Balance criminológico El Salvador 2018

Balance criminológico El Salvador 2018

Por Ricardo Sosa

Ene 10, 2019- 21:49

Ya tenemos cifras y datos oficiales que permiten emitir una opinión de cómo finalizó 2018 en materia de los principales delitos de eficacia o denominados de alto impacto en la sociedad. Para ello utilizaré datos oficiales de la Policía Nacional Civil:

-Violencia homicida: El Salvador registró 3,340 homicidios, lo que nos representa un promedio diario de 9.2 asesinatos y una tasa anual de 50.3 por cada 100,000 habitantes. Estos datos, al compararlos con los del año 2017, representan una disminución de -622 muertes violentas, de -15.7 % , y en la tasa anual de -10.5 puntos porcentuales. Existe una tercera reducción anual consecutiva, lo que representa 53.2 puntos porcentuales en la tasa anual como país en relación con el año más violento del presente siglo. El departamento y municipio de San Salvador fueron los que mayor número de asesinatos registraron. Cuarenta y seis municipios no registraron homicidios.

– Violencia feminicida: se registraron 383 asesinatos de mujeres, con un promedio diario de 1.05 asesinatos de mujer, y una disminución de -86 asesinatos, un -18.3 % anual. Los asesinatos de mujeres representaron el 11.5 % del total de homicidios. Se registra una tendencia leve a la baja en relación con el año 2017, pero lastimosamente cada día fue asesinada una mujer durante 2018. Los departamentos de Sonsonate, Usulután y San Vicente presentaron incrementos; once departamentos reportan disminución.

– Los robos y hurtos registran una disminución a nivel nacional en promedio de -13 % en relación al año 2017.

– El delito de lesiones registra una disminución de -1.5 %.

– Delitos relacionados al narcotráfico existe un decomiso de 15,036.49 kilos, lo que representa un incremento en positivo de +7,062 kilos en relación al año 2017.

– Incautaciones de armas de fuego se reportan más de 3,600 armas decomisadas en condiciones de ilegalidad.

– Robo y hurto de mercadería y producto presenta una disminución de -16.7 %.

– Existe un incremento en las detenciones por diferentes delitos parte de la PNC entre ellos destacan hurto de vehículos (+41 %) robo de vehículos (+12 %) homicidios culposos (+10) violaciones (+5 %) para un total que supera las 38,000 detenciones anuales.

– Lastimosamente hay delitos que presentan incrementos en denuncia, entre ellos tenemos la extorsión con un 2.5 %; violaciones con 8.4 %; muertos por accidentes de tránsito, con 5.5 %, secuestro con 6.7 % y hurto/robo de vehículos con 9 %.

– Los desaparecidos presentaron un promedio diario de 7.9 denuncias en sedes policiales al 31 de octubre 2018, con dos meses pendientes de estadística.

– Los asesinatos de policías fueron 32 en personal operativo, dos empleados administrativos de la PNC, 17 miembros de la Fuerza Armada.

El denominado Gran San Salvador, San Miguel, Santa Ana, Chalchuapa, Izalco, Usulután presentan la mayor incidencia criminal.

En el caso de los homicidios de los 3,340 a nivel nacional en 25 municipios tienen una incidencia del 49 % del total. En relación con los asesinatos de mujeres, los departamentos de San Salvador, Sonsonate, La Libertad y Usulután se registran el 58 % de incidencia.

El desafío para el Estado salvadoreño es profundizar las políticas de persecución contra los principales delitos que afectan a la población, desarrollando las estrategias al mismo tiempo de prevención situacional.

*Cifras oficiales de la PNC, tablas y fórmulas propias.

Experto en seguridad
y criminología

Introducción a Multiculturalismo y Crítica Poscolonial

MULTICULTURALISMO Y CRITICA POSCOLONIAL
Marín Hernández, Elizabeth
INTRODUCCIÓN
La complejidad contemporánea nos conduce por una serie de deslizamientos, que entroncan de forma diversa y flexible a las relaciones en las formas representacionales del arte de estos tiempos. Relaciones que evidencian la existencia de las contingencias de una metacultura occidental, que tiende a desarrollarse en medio de los procesos de globalización en todos los ámbitos, y donde estos procesos de forma silenciosa demandan continuamente de la presencia de los otros, y de una comunidad humana que contemple sus diferencias –como escribe Jean-François Lyotard-.
Esos otros y las diferencias, son concebidos en la distancia de una mirada aún centrada, que tiende a disgregarse, que trata de atrapar y de aprehender a las otras culturas, como espacios extraños o fantasmáticos de reflejo, mundos aparentemente desconocidos, y que parecieran comenzar a emerger en medio de una realidad múltiple.
De ahí que se conforme una dominante epocal, tiempos en que los otros parecieran tomar la palabra, ante el cuestionamiento de los discursos monocentrados, y que manifiestan la imposibilidad de pensar en eso –como escribiría Michel Foucault ante la concepción de una multiplicidad referencial, que se tornaría híbrida, transcultural, transtextual, “en el asombro de lo que se ve de golpe, lo que, por medio del apólogo, se nos muestra como un encanto exótico de otro pensamiento, que es límite del nuestro: la imposibilidad de pensar en esto” , como medio de representación de las culturas generadas, por los patrones occidentales, y en los cuales se encuentra inscrita de forma indeleble la cultura latinoamericana, como lugar de consolidación de una otredad dentro de la mismidad occidental.
El eje central de esta investigación, se encuentra definido en medio de ese asombro de lo que se ve de golpe, dentro de la movilidad contemporánea. Asombro que ha despertado al arte latinoamericano y a su diáspora a finales del siglo XX, en medio de un aparecer que pareciera repentino, que llena a las salas de exposición en todos los territorios, y que a su vez intenta retar a los límites del pensamiento que pretende atraparlo en su movilidad, pues la cuestión principal del arte latinoamericano se aloja “en la pregunta por el ser, y la base de ese espacio en el cual surge el problema que sostiene una contradicción que es la de buscar condiciones fijas de existencia en algo que es por esencia móvil, desplazado y permanente negación de sí mismo” .
América Latina y sus diásporas contemporáneas, reinscriben su cuestión por el ser, en la que antiguos y nuevos procesos de representaciones se apartan, y a la vez atienden a sus orígenes, para ubicarse en medio de la transparencia caótica, de una sociedad contemporánea, definida por Gianni Vattimo, como una sociedad mucho más compleja e imposible de ser narrada, dentro de una sola dirección histórica, pues la posibilidad de mantener la univocidad de una sola narrativa, configuró por largo tiempo la ausencia interpretativa del arte de una periferia, como la latinoamericana, atada y conceptualizada dentro una metadiscursividad, que negaba o marginaba su participación, como elemento activo de la cultura internacional y legitimante, imaginada en clave central.
Las narrativas universales, observaban al arte proveniente del territorio latinoamericano, en medio de una configuración derivativa, pues según el gran relato del arte, éste se movilizaba dentro de la permanente influencia de los modelos centrales, los cuales copiaba dentro de la ausencia de una originalidad propia.
De allí que sus expresiones, hayan sido confinadas al espacio de una modernidad no cumplida, residual, precaria, y en muchos casos carente de una particularidad y de una visualidad propia, siempre diferente, siempre atrás de los patrones centrales. Pero qué sucede en la contemporaneidad que pareciera dar un vuelco a estas concepciones, y el arte latinoamericano de todos sus tiempos, entra de lleno en los espacios globalizados de los internacionalismos artísticos, dentro de una agencia de reconocimiento continuo que establece “lo global en relación con lo local, en medio de un principio metodológico fecundo que se basa en considerar, el centro y la periferia, norte y sur, dentro de una proliferación de redes dedicadas a la negociación de las diversidades” y en las que las representaciones del arte latinoamericano se encuentran repentinamente revalorizadas desde su condición periférica, de margen o de diferencia.
La repentina aparición de las diásporas artísticas latinoamericanas, dentro de un contexto epocal, que disuelve a las relaciones antagónicas de centro/periferia, que rearma a los esquemas de otredad y de diferencia, proponen un amplio abanico de análisis que nos conduce a entender, el porqué de los límites de los pensamientos monocentrados y el porqué de los pensamientos fragmentarios y flexibles, de unas teorías incluyentes de las diversidades, que parten desde diversos ángulos de inflexión y de reflexión, para configurar una serie de espacios discursivos, en los que debemos considerar y manifestar nuestra preocupación por el lugar de conocimiento y de enunciación de los saberes.
Desde dónde son leídas las diferencias, desde dónde son operadas sus inclusiones, y poder localizar a América Latina y a sus artes visuales, en el retorno en el que vuelven a pensar sobre el porqué de sus realidades, el por qué de su convocatoria, para dirigirse hacia la búsqueda de una posibilidad narrativa híbrida y dialógica, inmersa en las formas con las que se imaginan, para desde allí poder incidir en un más allá, de la mirada de un pensamiento, que trata de exceder a los límites, y que en medio de esta acción pueda encerrarlos de nuevo, en la manifestación de la imposibilidad de entendimiento, de un pensamiento inconmensurable presente en las teorías expuestas en clave central.
De manera que, tratemos de plantear a la realidad latinoamericana actual, a partir de una perspectiva basada en la deconstrucción de la otredad de un opuesto, en la que se hace perentoria la necesidad de una reinscripción de sus particulares historias, dentro del concierto de una cultura occidental, a la cual pertenece por medio del ensanchamiento producido por Occidente en sus diversos procesos de expansión, y en los cuales las diásporas artísticas latinoamericanas de todos los tiempos manifiestan en la contemporaneidad su movilidad y desplazamiento.
Es en este contexto en el que presenciamos un movimiento continuo de los sentidos y de las significaciones, utilizadas por los artistas latinoamericanos, para ubicar sus historias y representaciones dentro un horizonte múltiple y ampliado –como argumenta Gerardo Mosquera-.
Horizonte en el que se activan agencias híbridas, que nos impelen como estudiosos de la cultura latinoamericana, a observar los lugares desde donde estos hablan, desde donde se enuncian, y desde donde se representan, para desde allí poder comenzar a considerar un pensamiento, que evidencie “la epísteme en la que están enraizadas; para mostrar también en que se diferencia radicalmente su configuración(…) y que su configuración particular no debe ser tratada como un fenómeno negativo; pues no es la presencia de un obstáculo, no es una deficiencia interna lo que las hace fracasar en el umbral de lo normativizado.
Constituyen su propia figura, al lado de las ciencias y sobre el mismo suelo arqueológico, de otras configuraciones del saber” .
Es necesario deconstruir la posición diferencial normatizada, en la que se encuentra inscrito el arte producido por la diáspora artística latinoamericana, el cual habiendo roto ya las fronteras de contención geográfica, en las que se hallaba confinado dentro de los discursos monocentrados, se encuentra en la actualidad, con el deber de acertar el enraizamiento de esa epísteme, de ese saber que le ha representado dentro de un lugar estático, y con unas características definitorias, que se descubren desarmadas ante la sentencia del medio apólogo o de la ficción –como escribiría Foucault-, de un pensamiento central, que manifiesta su fragmentación a escala global.
De modo que, es posible plantear otras coordenadas de análisis, que partan del mismo suelo de los saberes translocalizados de la actualidad, con la finalidad de hacer evidente la movilidad de unas expresiones, en permanente apropiación, contaminación y resignificación.
Nuestro recorrido por las diásporas nos posibilitará estudiar, cuáles son las diferencias de sus saberes, de sus expresiones como margen de Occidente, y a la vez visualizar su presencia y su vigencia, dentro de una contemporaneidad, que se manifiesta en medio de la multiplicidad de discursos, con los que observa la puesta en escena de una “dialogicidad heterogénea, donde no se niegan las marcas culturales propias, se utiliza permanentemente la descentralización y la multiplicación de nuevas perspectivas, de deconstrucción bilateral tanto por parte del Centro como de la Periferia al reclamar nuevas purezas y al componer la acción de re-escribir para apoderarse del pasado y elaborarlo para superar lo constituido”
En esta dirección, tomaremos a la dialogicidad contemporánea que parte de la enunciación discursiva de la dominante epocal posmoderna, como lugar teórico desde el cual arrancará nuestro análisis sobre las diásporas.
La posmodernidad concebida – como escribiría Jean-François Lyotard- desde las relaciones y los juegos del lenguaje, en medio de las formas libres y flexibles de contratación entre los juegos. Juegos que se manifiestan dentro de una sociedad tardocapitalista, dominada por el flujo de la información y de los massmedia, y donde –como especifica Vattimo- otros pueblos comienzan a tomar la palabra, dentro de una realidad que siente haber acortado las distancias, y donde todo pareciera presentarse de manera simultánea.
De allí que, el presente estudio se encuentre ubicado principalmente en la última década del siglo XX, y transite por el pensamiento de un contexto epocal posmoderno, que se inicia en los años sesenta –según el teórico cultural Alfonso de Toro- y que marca una trayectoria “en cuanto al cuestionamiento del logos, de la identidad esencialista, de gran importancia para el pensamiento latinoamericano que siempre ha estado atrapado dentro de la hegemonía eurocentrista.”
El marco de referencia teórica que tomaremos, se encontrará definido en primer lugar por el estudio de las teorías posmodernas, que estructuran el andamiaje de la dialogicidad contemporánea, a través de la deconstrucción y el cuestionamiento del logos monocentrado, desde diversas perspectivas, las cuales abren la posibilidad de enunciación a otros sistemas de saberes, provenientes desde las diferencias, tanto en clave central como en clave periférica, y donde se muestran las profundas tensiones que ambos saberes producen, ante la diseminación de las formas de análisis y de representación.
Estas tensiones pueden conducir a la visualización de la diversidad de las epistemologías concebidas en la actualidad, las cuales parten de los cuestionamientos y de las reflexiones que surgen ante la imposibilidad de mantener una sola historia y unos universales definitivos, que no proveen las formas de configurar otras historicidades, y que dependen de nuestra posición en el presente, y del lugar desde donde hablamos.
De manera que este primer sustrato teórico, perteneciente a la epocalidad posmoderna nos posibilita la visualización de las diferencias, en medio de un diálogo complejo, deconstructivo, desde el lugar de unos (el centro) y el lugar de otros (la periferia latinoamericana).
El punto de arranque para nuestro análisis y reflexión, se encontrará definido en las tensiones de los discursos pertenecientes a esta epocalidad, donde diferencias y resistencias, contaminaciones y reciclajes, se solapan en la búsqueda del sentido de sus actuaciones. De allí que surja una multiplicidad de teóricos y teorías, que cuestionan desde sus particulares territorios de enunciación a las crisis de los metadiscursos, y a su vez configuran el discernimiento de la flexibilidad posmoderna, de la inclusión multiculturalista, y de la reinscripción poscolonial, como estrategias discursivas de significación y de sentido.
Si bien esto sucederá en los territorios europeos y norteamericanos, en América Latina estos discursos influenciaran las posturas de nuestros teóricos y artistas, bien sea –como esgrime Nelly Richard- desde la revancha de la copia o desde la autoexotización, que complace la necesidad de consumo de las diferencias por las sociedades posindustriales –como escribe Gerardo Mosquera-.
La inserción de la diáspora latinoamericana en su desplazamiento, dispone un terreno sin fronteras definidas entre los saberes contemporáneos. Situación que plantea la necesidad de establecer, una apropiación de la diversidad de los conocimientos y de las enunciaciones, para dirigirnos hacia la formulación de un estudio que aborde múltiples miradas, y el cómo estas miradas pueden servirnos en tanto a su formulación como lugares teóricos, que posibilitan la hibridización de los conocimientos.
En este sentido partimos de la necesidad de realizar una multiplicidad de préstamos teóricos, que nos permitan observar, y aproximarnos al arte latinoamericano de la diáspora de finales de siglo XX, desde un nomadismo conceptual que transite por diversos territorios geoculturales, de saberes translocalizados y sin fronteras definidas.
En esta dirección transitaremos por los análisis que conducen a las concepciones metodológicas que se fundamentan “en la transculturalidad, la transdisciplinariedad, y la transtextualidad, entendidas como la posibilidad de ocuparme de diversos objetos culturales que no son reducibles a mi identidad, ni a mi lengua y cultura de origen, y que pueden no estar emparentados entre sí, y a la vez a la posibilidad de apropiación de sistemas o subsistemas, fragmentos de diversidades sin preguntar por su compatibilidad, sino valerse de su funcionalidad y productividad, para de esta manera articular los conocimientos en medio de los transcursos, del diálogo con lo que deseamos tratar y dotar de sentido” a nuestra realidad.
Es por esta razón que, debamos partir de una multiplicidad de territorios de enunciación, que muestren los préstamos y reciclajes interculturales, a los que se encuentran sometidos las diásporas latinoamericanas contemporáneas, en medio de los intercambios y los desplazamientos tanto de artistas, como de teóricos de los territorios europeos, norteamericanos y latinoamericanos.
Territorios en los que se producen encuentros y desencuentros, dentro de una movilidad que ya no podemos configurar por medio de las fronteras estables, sino en la inestabilidad de las zonas geoculturales en permanente contaminación, como se ha evidenciado a finales del siglo dentro de encuentros, exposiciones, talleres o debates, que como nunca antes han exhibido al arte de América Latina, desde su concepción preontológica, desde su capacidad subversiva o en su facultad de manipular y de apropiarse de todo legado artístico considerado universal –como opinan pertinentemente teóricos como Néstor García Canclini y Mari Carmen Ramírez-
El desplazamiento continuo de la diáspora artística latinoamericana historiza y re-inscribe la particularidad de sus narraciones. Narraciones que pueden ser tomadas desde la entrada de una acción diferida, y de un paralaje, descritos por Hal Foster como el momento en “que la construcción del pasado depende de nuestra posición en el presente y que ésta posición ésta redefinida por esa construcción del pasado en una mutua mutabilidad interminable.
La acción diferida alude al hecho de que un acontecimiento tiene un registro traumático, cuando se retorna retroactivamente: o sea, los llamados actos de ruptura o fundacionales, sólo lo son cuando son retomados una segunda vez, es decir, sólo podemos decir que algo acontece cuando acontece dos veces”
La situación de acción diferida y del paralaje puede ser observada en la continua re-inscripción que realizan las diásporas en su contemporaneidad. Debido a que el arte proveniente del territorio latinoamericano, en la expansión de sus zonas geoculturales, manifiesta la movilidad que lo ha producido desde siempre, un acto que se repite y se reelabora desde su condición poscolonial temprana, en la que contingentes de artistas se han desplazados durante largos períodos de tiempo, para generar la visualidad de este territorio, y este pasado centrado en la necesidad de una representación, ha de ser observado desde su movilidad, desde la condición apropiativa de los discursos centrales, los cuales eran resignificados en sus territorios de origen.
La diáspora latinoamericana contemporánea posee un largo trayecto, prácticamente inexplorado que nos permitirá –como escribe Mari Carmen Ramírez- observar sus conocimientos y expresiones en la sabiduría que da la distancia. De esta forma el pasado de la diáspora debe ser deconstruido no desde las posiciones dicotómicas de Centro emisor y de Periferia receptora, si no desde los intercambios, participaciones y resignificaciones, que se produjeron y se producen en ambos espacios, para de esta manera, tratar de atrapar por medio de la acción de paralaje, el pasado que se reinscribe dentro de la contemporaneidad de la diáspora, que presencia en acción diferida en un momento fundacional; un momento que se ha repetido en diversas y múltiples oportunidades, dentro de su condición de elaboración y de significación excéntrica, es decir, en su posibilidad de elaborar sus lenguajes fuera de las normativas del Centro emisor.
De ahí que, nos propongamos desde una visión híbrida y múltiple, revisar a las expresiones de una diáspora, que parten de una movilidad constituyente, de una condición poscolonial que se determina dentro una estrategia discursiva, y que nos permita identificar los lugares heterotópicos definidos por Foucault, como la simultaneidad y la multiplicidad de los lugares de la representación.
Estos lugares – argumentados por Foucault- “tienen el poder de yuxtaponer en un solo lugar real varios espacios, varios emplazamientos que son por sí mismo incompatibles” , pero al mismo tiempo estos lugares, pueden ocasionar la mezcla, la contaminación de los discursos, y la presencia de una acción diferida, que repite aquello que funda la movilidad de las diásporas latinoamericanas, y el sentido de la resignificación permanente de sus representaciones, para con ellas abrir otros horizontes de análisis y de reflexión, que nos conduzcan a la elaboración de una epistemología de frontera, dentro de los giros teóricos producidos por el pensamiento y el arte latinoamericano, en medio de las respuestas dadas a las influencias de los saberes y las representaciones translocalizadas, y a las preocupaciones de la complejidad de la diversidad contemporánea.
De esta forma, pretendemos lograr la ubicación de nuevas cartografías que no se centren en la tríada de la alteridad/otredad/subalternidad, como constructos reductores de la realidad artística latinoamericana, en desplazamiento y actuación, dentro de una multiplicidad de territorios, pues ya se hace imposible observar por medio de esta tríada –como escribe Nelly Richard- las reelaboraciones significantes de un arte y de unas representaciones, que se movilizan dentro una multiplicidad de cuestiones que abarcan desde la violencia, el género, lo étnico, el cuerpo como mercancía, lo nómada y otras cuestiones imposibles de cartografiar por los abstractos teóricos impuestos.
En este espacio se detiene la principal preocupación de nuestro estudio, en el cómo elaborar una arqueología, que evidencie las posturas teóricas del pensamiento latinoamericano, perteneciente al mismo sustrato teórico occidental, y a los consecuentes giros que se realizan dentro de ese sustrato, en la búsqueda de la representación del pensamiento y de la epísteme en la que se encuentran enraizados.
De manera que partamos de una visión transdisciplinar, para dotar de sentido a una cartografía que nos muestre la complejidad de los saberes, y de lo que enuncian estas diásporas, en medio de su inscripción contemporánea caracterizada por la pérdida de las fronteras.
La Tesis: Multiculturalismo y Critica Poscolonial: La Diáspora artística latinoamericana. 1990-2000.
El principal objetivo de nuestro estudio se encuentra guiado por la necesidad de analizar y estudiar la presencia de las diásporas artísticas latinoamericanas a finales del siglo XX, en medio de una diversidad de territorios lejanos a su origen.
Diásporas que manifiestan una participación activa dentro de la metacultura global, ya sean por representación propia o por apropiación de los discursos centrales de la dominante epocal posmoderna.
El arte producido por estos artistas en movimiento ubica de nuevo el cuestionamiento sobre la existencia de un arte latinoamericano, de una diferencia dentro de la mismidad occidental, a la que parecieran haber derrumbado con su presencia, al lograr fracturar los anillos concéntricos de los discursos centrales –como escribe Rashee Araen-.
Sin embargo esta fractura parece haber sido producida por los mismo centros tardocapitalistas en estado de disolución, y que en la actualidad se articulan desde territorios periféricos de enunciación, en medio de un afuera legitimado por un amplio espectro teórico, que parte de la necesidad de hallarse en un mundo donde existen otros –como escribe Paul Ricoeur- y donde se evidencia el final del monopolio occidental, por lo menos en los campos de la representación artística.
De allí que, iniciaremos nuestro estudio en la revisión de las teorías que nos hablan de las diferencias y la multiplicidad. Teorías que comienzan a desentrañar a las diversidades ocultas a partir de una multiplicidad de perspectivas, formuladas en su mayoría en clave central.
El primer capítulo en este sentido se encontrará dedicado a los discursos de una epocalidad que será definida dentro de relaciones mucho más libre y más flexibles con respecto a los otros, dentro de una forma de conocimiento que cuestiona los abstractos modernos, y que trata por lo menos superar dichos abstractos ante la entrada de las microhistorias y de la diversidad de sujetos negados por la metanarrativas.
Muchas de las teorías que revisaremos en este capítulo parten de los estudios del lenguaje, de su agonística, de la revisión de las estructuras de estos, para plantear la multiplicidad y los cambios profundos, que pueden establecer la entrada de las deconstrucciones, las diferencias, la inconmensurabilidad, la imposibilidad de traducción, las nuevas cartografías, los rizomas y los cuestionamientos a las diferencias normatizadas. Todo un espectro teórico que evidencia la necesidad de una nueva puesta en escena discursiva ante ese golpe de ojo, de eso que hace difícil pensar en una nueva manera de ver la complejidad de las realidades –como escribiría Foucault-.
En el primer capítulo estudiaremos los discursos de la inclusión y de la evidenciación de otros lugares de enunciación del conocimiento, dentro de una posmodernidad que abre paso a las diferencias, y cuyos primeros postulados aparecerán en el territorio europeo, ante el cuestionamiento de la modernidad como sistema de saberes.
En esta dirección trabajaremos las teorías de diversos pensadores por orden cronológico de elaboración, y comenzaremos nuestro estudio en los postulados de Roland Barthes y sus tesis sobre La muerte del autor, posteriormente continuaremos con el espectro deconstructivo de Jacques Derrida y sus tesis sobre las diferencias y el deslizamiento del concepto de la diferencia como el eje de la estructura para el análisis.
