasificatoria practica la escritura en general.

A la expresión de “sociedad sin escritura” no correspondería entonces ninguna realidad ni ningún concepto. Esa expresión pertenece al onirismo etnocéntrico, que abusa del concepto
vulgar, es decir etnocéntrico, de la escritura. El desprecio por la escritura, señalémoslo al pasar, se acomoda muy bien a ese etnocentrismo. Allí no hay sino una paradoja aparente, una de esas contradicciones donde se profiere y se cumple un deseo perfectamente coherente.

Por un solo y mismo gesto se desprecia la escritura (alfabética), instrumento servil de un habla que sueña su plenitud y su presencia consigo, y se rehúsa la dignidad de escritura a los signos no alfabéticos. Hemos advertido este gesto en Rousseau y en de
Saussure.

Los Nambikwara el sujeto de la “Leçon d’écriture” serian entonces uno de esos pueblos sin escritura. Ellos no disponen de lo que nosotros llamamos la escritura en el sentido corriente. En todo caso, es lo que nos dice Lévi-Strauss: “Se duda que los nambikwara sepan escribir”. En seguida, esta incapacidad será pensada, dentro del orden ético-político, como una inocencia y una no-violencia interrumpidas por la efracción occidental y la “Lección de escritura”. Asistiremos a esa escena. Tengamos un poco de
paciencia todavía.

¿Cómo se rehusará a los Nambikwara el acceso a la escritura en general si no determinando a ésta según un modelo? Más tarde nos preguntaremos, confrontando varios textos de Lévi-Strauss, hasta qué punto es legítimo no llamar escritura esos “punteados” y “zigzags” sobre las calabazas, tan brevemente evocadas en Tristes tropiques. Pero sobre todo, ¿cómo rehusar la práctica de la escritura en general a una sociedad capaz de obliterar lo propio, es decir a una sociedad violenta?

Porque la escritura, obliteración de lo propio clasificado en el juego de la diferencia, es la violencia originaria misma: pura imposibilidad del “punto vocativo”, imposible pureza del punto de vocación. No se puede borrar el “equívoco” que Rousseau anhelaba que fuese “suprimido” por el “punto vocativo”. Porque la existencia de semejante punto dentro de algún código de puntuación no cambiaría para nada el problema. La muerte de la apelación absolutamente propia, que reconoce dentro de un lenguaje a lo otro como otro puro, que lo invoca como lo que es, es la muerte del idioma puro reservado a lo único. Anterior a la eventualidad de la violencia en sentido corriente y derivado, aquella de que hablará la “Leçon d’écriture”, ahí está, como el espacio de su posibilidad, la violencia de la archi-escritura, la violencia de la diferencia, de la
clasificación y del sistema de las apelaciones.

Antes de delinear la estructura de esta implicación, leamos la escena de los nombres propios; con otra escena, que de inmediato leeremos, es una preparación indispensable para la “Leçon d’écriture”. De ella está separada por un capítulo y otra escena: “En famille”. Y se la describe en el capítulo XXVI, “Sur la ligne”.
“Par fáciles que fuesen los Nambikwara indiferentes a la presencia del etnógrafo, a su libreta de notas y a su aparato fotográfico el trabajo era complicado por razones lingüísticas. Primeramente, el empleo de los nombres propios está prohibido entre ellos; para identificar a las personas, había que seguir el uso de las gentes de la línea, es decir convenir con los indígenas nombres prestados por medio de los cuales se los designaría. Ya sea nombres portugueses como Julio, José, María, Luiza; o bien sobrenombres: Lebre (liebre), Assucar (azúcar). Inclusive he conocido a uno a quien Rondon, o alguno de sus compañeros, había bautizado Cavaignac a causa de su perilla, rara entre los indios, que son generalmente lampiños.

Un día que yo jugaba con un grupo de niños, una de las chiquilinas fue golpeada por una camarada, vino a refugiarse junto a mí y se puso, con gran misterio, a murmurarme algo al oído, que no comprendí, y que estuve obligado a repetir varias veces, de modo que la adversaria descubrió la artimaña y, manifiestamente furiosa, se acercó a su vez para librar lo que pareció un secreto solemne; después de algunas vacilaciones y preguntas, la interpretación del incidente no dejó lugar a dudas.

La primera chiquilina había venido, por venganza, a darme el nombre de su enemiga, y cuando ésta se percató de ello, comunicó el nombre de la otra, a guisa de represalia. A partir de ese momento fue muy fácil, aunque poco escrupuloso, excitar a los niños unos contra otros y obtener todos sus nombres. Tras lo cual, creada de ese modo una pequeña complicidad, me dieron sin demasiada dificultad los nombres de los adultos. Cuando éstos comprendieron nuestros conciliábulos, los niños fueron reprendidos, y la fuente de mis informaciones se agotó.

No podemos entrar aquí en las dificultades de una deducción empírica de esta prohibición, pero se sabe a priori que los “nombres propios” cuya interdicción y revelación describe aquí Lévi-Strauss no son nombres propios. La expresión “nombre propio” es
impropia, por las mismas razones que recordará El pensamiento salvaje. Lo que sella la prohibición es el acto que profiere lo que funciona como nombre propio. Y esta función es la conciencia misma. El nombre propio en sentido corriente, en el sentido de la conciencia, no es (diríamos “en verdad” si aquí no debiéramos desconfiar de esa palabra) más que designación de pertenencia y clasificación lingüístico-social.

El levantamiento de la prohibición, el gran juego de la denuncia y la gran exhibición de lo “propio” (aquí se trata, señalémoslo, de un acto de guerra, y mucho habría que decir sobre el hecho de que sean
chiquilinas quienes se libran a ese juego y a esas hostilidades) consisten no en revelar nombres propios, sino en rasgar el velo que oculta una clasificación y una pertenencia, la inscripción en un sistema de diferencias lingüístico-sociales.

Lo que ocultaban los nambikwara, lo que exponen las niñitas en la transgresión, no son más idiomas absolutos, ya son especies de nombres comunes investidos, “abstractos”, si es cierto que los “sistemas de apelaciones comportan también sus ‘abstractos’”, como
puede leerse en El pensamiento salvaje (p. 265).

El concepto de nombre propio, tal como Lévi-Strauss lo utiliza sin problematizarlo en Tristes tropiques, está entonces lejos de ser simple y manejable. Pasa lo mismo, por lo tanto, con los conceptos de violencia, de astucia, de perfidia o de opresión que puntuarán un poco más adelante la “Leçon d’écriture”. Ya se ha podido comprobar que la violencia, aquí, no sobreviene de una sola vez, a partir de una inocencia original cuya desnudez sería sorprendida, en el momento en que se viola el secreto de los nombres que presuntamente se dicen propios. La estructura de la violencia es compleja y su posibilidad –la escritura- no lo es menos.

Había en efecto una primera violencia en nombrar. Nombrar, dar los nombres que eventualmente estaría prohibido pronunciar, tal es la violencia originaria del lenguaje que consiste en inscribir en una diferencia, en clasificar, en suspender el vocativo absoluto.

Pensar lo único dentro del sistema, inscribirlo en él, tal es el gesto de la archiescritura: archi-violencia, pérdida de lo propio, de la proximidad absoluta, de la presencia consigo, pérdida en verdad de lo que nunca ha tenido lugar, de una presencia consigo que nunca ha sido dada sino soñada y desde un principio desdoblada, repetida, incapaz de aparecerse de otra manera que en su propia desaparición.

A partir de esta archi-violencia, prohibida y por ende confirmada por una segunda violencia reparadora, protectora, que instituye la “moral”, que prescribe la ocultación de la escritura, la borradura y la obliteración del nombre que presuntamente se dice propio que ya dividía lo propio, una tercera violencia puede eventualmente surgir o no surgir (posibilidad empírica) en lo que corrientemente se llama
el mal, la guerra, la indiscreción, la violación: que consisten en revelar por efracción el nombre que presuntamente se dice propio, vale decir la violencia originaria que ha privado a lo propio de su propiedad y de su limpieza [propreté].

Tercera violencia de reflexión, podríamos decir, que desnuda la no-identidad nativa, la clasificación como desnaturalización de lo propio, y la identidad como momento abstracto del concepto. En
este nivel terciario, el de la conciencia empírica, es que deberían sin duda situarse el concepto común de violencia (el sistema de la ley moral y de la transgresión) cuya posibilidad se mantiene todavía impensada. La escena de los nombres propios está escrita en ese nivel; y más tarde la lección de escritura.

Esta última violencia es tanto más compleja en su estructura cuanto remite a la vez a las dos capas inferiores de la archi-violencia y de la ley. Revela en efecto la primera nominación que era ya una expropiación, pero también desnuda lo que desde entonces
hacía función de propio, lo que presuntamente se dice propio, sustituto de lo propio diferido, percibido por la conciencia social y moral como lo propio, el sello tranquilizador de la identidad consigo, el secreto.

Violencia empírica, guerra en el sentido corriente (astucia y perfidia de las niñitas, astucia y perfidia aparentes de las niñitas, pues el etnólogo las absolverá ofreciéndose como el verdadero y único culpable; astucia y perfidia del jefe indio que representa la
comedia de la escritura, astucia y perfidía aparentes del jefe indio que toma en préstamo todos sus recursos del intruso occidental) que Lévi-Strauss piensa siempre como un accidente. Sobrevendría en un terreno de inocencia, dentro de un, “estado de cultura” cuya
bondad natural todavía no se hubiera degradado.

Esta hipótesis, que verificará la “Leçon d’écriture”, está sostenida por dos indicios de apariencia anecdótica que pertenecen al decorado de la representación por venir. Anuncian la gran puesta en escena de la Lección y hacen que el arte de la composición brille en ese relato de viaje. Según la tradición del siglo XVIII, la anécdota, la página de confesiones, el fragmento de diario están sabiamente dispuestos, calculados con miras a una demostración filosófica sobre las relaciones entre naturaleza y sociedad, sociedad ideal y sociedad real, vale decir, lo más frecuente, entre la otra sociedad y nuestra sociedad.

¿Cuál es el primer indicio? La guerra de los nombres propios sigue a la llegada del extranjero y uno no se sorprenderá por ello. Nace en presencia y aun de la presencia del etnógrafo que viene a turbar el orden y la paz natural, la complicidad que liga pacíficamente la buena sociedad consigo misma dentro de su juego. No sólo la gente de la línea ha impuesto a los indígenas sobrenombres ridículos, obligándolos a asumirlos desde
adentro (liebre, azúcar, Cavaignac) sino que es la irrupción etnográfica quien rompe el secreto de los nombres propios y la inocente complicidad que regula el juego de las niñitas.

El etnólogo es quien viola un espacio virginal tan seguramente connotado por la escena de un juego y de un juego de niñitas. La simple presencia del extranjero, la sola apertura de su ojo no puede dejar de provocar una violación: el a parte, el secreto murmurado al oído, los desplazamientos sucesivos de la “artimaña”; la aceleración, la precipitación, una cierta algazara creciente en el movimiento antes de la recaída que sigue a la falta consumada, cuando la “fuente” se “agota”, todo eso hace pensar en una danza, en una fiesta así como en una guerra.

Por tanto, la simple presencia del mirón es una violación. En primer término violación pura: un extranjero silencioso asiste, inmóvil, a un juego de niñitas. Que una de ellas haya “golpeado” a una “camarada”, no constituye todavía una auténtica violencia. Ninguna integridad ha sido lastimada. La violencia no aparece sino en el momento en que se puede abrir a la efracción la intimidad de los nombres propios. Y es posible sólo en el momento en que el espacio está trabajado, reorientado por la mirada del extranjero.

El ojo del otro llama los nombres propios, los deletrea, hace caer la interdicción que los vestía. El etnógrafo se contenta en principio con ver. Mirada apoyada y presencia muda. Después las cosas se complican, se vuelven más tortuosas, más laberínticas, cuando se
presta al juego de la ruptura del juego, cuando presta oídos y entabla una primera complicidad con la víctima que también es la tramposa.

Finalmente, porque lo que cuenta son los nombres de los adultos (es decir quizá los epónimos, y entonces sólo se violaría el
secreto del lugar donde los nombres son atribuidos), la denuncia última no puede privarse de la intervención activa del extranjero. Quien por otra parte la reivindica y se acusa de ella.

El ha visto, luego oído, pero pasivo ante lo que sin embargo ya sabía provocar esperaba todavía los nombres maestros. La violación no estaba consumada, el fondo desnudo de lo propio se reservaba todavía. Como no se puede, o más bien no se debe incriminar a las
niñitas inocentes, la violación se llevará a cabo por medio de la intrusión desde entonces activa, pérfida, astuta, del extranjero que luego de haber visto y oído va ahora a “excitar” a las niñitas, a desatar las lenguas y a hacerse entregar los nombres preciosos: los de los adultos (la tesis nos dice que sólo “los adultos poseen un nombre que les es propio”, p. 39).

Con mala conciencia, seguramente, y esa piedad que Rousseau decía nos une al más extranjero de los extranjeros. Releamos ahora el mea culpa, la confesión del etnólogo que carga sobre sí toda la responsabilidad de una violación que lo ha satisfecho. Luego de
haberse entregado unas a otras las chiquilinas han entregado a los adultos.

“La primera chiquiIina había venido, por venganza, a darme el nombre de su enemiga, y cuando ésta se percató de ello, comunicó el nombre de la otra, a guisa de represalia. A partir de ese momento fue muy fácil, aunque poco escrupuloso, excitar a las niñas unas contra otras y obtener todos sus nombres. Tras lo cual, creada de ese modo una pequeña complicidad, me dieron sin demasiada dificultad los nombres de los adultos.”

El verdadero culpable no será castigado, cosa que impone a su falta el sello de lo irremediable: “Cuando éstos comprendieron nuestros conciliábulos, las niñas fueron reprendidas, y la fuente de mis informaciones se agotó”.
Se sospechó ya -y todos los textos de Lévi-Strauss lo confirmarían- que la crítica al etnocentrismo, tema tan caro al autor de Tristes tropiques tiene frecuentemente por función constituir al otro en modelo de la bondad original y natural, acusarse y humillarse, exhibir su ser-inaceptable en un espejo contra-etnocéntrico. Esa humildad de quien se sabe “inaceptable”, ese remordimiento que produce la etnografía, los habría enseñado Rousseau al etnólogo moderno. Al menos es lo que se nos dice en la conferencia de Ginebra:
En verdad, yo no soy ‘yo’, sino el más débil, el más humilde de los ‘otros’.

Tal es el descubrimiento de las Confesiones. ¿El etnólogo escribe otra cosa que confesiones? Primero en su nombre, como lo he mostrado, ya que es el móvil de su vocación y de su obra; y dentro de esa obra misma, en nombre de su sociedad, que por medio del etnólogo, su emisario, se elige otras sociedades, otras civilizaciones, y precisamente las más débiles y las más humildes; pero para verificar hasta qué punto ella misma es ‘inaceptable’…” (p. 245).

Sin hablar del punto de ventaja ganado así por quien conduce esa operación en su terreno, aquí se vuelve a encontrar un gesto heredado del siglo XVIII, de un cierto siglo XVIII en todo caso, puesto que ya se comenzaba a desconfiar de ese ejercicio, aquí o allá.

Los pueblos no-europeos no sólo son estudiados como el índice de una buena naturaleza enterrada, de un suelo nativo recubierto, de un “grado cero” con relación al cual se podría delinear la estructura, el devenir y, sobre todo la degradación de nuestra sociedad y de
nuestra cultura. Como siempre, esa arqueología es también una teleología y una escatología; sueño de una presencia plena e inmediata que cierra la historia, transparencia e indivisión de una parusía, supresión de la contradicción y de la diferencia.
La misión del etnólogo, tal como Rousseau se la habría asignado, consiste en trabajar para ese advenimiento. Eventualmente contra la filosofía que “sólo” habría buscado “excitar” los “antagonismos” entre el “yo y el otro”. Que no se nos acuse aquí de forzar las palabras y las cosas. Más bien leamos. Siempre en la conferencia de Ginebra, aunque se encontrarían otros cien textos similares:

“La revolución rusoniana, preformando e iniciando la revolución etnológica, consiste en rehusar identificaciones obligadas, ya sea la de una cultura a esta cultura, o la de un individuo, miembro de una cultura, con un personaje o con una función social, que esta misma cultura busca imponerle. En ambos casos la cultura, o el individuo, reivindican el derecho a una identificación libre, que no puede
realizarse sino más allá del hombre: con todo lo que vive y por tanto sufre; y también más acá de la función o del personaje; con un ser, ya no elaborado, sino dado. Entonces, el yo y el otro, liberados de un antagonismo que la filosofía sólo buscaba, excitar, recuperan su unidad. Una alianza original, finalmente renovada, les permite fundar conjuntamente el nosotros contra el él, vale decir contra una
sociedad enemiga del hombre, y que el hombre se siente tanto mejor dispuesto a recusar cuanto que Rousseau, con su ejemplo, le enseña cómo eludir las insoportables contradicciones de la vida civilizada.

