Wolfgang Streeck cree que la izquierda debe plantear un programa anticapitalista realista antes que proyectos de reeducación moral. En esta entrevista analiza el rol de las izquierdas en el complejo panorama contemporáneo.
Los partidos de izquierda, dentro y fuera de Europa, están en
crisis. ¿Hasta qué punto esta crisis difiere de la crisis general de las
organizaciones políticas de masas y del desconcierto ideológico de los
conservadores?
Hay puntos en común y diferencias. Uno de los
puntos en común es que ya no se cree que los partidos tradicionales
tengan fuerza creativa, y ni siquiera se les exige que la tengan. La
diferencia es que hay otros que pueden manejar esta situación mejor que
los socialdemócratas o los partidos ubicados a la izquierda de estos.
Los partidos que no son de izquierda, antaño «burgueses», pueden hacer
política de manera espontánea, como lo hace, por ejemplo, Angela Merkel,
que logra escenificar magistralmente un oportunismo guiado por
encuestas, a modo de una novela de aprendizaje personal. Todos los días
sucede algo que la prensa puede revelar de inmediato. Lo que sucedió
ayer ya no es de interés siquiera para los miembros de la Unión
Demócrata Cristiana (CDU, por sus siglas en alemán).
Por el
contrario, los partidos de izquierda tienen miembros que esperan de
ellos un núcleo ideológico-programático. Sin embargo, generalmente no lo
pueden consensuar, en parte porque carecen cada vez más de una
perspectiva de poder real que promueva el realismo. Los votantes, muchos
de los cuales toman su decisión en el último minuto dentro del cuarto
oscuro, ven esto solamente como caos. Si los partidos de izquierda no
logran, en medio de una opinión pública acostumbrada a consumir una
multiplicidad de noticias, concitar atención y credibilidad para una
voluntad transformadora que apunte a una sociedad sostenible a largo
plazo, y por lo tanto tangiblemente distinta, se volverán irrelevantes.
Más aún cuando sus líderes intentan imitar el oportunismo carente de
conceptos del llamado «centro». Los otros dominan mejor la política
posdemocrática.
Un punto neurálgico del debate político es el
futuro de la Unión Europea. ¿Cómo percibe el debate actual de la
izquierda sobre Europa?
Para Alemania, la Unión Europea
sigue significando bonanza, tanto económica como política. En Alemania
convergen los flujos de poder económico de la eurozona, mientras que los
países de la región mediterránea se desangran. Aquí es donde se está
gestando un conflicto intraeuropeo como no hemos tenido desde el final
de la Segunda Guerra Mundial. Haber impuesto una moneda única de acuerdo
con la receta alemana sirve a los intereses de la industria exportadora
alemana, incluidos sus trabajadores, al tiempo que arruina a países
como Italia y Grecia: un ejemplo de cómo un exceso de integración lleva
al conflicto.
La situación es similar en Europa del Este, aunque
por otras razones, como la política de refugiados. En términos
políticos, con el número creciente y la heterogeneidad de los Estados
miembros de la Unión Europea, Alemania está emergiendo como la potencia
hegemónica de Europa, junto con –o mejor dicho, escondida detrás de–
Francia. Y esto se debe además, en no menor medida, al rearme previsto
del 2% del PIB, con lo que el presupuesto alemán de «defensa» superará
con creces el de Rusia. Es probable que el nuevo poder militar se use en
el África poscolonial, donde Francia necesita ayuda contra los
insurgentes islamistas, así como en Europa del Este y los Balcanes,
donde, para mantener la amistad de sus habitantes con Europa, Rusia debe
ser mantenida a raya; y quizás incluso en Oriente Medio.
¿Cuáles son las consecuencias de esta hegemonía alemana para los y las votantes en Alemania?
Ser
una potencia hegemónica no es gratis; los países mediterráneos
demandarán compensación económica y financiera regional, y los países
balcánicos reclamarán ayuda para el desarrollo; además será necesario
cerrar la brecha financiera abierta por el Brexit en la Unión Europea y
contar con el armamento convencional planeado como complemento de las
armas nucleares y espaciales francesas. Nada de esto se discute
seriamente en la izquierda alemana. Su pasatiempo es el reaseguro, en el
nivel de la Unión Europea, de los seguros nacionales de desempleo a
base de crédito y el denominado «salario mínimo europeo», llamado así
porque diferencia según el ingreso promedio nacional.