La presencia de pensadores como Gilles Deleuze y Michel Foucault aportara importantes cuestiones acerca de las diferencias y de otros modos de conceptualizarlas. El primero desde los rizomas y las cartografías y el segundo desde la heterotopía y el pensamiento del afuera. Jean François Lyotard con la enunciación definitiva de La Condición Posmoderna y de las diferencias en su texto La Diferencia, abre un paso intersticial a las luchas del lenguaje, y su posterior configuración de la Zona, como espacio de silencio que será utilizado como préstamo para el análisis de los casos de estudio.
Finalmente Jean Baudrillard y Gianni Vattimo cierran nuestro espectro territorial europeo, el primero con sus duros cuestionamientos a la sociedad contemporánea y al establecimiento de las diferencias, y el segundo con el anuncio de la transparencia y la presencia de los massmedia.
Todos estos teóricos han influenciado el pensamiento contemporáneo, y sus saberes se han convertido en conocimientos sin territorio fijo. Ellos tiñen gran parte de los postulados actuales, y elaboran el andamiaje teórico de una contemporaneidad fragmentada, que alcanza como veremos en este capítulo una consolidación teórica dentro de las sociedades posindustriales y tardocapitalistas.
La expansión del pensamiento de las diferencias genera otro punto de consolidación que se encontrará definido en el territorio norteamericano, y donde sus discursos comenzarán a evidenciar la inclusión de las diferencias, por medio de una lógica dominante cultural posmoderna enunciada y analizada por Fredric Jameson y una apropiación sobreidentificatoria que generará un modelo etnográfico sustentado por Hal Foster.
Este bagaje teórico-discursivo hallará su adaptación, su crítica, su cuestionamiento, y su respuesta desde el pensamiento latinoamericano ante la profusión del centro ahora fragmentado. De allí que hayamos configurado un segundo capítulo que cuestiona las teorías de la inclusión como nuevos universales, pero estos desde la mirada excéntrica de elaboración del pensamiento de nuestro territorio, han permitido la revisión de las concepciones representacionales del espacio latinoamericano –como escribe Néstor García Canclini-.
Debido a que ubican nuevas formas descentradas de pensamiento, por medio de las cuales podemos observar y re-escribir la modernidad latinoamericana y una posmodernidad concebida antes de su elaboración teórica, dentro de un territorio plagado de préstamos, reelaboraciones y resignificaciones.
Este segundo capítulo se encontrará dedicado al debate del arte latinoamericano desde la resistencia a los modelos centrales, teoría que aparece en los años 60 bajo las posturas de la teórica argentina Marta Traba, hasta la inclusión en los discursos de la contemporaneidad, bajo las concepciones de la función-centro, la traducción de ésta y la posterior deconstrucción de dicha función.
La función-centro y la disgregación de los relatos legitimados desde posiciones periféricas de inclusión, marcará el trayecto de las coordenadas de des/inclusión del arte latinoamericano contemporáneo, desde los parámetros concebidos en la desintegración de los centros, dirigidos en la actualidad hacia la búsqueda distanciada de las diferencias, que en sus desplazamientos construyen a los sujetos étnicos que cuestionan las miradas estereotipadas o que se aprecian desde la multiplicidad de las situaciones que constituyen un bordersland o sujeto de fronteras de carácter liminal, capaz de representar los diversos cruces, encuentros y desencuentros, a los que se encuentran sometidos los territorios de los márgenes de la cultura occidental.
Para aclarar la constitución de estos sujetos tanto el étnico como el de frontera, utilizaremos la obra del artista argentino Sergio Vega, quien se vale de los presupuestos exóticos construidos, para alterar la experiencia de consumo por el otro y las obras del artista chileno Eugenio Dirttbon con sus pinturas aeropostales que deslocalizan y deshistorizan las ubicaciones de las historias particulares de los márgenes, para localizarlas en medio de la simultaneidad de los sentidos, y el desplazamiento de las significaciones que se escapan por las fronteras de los cánones impuestos.
El análisis de esta multiplicidad discursiva nos abrirá paso a la localización de las políticas y de las teorías, que se nutren de las posiciones de una epocalidad que exhibe la diferencia, desde perspectivas distanciadas o desde la interioridad de ellas mismas.
De ahí elaboremos un tercer capítulo que nos dirija hacia la conceptualización de una política en inicio, convertido ahora en discurso académico y que se encuentra en medio de una dominante cultural contemporánea denominada “Multiculturalismo”, la cual no debe ser tomada sólo en su presencia contemporánea, pues debemos establecer su origen y el hecho de su expansión. En este sentido determinaremos un posible contexto histórico, que aparece en el territorio norteamericano en la concepción dada por Michael Hartd y Antonio Negri de Imperio, como entidad que se expande de modo flexible y se articula desde formas fragmentarias, alejado de todo dominio territorial.
La posibilidad de un contexto histórico del Multiculturalismo, entendido como la política de las diferencias culturales –como escribe García Canclini- ubica una diversidad de inflexiones históricas que afectan el arte a finales del siglo XX, tanto en los territorios europeos como norteamericanos y ante los cuales América Latina ubica un discurso que proviene de la pluralidad y de la hibridización, en medio de un contexto que también repercute en su realidad y su discursividad expandida por medio de las diásporas.
Las políticas multiculturales y su espectro de acción configuraran nuevas relativizaciones discursivas que redefiniran al eurocentrismo como veremos en este capítulo, para ocasionar lo políticamente correcto y las tensiones que esta corrección puede generar en la inclusión de las diversidades. Es por esta razón que dedicaremos un apartado que nos posibilite la clasificación de estas políticas, desde el separatismo hasta crítica que desea evidenciar a la multiculturalidad dentro de las culturas de frontera.
El Multiculturalismo, su inclusión y su expansión, han afectado directamente a las esferas del arte contemporáneo en el que las diásporas artísticas latinoamericanas se desenvuelven, y donde se conformará un Nuevo Internacionalismo que pareciera haber roto todas las fronteras. Ante este planteamiento el arte de los márgenes, de los otros, comienza a ser exhibido dentro de una diversidad de miradas, que si bien habían partido de la observación del otro como objeto de estudio, estas miradas giraran hacia un paralaje que inscribe a los otros desde sus especificidades, dentro del territorio norteamericano, debido a las políticas dirigidas por este territorio hacia Latinoamérica, situación que se mostrará diferente en Europa, que manifiesta su presencia como modelo-influencia del arte latinoamericano, y que conserva su rasgo colonizador.
Sin embargo las exposiciones de finales de siglo XX manifestarán un interés hacia las conceptualizaciones internas de los teóricos y artistas provenientes de la periferia latinoamericana, y de esta forma se genera un nuevo giro discursivo dentro de los espacios expositivos.
El arte de los otros y su exhibición, producen un cuarto capítulo en el que pretendemos establecer un recorrido por los territorios expositivos norteamericano, europeo y latinoamericano. Dicho recorrido se iniciara en los años ochenta en los espacios expositivos centrales, tiempo en que comienza a aparecer de forma definitiva la representación de las diferencias, desde diversos contextos y en los cuales Latinoamérica juega un papel de primerísimo orden, pero este acceso de los otros territorios significantes a las exposiciones centrales, encontrará su legitimación en una exposición inicial realizada en Nueva York, la cual flexibiliza los criterios modernos de representación, y que muestra la apropiación de la otredad como legitimación de las diferencias.
En este sentido dedicaremos un apartado a la exposición Primitivismo, pues en ella se enuncia la apertura de una institucionalidad que requiere de nuevas formas de expresión, y a partir de allí las exposiciones crecerán en número y temáticas, para dirigirse hacia otras formas de discursividad que atrapen a ese otro culturalmente potente.
El recorrido que pretendemos consolidar arranca –como ya hemos dicho- en la década de los ochenta en los espacios expositivos norteamericanos.
Posteriormente acudiremos a la década de los noventa y finalmente a la pérdida de las fronteras y la utilización del parallax en los modelos expositivos norteamericanos. Las exposiciones seleccionadas en este territorio se encuentran determinadas por su importancia discursiva, y por su presencia dentro de importantes instituciones norteamericanas.
Las exposiciones que estudiaremos han sido ampliamente reseñadas en revistas y textos especializados sobre el tema. La segunda parte de nuestro recorrido se encontrará dedicada al territorio europeo y a las conceptualizaciones que rigieron a las exposiciones sobre los otros, donde aparece el arte latinoamericano o las muestras dedicadas sólo a este espacio de representación. Al igual que en territorio norteamericano iniciaremos con la década de los ochenta, para continuar con los noventa, y tomar como aportes importantes a los discursos expositivos de muestras como Los Magos de la Tierra y Cocido y Crudo; junto a ellas aparecerán otros espacios expositivos de menor formato, que inician su giro hacia concepciones como el nomadismo, la confrontación de los conceptos construidos, o la visión del poder de las imágenes de ambos territorios.
A finales de la década de los noventa, el espacio expositivo europeo poseerá dos visiones sobre el arte latinoamericano, una que continuará manteniéndose dentro del modelo-influencia y otra que comenzará a mostrar la pérdida de las fronteras y que incluirá definitivamente exposiciones de arte latinoamericano de gran formato, desde los planteamientos del lugar del pensamiento propio del territorio latinoamericano. El recorrido europeo que parte de una multiculturalidad distante o de una acción celebratoria a comienzos de la década de los noventa, finaliza con una de las muestras de mayor importancia del arte en el ámbito mundial. Esta vez la Documenta Kassel, abre la puerta definitiva al arte de los otros territorios, en medio de una concepción poscolonial, y del arte como conocimiento como se verá en el apartado que estudia dicha exposición.
El recorrido planteado en este capítulo cerrará con la reacción latinoamericana y su respuesta expositiva, en la confección de bienales como la de Bienal de La Habana que se ocupa de la reflexión de un arte periférico, que a su vez originará la puesta en escena de múltiples exposiciones, que toman la conciencia de su especificidad. Estas exposiciones se movilizan por múltiples territorios, para deconstruir la visión de la otredad, y mostrar un arte con valores propios, que ha surgido de la diversidad que ha configurado al continente, y del lugar donde este se encuentra ubicado en la actualidad.
La reacción latinoamericana muestra de forma patente, la legitimación que posee dentro una realidad globalizada, en la que sus discursos aparecen en medio de un sin fin de significaciones.
El camino de las posiciones expositivas de Latinoamérica, finalizará en la deconstrucción del modelo etnográfico sustentado por Hal Foster, en la configuración de una exposición, que desarrolla su discurso en la pérdida que produce el proceso de traducción de la otredad, pues todos somos otros entre otros, sin diferencias determinantes, y por lo tanto las dicotomías de Centro y Periferia, terminan por disolverse en medio de las relaciones contemporáneas.
La pérdida de las fronteras que señalaremos en los territorios expositivos, que serán estudiados, evidencian otro tipo de relaciones, que se encuentran más allá de las políticas multiculturales, y que precisan de la confección de una serie de saberes que comiencen a tomar primacía en el estudio de los territorios que fueron consolidados como espacios coloniales, y en los cuales las representaciones de los saberes y de las artes alcanzaron fuertes procesos de cuestionamiento y de hibridación.
El capítulo siguiente se encontrará dedicado a la Crítica Poscolonial, sus concepciones, marco histórico y los saberes que esta ha desarrollado en el ámbito global, en el estudio de territorios geoculturales determinados. De ahí que tomemos como base de dicha teorías la elaboración de una teoría que contemple los espacios de subalternización, desde un modelo que será concebido como el modelo proveniente del Commonwealt.
Debido a la existencia de una Crítica Poscolonial construida en los territorios poscoloniales, que han emergido como la era global poscolonial, y en la que América Latina se hallaría fuera de dicha conceptualización, por su temprano proceso de liberación de los Imperios.
Sin embargo el modelo Commonwealt y su importancia como enunciación teórica dentro de los Estudios Culturales y de los Estudios de Área, abre un valioso espectro de análisis a la posición de los saberes sobre la presencia y representación de una realidad latinoamericana poscolonial.
En este capítulo serán analizadas las relocalizaciones discursivas sobre los otros, y la actualización de sus saberes, por medio de los trabajos de teóricos como Edward Said y sus posturas sobre el Orientalismo, Homi Bhabha con su localización de las culturas y finalmente Gayatri Spivak con su argumentación sobre violencia epistémica que se produce en el poder de hablar por los otros.
La discursividad poscolonial proveniente de los espacios de una poscolonialidad vía Commonwealt originará la puesta en escena de los posicionamientos provenientes del lugar de enunciación de la reflexión latinoamericana, unos para apartase de las posturas inclusivas de la poscolonialidad global, al preguntarse –como escribe el teórico en literatura Víctor Bravo- sí realmente somos poscoloniales, y otros como el teórico argentino Walter Mignolo- quien ve en la Crítica Poscolonial una nueva estrategia de análisis y de representación, que permite dialogar, revisar y reinscribir en la contemporaneidad, los particulares legados coloniales de Latinoamérica, para ubicarlos en los discursos actuales dentro de una arqueología, que permita hallar los sustratos de saberes, por medio de los cuales el territorio ha construido su espacio imaginal y el sentido de su ser.
En esta dirección el capítulo dedicado a la Crítica Poscolonial y su presencia en Latinoamérica se encontrará construido dentro de las profundas relaciones que unen – como escribe el estudioso del arte latinoamericano Iván de la Nuez- al Occidente con éste territorio, entre la cadena perpetua y la cuerda floja. De allí que la construcción teórica de una Crítica Poscolonial en Latinoamérica, se encontrará movilizada hacia los cuestionamientos de una otredad determinante, y sus ideas serán localizadas en las conceptualizaciones de la Occidentalización, para mostrar la otredad de una mismidad occidental, a través de una propuesta arqueológica, que nos conduzca ha considerar las narrativas occidentalistas que han configurado al territorio latinoamericano, en medio del concierto de una realidad de cuño occidental.
La revisión de estas narrativas, desde un primer occidentalismo hasta las formas de conceptualización que realizaron los imperios emergentes, y su vigencia dentro del espacio latinoamericano, harán posible la constitución de un giro crítico en las narrativas poscoloniales globales, pues en ellas es viable la construcción de espacios de enunciación locales, en los cuales entren en escena los legados coloniales particulares de América Latina, y que estos puedan ser ubicados en una narrativa múltiple, que incluya una diversidad de formas de representación lejanas a toda normatización única.
La revisión y reinscripción de los legados coloniales latinoamericanos, supondrán una nueva toma de conciencia sobre el lugar desde donde este territorio debe enunciarse, y de ahí que emerja la propuesta Posoccidentalista, como lugar de diálogo reflexión particular del territorio latinoamericano, y que dicha propuesta basará su construcción en un nuevo giro en los discursos contemporáneos de los pos.
El giro posoccidentalista se encontrará concentrado –como escribe Alfonso de Toro- en una razón poscolonial, “entendida como una discontinuidad entre la configuración poscolonial del objeto o tema de estudio y la posición del lugar de la teoría, en la que aparecen un grupo diverso de prácticas teóricas que se manifiestan a raíz de las herencias coloniales, en la intersección de la historia moderna europea y las historias contramodernas coloniales” .
El giro posoccidental revisa y revisita estas posturas para posibilitar la construcción de una cartografía distinta, que se dirija hacia la formulación de un conocimiento inmerso, en las categorías débiles del pensamiento moderno/colonial, para de esta manera plantear otro mapeo de las representaciones en el territorio latinoamericano.
De ahí que, la presencia del giro crítico posoccidental pueda aportarnos otras bases teóricas, para el análisis y la realización de espacios de reflexión, que nos permitan estudiar y visualizar el arte latinoamericano de las diásporas, desde diversos lugares de enunciación, los cuales se encontrarán determinados en la utilización de los préstamos intertextuales e interculturales, que funcionarán como medio de articulación y puesta en escena de las categorías no-imperiales, entendidas como categorías que puedan develar y revelar, una multiplicidad de historias negadas y ocultadas, por las tríada dominante de la alteridad/otredad/subalternidad, constituidas en el los campos de reflexión de las diferencias.
De manera que, el capítulo dedicado a la diáspora artística latinoamericana parta desde los antecedentes de la historia de estas diásporas, que se inician en le siglo XIX. Diásporas que se reinscriben permanentemente en la particular historia del arte latinoamericano, desde sus momentos fundacionales, en medio de una condición poscolonial temprana, y en la cual deben ser considerados sus lugares de resignificación y de la excentricidad que caracteriza sus lenguajes en medio de una acción diferida que les reinserte y les localice en la vigencia de las historicidades del presente.
La necesidad de plantear una reescritura de la diáspora artística latinoamericana desde sus inicios nos conducirá a la visualización de un movimiento que tiende a los lenguajes centrales en medio de una apropiación que podremos observar en los tres momentos de desplazamiento de los artistas latinoamericanos y que ha sido realizada con la finalidad de establecer el substrato de conocimiento de una diáspora contemporánea, que parte de sus particulares legados y de la flexibilidad de una historia planteada como múltiple en la contemporaneidad, en la cual se presencian los desplazamientos, las búsquedas por las preocupaciones globales, y en las que nuestros artistas –como escribe Mari Carmen Ramírez- están prestos a dar respuestas.
La complejidad de esta formulación nos conducirá por una diversidad de posturas en las que el mundo contemporáneo conceptualiza u observa sus diferencias y problemáticas. Lugares que son imposibles cartografiar desde conceptos teóricos estables, pues el arte de las diásporas presenta continuamente su inestabilidad y su simultaneidad, junto con la pérdida de territorios definidos. De allí que la arqueología de los desplazamientos de las diásporas en el siglo XX, hagan perentoria la posibilidad de establecer un nuevo espacio cartográfico, un nuevo espacio que se torne simultaneo, flexible, móvil, que permita develar lo oculto en las categorías fuertes y que nos dirija hacia la consecución de posturas híbridas y fronterizas de reflexión.
En este sentido se hallará dirigido el último capítulo de nuestra tesis. Capítulo en el que pensamos establecer, la entrada de otras categorías que partan de la intertextualidad y la visualización de una serie de expresiones artísticas contemporáneas, que se basan en la movilidad, en el desenmascaramiento de lo oculto, en los procesos complejos de la construcción de las identidades, y en la multiplicidad de las preocupaciones de su esencia como el ser de algo, en continuo desplazamiento, como lo es el arte latinoamericano. De ahí que planteáremos la formulación de otras categorías, de otro tipo de análisis que se dirija hacia la evidencia de un arte que ha respondido a sus lazos occidentales permanentemente, que éste no es un arte otro, es un arte mismo, y el cual puede ser analizado desde las posturas flexibles de una dominante posmoderna, que diluye definitivamente los lazos de un Centro emisor y una Periferia receptora.
Los casos de estudio, que serán presentados en este capítulo, parten de la preocupación particular de la reinscripción de una diáspora artística latinoamericana concebida en clave central, como un espacio otro, un lugar para ser mirado, sin tener en cuenta la particularidad de sus enunciaciones, y en el cómo estas manifiestan su acción de ubicación dentro de una realidad global, que depende de los diversos puntos de localización de sus discursos.
Esta preocupación se encontrará enunciada en la formulación de un análisis deconstruccionista, que rearme la peculiaridad de unas expresiones en continuo movimiento de sentido, de apropiación de una multiplicidad de territorios significantes, que desde siempre se han encontrado en el arte latinoamericano, y que ahora son puestos en vigencia dentro del diálogo contemporáneo.
La direccionalidad de la vigencia de los discursos plásticos, observada en las problemáticas artísticas latinoamericanas, ahora elevadas en el ámbito global, dentro del nuevo internacionalismo, nos ha conducido a la exploración de discursos y expresiones de diverso cuño, en la búsqueda de dotar de sentido la realidad del arte que se presenta en las diásporas. De ahí que hayamos tomado las obras de diversos artistas, que parten desde las problemáticas particulares de sus territorios objetivos y subjetivos, expresiones que nos conducen por una multiplicidad de propuestas, las cuales han perdido su territorialidad constituyente, para desenvolverse dentro de las ansiedades del desplazamiento de la significación contemporánea global.
Los artistas seleccionados, manifiestan en sus discursos la complejidad de los sustratos de un suelo de saberes común a las sociedades actuales, sus discursos se movilizan desde la violencia como lo es el caso del trabajo de la colombiana Doris Salcedo, los problemas de género y la sexualidad en la obra del cubanonorteamericano Ernesto Pujol, ambos englobados en los deseos de la representación.
El movimiento y la desterritorialización se nos presenta en la actualidad como la evidencia de un mundo que ha acortado sus distancias, un mundo en el cual se movilizan, y se tornan ambiguos o contaminados los patrimonios y las significaciones, como veremos en las obras del artista belga radicado en México Francys Alÿs o en el caso del artista mexicano Gabriel Orozco. De igual manera los desplazamientos y las desterritorializaciones, afectan la forma de cómo los sujetos diaspóricos asumen su movilidad a través de una glocalización, que los conduce a establecer lugares particulares de discursividad, como lo es el caso de los venezolanos José Antonio Hernández-Diez y Meyer Vaisman.
La producción de las identidades y la deconstrucción de este constructo inmanente, conduce los cuestionamientos de una serie de proyectos identitarios, que parten de la problemática contemporánea de la elaboración del hombre como ser perfecto como veremos en las obras de artistas del grupo Aziz+Cucher, el primero norteamericano y el segundo venezolano. Otras identidades serán elaboradas en la obra del artista cubano Félix González-Torres, quien busca su posibilidad identitaria en la pérdida y la carencia, para presentar finalmente la artista cubana Marta María Pérez-Bravo quien nos guiara hasta el primer origen, para hallar el quiénes somos.
El último caso de estudio se encontrará representado en los artistas que develan espacios ocultos, que muestran lugares marginados dentro la sociedad contemporánea, en un intento de ir más allá del objeto estético, levantando las capas de lo visible, para hacernos transitar por aquello que en una sola mirada se nos hace imposible de visualizar. En esta dirección transitan las obras del español radicado en México Santiago Sierra y de la brasileña Adriana Varejâo, quienes escarban en lo oculto para hacérnoslos visible.
La diáspora artística contemporánea, representada y estudiada en este fragmento de ella misma, nos dirigirá hacia la visualización de unas expresiones inmersas dentro de su realidad, imposibles de ser consideradas por criterios cerrados, pues en sus discursos se preguntan y se cuestionan permanentemente a las profundas problemáticas de la realidad contemporánea, más allá de fórmulas geoculturales establecidas. Las preocupaciones de estos artistas evidencian la pérdida de los territorios, pues estos se movilizan en medio de una multiplicidad que dota de sentido a la realidad en la que se encuentran inmersos. Los artistas seleccionados han sido ampliamente estudiados y reseñados en la crítica internacional contemporánea, y juegan un papel de primerísimo orden dentro del Nuevo Internacionalismo y en los marcos expositivos que requieren de sus presencias.
En este sentido la selección de los artistas que estudiaremos, ha considerado la importancia de sus expresiones dentro del ámbito global del arte, y de las formulaciones artísticas con las que han logrado romper el anillo de la historia única del arte occidental, anteriormente cerrado al arte de las diásporas fundacionales.
Sus discursos plásticos y sus obras nos hacen perentoria la tarea de establecer un nuevo espectro de análisis, que al igual que sus obras nos conduzcan como estudiosos del arte latinoamericano, tanto fuera como dentro de su territorio, a plantear otras lecturas, mucho más dialógicas, más flexibles, y que nos aparten de las construcciones de una Latinoamérica otra, para dirigirnos al poder pensar en eso que se nos escapa por imposible, cuando la teoría del arte latinoamericano se pregunta a sí misma, por su ser ante la movilidad y la transparencia contemporánea, y que nos obliga a buscar nuestro propio lugar de narración, desde una teoría que se muestre en términos de autoinscripción, y que –como escribe Gloria Anzaldua- sea el foco de una conciencia cultural, y de los cambios que se han tejido, dentro de los lenguajes de las relaciones múltiples, de un territorio atrapado entre las contradicciones y complejidades de sus orígenes, de su condición periférica y de su diferencia dentro de la mismidad occidental.
Espacio último que se encuentra distorsionado por la acción y apropiación permanente de unas localidades, que se manifiestan en medio de los movimientos de una globalidad, que envuelve todos los espacio de la contemporaneidad, y donde sus problemáticas dan sentido a las particulares expresiones del arte las diásporas artísticas latinoamericanas contemporáneas, las cuales tienden a espacios híbridos, liminares y fronterizos de acción. Los discursos actuales, de los artistas y sus obras, en desplazamiento deberían conducirnos a un estudio concienzudo, que muestre posturas similares, dentro de una teoría del arte contemporáneo, que igualmente le correspondería perder sus fronteras, en medio de la transdisciplinariedad y transculturalidad, para posibilitarnos otras propuestas de reflexión, en cuanto aún arte que se manifiesta en la interioridad de la multiplicidad de los territorios de significación.