Puesto que si es verdad que la naturaleza ha expulsado al hombre, y que la sociedad persiste en oprimirlo, el hombre al menos puede invertir para ventaja suya los polos del dilema, e indagar la sociedad de la naturaleza para meditar en ella sobre la naturaleza de la sociedad. He aquí, me parece, el indisoluble mensaje del Contrato social, de las Cartas sobre botánica y de las Rêveries.”

En “Un vasito de ron”, una severa crítica a Diderot y una glorificación de Rousseau (“el más etnógrafo de los filósofos … nuestro maestro … nuestro hermano, hacia quien hemos demostrado tanta ingratitud, pero a quien podría haberse dedicado cada página de este libro si el homenaje no hubiera sido indigno de su gran memoria”), concluyen así:
“…La única cuestión es saber si esos males son en sí mismos inherentes al estado [de sociedad]. Detrás de los abusos y los crímenes, se indagará entonces la base inconmovible de la sociedad humana”.

Se empobrecería el pensamiento tan diverso de Lévi-Strauss si no se recordase aquí con insistencia lo que no agotan ese designio y esa motivación. No obstante, ambas hacen más que connotar el trabajo científico, lo marcan con profundidad en su mismo contenido.

Habíamos anunciado un segundo indicio. Los Nambikwara, entre quienes la “Leçon d’écriture” va a desplegar su escena, entre quienes el mal va a insinuarse con la intrusión de la escritura llegada de afuera (ezvyen, decía ya el Fedro, recordamos), los Nambikwara, que no saben escribir, se nos dice, son buenos.

Quienes, jesuitas, misioneros, protestantes, etnólogos norteamericanos, técnicos de la línea, han creído percibir violencia u odio entre los nambikwara no sólo se han engañado sino que probablemente han proyectado sobre ellos su propia maldad. E incluso provocado el mal que luego han creído o querido percibir.

Leamos aún el final del capítulo XVII titulado, siempre con igual arte, “En famille”. Ese pasaje precede inmediatamente a la “Leçon d’écriture” y, en cierto modo, le es indispensable. Confirmemos ante todo lo que es obvio: si no suscribimos las declaraciones de Lévi-Strauss en cuanto a la inocencia y la bondad de los nambikwara, en cuanto a su “inmensa gentileza”, “la más verídica expresión de la ternura humana”, etc., más que asignándoles una situación de legitimidad muy empírica, derivada y relativa, teniéndolas por las descripciones de las afecciones empíricas del sujeto de ese capítulo –los nambikwara tanto como el autor-, si no suscribimos entonces esas declaraciones más que a título de la relación empírica, no se desprende que demos fe a las descripciones moralizantes del etnógrafo norteamericano que, a la inversa, deplora el odio, la hurañía y la incivilidad de los indígenas. En realidad ambas relaciones se oponen simétricamente, tienen la misma medida, y se ordenan en torno a un solo y mismo eje.

Luego de citar la publicación de un colega extranjero, muy severo con los Nambikwara, con su complacencia ante la enfermedad, la suciedad, la miseria, con su descortesía, su carácter rencoroso y
desconfiado, Lévi-Strauss prosigue:
“En cuanto a mí, que los he conocido en una época en que las enfermedades introducidas por el hombre blanco ya los habían diezmado, pero en la que –desde las tentativas siempre muy humanas de Rondon- nadie se había empeñado en someterlos, quisiera olvidar esa descripción acongojante y conservar en la memoria nada más que este cuadro recuperado de mis anotadores donde una noche he garabateado al resplandor de mi linterna: En la sábana oscura brillan los fuegos del campamento. En torno la hoguera, única protección contra el frío que desciende, detrás de la frágil mampara de palmas y ramajes apresuradamente plantada en el
suelo del lado de donde se teme el viento o la lluvia; junto a las banastas colmadas con los pobres objetos que constituyen toda una riqueza terrestre; acostados sobre la tierra que se extiende en los alrededores, frecuentada por otras bandas igualmente hostiles y espantadizas, los esposos, estrechamente enlazados, se perciben uno para el otro como el sostén, el consuelo, el único auxilio contra las
dificultades cotidianas y la melancolía soñadora que, de tiempo en tiempo, invade el alma nambikwara. El visitante que por vez primera acampa en el monte con los indios, se siente arrebatado de angustia y piedad ante el espectáculo de esa humanidad tan totalmente desvalida; aplastada, parece, contra el suelo de una tierra hostil por algún implacable cataclismo; desnuda, tiritando junto a fuegos
vacilantes. Circula tanteando entre los matorrales, evitando tropezar con una mano, un brazo, un torso, cuyos cálidos reflejos se adivinan al resplandor de los fuegos.
Pero esa miseria está animada por cuchicheos y risas. Las parejas se estrechan como en la nostalgia de una unidad perdida: las caricias no se interrumpen al paso del extranjero. En todos se adivina una inmensa gentileza, una profunda despreocupación, una ingenua y encantadora satisfacción animal y, reuniendo esos sentimientos diversos, algo así como la expresión más conmovedora y más verídica de la ternura humana.”

La “Legon d’écriture” sigue a esta descripción que ciertamente se puede leer por lo que dice ser desde un comienzo: página de “anotador” garabateada una noche al resplandor de la linterna. Sería de otro modo si esa conmovedora pintura debiese pertenecer a un
discurso etnológico. Instala sin embargo indiscutiblemente una premisa -la bondad o – inocencia de los Nambikwara- indispensable para la demostración que seguirá, de la intrusión conjunta de la violencia y de la escritura.

Allí es donde entre la confesión etnográfica y el discurso teórico del etnólogo debe observarse una rigurosa frontera. La diferencia entre lo empírico y lo esencial debe continuar haciendo valer sus derechos. Es sabido que Lévi-Strauss tiene palabras muy duras para las filosofías que han abierto el pensamiento a esta diferencia y que son, con frecuencia, filosofía de la conciencia, del cogito en el sentido cartesiano o husserliano. Palabras muy duras también para el Essaí sur les données inmédiates de la conscience que Lévi-Strauss reprocha a sus antiguos maestros meditar en demasía, en lugar de estudiar el Curso de lingüística general de Saussure. Ahora bien, sea lo que fuere que se pensase en el fondo de las filosofías así
incriminadas o ridiculizadas (y de las que aquí no hablaremos salvo para subrayar que sólo están evocadas en sus espectros, como los que frecuentan a veces los manuales, los trozos escogidos o los rumores), debe reconocerse que la diferencia entre el afecto empírico y la estructura de esencia servía allí de regla principal.

Ni Descartes ni Husserl hubieran jamás dejado entender que tenían por verdad científica a una modificación empírica de su relación
con el mundo o con el prójimo, ni por premisa de un silogismo a la calidad de una emoción.

Jamás en las Regulæ se pasa de la verdad fenomenológicamente irrecusable del “veo amarillo” al juicio “el mundo es amarillo”. No prosigamos en esta dirección. Nunca, en todo caso, un filósofo riguroso de la conciencia hubiera concluido con tanta rapidez la
bondad radical y la inocencia virginal de los nambikwara sobre la fe de un relato empírico.

Desde el punto de vista de la ciencia etnológica, ese relato es tan sorprendente como podía ser “acongojante”, la palabra es de Lévi-Strauss, la del malvado etnólogo norteamericano.

Sorprendente, esa afirmación incondicionada de la bondad radical de los Nambikwara, en la pluma de un etnólogo que opone a los fantasmas exangües de los filósofos de la conciencia y de la ‘intuición los que han sido sus únicos auténticos maestros: Marx y Freud, si debe creerse al comienzo de Tristes tropiques.

Todos los pensadores clasificados de prisa, al comienzo de este libro, bajo el título de la metafísica, de la fenomenología y del existencialismo, no se reconocerían con los rasgos que se les han prestado. Esto es obvio. Pero uno se equivocaría concluyendo que, en compensación, los discursos escritos bajo su signo y en particular los capítulos que nos ocupan hubieran satisfecho a Marx y a Freud. Que en general pedían comprender cuando se les hablaba de “inmensa gentileza”, de “profunda despreocupación”, de “-ingenua y encantadora satisfacción animal” y de “algo así como la expresión más conmovedora y más verídica de la ternura humana”.

Que pedían comprender y sin duda no hubieran entendido a qué se podía hacer alusión precisamente bajo el nombre de la “alianza original, finalmente renovada”, que permite “fundar conjuntamente el nosotros contra el él” (ya citado) o bajo el nombre de “esa estructura regular y- como cristalina, de la cual las sociedades primitivas mejor conservadas nos enseñan que no es contradictoria con la humanidad” (Leçon inaugurale au Collége de France [trad. esp. Elogio de la antropología, Pasado y Presente, 1968. N. del T.]).

En todo ese sistema de parentesco filosófico y de reivindicación genealógica, el menos sorprendido de todos no hubiera sido Rousseau, sin duda. ¿No habría pedido que se lo dejara vivir en paz con los filósofos de la conciencia y del sentimiento interior, en paz con ese cogito sensible, con esa voz interior que como es sabido él creía que no mentía nunca?

Poner de acuerdo en sí a Rousseau, Marx y Freud es una tarea difícil. Ponerlos de acuerdo entre sí, en el rigor sistemático del concepto, ¿acaso es posible?

Trump: el otro fin de ciclo

Trump: el otro fin de ciclo

10 Nov 2016 Atilio Boron

En el último año hablar del “fin del ciclo progresista” se había convertido en una moda en América Latina…Pero no, es otro ciclo el que se acabó : el del neoliberalismo, cuya malignidad convirtió a la Unión Europea en una potencia de segundo orden e hizo que Estados Unidos se internara por el sendero de una lenta pero irreversible decadencia imperial.

Uno de los supuestos de tan temeraria como infundada tesis, cuyos contenidos hemos discutido en otra parte, era la continuidad de las políticas de libre cambio y de globalización comercial impulsadas por Washington desde los tiempos de Bill Clinton y que sus cultores pensaban serían continuadas por su esposa Hillary para otorgar sustento a las tentativas de recomposición neoliberal en curso en Argentina y Brasil.1

Pero enfrentados al tsunami Donald Trump se miran desconcertados y muy pocos, tanto aquí como en Estados Unidos, logran comprender lo sucedido. Cayeron en las trampas de las encuestas que fracasaron en Inglaterra con el Brexit, en Colombia con el No, en España con Podemos y ahora en Estados Unidos al pronosticar unánimemente el triunfo de la candidata del partido Demócrata.

También fueron víctimas del microclima que suele acompañar a ciertos políticos, y confundieron las opiniones prevalecientes entre los asesores y consejeros de campaña con el sentimiento y la opinión pública del conjunto de la población estadounidense, esa sin educación universitaria, con altas tasas de desempleo, económicamente arruinada y frustrada por el lento pero inexorable desvanecimiento del sueño americano, convertido en una interminable pesadilla.

Por eso hablan de la “sorpresa” de ayer a la madrugada, pero como observara con astucia Omar Torrijos, en política no hay sorpresas sino sorprendidos. Veamos algunas de las razones por las que Trump se impuso en las elecciones.

Primero, porque Hillary Clinton hizo su campaña proclamando el orgullo que henchía su espíritu por haber colaborado con la Administración Barack Obama, sin detenerse un minuto a pensar que la gestión de su mentor fue un verdadero fiasco. Sus promesas del “Sí, nosotros podemos” fueron inclementemente sepultadas por las intrigas y presiones de lo que los más agudos observadores de la vida política estadounidense esos que nunca llegan a los grandes medios de aquel país denominan “el gobierno invisible” o el “estado profundo”.

Las módicas tentativas reformistas de Obama en el plano doméstico naufragaron sistemáticamente, y no siempre por culpa de la mayoría republicana en el Congreso. Su intención de cerrar la cárcel de Guantánamo se diluyó sin dejar mayores rastros y Obama, galardonado con un inmerecido Premio Nobel, careció de las agallas necesarias para defender su proyecto y se entregó sin luchar ante los halcones.

Otro tanto ocurrió con el “Obamacare”, la malograda reforma del absurdo, por lo carísimo e ineficiente, sistema de salud de Estados Unidos, fuente de encendidas críticas sobre todo entre los votantes de la tercera edad pero no sólo entre ellos. No mejor suerte corrió la reforma financiera, luego del estallido de la crisis del 2008 que sumió a a la economía mundial en una onda recesiva que no da señales de menguar y que, pese a la hojarasca producida por la Casa Blanca y distintas comisiones del Congreso, mantuvo incólume la impunidad del capital financiero para hacer y deshacer a su antojo, con las consabidas consecuencias.

Mientras, los ingresos de la mayoría de la población económicamente activa registraban no en términos nominales sino reales un estancamiento casi medio siglo, las ganancias del uno por ciento más rico de la sociedad norteamericana crecieron astronómicamente.2 Tan es así que un autor como Zbigniew Brzezinski, tan poco afecto al empleo de las categorías del análisis marxista, venía hace un tiempo expresando su preocupación porque los fracasos de la política económica de Obama encendiese la hoguera de la lucha de clases en Estados Unidos.

En realidad esta venía desplegándose con creciente fuerza desde comienzos de los noventas sin que él, y la gran mayoría de los “expertos”, se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo bajo sus narices. Sólo que la lucha de clases en el corazón del sistema imperialista no puede tener las mismas formas que ese enfrentamiento asume en la periferia. Es menos visible y ruidoso, pero no por ello inexistente. De ahí la tardía preocupación del aristócrata polaco-americano. En materia de reforma migratoria Obama tiene el dudoso honor de haber sido el presidente que más migrantes indocumentados deportó, incluyendo un exorbitante número de niños que querían reunirse con sus familias. En resumen, Clinton se ufanaba de ser la heredera del legado de Obama, y aquél había sido un desastre.

Pero, segundo, la herencia de Obama no pudo ser peor en materia de política internacional. Se pasó ocho años guerreando en los cinco continentes, y sin cosechar ninguna victoria. Al contrario, la posición relativa de Estados Unidos en el tablero geopolítico mundial se debilitó significativamente a lo largo de estos años. Por eso fue un acierto propagandístico de Trump cuando utilizó para su campaña el slogan de “¡Hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez!” Obama y la Clinton propiciaron golpes de estado en América Latina (en Honduras, Ecuador, Paraguay) y envió al Brasil a Liliana Ayalde, la embajadora que había urdido la conspiración que derribó a Fernando Lugo para hacer lo mismo contra Dilma.

Atacó a Venezuela con una estúpida orden presidencial declarando que el gobierno bolivariano constituía una “amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos.” Reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba pero hizo poco y nada para acabar con el bloqueo. Orquestó el golpe contra Gadaffi inventando unos “combatientes por la libertad” que resultaron ser mercenarios del imperio.

Y Hillary merece la humillación de haber sido derrotada por Trump aunque nomás sea por su repugnante risotada cuando le susurraron al oído, mientras estaba en una audiencia, que Gadaffi había sido capturado y linchado. Toda su degradación moral quedó reflejada para la historia en esa carcajada. Luego de eso, Obama y su Secretaria de Estado repitieron la operación contra Basher al Assad y destruyeron Siria al paso que, como confesó la Clinton, “nos equivocamos al elegir a los amigos” –a quienes dieron cobertura diplomática y mediática, armas y grandes cantidades de dinero- y del huevo de la serpiente nació, finalmente, el tenebroso y criminal Estado Islámico.

Obama declaró una guerra económica no sólo contra Venezuela sino también contra Rusia e Irán, aprovechándose del derrumbe del precio del petróleo originado en el robo de ese hidrocarburo por los jijadistas que ocupaban Siria e Irak. Envió a Victoria Nuland, Secretaria de Estado Adjunta para Asuntos Euroasiáticos , a ofrecer apoyo logístico y militar a las bandas neonazis que querían acabar con el gobierno legítimo de Ucrania, y lo consiguieron al precio de colocar al mundo, como lo recuerda Francisco, al borde de una Tercera Guerra Mundial.