Hay muchos
indicios de que Alemania es demasiado pequeña para estar a la altura del
papel de un Estado hegemónico europeo, incluso si Francia contribuyera
con los costos. Ni siquiera somos capaces de reducir las diferencias de
ingresos entre Alemania Occidental y Alemania del Este 30 años después
de la unión monetaria alemana, ¿cómo haríamos entonces para reducir esas
diferencias entre Baviera y Sicilia? Las demandas imposibles de
satisfacer de otros países, especialmente si están moralmente
justificadas, pueden provocar reacciones hostiles en la política
interna. Entonces la «gran europea» Merkel, para ponerse del lado de sus
votantes, traería sin duda de vuelta al «ama de casa suaba» (el símbolo
de la austeridad alemana) de su reserva de RRPP. Incluso ante este
peligro evidente, no hay una visión alternativa en la izquierda para una
Europa futura, aparte de una mayor redistribución de Norte a Sur, con
fronteras abiertas en todas las direcciones: un proyecto segurísimo de
autorrepliegue.
Una importancia no menor reviste el tema de la
migración, que ha resultado ser tan difícil como doloroso para los
partidos de izquierda. ¿Cómo debería ser para usted una posición de
izquierda convincente?
Las empresas alemanas tienen
hambre de mano de obra, tanto de trabajadores calificados como de
aquellos que estarían satisfechos con la mitad del salario mínimo
alemán, sumado al subsidio Hartz IV. Una floreciente economía regional
está creciendo más rápido que la oferta laboral renovable en cada
región; es necesario que pasen casi dos décadas para que esa oferta
arroje ganancias para los empleadores y los organismos de seguridad
social. Esto significa inmigración. Piense en el hombre de Daimler,
Dieter Zetsche, quien a fines de 2015 fantaseaba con el «comienzo de un
segundo milagro económico». Pero tenemos una ley de migración desde hace
apenas unos meses –tal fue hasta ese entonces la resistencia tanto de
la antigua CDU como de los sindicatos– y no habría sido suficiente para
la utopía neoliberal de un mercado laboral abierto con oferta ilimitada
de mano de obra.
Fue entonces cuando llegaron oportunamente la
guerra de Siria y las guerras (también guerras civiles) en Afganistán y
África: si se interpreta adecuadamente la Constitución y el derecho
internacional, a los refugiados se les debe permitir ingresar sin
control y sin límite, incluso a aquellos poco calificados o que no están
calificados en absoluto. Incluso tampoco pudo hacer nada en contra la
bancada de la CDU/CSU en el Bundestag, acosada por sus votantes pero
presionada a quedarse quieta no solo por la canciller, sino también por
los empleadores, aliados con las iglesias, el Partido Socialdemócrata de
Alemán (SPD), Los Verdes…
Por lo tanto, la economía obtuvo por
razones humanitarias lo que no podría haber obtenido con justificación
económica: una oferta de trabajo adicional tanto para trabajos
calificados como para el sector de bajos salarios, desde el cual se
puede seleccionar lo mejor y transferir el resto a la asistencia social.
Que luego «nosotros» hayamos sido elogiados como una nación «abierta al
mundo» –una «nueva Alemania» que ha «aprendido de su historia»– hizo de
la izquierda casi un club de admiradores de Merkel, especialmente
cuando se le permitió combatir al inevitable movimiento antagónico
tildándolo de «neofascista». Lo que se le escapó fue el hecho de que
Merkel, a más tardar a fines de 2016, tuvo éxito en volver a cerrar las
fronteras no solo de Alemania sino también de Europa, para asegurar así
su supervivencia política.
¿Pero la inmigración controlada no es vista con agrado por amplios círculos de la opinión pública alemana?