Tradiciones comparativas de Estudios Culturales:América Latina y los Estados Unidos

TRADICIONES COMPARATIVAS DE ESTUDIOS CULTURALES: AMÉRICA LATINA Y LOS ESTADOS UNIDOS

George Yúdice** (Traducción de José Hernández Prado.)

Comenzaré con una renuncia: puedo hablar de algunas tradiciones de estudios culturales, pero sería imposible para mí, e inclusive para un equipo completo de investigadores, cubrir exhaustivamente el terreno implicado por las “tradiciones comparativas de los estudios culturales en América Latina y los Estados Unidos”. Aun en la mejor de las circunstancias, es decir, apoyado por un eficiente sistema de difusión de los trabajos en estudios culturales, como ocurre en los Estados Unidos, uno se enfrenta al problema del acceso desigual: a esferas públicas subalternas dentro de los límites del Estado-nación, integrado por personas que tienen que lidiar no solamente con sus pobres condiciones de vida, sino también con representaciones problemáticas de esas condiciones y, además, el acceso desigual de los investigadores al conjunto de las prácticas culturales de los diversos grupos. La dificultad para aprender acerca de la vida cultural de colectividades variadas se multiplica geométricamente en Latinoamérica, y no solamente para los investigadores norteamericanos y europeos: también para los investigadores locales.

Me gustaría concentrarme en esta dificultad diferencial y extrapolar de ella un marco más amplio, que adoptaré para discutir las tradiciones de los estudios culturales norte y latinoamericanos. Este marco implica examen de las diferencias en las estructuras estatales; las relaciones del mercado global y su impacto en las economías de consumo nacionales, las universidades y los sistemas de la industria cultural, entre otros ejemplos. Comienzo mi exposición bajo este esquema porque hace la discusión más manejable, aun a cambio de una mayor especificidad. Intentaré ser muy concreto en algunos de mis ejemplos, que no deben tomarse como representativos de la totalidad a comparar, sino más bien como ilustrativos de algunas similitudes y diferencias significativas.

Sin este marco que abarca diferentes circunstancias para el estudio de la cultura en las dos regiones sería difícil aseverar cómo es que las similitudes en el análisis de la cultura tienen diferentes funciones según la región de que se trate. Si me limitara al legado del Centro Birmingham de Estudios Culturales de los Estados Unidos y a muchos proyectos de investigación político-culturales latinoamericanos, tendría que enfatizar la permanencia de los trabajos que abordan lo popular y sus relaciones con la industria cultural y de masas.

Por supuesto que lo popular puede construirse y analizarse desde muchas perspectivas, pero lo que ambas tradiciones tienen en común, al menos como yo generalmente las he caracterizado, es el cambio en la definición de cultura, entendida como práctica especializada particularmente de élites, hasta concebirla como parte de la vida cotidiana. A este respecto, las metodologías no difieren mayormente.

A finales de los años sesenta y en los setenta hubo un giro hacia el postestructuralismo y en especial hacia un enfoque althusseriano para erigir el lugar de lo popular. Las clases (como objeto de estudio) fueron crecientemente desplazadas por la vida cotidiana y, en particular, el foco del análisis se trasladó de los modos como las fuerzas económicas y sociales determinaban la conciencia de los grupos dominados hacia las maneras como, aun bajo las circunstancias más colonizadas, estos grupos retaban y resistían a aquellas fuerzas, conduciendo a lo que se ha convertido más recientemente en una política de identidad y representación.

La etnografía ha llegado a ser, por ejemplo, un importante instrumento para determinar cómo ha tenido lugar aquella resistencia. Así, sin un marco de análisis más amplio, parecería que estas tendencias tienen la misma significación en ambas regiones. Puede reconocerse una asimetría en el sentido de que muchas de las nuevas corrientes teóricas y metodológicas se desplazaron de Norte a Sur, lo que no significa que no se hayan generado perspectivas en América Latina que viajaran hacia el Norte.