Y para contener a China desplazó gran parte de su flota de mar al Asia Pacífico, obligó al gobierno de Japón a cambiar su constitución para permitir que sus tropas salieran del territorio nipón (con la evidente intención de amenazar a China) e instaló dos bases militares en Australia para, desde el Sur, cerrar el círculo sobre China. En resumen, una cadena interminable de tropelías y fracasos internacionales que provocaron indecibles sufrimientos a millones de personas.

Dicho lo anterior, no podía sorprender a nadie que Trump derrotara a la candidata de la continuidad oficial. Con la llegada de este a la Casa Blanca la globalización neoliberal y el libre comercio pierden su promotor mundial. El magnate neoyorquino se manifestó en contra del TTP, habló de poner fin al NAFTA (el acuerdo comercial entre Estados Unidos, México y Canadá) y se declaró a favor de una política proteccionista que recupere para su país los empleos perdidos a manos de sus competidores asiáticos.

Por otra parte, y en contraposición a la suicida beligerancia de Obama contra Rusia, propone hacer un acuerdo con este país para estabilizar la situación en Siria y el Medio Oriente porque es evidente que tanto Estados Unidos como la Unión Europea han sido incapaces de hacerlo. Hay, por lo tanto, un muy significativo cambio en el clima de opinión que campea en las alturas del imperio. Los gobiernos de Argentina y Brasil, que se ilusionaban pensando que el futuro de estos países pasaría por “insertarse en el mundo” vía libre comercio (TTP, Alianza del Pacífico, Acuerdo Unión Europea-Mercosur) más les vale vayan aggiornando su discurso y comenzar a leer a Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro de Estados Unidos, y padre fundador del proteccionismo económico.

Sí, se acabó un ciclo: el del neoliberalismo, cuya malignidad convirtió a la Unión Europea en una potencia de segundo orden e hizo que Estados Unidos se internara por el sendero de una lenta pero irreversible decadencia imperial. Paradojalmente, la elección de un xenófobo y misógino millonario norteamericano podría abrir, para América Latina, insospechadas oportunidades para romper la camisa de fuerza del neoliberalismo y ensayar otras políticas económicas una vez que las que hasta ahora prohijara Washington cayeron en desgracia.

Como diría Eric Hobsbawm, se vienen “tiempos interesantes” porque, para salvar al imperio, Trump abandonará el credo económico-político que tanto daño hizo al mundo desde finales de los años setentas del siglo pasado. Habrá que saber aprovechar esta inédita oportunidad.

Notas:

1 Ver Atilio A. Boron y Paula Klachko, “Sobre el “post-progresismo” en América Latina: aportes para un debate”, 24 Septiembre 2016, (disponible en varios diarios digitales)

2 Cf. Drew Desilver, “For most workers, real wages have barely budged for decades” donde demuestra que los salarios reales tenían en el año 2014 ¡el mismo poder de compra que en 1974! Ver http://www.pewresearch.org/fact-tank/2014/10/09/for-most-workers-real-wages-have-barely-budged-for-decades/

Fuente: Investig’Action – See more at: http://www.investigaction.net/es/trump-el-otro-fin-de-ciclo/#sthash.Ln5S1oc7.dpuf

Posmodernismo y contrarrevolución

Posmodernismo y contrarrevolución
Creado en 15 Mayo 2012
Oscar A. Fernández O. (*)
La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas. Karl Marx
SAN SALVADOR – Karl Marx (1818-1867) amplió el campo de aplicaciones en el debate sobre que define la llamada “modernidad” y con ello también el horizonte de su transcendencia; así, en un primer estadio de su análisis crítico que incide ante todo sobre el ámbito socioeconómico, lo “moderno” equivale a una categoría más bien negativa que viene a identificarse con la abstracción, la metafísica y el dualismo que alienan al hombre y que deben superarse para alcanzar la realización del hombre; posteriormente, al hacer extensivo su análisis al ámbito político y tocado él mismo por la visión optimista de la época ante el progreso, atribuye a la modernidad una noción más positiva: la transición de una sociedad menos desarrollada a otra más desarrollada en la que se hacen presentes los nuevos elementos progresivos –si bien, el progreso no ha de entenderse aquí necesariamente en su vertiente moral de mejoramiento, sino en el sentido histórico de incremento y acumulación, con el que se da paso a la liberación del hombre en el nuevo tipo de sociedad (socialista) que surge- (Ruíz Esparza: 1992)
Lo que se ha dado en llamar “posmodernidad” no es un fenómeno puramente ideológico, es decir, que no se trata de un juego conceptual elaborado por intelectuales deprimidos y nihilistas del “primer mundo”, sino, ante todo, de un discurso civilizatorio, un cambio de sensibilidad sobre el ser humano. Hoy la posmodernidad, es vista como antítesis de la modernidad, se entiende como “negación” de la modernidad; crisis y acabamiento –muerte- de la razón; pesimismo, desconfianza en la razón; tiempo de pragmatismo y prejuicio, deconstrucción de la historia. (Castro Gómez:1997)
La posmodernidad es pues, la agudización de la modernidad y por tanto, la expresión de un capitalismo jadeante pero voraz. Por lo tanto podemos concluir que las características que suelen atribuirse al postmodernismo no son más que las que constituyen a la Modernidad (Giddens 1994)
Adolfo Sánchez Vázquez opina que la posmodernidad es una ideología propia de la “tercera fase de expansión del capitalismo” que se inicia después de terminada la segunda guerra mundial. A diferencia de las dos anteriores, esta tercera fase ya no conoce fronteras de ninguna clase, llegando a penetrar incluso en ámbitos como la naturaleza, el arte y el inconsciente colectivo. Para lograr sus objetivos, el “capitalismo tardío” engendra una ideología capaz de inmovilizar por completo cualquier intento de cambiar la sociedad.
En opinión de Sánchez Vázquez, el pensamiento posmoderno arroja por la borda la idea misma de “ razón” y “derecho”, con lo cual se arruina todo intento de legitimar un proyecto de transformación social. Al negar el potencial emancipador de la modernidad, la postmodernidad descalifica la acción política y desplaza la atención hacia el ámbito contemplativo de lo estético. Así mismo, la reivindicación de lo fragmentario y lo justo elimina cualquier tipo de resistencia y sume al hombre en una espera resignada del fin. (Castro Gómez: 2001)
El economista y filósofo Franz Hinkelammert ve en la posmodernidad un peligroso regreso a las fuentes del nazismo. La influencia de Nietzsche en los filósofos posmodernos no es gratuita, pues de lo que se trata es de corroer los cimientos mismos de la racionalidad. Vivimos en una Sociedad postmoderna, es decir, en un “no lugar”, en donde se deja que el capitalismo limite y reglamente el poder de la sociedad de disponer de éste. No existe base social ni constitución política, el contrato social se ha rescindido y solo se enuncia el derecho del capital globalizado.

En esta visión de las cosas el discurso emancipador queda abolido, la emancipación también; la filosofía que se forma como conjunción de teoría y praxis y como pensamiento que proviene de la historia y va hacia ella, pierde todo sentido porque la historia también la ha perdido. El pueblo como sujeto no representa ninguna legitimidad porque los sujetos como tales están deslegitimados; la idea del futuro pende de un horizonte sin historia, como pieza de arqueología en los museos de la modernidad. Todo lo moderno es ya arcaico, fósil.

La estética que engloba la vida cotidiana es un proceso del modelaje de la llamada modernidad tardía, caracterizada por la creciente individualidad, expresión personal y autoconciencia estilística de los sujetos. Autores como Bourdieu y Featherstone proponen pensar al sujeto del capitalismo tardío como un ser preocupado por el estilo y la estética de su vida, y que en función de ello mantiene un profundo deseo por aprender y enriquecerse continuamente, por buscar nuevos valores y vocabularios. Se trata de un sujeto que autoconstruye su propia cotidianeidad a partir del consumo de bienes y servicios simbólicos, y que cree además que la vida estética es la vida éticamente buena.
La postmodernidad no es solamente la deslegitimación y desconstrucción de los modelos, arquetipos y relatos que dejarían a la ideología, entre otras cosas, archivada en los museos del tiempo irremediablemente pasado, sino que es la construcción de nuevos modelos a partir de una realidad globalizante.
Aparentemente hay una gran diferencia entre posmodernismo que se autodefine como un pensamiento débil y escéptico y el neoliberalismo presentado como una doctrina fuerte y dogmática del mundo. Sin embargo, ambos están ligados por un carácter robustamente doctrinario en su rechazo tajante a la modernidad. Para los posmodernos el socialismo no es más que un mito, una leyenda fantasiosa y por ello el fin de la modernidad sería asimismo el fin del socialismo y sus argumentos.
El neoliberalismo, como corriente de pensamiento, comienza a configurarse en los años 40 con la obra de Friedrich Hayek, “El Camino de la Servidumbre”. Después de tres décadas de deambular por los ámbitos académicos, los sectores dominantes del poder político lo comienzan a asumir y lo pondrán en práctica en las principales naciones del capitalismo industrializado. Estos sectores vieron en esta nueva doctrina la posibilidad de poner en práctica los programas de ajuste y reestructuración necesarios para salir de la crisis de acumulación del régimen fordista y por ende del salvataje del sistema en su conjunto.
Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania fueron los países que asumieron con mayor dinamismo el proceso de reestructuración política y económica que llevó progresivamente a la derechización de gran parte del mundo en la década de los 80 y 90. Nos descubrimos ante un verdadero proyecto hegemónico de escala planetaria. (Javier García: 1997)
“La respuesta neoliberal es simplista y engañosa: promete más mercado cuando, en realidad, es en el propio mercado donde se encuentran las raíces de la exclusión y la desigualdad. Es en el mercado donde la exclusión y la desigualdad se reproducen y se amplían. El neoliberalismo nada nos dice acerca de cómo actuar contra las causas estructurales de la pobreza; por el contrario, él actúa intensificándolas (R. Aruj, 2000)
La revolución conservadora de Reagan y Tatcher se alimentó de estas ideas reaccionarias y pesimistas para desarrollar una salvaje política de hostilidad contra el Estado del bienestar. Contradictoriamente, bajo la apariencia de una política estrictamente neoliberal, se reforzaron políticas keynesianas para la producción de armamentos que contribuyeron decisivamente al auge en los ’80. (J. Garcia: 1997)
Tras la quiebra del llamado socialismo real dirigido por la ex Unión Soviética, el postmodernismo se transformó en pensamiento único, afianzándose como la nueva filosofía política contemporánea, encumbrando las delicias del mercado y convirtiéndose así en el principal soporte ideológico del neoliberalismo.
El discurso de la globalización construye un imaginario que introyecta la ilusión de un mundo mejor en el cual hay una dudosa libertad, consumismo, hedonismo y búsqueda constante y posible de una mejor calidad de vida por un camino individual, sin importar la ética: ¡sálvense quién pueda! El proyecto neoliberal de la globalización, tiene como premisa lograr el desarrollo de la humanidad sin tener en cuenta los costos que ello implique, apuntando a que un sector (aquellos que detentan el poder y algunos de sus seguidores) subsista hasta el final del camino. Para ello ha desplegado una serie de instrumentos que junto con el desarrollo de la tecnología, le han permitido un mayor poder para lograr y mantener ese control.
El pensamiento único puede y debe presentarse como sucesor umbilical del postmodernismo político. La diferencia sustancial es que el pensamiento único es una ideología cerrada y totalizadora, que se autoafirma presentándose con la autoridad de lo indiscutible. Caído el muro, no hay otra alternativa que el capitalismo realmente existente.
Pero, la realidad es bien distinta. El nuevo orden prometido no tardó en convertirse en un colosal desorden. La globalización económica, es decir, la internacionalización de los mercados financieros y la producción manufacturera combinada con la incesante revolución tecnológica del fin de siglo, devora todo lo social, empequeñece el papel del estado, robando paulatinamente la soberanía nacional de cada burguesía e instaurando la gran dictadura mundial de los mercados. La democracia burguesa, es decir, la dictadura con rostro humano del gran capital de cada estado nacional, se ha convertido en la plutocracia “prestigiosa” de mercados que fluctúan sin control arrasando a su paso, cual plaga de langostas, las bolsas, monedas y reservas de divisas de los más débiles, obligándolos a hipotecarse hasta el cuello, convirtiendo así las deudas en impagables, lo que los vuelve dueños de naciones enteras.
Este nuevo darwinismo macroeconómico impone la selección natural de las economías más fuertes y estables excluyendo grandes áreas geopolíticas como África, que no han sido ni siquiera invitadas al gran juego de la globalización.
La desvergüenza y la palabra vacía con la que se manejan los representantes de los intereses del neoliberalismo, pretende paralizar cualquier tipo de acción alternativa, es una condición movilizadora y a la vez paralizante, es un mensaje que indica el hacer, el quehacer y el pensar. La masa debe obedecer las palabras y sus consignas, y luego las repite. “Quien domine la jerga no necesita decir lo que piensa, ni siquiera pensarlo honestamente; de esto le exonera la jerga, que al mismo tiempo desvaloriza el pensamiento”. (Aruj: cit.)
La dictadura de los mercados concentra el capital cada vez en menos manos, como pronosticó Marx con gran acierto hace ahora siglo y medio. Pero el fenómeno de la concentración oligárquica de la riqueza conlleva necesariamente la depauperación económica de amplias capas de la sociedad. Esto ha provocado como relación causa-efecto, situaciones insostenibles de inestabilidad política que más temprano que tarde, traerán consigo grandes conmociones sociales que ponen encima de la mesa la cuestión del poder.
Como en todo proceso de revolución y contrarrevolución, la humanidad se enfrentará a una crisis de civilización a escala planetaria que, con diferentes ritmos dependiendo de cada país, planteará dos únicas alternativas globales: o la clase trabajadora rompe el dominio del capital en un país clave abriendo de nuevo la posibilidad de la construcción revolucionaria del socialismo a nivel mundial, o la burguesía desesperada pondrá su futuro en manos de nuevas dictaduras fascistas, incluso en los civilizados países de Europa y Estados Unidos, desatando una voracidad imperialista sin precedentes.
El marxismo leninismo no tiene nada que ver con la melancolía. Reivindicamos nuestro derecho al optimismo revolucionario. Pero, si no somos capaces de aprovechar los próximos años en educar cuadros revolucionarios y extender las ideas del marxismo, nos enfrentaremos a esos procesos con una debilidad innecesaria que puede facilitar la derrota del proletariado e incluso la vuelta al fascismo. Si bien en la izquierda no hemos logrado aún sacudirnos del todo la polvareda levantada por la caída del muro de Berlín, nuestro propio desarrollo nos impone repensar la teoría y ponerla a tono con el mundo de hoy.
Este ejercicio teórico y de rediseño de la práctica, requiere también de la investigación seria y concienzuda del ayer; precisa del reencuentro con el marxismo clásico, la lucha de clases y del estudio de todo el pensamiento social, sobre todo de aquel que desde una postura revolucionaria se mostró original y creativo, a fin de que el análisis contribuya a la necesaria recomposición de la teoría en este extravagante tiempo de globalización, desprecio de la razón y culto a la apariencia.