Sabemos
poco sobre la reacción de la población local a las oleadas
inmigratorias. Sin embargo, parece que aun en los países «más abiertos
al mundo» la euforia inicial, incluso el orgullo nacional por la propia
voluntad de ayudar, se convierte en algún momento y súbitamente en
rechazo (ver los países escandinavos), al menos cuando se extiende la
impresión de que la inmigración no está bien administrada, ya sea por
incapacidad del gobierno o por falta de cooperación por parte de los
inmigrantes.
En los Estados de Bienestar clásicos de Europa
occidental, la oposición que surge a la inmigración se debe menos
probablemente a la xenofobia general que a la preocupación por el estilo
de vida propio, considerado progresista y justo. Una sociedad
igualitaria tolera, por ejemplo, la desigualdad solo en un grado muy
limitado: a diferencia de Estambul, no se quiere ver a los refugiados en
Colonia o Múnich durmiendo en las calles y en los parques. Para que tal
colapso del orden público sea solo una excepción, los recién llegados
deben ser rápidamente capacitados para participar en la vida social como
ciudadanos de pleno derecho, incluso mediante la adquisición de
habilidades laborales, de modo que puedan ganar por lo menos el salario
mínimo alemán.
Esto requiere un esfuerzo social y fiscal que no
puede aumentarse arbitrariamente. A menos que se logre limitar la
inmigración de forma tal que los recién llegados puedan integrarse a una
vida doméstica exigente, es decir, que la entrada de inmigrantes se
ajuste a los recursos destinados a la integración social disponibles,
inevitablemente se hará escuchar el reclamo para que se ponga fin,
primero de manera temporaria y luego permanente, a la inmigración. Quien
condene esto moralmente debe contar, a su vez, con que recibirá una
condena moral por violar otros valores sociales.
En Alemania,
los socialdemócratas han discutido en los últimos tiempos acaloradamente
sobre el ejemplo de Dinamarca, donde los socialdemócratas insisten en
establecer estrictas restricciones migratorias.
Del
caso danés se puede aprender que un partido socialdemócrata asume un
alto riesgo si permite que la cantidad de inmigrantes exceda la
capacidad de la sociedad para integrarlos a su estilo de vida
tradicional. Esto es en particular lo que pasa cuando el partido
reacciona con una retórica «cosmopolita» destinada a reeducar a los
ciudadanos en lo que consideran moralmente aconsejable. Volver a
trabajar como partido desde tal posición para volver a representar a sus
votantes puede requerir un tipo de política simbólica que puede parecer
sucia a los observadores externos. Sin embargo, en la medida en que los
defensores de la inmigración ilimitada, incluso como consumidores,
tienen interés en una mayor desigualdad –para comer barato en el
restaurante y limpiar sus casas de manera más barata–, esto puede
señalar un conflicto real sobre qué tipo de sociedad se quiere ser, una
sociedad socialdemócrata o neoliberal.
Lo que sucede con los
demócratas estadounidenses parece ser bien diferente de lo que ocurre en
Dinamarca. ¿Qué se puede aprender de estas comparaciones?
El
Partido Demócrata de Estados Unidos nunca ha logrado ponerse de acuerdo
sobre una política de inmigración creíble. Actualmente, la reacción
frente a Trump es liderada por fuerzas «liberales» que se basan en dos
grupos significativos de defensores de las fronteras abiertas de facto:
las familias inmigrantes que ya están en el país, predominantemente
latinoamericanas, y los trabajadores de bajos salarios, como los cientos
de miles que cada mañana inician su viaje de varias horas en el metro
para limpiar habitaciones de hotel en Manhattan y cocinar alimentos para
locales y turistas; por la noche viajan otras tantas horas de regreso,
porque ni siquiera pueden soñar con vivir cerca de su lugar de trabajo.
El lema que ambos deben pregonar es «Legalización de la inmigración
ilegal».
Se evita decir si «legalización» significa que, después
de una victoria electoral democrática, toda inmigración debería ser
legal, o si todavía habrá inmigración ilegal en el futuro y qué se debe
hacer si alguien que no puede ingresar legalmente en ese momento lo hace
ilegalmente. Cualquiera que haya tenido que pasar por los controles
normales de inmigración como pasajero de una aerolínea normal después de
aterrizar de manera segura en Estados Unidos debería poder imaginar que
la «legalización de la inmigración», entendida como entrada gratuita al
país para todos, no es un hit de campaña con el que se pueda vencer a
Trump; probablemente ni siquiera se obtenga bajo ese lema una mayoría en
el Partido Demócrata.