El emergente movimiento de concientización, típico de la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire y de las Comunidades Cristianas de Base, hizo importantes contribuciones a la teoría pedagógica, como lo atestiguan las obras de Ira Schor, Henry Giroux, Peter McLaren y otros autores. Sin embargo, las tendencias dominantes por lo menos de acuerdo al marco que estoy trazando aquí, apuntan más bien hacia un flujo desigual del conocimiento y de metodologías. Me explico.
En primer lugar, como ya lo he sugerido, el mercado para determinadas clases de teoría y de investigación es mucho más grande en los Estados Unidos y algunos países de Europa occidental, lo que no significa que los académicos norteamericanos tengan un acceso más fácil a Foucault o a Bourdieu. Por el contrario, ciertos teóricos de prestigio han escrito algunos textos clave de los estudios culturales que se pueden adquirir en América Latina, aunque comparativamente más caros que en Norteamérica, precisamente porque se estima que el filo intelectual corta todavía deslizándose de norte a sur.
En segundo término, la recepción de aquellos textos que David Bordwell ha denominado la Teoría SLAB (Saussure, Lacan, Althusser y Barthes, aunque pudieran añadirse otros autores más) difiere en Latinoamérica respecto de lo que podría juzgarse que ocurre en los Estados Unidos, donde esos textos han tenido un impacto más grande en las Humanidades (particularmente en idioma inglés), en las que habitualmente ha sido encasillada la transdisciplina, junto con los estudios sobre los medios y las comunicaciones.
Por lo general el término estudios culturales se usa muy poco en .América Latina. Sin embargo hay múltiples y firmes tradiciones latinoamericanas de análisis cultural que reciben los nombres de comunicación, historia intelectual, análisis del discurso, estudios interdisciplinarios y otros términos empleados en disciplinas particulares. Inclusive el término Humanidades significa en América Latina algo más, que generalmente no es incorporado al campo de las disciplinas científicas.
Más a menudo que el término Humanidades se emplea el de Facultad de Letras, pero incluso ese nombre es de reciente acuñación, pues data de los años veinte. El estudio de la cultura incluyendo la cultura artística y literaria, se refiere a menudo a lo que en los Estados Unidos se considera ciencias sociales. Más aún, desde que la interdisciplinariedad se promueve en instituciones regionales de ciencias sociales como CLACSO o FLACSO, lo que aquí referimos como estudios culturales se identifica mucho más con el análisis antropológico y sociológico.
Por esta razón el análisis cultural en Latinoamérica se relaciona más directamente con el estudio de la sociedad civil y política que en los Estados Unidos. Añádase a eso el poderoso rasgo social de los estudios literarios, como sucede en las obras de Antonio Cándido o de Ángel Rama, que procuran al crítico estadounidense la impresión de que la teoría y la crítica latinoamericana son más sociológicas que estéticas.
Más allá de estas diferencias terminológicas y estructurales dentro de la academia, existe además una diferencia entre el trabajo de los estudios culturales realizado en la universidad y el elaborado de acuerdo a criterios no académicos, que se asocia a veces a periódicos, estaciones de radio, organizaciones civiles, grupos feministas, museos, municipalidades e incluso académicos independientes.
Las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) han sido particularmente importantes para hacer posible este trabajo, ya que las fuentes de financiamiento son en general escasas. Tanto en estos programas interdisciplinarios extrauniversitarios como en los científico-sociales e institucionalizados, hay una clara tendencia a emplear metodologías cuantitativas para el estudio de la cultura, particularmente las impulsadas por Bourdieu, y también métodos de encuesta desarrollados en los Estados Unidos. Ello es una reacción, en parte, a aquella tradición dominante en el análisis cultural que es el ensayo intelectual, algunos de cuyos exponentes canonizados son José Martí, José Enrique Rodó, Gilberto Freyre, José Carlos Mariátegui, José Vasconcelos, Fernando Ortiz y Ezequiel Martínez Estrada.
También es notable que esta tradición, que forma parte de la autocomprensión nacional y continental de América Latina, excluya visiblemente a mujeres intelectuales así, como a gente negra o indígena. Mary Pratt ha caracterizado esta tradición como la hermandad nacional, significando con ello que ha tenido un efecto reforzador de las jerarquías, allanando el terreno cultural, por ejemplo, para la construcción de una hegemonía favorable a las clases dominantes y al patriarcado.
A pesar de estas características ideológicas, debiera decirse que la tradición ensayística es un importante precursor de la nueva interdisciplinariedad, que podemos identificar como estudios culturales en el contexto latinoamericano. El hecho de que estos intelectuales evitasen muchos discursos que ahora son codificados como disciplinas institucionalizadas hizo posible que atrajeran el espectro completo de la filosofía y de las prácticas culturales estéticas y cotidianas al análisis de los procesos sociales. Su punto débil, sin embargo, fue una excesiva confianza en las aproximaciones especulativas, que limitaban la practicidad de sus formulaciones.
Hay una escasa atención a las cuestiones de género y orientación sexual, incluso hasta la fecha, por ejemplo en el trabajo de Néstor García Canclini, el mejor conocido de los exponentes de los (que ahora se llaman) estudios culturales latinoamericanos. Por lo general, la categoría de género se está abriendo camino en varias disciplinas a través del trabajo de las feministas, pero todavía no posee la misma importancia que en los Estados Unidos. Tal vez esta carencia relativa pueda explicarse considerando otra pieza de mi marco: la política.
Aquí en los Estados Unidos los estudios culturales se consolidan rápidamente alrededor de lo que ha dado en llamarse el paradigma de la política de representación, que propone que elementos iniciales como la injusticia social basada en la raza o en la clase y la discriminación sexual, puedan pensarse como reparables a nivel discursivo. Contrariamente a esto, se juzga que algunas prácticas y formas culturales populares, especialmente la música y otras formas altamente tecnificadas como el cine o el video, tanto como la práctica más tradicional de escribir de las minorías raciales, tienen, otra vez a nivel discursivo, efectos subversivos contra el statu quo.
Desde este punto de vista, las representaciones multiculturales suelen considerarse instrumentos viables para enfrentar los efectos de la discriminación. Pero la práctica de la política cultural en América Latina es, en todo lo esencial, muy diferente. Las representaciones de ciertos grupos subalternos, dígase los negros en el Brasil o los pueblos indígenas de México forman parte, por un lado, del mestizaje o de la identidad híbrida que constituye lo nacional popular, pero por otro lado, contribuyen a su propia estigmatización.
Hay, desde luego, una política de representación de gente marginada, pero esa política no está usualmente al servicio de la rectificación de injusticias. Los académicos norteamericanos especializados en América Latina, sin embargo, cada vez interpretan más las prácticas culturales de esos grupos precisamente de esta manera, es decir, de acuerdo con el paradigma de la política de representación. Uno tiene que preguntarse si esta tendencia también se hará manifiesta en Latinoamérica o si no lo hará. Después de todo, como otras transferencias culturales, es una cuestión de transnacionalización y globalización de los discursos más prestigiosos y, en este caso, de la proyección de un cambio norteamericano en la política de identidad hacia las prácticas populares de los grupos subalternos latinoamericanos. Sin embargo, hay límites para esta política de representación, y son mucho más obvios en el contexto latinoamericano
En primer lugar, debe reconocerse que una política de representación generalmente se acompaña de cierto grado de compromiso en el campo material por ejemplo, en la participación universal en un capitalismo de consumo, por lo menos a nivel de las mercancías baratas. Intervenir a nivel de las representaciones pudiera tener una función compensatoria en sociedades como la norteamericana, donde a pesar de los problemas de falta de vivienda, el acceso limitado a los servicios de salud y la movilidad descendente, los requerimientos básicos de la inmensa mayoría de la población están resueltos.
Pero ese no es el caso, de casi toda América Latina. En segundo lugar , en tanto que no es la norma que el Estado norteamericano, administre la producción cultural (pues se supone que somos una sociedad con una intervención estatal relativamente baja, aunque en efecto sentimos la creciente presencia del poder del Estado en la toma de decisiones en torno a aspectos culturales, a pesar del énfasis conservador sobre los beneficios de un gobierno que se encoge), el Estado, en la mayoría de los países latinoamericanos, está directamente implicado en la conducción de lo cultural, tanto a nivel popular como a nivel de las élites. De hecho, puede decirse que ha sido una práctica generalizada de los países llamados en desarrollo proteger su patrimonio cultural y su industria cultural, pues ese es uno de los medios para reforzar el consenso. Acorde con el proyecto de modernización brasileña, la refuncionalización de la zamba con el propósito de insertar a los negros y a los mulatos en una obediente fuerza laboral, bajo el gobierno de Vargas, es un caso evidente al respecto.
Aunque la formación de la identidad nacional difiere de país en país en América Latina, hay algunas constantes en el modo como se articulan modernización, representaciones de las razas subalternas, grupos étnicos y de inmigrantes y lo que podemos denominar dependencia. Esta forma común de articulación difiere radicalmente de las soluciones nacionales adoptadas en los Estados Unidos y hace toda la diferencia en la comprensión del estudio de la cultura en Latinoamérica.
Si en Gran Bretaña Arnold, Leavis y Eliot privilegiaban el poder de la alta cultura en la formación de los ciudadanos y en los Estados Unidos el énfasis recaía en la cultura de masas, en América Latina las bases de la cultura hegemónica nacional descansan en lo popular. Esta tradición se remonta a mediados del siglo XIX y se centra en la literatura como el medio idóneo para crear una cultura autónoma independiente de la europea. Andrés Bello (1847) al igual que José Martí, aducía que América Latina no tendría una cultura propia hasta no contar con una literatura claramente definida, basada en prácticas locales y que no imitara los modelos europeos.
Esta tradición aún está viva en el trabajo de Ángel Rama, quien en los años, setenta y hasta su muerte, en los primeros ochenta, luchó por probar que la cultura latinoamericana se hallaba a la par con las de Europa y los Estados Unidos ya que, en su opinión, hasta el modernismo del siglo XIX, América Latina había estado completamente integrada a las fuerzas globales del capitalismo, que Rama comprendía en parte como la fuerza conductora a la que respondía la cultura. Por supuesto que entonces, según Rama, esta respuesta sólo se expresaba a sí misma en la forma simbólica y por tanto compensatoria de la literatura, pues era sólo en esta esfera donde podía decirse que la práctica latinoamericana se encontraba a la par con la de los países metropolitanos (Rama, 1965; 1970 y 1985). La integración de Latinoamérica al capitalismo tuvo un sello propio tal que anticipó nociones como reconversión o hibridación, y que Rama llamó transculturación, siguiendo al antropólogo cubano Fernando Ortiz.
Si desde el principio los estudios culturales de élite se centraron en la literatura, la raza fue el terreno sobre el que se negoció la relación entre nación y Estado en los estudios de cultura popular. De hecho, el problema de la raza, como factor de complicación en la definición de la identidad Latinoamericana y como elemento principal de la política de identidad, se remonta al momento de la conquista (debo reconocer, por lo menos entre paréntesis, que el género fue un factor importante ante el hecho de que muy pocas mujeres ibéricas acompañaron a los conquistadores y colonizadores, lo que hizo del problema del mestizaje un asunto marcadamente sexual: sin embargo, este es un terreno que, con pocas excepciones, no ha sido cultivado hasta el presente).
Más específicamente, desde los años veinte y en los treinta, cuando los intelectuales de la mayoría de los países latinoamericanos empezaron a examinar el asunto de la raza de manera consistente como el factor principal en la definición de la cultura la cultura nacional (la patria chica) y la continental (la patria grande) nuevas intuiciones sobre la interacción de la raza, la cultura popular y las relaciones norte-sur (caracterizadas tradicionalmente como Imperialismo) desarrollaron lo que hasta el día de hoy se halla lejos de poder reconocerse en otras tradiciones de los estudios culturales.
La obra del peruano José Carlos Mariátegui, el brasileño Gilberto Freyre y el cubano Fernando Ortiz que acuñó el término transculturación como un correctivo para la noción unidireccional de aculturación implica un tipo de análisis holístico, si no es que organicista, que se aproxima a la clase, la economía regional, la inmigración, la religión, la música popular, la literatura y a otras prácticas culturales donde lo popular se refiere, más etimológicamente, al pueblo de las clases trabajadoras que a la popularidad de mercado, es decir, a la cultura de masas.
De un modo muy interesante, este análisis holístico de la cultura fue posible en el estilo de producción de conocimientos de la tradición ensayística que nunca se definió claramente a nivel de disciplina en el contexto Latinoamericano. Por supuesto, muchos de los analistas de la cultura popular pertenecieron también a las elites: fueron Intelectuales orgánicos al servicio de los nuevos proyectos nacional-capitalistas de modernización; otros de esos analistas, como Mariátegui, trabajaron en cambio al lado de los oprimidos.
Fue en los años veinte y en los treinta que se modelaron nuevas formas estatales para que América Latina entrara en la economía global de la primera posguerra, en calidad de productora de sustitutos de importación. Este nuevo papel requirió de una novedosa interpelación de los ciudadanos como trabajadores y, como los trabajadores más factibles eran de diferente raza (indígenas, negros o mestizos) o bien de diferente etnia (inmigrantes), el resultado fue un estado autoritario (como el peronista en Argentina o el varguista en Brasil) que buscaba legitimidad entre los sectores populares para sus proyectos modernizadores, ante la oposición de la oligarquía tradicional.
Al respecto de los estudios culturales, la cuestión no es tanto si este populismo fortaleció efectivamente los sectores populares; más bien es si puso en la agenda de cualquier análisis social y de cualquier política la cuestión de la cultura popular, inclusive hasta el presente, cuando ésta se estudia en términos de movimientos sociales más que sobre la base exclusiva de las clases. La experiencia Latinoamericana ha realizado, de hecho, una gran contribución a la teoría social contemporánea bajo el reconocimiento ya expresado por Gramsci, de que la política, el conocimiento legítimo y la cultura se funden en el proceso de hegemonía, como lo explica Ernesto Laclau, y asimismo funcionan, básicamente, como una articulación de “contenidos no clasistas –interpelaciones y contradicciones- que constituyen la materia prima sobre la que operan las practicas ideológicas de clase”.
En otras palabras, lo cultural es terreno de conflicto y articulación de conocimientos legítimos y contestatarios. Debiera agregarse que la obra temprana de Laclau sobre el populismo se inscribió dentro de y revoluciono la tradición argentina de análisis de la política populista. Sólo su trabajo posterior, en colaboración con el de Chantal Mouffe, se vio inspirado por el movimiento británico de estudios culturales.
Otra corriente principal de estudios culturales que deriva de la experiencia Latinoamericana es la que se refiere a la noción de flujos culturales, particularmente de norte a sur, vinculados a la tecnología, la ciencia, la información, los medios, las tendencias artísticas e intelectuales y las relaciones de mercado.
Ya en la década de los ochenta del siglo XIX, José Martí escribió perspicazmente sobre los cambios culturales producidos en el eje Norte-Sur. Por supuesto que Martí, al igual que la mayoría de los estudiosos de la cultura latinoamericana hasta tiempos recientes, reducía esa relación al imperialismo cultural. Posteriormente, un análisis transnacional de los flujos culturales arrojó importantes intuiciones en torno a procesos sociales y políticos más generales.
Por ejemplo, se ha percibido que los mass media norteamericanos no pueden ser vistos sólo como colonizadores de América Latina, sino que tienen un efecto generador de contradicciones en comunidades donde la igualdad de los sexos no forma parte del sentido común. Esto ha conducido a toda una nueva generación de estudiosos sociales a acuñar términos tales como reconversión cultural (Néstor García Canclini) o mediaciones de recepción diferenciada (Jesús Martín-Barbero), desde mediados de los años setenta.
Enfocando, por ejemplo, el consumo y otros instrumentos de mediación cultural, estos críticos han logrado medir cómo y hasta qué punto los diversos grupos que componen la heterogeneidad cultural de Latinoamérica interactúan entre si, y qué perspectivas tienen los grupos subalternos de ganar una mayor participación en la distribución del saber, los bienes y los servicios.
El estudio de la relación de la cultura con los movimientos sociales tiene también una larga historia. A principios de los años sesenta se desarrolló a través del continente una corriente conocida como concientización. Su propósito fue retar a la política estatal, las instituciones elitistas y la estratificación social desarrolladas sobre la base del conocimiento legítimo, a fin de propagar la causa de los sectores populares de la población. Esto se hizo creando instituciones alternativas, y buscando una alianza con instituciones tradicionales como la iglesia o el establishment educativo para legitimar los conocimientos incorporados en las prácticas populares. El movimiento se dedicó no sólo al estudio de la cultura sino, más allá, a la redefinición de la propia cultura con un criterio no elitista y popular.
Como tal, este movimiento operó multidisciplinariamente, abarcando Ia pedagogía (Paulo Freire), la economía política (el marxismo), la religión (la Teología de la liberación), el activismo fuertemente enraizado (las comunidades cristianas de base entre las clases trabajadoras de la ciudad y del campo y las organizaciones estudiantiles), la etnografía, el periodismo, la literatura y otras prácticas culturales.
De lo más significativo fue una nueva modalidad expresiva que surge del movimiento: el testimonio. Dar testimonio implicaba la producción de un conocimiento popular que accedía a los campos de diferentes disciplinas de otras configuraciones culturales: la historia social, la etnografía, la autobiografía, la literatura, el análisis político y el alegato. Específicamente, este conocimiento quería oponerse al conocimiento legítimo que justificaba la modernización, es decir, la reestructuración social, política y económica según el modelo del desarrollo europeo y norteamericano; una reestructuración que había tenido consecuencias de deterioro entre los sectores populares.
Este reto al desarrollismo ha subrayado, inclusive, una duradera resistencia epistemológica a los flujos de conocimiento con sentido de Norte a Sur en América Latina, sin contemplar que esos flujos funcionan para integrar a la región en una situación desventajosa y en beneficio de la política económica de los Estados Unidos.
Mucho de lo discutido en este ensayo engarza en una cuestión de valor; es decir, el valor de la producción, circulación, recepción, transformación, respuesta, etcétera, del conocimiento y las formas culturales en general. Finalmente, la manera como estos procesos puedan ser mediados en y a través de relaciones de poder determina su valor. Estas relaciones de poder atraviesan clases, razas, géneros, geopolíticas y distintas fronteras. Reconocer ello es afirmar la crisis actual del conocimiento y su legitimación, no sólo en el Norte, sino también en el Sur.
Son muchos los científicos sociales y los críticos de la cultura latinoamericanos que escriben acerca de una crisis de paradigmas, a menudo insertándola en la crisis global de la modernidad. Uno de los escasísimos centros de investigación dedicados actualmente a los estudios culturales en América Latina, el ILET (lnstituto Latinoamericano de Estudios Transnacionales), fundado en México en 1976, con sucursales en Buenos Aires y en Santiago, se ha centrado en los flujos transnacionales de comunicaciones, información, imágenes de identidad de género y estilos de vida en relación con el colapso de la política formal y los nuevos movimientos sociales, la democratización y la creciente importancia de lo cultural en la integración de modos transnacionales de vida.
Difícilmente pudiera decirse, entonces, que la cultura corresponde al “way of life” de una nación como entidad discreta y separada de las tendencias globales. Más aún, el sociólogo chileno José Joaquín Brunner propone que lo que puede parecer una crisis de la modernidad en el contexto norteamericano y europeo, de hecho es norma en América Latina. Brunner rechaza la idea de que la modernización sea inherentemente extranjera en relación a un supuesto ethos cultural novo hispano, barroco, cristiano y mestizo, y también que sea falsa (al decir de intelectuales como Octavio Paz) en tanto que está colonizada por valores culturales distintos.
Brunner objeta esa noción esencialista de América Latina y piensa que más que debido a ese realismo mágico implícito que los hombres de letras han promovido para legitimar mezclas contradictorias, estas últimas se han generado por la diferenciación de modos de producción, la segmentación de mercados de consumo cultural y la expansión e internacionalización de la industria cultural. Las peculiares formas latinoamericanas de hibridación, por consiguiente, no debieran elogiarse por sus maravillosas cualidades, ni tampoco denunciarse como falsas; más bien habría que entenderlas como presentaciones que caracterizan la emergencia de una esfera cultural moderna en sociedades heterogéneas. (1987: 4)
El antropólogo mexicano Guillermo Bonfil también se ha referido a una crisis paradigmática al afirmar la viabilidad de la antropología en el contexto presente. Él aduce que la antropología surgió en México como materia adjunta al proyecto de integración nacional del Estado cardenista. ¿Cuál es, entonces, el espacio para la antropología, ahora que el Estado promueve una integración de México en el arreglo transnacional que es en lo inmediato el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y que tan sólo es la primera etapa de la empresa del presidente Bush para impulsar una iniciativa de las Américas secundada por muchos gobiernos latinoamericanos.
Mientras los antropólogos formaron parte integral del proyecto nacional del Estado, pudieron apuntalar en algo las decisiones políticas, pero en la actualidad, sugiere Bonfil (1991:18-19), los antropólogos necesitan aliarse con la sociedad, es decir, modificar la relación con sus informantes e implicarlos en proyectos al servicio de las propias comunidades y de los movimientos sociales.
Semejante reconversión de la práctica del antropólogo tiene importantes repercusiones en los estudios culturales. La sugerencia de Bonfil se está llevando a cabo, de hecho, por parte de otros científicos sociales que conciben los estudios culturales no solamente como el estudio de la cultura, sino como una intervención en ella y como una colaboración con las luchas de los nuevos movimientos sociales. Aquí las interrelaciones entre política cultural, formación de identidades, construcción de instituciones y reconstrucción de una ciudadanía corren parejas. Por ejemplo. Elizabeth Jelin y otros miembros del CEDES (Centro de Estudios del Estado y la Sociedad) han trabajado los últimos tres años con víctimas de las violaciones a los derechos humanos en .Argentina. La premisa de Jelin es que el concepto de ciudadanía en una cultura democrática debiera considerar aspectos simbólicos tales como la identidad colectiva y no únicamente un discurso racionalizable en relación a derechos. (Jelin. 1991)
A este respecto, ella se acerca mucho al concepto de Nancy Fraser sobre la correlación entre la identidad y las interpretaciones sobre las necesidades en conflicto. De acuerdo con Fraser , los conflictos entre necesidades opuestas en la sociedad contemporánea revelan que habitamos un nuevo espacio social distinto a la esfera pública ideal, en la que suelen prevalecer los mejores argumentos. Las interpretaciones sobre las necesidades en conflicto encierran la viabilidad de expertos que supervisan burocracias estatales y otras instituciones que administran servicios, la legitimidad de las peticiones de los grupos sobre la base de su ethos cultural, y “los discursos de reprivatización de los grupos de electores que buscan repatriar necesidades nuevamente problematizadas hacia sus anteriores enclaves domésticos o económicos oficiales”. (1989: 157) A las esferas de Fraser deberíamos añadirles, además, los enclaves estéticos tradicionales que relegarían las prácticas individuales sobre la base del gusto a formas elitistas o populares reguladas por los aparatos estatales.
Para continuar con Jelin, ella postula tres dominios en los cuales se produce la ciudadanía: a) el intrapsíquico, donde están las bases para las relaciones intersubjetivas; b) el de las esferas públicas; y c) el de las relaciones del Estado con la sociedad, desde las autoritarias hasta las participativas, tomando en consideración inclusive formas de clientelismo, demagogia y corrupción.
La cuestión principal es cómo fomentar un ethos democrático. La respuesta de Jelin es expandir las esferas públicas, es decir, aquellos espacios no controlados por el Estado en los que las prácticas que conducen o se oponen a una conducta democrática se ven obstaculizadas o promovidas. La proliferación de esferas públicas asegurará que no sea sólo una concepción de ciudadanía (con sus derechos y responsabilidades) la que prevalezca. En tal sentido, la tarea del investigador es trabajar en colaboración con grupos a fin de crear espacios donde la identidad y el ethos cultural de aquellos grupos pueda tomar forma.
Este proyecto, que incluye entonces una dimensión de estudios culturales, se convierte en parte de la lucha por la democratización de la sociedad, de la misma manera que el Estado se convierte en agente de las políticas de libre mercado y de la privatización de los espacios públicos y culturales.
Otro ejemplo de estudios culturales que ha tomado una dirección diferente, aunque complementaria de la de Jelin, es el de Néstor García Canclini y el equipo de Investigadores de la Universidad Autónoma Metropolitana, que ha llevado a cabo recientemente un estudio acerca de los efectos del inminente Tratado de Libre Comercio sobre la educación y la cultura. Esta es una política de análisis que considera aspectos tales como la economía política, por lo común nunca incluida en el tipo de estudios culturales que predomina en los Estados Unidos.
Para dar sólo un ejemplo de este trabajo que tiene diferentes secciones referentes al probable impacto de los acuerdos comerciales sobre la educación, las diversas industrias culturales, la innovación tecnológica, la propiedad intelectual y los derechos de autor, el turismo y la cultura fronteriza, digamos que la industria mexicana de las publicaciones se verá adversamente afectada cuando el Estado ponga a concurso la producción de libros de texto de educación primaria (de los que se editan 96 millones de ejemplares al año). Lo que complica el asunto es que ese concurso admitirá editores extranjeros, haciendo entonces improbable que las compañías mexicanas logren competir en términos de costos o calidad. (García Canclini, 1991:111)
Pero más importante a nivel de lo cultural es la descentralización del propio sistema cultural, prevista en los planes de privatización educativa. En lugar de que el Estado subsidie a las comunidades, ellas mismas deberán adquirir los libros para sus estudiantes, como ocurre en los Estados Unidos. Esto significa que las comunidades controlarán el contenido de los libros de texto, un aspecto del plan que la Iglesia Católica está ansiosa por ver puesto en práctica. La Iglesia ya ha iniciado un ataque a la educación sexual y otras cuestiones éticas que hasta el momento reflejan una posición relativamente liberal.
Como es evidente a partir de nuestro breve ejemplo, las repercusiones culturales del acuerdo de libre comercio son potencialmente inmensas. Aunque emprendiendo una aproximación diferente, el grupo de artistas, escritores, ejecutivos de la industria cultural, periodistas, académicos y otros, reunidos en la Fundación Friedrich Ebert de Montevideo, constata además el impacto de un inminente acuerdo comercial: el MERCOSUR (un mercado regional compuesto por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay). (Achugar, 1991) Traigo a colación este esfuerzo sólo para dar otro ejemplo del creciente reconocimiento de cómo los estudios culturales deben ir más allá de una política de representaciones en la que las relaciones de poder se entiendan casi exclusivamente como una función de la manipulación simbólica.
Si el ejemplo del trabajo de los nuevos estudios culturales en América Latina tiene algo que ofrecer a las tradiciones anglo-americanas es ese reconocimiento de que las instituciones estatales y civiles, los cuerpos políticos, la economía política, los tratados comerciales, etcétera, son indispensables para cualquier proyecto viable de estudios culturales. Mas aún, estos estudios subrayan el papel que el crítico cultural pudiera tomar: no permaneciendo ajeno y celebrando la supuesta subversividad de la estrella de rock o de la situación teatral fabricada por los medios: no condenando las políticas estatales sin enfrentar el problema de una intervención más directa en la política institucional.
Por ello me resulta gratificante ver en la nueva antología de Cultural Studies de Routledge un ensayo de Tony Bennet intitulado “Putting Policy into Cultural Studies”, que contradice a cada uno de los demás ensayos del libro, toda vez que los estudios culturales necesitan “examinar las prácticas culturales desde el punto de vista de su imbricación con, o dentro de las relaciones de poder”. Bennet adelanta “cuatro objetivos en relación a las condiciones necesarias para cualquier forma satisfactoria de compromiso, tanto teórico como práctico, en las relaciones entre cultura y poder.” (1992: 23) Pienso que estos cuatro objetivos son muy consistentes con la selección misma del trabajo latinoamericano de estudios culturales que he revisado aquí. Ellos son primero, la necesidad de incluir consideraciones políticas en la definición de cultura, como si fuera un campo particular de gobierno; segundo, la necesidad de distinguir diferentes regiones de cultura dentro de ese campo general, en términos de los objetos, objetivos y técnicas de gobierno que les son peculiares; tercero, la necesidad de identificar las relaciones políticas específicas a las diferentes regiones de cultura así definidas y de desarrollar modos específicos apropiados para comprometerse con y dentro de ellas; y cuarto, lo conveniente de un trabajo intelectual conducido de manera tal que tanto en su sustancia como en su estilo, pueda calcular su influencia o sus servicios a la conducta de agentes identificados en la región de cultura involucrada. (1992: 23)
Aparte de ciertas críticas convincentes a esta aproximación políticamente orientada de los estudios culturales (la cual pudiera quedar subordinada a los dictados estatales, problema que ha afectado a muchos investigadores latinoamericanos, especialmente antes de la privatización en curso), tal aproximación pudiera servir para fortalecer la política de representación típicamente norteamericana. Por lo general no se piensa que mucho de lo que constituye una identidad se debe en, parte a presiones ejercidas desde el Estado.
Si en Latinoamérica el eje de los estudios culturales se ha desplazado a las cuestiones de ciudadanía luego de las dictaduras autoritarias, y a la transición a la democracia bajo las difíciles circunstancias de las políticas de libre mercado, que han acentuado los conflictos sociales durante el mismo periodo, en los Estados Unidos el Estado mismo ha colaborado en el cambio de cuestiones, pasando de una ciudadanía apoyada en el discurso de los derechos a una basada en la interpretabilidad de las necesidades y las satisfacciones. Permítaseme explicar este cambio relacionado con lo que he llamado antes el imperativo social de actuar (the social imperative of perform). (Yúdice, s/f)
En las dos últimas décadas ha habido numerosos debates acerca de si la identidad es una esencia o es socialmente construida. Es común que la mayoría de las aproximaciones de los estudios culturales se adhieran a la perspectiva construccionista. Sin embargo, aquella perspectiva ha resultado insatisfactoria porque no reconoce la experiencia. No hablo aquí de la experiencia en el sentido en que Hoggart emplea el término para referirse a la cultura de la clase trabajadora. El uso que este autor hace de la noción raya en el esencialismo, pues habla de maneras auténticas para la pertenencia a la clase obrera.
El regreso del Centro de Birmingham al trabajo subcultural desdice esa aproximación y enfoca identidades que se constituyen en un proceso de hegemonía. Pero tal aproximación no es suficientemente adecuada para tomar en cuenta la experiencia o los desempeños de experiencia (performances of experience) que se han convertido en el modo en el que funciona la política cultural en los Estados Unidos, la cual explica, en parte, un retorno a la Identidad en la mayoría del arte del performance de los años ochenta y los noventa.
Creo que es muy difícil trazar en el presente una línea de demarcación entre la comprensión de la política de identidad y lo que he denominado desempeños de experiencia. Ambas entidades coinciden en muchas, si no es que en la mayoría de sus instancias. Pero permítaseme tratar de diferenciar. La política de identidad en Norteamérica tiene su origen en las luchas del movimiento por los derechos civiles que, como han afirmado Michael Omi y Howard Winant, fueron la primera expresión verdadera de democratización en los Estados Unidos. (1986: 75)
Por ello querían señalar que a diferencia del periodo anterior a la Segunda Guerra Mundial, en el que las minorías raciales se vieron constreñidas a una guerra de maniobras ( war of maneuver) –“una situación en la que grupos subordinados buscan preservar y extender un territorio definido, para resistir asaltos violentos y desarrollar una sociedad interna como alternativa para el sistema social represivo que confrontan” (1986:74)-, los derechos civiles transformaron el carácter de la política racial en una lucha política o guerra de posiciones (war of position), que necesita de “la existencia de diversos terrenos institucionales y culturales sobre los que puedan montarse proyectos políticos de oposición.” (1986: 74)
En otras palabras, los derechos civiles devinieron posición emergente y definida en la lucha por la hegemonía, hasta el punto de que la transformación de la matriz cultural y política que propiciaron permitió a otros grupos subordinados impulsar sus propias guerras de posición. Desde luego que el Estado y la economía estuvieron envueltos en esa lucha por la hegemonía, de ello resultó que muchas instituciones y políticas estatales se redefinieran y que las industrias cultural y del consumo aprendieran a seguir su propio mercadeo de posiciones. Los grupos de Identidad en los Estados Unidos, tal como los entendemos ahora, comenzaron a actuar o a desempeñarse en las esferas públicas acaso inventándose a sí mismos (authoring themselves) en cada proceso.
La identidad se hizo necesariamente una práctica, un desempeño, un desplegamiento sobre el terreno institucionalizado de la formación social, y actuar se convirtió en el medio para apropiarse, por un reacentuamiento o una reconfiguración de los géneros disponibles para la participación social: las formas para negociar todos los aspectos de la vida, desde la salud, la educación y la vivienda, hasta el consumo, lo estético y la sexualidad. De hecho, como lo sostienen las nuevas teorías de las esferas públicas, no solamente la identidad, sino también la comprensión misma de las necesidades y las satisfacciones se abrieron a la interpretación y la ejecución.
Ese proceso de autoría (authoring process) va más allá de los límites del término construccionismo, que enfatiza las presiones de las instituciones y la economía. También va más allá de la noción de grupo de Interés, cuyo autoconocimiento, dado de antemano, lo posibilita para buscar ventajas sociales y políticas. Desde luego que los grupos de identidad se comprometen también en la política de interés, pero los grupos de identidad nuevos o reinventados delinean y ejecutan sus identidades contingentemente. Todo lo que he dicho hasta el momento puede, tal vez, sostenerse para todos los grupos de identidad en los Estados Unidos.
Sin embargo, parte de la comprensión de las identidades actuantes de manera contingente implica que diferentes grupos harán lo mismo sobre bases muy diferentes. Michael Warner, por ejemplo, previene acerca de la disposición de acto reflejo del “paraIelismo de identidades”, es decir, la idea de que todos los grupos marginados por la raza, la etnicidad, el género, la preferencia sexual, la clase, etcétera, son de alguna manera equivalentes:
Diferentes condiciones de poder implican diferentes estrategias que no siempre pueden hacerse homogéneas. A veces la política de alianzas puede forzar importantes correcciones. Muchos temas y esfuerzos organizacionales en la política gay han sido empleados sobre el modelo de hombres blancos de clase media, de tal manera que sólo en principio resultan aparentes. Pero los requerimientos estratégicos pudieran diferir aun cuando la gente actúe de buena fe.
Debido a que la apariencia homosexual es comúnmente invisible, por ejemplo, ella ocasiona una política peculiar de dejar hacer y saber erigiendo a muchos aspectos del movimiento homosexual en tácticas de visibilidad clásicamente, en el modo activo de “salirse del closet”, o descararse, o más recientemente, de “salir de paseo” y en las políticas “a la cara” promovidas por Queer Nation y ACT UP. Una tensión considerable, tanto dentro de estas organizaciones como en relación con otros grupos políticos, ha resultado del hecho de que estas nuevas tácticas y su despliegue público responden en lo principal a la política específica de la apariencia homosexual.
Es verdad que la particularidad de la apariencia física es el criterio crucial en la comprensión de un desempeño. No puedo imaginar el mismo tipo de actuación en un chicano masculino hecho y derecho, a partir de su chicanidad, su masculinidad o su cabalidad. Generalmente, los afroamericanos, los chicanos y las mujeres no pasan por el ritual de salirse del closet como tal. Sin embargo, hay diferentes clases de desempeño que se relacionan con formas de vestir, gesticular, hablar, etcétera y que son parte del desempeño de la identidad en todos los grupos de identidad. La diferencia, me parece, remite a las fantasías que soportan la ejecución, y a lo que todos los aspectos del mismo significan en relación con el deseo y la fantasía.
Atender a la fantasía en el reino de las ayudas sociales modifica la política de identidad desde su énfasis en corregir representaciones, hasta la comprensión de que el desempeño no sólo consiste en adoptar un papel (como propone la sociología convencional), o en convertirse en un simulacro (en el sentido baudrillardiano). En primer lugar aceptemos, por el bien de nuestro argumento, la definición psicoanalítica de fantasía como una “escena imaginaria en la que el sujeto es el protagonista, representando la plena satisfacción de un (deseo).” (Laplanche y Pontalis, 1973: 314)
A este respecto, me aventuraría a aducir que en la sociedad estadounidense contemporánea en la que los medios y la cultura del consumo han planteado la cuestión de la identidad en el público y en la que las necesidades y satisfacciones no son simples datos, sino fenómenos a ser interpretados y remontados, la fantasía no se limita a la psique privada, sino que se proyecta a la pantalla de lo social. El deseo es, precisamente, el operador en semejante situación, “(apareciendo) como la grieta que separa la necesidad de la demanda.” (Laplanche y Pontalis, 1973: 483)
Después de todo, los grupos de identidad intentan satisfacer sus demandas de reconocimiento sobre la base de cómo pueden ellos proyectar sus necesidades éticamente legitimadas en el terreno social y político. En segundo lugar, puesto que ningún grupo tiene el control de la política de la interpretación de las necesidades, el proceso de la fantasía social debe continuar, sujeto a la compulsión de repetirse. En tercer término, lo dicho arriba parecería indicar que la fantasía, como el proceso en el que y a través del cual la identidad y la política se enfrentan, es incapaz de producir fácilmente aquellas clases de lectura cognitivista (cognitivist) y política que persiguen las corrientes de orientación marxista en los estudios culturales. Jacqueline Rose es útil en este aspecto:
“La fantasía y la compulsión a repetir aparecen como los conceptos frente a los que la idea de una objeción plenamente política ante la injusticia estorba de continuo. Me parece que tal es el terreno sobre el que el debate feminista acerca del psicoanálisis se ha desplazado en la actualidad: pero con ello tan sólo se ha subrayado un problema más general en el análisis político que siempre ha estado presente en las lecturas radicales de Freud. ¿Cómo reconciliar el problema de la subjetividad que asigna actividad (pero no culpa), fantasía (pero no error) y conflicto (pero no estupidez) a los sujetos individuales, en este caso las mujeres con aquella forma de análisis que también pudiera reconocer la fuerza de las estructuras en una urgente necesidad de cambio social?” (1986:14)
Me parece que la política de identidad ha encontrado la manera de tratar los callejones sin salida que ha frustrado históricamente las interpretaciones políticas de la cultura estética. El desempeño (performativity) que caracteriza la política de identidad en los Estados Unidos y que es un importante, aunque poco teorizado, objeto de análisis en los estudios culturales, tiene sus premisas en la expansión de la fantasía; en la dimensión imaginativa que siempre se ha atribuido al arte y a la totalidad del espacio público. Ello, desde luego, tiene su precio, pues el efecto principal es, tal vez la absoluta erradicación de lo privado, aquel lugar a que se supone que tradicionalmente ha sido inherente la actividad estética.
Una discusión más completa de esta dimensión de la política cultural trasciende las fronteras de este ensayo. Es suficiente con decir aquí que las actuales guerras culturales en los Estados Unidos tienen algo que ver con esta transferencia de la ejecución de lo estético de la experiencia privada hasta la pública. La teoría estética clásica define la práctica artística como constitutiva del reino de la libertad. Pero esa libertad es precisamente lo que está en riesgo cuando la fantasía se convierte en sujeto de presiones políticas.
Se ha aducido, por supuesto, como lo ha hecho Terry Eagleton, que semejante libertad siempre fue una ilusión que encubría la dominación burguesa, una especie de prótesis de la razón o de “carta poder” del poder mismo. (1990:16) Pero más que pensar todo ello en términos de libertad, lo más productivo sería caracterizarlo como el signo de la satisfacción y la demanda que estructuran la fantasía y la identidad.
Me gustaría concluir refiriéndome al marco en que he comparado las tradiciones de los estudios culturales en los Estados Unidos y en Latinoamérica. He usado este esquema como punto de partida y por ello no es del todo completamente adecuado repasar sus similitudes y diferencias. Me gustaría sin embargo reiterar el hecho de que en los Estados Unidos quienes cultivan los estudios culturales tienden a poseer un background propio de las Humanidades y que en América Latina la abrumadora mayoría de esos cultivadores tienen una formación en ciencias sociales.
Incluso aquellos como el argentino Aníbal Ford o como la brasileña Heloisa Buarque de Holanda, que trabajan la literatura y las artes. Pero al igual que sus contrapartes norteamericanas, ellos han superado las fronteras de sus disciplinas, e incluso las fronteras de sus instituciones para adentrarse en otras esferas más mundanas, y esto es así necesariamente porque el sistema universitario de la mayoría de los países latinoamericanos es terriblemente endeble y con muy bajos recursos económicas (tema que inicia una importante discusión que no puede abordarse aquí).
En lugar de algún punto definitivo, concédaseme proponer una agenda a manera de conclusión que pudiera ayudarnos a reunir las diferentes tradiciones de estudios culturales, pues estimo que esas tradiciones tienen mucho que ofrecerse unas a otras, y no exclusivamente en las esferas teórica y política. Proyectos de investigación comparativos y en colaboración serían, desde mi punto de vista, indispensables para la posible conducción de un mundo crecientemente transnacionalizado, en el que los efectos pueden sentirse siempre de un modo agudo a nivel local. Sólo produciendo vinculaciones académicas transnacionales podremos enfrentar ese fenómeno.
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Sobre el poder simbólico (1973