Una radiografía marxista de la globalización

Una radiografía marxista de la globalización.
(Olmedo Beluche)
En este siglo XXI, siete mil millones de seres humanos vivimos bajo el signo de lo que se ha llamado “globalización”. Este concepto procura captar una realidad compleja pero concreta, que determina, cual si de Dios se tratase, nuestras vidas: empleo, pobreza, migraciones, democracia, identidad, gustos, formas de pensar, etc. ¿Dónde está la esencia de este fenómeno multidimensional? ¿Qué es lo determinante: el proceso económico, el político – institucional, sus resultados sociales o sus consecuencias culturales?
“Marxismo y globalización capitalista”, de Roberto Ayala Saavedra, profesor de sociología de la Universidad de Costa Rica, aborda de manera brillante este complejo problema y lo hace, como indica desde su título, con el método del materialismo histórico, “una teoría de la totalidad social,…, que busca fundar racionalmente la acción y que se construye en esa acción,…, una praxis transformadora que quiere ser consciente y racional”.
De la generación de cientistas sociales centroamericanos de este inicio del siglo XXI, Roberto Ayala es uno de los más capacitados para acometer la titánica tarea de arriesgar una radiografía de la globalización bajo la lupa del método marxista. Ayala es una persona que ha combinado la lucidez de un pensamiento crítico, basado en una sólida formación teórica, con una vida de compromiso militante desde hace 40 años.
“Praxis transformadora” que Roberto ha sostenido inquebrantable desde que lo conocimos como brillante estudiante de secundaria y dirigente estudiantil, a mitad de los años 70; pasando por sus años de formación académica y política en Brasil; que lo llevó a ser uno de los fundadores del Partido Socialista de los Trabajadores de Panamá; y que ha sostenido por 20 años en Costa Rica, donde emigró y ha continuado combinando su labor académica con el compromiso militante hasta el día de hoy.
Globalización, un proceso abierto y en disputa
“Marxismo y globalización capitalista” es una obra extraordinaria, que disecciona al “capitalismo del siglo XXI” o “capitalismo tardío” (concepto tomado de Ernest Mandel), en una reflexión crítica que polemiza con enfoques teórico metodológicos de diversas corrientes de la Ciencia Social. Cada momento del análisis concreto va acompañado de una explicación metodológica, uno de sus mejores aportes, en que Ayala demuestra un dominio sobre el método hegeliano-marxista. El libro está compuesto por cinco capítulos y su conclusión: capitalismo global; América Latina: reconsideración del problema de la dependencia; globalización y cambio cultural; cuestión social y capitalismo; neoliberalismo y ética.
Desde la Introducción, Ayala se aleja de interpretaciones mecanicistas y metafísicas, para señalar que la globalización: “…es un proceso abierto y en disputa, cuya ulterior conformación depende de la relación de fuerzas entre diversas clases…” (Pág. 5). Siendo que una característica del capitalismo es su expansión sin fronteras y que desde el siglo XVI existe lo que I. Wallerstein llama “sistema mundo”, Ayala se focaliza en las características específicas del capitalismo bajo la globalización actual.
De manera que define a la globalización como una realidad “compleja, multidimensional y móvil”, estructurada y jerarquizada, no una “amalgama”, que tiene “su base y condición general de posibilidad… su anatomía, en la economía política…” (Págs. 26 y 27). La globalización tiene cuatro dimensiones: económica, política, tecnológica y cultural, según Ayala.
Las cuatro dimensiones de la globalización
Respecto de la dimensión económica, llama a repudiar lo métodos que se focalizan sobre aspectos incidentales, abusando de la fenomenología y el método individualista, deshistorizando lo real. Por ende, a partir de la cita de Marx (“el problema de la historia es la historia del problema”), invita a comprender la globalización a partir de la historia del capitalismo como un sistema de explotación de clases.
Al abordar la dimensión tecnológica, propone repudiar la “fetichización tecnológica” que se niega a ver que todos los desarrollos en esta dimensión tienen como objetivo el aumento de la productividad del trabajo, es decir, la explotación de clase.
Sobre la dimensión político-institucional, Roberto Ayala recuerda que el objetivo de la ideología liberal, y neoliberal por extensión, no es otro que la “naturalización” del mercado (“reificación”, diría Lukacs). La globalización ha implicado una “ofensiva capitalista en la lucha de clases” (J. Hirsh), bajo los criterios neoliberales. Pero esta ofensiva es velada a través de una institucionalidad internacional (ONU, OMC, UE, OEA, etc.) que opera como legitimadora de las decisiones, impulsando métodos políticos que han reducido la democracia a una práctica restringida y una ciudadanía con derechos humanos reducidos.
En el plano de la cultura, “las industrias culturales (audiovisuales), organizan la canalización del placer hacia formas y ámbitos compatibles con la reproducción económica y social del orden vigente” (Pág. 52). A la vez que promueven un hiperindividualismo, la indiferencia social, el consumismo cosificante con derrapes escapistas.
La globalización desplaza a las burguesías ‘nacionales’ de su propio mercado interno.
El capítulo 2, donde se aborda el problema de la dependencia en América Latina, es uno de los más brillantes y donde se hacen aportes novedosos. Luego de polemizar con la teorías desarrollistas y de la dependencia, defendiendo la marxista teoría del imperialismo, Roberto Ayala sostiene que la fase de la globalización implica una nueva situación, un salto adelante de la internacionalización del sistema capitalista y dependencia de nuestros países.
La globalización implicaría un desplazamiento de los capitales nacionales en favor de los multinacionales imperialistas, una “tendencia general que desplaza a una posición subordinada, en su propio mercado ‘nacional’… su participación en el excedente internamente producido se reduce a una porción bastante menor… Desplazamiento en su propio mercado por el capital metropolitano…” que implica la derrota del proyecto capitalista autónomo en la periferia (Pág. 104 y 105).
Esta nueva realidad marca los límites y determina lo que pueden hacer los gobiernos “neodesarrollistas”, que algunos llaman “populistas” o “progresistas”.
Al respecto señala: “Cualesquiera que sean los avances puntuales, justamente apropiados y defendidos por los trabajadores y sectores populares como conquistas, en absoluto modifican la estructura socioeconómica interna ni las relaciones con la economía mundial, los mecanismos de la dominación permanecen inalterados… el neodesarrollismo no rompe con la lógica del sistema, se limita a buscar estrategias y políticas económicas heterodoxas que impulsen el crecimiento, mitiguen la desigualdad… No va más allá, aún en su versión de retórica más radical, de una variante de gestión del capitalismo periférico” (Pág. 119).
Las subjetividades moldeadas por la industria cultural

En lo que atañe a la globalización y el cambio cultural, Ayala empieza por señalar que tratar el tema de la cultura como una entidad separada de “las condiciones generales de existencia” es metodológicamente incorrecto porque rompe la unidad compleja de los social y lleva a caer en la metafísica idealista.

Las relaciones individuo / sociedad “se dan mediadas por objetos simbólicos, climas culturales,…, que refuerzan tendencias estructurales… las subjetividades adaptadas, integradas…” (Pág. 142). De ahí que proponga que una teoría de la acción social no puede despreciar los contextos históricos, que dan sentido a la acción, en esa perspectiva Ayala rescata el interaccionismo simbólico de G. H. Mead, y la fenomenología de Berger y Luckmann.

En una sociedad de clases como la globalizada capitalista, la industria cultural fabrica el clima cultural en que se forman las subjetividades individuales. “La modernidad burguesa se funda en el impetuoso desarrollo de las fuerzas productivas, pero se apoya en la colonización de la subjetividad. La interiorización naturalizada y mayormente inconsciente de las relaciones sociales imperantes” (Pág. 150).
Pero también se producen resistencias culturales, acciones subversivas y lucha de los oprimidos que no se reduce a la acción política o económica, sino que también es cultural. Estas respuestas son producidas por las evidentes contradicciones del sistema, en el que el gran desarrollo de fuerzas productivas no hace más feliz al ser humano, sino que la mayoría padecen sumidos en una vida frustrada por la miseria y el trabajo alienante (cuando lo consiguen).
Resistencias reaccionarias y resistencias revolucionarias
Ahora bien, el lado positivo del proceso en la visión de Ayala, es que “la globalización no es solo hamburguesas y coca cola, comporta todo un amplio espectro de normas y valores, ideologías y representaciones… (la) transculturización de los valores…” (Págs. 196 y 197). Esos valores no solo reproducen las relaciones sociales capitalistas, sino también conquistas democráticas que pertenecen a la humanidad y que confrontan valores y costumbres tradicionalistas, conservadoras y fundamentalistas arcaicas, pero que aún perviven.
De ahí que Ayala rescata el concepto de “sociedad abierta”, pese a provenir de uno de los más grandes voceros del liberalismo, Karl Popper. Y lo hace en el sentido siguiente: “El capitalismo da lugar a una forma social incomparablemente abierta respecto de todas las formas que le antecedieron, impulsando de esta manera un proceso de individuación y secularización…” (Pág. 203).
Por eso no hay que confundirse, no todas las resistencias son progresivas. Nos propone Ayala que diferenciemos de las diversas resistencias que genera la globalización aquellas que son de tipo reaccionario (“conservatismo atávico, exaltación teológico-trascendentalista, escapismo neorromántico, nihilismo epistemológico posmoderno o ingenuidad primitivista”) de las resistencias que, basadas en el pensamiento crítico, defiendan las conquistas democráticas de la modernidad, “sin el oscuro costado del capitalismo”.
De la caridad cristiana al enfoque neoliberal de las políticas sociales
En el capítulo IV se traza la historia de las doctrinas sociales, desde los siglo XIV al XVI, cuando se emitieron las primeras “leyes de pobres”, época en que se interpretaba la pobreza como castigo divino, y asignaba a las parroquias el deber de auxiliarla, mientras que el objetivo de esa legislación consistía en obligar a la fuerza de trabajo desplazada del campo a disciplinarse de manera forzosa en las nacientes manufacturas y la vida urbana, so pena de cárcel y virtual esclavitud.
El análisis histórico pasa por la consolidación del capitalismo en el siglo XIX, en que el problema social adquiere dos perspectivas coetáneas: la liberal ascética, que percibe la riqueza como premio al trabajo (Mandeville), pero que promueve un individualismo insolidario que llega al paroxismo con el darwinismo social de Spencer; por otro lado, como subproducto de la Revolución Francesa se visualiza el problema desde la “dignidad humana” que no debe permitir la degradación social extrema, de la cual surgirá perspectiva de Bismarck, que busca atenuar el conflicto social con políticas de mitigamiento en las que la atención a la pobreza se desplaza de las parroquias a un deber del Estado.
La crisis posterior a la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa (primer intento concreto de construir una sociedad sin explotación de clases), la quiebra de 1929 y los dramáticos acontecimientos políticos de ese período, parieron el Estado Benefactor (J. M. Keynnes) como una forma de salvar al capitalismo de sí mismo, regulando la economía y las relaciones sociales desde el estado, dando origen así a la verdadera “política social”. Pero el Estado Benefactor seguía siendo un estado capitalista que no podía superar sus contradicciones, dando paso el “boom” de la post guerra al estancamiento económico.
De esa crisis abierta en los años 70, se impone en la lógica del capital la doctrina neoliberal y su particular manera de enfocar el problema social, la cual arrecia a partir de la desaparición de la URSS, una de las amenazas a las que el estado de beneficio intentaba responder.
En “…la nueva fase de despliegue del capitalismo… la cuestión social sufre un replanteamiento correlativo…: retirada del estado, limitación fiscal, focalización, centralidad de la gestión de la pobreza (…), protagonismo del llamado tercer sector (ONG’s), alejamiento de los sectores medios de los servicios públicos y reorientación hacia el mercado, desplazamiento semántico de ‘igualdad’ a ‘equidad’”, con el consiguiente aumento de la pobreza y la desigualdad (Pág. 321).
En fin, que la política social no ha escapado al objetivo de reproducir las condiciones de existencia del capitalismo administrando la cuestión social.
Frente a la ética individualista del capitalismo la ética de la solidaridad, única garantía de la libertad individual
El capítulo dedicado al neoliberalismo y la ética inicia analizando la filosofía del grupo de Mont Pelerine, y su ideólogo, Fiedrich von Hayek, para quienes el “igualitarismo” del Estado Benefactor mataba la libertad individual porque la desigualdad era un valor positivo, ya que alentaba la competencia, de la que depende el progreso social, en la perspectiva neoliberal.
Bajo la lógica liberal el individuo lo es todo, la sociedad o colectividad o no existe, o es una coerción contra el primero. Cita a Mario Vargas Llosa: “La libre elección está en la base del pensamiento liberal. Y lo está como manifestación de su individualismo, de su cerrado rechazo del colectivismo, de la defensa que hace, frente a la pretensión ideológica de convertir lo social en una instancia moral o política superior a los hombres y mujeres particulares”. En palabras de Margaret Tatcher: “’la sociedad no existe’, sería un invento de los comunistas” (Pág. 354).
Ayala señala que en vez de libre elección, esta nefasta ideología liberal es egoísmo social, que pretende elevar a la ética las reglas convenientes al orden social capitalista. Esa ética liberal pretende naturalizar la desigualdad social y pone como su norte la competencia, y la división del mundo entre ganadores y perdedores, como algo “normal”.
Esa perspectiva egoísta del capitalismo es introducida por el clima cultural en la mente de los oprimidos “mediante una sutil operación de fragmentación (demolición) de la estructura de la personalidad del individuo… y el consecuente desarrollo de los rasgos de carácter típicos, timidez, vida interior pobre, reverencia ante el poder, subordinación servil, baja autoestima y pobre autoconfianza, formas estereotipadas de pensamiento, inclinación al pensamiento mágico y a la superstición, resentimiento, canalizado con violencia en la relaciones personales, o en la situaciones de anonimato del individuo-masa,…, desprecio hacia los de su propio entorno…” (Págs. 368 y 369).
De manera que la lucha por una sociedad superior al capitalismo sólo puede construirse desde una ética en que “la libertad personal está en función de sí misma, mediada por la aspiración y la lucha por la emancipación humana y el enriquecimiento de la vida. Lo cual quiere decir que solo se torna realizable, alcanzable, sobre la base de una sociedad emancipada (de la explotación y las desigualdades estructurales) y emancipadora” (Pág. 375).
“El liberalismo es una falsa defensa de la libertad y la defensa de una falsa libertad”, dictamina Ayala. Para él, “el yo humano solo puede actualizarse y ser entendido en el contexto condicionante y posibilitador del nosotros (la solidaridad es indispensable para el desarrollo de la individualidad); la consciencia/autoconsciencia solo puede surgir en la interacción; fuera de la interacción no hay sujeto humano…” (Pág. 382).
Crisis de la civilización es el fracaso de encontrar una salida al capitalismo
En sus conclusiones finales Roberto Ayala reflexiona sobre los grandes desgarramientos sociales, miserias y desigualdades que son producidos por este capitalismo del siglo XXI, llamado globalización o “capitalismo tardío”. Reiterando, con Rosa Luxemburgo, que la disyuntiva humana actual está entre conquistar el socialismo o retroceder a la barbarie. La incapacidad hasta ahora demostrada para conseguir el primer objetivo es lo que explica los síntomas de la llamada “crisis civilizatoria”.
“… sólo la acción consciente y decidida de los trabajadores, de todos los explotados y oprimidos, junto a la intelectualidad crítica y comprometida, siempre crucial, de todos aquellos, en fin que aspiran a un futuro de libertad, igualdad y solidaridad, puede abrir el horizonte a posibles vías de superación progresiva de la crisis civilizatoria a la que ha conducido el orden capitalista”, concluye.
Panamá, 11 de septiembre de 2016.

(tomado de Redacción Popular, Argentina)

Romero Losacco: Colonialismo se consolidó sobre el supuesto de la superioridad cultural

Romero Losacco: Colonialismo se consolidó sobre el supuesto de la superioridad cultural
21 octubre, 2016 • 0 Comentarios
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

La Cátedra de Historia Insurgente Federico Brito Figueroa contó este jueves 20 de octubre con la participación del antropólogo José Romero Losacco, quien habló sobre Divergencia y brecha colonial, en la sala Federico Brito Figueroa, ubicada en el Archivo General de la Nación. Romero Losacco es investigador del Centro de Estudios Sociales y Culturales de la Universidad Central de Venezuela y miembro fundador del Centro Internacional de Investigaciones Descoloniales. Su investigación ha girado en torno a la problemática del colonialismo a partir de una crítica radical de la modernidad y a la hegemonía cultural de occidente.
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Texto: Prensa MPPC / Fotos: AVN (Rosalia Barreto)

Tal como expresó, esta hegemonía se consolidó a partir de la difusión de la supuesta superioridad del occidental frente a las demás manifestaciones culturales. La narrativa de occidente se articuló desde el progreso y se estableció una línea ascendente en la cual esta cultura ocupa la vanguardia.

“La idea de occidente está articulada fundamentalmente desde la idea de progreso, pero a esto hay que sumarle la lectura crítica de hechos como la influencia decisiva del racismo y la esclavitud y la cristianidad como legitimadora”, agregó.
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

Esto trajo como consecuencia una historiografía y una periodización que permitiera justificar esa aparente preeminencia, mantenida por la tradición e incluso por intelectuales que abordan el tema pero que no analizan de manera crítica su propia historia. Por ello, los pensadores que se encarguen de desentrañar este tipo de temas deben hacerlo de una manera crítica, profundizando en el análisis de la historiografía más allá de su propio relato.