Por cierto, nadie habla de recursos para
financiar la calificación profesional de los inmigrantes ni incluso de
construir viviendas dignas para ellos, ni siquiera los «legalizadores»;
ahí es donde se termina la generosidad aun del demócrata más generoso
porque, en la vieja tradición de la sociedad rica más desigual del
mundo, los inmigrantes tienen que valerse por sí mismos. No es un modelo
para Europa.
Usted señala repetidamente el importante papel
del Estado. ¿Realmente necesita la izquierda aclarar su relación con el
Estado-nación?
Por cierto que sí, y con urgencia. El
Estado-nación, especialmente el europeo, es la única entidad política de
importancia que puede democratizarse. La transferencia de competencias
nacionales al «mercado mundial» o a las autoridades supranacionales
normalmente equivale a una desdemocratización de estas competencias, si
por democracia se entiende la posibilidad que tienen los perdedores en
la lotería capitalista de oportunidades de corregir, mediante la
movilización del poder político, los resultados de la distribución.
La
política de redistribución solo funciona en las naciones; en la
sociedad mundial hay donaciones, de Bill Gates y compañía, pero no hay
impuestos. La «gobernanza global» no es democrática y no puede serlo.
Por encima del Estado-nación solo existe el «libre mercado
internacional», que consiste en grandes empresas que son libres de hacer
lo que quieran, y tecnocracias como el Fondo Monetario Internacional o
la Unión Europea. En lo que respecta especialmente a esta última, se ha
construido supranacionalmente desde el principio de modo tal que su
democratización quede descartada o permanezca en el plano de la
«consulta pública» del señor Juncker sobre la eliminación de la hora de
verano. ¿Alguien realmente recuerda eso? En su lugar, ahora todos
esperan que la señora Von der Leyen ponga fin al cambio climático.
Incluso
si los Estados nacionales y la democracia están ligados, los Estados
nacionales son históricamente responsables del exceso de violencia.
¿Acaso ser una nación no implica esto?
Es un cuento de
hadas, contado muchas veces en beneficio de los Estados nacionales con
ambiciones imperiales, que los Estados nacionales como tales sean
agresivos hacia fuera y autoritarios hacia dentro. Curiosamente, el
escepticismo con respecto al Estado desaparece como por arte de magia en
los autodenominados «proeuropeos» tan pronto como el concepto se
transpone al plano europeo. El superestado supranacional, que
reemplazará al Estado-nación europeo al final de la «integración
europea», de repente tiene que ser imaginado como pacífico y
democrático.
El hecho de que los Estados nacionales pueden ser
bastante diferentes se demuestra al observar Escandinavia y Suiza, pero
también las seis o siete décadas de la Europa occidental de posguerra,
después de que las aspiraciones de poder del Reich fueran aniquiladas junto con el propio Reich.
Los imperios son agresivos hacia dentro especialmente cuando no quieren
que se independicen las naciones que ellos dominan, y hacia fuera,
cuando hay conflicto con otros imperios, como en la Primera Guerra
Mundial; así sucede con los Estados nacionales que quieren convertirse
en imperios, como Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial, o
Estados Unidos en Vietnam, Iraq, etc. Para formularlo de manera
provocativa, una Unión Europea bajo el liderazgo francés y armada con el
2% del PIB de Europa, obviamente con fines de defensa, sería la única
entidad política de Europa occidental que podría tener hoy ambiciones
imperiales, por ejemplo, en África u Oriente Medio.
Volvamos
nuevamente a la debilidad de la izquierda: el debate a menudo se refiere
a la distribución de la atención política entre un eje de conflicto
cultural y un eje de conflicto económico. ¿Cuál es el eje decisivo desde
su punto de vista? ¿En qué plano hay que dar un golpe de timón de
manera más urgente?