Sobre el poder simbólico (1973)*
Pierre Bourdieu
*Texto extraído de: Bourdieu, Pierre, “Sobre el poder simbólico”, en Intelectuales, política y poder, traducción de Alicia Gutiérrez, Buenos Aires, UBA/ Eudeba, 2000, pp. 65-73.

Nacido del esfuerzo por presentar el balance de un conjunto de investigaciones sobre el simbolismo en una situación escolar de un tipo particular, el de la conferencia de una universidad extranjera (Chicago, abril de 1973), este texto no debe de ser leído como una historia –incluso escolar– de las teorías del simbolismo, ni menos aún como una suerte de reconstrucción seudohegeliana de los pasos que habrían conducido, por superaciones sucesivas, hacia la “teoría final”.

Si la “inmigración de las ideas”, como dice Marx, se hace raramente sin prejuicios, es porque ella separa las producciones culturales del sistema de referencias teóricas, en relación a las cuales son definidas, consciente o inconscientemente; es decir, del campo de producción jalonado por nombres propios o conceptos en –ismo, para cuya definición ellas contribuyen menos de lo que él las define. Por esta razón, las situaciones de “inmigración” imponen, con una fuerza particular, la actualización del horizonte de referencia que, en las situaciones ordinarias, pueden permanecer en estado implícito. Pero va de suyo que el hecho de repatriar ese producto de exportación implica graves peligros de ingenuidad y de simplificación –y también grandes riesgos, puesto que entrega un instrumento de objetivación.

Sin embargo, en un estado del campo en el que se ve el poder por todas partes, como en otros tiempos se rechazaba reconocerlo allí donde salta a los ojos, no es útil recordar –sin hacer jamás, como otra manera de disolverlo, una suerte de “círculo cuyo centro está en todas partes y en ninguna parte”–, que es necesario saber descubrirlo allí donde menos se ofrece a la vista, allí donde está más perfectamente desconocido, por tanto reconocido: el poder simbólico es, en efecto, ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o que lo ejercen.

I. Los sistemas simbólicos (arte, religión, lengua) como estructuras estructurantes

La tradición neokantiana (Humboldt-Cassirer o, variante americana, Sapir-Whorf para el lenguaje) trata a los diferentes universos simbólicos, mito, lengua, arte, ciencia, como instrumentos de conocimiento y de construcción del mundo de los objetos, como “formas simbólicas”, reconociendo, como lo señala Marx (tesis sobre Feuerbach), el “aspecto activo” del conocimiento.

En la misma línea pero con una intención propiamente histórica, Panofsky trata la perspectiva como una forma histórica, sin llegar sin embargo hasta reconstruir sistemáticamente las condiciones sociales de producción.

Durkheim se inscribe explícitamente en la tradición kantiana. Sin embargo, por el hecho de que él entiende dar una respuesta “positiva” y “empírica” al problema del conocimiento, escapando a la alternativa del apriorismo y del empirismo, sienta los fundamentos de una sociología de las formas simbólicas (Cassirer dirá expresamente que él utiliza el concepto de “forma simbólica” como un equivalente de forma de clasificación: Cf. E. Cassirer, Myth of the State, New Haven, Yale University Press, 1946, p.16).

Con Durkheim, las formas de clasificación dejan de ser formas universales (trascendentales) para devenir (como implícitamente en Panofsky) formas sociales, es decir arbitrarias (relativas a un grupo particular) y socialmente determinadas. En esta tradición idealista, la objetividad del sentido del mundo se define por el acuerdo de las subjetividades estructurantes (sensus =consensus).

II. Los “sistemas simbólicos” como estructuras estructuradas (susceptibles de análisis estructural)

El análisis estructural constituye el instrumento metodológico que permite realizar la ambición kantiana de asir la lógica específica de cada una de las “formas simbólicas”: al proceder, según el deseo de Schelling, a una lectura propiamente tautegóríca (por oposición a alegórica) que no refiere el mito a otra cosa que a sí mismo, el análisis estructural apunta a desprender la estructura inmanente a cada producción simbólica.

Pero, a diferencia de la tradición neokantiana, que ponía el acento sobre el modus operandi, sobre la actividad productora de la conciencia, la tradición estructuralista privilegia el opus operatum, las estructuras estructuradas. Esto se ve bien en la presentación que Saussure, el fundador de esta tradición, se hace de la lengua: sistema estructurado, la lengua es fundamentalmente tratada como condición de inteligibilidad del habla, como médium estructurado que se debe de construir para dar razón de la relación constante entre el sonido y el sentido.

(Por la oposición que se establece entre la iconología y la iconografía y que es el equivalente exacto de la oposición entre la fonología y la fonética, Panofsky –y todo aspecto de su obra que apunta a desaprender las estructuras profundas de la obra de arte– se sitúa en esta tradición.)

Primera síntesis

Instrumentos de conocimiento y de comunicación, los “sistemas simbólicos” no pueden ejercer un poder estructurante sino porque son estructurados. El poder simbólico es un poder de construcción de la realidad que tiende a establecer un orden gnoseológico: el sentido inmediato del mundo (y, en particular, del mundo social) supone lo que Durkheim llama el conformismo lógico, es decir “una concepción homogénea del tiempo, del espacio, del número, de la causa, que hace posible el acuerdo entre las inteligencias”.
Durkheim –o, después de él, Radcliffe-Brown, que hace descansar la “solidaridad social” en el hecho de compartir un sistema simbólico– tiene el mérito de señalar explícitamente la función social (en el sentido del estructural-funcionalismo) del simbolismo, auténtica función política que no se reduce a la función de comunicación de los estructuralistas.
Los símbolos son los instrumentos por excelencia de la “integración social”: en cuanto que instrumentos de conocimiento y de comunicación (cf. el análisis durkeimniano de la festividad), hacen posible el consenso sobre el sentido del mundo social, que contribuye fundamentalmente a la reproducción del orden social: la integración “lógica” es la condición de la integración moral”.
Segunda síntesis
Contra todas las formas del error “interaccionista” que consiste en reducir las relaciones de fuerza a relaciones de comunicación, no es suficiente señalar que las relaciones de comunicación son siempre, inseparablemente, relaciones de poder que dependen, en su forma y contenido, del poder material o simbólico acumulado por los agentes (o las instituciones) comprometidos en esas relaciones y que, como el don o el potlach, pueden permitir acumular poder simbólico.
En cuanto instrumentos estructurados y estructurantes de comunicación y de conocimiento, los “los sistemas simbólicos” cumplen su función de instrumentos o de imposición de legitimación de la dominación que contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre otra (violencia simbólica) aportando el refuerzo de su propia fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo así, según la expresión de Weber, a la “domesticación de los dominados”.
Las diferentes clases y fracciones de clase están comprometidas en una lucha propiamente simbólica para imponer la definición del mundo social más conforme a sus intereses, el campo de las tomas de posición ideológicas que reproduce, bajo una forma transfigurada, el campo de las posiciones sociales.
Pueden plantear esta lucha ya sea directamente, en los conflictos simbólicos de la vida cotidiana, ya sea por procuración, a través de la lucha que libran los especialistas de la producción simbólica (productores de tiempo completo) y tienen por apuesta el monopolio de la violencia simbólica legítima (cf. Weber), es decir, del poder de imponer (ciertamente de inculcar) instrumentos de conocimiento y de expresión (taxonomías) arbitrarias (pero ignoradas como tales) de la realidad social.
El campo de producción simbólica es un microcosmos de la lucha simbólica entre las clases: sirviendo a sus propios intereses en la lucha interna en el campo de producción (y en esta medida solamente), los productores sirven a los intereses de los grupos exteriores al campo de producción.
La clase dominante es el lugar de las luchas por la jerarquía de los principios de jerarquización: las fracciones dominantes, cuyo poder descanso sobre el poder económico, apuntan a imponer la legitimidad de su dominación, ya sea por su propia producción simbólica, ya sea por la intermediación de las ideologías conservadoras que no sirven verdaderamente jamás a los intereses de los dominantes sino por añadidura y que amenazan siempre desviar a su beneficio el poder de definición del mundo social que detienen por delegación; la fracción dominada (clérigos o “intelectuales” y “artistas”, según la época) tienden siempre a ubicar el capital específico, al cual debe su posición, en la cima de la jerarquía de los principios de jerarquización.
IV. Instrumentos de dominación estructurantes porque son estructurados
Los sistemas ideológicos que los especialistas producen por y para la lucha por el monopolio de la producción ideológica legítima, reproducen bajo una forma irreconocible, por intermediación de la homología entre el campo de las ciencias sociales, la estructura del campo de las clases sociales.
Los “sistemas simbólicos” se distinguen, fundamentalmente, según sean producidos y al mismo tiempo apropiados por el conjunto de un grupo o, al contrario, sean producidos por un cuerpo de especialistas y, más precisamente, por un campo de producción y de circulación relativamente autónomo: la historia de la transformación del mito en religión (ideología) no es separable de la historia de la constitución de un cuerpo de productores especializados en discurso y en ritos religiosos, es decir del progreso de la división del trabajo religioso –siendo él mismo una dimensión del progreso de la división del trabajo social, por tanto, de la división de clases– que conduce, entre otras consecuencias a desposeer a los laicos de los instrumentos de producción simbólica.
Las ideologías deben su estructura y sus funciones más específicas a las condiciones sociales de su producción y de su circulación, es decir, a las funciones que cumplen inicialmente para los especialistas en concurrencia por el monopolio de la competencia considerada (religiosa, artística, etc.) y, secundariamente por añadidura, para los no especialistas.
Recordar que las ideologías están siempre doblemente determinadas– que deben sus características más específicas no solamente a los intereses de las clases o de las fracciones de clases que expresan (función de sociodicea), sino también los intereses específicos de los que las producen y a la lógica específica del campo de producción (comúnmente transfigurada en ideología de la “creación y del “creador”)– es darse el medio de escapar a la reducción brutal de los productos ideológicos a los intereses de las clases que ellos sirven (efecto de “cortocircuito” frecuente en la crítica “marxista”), sin sucumbir a la ilusión idealista que consiste en tratar las producciones ideológicas como totalidades autosuficientes y auto-engendradas susceptibles de un análisis puro y puramente interno (semiología).
La función propiamente ideológica del campo de producción ideológica se cumple de manera casi automática, sobre la base de la homología de estructura entre el campo de producción ideológica y el campo de la lucha de clases. La homología entre los campos hace que las luchas por lo que está en juego, específicamente en el campo autónomo, produzcan automáticamente formas eufemizadas de las luchas económicas y políticas entre las clases: es en la correspondencia de estructura a estructura que se cumple la función propiamente ideológica del discurso dominante, medio estructurado y estructurante tendiente a imponer la aprehensión del orden establecido como natural (ortodoxia) a través de la imposición enmascarada (por tanto, desconocida como tal) de sistemas de clasificación y de estructuras mentales objetivamente ajustadas a las estructuras sociales.
El hecho de que la correspondencia no se efectúe sino de sistema a sistema enmascara, tanto a los ojos de los productores mismo cuanto a los ojos de los profanos, que los sistemas de clasificación internos reproducen, bajo una forma irreconocible, las taxonomías directamente políticas, y que la axiomática específica de cada campo especializado es la forma transformada (conforme a las leyes específicas del campo) de los principios fundamentales de la división del trabajo (por ejemplo, el sistema de clasificación universitaria, que moviliza bajo una forma irreconocible las divisiones objetivas de la estructura social y, especialmente, la división del trabajo –teórico y práctico–, convierte propiedades sociales en propiedades de naturaleza).
El efecto propiamente ideológico consiste precisamente en la imposición de sistemas de clasificación políticos bajo las apariencias legítimas de taxonomías filosóficas, religiosas, jurídicas, etc. Los sistemas simbólicos deben su fuerza propia al hecho de que las relaciones de fuerza que allí se expresan no se manifiestan sino bajo la forma irreconocible de relaciones de sentido (desplazamiento).
El poder simbólico como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo, por lo tanto el mundo; poder casi mágico que permite obtener el equivalente de lo que es obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto específico de movilización, no se ejerce sino él es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario. Esto significa que el poder simbólico no reside en los “sistemas simbólicos” bajo la firma de una “illocutionary force”, sino que se define en y por una relación determinada entre los que ejercen el poder y los que los sufren, es decir, en la estructura misma del campo donde se produce y se reproduce la creencia.
Lo que hace el poder de las palabras y las palabras de orden, poder de mantener el orden o de subvertirlo, es la creencia en la legitimidad de las palabras y de quien las pronuncia, creencia cuya producción no es competencia de las palabras.
El poder simbólico, poder subordinado, es una forma transformada –es decir, irreconocible, transfigurada y legitimada–, de las otras formas de poder: no se puede superar la alternativa de los modelos energéticos que describen las relaciones sociales como relaciones de fuerza y de los modelos cibernéticos que hacen, de ellas, relaciones de comunicación, sino a condición de describir las leyes de transformación que rigen la transmutación de las diferentes especies de capital en capital simbólico, y, en particular, el trabajo de disimulación y de transfiguración (en una palabra, de eufemización) que asegura una verdadera transubstanciación de las relaciones de fuerza haciendo desconocer-reconocer la violencia que ellas encierran objetivamente, y transformándolas así en poder simbólico, capaz de producir efectos reales sin gasto aparente de energía.
INSTRUMENTOS SIMBÓLICOS
Como Como Como
estructuras estructuras Instrumentos
estructurantes estructuradas de dominación
Instrumentos de Medios de comunicación Poder
conocimiento y (lengua o cultura,
de construcción vs. discurso o
del mundo objetivo comportamiento División del trabajo
(clases sociales)
División del trabajo
Ideológico
(manual/intelectual)
Función de dominación
Formas simbólicas Objetos simbólicos Ideologías
estructuras subjetivas estructuras objetivas (vs. mitos, lenguas)
(modus operandi) (opus operatum) Marx
Kant – Casirer Hegel – Saussure Weber
Sapir – Whorf Durkheim – Mauss Lévi-Strauss Cuerpo de especialistas
Culturalismo Formas sociales (semiología) en concurrencia por el
de clasificación monopolio de la producción
cultural legítima
Significación: objetividad Significación: sentido
como acuerdo de objetivo en cuanto
los sujetos (consenso) producto de la comunicación
que es la condición de la comunicación
Sociología de las formas simbólicas:
Contribución del poder simbólico al orden
Gnoseológico. Sentido = consenso, i.e.doxa
Poder ideológico como contribución
específica de la violencia simbólica (ortodoxia),
a la violencia política (dominación)
División de trabajo de dominación

La complejidad en la totalidad dialéctica (2006)

La complejidad en la totalidad dialéctica (2006)
CARLOS MASSÉ NARVÁEZ *

  • Doctor en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Investigador del Centro de Estudios de la Universidad de la UNAM y miembro del Sistema Nacional de Investigadores – SNI ( SEP- CONACYT-MÉXICO). México.