“Esa periodización se traslada luego al interior de nuestras regiones y empezamos a periodizar introduciendo en nuestras propias realidades conceptos y categorías que van en contra de la identidad de nuestros pueblos y hablamos de conquista, colonia, república y eso que ahora se llama historia contemporánea sin que nada de eso hable de lo que somos”, enfatizó Romero.

El antropólogo señaló que la aparente preeminencia occidental sólo ha sido posible a partir de lo que llamó, citando a Boaventura de Sousa, cuatro genocidios-epistemicidios, es decir, la eliminación no sólo de pueblos enteros, sino de sus creaciones culturales y el conocimiento en ellas contenido.
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

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Romero resaltó que a pesar de los años esta actitud occidental no ceja. Aun en pleno siglo XXI, la emergencia de la economía china deja ver los prejuicios bajo los cuales occidente construyó su hegemonía y a partir de los cuales pretende sostenerla.

El caso chino fue clave para Romero, quien demostró, a partir de un análisis profundo de las fuentes historiográficas, que el recelo que existe contra su cultura no es más que otra operación de extrañamiento, cuyo propósito es mostrar el peligro que corre el sistema-mundo si China se vuelve el centro del orden mundial.
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José Romero Losacco (der.). Foto: AVN (Rosalia Barreto)

Sin embargo, más de 50 años de debate y crítica contra el eurocentrismo y el occidentalismo han dado frutos, y los recelos dan paso a un nuevo examen sobre la exclusión cultural que lleva como bandera occidente allá donde va.

De hecho, para Romero Lossaco, los mitos bajo los cuales la hegemonía cultural occidental se extendió a la economía dejan ver que China no está haciendo nada que no haya hecho antes y que la grandilocuencia con la que se ha construido el relato del proceso a través del cual occidente accedió a la “cúspide” de lo humano es sólo parte de una forma bastante interesada de narrar la historia.

Romero mencionó dos puntos clave: la supuesta renuencia de China a participar en el comercio internacional y la “poderosa” revolución industrial que, a juicio del antropólogo, “ni fue tan revolución ni tampoco tan industrial”.

La crítica contra la actitud de China con respecto al comercio cumple una doble función negativa, pues desconoce los procesos internos del país y le da preeminencia a la actitud y al papel que tuvieron los comerciantes occidentes en la constitución de las relaciones de poder del mundo.
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José Romero Losacco. Foto: AVN (Rosalia Barreto)

Sin embargo, recordó que para 1830, cuando occidente se supone estaba en uno de sus momentos de mayor auge, era China la que representaba cerca de 30 % del Producto Interno Bruto mundial, lo que desdice la supuesta renuencia china al comercio.

Además, frente a la supuesta industrialización de Francia, Inglaterra y el resto de Europa y Occidente, el antropólogo recordó que en plena ebullición industrial Inglaterra, paradigma industrial según la tradición historiográfica, producía un poco menos hierro del que producía China en el siglo X.

Se trata de desmontar una operación de encubrimiento que occidente ha llevado a cabo una y otra vez, estableciendo un límite abismal aparentemente insalvable entre una cultura y otra.

Por ello, el investigador instó a los presentes a analizar de manera crítica la hegemonía occidental, pues sólo así es posible encarnar la divergencia y llevar a cabo un proceso de verdadera descolonización cultural, única forma de alcanzar la soberanía como parte de los pueblos del mundo.

Enrique Dussel: “Sin una descolonización del pensamiento no hay revolución.»

Enrique Dussel: “Sin una descolonización del pensamiento no hay revolución”
12 octubre, 2016 • 0 Comentarios
Foto: AVN

Foto: AVN

Fundador de la tendencia de la Filosofía de la Liberación, figura emblemática del pensamiento crítico latinoamericano, Enrique Dussel concedió una entrevista a Clodovaldo Hernández, de LaIguana.TV, durante su reciente visita a Caracas. En la conversación habló acerca de la coyuntura política latinoamericana, caracterizada por un reflujo de las fuerzas conservadoras y de la importancia que tiene la filosofía en la lucha de los pueblos por su definitiva emancipación.
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Fuente: LaIguana.tv (Clodovaldo Hernández)

Enrique Dussel es un filósofo y un trotamundos. Muchos son licenciados o doctores en Filosofía, o son profesores de la especialidad. Pero Dussel (Mendoza, Argentina, 1934) es un pensador en el sentido estricto de la palabra, más allá de los títulos, que también los tiene en cantidad (licenciatura de la Universidad de Cuyo, Argentina, doctorados de la Complutense de Madrid, Sorbona de París y Münster de Alemania, en Filosofía, Historia y Teología), y de las credenciales docentes que abarcan casas de estudio en todo el planeta, incluyendo el rectorado interino de la Universidad Nacional Autónoma de México, su patria adoptiva.

¿Y lo de trotamundos? Pues, para Dussel la filosofía no es un ejercicio de meditación en una torre de marfil, sino un contacto permanente con la realidad que se interpreta. Por eso ha recorrido Latinoamérica de cabo a rabo, y ha sido un intelectual trashumante, desde mediados del siglo pasado, en Europa, el Medio Oriente, África y Asia.
Entrevista Exclusiva Cara a Cara: Enrique Dussel

Mire este video en Youtube.

Fundador de la tendencia de la Filosofía de la Liberación, figura emblemática del pensamiento crítico latinoamericano, Dussel concedió una entrevista al equipo de LaIguana.TV durante su reciente visita a Caracas. En la conversación habló acerca de la coyuntura política latinoamericana, caracterizada por un reflujo de las fuerzas conservadoras y de la importancia que tiene la filosofía en la lucha de los pueblos por su definitiva emancipación.

Al respecto, expresó ideas como las siguientes:

Hoy, cuando se siente la carencia de Hugo Chávez, se aprecia más su importancia, pues él es considerado por la izquierda y por la derecha como un parteaguas, es un hombre que dejó muchas cosas y cuya falta se hace sentir.
Por distintos factores internos y externos, estamos en una situación que podría describirse como que habíamos dado dos pasos hacia adelante y ahora hemos dado uno hacia atrás, pero de ninguna manera puede hablarse de triunfo de la reacción. La historia es como un forcejeo, una dialéctica compleja a largo plazo, aun los triunfos también son cortos y hay que saber acumular fuerzas para los próximos dos pasos adelante.
Ahora, cuando les dan de pronto el frenazo, muchos de los que votaron (por Macri en Argentina, por la oposición en Venezuela, por el NO en Colombia) se van a dar de nariz contra la pared y se van a preguntar qué hicimos. A veces el pueblo, engañado por la prensa y por ilusiones, tiene que confrontar la realidad y hay un sufrimiento inevitable.
Hay que tener mucho cuidado para que en los próximos dos pasos adelante no volvamos a cometer los errores que hemos cometido. La etapa anterior debemos entenderla como una escuela.
Ahora ha cobrado una fuerza y el pensamiento crítico debe dar un horizonte de largo plazo, pues una revolución que no llega a una descolonización del pensamiento, sigue siendo colonial.
Estamos en una situación colonial agobiante, pero mucho más sutil que antes y mucho más extractiva de nuestras riquezas. Los españoles nos robaron pequeñas cosas. Ahora nos roban hasta el alma.
A medida que voy creciendo, ganando años, pero no perdiendo juventud, voy viendo más la importancia de la filosofía
La filosofía permite saber que lo que nos proponen son fantasías e ir a la esencia de las cosas. Y ese es el origen de cualquier revolución. No quiero ponerme a citar clásicos, pero alguien dijo que una revolución sin teoría no es revolución.
La filosofía hay que pensarla por su contenido político, económico, psicológico porque el asunto no es hablar, sino de qué hablo.
Cuando le preguntan a un shamán, en una comunidad indígena quiché o guahibo, el sentido de la muerte, él cuenta un mito y le da un sentido. El filósofo puede comparar el distinto sentido que ha dado a la muerte cada civilización.
En Venezuela, la crisis se plantea en términos filosóficos entre gente que quiere dar de comer al hambriento y gente que, en nombre de principios modernos, están en contra de ese aspecto fundamental del cristianismo. Lo que les interesa es alimentar al capital.
La situación va a cambiar, pero no mañana ni pasado, ni en diez años, se va a llevar todo el siglo XXI. El que quiera hacer la revolución a fondo en vida, es un iluso, las revoluciones se hacen por siglos. Hay que echarse una mochila al hombro, de mucha alegría, y entrar a la historia, porque si no tienes alegría no vas a aguantar. Dimos un pasito atrás, ya veremos más adelante cuándo damos los próximos dos hacia adelante.

A continuación, una versión del diálogo completo de Dussel con el periodista Clodovaldo Hernández:

-En América Latina veníamos avanzando hacia una etapa de desarrollo de las fuerzas progresistas, y con ello de la discusión de temas como la descolonización y una nueva ética política, pero en los últimos años ha habido retrocesos por vía electoral o por otras vías. Usted, como el trotamundos que ha sido, ¿diría que va a triunfar la reacción, que va a imponerse la doctrina que nos estaba arropando en los años 90, el neoliberalismo, el fin de la historia, la postmodernidad?

-Bueno, el imperio, Estados Unidos, ha ido siempre modificando sus prácticas para detener la emergencia de los pueblos latinoamericanos. En algún momento fueron las dictaduras militares, después fue el atractivo de la expansión de las trasnacionales y el neoliberalismo. Pero, efectivamente, desde el fin del siglo XX, desde 1999, y debe decirse que por influencia de la experiencia muy particular de Venezuela, hemos presenciado el avance de las fuerzas progresistas. Hoy, cuando se siente la carencia de Hugo Chávez, se aprecia más su importancia, pues él es considerado por la izquierda y por la derecha como un parteaguas, es un hombre que dejó muchas cosas y cuya falta se hace sentir.

Pero no se trata de individuos, sino de estructuras más generales, y de ahí en adelante (desde la Revolución Bolivariana) vivimos lo que llamamos la primavera política de América Latina, con Venezuela, Ecuador, Bolivia, Argentina, Brasil. Eso amplió la fisonomía de América Latina. Así lo reflejé en un libro de 2006, titulado Veinte tesis políticas, en el que planteaba que hay que repensar la política desde esta primavera. Por distintos factores internos y externos, estamos en una situación que podría describirse como que habíamos dado dos pasos hacia adelante y ahora hemos dado uno hacia atrás, pero de ninguna manera puede hablarse de triunfo de la reacción. La historia es como un forcejeo, una dialéctica compleja a largo plazo, aun los triunfos también son cortos y hay que saber acumular fuerzas para los próximos dos pasos adelante. Y esos pasos tendrán que darse porque estos gobiernos que están surgiendo, y hasta el NO de Colombia, están demostrando que sí, el pueblo ha sido desorientado. En el caso de Argentina, la gente que votó por Macri, en gran parte, ya está arrepentida y sufriendo los efectos.

Con el pueblo brasileño va a pasar exactamente igual. Estaban montados sobre la alegría de los logros y lo que querían era disfrutarlos. Perdieron de vista que esos logros se habían alcanzado gracias a una conducción severa, objetiva, que había defendido los intereses del pueblo. Ahora, cuando les dan de pronto el frenazo, muchos de los que votaron se van a dar de nariz contra la pared y se van a preguntar qué hicimos. A veces el pueblo, engañado por la prensa y por ilusiones, tiene que confrontar la realidad y hay un sufrimiento inevitable. Claro que sufren más los que vieron el peligro, los que estuvieron en contra, pero también los que se dejaron atraer por espejitos. Hay que preparar los dos pasos adelante. Entender que no hay triunfo de los que están gobernando y tampoco la izquierda progresista debe creer que los logros que había alcanzado eran definitivos, toda vez que son muy perecederos, y aceptar que se han cometido errores, ha habido corrupción. El militante, a veces, es austero, disciplinado y luchador mientras está en la base, pero al llegar a posiciones de poder tiene un salario alto, se compra un auto, cambia de casa, y resulta que se corrompió. Hay que tener mucho cuidado para que en los próximos dos pasos adelante no volvamos a cometer los errores que hemos cometido. La etapa anterior debemos entenderla como una escuela.

-Esos próximos dos pasos adelante tienen mucho que ver, según numerosos análisis, con que haya una revolución cultural, que en la mente y en el alma de las personas se produzca de verdad un cambio revolucionario. ¿Que faltó en esta primavera para instaurar esa revolución en el terreno cultural?

-Bueno, uno ha estado entregado a este mundo de la filosofía desde los quince años de edad y ve la complejidad de este lenguaje de lenguajes, este metalenguaje muy complejo, que es una cierta visión orgánica, argumentada, histórica de la realidad. Es lo que va detrás de siglos, del pensamiento de Platón en Grecia, de Confucio en China o del Upanishad en la India. Y lo que estamos descubriendo es un pensamiento crítico que en América Latina comenzó hace cuarenta años. Cuando planteamos una filosofía latinoamericana de liberación se le quiso dar un sentido anecdótico. Lo profesores en Estados Unidos y Europa lo veían como el producto de una incultura, no de una cultura latinoamericana. Teníamos que golpear las puertas de las universidades, y nos rechazaban, no nos permitían ser profesores. Ahora (esta doctrina) ha cobrado una fuerza y el pensamiento crítico debe dar un horizonte de largo plazo, pues una revolución que no llega a una descolonización del pensamiento, sigue siendo colonial. Ni la izquierda esta vacunada de seguir siendo colonial. Hasta los sectores más vanguardistas, entre comillas, porque son dogmáticos.

La tarea es difícil, pero ya la empezamos. Lo que debemos es tomar conciencia de cosas que estamos elaborando, que no dependen de EEUU o Europa, es algo nuestro porque partimos de una realidad distinta, hemos aprendido a pensar y ahora tenemos que ser responsables y hacer cambios mucho más profundos. Debemos tomar conciencia de que tenemos en la cabeza, en el fondo, una interpretación eurocéntrica de todo, tan profunda que cuando uno da ciertos ejemplos, la gente se espanta porque cómo es posible que yo viera las cosas de un modo tan unilateral, a la europea, negándome a mí mismo y justificando la dominación que sufría. Debemos entender que el último nivel de la dominación, y al mismo tiempo de la transformación histórica, es una cierta visión del mundo.

Y a eso hoy le hemos llamado descolonización epistemológica. Epistéme significa ciencia, por lo que sería una descolonización filosófica, científica y tecnológica. Tenemos que ver que nuestro mundo latinoamericano, el que tenemos por delante, es colonial. No debemos seguir creyendo que ya en 1810 o 1820 nos liberamos de España y pasamos a ser independientes, pues caímos en manos de Inglaterra y EEUU, y por eso, como lo habían dicho Mariátegui y Martí, nos toca la segunda emancipación. Estamos en una situación colonial agobiante, pero mucho más sutil que antes y mucho más extractiva de nuestras riquezas. Los españoles nos robaron pequeñas cosas. Ahora nos roban hasta el alma. La dominación no es que haya un soldado en un destacamento español a cientos de kilómetros, sino que se metan en nuestras camas con la televisión y la propaganda. Por ejemplo, la oposición a esta Revolución Bolivariana es no solo de un conservadurismo económico, político, burgués, liberal: es histórica, cultural, y hasta espiritualmente y cristianamente colonial, no saben pensar lo nuestro, desprecian lo nuestro. Y el mismo pueblo a veces, tal es la influencia de la educación, los medios de comunicación, la televisión, llega a despreciarse a sí mismo y anhela salir. No podrá hacerlo, tendrá que aprender a revalorizar lo propio y a partir de allí construir un proyecto de felicidad.

-Venezuela vive una crisis bastante grave desde los puntos de vista económico y social. Y eso lleva a una vieja pregunta que mucha gente se ha hecho: ¿para qué sirve la filosofía?, y en casos como el nuestro, ¿para qué sirve cuando la persona está pasando necesidades o tiene hambre?

-Debo decir que esto es una convicción que he ido acumulando con los años, desde que era un joven licenciado de 23 años, hace casi 60. A medida que voy creciendo, ganado años, pero no perdiendo juventud, voy viendo más la importancia de la filosofía. No es un asunto de comer hoy, es comer mañana. Es, como decía un líder asiático, no es cuestión de darle a alguien, como limosna, un pescado, sino de enseñarle a pescar (bueno, si hay pescado, si el capitalismo no los ha matado a todos).