No creo que los dos ejes sean
rígidamente perpendiculares entre sí, es decir, que no tengan nada que
ver entre sí, en cuyo caso de hecho plantearían un dilema como el de
Escila y Caribdis para la izquierda. Recuerdo que el problema surgió del
desconcierto de la izquierda de la «Tercera Vía» en la década de 1990
sobre lo que aún podían ofrecer a los votantes después de su giro
globalista: quedaba ya descartada la protección frente a las fuerzas del
mercado y la competencia internacional. La respuesta fue la propagación
de valores liberal-libertarios, llamados posmaterialistas, que eran
percibidos como una tendencia.
Esto dividió a la base de la
izquierda: aquellos «nuevos libertarios», que hasta entonces habían
podido integrarse económicamente, ya no veían razón alguna para no
pasarse inmediatamente a Los Verdes, que estaban en ascenso; por el
contrario, los votantes de izquierda tradicionales se encontraron
expuestos a una retórica de reeducación que exigía de ellos que
adhirieran a estilos de vida que les parecían incomprensibles,
siniestros o incluso inmorales. Es por ello que muchos de ellos
decidieron no tener nunca más relación con la política. Otros se fueron a
partidos conservadores o, en su defecto, a partidos de derecha y
radicales de derecha.
¿Habría podido evitarse?
Creo
que la mayoría de los alemanes tiende a adoptar una actitud de «vivir y
dejar vivir» en cuestiones culturales y morales, siempre que los otros
adopten la misma actitud hacia ellos. Aceptación de que cada uno haga lo
que quiera mientras no me moleste; rechazo a que se imponga una cultura
de «celebración de la diversidad» desde arriba hacia abajo, desde el
pensamiento único antitradicionalista de la elite de los medios
liberales hasta los últimos rincones del pensamiento y la vida
cotidianos. No existe ninguna contradicción entre esto y que uno se
lleve bien con los vecinos turcos o vietnamitas, aunque sea de una
manera alemana, bastante poco social.
Creo que la política de
izquierda puede contentarse con eso: no tiene que presionar por limpiar
la esfera pública de actitudes y manifestaciones que no sean lo
suficientemente diversas desde una perspectiva verde. Quedan exceptuadas
las manifestaciones de odio nazis, para cuya represión en Alemania,
afortunadamente, se cuenta con el derecho penal. La izquierda puede
encomendarles los intentos de reeducación moral de las masas a Los
Verdes, que tienen bastante experiencia en ello, y cuyo buen momento
actual se debe probablemente al hecho de que han atenuado notoriamente
su moralismo, que tanto crispa a la gente.
¿Dónde ve una razón
para el optimismo? ¿Dónde están los puntos fuertes estructurales de la
izquierda que podrían aprovecharse más en el futuro?
Veo
una gran necesidad estructural de una política de izquierda, es decir,
una política que cohesione a la sociedad multiplicando sus bienes
colectivos, que benefician a todos por igual. Obviamente, otro asunto
completamente distinto es si los partidos de izquierda pueden satisfacer
esta necesidad tal como están conformados en la actualidad; en esto soy
escéptico. La actual borrachera del espectro verde/izquierda con una
política simbólica de exclusión hacia dentro, regulaciones
discriminatorias en escritura y lenguaje, condena moral contra quienes
cometan mínimas desviaciones, habla en contra de esto.
En mi
opinión, la situación actual pide a gritos una izquierda que se preocupe
con igual intensidad por los déficits dramáticamente crecientes de
nuestras infraestructuras colectivas en el sentido más amplio, desde el
transporte urbano hasta el sistema escolar, y por las crecientes
disparidades entre las zonas centrales en ascenso y la periferia en
decadencia. Esto requiere, entre otras cosas, el alivio de la deuda de
los municipios, con una descentralización simultánea de decisiones, un
aumento sostenido de la capacidad de la desangrada administración
pública, la promoción de cooperativas y formas no convencionales de
empresa con capital ligado a un lugar, inversiones costosas para la
protección contra las consecuencias del irreversible cambio climático
que se avecina y espera desde hace mucho tiempo, además de dejar de lado
el «déficit cero» como dogma fiscal: en resumen, un anticapitalismo
realista. A veces uno tiene la sensación de que algunas izquierdas están
más preocupadas por la mayor difusión posible de las estrellas de
género.