Introducción

En general consideramos que el uso a-crítico de metodologías rígidas (como la del mal llamado “método científico”, pues existen las metodologías de las diversas ciencias y no la unidad de método); limita la construcción de conocimiento y que, a la inversa, el pensar abierto y crítico es mucho más rico. Pero no todo pensar permite la apertura de la razón, por lo que la epistemología que nos proponemos propugnar, es el uso de la totalidad dialéctica (TD), como dispositivo de reducción de la complejidad de la realidad, en aras de su comprensión. Puesto que ella implica una forma de apropiación de la realidad con base epistemológica.

1. ¿Para qué estudiar la Epistemología?
Muchos autores utilizan el término epistemología para designar a la “teoría del conocimiento” o “gnoseología”, es decir, un sector de la filosofía que examina el problema del conocimiento en general: el ordinario, el filosófico, el científico, etc. Pero, en general, el término epistemología es empleado en un sentido más restringido, referido exclusivamente a los problemas del conocimiento científico, tales como las circunstancias históricas, psicológicas y sociológicas que llevan a su obtención y los criterios con los cuales se lo justifica o invalida. La epistemología es entonces, en alguna forma –aunque no sólo sea eso—, el estudio de las condiciones de producción y validación del conocimiento científico.
Se pueden encontrar incontables obras con sus diversas posiciones y proposiciones de cómo es la mejor manera de hacer ciencia o, llegar al conocimiento científico. También existen publicadas una buena porción de disputas metodológicas que –obviamente—implican la discusión epistemológica, por lo que; en este trabajo sólo nos ocuparemos de intentar una caracterización de una (TD) posible, con base en la búsqueda de los sustentos que la configuran. Esto porque la ciencia requiere de la filosofía para sustentar la validez de sus proposiciones y el campo de la filosofía que aborda este problema es la epistemología.
Nadie desconoce que las ciencias sociales en sus orígenes, han tomado las bases epistemológicas de las ciencias naturales; por ejemplo, es conocida la interpretación determinista del mundo social que asume el positivismo, precisamente con base en el traslado mecánico del esquema epistemológico de la física newtoniana –hoy en decadencia—, en la cual la acción de las leyes es ineluctable y objetiva, ausente de toda posibilidad de intervención subjetiva. Lo cual como se verá, fue un error histórico).
Según Edgar Morín:
En efecto, la ciencia occidental se fundó sobre la eliminación positivista del sujeto a partir de la idea de que los objetos, al existir independientemente del sujeto, podían ser observados y explicados en cuanto tales. La idea del universo de hechos objetivos, liberados de todo juicio de valor, de toda deformación subjetiva, gracias al método experimental y a los procedimientos de verificación (…) Dentro de ese marco de referencia, el sujeto es, o bien el “ruido”, es decir, la perturbación, la deformación, el error, que hace falta eliminar a fin de lograr el conocimiento objetivo, o bien el espejo, simple reflejo del universo objetivo ( 1997: 65).
Es necesario examinar entonces los fundamentos epistemológicos de las ciencias, y la evolución que han registrado sus fundamentos, para obtener una mayor claridad en nuestro análisis. Desde Aristóteles, la episteme es el conocimiento verdadero, es conocimiento de lo universal, de lo que existe sin variaciones, de lo que trasciende. Este ha sido el faro orientador de los grandes científicos de la antigüedad que fundamentaron el edificio de la Ciencia. Precisamente se proponían encontrar la piedra angular, que sustentara sobre sí misma toda la estructura de la ciencia; lo que de lograrse le daría seguridad y proporcionaría estabilidad permanente, ante las turbulencias y dudas que continuamente la amenazaban.
Desde entonces, con Heráclito, surgía el pensamiento dialéctico en aquélla célebre frase “nadie se baña dos veces en el mismo río”.
Ello implicaba a los elementos que años más tarde abrirían para siempre el debate sobre los fundamentos del conocimiento: el problema del tiempo (pasado – presente – futuro), el de la historia como especificidad. El río en que hoy me baño, no es el mismo de ayer ni, será el mismo mañana. Una multiplicidad de especificidades por cada lapso temporal.
Por su parte, Platón formuló su teoría de los cuatro estados mentales, a saber: Ilusión (eikasia), creencia (pistis), razón (dianoia) y pensamiento puro (episteme), de esta forma, la episteme o epistemología surge como la explicación de un estado superior de la abstracción mental para la elaboración del conocimiento.
Por otra parte, Aristóteles, quien buscaba los principios formales del ente y su comprensión, encontramos los orígenes de la epistemología como teoría del conocimiento; es decir, uno de los objetivos originales de la epistemología es el de encontrar la fundamentación primaria de los conocimientos, porque, sin presuponer un comienzo desde el cual hay que inferir el desarrollo de la ciencia, no era posible llevar a cabo ninguna inferencia. Entonces la búsqueda de la seguridad del conocimiento fue la preocupación original de la epistemología. (Ver Gutiérrez: 2002).
Las tareas de la epistemología se han multiplicado con el paso de la historia, ya no solo atiende a esa preocupación central sino también a las implicaciones de la vinculación entre el sujeto investigador y el objeto de estudio, pero también a la justificación, coherencia, legitimidad y rigor de la cientificidad de un campo determinado del saber;
Otras acepciones más amplias otorgan a la epistemología el nivel de una metaciencia, que tiene por objeto dictar desde el exterior del proceso de la investigación, la normatividad general a la que este debe ajustarse para “asegurar” su cientificidad.
2. La limitación de los discursos disciplinarios
En la obra: Del algoritmo al sujeto, se plantea la existencia de dos tipos de investigaciones científico sociales: una que es mayoritaria (de primer orden) y que es descriptiva y funcional (le sirve al sistema de cosas); la otra, es crítica y reflexiva (de segundo orden). El trabajo de ésta última es mucho más profundo. A la vez que construye conocimiento crítico (subversivo del orden social), conlleva una reflexión sobre cómo lo está construyendo.
“…el problema no es que se utilicen palabras o números (evidentemente con números no se puede interpretar y con palabras no se puede describir con precisión), sino que el investigador piense o no piense lo que hace: el que reflexiona sobre su acción investigadora se acerca al segundo orden, y el que no lo hace, se acerca al primer orden.” (Ibáñez: 1985: XVIII).
Esta mayoría de científicos que trabajan con esa forma de concebir la realidad y la ciencia, en las escuelas universitarias o en los institutos de investigación se encuentran —aún hoy— al menos en México, pero creemos que en todo el tercer mundo al menos y, se asumen parcelados y en el mejor de los casos sobrepuestos pero sin abandonar la visión parcelaria de la ciencia. Pero este problema ha sido ya considerado tiempo atrás:
“Se dice que la especialización científica permite la profundización en el conocimiento de pequeñas regiones de la realidad. El argumento se apoya en el criterio de productividad cognitiva, pero veamos qué hay detrás de todo esto. Benjamín Farrington, estudioso de la filosofía clásica y de la ciencia y la política en el mundo antiguo, reprocha a Darwin su escasa cultura general y su ignorancia de la filosofía de la ciencia, lo cual le impidió percibir con precisión su deuda científica y los alcances y limitaciones de sus descubrimientos. Mendel, inspirado en El origen de las especies por selección natural de Darwin y contemporáneo suyo, descubrió las leyes básicas de la genética, desconocidas por Darwin.” (Covarrubias: 1995 b), pp. 56).
El proceso es claro, se trata de establecer una integración horizontal de las ciencias pues de lo contrario tendemos al estancamiento. Un ejemplo del problema, lo constituyen los campos altamente interdisciplinarios que no pueden ser comprendidos, ni estudiados, desde una sola ciencia, ni en dos ni en tres; sino que constituyen totalidades complejas que implican una nueva forma de concebir la estructura de las ciencias.
Pero lo interdisciplinario también tiene sus problemas. Sólo para dejarlo apuntado, hago la siguiente pregunta ¿Cómo podrán conciliarse los supuestos de los distintos discursos sustantivos (disciplinarios), en aras de por ejemplo, unificar un método, que se proponga útil para el abordaje de un problema que requiere de intervención interdisciplinaria. Por nuestra parte, más adelante propondremos a la articulación transdisciplinaria, con base en la totalidad dialéctica.
En (Auto) crítica de la ciencia, biólogos, físicos, químicos y matemáticos, plantean cómo en sus espacios de investigación se ha llegado a una enorme enajenación a causa de la fragmentación cognitiva, producto de la división técnica del trabajo de investigación. Los científicos estaban horrorizados del uso militar de sus descubrimientos y de lo poco que entienden de otros ámbitos de la realidad. Lo mismo ocurre en las ciencias sociales.
Los sociólogos por ejemplo, han sido divididos en educativos, rurales, urbanos, de la cultura, del conocimiento, etcétera. En donde el sociólogo de la educación nada sabe de sociología política (por que no es “su” campo). El economista internacional, poco o nada sabe de economía financiera, ya no se diga de filosofía o de ciencia política.
La ciencia parcializada es cada vez menos capaz de comprender la esencia de los sistemas complejos, por ejemplo, todos los sistemas organizados en forma de red, como las redes neurales, los sistemas financieros y bancarios internacionales, las interrelaciones de la física cuántica, las redes sociales, y otras, en las que no existe organización piramidal sino horizontal, requieren para su mejor comprensión y análisis de una nueva visión de la realidad científica, una nueva visión global y totalizadora.
Jesús Ibáñez explica en su perspectiva el porqué de ese problema:
“En el protocapitalismo, la investigación empírica se aplica al descubrimiento de nuevos hechos brutos, es adisciplinaria y ametódica; en el capitalismo de producción y acumulación la investigación es disciplinaria y metódica, la continuidad de fondo es sostenida por la continuidad de método. El saber académico aparece como discontinuo, distribuido en parcelas disciplinarias, reflejo de la división del trabajo: los especialistas de una disciplina tienen la propiedad privada del objeto de esa disciplina, en los dos sentidos del término , privan a los demás sujetos o especialistas del acceso a esa parcela (en la perspectiva de la división del trabajo), y privan al objeto de todo resto no contabilizable y/o conmensurable (en la perspectiva de la operación metodológica de construcción de un objeto formal o de conocimiento.” (Ibáñez: 1985, p. 58).
Consideramos que lo expuesto es suficiente para entender por qué nuestro interés en propugnar a la epistemología dialéctica crítica (EDC), como una propuesta de conocimiento enriquecedora en términos de ofrecer, una forma diferente y potente de apropiación de lo real. Pues no se ciñe a la rigidez metodológica, sino que propugna por una apertura del pensamiento a la realidad, sin ataduras procedimentales; pues otorga al objeto, “la cosa misma”, toda la apertura mental posible, en aras de apropiarse de todo el desenvolvimiento de dicho objeto, el cual nos conducirá al descubrimiento de su lógica. Objeto del que el sujeto con el andamiaje epistemológico que propondremos, también forma parte.
3. Epistemología y filosofía: Realidad, Presente y Utopía
En este apartado nos ocupamos de plantear la importancia del nivel temporal en su vínculo con la realidad como aquí la concebimos, ambos en la dimensión de la epistemología dialéctica crítica; y de la vulgar distinción del simple sentido común, que supone, “aclara” lo que “es” la realidad, “distinguiéndola” de lo que es una utopía.
Sólo en una perspectiva que concibe a la realidad en movimiento, es comprensible el tiempo presente como aquí lo concebimos. En ese sentido, el primer problema que se nos presenta es cómo representar ese movimiento en el presente cuando la realidad está dada, pero a su vez está dándose. La respuesta a esta representación del movimiento se encuentra en la forma que adquieren ambos momentos en indisoluble vinculación. En ese vínculo se encuentra la potencialidad que orienta la dirección de un campo de acción entre actores, pero esta no es manifiesta. Sin embargo, es un contenido emergente. Lo que Hegel (1978) llamaría el lugar de las transformaciones cualitativas. Lo que para Bloch (1983) sería “lo novum”.
Este último concepto emerge del Filósofo de la Utopía a raíz de la búsqueda de la utopía concreta. La utopía tiene un sentido peyorativo solo si se entiende como mera ilusión y deseo de lo óptimo, sin ninguna probabilidad de realización y sin ningún motor práctico. Lo que sería la utopía abstracta.
La utopía genuina o utopía concreta emerge con base en un ideal abstracto para convertirse en un futuro concreto. Utopía concreta es lo realmente posible en un mundo malo y falso. Este mundo malo y falso es la realidad dada y la utopía concreta es la posibilidad de arribar a ese mundo bueno que estaría por darse con base en la práctica concreta, la que puede ser viable conociendo el vínculo entre lo que está dado y lo que está dándose.
Si los actores que aspiran a incidir en la realidad pueden rescatar ese vínculo entre lo producido y lo que se está produciendo, pueden con ello incidir en lo que está por darse (futuro). De ahí que la diferencia entre la perspectiva presente-pasado y perspectiva presente-futuro radica, en que en la primera hay una realidad producida (un topos) y en la segunda aún no deviene la realidad (no es una empiria).
“Topos” (el lugar) es el objetivo empírico. Pensar la realidad como un topos, como un dato objetivo o con una perspectiva objetivista, diagnosticarlo y pronosticarlo a partir de la objetividad, es ya, estructuralmente quedarse enraizado en el mismo lugar.
Se ha olvidado el futuro porque no sabemos la naturaleza de los datos posibles y no obstante, la discusión cotidiana entre los distintos actores sociales no se da sólo sobre el pasado (a excepción del trabajo académico de los historiadores). En este punto surge la pregunta ¿cómo incorporar la dimensión gnoseológica a la dimensión del futuro?
La respuesta está en Bloch. En él, la utopía es un concepto dual. No aquí y ahora (sentido negativo) de la realidad y, por inferencia, si allá y después (sentido positivo). Un negativo al comienzo, una negación en el proceso y por ello, un posible futuro positivo. Es por eso que el concepto de lo no existente también puede ser objeto de conocimiento científico.
En esta perspectiva –a la que nos adherimos—, no busca tanto organizar una visión de futuro sino de construirlo, aunque para ello la visión es una cuestión ineludible. Sin embargo, no hay que creer que teniendo un modelo de futuro, con ello lo vamos a construir, pues no todos los proyectos son viables si tomamos en cuenta que en la relación dialéctica sujeto-objeto interviene lo contingente, el azar. Además se debe tener en cuenta que el sujeto (psicológico, institucional, ideológico, religioso, económico y cultural), el individuo, actúa con sus subjetividades en la realidad objetiva.
4. La producción de conocimiento científico
A toda construcción de conocimiento corresponde una concepción ontológica de la realidad y su estructura, es sumamente compleja. Esta se integra en el bloque de pensamiento con referentes contradictorios, en el que uno de ellos da sentido y funcionalidad a los demás, por lo tanto, es hegemónico. Pero un conocimiento no se integra solamente por elementos constitutivos de un solo paradigma sino que contiene referentes que provienen de otros modos de apropiación. De ahí que, entendemos por concepción ontológica el conjunto de ideas que los seres humanos tienen respecto al ser y a sus formas de existencia. Sin embargo, dichas ideas pueden encontrarse de manera caótica en el pensamiento sin constituirse en discurso lógico o aparecer ordenadas en un sistema racional.
Precisamente, el concepto de hegemonía tal como lo reelaboraron Ernesto Laclau y Chantal Mouffe permite visualizar el campo de las ciencias sociales y los resultados de sus investigaciones como un espacio privilegiado para la construcción de articulaciones hegemónicas y contra-hegemónicas.
Quiere decir, un espacio en donde lo que muchas veces es mostrado como una verdad objetiva legitimada por su carácter científico, es en realidad una representación hegemónica, una construcción históricamente determinada. (Ivanier: 2004).
Las concepciones ontológicas son la base del conocimiento teórico. Las diferencias de interpretación se expresan como discursos teóricointerpretativos y como prácticas políticas distintas y a veces contrarias entre los grupos partidarios de cada una de ellas. Los científicos al igual que todos los seres humanos están determinados por la sociedad en que viven:
“… la conciencia teorizante se integra con referentes de la empiria, la religión, la teoría y el arte formando un bloque de pensamiento en el que los referentes teóricos establecen la logicidad con que opera la conciencia.” (Covarrubias: 1995 b), 113).
Todos los discursos están llenos de múltiples componentes disímiles provenientes de diversos procesos cognoscitivos. De ahí que, los referentes señalados por Covarrubias contienen referentes ontológicos y gnoseológicos constituyentes de bloques de pensamiento en donde los referentes de uno de los modos, es el que predomina y los demás son subordinados.
Así como existen referentes teóricos también existen referentes ateóricos integrados en la conciencia teorizante y esto es inevitable por el carácter histórico-social de la teoría y de los teóricos. No existen constructos puramente científicos pues hasta los paradigmas de la ciencia corresponden a las épocas históricas en que fueron elaborados.
El científico tiene un constructo que si se analiza, muestra las contradicciones y la heterogeneidad de su estructura, siendo varios los problemas:
a) el de la presentación del constructo teórico ontológico;
b) el del teórico epistemológico;
c) el de la presentación del discurso sustantivo,
d) el de la homogeneidad científica de cada uno;
e) el de la correspondencia lógica entre las partes; y
f) el de la eliminación de elementos no científicos (que siempre están presentes en el sujeto pero que no aparecen en el discurso del científico.)
“Cada forma de la conciencia contiene referentes de modos de apropiación subalternos sin que ello signifique su identidad: cada una se define por los referentes relevantes que la constituyen y determinan. Toda teoría es producto de un despliegue epistemológico fundado en una concepción ontológica existente con anterioridad a su formulación, que opera en la conciencia como preconcepción constituida por referentes propios de distintos modos de apropiación de lo real (Covarrubias: 1995, b;) 113-114.)
Dichas preconcepciones conllevan ideas acerca de la naturaleza del conocimiento científico, y de las formas de existencia de la realidad e intervienen activamente en la formulación de teorías. “Los conocimientos (y discursos) –nos dice Olivé)—se producen a través de procesos en los que se transforman en ciertos materiales. Estas materias primas están formadas por los datos empíricos, los conceptos y los discursos proporcionados por las prácticas ideológicas y científicas.
El entramado epistemológico, sobre todo a través de la selección, influyen en la formación y en el ordenamiento real de estas materias primas; por ejemplo, en el modo de reunión de los datos empíricos, en cuáles sean los datos que se reúnan, y cuáles queden excluidos, de igual manera, en la selección exclusión de conceptos. Este entramado, en la medida en que también influyen concepciones ontológicas, somete a los conceptos que ingresan en el discurso sociológico que se está produciendo, a nuevas relaciones conceptuales que afectan realmente a su significado; es ésta una de las formas como el entramado epistemológico interviene para transformar los conceptos sacados de la materia prima en su paso hacia el discurso sociológico” (Olivé: 1985, 270). Aunque los planteamientos de Olivé se refieren al discurso sociológico, creemos que son válidos para todo discurso teórico disciplinario.
Aunque la realidad es vivida por cada individuo en sociedad, es ésta quien constituye la individualidad y la realidad. Esta a su vez, puede ser pensada por diversos modos de apropiación por distintos individuos, pero la generación del pensamiento, y de las interpretaciones, sean cuales sean éstas, se producen en la sociedad como totalidad. Esto lo consideramos así, pues como señala Covarrubias:
“La realidad social es totalidad orgánica, unidad contradictoria deviniente. El devenir se expresa en momentos que el pensamiento denomina etapas y que, como condensaciones específicas de la totalidad, son unidades contradictorias irrepetibles. El desarrollo histórico no es más que el proceso de transformación de la realidad hecho pensamiento. La historia al igual que la contradicción, el movimiento y el cambio, no son sujetos en sí que dirijan y gobiernen a los seres humanos; son categorías que representan los procesos de la realidad. De esta forma, la historia, el movimiento y la contradicción no hacen nada; es el hombre concreto quien hace, y cuya actividad se realiza en el movimiento, el cambio, la contradictoriedad y la historia” (1995, b), 225, 226).
De manera similar, otro autor señala que:
“en toda historia, tanto natural como cultural, que está produciéndose, actúa la ya producida. El hombre es siempre producto y productor de su historia, forma impresa relativamente constante que viviendo se desarrolla. Lo devenido no es algo simplemente pasado, que aparezca frente al sujeto histórico como un objeto extraño a él.” (Heller: 1983; 21).
Así las cosas, la historia es entonces, a la vez, un proceso creado y creador del hombre. Desde la perspectiva dialéctica, la cosa es en sí cuando es para el hombre; es decir, cuando se ha convertido en objeto de la conciencia, en figura de pensamiento.
“Poco o nada –nos dice Covarrubias—se puede decir, de la cosa en sí fuera de la conciencia. La cognición de la cosa en sí se inicia con la sensación y, de manera creciente, la conciencia va apropiándose de las formas y contenidos del objeto. Lo particular es conocido en la especificidad que es generalidad y lo general en lo concreto que es condensación de lo total. El conocimiento que llega a la formulación de conceptos arranca siempre de lo específico como inmediatez y regresa como conocimiento concreto.” (1995, 227).
5. La contradictoriedad de lo real
Los individuos, al ser diferentes unos de otros física y mentalmente, al participar en la única realidad que podemos hacerlo, no obstante lo hacemos de diversas maneras. La heterogeneidad entre individuos, lo es interior en cada uno y en la sociedad como conjunto. No es ésta, una pura contradicción lógica entre individuo y sociedad; se trata de una contradicción ontológica que es fuente de la unidad de lo real como un todo, que se reproduce en el individuo, también de forma condensadamente contradictoria.
“La realidad social como unidad contradictoria se produce y se reproduce en la contradictoriedad como totalidad y en la especificidad como heterogeneidad y multiplicidad. A ello se debe la diversidad existencial entre los seres humanos: a la multiplicidad condensatoria de lo real social en los sujetos. Esta contradictoriedad es una realidad objetiva, existente; i.e., la contradicción no es un sujeto, una fuerza o un ser ajeno a la materialidad y distinto a ella; la contradictoriedad es relación entre distintos que se niegan e integran en unidad. Por eso es que la sociedad es la expresión más enriquecida de ella. La riqueza de la contradictoriedad social se condensa en las clases sociales y en las luchas que entre ellas se entablan mas no se agota ahí. Cada clase social se integra por individuos que a la vez pueden ser nuevamente estratificados y que, aun en el nivel más particular de jerarquización sigue predominando la multiplicidad y la heterogeneidad entre ellos.” (Ibídem, 224)
El contexto general en que se desarrollan las interacciones entre los distintos grupos y clases sociales, es el mismo en el que el proceso de constitución de conciencias a través de la educación, pero también massmediatico, se realiza por medio del aparato de hegemonía cuya máxima capacidad y eficiencia la ha alcanzado en la actual globalización económica; y la inserción cotidiana de cada vez más ciudadanos al uso intensivo de las nuevas tecnologías como la Internet. El flujo acelerado y acrítico de la información; se erige en forma predominante de detentación y ejercicio del poder político – militar. Cambian las tecnologías, no así las estructuras de control y dominación. Estas sólo se perfeccionan o adecuan, mientras no surja una fuerza capaz de transformarlas.
En esa dirección, los modos de apropiarse de lo real son institucionalizados en la organización hegemónica, sin escapar casi nada a su esfera de control. No obstante, las concepciones negadoras de la razón instrumental predominante, son generadas también en las instituciones.
La contradictoriedad de los referentes generados por los distintos modos de apropiación no son objeto de tratamiento igual por el aparato de hegemonía. El aparato de hegemonía difunde determinados referentes con mayor insistencia, mientras que otros son objeto de ocultamiento, deformación o de una limitada difusión….La homogeneidad de la conciencia y la homogeneidad entre conciencias es imposible (Covarrubias: 1995, 33).
6. Esperanza y Utopía
De cara a este aparente insuperable escollo estructural de la sociedad capitalista, recurrimos al pensador de El principio esperanza: Bloch (1954-1959). Según el filósofo alemán hay que sustituir la anámnesis especulativa y teórica por la praxis material e histórica, para inaugurar al ser como proceso, como un ir siendo, para llegar a ser; y viceversa. O sea, el método de la praxis está emparentado con un sistema ontológico. Y el nombre de esa ontología abierta es utopía.
La utopía genuina o utopía concreta surge cuando un ideal abstracto psicológicamente deseado se convierte en un futuro concreto, prácticamente realizable; cuando lo ideal y atemporal, pasa a ser lo posible real y el futuro. Posibilidad real y realidad posible.
A causa de Marx, el sujeto, ensalzado por Kant en su autonomía respecto al mundo y a la historia pasa a englobarse dentro de la objetividad de un mundo que es la historia humana en desarrollo (Aguilar: 1977, 27).
Según Aguilar cualquier lectura topográfica implica una lectura utópica –en el pensamiento de Bloch—; la lectura de un hombre irrealizado, negado, nonato, perdido y lejano de sí mismo; la lectura de una realidad social inhóspita, antisocial, desierta, deshumana –“tierra pero no Patria”—. Aquí la verdad es dialéctica y, por ello no ideológica).
La fuerza de la dialéctica está en que parte y se desarrolla por la fuerza de lo negativo y por la capacidad de negación de lo negativo; y la utopía del sujeto al interior de la utopía social tiene dicha fuerza, porque la sociedad no es algo dado y perdurable, ni una esencia natural e inmutable, ni creación alguna obra de dioses, sino producto de la praxis humana y material.
Una realidad material y humana no es simplemente lo “dado”, algo con contextura y límites definitivos y perceptibles. A la inversa, es , que, como su nombre señala, es un , y , que es lo hacia el que tiende. No hay realismo si no se entiende como algo inacabado y en trance de realización. Con esa base puede Bloch tachar de tautología el principio de identidad de la lógica tradicional: No aceptar su proposición A = A, sino A = a todavía no A. (González: 1979).
Supeditado entre el pasado y el futuro, lo <>, el presente, adquiere una significación nueva. La relación entre pasado y presente no es la relación clásica de un proceso que camina hacia un <> en el sentido hegeliano, sino un paradigma de cómo las posibilidades de un presente se van necesariamente haciendo futuro, no en el mero vislumbre subjetivo de algo ignoto, sino la reflexión de la propia estructura de su ser. Quien ignora este movimiento se cierra toda posibilidad de conocimiento de lo real (Gonzáles: 1979: 51).
En Bloch la esperanza es el motor de la mediación entre no ser y llegar a ser. Entre A (lo todavía- no-conciente) y su correlato histórico (lo que todavía no es), no se encuentra la determinación de hechos ni la presunción imaginativa, sino la mediación, la esperanza. La esperanza, aun siendo un movimiento psíquico, no queda reducida al ámbito psicológico, y no sólo se diferencia de la espera sino que se realiza en un mundo distinto de significaciones. La esperanza blochiana, es primeramente un modo de conciencia, no una figuración, y sólo es pensable, por eso, como concreta, como referida a una realidad y a una especificidad histórica.
La esperanza como mediación no es sólo cognitio, modo de conocer, sino ímpetus, motivo de la acción. La mediación entre el sujeto como la posibilidad real de todo lo que se ha hecho de él en su historia y la materia como la posibilidad real de todas las conformaciones latentes en su seno, no es sólo la de la conciencia cognoscente, sino sobre todo, la de su prueba o verificación (ver González).
En este principio: la esperanza, el ser es, la utopía de sí mismo. En donde el ser es la materia y ésta, es la utopía de su forma. Es la “materia primera” o sustrato del mundo que inspira y permea todo el mundo y la historia social, con la fuerza de una universal aspiración a “la patria de la identidad”.
Con ese motivo, la actitud a tomar es la esperanza, no como pasiva, expectativa de algo que en el porvenir podrá acaecer sin nosotros, sino como praxis revolucionaria cierta de su éxito futuro, como una opción militante, como algo ya positivo que puede suceder a condición de desenmascarar, y negar la negatividad de este mundo histórico que es. Por lo pronto, el mundo es hasta aquí, el laboratorio de la “salvación posible”.
Por ello, la esperanza es, debe ser, aguantadora y rebelde, perspicaz y denodada, testaruda y reflexiva, audaz y concreta, intransigente y analítica.
La esperanza en Bloch, es pues, práctica, crítica y revolucionaria.
Todo este planteamiento, propone a un sujeto histórico que sea consciente y asuma la negatividad del mundo actual y su complejidad intrínseca.
La esperanza, tanto como la formulación de la utopía concreta, enfrentan sin embargo grandes retos en varios frentes: la hegemonía impulsada por las esferas del poder, como homologadora – estandarizadora de las conciencias individuales y colectivas; la dificultad del sujeto al arribo de la toma de conciencia (pasar a una conciencia crítica, para poder negar la realidad presente). Con ello, se daría un primer paso, pero es necesario que si se aspira a la estructuración de una utopía concreta se debe partir de un proyecto. Para ello, el proceso de rearticulación de su conciencia deberá lograr que el modo de apropiación del mundo sea teórico-crítico, para que pueda usar la actitud de la esperanza de manera viable. Para ello, a continuación proponemos, con base en algunas categorías, una propuesta de descubrimiento de lo real, que apunte por medio de un proyecto, a negar la contradictoriedad del mundo actual.
7. La apropiación del conocimiento
El objetivo de este apartado es desarrollar brevemente tres premisas que nos resultan básicas en la investigación socio-histórica: totalidad, tiempo y realidad. Aquí pretendemos que de ello resulte una propuesta —aunque incipiente— de conocimiento y, para enfatizarlo, de conocimiento social del presente. En esta perspectiva, el papel del sujeto adquiere una máxima significatividad toda vez que se le considera protagonista de su tiempo histórico.
Podemos decir que en la idea de ésta proposición, se concibe que hay un tiempo que deviene constantemente junto con las acciones de la sociedad, por lo cual tenemos que partir de la identificación del presente.
Así, en el presente tenemos una conjugación de lo complejo de las acciones sociales y la dificultad del proceso de conocimiento, por lo que consideramos necesario tener en cuenta los tres elementos antes mencionados, a los que consideramos como elementos interactuantes entre sí.
Entendemos al tiempo presente, como una medida del acaecer humano del que se desprende lo trascendente del momento del acontecimiento estudiado y orientado hacia la búsqueda de su creciente bienestar, potenciando las posibilidades de la práctica transformadora hacia un futuro posible y deseable.
La historia actual o presente, como dimensión temporal, no carece de contenido ni se refiere a un mero parámetro cronológico, es por el contrario el lugar en que todos los elementos de diversa naturaleza tienen su expresión e interactúan; dicha interacción se presenta en dos niveles: en el tiempo en general y en la actualidad en particular; lo que permite distinguir tiempos concretos con su propia especificidad.
El presente como aquí lo concebimos es un proceso dinámico que no cesa, donde fluye un haz de acontecimientos que determinan diversas especificidades. No nos dejamos engañar por la apariencia de la quietud de la actualidad o por la errónea idea de que sobre ella nada podemos. Es verdad que lo actual se aparece como un haz de acontecimientos aislados sin una supuesta relación de necesidad existencial, pues la actualidad es contingente y sólo mediante un pensamiento abierto y crítico, es decir científico, se pueden desentrañar las relaciones posibles de este mar convulso que es el mundo.
Esto es importante, porque en el presente se conjugan diversas prácticas de los distintos sujetos, de los diversos grupos y clases sociales en la realidad. La historia hoy, es una arena de encuentro y de fusión de las acciones individuales y colectivas, conscientes o inconscientes, organizadas o volitivas. El presente es la historia actual, es donde se vinculan los acontecimientos nuevos y la vivencia de los antiguos como nuevos. Frente a los hechos sucedidos del pasado se levantan los acontecimientos del presente articulando lo nuevo que emerge y lo viejo que no acaba de perecer (López: 1979, 23, 24).
Identificar el presente tiene el interés de hacer una proposición conceptual de aquello que se constituye en objeto de nuestra intencionalidad cognoscitiva, y con los parámetros temporales que nos permitan tener el mayor número de elementos extraídos de la interacción empírica y de los datos referenciales que sean consecuentemente integrables con los anteriores, para acceder al conocimiento del objeto en el que estamos inmersos.
Objeto que deseamos apropiárnoslo con el pensamiento (epistemológico, dialéctico y crítico).
La concepción dialéctica parte de la categoría de totalidad. La construcción moderna de esta categoría se debe principalmente a Hegel. Este realiza por primera vez en la historia de la filosofía, el vínculo de la dialéctica del pensamiento con la dialéctica de la materia.
Esta nueva filosofía alemana tuvo su culminación en el sistema hegeliano, en el que por primera vez—y esto es su gran mérito—se exponía conceptualmente todo el mundo natural, histórico y espiritual como un proceso, es decir, como algo en constante movimiento, modificación, transformación y evolución, al mismo tiempo que se hacía el intento de descubrir en ese movimiento y esa evolución la conexión interna del todo (Engels: 1975, 9).
Sin embargo, la categoría de la totalidad corre el riesgo de asumirse en una visión reduccionista que la simplifica a la expresión vulgar de que, el todo es mayor que sus partes, o que todo está en conexión con todo, el investigador social debe tomar distancia de esta forma simplista de asumir la categoría de totalidad. Karel Kosik nos proporciona una definición marxista de la categoría de totalidad:
“…pero en verdad totalidad no significa todos los hechos. Totalidad significa: realidad como un todo estructurado y dialéctico, en el cual puede ser comprendido racionalmente cualquier hecho (clases de hechos, conjunto de hechos). Reunir todos los hechos no significa aún conocer la realidad, y todos los hechos (juntos) no constituyen aún la totalidad. Los hechos son conocimiento de la realidad si son comprendidos como hechos de un todo dialéctico, esto es, si no son átomos inmutables, indivisibles e inderivables, cuya conjunción constituye la realidad, sino que son concebidos como partes estructurales del todo. Lo concreto o sea la totalidad, no es, por tanto, todos los hechos, el conjunto de ellos, el agrupamiento de todos los aspectos, cosas y relaciones, ya que en este argumento falta aún lo esencial: la totalidad y la concreción. Sin la comprensión de que la realidad es totalidad concreta que se convierte en estructura significativa para cada hecho o conjunto de hechos, el conocimiento de la realidad concreta no pasa de ser algo místico, o la incognoscible cosa en sí… (Kosik,1968:56).
Por su parte, en Zemelman: 1987) , si nuestra interpretación es correcta, en su proposición conceptual, sugiere pasar del ya tradicional entendimiento del concepto de totalidad basado en la concepción de su ubicación en el nivel óntico al nivel del proceso lógico de conocimiento. El desplazamiento de la problemática de la totalidad del plano óntico al epistemológico, equivale a la cuestión básica de convertir el qué pensar en el cómo pensar sobre la realidad.
Este concepto de totalidad que obviamente ya tiene una gran tradición, ha adquirido una diversidad de sentidos, pero para Zemelman, el considerarlo dentro del nivel epistemológico tiene su virtud puesto que posee una gran capacidad para enriquecer las estructuras racionales de conexión con la realidad empírica, que permitan transformar la objetividad real en contenidos organizados.
Aquí el concepto de totalidad que refiere el autor, sirve para dos fines: primero, enriquecer las estructuras racionales de conexión con la realidad empírica, que lo entendemos como tener una dinámica racional superior a la que tradicionalmente usamos, especialmente en relación con lo que empíricamente se ha sustraído de la realidad; y, segundo, transformar la objetividad real, es decir, lo que podemos entender de lo complejo de una cosa, en contenidos organizados que pensamos que son conceptos que de acuerdo a nuestra lógica nos permiten entender los objetos.
Más adelante enfatiza que la totalidad le interesa –en términos de investigación, como fundamento epistemológico para organizar el razonamiento analítico. O sea que la totalidad es un sustento cognoscitivo para organizar la forma de conocer; es decir, es un complejo proceso de conocimiento cuya finalidad es el conocimiento.
Pero además de hablar de la totalidad como exigencia epistemológica del razonamiento analítico, sirve, en otro nivel, para delimitar los campos de observación, lo que se puede conceptuar como “…una aprehensión que no consiste en una explicación sino que sirve para definir la base de la
teorización posible” (Zemelman: 1987; 18). Si la apropiación es la abstracción sensorio-intelectiva que nos sirve para identificar los objetos con los que nos vinculamos (y de los que formamos parte, con ello, nos dice este autor, podemos aspirar a definir la base para proponer una teoría, no sólo para explicarnos los objetos de investigación. De otra manera, aunque no muy diferenciada de la anterior, para este autor, la totalidad:
“Es un modo de organizar la apertura hacia la realidad que no se ciñe a permanecer dentro de determinados límites teóricos, pues se fundamenta en un concepto de lo real como articulación compleja de procesos y exige que cada uno de estos sea analizado en términos de sus relaciones con otros (Zemelman: 1987; 19).
Aquí, el concepto de totalidad ya no es un pensamiento sobre el pensamiento, ni una orientación para delimitar los campos de observación, sino la apertura del pensamiento ante la realidad, en la cual Zemelman los percibe como que se articulan, de manera compleja. Visto en una perspectiva que incluye esos sentidos del concepto de totalidad, encontramos la siguiente afirmación del autor:
“En la investigación, propondremos a la aprehensión racional como solución epistemológica a la exigencia de la totalidad, cuyo mecanismo metodológico operativo es la reconstrucción articulada, mediante la cual se pueden determinar las bases para captar la realidad en condiciones de totalidad concreta, sin necesidad de partir del a priori que tenga tal o cual estructura de propiedades. Por eso es que no constituye en sí misma una explicación, sino, más bien, la condición para el conocimiento de lo real concreto desde toda su complejidad estructural y dinámica (Ibidem; 20).
Podemos entonces decir que para Zemelman, la concepción de totalidad es una actividad intelectiva con un sentido orientado al proceso cognoscitivo, que sirve de base para la reconstrucción de lo perceptible, ello lo podemos observar en la siguiente aseveración:
“…los elementos o niveles componentes de la totalidad, son teorizables sólo en función de su relación posible con el “todo”. El “todo” es el que da sentido a las partes en cuanto las incluye; las partes, a su vez, son el movimiento de esa inclusión. Sin embargo, el “todo” no alude a un “todo” real sino a una exigencia de totalizar lo fragmentario; no implica al movimiento como realidad sino como construcción que se aprehende en tanto constituyéndose y no como ya constituido…lo que se pretende es avanzar en un intento por trasladar la discusión filosófica acerca de la categoría de totalidad, al plano epistemológico, directamente relacionado con la construcción del conocimiento concreto (Zemelman: 1987; 20).
El concepto de totalidad de Zemelman establece toda una serie de potencialidades que pueden incidir en los diversos procesos de la investigación. Así, del recorrido que realiza para identificar los diversos sentidos del concepto, concluye que:
1) Las funciones que cumple la totalidad son: organizar una forma de razonamiento crítico que permita romper o traspasar la apariencia de los fenómenos. Desde la perspectiva de la totalidad, la apariencia es un nivel de la realidad que no está analizado en su articulación; así como, a contrario sensu, lo real es un nivel de la realidad analizado en su articulación; y
2) la categoría de la totalidad está claramente referida a la idea de movimiento, sin referirse a la estructura dinámica particular que pueda asumir el movimiento (que es lo propio de la contradicción). Por eso, la totalidad contribuye a delimitar el movimiento real para facilitar su explicación como objeto particular; de ahí que se le vincule con la idea de la realidad como exterioridad mutable. Por lo que, sin incurrir necesariamente en afirmaciones acerca de su estructura, cumpla la función de una exigencia epistemológica para construir el conocimiento objetivo.
Lo anterior significa distinguir dos aspectos en la discusión sobre la totalidad:
a) La totalidad como recurso metodológico…y
b) La totalidad como enfoque epistemológico de la realidad que exige concebirla como un complejo de niveles con sus propios requerimientos para su captación racional; y que principalmente son dos:
1) tomar en cuenta la complejidad tiempo espacial de los procesos reales, en forma de no reducir la articulación a parámetros homogéneos, y
2) no identificar la totalidad como una estructura de determinaciones, esto es, con un modelo teórico.
En suma, la totalidad es la articulación dinámica de los procesos reales caracterizada por sus dinamismos, ritmos temporales y despliegues espaciales; y esta articulación puede concretarse en diferentes recortes del desarrollo histórico” (Ver Zemelman: 1987: 20)
La identificación de los diversos momentos, niveles aproximaciones e interacciones en el proceso de conocimiento, son las premisas de la propuesta de Zemelman, lo que llega a constituir en sí, otro objeto de atención para el conocimiento; y es innegable que las posibilidades de su implementación son inmensas, ya que, involucrarse en cualquier proceso de investigación requiere tener una visión amplia. Ello, se puede desprender de lo que el mismo autor afirma:
“…el planteamiento de la totalidad puede considerarse como una alternativa que define una línea de reflexión de grandes potencialidades. Es un procedimiento racional que permite establecer una base de razonamiento que puede servir para sistematizar una reflexión sobre prácticas investigativas ya cristalizadas, pero también para desarrollar formas de pensar que no necesariamente sean un reflejo de aquéllas (Ibidem:1987; 61)
8. La apropiación de conocimiento con base en la articulación transdisciplinaria
Es la capacidad de apertura hacia lo real de la totalidad, lo que permite profundizar mayormente en la realidad con el objetivo de dar prioridad a la construcción del objeto. La totalidad así concebida deviene como un método que hace posible el recorte o construcción del objeto. Este último sin embargo nos plantea una importante pregunta: ¿Cuáles son los fundamentos de conocimiento implícitos que están en conexión con un concepto de totalidad de la forma que se plantea?
La necesidad de una apertura de la razón como actitud abierta a la especificidad de lo real, para el entendimiento de la interacción que existe entre la multiplicidad de objetos (incluyendo a sujetos sociales concretos) posibles en el mundo real. Estos y sus interacciones existentes son susceptibles de captación con base en los conceptos de especificidad, realidad dinámica y la perspectiva de totalidad como recurso epistemológico.
Para proceder tanto a la construcción – apropiación del objeto de estudio, así como a su teorización posible, Zemelman (1987) plantea la necesidad de tener un control de los condicionamientos de la razón que impiden la objetividad del conocimiento, imprimiendo sesgos en los análisis. Se intenta evitar, las determinaciones a priori, de sucesos que provienen de nuestro esquema referencial teórico, ideológico o de la experiencia, para dar paso a una visión que, concibiendo al mundo como un universo de la mayor complejidad, pueda descubrir lo específico concreto de las conexiones determinantes del hecho real.
Para ello se esbozan los mecanismos metodológicos para la construcción del objeto como reconstrucción articulada e histórica; aprehendiendo su especificidad con base en la articulación transdisciplinaria para el descubrimiento de las conexiones determinantes del objeto, con otras dimensiones de lo real.
La articulación transdisciplinaria, quiere decir, pensar al objeto más allá de los límites a que puede circunscribirlo cualquier discurso sustantivo (disciplinario). No obstante, recomienda usar las categorías y conceptos con carácter abierto. Por ejemplo, la categoría modo de producción de Marx está abierta y sirve para captar cualquier modo de producción; pero hasta que el sujeto cognoscente se enfrenta con un pensamiento abierto al modo de producción concreto (objeto de estudio), y después de pensarlo en términos de totalidad, es que puede decir el tipo de modo que es y no antes. En el estudio de Marx, El Capital, encuentra que dicho modo es un modo de producción capitalista. Pero este último adjetivo, solo aparece en Marx, una vez que ha descubierto la lógica interna de su objeto, el ser del Capital.
De lo anterior nos previene Zemelman, al decir que no hay que asignarle determinaciones a priori al objeto nuevo que queremos construir o, con Covarrubias, el objeto que nos queremos apropiar. No podríamos decir por ejemplo, que vamos a estudiar el “modo de producción capitalista” en los artesanos de Mitla, Oaxaca, porque lo más probable sea, que dicho modo de producción no sea capitalista sino de sobrevivencia; es decir, no creemos que dicho modo de producir, reúnan las características definitorias de ser capitalista, pues no parece posible que dichos artesanos generen “plusvalor”.
Es a esto a lo que nos referimos con Zemelman, al control de los condicionantes teóricos, pues el adjetivo capitalista, recoge el análisis de Marx, al que llega después de un profundo y documentado análisis, resultado de descubrir o develar la logicidad del objeto modo de producción (este existe en la realidad en los talleres de la producción industrial; pero también existe en el pensamiento, como categoría de análisis. En el caso de los artesanos de Mitla, lo más probable, de hacerse una investigación, es que se llegara a la conclusión de que es un modo de producción de autosubsistencia.
Una normativa más retomada de Zemelman, es el control de la experiencia. No pensar que por haber abordado objetos similares en el pasado, podemos asignarle características parecidas al nuevo objeto. En una anécdota que escribe Karl R. Popper en su autobiografía, cuando decidió dejar de trabajar para el famoso Psicólogo Adler, en la que relata que, en menos de cinco minutos diagnosticó a un paciente; a lo que Popper protestó preguntando ¿Cómo puede usted estar tan seguro? A lo que Adler contestó: “por mi experiencia de mil casos”.
Probablemente el Doctor tenía razón, al fundar su diagnóstico, pero si lo que pretendemos es una propuesta seria, no podemos caer en una simplicidad de ese tipo sólo por sobre-confiar en nuestra experiencia. En la perspectiva dialéctica crítica, las especificidades temporales de los objetos son de vital importancia, pues en muchos de los casos, se trata de los momentos de inicio de una práctica de determinados sujetos histórico concretos. En esta visión, la volición política es una premisa de las más importantes de la construcción-apropiación del conocimiento.
Con respecto al control de los condicionantes ideológicos, creemos que se debe distinguir la lógica del objeto (su ser) de nuestros deseos de futuro (deber ser). El deseo de futuro deberá ser tratado de otra forma. ¿Cómo? Convirtiendo a la ideología en objeto de estudio, en problema a dilucidar, no como marco explicativo del objeto. El deseo de futuro también es posible de convertirlo en objeto de estudio, para lo cual es necesario construir un proyecto, a sabiendas que, en el movimiento de lo real se encuentra la contingencia. Esta es también es parte constitutiva de aquélla, al igual que la complejidad, el conflicto y el caos de la sociedad, como realidad. Aquí consideramos que un proyecto de futuro, no se detiene tanto en teorizar un deber ser, como a practicar una actitud –con Bloch—, práctica, crítica y transformadora en donde el proyecto sirve de guía para la acción.
Lo que planteamos como transdisciplinario es eso. Construir el conocimiento por articulación de niveles multidimensionales de lo real, y al hecho de relevar el “descubrimiento” de la lógica del objeto, no sólo para explicarlo, sino para teorizar, o para actuar sobre él. Metodológicamente pues, queremos relevar “la cosa”, el objeto, por encima de cualesquier límite impuesto por tal o cual estructura teórica preestablecida, pero sin desechar a priori las posibilidades de captación de lo real de las categorías y conceptos de constructos teóricos ya construidos.
Estos son en síntesis los elementos constitutitos de una propuesta, para la construcción (pero también para la teorización de objetos socioeducativos), que no se limiten a explicaciones simplistas con base en la prueba de una o dos hipótesis (método hipotético deductivo), pues partimos de que la realidad está, más en espera de ser teorizada e incidida, que esperando simplemente ser explicada.
Conclusiones
Se considera haber mostrado cómo la totalidad dialéctica crítica, con base en la epistemología dialéctica crítica puede ser un importantísimo dispositivo que ya se utiliza para la apropiación del conocimiento de lo real.
Para ello, se expusieron algunas de las limitaciones del conocimiento disciplinario porque fragmenta a la realidad, supeditándola a sus límites teóricos; pues las teorías son aproximaciones conceptuales de lo real. Por ello, al exponer nuestros conceptos de realidad, presente y utopía, mostramos lo limitado del proceso hipotético deductivo con base en los discursos disciplinarios; con esas bases, es que propusimos un pensamiento más abierto y no sujeto a delimitados alcances teóricos, a través de controlar las predeterminaciones ideológicas, teóricas y de la experiencia, así como los “ruidos” que causan los referentes “atéoricos” en el momento de apropiarse del conocimiento de lo real. Es decir, para producir conocimiento científico.
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Resumen
El trabajo parte de mostrar las limitaciones de los discursos sustantivos disciplinarios. Enseguida se expone la complejidad los conceptos de realidad, presente y utopía, para con ello, discutir cómo ocurre la producción de conocimiento científico, pero alertando al lector, sobre sus límites frente a la contradictoriedad de lo real. Frente a las contingencias imprevistas que siempre se presentan en dicho proceso, se exponen las categorías de Esperanza y Utopía, para finalmente proponer una apropiación del conocimiento, como conocimiento científico a través de una articulación transdisciplinaria, que garantice la apropiación de la complejidad de lo real, como totalidad.