Considero que es tanta la importancia de la filosofía que hasta me extraña que me pregunten para qué sirve. Sirve para cambiar el cerebro, la interpretación, para poder ver lo que nos están haciendo. Porque aparte de eso solo hay apariencias, la Coca Cola, la riqueza, el modelo americano… y los mismos ciudadanos americanos están completamente desilusionados de lo que son. Basta ver los dos candidatos que tienen. El pueblo no cree en ellos. Y ese pueblo, que parece ser la imagen de la democracia es un pueblo barbarizado, voy a atreverme a decirlo. Se le dan las noticias que convienen, casi todas norteamericanas. Van a Siria y la destruyen sin siquiera saber lo que es Siria.

Destruyeron Alepo sin saber nada de ese lugar, destruyeron Bagdad, que es el centro de una cultura mundial, el origen de las matemáticas modernas, de la astronomía, un lugar donde vivieron grandes filósofos aristotélicos, que luego pasaron a Fez, a Córdoba y apenas llegaron a París en el siglo XIII. Bagdad es la Mesopotamia, el origen la cultura humana, allí estuvo Hamurabi, allí estuvo el pueblo de Israel en el exilio, allí empezaron a escribir la Biblia, en estilo cuneiforme. Y el señor Bush, que se dice cristiano fundamentalista de derecha, es un ignorante que no ve ni lo que tiene delante de la nariz, destruyó Bagdad sin saber que destruía la cuna de la Biblia. Bueno, la filosofía permite saber que lo que nos proponen son fantasías e ir a la esencia de las cosas. Y ese es el origen de cualquier revolución.

No quiero ponerme a citar clásicos, pero alguien dijo que una revolución sin teoría no es revolución. En ese sentido, Hugo Chávez era un estadista excepcional en todo el mundo, que leía y estudiaba, que cuando hablaba mostraba los libros que había leído en la semana. ¿Qué presidente hace eso? Por cierto, los adversarios siempre se opusieron por atavismos eurocéntricos. Me gustaría ponerlos a discutir con mis colegas de la universidad y poderles probar que tienen una suma ignorancia, pues se dedican, cuando mucho, a comentar a los europeos. Les preguntan, ¿usted qué es?, y responden kantiano; ¿y usted?, hegeliano; ¿y usted?, comentador de Habermas… Señor, son repetidores, ¿dónde está la filosofía nuestra?, ustedes no son filósofos. Les llamo sucursaleros y lo son, de vergüenza. No se dan cuenta de que ni sus líderes los quieren. ¿Usted cree que Habermas va a querer a alguien porque está propagando su pensamiento? No, no lo va a respetar porque no ha hecho nada. El punto sería que criticara a Habermas y fuera más denso que él, desde Venezuela. Allí sí, hasta el propio Habermas diría “este me está serruchando el piso desde una situación distinta”. Pero no se animan porque son cobardes políticamente e ignorantes teóricamente.

-Usted ha postulado la necesidad de impulsar una filosofía de los pueblos originarios latinoamericanos. ¿Cómo puede instrumentarse esa filosofía, tomando en cuenta que en su mayoría fueron pueblos sin una lengua escrita?

-Mire, dice Aristóteles, y luego lo reiteraron Platón y los demás griegos, que el filósofo es mitopoyético (creador de mitos). Porque el mito es método para hacer filosofía, contra lo que piensan algunos analíticos, formalistas del lenguaje anglosajones que hoy tienen el poder político y filosófico en casi todos los departamentos de Filosofía en la Tierra y a los que solo les interesa el habla. La filosofía hay que pensarla por su contenido político, económico, psicológico porque el asunto no es hablar sino de qué hablo. El mito, decía mi profesor en la Sorbona, muy famoso, Paul Ricoeur, que el mito es un relato racional basado en signos. Si es racional das justificación, argumentas simbólicamente, no unívocamente. Hay que tener hermenéutica para saber interpretar los mitos para ver el contenido racional, no la parte estúpida, para chiquillos o inventada. El sabio crea mitos en el sentido de que pone relatos que son muy difíciles de interpretar. Por ejemplo, el relato de Adán y Eva es un mito en el sentido de Ricoeur, es una cosa muy seria, muy racional, no es para chicos, es para grandes, está cifrado simbólicamente. El tema no es el pecado original, sino la estructura de la falta moral hoy y siempre.

Es un relato que corrige otro mito, el de Gilgamesh en la Mesopotamia, en el siglo V antes de la era común o cristiana, hace 25 siglos. Si yo leo solo al mito adánico, no entiendo nada porque no sé a quién corrige. Es un mito absolutamente actual, que me enseña cosas que en cada época puedo leer. El mito es un gran instrumento de la filosofía. Dirán que el mito no es filosófico, pero la filosofía tampoco es ciencia, sino que piensa el principio de la ciencia. El geómetra es un científico, pero el filósofo se pregunta qué es el espacio. El matemático es un científico, pero el filósofo indaga qué es un número, qué es la cantidad, va al fundamento de la ciencia. Cuando a un shamán, en una comunidad indígena quiché o guahibo, le preguntan el sentido de la muerte, él cuenta un mito y le da un sentido y el filósofo puede comparar el distinto sentido que ha dado a la muerte cada civilización. Eso ha sido clave porque unos, como los griegos, los hindúes y los indoeuropeos, decían que muere el cuerpo, pero el alma es inmortal. En cambio, los semitas, los de Babilonia, los palestinos, los egipcios, decían que muere todo el ser humano, pero luego resucita. Otro mito. Ninguno de los dos se puede probar científicamente, pero cada uno le da un sentido diferente a la vida. Si yo creo que el alma es lo bueno, lo divino, lo ingenerado y eterno, el cuerpo es el origen del mal, tener deseos sexuales es pecados, como creyó el pobre San Agustín.

Osiris, tres siglos antes del fundador del cristianismo y 19 siglos antes de Engels y Marx, le preguntó al muerto: “¿Qué has hecho de bueno en la Tierra?”, y el muerto le respondió: “Le di de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo y una barca al peregrino en el Nilo”. Todos eran principios vitales, relacionados con la carne. Para los semitas y para el fundador del cristianismo, dar de comer era la primera obligación, eso es una política, una economía, una concepción del mundo. En Venezuela, la crisis se plantea en términos filosóficos entre gente que quiere dar de comer al hambriento y gente que, en nombre de principios modernos, están en contra de ese aspecto fundamental del cristianismo. Lo que les interesa es alimentar al capital. El filósofo les muestra su contradicción. Así ocurre en otros países. Vengo de Colombia, allá hay un tal Uribe, un gánster.

Es un país católico y ahora hay un papa que dice que la paz es importante, pero el señor Uribe dice que el papa es castro-cheguevarista. Y no vaya a ser que tenga razón, pero para el bien, porque él es un adorador de Satán. Satán come seres humanos, igual que el capitalismo. Pero Uribe jura que es cristiano. Lo que hablo no es una crítica de doce o quince años, sino de toda una historia mundial de 5 mil años, que ahora está en ebullición porque se acaba el eurocentrismo, la China y la India comienzan a crecer y habrá un mundo multipolar. La situación va a cambiar, pero no mañana ni pasado, ni en diez años, se va a llevar todo el siglo XXI. El que quiera hacer la revolución a fondo en vida, es un iluso, las revoluciones se hacen por siglos. Hay que echarse una mochila al hombro, de mucha alegría, y entrar a la historia, porque si no tienes alegría no vas a aguantar. Dimos un pasito atrás, ya veremos más adelante cuándo damos los próximos dos hacia adelante.

The possibilities of global sociology

THE POSSIBILITIES OF, AND FOR, GLOBAL SOCIOLOGY:
A POSTCOLONIAL PERSPECTIVE (leído 30 de sept,16)
Gurminder K. Bhambra

ABSTRACT

This article addresses the way in which perceptions about the globalized nature of the world in which we live are beginning to have an impact within sociology such that sociology has to engage not just with the changing conceptual architecture of globalization, but also with recognition of the epistemological value and agency of the world beyond the West.

I address three main developments within sociology that focus on these concerns: first, the shift to a multiple modernities paradigm; second, a call for a multicultural global sociology; and third, an argument in favor of a global cosmopolitan approach.

While the three approaches under discussion are based on a consideration of the ‘‘rest of the world,’’ their terms, I suggest, are not adequate to the avowed intentions. None of these responses is sufficient in their address of earlier omissions and each falls back into the problems of the mainstream position that is otherwise being criticized.

In contrast, I argue that it is only by acknowledging the
significance of the ‘‘colonial global’’ in the constitution of sociology that it is possible to understand and address the necessarily postcolonial (and decolonial) present of ‘‘global sociology.’’

Postcolonial Sociology
Political Power and Social Theory, Volume 24, 295–314
Copyright r 2013 by Emerald Group Publishing Limited

INTRODUCTION

This article addresses the way in which perceptions about the globalized nature of the world in which we live are beginning to have an impact within sociology such that sociology has to engage not just with the changing conceptual architecture, as Saskia Sassen (2007) calls it, of globalization, but also with recognition of the epistemological value and agency of the world beyond the West, as Leela Gandhi (1998) has put it.

The idea of a ‘‘global sociology,’’ I shall argue, has been promoted as a way in which sociology can redress a previous neglect of those represented as ‘‘other’’ in its construction of modernity pointing toward a rejuvenation of sociology that is adequate for this new global age.

In this article, I shall address three main developments within sociology that focus on these concerns: first, the shift to a multiple modernities paradigm away from earlier theories of linear modernization; second, a call for a multicultural global sociology taking into account the work of scholars from other parts of the world; and third, an argument against the perceived methodological nationalism of much social science in favor of a global cosmopolitan approach.

While the three approaches under discussion are based on a consideration of the ‘‘rest of the world,’’ usually in response to earlier critiques of a lack of such an engagement, its terms, I suggest, are not adequate to the avowed intentions.

My argument will be that none of these responses is sufficient in their address of earlier omissions and that each falls back into the problems of the mainstream position that is otherwise being criticized. To a large extent, these approaches replicate existing divisions and problems as opposed to challenging and resolving them.

Instead, I shall argue that a postcolonial ‘‘connected sociologies’’
approach, with its critique of Eurocentrism and its central concern with histories of colonialism and slavery, provides more adequate resources for making sense of our contemporary global world.

It is only by acknowledging the significance of the ‘‘colonial global’’ in the constitution of sociology, I suggest, that it is possible to understand and address the necessarily postcolonial (and decolonial) present of ‘‘global sociology.’’

Recognition of the historical role of colonialism and slavery in the making of the modern world enables us to examine how these world-historical processes have constructed our conceptions of the global in terms of racialized hierarchies embedded both in institutions and in the development of sociological concepts and categories.

The re-organization of understanding through the lens of coloniality, I argue, acknowledges the significance of a specific kind of hierarchical ordering that has, for the most part, been implicit to our discipline and remains missing in the three responses under discussion.

While the sociological imagination hitherto has been formed around particular transformations of hierarchy – for example, from status to citizenship (and the associated issues of class and gender in that process) – the postcolonial sociological imagination broadens this remit through an examination of the reproduction and transformation of racialized hierarchies on a global scale and the argument that they have similar significance to other hierarchies and are similarly embedded within them.
The emergence and development of postcolonial criticism within the
social sciences has led proponents of the ‘‘standard’’ view to make minor adjustments, but then to suggest that this is all now very familiar. The argument is that, while the critique may once have had purchase, its force now is only in relation to positions that have already been superseded. The minor modifications made to existing positions are believed to be sufficient and the focus is generally on changing future applications of sociology in line with these modifications.

I argue, however, that the postcolonial critique of sociology has not yet properly been acknowledged, let alone superseded. Further, any proper transformation would require a reconstruction ‘‘backwards’’ of our historical understandings of modernity and the emergence of sociology, as well as ‘‘forwards’’ in terms of how this newly reconstructed sociological understanding would enable us to address present and future issues differently.

A parallel that might be useful to think with is that of feminism and its critique of sociology. The issue within feminist debates in sociology was not simply about a claim that the empirical range of problems that sociology addresses needed to be extended, but also that existing topics needed to be understood in terms of the relation to the issues of gender that were, and are, implicit to them. In its strongest form, feminism introduced a conceptual reorientation
of sociology around the idea of patriarchy, and in a weaker form, around the gendered nature of social relations.

These critiques did not simply involve statements that at the moment of recognition of gender we had entered a world that was now to be understood as gendered and that, in the future, sociological categories should address gender issues. Rather, the argument was also that established understandings about the past were deficient precisely insofar as gender was an issue of the past (albeit having
been unrecognized) as well as of the present and future.

The necessity for the reconstruction of sociology’s objects was not discernible prior to the impact of feminism upon sociology and sociology has necessarily been reconstructed as a consequence of engagement with feminist critique (Holmwood, 1995, 2001; Jackson 1999; Stanley 2000, 2005). The analogous situation in relation to postcolonial critiques of the social sciences is to argue that colonialism is a social and political structure of modernity that necessarily impinges upon other social structures associated with modernity and that social relations are necessarily racialized or otherwise hierarchized in colonial terms (see Bhambra, 2007b).

The remit of ‘‘global sociology,’’ properly understood, must be to address problems and issues that cannot simply be seen as a consequence of manifestations of ‘‘late modernity.’’ A truly global sociology would need to recognize histories of colonialism and
slavery in any attempt to rethink sociology as adequate for our global (postcolonial) age.1

Sociology and modernity, as many scholars have argued, need to be understood as co-constitutive (Heilbron, 1995).2 It was with the emergence of what is understood to be the ‘‘modern world’’ – the combined and cumulative events of the Renaissance and Reformation, the Scientific Revolution, the French and Industrial Revolutions – that a new, ‘‘modern,’’ form of explanation, sociology, emerged to make sense of that world.

Indeed, setting out the parameters of ‘‘the modern’’ became defined as a key task of sociology, both conceptually and methodologically. Even where sociologists have subsequently disagreed about the nature of modernity, the timing of its emergence, or its later character, they all agree on its central role in the configuration of the discipline (see, e.g., Giddens 1973; Heilbron,1995; Nisbet, 1966).

Further, notwithstanding the many differences between sociologists in their attempts to delineate modernity, they all agree that it is
marked by ideas of rupture and difference: a temporal rupture between a premodern past and a modern industrial present, and a qualitative spatial (cultural) differentiation between Europe (and the West) and the rest of the world.

With sociology being constituted both in the context of the
emergence of the modern world and organized in terms of providing a modern form of explanation of that world, it is no surprise that sociology came to be strongly associated with understandings of ‘‘the modern.’’ The ‘‘traditional,’’ from which the modern was distinguished, was seen as the preserve of anthropology, or then area studies (see Steinmetz, 2007).3

In this way, the disciplinary divide itself structured a division of the world that obscured the interconnections constituting the global that was in process of being divided. Indeed, it re-cast that division in terms of a developmental process that would resolve differences in the diffusion of a modernity that was represented as world-historical in its significance.

This division – posited as both explanatory and normative – was carried through methodologically via the use of ideal types as the basis for comparative historical analysis. Ideal types necessarily abstract a set of particular connections from wider connections and, further, suggest sui generis endogenous processes as integral to the connections that are abstracted (for further discussion, see Holmwood and Stewart, 1991).

The connections most frequently omitted are those ‘‘connecting’’ Europe and the West (the modern) to much of the rest of the world (tradition). These connections are thereby rendered exogenous to the processes abstracted from them at the same time as these processes are represented as having a significant degree of internal coherence, independent of these wider connections.

In this way, a dominant Eurocentered focus to the analysis is
established, both methodologically and normatively, while relegating non-European contributions to specific cultural inflections of preexisting structures that are held to be a product of European modernity (Bhambra, 2007a). This is best exemplified by the fact that continuing belief in the miracle in Europe, if not of Europe; is, following Weber, a belief that modernity emerged first in Europe and then diffused around the rest of the world.

While the association of modernity and Europe is now less likely to be presented as a normative exemplar, it is nonetheless posited as historical fact; and one where there is an elective affinity between the instituted structures of modernity and Enlightenment values attributed European origin. In this way, modernity is conflated with Europe and the process of becoming modern is rendered, at least in the first instance, one of endogenous European development, followed by diffusion to the rest of the world.

Industrialization, for example, is seen to be a European phenomenon that was subsequently diffused globally. However, if we take the cotton factories of Manchester and Lancaster as emblematic of the industrial revolution in the West, then we see that cotton was not a plant that was native to England, let alone the West (Washbrook, 1997). It came from India as did the technology of how to dye and weave it.

Cotton was grown in the plantations of the Caribbean and the southern United States by enslaved Africans who were transported there as part of the European trade in human beings. The export of the textile itself relied upon the destruction of the local production of cotton goods in other parts of the world (Bhambra, 2007a).

In this way, we see that industrialization was not solely a European or Western phenomenon but one that had global conditions for its very emergence and articulation. The history of modernity as commonly told, however, rests, as Homi Bhabha argues, on ‘‘the writing out of the colonial and postcolonial moment’’ (1994, p. 250; see also Chakrabarty, 2000).

The rest of the world is assumed to be external to the world-historical processes selected for consideration and, concretely, colonial connections significant to the processes under discussion are erased, or rendered silent. This is not an error of individual scholarship, I suggest, but something that is made possible by the very disciplinary structure of knowledge production that
separates the modern (sociology) from the traditional and colonial (anthropology) thereby leaving no space for consideration of what could be termed, the ‘‘postcolonial modern.’’

Following Bhabha (1994), I argue that the starting point for any
understanding of ‘‘global sociology’’ has to be consideration of a history adequate to the social and political conditions of the present. These conditions are not simply informed by understandings of ‘‘globalization,’’ but more specifically by an understanding of the postcolonial global conditions which are rarely the starting point for sociological analyses (see Bhambra, 2007b).

As Seidman remarks, for example, sociology’s emergence coincided with the high point of Western imperialism, and yet, ‘‘the dynamics of empire were not incorporated into the basic categories, models of explanation, and narratives of social development of the classical sociologists’’ (1996, p. 314).

Those who defend the dominant approach to comparative historical sociology frequently accept that Eurocentrism is a problem that has sometimes distorted the way in which modernity has been conceptualized within sociology. They also argue that ‘‘Eurocentrism’’ cannot be denied as ‘‘fact,’’ that, put simply, the European origins of modernity cannot be denied.

However, it is precisely that ‘‘fact’’ that is denied when global interconnections are recognized (see Bhambra, 2007a; Hobson, 2004).

In this article I argue that continuing to see Europe as the ‘‘lead society,’’ to use Parsons’s (1971) significant formulation, albeit the lead society within what is now characterized as a globally constituted plurality of ‘‘multiple modernities’’ (e.g., Beck 2000; Eisenstadt 2000; Wittrock, 1998), keeps in place a problematic (and implicitly normative) hierarchy, based on an historically inadequate account of the emergence of modernity, that does not enable the consideration of a properly global sociology. In a properly global sociology, interconnections would be recognized as constitutive of modernity and its institutional orderings and not simply be seen as an aspect of a later phase of globalization.

MULTIPLE MODERNITIES AND GLOBAL CULTURAL VARIETIES

In recent years, modernization theory, with its assumption of unilinear global convergence to an explicitly Western model, has been supplanted by the approach of multiple modernities and its concern with global cultural variations (Eisenstadt, 2000).4

Within this approach, the modern is understood as encompassing divergent paths, with the global variety of cultures giving rise to a multiplicity of modernities. The shift from earlier modernization theory has come, in part, as a consequence of scholars beginning to appreciate that the differences manifest in the world were not, as had previously been believed, simply archaic differences that would disappear through gradual modernization.
Instead, there is recognition that other societies could modernize differently and that these differences, for theorists of multiple modernities, now represent the different ways in which societies adapted to processes of modernization. There is still a belief that modernity was, in its origins, a European (and Western) phenomenon, but now the argument is that in its diffusion outward it interacted with the different traditions of various cultures and societies and brought into being a multiplicity of non-convergent modernities.

It is this multiplicity that is seen to set the theory of multiple modernities apart from earlier modernization theory which, it is allowed, was Eurocentric in its postulation of a singular modernity to which all other societies were expected to converge.

This apparent recognition of difference and the structural inclusion of multiplicity within the conceptual framework of modernity are deemed to be sufficient modifications to answer the postcolonial critique of modernity as Eurocentric.

The argument put forward by theorists of multiple modernities is that, while the idea of one modernity, especially one that has already been achieved in Europe, would be Eurocentric, theories of multiple modernities must, nonetheless, take Europe as the reference point in their examination of alternative modernities (Eisenstadt & Schluchter, 1998, p. 2).

This is as a consequence of their characterization of modernity in terms of a division between its institutional form and a cultural program which, they suggest, is itself ‘‘beset by internal antinomies and contradictions, giving rise to continual critical discourse and political contestations’’ (Eisenstadt, 2000, p. 7).

These internal antinomies are regarded as the basis for the variety of forms of modernity – usually pathological – that subsequently come into being, such as the communist Soviet types and the fascist, national-socialist types (see Arnason, 2000).

The standard European type of modernity is presented as the exemplary form – in which the tensions between issues of
autonomy, emancipation, and reflexivity, on the one hand, and of discipline and restrictive controls on the other, are resolved – and as the basis of critique of other pathological forms. While theorists of multiple modernities point to the problem of Eurocentrism, then, they do so at the same time as asserting the necessary priority to be given to the West in the construction of a comparative historical sociology of multiple modernities.

The suggestion by theorists of multiple modernities that modernity needs to be understood in terms of an institutional constellation inflected by cultural differences, enables them to situate European modernity – seen in terms of a unique combination of institutional and cultural forms – as the originary modernity and, at the same time, allows for different cultural encodings that result in modernity having become multiple.

In this way, Europe becomes the origin of the Eurocentered type and its Enlightenment assumptions (Eisenstadt & Schluchter, 1998, p. 5). Further, those assumptions are argued to be necessary to the critique of pathologies at the same time as they are absolved of implication in the creation of those pathological types.

In particular, it is notable that issues of colonialism and enslavement appear neither in representations of the exemplary, nor the pathological forms and are, in fact, not regarded to be a part of the sociopolitical or economic structures of modernity. Arguing for the cultural inflection of institutions enables multiple modernities theorists to present the idea that core institutions are not themselves socio-culturally formed.

In this way, issues of race and ethnicity, for example, come to be regarded as external limits on, or additions to, market forms, rather than themselves being built into market forms. Whereas one sociological response to conventional accounts of modernization was to argue that core institutional forms should be understood as structured by class or by gender, what remains missing is the parallel criticism that those forms also embed racialized hierarchies (see Bhambra, 2007b; Holmwood, 2001).

As Arif Dirlik has argued, by identifying ‘‘multiplicity’’ with culture and tradition, ‘‘the idea of ‘‘multiple modernities’’ seeks to contain challenges to modernity’’ – and, I would argue, to the substantial reconfiguring of sociology – ‘‘by conceding the possibility of culturally different ways of being modern’’ (2003, p. 285), but not contesting what it is to be modern and without drawing attention to the social interconnections in which modernity has been constituted and developed.

By maintaining a general framework within which particularities are located – and identifying the particularities with culture (or the social) and the experience of Europe with the general framework itself – theorists of multiple modernities have, in effect, sought to neuter any challenge that a consideration of the postcolonial could have posed.

In this way, theorists of multiple modernities seek to disarm
criticism by allowing for multiplicity at the same time as maintaining the fundamental structure of the original argument. The idea of multiple modernities can be argued to represent a kind of global multiculturalism, where a common (Eurocentered) modernity is inflected by different (other) cultures. In this context, it is significant that other – seemingly unconnected – calls for global sociology have the form of a call for a global multicultural sociology.

While the argument of multiple modernities provides a critique of linear modernization theory and engages with a re-examination of the substance of sociological categories, what I am calling global multicultural sociology addresses issues of sociological epistemology in the context of multiple modernities. The most recent arguments for a global multicultural sociology have come in the wake of two conferences of the National Associations
Committee of the International Sociological Association organized respectively by Sujata Patel in Miami in 2006 and by Michael Burawoy in Taipei in 2009.

The discussions from these conferences have been widely reported
in journals, edited volumes and other publications (see, e.g., Burawoy et al., 2010 and Patel, 2010b), and they consolidate themes from earlier engagements by sociologists on understandings and delineations of ‘‘global sociology.’’

The 1980s, for example, saw extensive debate on the possibilities
for the ‘‘indigenization’’ of the social sciences, centered on the arguments of Akinsola Akiwowo (1986, 1988). Akiwowo’s project of indigenization was based upon a call for learning from the traditions of various cultures in order to develop, through a process of investigation and argumentation, universal propositions and frameworks that would be adequate for the task in a variety of locations.

While calls for the indigenization of sociology opened up ‘‘spaces for alternative voices,’’ they were seen to have had little discernible impact on the hierarchies of the discipline more generally (Keim, 2011, p. 128; see also Keim, 2008). The critiques were dismissed as political, or politically correct, and there was little engagement with the epistemological issues being raised (notwithstanding that they raised similar issues to feminist critiques of sociology at more or less the same time (see, e.g., Hartsock, 1984; Smith, 1987)).

The debates on indigenization were followed in subsequent decades with discussions concerning the development of autonomous or alternative social science traditions. These arguments for a newly constituted version of global sociology were put forward by scholars such as Syed Hussein Alatas (2002, 2006), Syed Farid Alatas (2006, 2010), Vineeta Sinha (2003), and Raewyn Connell (2007), and focused on the need to recognize multiple, globally diverse, origins of sociology.

The debate, as outlined by S. F. Alatas, focused on two complementary strands: one, ‘‘the lack of autonomy’’ of Third World social science and two, ‘‘the lack of a multicultural approach in sociology’’ (2006, p. 5). The common position among the different arguments put forward by these scholars centered on a belief in the importance of the civilizational context for the development of autonomous, or alternative, social science traditions.

With this, they aligned themselves, intentionally or not, with the approach espoused by theorists of ‘‘multiple modernities’’ whereby the Western social scientific tradition, linked to modernity, is given centrality and is regarded, as ‘‘the definitive reference point for departure and progress in the development of sociology’’ in other places (S. F. Alatas, 2006, p. 10).

The autonomy of the different traditions rests on studies of historical
phenomena believed to be unique to particular areas or societies. As S. F. Alatas argues, autonomous traditions need to be ‘‘informed by local/regional historical experiences and cultural practices’’ as well as by alternative ‘‘philosophies, epistemologies, histories, and the arts’’ (2010, p. 37).

Western social science, then, becomes a reference point for the
divergence (or creativity, as expressed through the appropriation of Western traditions read through local contexts) of other autonomous traditions, as opposed to the site of convergence (or imitation, as expressed through the application of Western traditions to local contexts), as was believed to be the case with earlier indigenization approaches (that, it was suggested, simply sought to replace expatriate scholars with ‘‘local’’ scholars trained in the expatriate traditions).

As with multiple modernities, however, there is little discussion of what the purchase of these autonomous traditions would be for a global sociology, beyond a simple multiplicity. The most that is suggested is that the development of autonomous traditions would require new attention to be ‘‘given to subjects hitherto outside our radius of thinking’’ and that this ‘‘would entail the repositioning of our sociological perspective’’ (S. H. Alatas, 2006, p. 21).

There is little discussion, however, of why these subjects might have previously been outside our radius of thinking or what the process of bringing them inside consists of; the exclusions are naturalized and made issues of identity, not methodology or disciplinary construction.

The limitations of existing approaches are seen to reside in their failure to engage with scholars and thinkers from outside the West and the main problem is taken to be one of marginalization and exclusion. The solution, then, is a putative equality, through recognition of difference, and redressing the ‘‘absence of non-European thinkers’’ in histories of social and sociological thought.

While this may enable the creation of a (more) multicultural sociology for the future, it does little to address the problematic disciplinary construction of sociology in the past (see, Adams
et al., 2005, and for discussion, Bhambra, 2010, 2011a).

Unsurprisingly, the idea of a multicultural global sociology, as with
feminist critiques before it (see Stanley, 2000), has generated claims of a problematic relativism which is seen to debilitate sociology.

Margaret Archer, for example, in her Presidential Address to the ISA World Congress, criticized the move within sociology toward what she saw as fragmentation and localization. With the title of her address, ‘‘Sociology for One World: Unity and Diversity,’’ Archer proceeded to map ‘‘the irony of an increasingly global society which is met by an increasingly localized sociology’’ (1991, p. 132).

Piotr Sztompka, another former President of the ISA, followed Archer in arguing strongly against the move to establish a
multicultural global sociology. In a recent review of the volumes that came out of the ISA Taipei conference, Sztompka (2011) argues that a particular ideology has pervaded the ISA – one which regards the hegemony of north American and European sociology as problematic; which believes in the existence of alternative, indigenous sociologies; and sees the struggle for global sociology as a way of contesting the hegemony of the dominant forms and creating a balanced unity of the discipline.

In contrast, his key concern, following Archer (1991), is highlighting the fact that ‘‘there is, and can be, only one sociology studying many social worlds’’ (2011, p. 389). The place of sociologists outside of the West, according to him, is to supplement the truths of the centre. As he suggests, ‘‘the most welcome contribution by sociologists from outside Europe or America is to provide evidence, heuristic hunches, ingenious, locally inspired models and hypotheses about regularities to add to the pool of sociological knowledge which is universal’’ (2011, p. 393).

There is little understanding that the new knowledges thus generated
might in some way call for the reconstruction of existing sociological concepts and categories and thereby maintain a single sociology; that is, one reconstructed on the basis of these new insights. This is so notwithstanding the acceptance in the orthodox account of an explanation of the origins of sociology in a moment of ‘‘de-centering’’ of Europe by societies at its North Western edges.

A de-centering of sociological epistemologies is taken to be a
one-off matter, which is ironic, given that the sociological conditions of present concerns about globalization look very much like a similar geopolitical shift in power to that which accompanied the emergence of modernity as presented in standard accounts.

GLOBAL COSMOPOLITANISM

While Archer (1991) and Sztompka (2011) have criticized the move toward a multicultural global sociology from the standpoint of the adequacy of existing forms of sociological understanding, others have done so by outlining an alternative position. Perhaps the most persuasive articulation for an alternative to global multicultural sociology is in the claims for a new universalism of a globally cosmopolitan sociology as put forward by Ulrich Beck (2000, 2006).

His argument goes some way toward recognizing the ‘‘localism’’ of the centre, but it does so by casting it as a restriction on future
developments (from elsewhere) as we shall see in the following section. For Beck, the problem is how to avoid the relativism of local knowledges, including that of Western sociology, rather than how to learn from local knowledges elsewhere.

Over the first decade of the twenty-first century, Beck (2000, 2006) has argued for the necessity of a cosmopolitan approach to engage critically with globalization and to go beyond the limitations of state-centered disciplinary approaches typical of the social and political sciences.5 He suggests that sociology delimits the object of its inquiry within national boundaries, displaying an outdated methodological nationalism, rather than in the more appropriate context of ‘‘world society.’’

As a consequence, it is less well able to engage with the ‘‘increasing number of social processes that are indifferent to national boundaries’’ (2000, p. 80). This global age, for Beck, is marked by a transition from the ‘‘first age of modernity’’ which had been structured by nation-states, to a cosmopolitan ‘‘second age’’ in which ‘‘the Western claim to a monopoly on modernity is broken and the history and situation of diverging modernities in all parts of the world come into view’’ (2000, p. 87).

The global age, then, is necessarily perceived as being a multicultural age, given that multiple modernities are said to be the expression of cultural differences. With this, Beck follows the approach of multiple modernities theorists in their general analysis, but his call for a second age of modernity, and what follows from this – a call for a cosmopolitan sociology – is distinctive.

Beck (2000, 2006) not only argues that modernity is now multiple, but further suggests that the concepts which had been in use in developing sociological understandings in the first age are now no longer adequate to the task of understanding modernity in its second age.

This is primarily a consequence of the fact that the standard concepts of the social sciences were developed to understand a world composed of nation-states. Now that we are in the second, global, age of modernity, he argues, these concepts are no longer appropriate. Instead, what is needed is a new set of categories and concepts that would emerge from reflection upon this new cosmopolitan age of modernity as represented by the moves toward world society.