La teoría latinoamericana contemporanea y la crítica poscolonial

MULTICULTURALISMO Y CRITICA POSCOLONIAL:
by Elizabeth Marín Hernández
CAPÍTULO 6
LA TEORÍA LATINOAMERICANA CONTEMPORÁNEA Y LA CRÍTICA POSCOLONIAL (CUESTIONAMIENTOS Y POSICIONAMIENTOS)

El aparato teórico poscolonial despliega en la actualidad una serie de herramientas y saberes considerados idóneos dentro los estamentos académicos centrales, para el estudio y análisis de las zonas que anteriormente fueron colonizadas, y donde se toma como principio el hablar desde una posición diferencial, que afirma la razón del otro constituido desde la mirada etnocéntrica, y que se convierte “en el sujeto y objeto de la teorización poscolonial dentro del presente del tiempo occidental y de su locus de enunciación(…).
Las colonias producen cultura mientras que los centros metropolitanos producen discursos intelectuales que interpretan la producción cultural colonial y se reinscriben de nuevo como único locus de enunciación.
De manera que leyendo desde esta perspectiva transferencial, cuando el Occidente retorna la razón a sí mismo, después de los largos tiempos de relaciones coloniales, podemos observar como la modernidad y la posmodernidad ha constituido desde una perspectiva marginal la cultura de la diferencia. Estos mismos (modernidad y posmodernidad) como narrativas encontraron dentro de sus propias contingencias, el punto de su misma diferencia interna, de esta dentro de sus mismas sociedades, reiterando los términos de la diferencia del otro, y la alteridad del lugar poscolonial” .
La aseveración de un lugar poscolonial y de su alteridad, de una situación de tipo único de las herencias coloniales y de la homogenización de estas, dentro de los discursos dominantes, ha acarreado consigo una translocalización de conocimientos, de una serie de saberes teóricos dentro de las áreas anteriormente colonizadas.
Dichos conocimientos y aparatos teóricos aparentemente incluyentes de las realidades marginadas, pretenden atrapar y reflexionar, lo referente a las diversas existencias que fueron constituidas y diferenciadas de los centros dominantes con respecto a las áreas establecidas como marginales, periféricas o subalternas, por los procesos de colonización. Esta certeza poscolonial dominante no atiende de forma específica a la periodización y a la formulación de los legados coloniales específicos, evitando de esta manera la particularidad y la localidad que trata de evidenciarse en los diálogos contemporáneos sobre el tema, desde las diversas zonas consideradas bajo la enunciación de la poscolonialidad.
El crear y generar un lugar único poscolonial global, que encierre a las diversas enunciaciones coloniales y a sus consecuencias, en un solo locus de análisis determinado como condición poscolonial; parece ser un nuevo discurso normativo, pero su condición única comienza a experimentar progresivamente un proceso de diferenciación de la homogeneidad aparente de los legados coloniales, de los lugares donde se provoca el desarrollo de las representaciones de las zonas anteriormente colonizadas, de sus consecuentes formas culturales, declaradas igualmente bajo los postulados de sus condiciones poscoloniales y de las relaciones dialógicas de la contemporaneidad.
Estas últimas pretenden relocalizar los descentramientos de las narrativas mayores (como la modernidad), desde posiciones geoculturales explicitas, las cuales se encuentran –como manifiesta Walter Mignolo- “asociadas con individuos que provienen de sociedades con fuertes herencias coloniales, establecidas en territorios particulares de representación, generalmente concebidos en las academias del Primer Mundo como espacio de conocimiento” .
Las condiciones coloniales en su diversidad poseen un carácter marcadamente geocultural, y se encuentran determinadas o relacionadas con las formas diferenciales de una poscolonialidad contemporánea, que aparece en medio de una dialogicidad epocal, la cual manifiesta nuevos diseños, sobre los espacios periféricos ya establecidos, en los que se incluye la diversidad y la diferencia; y que dicha inclusión procura reconocer los procesos de interacción y de comunicación global, que se iniciaron con las expansiones europeas y la imagen de otredad, creada por la mirada eurocéntrica, que definió otros seres de naturaleza y cultura completamente diferente, y donde esté Otro fue importado a los centros, tanto en su forma erudita como popular.
De allí que esos constructos produzcan una alteridad, que ha sido el punto de partida común de una amplia gama de investigaciones sobre las creaciones discursivas de Occidente como manifiestan Michael Hardt y Antonio Negri en su texto Imperio .
Las teorías contemporáneas con respecto a la colonización y subalternización de los otros son tomadas desde los modelos coloniales y de la producción de saber del Imperio Británico sobre y en sus ex-colonias, como es visto a partir de teóricos como Edward Said.
De manera que, ¿cómo encaja en este panorama discursivo poscolonial la compleja realidad latinoamericana?; sí estos territorios fueron los primeros en independizarse de la matriz colonial europea mediante las campañas de liberación que se sucedieron en el siglo XIX. Territorio en el que se generó un grupo de culturas híbridas, sincréticas, en indisoluble fusión, que se alternan permanentemente con los metarelatos organizadores, y a su vez se ubican fuera del poder centralizador, por medio del cuestionamiento de las narrativas que han ignorado el carácter heterogéneo de las historias y representaciones latinoamericanas.
La multiplicidad de las representaciones evidencia la existencia de una narratividad en la que se acentúa la especificidad “como resultado de su condición de ex-colonias, del sincretismo cultural, de las diversas étnias, de su subdesarrollo económico y social, etc, (…). La especificidad de esta narratividad radica en el contraste del carácter híbrido y de sus diversos entrecruzamientos culturales(…) , los cuales deben ser planteados desde perspectivas plurales para lograr habitar la cultura en sus diversos itinerarios, y así poder “apropiarse de los trayectos –como escribe el teórico argentino Alfonso de Toro- a partir de una escritura mímicra, o rizomática, de entre medio, como estrategia donde el pensamiento latinoamericano que no sólo se integre a la dominante histórico-cultural actual, sino que a la vez contribuya a encontrar formas que correspondan a su naturaleza histórica y socio cultural del continente” , en la que emerja la diseminación y el trazo de los diversos itinerarios de un pensamiento que manifiesta en palabras de Homi Bhabha la fórmula de un sujeto de la diferencia, que está tranquilo pero no quieto, ante las posiciones homogeneizadoras globales de la alteridad, la otredad y la subalternidad poscolonial.
En este sentido la existencia de una Crítica Poscolonial que se corresponda a la realidad latinoamericana desde la perspectiva global de la otredad y de la subalternidad, coloca a los paradigmas teóricos poscoloniales dominantes bajo la sospecha de un nuevo discurso homogeneizador y organizador, considerado como un pensamiento externo a Latinoamérica, debido “a que el aparato teórico poscolonial concebido vía Oriente/Occidente, o en sus teóricos más representativos como Guha, Said, Bhabha, o Spivak, desconocen por completo la complejidad del territorio latinoamericano” , y de sus procesos narrativos -como afirma el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez, al respecto de estos paradigmas teóricos-.
En los cuales América Latina evidencia su diferencia a través de sus experiencias históricas, de sus contradicciones culturales, y de la reflexión permanente sobre sí misma, tanto en el pasado como en el presente, en el cual se ubica.
Es por esta razón que la teoría contemporánea latinoamericana radicaliza sus posiciones ante el aparato discursivo poscolonial globalizado, e inicia la idea de que el lugar desde donde se habla es el lugar desde donde lee, entendiendo a la poscolonialidad no sólo como una etapa histórica como escribe el teórico Alfonso de Toro quien ha estudiado profundamente el proceso de entrada y consolidación de estas teorías.
En la contemporaneidad –afirma de Toro- el sentido de categoría histórica poscolonial, refriéndose a esta como el período que se inicia con la independencia de los países coloniales se ha perdido, y la condición poscolonial tanto como su teoría debe ser entendida como “un discurso estratégico, que es el resultado del pensamiento posmoderno y posestructuralista o posteórico.”
De allí que la poscolonialidad se nos plantea como un proceso de deconstrucción bilateral donde tanto por parte del centro como por parte de la periferia el reclamar una “pureza cultural” o identidad cultural aparece obsoleta. El constante cruzamiento de ideas y productos culturales produce una dependencia y una contaminación mutua. Estos entrecruzamientos, encuentros y reencuentros forman una red de discursos y acciones, entrelazando a las culturas en una condición poscolonial a través de la refundación y de la relativización de los discursos dominantes del centro” .
Esta perspectiva de revisión y de relectura deconstructiva de las redes discursivas, de las estrategias poscoloniales globales, han generado un nuevo posicionamiento en el pensamiento latinoamericano contemporáneo.
Pensamiento esté que trata de romper los patrones duales de las teorías homogeneizadoras del centro y sus otros, para poder generar un cuestionamiento con respecto a la relectura de sus herencias coloniales, como espacio de otredad, pues estas posiciones se determinan como escribe de Toro dentro de una serie de situaciones epistemológicas, en las cuales se releen los lugares desde dónde se habla, cómo se habla y con quién se habla. La necesidad perentoria de una revisión consciente del pasado colonial, trasladado a las situaciones actuales, y colocado de nuevo en los espacios de vigencia y valoración contemporánea, localiza y visualiza -lo que el teórico argentino Walter Mignolo ha denominado los diferentes loci de enunciación; concebidos como micro-lugares enunciativos que parten de una territorialidad local y particular, de historias alejadas de las grandes narrativas, de legados coloniales específicos.
Los loci de enunciación como manifiesta de Toro inician “una dialogicidad distinta que permite ocuparse de disímiles formas representacionales que parecieran no estar emparentadas entre sí, y que genera de esta forma la apropiación de los diversos sistemas culturales, que se manifiestan dentro de la complejidad latinoamericana” , en medio de los múltiples recorridos y transcursos de sus herencias y legados coloniales, los cuales –como admite el mismo autor- pueden ser rescritos desde el centro y desde la periferia, en cuanto a la reflexión de discursos críticos, reflexivos, creativos, e híbridos.
La reinscripción expresada en el discurso que realiza la reapropiación de una multiplicidad representacional recodificada, dentro de un nuevo contexto histórico de enunciación, ha puesto en evidencia de forma definitiva las contingencias de Occidente dentro de la acción de recordarse y de apoderarse de una deconstrucción del pasado, con la cual se digieren los proyectos coloniales y poscoloniales en tiempos contemporáneos.
6.1 El Occidente y América Latina
Las contingencias de Occidente en tiempos contemporáneos han mostrado su largo camino de ampliación hacia otros territorios como lo es el caso de América Latina donde los cruces de poderes imperiales, fueron concebidos a través de las formas de Occidentalización y no de colonización propias del Imperio Británico.
América Latina no fue concebida como constructo dentro una otredad configurante, sino por medio de una serie de estrategias cognoscitivas, que dividían al mundo en unidades delimitadas, que separaban sus historias, y que generaban lugares inconexos de representación, y de posterior articulación del poder en sus asimetrías dentro de los distintos proyectos de ampliación del centro. Es en la deconstrucción de las estrategias cognoscitivas “donde el pensamiento poscolonial indicaría las fallas y los límites de la expansión de Occidente, sus contradicciones culturales.
Señala así el fin de un tipo específico de interpretación historicista (progresiva y dialéctica) para proponer otros modelos temporales discontinuos”
La deconstrucción de estos dispositivos de conocimiento, por medio del análisis reapropiativo, realizado por una condición poscolonial consciente de sus legados, indica un posicionamiento dentro de un diálogo heterogéneo e híbrido, en el cual no se niegan las marcas culturales propias, sino que se les hace girar del interior de la cultura al exterior de ésta, y que dichas marcas pueden de forma contraria colocarse del exterior de la cultura, hacia el interior de las narraciones de los discursos latinoamericanos especialmente de los artísticos para ubicar su acento en la discontinuidad, la transculturalidad y la multiplicidad, que aparta a estas narraciones de su concepción como objeto de estudio. De esta forma poder convertirse en perspectiva teórica y de conocimiento, que cuestione las existencias contenidas dentro de las narrativas dominantes. El giro teórico y narrativo consciente (interior-exterior, exterior-interior), produce la recuperación o re-inscripción de las particulares herencias coloniales, de sus relaciones con las distintas formas imperiales de dominación que ha experimentado el territorio latinoamericano hasta ahora excluidas del aparato teórico poscolonial vía Oriente/Occidente , en el cual -como afirma el teórico venezolano Fernando Coroniles es necesario analizar y reflexionar sobre la autoconformación de Occidente como lugar de desarrollo y modernidad, y su mutua formación transcultural con las modernidades periféricas, para así poder interpretar la historia desde los bordes de Occidente.
6.1.1 La Occidentalización
El aparato teórico poscolonial dominante debe ser desmontado, desde sus concepciones binarias del Yo y el Otro, que determinan la exterioridad de las diferencias poscoloniales desde los modelos establecidos por las lecturas y los conocimientos generados a partir de los orientalismos. Tarea que en la teoría latinoamericana aparece, debido a la necesidad de deconstruir el sistema global de la condición poscolonial y que conduce a una revisión de la forma en que se conceptúa al otro, al de la exterioridad, visto bajo la ideología de un orientalismo que “supone que vinculemos y problematicemos (…) las representaciones orientalistas de Occidente y al Occidente mismo.
Ello requiere reorientar nuestra atención hacia lo que es el occidentalismo, término con el que el Coronil define la relación implícita de Occidente y América Latina y sus representaciones sobre las colectividades humanas que se escapan del modelo binarista y de los constructos que parten de la teoría de Said.
De allí que al hacer emerger los bordes de Occidente se evidencien las génesis asimétricas del poder, la desigualdad, las conexiones históricas y culturales como atributos internos e independientes de entidades cerradas en sí mismas, que en realidad son los resultados históricos de pueblos relacionados entre sí.”
Las herencias coloniales latinoamericanas –como argumenta Coronil-, deben ser retomadas desde su particularidad, para generar de esta manera la recuperación de la idea de la Occidentalización, que se determina a partir del occidentalismo, como forma y posibilidad de existencia, de la autoproducción de las representaciones, que conlleva una movilización de las imágenes que se incluyen dentro del campo especifico de las diferencias internas del mismo Occidente y de su predominio global, en contra de la representación de la otredad dominante.
El proceso de Occidentalización es concebido en el pensamiento latinoamericano como la expresión de un espacio geocultural simultaneo que ha ampliado a Occidente, como loci de enunciación, “que posee un lugar preponderante dentro del concierto Occidental y en medio del cual manifiesta situaciones híbridas al saberse perteneciente y simultáneamente no pertenecientes a Occidente, esto ha provocado (…) una “barbarización” (canibalización) del discurso central.
Las pretensiones homogeneizadoras de los discursos centrales son criticadas en lenguajes internacionales, con lo cual es profanada su pureza originaria y relocalizado, esto es, enunciado desde y a partir de los márgenes (…) es decir desde una zona marginal del Occidente donde se cruzan diferentes tradiciones culturales” , y donde los márgenes de la misma cultura Occidental manifiestan diferencias, otredades y realidades subalternas opuestas en su mismidad constituyente.
Diferencias que actúan como voces negadas dentro de las primeras ampliaciones de Occidente, y las cuales colocan el acento en sus herencias coloniales particulares, para desde allí definir su propia narratividad inmersa dentro de una expansión cultural que se ha transformado en el devenir del tiempo, y que igualmente ha configurado una multiplicidad de relaciones y de horizontes de conocimiento.
La crítica latinoamericana contemporánea recupera su multiplicidad en medio de la relectura dialógica de una poscolonialidad que se nutre permanentemente de los discursos académicos centrales y de sus propias historias, para poseer de ambos espacios epistemológicos la conciencia del lugar teórico desde donde habla y del cual se apropia, para configurar sus cuestionamientos y sus representaciones. Estos espacios epistemológicos deben tener en cuenta el lugar de enunciación en que son articulados y el sistema cultural occidental al cual pertenecen.
De manera que, la enunciación de una condición poscolonial latinoamericana, inscrita dentro del lugar de la dialogicidad contemporánea es relocalizada en medio de una globalización teórica, que ha declarado las relaciones mutuas y cuestionado el logos central del pensamiento.
En esta dirección las narrativas y teorías latinoamericanas contemporáneas referidas a la poscolonialidad y pertenecientes a la particularidad de sus territorios, inician el (re)conocimiento y la (re)lectura de una arqueología sobre su propio pensamiento y su representación, para llegar de forma consciente a los discursos actuales que incluyen dentro de sí las discontinuidades, los descentramientos, las migraciones, los diferentes lugares de enunciación y las categorizaciones que articulan su pensamiento al espacio de los saberes múltiples, que se manifiestan dentro de las nuevas localizaciones discursivas globales, y en las que comienzan a exponerse diversos tipos de enunciaciones a partir de una particularidad que ubique a América Latina dentro de este concierto teórico globalizado, desde su condición de crítica a los legados colonialistas de la modernidad, pero vinculada a estos desde diversos horizontes interpretativos, y donde se evidencien los espacios diferenciales de una visión pluritópica que muestre la diversidad de sus narrativas y representaciones – como manifiestan los textos del teórico Walter Mignolo-.
6.2 El Posicionamiento crítico sobre la existencia de una poscolonialidad latinoamericana
El aparato discursivo latinoamericano sobre las realidades coloniales y sus formas de análisis y superación, comienza a construirse en medio de una variedad de narraciones histórico-culturales, en el mismo centro de los poderes imperiales coloniales y de sus posteriores legados. Es dentro de la concepción imperio/colonia como lugar de fuerza, de poder, de dominación, de opresión y de subalternización, donde se inicia el desarrollo de diversas narrativas que transitan desde el conocimiento de los nuevos territorios, de las nuevas formas de vida, de su colonización, y de su colocación dentro del sistema geocultural occidental.
Estos conocimientos se movilizan conjuntamente con el arribo sucesivo de diversos proyectos imperiales (hispánicos, ingleses, franceses y norteamericanos) , que se establecen dentro de los procesos continuos de dominación y de conocimiento, tanto en los campos territoriales como en los culturales, y a su vez diseñar los distintos proyectos de Occidentalización y la generación de sus contradiscursos dentro de las esferas subordinadas al poder.
Los posicionamientos narrativos que cuestionaban el poder en una primera etapa obtienen su plenitud en el siglo XIX, como espacio de independencia política, más no económica, ni cultural. Los diversos desarrollos de las enunciaciones dentro de los proyectos imperiales y de sus permanentes cuestionamientos, manifiestan internamente en las narrativas y en las herencias o legados coloniales representacionales, formas distintas de reflexión frente a ese margen de los diferentes imperios, y estas reflexiones alcanzarán hasta nuestros días nuevas dimensiones de significación en cuanto a los procesos de colonización, descolonización, y análisis de las nuevas formas imperiales globales.
Las teorías poscoloniales construidas en la actualidad a partir de las herencias y sus diálogos, encuentran su lugar de enunciación en los centros discursivos de la academia del Primer Mundo, a partir de las realidades del Imperio Británico, y estas realidades o legados coloniales son desplazados hacia otros territorios -que en el caso que nos compete es el territorio de América Latina como territorio de condición poscolonial -.
Los legados coloniales del territorio latinoamericano difieren del proyecto poscolonial central y las categorías provenientes de esté se ven forzadas y descontextualizadas, en el momento de encontrar su aplicación a la particular realidad de este territorio. Es necesario aclarar esta situación como apunta el escritor y teórico venezolano Víctor Bravo desde su cuestionamiento ¿Poscoloniales nosotros?. La teoría latinoamericana siguiendo las argumentaciones de Bravo ya ha establecido con anterioridad las “cartografías poscoloniales de América Latina”, haciendo ésta importantes aportes en la problemática de la enunciación de la subalternidad. Al tomar estas categorías centrales –advierte Bravo- debe procederse con mayor cuidado, de igual manera que al hacer la declaración de una Latinoamérica Poscolonial; ya que esto significaría un violentamiento conceptual del proceso de narración que ha llevado América Latina durante siglos.
Este cuestionamiento resalta la perentoria necesidad de realizar una arqueología de las narraciones del pensamiento latinoamericano y así poder configurar un locus enunciativo propio. En esta dirección Bravo argumenta que “el proceso de descolonización que se inicia después de la segunda guerra mundial, y que tiene en la descolonización de la India (1947) y Argelia (1963) sus momentos paradigmáticos, podría quizás permitir hablar, como lo planteara Said, de una <>, respecto a algunos países orientales; pero evidentemente en relación a América Latina hablar de una <> no se corresponde con la verdad.”
Está argumentación permite ver las diferencias de los tiempos de colonización e independencia, que determinan el surgimiento de las narrativas poscoloniales, como tiempos históricos, más no como condición contemporánea de discurso estratégico de decodificación y de posicionamiento de los espacios geoculturales en los diferentes territorios actualmente conectados por las formas transculturales de enunciación.
El problema de una Latinoamérica poscolonial surge de forma definitiva en medio de una actualidad discursiva que pretende manifestar un gran cúmulo de realidades y legados coloniales configurantes, bajo la posición de una <> global enunciada desde el Commonwealth, donde está última contempla los pasados coloniales de una forma homogeneizadora, como la conclusión de patrimonio en común a todos los territorios colonizados, sin tomar en cuenta las diferencias de los distintos procesos de dominación e independencia, de nueva dominación y dependencia de los territorios subalternos.
De manera que, las enunciaciones discursivas de la Crítica Poscolonial dominante, vía academia, con memorias descritas en inglés, han generado nuevos posicionamientos dentro de la crítica latinoamericana contemporánea, a través de la constitución de una situación global, que se encuentra determinada por una práctica que busca la necesaria articulación entre el territorio latinoamericano, la región de su estudio y la región de enunciación -como escribe el teórico chileno Alberto Moreiras con respecto a los latinoamericanismos contemporáneos.
Estos últimos se suscriben dentro de dos espacios de conocimiento determinantes, por una lado concebir a la poscolonialidad como etapa histórica aparentemente ya concluida, luego de los procesos de liberación y de construcción del territorio latinoamericano como representación en sí misma y por otro como un fenómeno discursivo estratégico, en el que se realiza una deconstrucción bilateral de los centros y sus periferias, del hegemónico y el subalterno, para poder narrar las dependencias y las contaminaciones mutuas entre ambas categorías.
La visión de una condición poscolonial deconstructiva y contaminante pone su acento en la revisión y revitalización de las herencias coloniales, y de su particular lugar de enunciación, en medio de una práctica como escribe Mignolo que sugiere la discontinuidad entre la configuración del objeto de estudio y la posición poscolonial de la teoría. Pues la importancia de este posicionamiento radica –continuando con la teoría de Mignolo- en la referencialidad de los loci de enunciación y no en su condición histórica.
Este tipo de posicionamiento, de una enunciación particular, desde una localidad, deviene en la búsqueda consciente de las sensibilidades diversas, ubicadas en territorios definidos por limites porosos, y que hacen posible como argumenta Mignolo un surgimiento teórico acorde a la realidad latinoamericana y a la reflexión sobre una “Razón Poscolonial” , concebida como un grupo de prácticas teóricas diversas, que se manifiestan a raíz de las herencias coloniales, en la intersección de la historia moderna europea y las historias contramodernas coloniales, y generan un pensamiento híbrido, no excluyente, que debe manifestar el inicio y la diferencia de las localizaciones de las distintas historias.
En este sentido “la razón poscolonial presenta lo contramoderno como un lugar de disputa desde el primer momento de la expansión de Occidental (…), haciendo posible cuestionar el espacio intelectual de la modernidad y la inscripción del orden mundial en el cual (…) el Yo y el Otro, el Civilizado y el Bárbaro, fueron inscritos como entidades naturales” .
Está inscripción diferencial produjo la separación y la dominación, el cruce y la disputa, la relativización de las entidades civilizadas del yo y el natural del otro, en la expansión de Occidente, y que ha generado posicionamientos críticos dentro de la teoría latinoamericana contemporánea y sus herencias, dentro de estudio y el análisis de las transformaciones profundas de sus culturas, las cuales se han originado desde los primeros espacios de colonización. La consecuencia de esta particularidad colonial que inicia la realidad latinoamericana, se manifiesta permanentemente en la preocupación sobre el enunciado de una “Latinoamérica poscolonial”, localizada en la actualidad por medio de las teorías centrales y la cual parece ser el resultado como escribe Mignolo “del hecho que el concepto de poscolonialidad se ha convertido en un importante tema de discusión en los círculos académicos de las mismas colonias de asentamiento que se elevaron a un nivel de poder mundial” y en los cuales la referencia a una condición poscolonial parece no ser aceptada por encontrarse está ligada a problemas que atañen al Tercer Mundo como productores de cultura, como objetos de estudio, y no a los espacios centrales de enunciación teórica, que funcionan como centros de discusión y de formulación intelectual.
Desde esta perspectiva, la discusión sobre las posiciones poscoloniales se mantiene como medio de análisis en los centros emisores de teorías, los cuales se ocupan de los discursos marginales, de las historias contramodernas, que encuentran como el teórico Alberto Moreiras argumenta la conciencia representacional de una “Latinoamérica poscolonial”, la cual se refiere a un objeto de estudio dentro de la dialogicidad contemporánea, que se halla inscrita en medio de las condiciones globales, de los imaginarios del inmigrante, del latinoamericanismo cómo estudio de área, de las culturas de frontera, informado de la situación global como espacio descentrado e híbrido.
Las condiciones globales actuales exteriorizan en esta dirección la experiencia de una contrapolítica de posición, que se muestra en una serie de prácticas que se encontraban inscritas dentro de las enunciaciones diferenciales del espacio metropolitano, ya que -como escribe el mismo autor, “una realidad poscolonial en Latinoamérica se autoconcibe como una práctica epistémica orientada a la articulación y/o producibilidad de contraimágenes latinoamericanistas, respecto a las imágenes o representaciones históricamente constituidas” .
Las posiciones de está contrapolítica representacional con respecto a las enunciaciones construidas históricamente se perciben, en el establecimiento de la reubicación del pensamiento latinoamericano, desde el lugar del conocimiento que se apropia de sus herencias y legados coloniales, como expresión legitima en la contemporaneidad.
Estas ideas plantean como escribe el teórico uruguayo Hugo Achúgar, la construcción de un lugar desde donde se lee y donde las políticas de conocimiento poscoloniales o agendas teóricas que postulan las construcciones de América Latina, no atienden a sus respectivas especificidades históricas y culturales, pues la asimilan a la experiencia histórica de lo acontecido con los países que integraron el imperio británico y que formaron parte del Commonwealth. En este sentido Achúgar plantea un posicionamiento epistemológico que produzca la construcción de América Latina, dentro del marco de los saberes poscoloniales globalizados.
Pues está construcción debe apuntar a las relocalizaciones de los lugares de enunciación, que no deben estar determinados por las naciones o por la celebración de los espacios de frontera. La relocalización debería dirigirse a la reinscripción de los pasados coloniales y de sus particularidades narrativas.
El pasado colonial escribe el autor “ha estado en la reflexión latinoamericana desde hace mucho tiempo y no es un producto del presente. Por lo mismo, lo que no parece tenerse en cuenta en los llamados estudio poscoloniales del Commonwealth teórico, es que la reflexión o la construcción de América Latina, como toda construcción, supone, además del lugar desde donde se habla, el lugar desde donde se lee.
Y precisamente, el lugar desde donde se lee América Latina parece ser, en el caso de gran parte de los estudios poscoloniales, el de la experiencia histórica del Commonwealth, por un lado y por otro, (…) el de la agenda de la academia norteamericana que ésta localizada en la historia de su propia sociedad civil” , a partir de las distintas agendas que desarrollan las minorías en este territorio y las cuales difieren como manifiesta Achugar de las agendas latinoamericanas.
En este contexto de saberes, de agendas homogeneizadoras y traspoladas a distintos territorios geoculturales de la academia latinoamericana y sus epistemologías, se relocalizan en medio de una arqueología que enuncie la construcción de América Latina desde su lugar propio de lectura y de narratividad, para construir una crítica pertinente que se aleje de los equívocos que la reducen como epítome de lo poscolonial o de lo subalterno, pues ha de tenerse en cuenta lo que significan las diversas representaciones de Latinoamérica como manifiesta Achugar, “ya que Latinoamérica funciona como categoría de conocimiento, por lo menos desde hace más de un siglo, y que tanto la revisión como la crítica de dicha noción ha sido y es constante.”
Esta permanencia como objeto de conocimiento en la actualidad aparece dentro de otro esquema de estudio, donde los tipos de discursos y sus construcciones emergen desde el ámbito de su marginalidad contramoderna, para ubicarse en el centro de la heterogeneidad discursiva contemporánea, a partir de su participación como sujeto histórico activo íntimamente ligado al Occidente, y el cual ha sido creado desde el poder del conocimiento.
6.2.1 La propuesta arqueológica desde la teoría latinoamericana
La construcción de Latinoamérica como objeto de estudio o de lugar desde donde se lee, permite la realización de una arqueología de su pensamiento y de sus modos de representación, ligados a la estructura del conocimiento, dentro de la ampliación de Occidente como cultura instrumental y articuladora del mundo contemporáneo como plantea el teórico del arte Gerardo Mosquera.