While I have also argued that sociological concepts are inappropriately bounded – specifically, that they are ‘‘methodologically Eurocentric,’’ rather than methodological nationalistic – this is not something that is only now becoming an issue as a supposedly ‘‘first modernity’’ gives way to a
contemporary now-globalized world. At a minimum, ‘‘first modernity’’ could be argued to be as much characterized by empires and regional blocs as by nation-states (see also Wimmer & Schiller, 2003).

As a consequence, the concepts of the ‘‘first age,’’ I argue, were as inadequate in their own time as they are claimed to be today and need more comprehensive reconstruction than is suggested by Beck.
Beck (2002) sees cosmopolitanism – and the reconstruction of sociology through a cosmopolitan paradigm – as an issue of the present and the future.

There is no discussion in his work of thinking cosmopolitanism back into history and re-examining sociology’s past in light of this. Further, there is little acknowledgment that if certain understandings are taken to be problematic today, they are likely also to have been problematic in the past and thus require a more comprehensive overhaul than he proposes.

Indeed, Beck argues that he is not interested in the memory of the global past, but simply in how a vision of a cosmopolitan future could have an impact on the politics of the present. He seems to think that it is possible to discuss ‘‘the present implications of a globally shaped future’’ (2002, p. 27) without addressing the legacies of the past on the shaping of the present. He simply brushes away the historically inherited inequalities arising from the legacies of European colonialism, imperialism, and slavery and moves on to imagine a world separate from the resolution of these inequalities.

In contrast, I would argue that any theory that seeks to address the question of ‘‘how we live in the world’’ cannot treat as irrelevant the historical configuration of that world (for discussion, see Trouillot, 1995). In this way, I argue, Beck’s cosmopolitan approach is as limited as the state-centered approaches it criticizes precisely in the way that it sanctions the appropriateness of their concepts to the past, arguing that it is simply their application to the present
and the future that is at issue (for further discussion, see Bhambra, 2011b; also Patel, 2010a).

Ultimately, Beck’s arguments for a cosmopolitan sociology continue to take Western perspectives as the focus of global processes, and Europe as the origin of a modernity which is subsequently globalized. His particular version of cosmopolitanism, I would suggest, is an expression of cultural Eurocentrism masquerading as potential global inclusivity; potential, because this inclusivity is dependent upon ‘‘others’’ being included in the ‘‘us’’ as defined by Beck (2002).

It is not an inclusivity that recognizes ‘‘others’’ as having been present, if marginalized and silenced, within standard frameworks of understanding; nor is it an inclusivity that seeks to establish cosmopolitanism from the ground up (for properly cosmopolitan
understandings of cosmopolitanism, see Lamont & Aksartova, 2002;
Mignolo, 2000; Pollock et al., 2000).

Rather, for Beck, a cosmopolitan sociology is a normative injunction determining how others ought to be included and how those others ought to live with us in this newly globalizing age. His hostility to others is nowhere better exemplified than in the title of his article, ‘‘Cosmopolitan Society and its Enemies.’’

In contrast, a global sociology that was open to different voices would, I suggest, be one that provincialized European understandings in its address of the global and created a new universalism based upon a reconstructed sociology of
modernity.

TOWARD A POSTCOLONIAL GLOBAL SOCIOLOGY

The different approaches discussed above – multiple modernities, multicultural sociology, cosmopolitanism – all attempt to grapple with two main issues in their statement of a global sociology.

First, how can sociology address the critiques made by postcolonial theorists, among others, regarding its failure to address issues of difference as it is manifest in the world; and second, how can sociology be made relevant to a world newly understood in global terms.

The main way of addressing the first issue is through an additive approach that celebrates a contemporary plurality of cultures and voices. The multiple modernities paradigm, for example, recognizes the diversity of globally located cultures and accepts the possibility of culturally diverse ways of being modern. These aspects, of multiplicity (over singularity) and divergence (over convergence), are deemed to be sufficient to address earlier critiques.

Yet, there is little acknowledgment of the presence of these ‘‘others’’ in the history of modernity as understood in its originary form. The world-historical events recognized in the constitution of modernity remain centered upon a narrowly defined European history and there is no place for the broader histories of colonialism or slavery in their understandings of the emergence
of the modern.

This failing of multiple modernities is replicated in the move to multiple, or multicultural, global sociologies where the centrality of the West remains in place and new voices are allowed to supplement the already existing truths about a Eurocentered modernity, but not to reconstruct them.

If the new cosmopolitanism in the ‘‘age of second modernity’’ appears different, it is only by virtue of eschewing multiculturalism, while paradoxically accepting the conceptual and methodological premises of the multiple modernities paradigm.

As Holmwood notes, although scholars allow for new (postcolonial) voices within sociology, their understandings of the sociological endeavor are such that these new voices ‘‘do not bear on its
previous constructions’’ (2007, p. 55). All reconstruction is to be applied to the future while maintaining the adequacy of past interpretations and conceptual understandings.

In their address of the global, all three approaches regard it as constituted through contemporary connections between what are presented as historically separate civilizational contexts. None of the approaches take into consideration the histories of colonialism and slavery as central to the development of the ‘‘global’’ and, therefore, they work with an impoverished understanding that sees the global only as a phenomenon of recent salience.

Beck’s global cosmopolitanism, for example, addresses the
inadequacy of sociological concepts for the present age, but he does not recognize ‘‘the global’’ as constituted historically. Rather, he is simply concerned with the emergence of a new cosmopolitan global age and a cosmopolitan sociology adequate to new challenges in the future.

In a similar fashion, calls for a multicultural global sociology, in which voices from the periphery would enter into debates with the centre, are based on the idea that sociology could be different in the future with little acknowledgment that, in order for this to happen, sociology would also need to relate differently to its past. In contrast, I argue that to address what is regarded as problematic within contemporary understandings of sociology, we need to start by examining the way in which sociology understands the past and how this influences its configuration of categories and concepts in the present. The main issue, I propose, is the failure to address the omission of the colonial global from understandings of how the
global came to be constituted as such.

By silencing the colonial past within the historical narrative central to the formation of sociology, the postcolonial present of Europe (and the West) is also ignored. As a consequence, sociological attempts to address the ‘‘newly’’ global are misconstrued and thereby inadequate for a proper address for the problems we share in common. In accepting the adequacy of sociological accounts that exclude considerations of the world from understandings of world-historical processes, a form of ethnocentrism is perpetuated.

As Bhabha argues, however, shifting the frame through which we view the events of modernity forces us to consider the question
of subaltern agency and ask: ‘‘what is this ‘now’ of modernity? Who defines this present from which we speak?’’ (1994, p. 244).

This provocation calls on us to re-examine the conceptual paradigm of modernity from the perspectives of those ‘‘others’’ usually relegated to the margins, if included at all. The task, as he puts it, is to take responsibility for the unspoken, unrepresented pasts within our global present and to reconstruct present understandings adequate to that past (1994, p. 7); and, I would add, reconstruct past understandings adequate to our shared present.

One example of this would be for nation-states in the West to confront their colonial and imperial histories (and thereby recognize their postcolonial present) by acknowledging the ‘‘influx of postwar migrants and refugees’’ as part of ‘‘an indigenous or native narrative internal to national identity’’ (Bhabha, 1994, p. 6, emphasis added; see also Amin, 2004).

Just as in standard sociological accounts industrialization is
represented as endogenous and its extension as diffusion, so migration has usually been regarded as a process both exogenous and subsequent to the formation of nation-states. The idea of the political community as a national political order has been central to European self-understanding, and remains in the three sociological approaches discussed in this article.

Yet most European states were colonial and imperial states as much as they were national states – and often prior to or alongside becoming national states – and so the political community of the state was much wider and more (and differently) stratified than is usually now acknowledged.

By locating migration as subsequent to nation-state formation,
migrants are themselves then located as newcomers with their stake within that community regarded as different in relation to those accepted as native to it (see Wimmer & Schiller, 2003). In this way, to the extent that migrants are often racially marked, understandings of race and ethnicity become associated with issues of their later distribution within a political community – as ‘‘minorities’’ – rather than an examination of their constitutive role in the formation of those communities.

The essential ‘‘character’’ of these communities is argued to be formed independently of the processes by which migrants come to be connected to their places of new settlement. A more appropriate address would locate migrants within the broader systems of nation-state formation in the context of imperial states and colonial regimes and therefore to be understood as integral to such processes as opposed to being regarded as subsequent additions to them.

The turn to the global, as exemplified by the approaches under
consideration here, is presented as a new development within sociology.

However, as I have sought to demonstrate, these approaches simply perpetuate earlier analytical frameworks associated with understandings of the Eurocentered modern. Replacing the ‘‘modern’’ with the ‘‘global,’’ an increasingly contested sociological history is naturalized, enabling sociologists to sidestep the fundamental issue of the relationship between modernity and sociology. In this way, the global histories of colonial interconnections across, what are presented as, separate modernities
continue to be effaced from both historical and analytical consideration.

As a consequence, understandings of ‘‘global sociology’’ are seen to emerge through the accretion of ‘‘new’’ knowledge from different places with little consideration of the long-standing interconnections among the locations in which knowledges are constructed and produced. Nor is there recognition that global sociology would require sociology itself to be re-thought backward, in terms of how its core categories have been constituted in the context of particular historical narratives, as well as forwards in terms of the further implications of its reconstruction.

A postcolonial approach to historical sociology, in contrast, requires address of histories of colonialism and empire in the configuration of understandings of the global. What is in prospect, is not an embrace of relativism, but a recognition that a truly global sociology with universal claims will derive from reconstructing present understandings in the light of new knowledge of the past and the
present.

ACKNOWLEDGMENTS

Thanks to John Holmwood, Ipek Demir, and Vicky Margree for comments and suggestions on this article. Any errors that remain are mine.

NOTES
1. For discussion of sociology’s engagement with issues of empire and colonialism, see Magubane (2005) and Go (2009).
2. The arguments of this section are developed in more detail in Bhambra (2007a).
3. In this context, it is significant that Latour’s (1993) challenge to the idea of modernity – that we have never been modern – is itself conducted from an ‘‘anthropological’’ perspective, asserting both difference and the lack of fundamental difference between the modern and what preceded it. However, in his elaboration of
extended networks in the construction of social phenomena, Latour, himself, does not go beyond the West.
4. For further elaboration of the arguments in this section, see Bhambra (2007a, pp. 56–79).
5. Some of the arguments in this section are further elaborated in Bhambra (2011b).

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Carta a los jurados de los premios Nobel: Guerra y paz, Bob Dylan y Juan Manuel Santos

Carta a los jurados de los premios Nobel: Guerra y paz, Bob Dylan y Juan Manuel Santos
Por Paolo Lüers14.oct.2016 | 20:03
Distinguidos letrados:

Ustedes tienen el poder de marcar rumbo con los premios que otorgan. Detrás de los premios Nobel, sobre todo de Paz y de Literatura, hay una enorme autoridad ética e intelectual. El peso mundial de los Nobel les da un gran poder a ustedes, quienes año por año escogen entre cientos de personalidades a los mejores. Para nosotros, los mortales, resulta difícil criticar los criterios que aplican. Pero nadie es infalible… A mi humilde criterio, esta vez acertaron con el Nobel de Literatura, y fallaron con el Nobel de Paz.

El jurado noruego al cargo del Nobel de Paz quería premiar los esfuerzos de los colombianos por superar una estúpida guerra de 52 años y alcanzar la paz. Implacable decisión. Pero no es al presidente Santos a quien tenían que premiar. Pocas veces son los poderosos, los presidentes, que merecen ser premiados. Si ustedes hubieran dado el Nobel de Paz 2016 a las víctimas de las FARC, de los paramilitares y de los excesos represivos de la Fuerza Armada que se unieron para apoyar una paz con justicia y reconciliación, mejor servicio hubieran dado al proceso de paz en Colombia. Valorar el papel de los políticos como Santos o Uribe es tarea del pueblo colombiano, y este jurado todavía no tiene veredicto. Intervenir con el Nobel de Paz para Santos en la disputa interna de los colombianos sobre el cómo de la paz, no es tarea de ustedes, y compromete el prestigio moral del Nobel, igual como lo hizo su decisión de premiar a Barak Obama.

En cambio, me encanta la decisión sabia que tomó el jurado sueco al dar el Nobel de Literatura a Bob Dylan.

Franz Josef Wagner, el columnista alemán a quien robé la idea de las cartas, escribió en su “Correo de Wagner”:
Querido Bob Dylan: Te escribo escuchando “Blowin’ in the wind”. Lo escuché por primera vez en los años sesenta. Fue una locura: Todos escucharon esta canción.
Fue nuestro himno. “Blowin’ in the wind” fue un medio de transporte, nos movilizó, nos transformó. La canción resultó más poderosa que las armas. En los años sesenta reinaba la guerra de Vietnam. Ya era tiempo que Bob Dylan recibiera el Nobel de Literatura. “Blowin’ in the wind” es gran literatura. Literatura no es escribir bonito. ¿Cuántos idiotas no figuran en los ranking de los bestsellers?

Tuve la suerte de estudiar literatura con un gran escritor y maestro, Walter Höllerer, quien fundó en la Universidad Técnica de Berlín el “Instituto del Lenguaje en el Siglo Tecnológico”. Nos puso a analizar, con los métodos de la lingüística y de la ciencia de la literatura, formatos como películas, reportajes, música Rock, comics, telenovelas, películas, spots de televisión – a la par de novelas, poemas, y obras de teatro. En este instituto se prepararon futuros escritores, catedráticos, dramaturgos, editores, periodistas, directores de cine – y Höllerer nos obligó a todos explorar el potencial de todos los formatos de la literatura.

Me tocó escribir, como tesis, un análisis sobre cómo el nuevo lenguaje combinado de fotografía, música pop, y reportaje de guerra marcó la manera como mi generación, en todo el planeta, procesó la guerra en Vietnam. En esta investigación, Bob Dylan y el fotógrafo Eddie Adams de AP (quien hizo la foto del jefe de la policía de Sur Vietnam ejecutando a un prisionero), jugaron un papel mucho más importante que Jean Paul Sartre, Bertrand Russel y Julio Cortázar con su “Vietnam Tribunal”. Cité estas líneas de Bob Dylan: “There's the battle outside raging/It'll soon shake your windows and rattle your walls/For the times they are a-changing/Come mothers and fathers/throughout the land/and don’t criticize/what you can’t understand/your sons and daughters are beyond your command” (“ahí fuera está rabiando la batalla/pronto sacudirá sus ventanas/y hará temblar sus muros/porque los tiempos están cambiando/vengan padres y madres/de todo el país/no critiquen lo que no saben entender/sus hijos e hijas están fuera de su control”) – y otros versos de John Lennon, Edwin Starr, Jimmy Hendrix…

Felicidades por la valiente decisión del jurado sueco de ampliar el concepto de literatura; y un llamado al jurado noruego que no sigan usando criterios de conveniencia política para otorgar el Nobel de Paz.

Disculpen el atrevimiento, pero los premios Nobel son patrimonio de la humanidad.

Saludos, Paolo Lüers

Fugaz

A mi me toca decir que seré la persona
Que siempre estará ahí
Para mirarte cuidarte y también expresarte
Y dar mi vida por ti

Las veces, que sea necesario
Esconderte, tras de un armario
Y cobijarte las noches y abrazar tu llanto
Y ser tu héroe, tus risas, tus juegos, tu sueños, tu canto

Y dibujarte castillos con sueños perdidos
Volvértelos realidad
Y resanar las paredes de tu cuerpo herido
Para que pueda amar

Tu sueño personal el mas inesperado
La estrella que alumbra el hilo de tus pesadillas
Y sigiloso meterme bajo tu cama
Y ser por siempre el que a toda hora cuide de tu alma

Y ser tu sueño fugaz
Y ser tu sueño fugaz
Y ser un sueño fugaz que de paso te convierta
El rostro en una canción
Y ser tu ocaso y tu aurora
Quien por las noches te devora
Ser de tu mente un pensamiento
Que vuela a traves del tiempo

A mi me toca decir que seré la persona
Que siempre estará ahí
Para mirarte cuidarte y también expresarte
Y dar mi vida por ti

Las veces, que sea necesario
Esconderte, tras de un armario
Y cobijarte las noches y abrazar tu llanto
Y ser tu héroe, tus risas, tus juegos, tu sueños, tu canto, y ser un sueño fugaz