La realización de una arqueología o genealogía –como propone el teórico Walter Mignolo- puede mostrarnos el lugar de comprensión desde donde se habla, pues es en esta dirección que podrá observarse al territorio latinoamericano y a sus representaciones como campo de acción y donde el poder del conocimiento estableció el proceso de elaboración simbólica de un territorio, en el cual se ubicaron y se ubican los distintos sujetos que generaron la construcción de un proyecto narrativo, en función de sus particulares memorias y herencias coloniales, las cuales se encuentran inscritas dentro del pensamiento occidental.
El pasado colonial de América Latina, ha estado presente en la reflexión de múltiples pensadores y teóricos que trataron de analizar las consecuencias de una unidad idiomática, de la representación de los salvajes y los primitivos, dentro de la conciencia occidental dominante y de la constitución del Nuevo Mundo, como espacio preponderante dentro de la intención colonizadora, íntimamente ligado a los proyectos imperiales que moldearon a estos territorios, en medio de la configuración de lo que se denominará el Hemisferio Occidental.
Esta configuración se inicia desde la trayectoria de la creación de las Indias Occidentales, en una primera etapa de expansión imperial/colonial, y que hace de estos territorios una enunciación significativamente distinta a las condiciones poscoloniales dominantes que se refieran a los orientalismos.
El proceso de colonización funciona como anexión territorial en su inicio y luego como formulación cultural, estas dos formas de expansión de la cultura occidental generaron el sentido de la narrativa de la Occidentalización como escribe Walter Mignolo la cual fundó los grandes relatos americanos, con los que se legitimó la anexión territorial, la conversión de los indios, el proceso de la diáspora africana y la presencia del Imperio como ente civilizador y único, al cual se anexa la diferencia, y aparta la concepción de un opuesto irreductible.
Los relatos y las representaciones forjados por estos procesos de anexión del nuevo territorio, y la posterior hibridización de las diferentes culturas, se encuentran dentro de las transformaciones de la colonización como justificantes de la dominación y subalternización de un espacio no civilizado en medio de un primer occidentalismo.
a) Primer Occidentalismo
La primera narración referida a la concepción de lo occidental, se construye como lugar de enunciación a partir de los variables diseños imperiales y en los cuales se articulan los diferentes movimientos de las relaciones coloniales, junto con la consecución de un nuevo orden mundial para el momento, y donde se produce el “cruce y la superposición de poderes imperiales concibiéndose no tanto en términos de colonización si no de Occidentalización(…)
El hecho de que esta palabra sea clave para el estudio de América Latina se debe a los legados del discurso imperial mismo, para el cual las posesiones ultramarinas de Castilla y Portugal se caracterizaban como “Indias Occidentales” . Los relatos que describen la anexión de esta nueva realidad,
traerán consigo otras formas de conocimiento, de migraciones y desarraigos, junto con las primeras transnacionalizaciones económicas, sociales y culturales, que delimitarán las trayectorias históricas de un territorio, que será concebido conflictivamente dentro de las relaciones de la mismidad occidental, de su centralidad y de su propia otredad.
La situación colonial narrativa de este primer espacio de conocimiento sobre el otro continente, se desarrollan en el interior de un contexto en movimiento, en el cual las formas de conocimiento funcionan como medio de dominación en los recién fundados territorios.
Los relatos que Mignolo ha apuntado como primeros o iniciales, aparecen en un primer momento de Occidentalización narrativa, el cual se divide en principio en dos espacios enunciativos, que abarcarán desde la colonia hasta el siglo XIX, y uno tercero que será el espacio narrativo contemporáneo, y que en dichos espacios es importante distinguir la sensibilidad local, la construcción del Occidente en sí mismo y la problemática de una entidad geocultural discreta denominada Latinoamérica; la cual se fue configurando conflictivamente dentro del mismo proceso de Occidentalización, y de los distintos cruces imperiales que formulaban la disposición del mundo moderno.
Espacio último que fue construido en medio de una ampliación de los agentes, que contribuyeron a formar las relaciones mutuas de Europa y sus colonias –como apunta Fernando Coronil-. Ya que una narrativa de la historia construida “en términos de oposición entre la Europa moderna que ha triunfado por su propio esfuerzo, y una periferia sumida en medio de su atrasada cultura, no permite ver el papel de la naturaleza (neo)colonial y el trabajo de la mutua formación transcultural de las modernidades metropolitanas y subalternas” .
Es necesario establecer en estas narraciones el conocimiento de un cambio de perspectiva, que muestre la posibilidad de las agencias que evidencian las dinámicas complejas, y que descentran las relaciones de imperio/colonia, en medio de un primer momento enunciativo de la colonización y de los procesos de Occidentalización.
a.1) Las narrativas coloniales
Los primeros discursos sobre Occidentalización del territorio latinoamericano se encuentran delimitados dentro de la experiencia colonial. Experiencia en la cual se conforma el macro-relato imperial como justificante de la expansión, de la cristianización y de la unidad idiomática, que traerá como consecuencia una diversidad de representaciones sobre el territorio.
Estas formas de conocimiento y sujeción se encuentran determinadas por la visión de un sujeto central, civilizado que se autoproclama como modelo a seguir, y que observa la realidad del espacio “descubierto” bajo los parámetros de civilización establecidos por el Occidente, al cual deben anexionarse los otros, en la incorporación del otro en el sí mismo, sin tener en cuenta las colaboraciones que realizaron las comunidades no occidentales a los procesos de modernidad que se desarrollaban en estos primeros momentos de expansión.
Este primer momento narrativo genera la enunciación colonial que teje a los diversos proyectos imperiales, pero al mismo tiempo fundan el espacio de los legados coloniales, que determinaran las diferencias con respecto a otros procesos de dominación. De allí que se proceda a una reubicación de los discursos donde la palabra y el conocimiento, realizan la invención del nuevo territorio, el cual desde su inicio muestra los “dispositivos del saber/poder a partir de los cuales las representaciones son construidas(…) el problema del “otro” debe ser teóricamente abordado desde la perspectiva del proceso de producción material y simbólica en el que se vieron involucradas las sociedades occidentales a partir del siglo XVI”
En este sentido sirven de ejemplo los discursos y narraciones de un primer espacio imperial en el que se manifiesta la colonización propiamente dicha, y sus implicaciones en el conocimiento. Estas narraciones fueron llevadas por medio de los dispositivos del saber/poder por autores que construirán la invención del nuevo territorio. De manera que la arqueología propuesta por el teórico Walter Mignolo acude a la deconstrucción de una serie de textos que configuraron la construcción simbólica de la historia, como creación de una realidad especular entre el Occidente y el Nuevo Mundo.
De allí que, esta arqueología se base en autores que producen narrativas que legitiman la presencia del Imperio como ente civilizador. Sirven de ejemplo de esta anexión por el medio del dispositivo saber/poder como argumenta Mignolo los relatos de: “Bartolomé de las Casas, con sus textos Historia de las Indias (alrededor de 1545), Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1542) y Apologética Historia Sumaria (1555), Juan López de Velazco, Geografía y descripción Universal de las Indias (1571-74) y José de Acosta, Historia Natural y Moral de las Indias (1590.)
Las características de estos discursos continúan hasta finales del siglo XVIII donde nos encontramos- con el Diccionario Geográfico de las Indias Occidentales de Antonio Alcedo y Herrera, y posteriormente Juan Bautista Muñoz escribe Historia del Nuevo Mundo (1793), en la cual ya se anuncia el comienzo de la quiebra y el fin de un occidentalismo en su primera etapa, pues se inicia la anexión a la denominación que fue introducida por los nuevos imperio emergentes, constructores de nuevos relatos en torno a la noción de América y el Nuevo Mundo.” Estos relatos construyen lo que se ha denominado la “Invención de América” – según las argumentaciones del teórico mexicano Edmundo O’Gorman-.
Está invención surge en medio de un horizonte histórico-cultural que coloco a Europa en la centralidad de la civilización y en la cual como apunta Fernando Coronil participan las diferentes concepciones que se tenían del mundo y en las que se componen las similitudes, a través de relaciones asimétricas de conocimiento y poder, dividiendo las relaciones imperio/colonia en unidades aisladas, estructuradas en posiciones binarias, que oscurecen las relaciones de mutua constitución de Europa y sus colonias, y del Occidente y sus poscolonias. Estas concepciones advierte Coronil “ocultan la violencia del colonialismo y del imperialismo detrás del embellecedor manto de misiones civilizatorias y planes de modernización”
Los relatos siguientes a esta primera etapa colonial y de Occidentalización muestran el cambio de las posiciones imperiales y de los centros de poder, ya que entrado el siglo XVIII se produce la mudanza del poder o el pliegue hacia los imperios emergentes, (Inglaterra y Francia) pues es en este tiempo que comienza a desarrollarse la noción de América Latina, la cual tendrá su configuración definitiva en el siglo XIX, causando por ende nuevas formas de representación, aparentemente ya no atadas al dominio del Imperio Hispánico y las posesiones territoriales, sino que la construcción de las representaciones se originaran en la unidades culturales y en la delimitación definitiva del territorio.
b) Segundo occidentalismo: Las narrativas de los imperios emergentes
Las narrativas posteriores a las coloniales hispánicas, permiten la observación de las figuras intermedias del poder y del conocimiento, al igual que las del primer occidentalismo, pues es el observador dominante, basado en sí mismo, quien de nuevo construye las narrativas sobre el otro espacio, desde una visión de territorios cerrados, localizados y que fija como argumenta Mignolo a las distintas culturas a territorios que se ubican “atrás en el tiempo de la ascendente historia universal de la cual la cultura europea (también fija un territorio) era el punto de llegada y de guía para el futuro” .
Esta ubicación es la que determina las formas de enunciación y de representación ligadas a la cultura. Es en este contexto donde las relaciones se desplazan de un discurso de anexión a la formación de los estados nacionales y a la distinción definitiva de América Latina y de América Sajona – como argumenta Mignolo-. Sin embargo la observación unidireccional de la epísteme moderna, manifiesta formas universales de conocimiento, que constituyen a Europa como el patrón definitivo a seguir en los diversos campos del conocimiento.
Es en el interior de estos mismos campos donde se generan toda una serie de observaciones en una sola dirección, que se camufla bajo el denominativo de universalidad, de objetividad y de verdad.
Este espacio de observación universal se determina como el contexto en el que comienza a movilizarse un supuesto marco poscolonial de las Américas, si este es tomado en cuenta sólo como etapa histórica y no como estrategia discursiva. Es en este marco enunciativo donde se produce –como argumenta Mignolo- un segundo momento narrativo, ya que se inicia el desplazamiento de la hegemonía del occidentalismo de España hacia Inglaterra, Francia y Alemania.
De allí que se instruyan nuevos macro-relatos, que ubican a la naciente América en el concierto planetario, y en la implementación definitiva del Occidentalismo como lugar cultural, como espacio de representación, que arma como escribe Gerardo Mosquera el sistema de instituciones, lenguajes y procedimientos que articularán el orden global (…) en un mundo organizado “a la occidental” por el colonialismo, en beneficio de los centros de poder económico. La Occidentalización en este sentido va construyéndose de acuerdo con las nuevas y más complejas exigencias y condicionamientos de sus propios procesos (…) y donde la cultura occidental actúa como elemento instrumental, construyéndose de forma múltiple dentro de los distintos estratos hegemónicos y subalternos de Occidente” .
La condición de América Latina dentro de este contexto de Occidentalización progresiva debe ser explicada en sus niveles socio-históricos, culturales y discursivos,–como argumenta Néstor García Canclini- como parte de la modernidad y de la posición subalterna que se asume en el continente, dentro de las desigualdades del mundo moderno, en el cual las Américas pasan a constituir los sueños de la fascinación distante, en medio de una ampliación de la historia, que recorre al Nuevo Mundo de “forma objetivadora, a veces estetizante, que asumió sus objetivos políticoeconómico capitalistas en forma explícita cuando llegaron los británicos. La naturaleza dejó de ser vista como espacio de conocimiento y de contemplación; importaba ahora como proveedora de materias primas, y su estado primario fue visto como consecuencia de una falta de espíritu emprendedor de los nativos, “que legitimaba el intervencionismo europeo”” .
La nueva formación discursiva de los imperios emergentes, deja de lado las contaminaciones mutuas de ambos territorios, las cuales son un componente importante en el desarrollo de la visión moderna del territorio europeo como patrón de la humanidad, al verse en contraposición a una variedad de culturas, que fueron concebidas y analizadas a través de una formación múltiple de conocimientos sobre los territorios a los que se accedía bajo consideraciones culturales y políticas, y no como dominación territorial colonial.
De manera que, la cultura occidental en este segundo occidentalismo despliega una serie de aparatos teóricos que colocan a los dominios americanos dentro de otras posiciones de conocimiento, en medio de los relatos constituidos en el siglo XVIII. En dichos relatos o narraciones se ubica de forma definitiva a los nuevos americanos en el concierto planetario de la historia y de la naturaleza. De esta formulación del dispositivo saber/poder como espacio de ubicación, surgen tres importantes narraciones sobre el territorio latinoamericano.
Las dos primeras se manifiestan según las argumentaciones del teórico Anthony Padgen desde dos puntos determinantes, el primero se fija a partir de la “conversión de los ‘salvajes’ y ‘caníbales’ alejados en el espacio de las Indias Occidentales a ‘primitivos’ alejados en el tiempo” . Esta primera visión cumple –según las argumentaciones de Padgen- con el paradigma de la modernidad en el cual el planeta y la historia universal se piensan con relación a un progreso temporal de la humanidad de lo primitivo a lo civilizado. Este relato encontró su momento de cierre para el autor después de 1950, con los sucesivos movimientos de descolonización.
El segundo punto de anclaje de estas narrativas se encuentra en las formas en que se repiensa al Nuevo Mundo desde las investigaciones científicas impulsadas –como escribe el autor- por la revolución industrial hacia finales del mismo siglo y comienzos del XIX. Este relato incluye a las Américas dentro de otra cara de la modernidad, en la que se piensa en torno de la investigación científica, la cual es inaugurada por los estudios de Humboltd en su texto “Cosmos: Sketch of a physical description of the universo”, entre 1846-58. Estas narraciones pensadas en la investigación científica tienen vigencia en la construcción europea de su propia identidad” .
De manera paralela a estas ubicaciones en la historia y en la ciencia, surge un tercer relato en el siglo XIX, y es la ubicación del territorio como entidad geocultural inscrita dentro de los mapas del orbe, como entidad nacional y con características definidas y de donde surge de forma definitiva la conceptualización de América Latina, como espacio de delimitación del territorio, donde se manifiestan sus nuevas dependencias, sus localismos y sus espacios transculturales, en la construcción de las naciones y de los discursos antioccidentales que finalizaran con las campañas independentistas. El concepto de América Latina se construye en medio de las narrativas de los imperios emergentes, donde éste es decidido dentro de las políticas francesas del siglo XIX, como una nueva forma de dominación.
La conceptualización del territorio de forma homogénea atrapa dentro de sí la diversidad del territorio, para colocar una estructura reduccionista, homogénea, sobre una realidad múltiple, que es aplicada “por medio de la política exterior francesa, para abarcar tanto las tierras que habían sido colonias españolas como portuguesas, desde el Río Grande en Norteamérica hasta el Cabo de Hornos, y el Caribe tanto franco como hispano parlante”
Los relatos junto con los enunciados desde el primer momento de Occidentalización manifiestan como escribe Mignolo una vigencia en la actualidad, pues la identidad del sujeto central aparentemente fragmentada continua dependiendo de su relación con esos otros colonizados ahora declarados poscoloniales.
Estas relaciones en la actualidad son revisadas y reinscritas en el pensamiento y la reflexión contemporánea, junto con sus consecuencias representacionales, ya que la mirada y localización latinoamericana ha sido ubicada dentro de la atención de los proyectos poscoloniales globales, en los que se espera que la particularidad poscolonial de América Latina se ha reelaborada y rescrita por medio de lo que representan sus memorias y no sólo como un objeto de estudio, que participa como reflexión acrítica dentro de los Estudios de Área o subalternistas, en los cuales -como argumenta el teórico colombiano Santiago Castro-Gómez-“la desterritorialización de los conocimientos y las representaciones en pro de un conocimiento centralizado que continua reproduciendo la discursividad moderna, vinculada a la reproducción de imágenes establecidas sobre América Latina y las cuales son administradas desde la racionalidad burocrática de las universidades, instituciones culturales y centros de ayuda al desarrollo” .
De manera que, las imágenes y representaciones contemporáneas deben ser
ubicadas desde un giro crítico de nuestras narrativas y políticas de representación, ya que en el siglo XIX, los conocimientos sobre y desde el territorio latinoamericano – según las argumentaciones de Castro-Gómez- se ubican de en los proyectos neocolonialistas del estado-nación animados por una lógica disciplinaria que subalternizó a una serie de sujetos diversos, y que eran conducidos a los campos hegemónicos del conocimiento por medio de saberes excluyentes, y los cuales poseen la autoridad de la representación.
Estos sujetos diversos son ubicados dentro de los lugares de la enunciación poscolonial contemporánea, espacio en el cual deben desarrollar sus agendas teóricas, pero estas agendas deben desplegar un conocimiento critico de su escenario dentro de los campos de la representación, para de esta forma poder mostrar la diversidad de situaciones que diseñaron el paisaje múltiple de un sitio específico de enunciación.
De aquí que, los pasados coloniales latinoamericanos sean revisados desde las posibilidades de la transculturalidad contemporánea que es entendida –como escribe el teórico Alfonso de Toro- como “la actividad que permite ocuparse de diferentes objetos culturales que no son reducibles a una identidad originaria y autentica, si no que se atribuye a los legados que han sido dejados en los recorridos de las formas coloniales y que se relacionan directamente con la configuración discursiva de una otredad que nace dentro del mismo territorio occidental” .
Es dentro de una arqueología del pensamiento transcultural del territorio donde se encuentran las primeras enunciaciones que visualizan a América Latina como parte de Occidente, y que estas relaciones no deben ser vistas bajo las consideraciones duales de Oriente opuesto a Occidente. Si no que la conceptualización de América Latina y su diferenciación se encuentra centrada en el cruce y superposición de modelos imperiales que son concebidos como fuertes procesos de Occidentalización, dentro del territorio latinoamericano, y donde este proceso ha funcionado como forma de anexión de las diferencias y de no de un opuesto irreductible, como lo es la representación del Oriente.
El territorio latinoamericano en la actualidad continúa inmerso en un largo proceso de asociación, concebido ahora como globalización y el cual se inicio con el nombre de las “Indias Occidentales para anexar las diferencias a una realidad territorial que se expandía y que se une a un nuevo Estado, y es el nombre que se mantiene en todo el discurso legal del Imperio hasta su caída. ‘Nuevo Mundo’ y ‘América’ comienzan a articularse más tarde, como discurso de la cultura, más no como discurso de Estado” , y de esta manera genera nuevos tejidos sociales y culturales donde como admite el teórico de literatura latinoamericana Jean Franco las contradicciones se hacen inefectivas y muestran al mismo tiempo las consecuencias de una larga tradición de fracasos de los proyectos modernizadores, necesitando por lo tanto un nuevo imaginario para la cultura, en la cual emerjan los sujetos subalternizados de ese afuera de las narrativas.
c) Las representaciones del otro y el sí mismo en las narrativas de América Latina.
Los procesos narrativos tanto locales como globales generan una serie de imágenes culturales sobre las formas de representación de América Latina, como margen de Occidente en medio de homogeneidad reduccionista como argumenta la teórica de arte puertorriqueña Mari Carmen Ramírez. Las representaciones del territorio son vistas desde “una decimonónica “búsqueda del buen salvaje” así como de la sofocante camisa-de-fuerza que impuso como ensoñación preontológica, el éxito fácil del legado surrealista. Ambos esbozos fueron concebidos en su momento histórico, como paliativos justificadores de las constantes crisis del imaginario europeo.
No obstante, estas falacias han perdurado (…) y son responsables de haber instaurado una metanarrativa deformada del arte y la cultura latinoamericana. Dicha narrativa se caracteriza por una visión esencialista, anclada en visiones del progreso y de las formas identitarias” , procedentes de las narrativas decimonónicas y de las contradicciones de las tensiones globalizantes, ubicadas bajo el rótulo de lo poscolonial, al cual se unen otras formas de conocimiento que mantienen las visiones de lo inacabado, de lo inconmensurable, que conservan las representaciones esquematizadas del territorio como espacio de diferencia y de maniqueísmos dicotómicos.
En estos espacios se mantiene la idea de las construcciones culturales como entes autónomos del sí mismo y el otro, donde dichas formas de ubicación de los lugares geoculturales, conducen a lo latinoamericano al lugar de la excentricidad, del afuera, que –como argumenta García Canclini- reinstalan las oposiciones entre norte y sur, Europa y América, o las hacen coexistir en espacios plurales de representación.
La conservación de estas figuras o imágenes de otredad y centralidad, de civilización y de barbarie, de progreso a alcanzar, se configuran a partir de los discursos que atañen a “las formulaciones geohistóricas y geoculturales tal como han sido construidas por los diversos diseños imperiales, no sólo hacia las áreas colonizadas sino también en la relación conflictiva con otros imperios(…) Pensar en la organicidad entre lengua, cultura y territorio, sería sólo posible dentro de la epistemología colonial/moderna, que separo el espacio del tiempo, fijó las culturas a territorios y las localizó atrás en el tiempo de la ascendente historia universal” , donde estas posiciones dejan fuera del territorio del conocimiento, el sentido del margen como espacio de producción de sentido, y a su vez estas mismas posiciones colocan en evidencia como ambas partes, el centro y el margen se seducen, y ejercen la sospecha sobre sus ubicaciones, ahora desplazadas desde la historia universal y la epistemología modernidad/colonia hacia las historias locales y la globalización, como espacio de transito de las significaciones.
Este último espacio constituye un afuera de la mismidad occidental, como una entidad autónoma en construcción permanente, y en la cual se formulan las imágenes sobre Latinoamérica, tanto en la cultura, como en las artes. Las representaciones elaboradas en estos campos de significación se encuentran persistentemente inmersas dentro de los procesos de anexión a la metacultura occidental, y donde queda situada de nuevo hacia los márgenes de la otredad de una mismidad occidental, donde -como escribe Néstor García Canclini “Es cierto que con frecuencia las narrativas actuales conciben la relación del norte con el sur de modo semejante a como la literatura de viajes constituyó la relación entre Europa y América: a partir de la mirada de un sujeto blanco “inocente” e imperial que recorre el nuevo continente como una ampliación de la historia natural, para recolectar ejemplares insólitos, construir colecciones y denominar especies desconocidas.”
Esta situación que pareciera superada en los tiempos de la globalización y de la exaltación de las localidades, persiste dentro de las clasificaciones de la cultura contemporánea, en la cual el arte latinoamericano de todos sus tiempos se encuentra en el tránsito permanente de profundas revisiones, que ponen en evidencia a las narrativas esencialistas, dentro de la autodefinición del territorio desde las asimetrías del poder, que dotan de significación a estas prácticas, y que aparecen como argumenta Mignolo ante la simultaneidad espacial de las historias locales, como lugar de la historia mundial.
De manera que, las representaciones artísticas y culturales latinoamericanas convertidas ahora en espacios locales, se encuentran ancladas en medio de distintos procesos de transculturación que le pertenecen como espacio híbrido, los cuales han minado las narrativas de las asimetrías del poder de enunciación, por medio de la búsqueda de una ruptura de las formas colonizadas, que conduce a una lectura productora de imágenes alternativas. Las asimetrías enunciativas deben ser deconstruidas para visualizar las profundas contradicciones, que se manifiestan en el mundo contemporáneo, en cuanto a la transnacionalización de la cultura como espacio de integración y de marginación.
Es en esta dirección que el teórico de arte argentino Jorge Glusberg manifiesta que el proceso de transnacionalización y transculturación cultural se genera dentro de los espacios de enunciación de una mismidad y una otredad occidental, que constantemente se ha marginado y automarginado, dando como resultado un largo trazo de incorporaciones e integraciones dentro de una zona geocultural cohesionada mediante la absorción de la multiplicidad cultural que se ubicó en el territorio.
La multiplicidad resultante manifiesta las marginaciones e incorporaciones que han estado siempre presentes en el recorrido del arte latinoamericano, ya que éste último en los quinientos años de recorrido colonial y poscolonial ha experimentado alejamientos e integraciones paralelas dentro de los espacios metropolitanos de enunciación y de representación.
El alejamiento y acercamiento de las artes, ha configurado las relaciones de unidad y de diferencias que enuncian una interculturalidad, atada a las visiones unívocas de la historia, y de igual forma en lo eminentemente cultural, pues al admitir que existen diversas culturas significa el fin de un monopolio cultural. La interculturalidad de unidad y diferencias de América Latina debe ser concebida genealógicamente por medio de tres transcursos, que serían –según Glusberg-: “1) Acabada ya la etapa del descubrimiento de 1492, se inicia el proyecto de colonización de las Américas y se abandona el proyecto de llegar al Oriente por rutas alternativas.
2) España y Portugal hincan posteriormente el proceso de aculturación y occidentalización en cuanto a lenguas e instituciones, el cual fue logrado parcialmente pues se inició el proceso de contaminación de los etnos originales con los provenientes de otros territorios, a los Glusberg denomina el resultado de la amalgama cultural y étnica. 3) Finalmente el proceso propiamente cultural, que da inicio a los pensamientos y narraciones propias del Nuevo Mundo, a una identidad nueva, la cual no volvería a repetirse y que ha de ser vista dentro de los transcursos de la marginación y de la integración permanente con el Occidente generador de la unidad y de la diversidad de un territorio que determino una diferencia profunda con los proyectos colonizadores que se sucedieron posteriormente al español y portugués”.
Los elementos localizados por Glusberg, evidencian una dimensión de enunciación cultural, y es dentro de los espacios de descubrimiento, de mezcla y de cultura donde se inician las posturas epistemológicas que se desprenderán de las narrativas del siglo XIX, para encontrar una significación al representarse desde el pensamiento latinoamericano, desde el lugar donde se habla, desde su propia genealogía, a través de los recorridos conceptuales de la colonización iniciada por el Imperio Español, ya que es éste proyecto colonizador, es el que determina en gran parte del perfil cultural y estético de los primeros tiempos de occidentalización.
Posteriormente la adhesión a nuevos imperios, las olas migracionales de europeos hacia las Américas a finales del siglo XIX y comienzos del XX, irán cambiando el perfil determinado por la colonización territorial, hacia un espacio de colonización cultural y finalmente hacia el desarrollismo norteamericano.
Latinoamérica se adaptará a nuevos procesos diaspóricos, a nuevas formas neocoloniales, a nuevas marginaciones e incorporaciones que aparecerán en el caso de las artes en el transcurso del siglo XX. Es en esta dirección que teóricos como Walter Mignolo manifiestan que la categorización discursiva marcada por los procesos de colonización, se encuentra determinada por una fuerte aculturación de las etnias originales del continente, junto con la implantación de las diásporas africanas y la presencia del español, para consolidar un fuerte proceso de occidentalización, y que tiene su locus enunciativo en los trayectos coloniales y en sus legados dentro de la América Latina.
De manera que el pensamiento latinoamericano comienza a articularse a partir de este denso proceso de dominación y colonización que se adecuaba a los cambios de los órdenes mundiales, y dentro de los cuales manifestaba un complejo número de reflexiones y formulaciones teóricas que parten desde los movimientos de las relaciones coloniales.
Las relaciones coloniales en sus diversos transcursos apuntan a un conocimiento discursivo que ha incluido a América Latina en las formas narrativas del Occidente, dentro de la categorización del hemisferio occidental, a través de su propio imaginario, dando como resultado un cambio radical en las imágenes de las diferencias del mundo colonial, pues estas se determinan como el modo de reconocimiento que “construye simbólicamente la definición de sí misma, de una comunidad imperial, racial, nacional, sexual. Esta construcción de imaginario se define y forma una estructura de diferenciación con lo simbólico y lo real.
“Partiendo de esta idea el imaginario colonial español y portugués construyen su imperio a partir de un sentido geo-político, en el que fundan su sistema moderno/colonial, pues la imagen que tenemos hoy de este proceso dentro de la civilización occidental, es la de un largo proceso de construcción de su propio imaginario, como el de su misma exterioridad” .
Las construcciones imaginales desarrollan diversas estructuras de poder y de marginación dentro de la concepción de modernidad/colonia, como un proceso de cimentación interior que se produce en la anexión de territorios, que se enuncian dentro del mismo imaginario occidental, ya que como apunta Mignolo al denominar al territorio como las ““Indias Occidentales” hasta “América Latina” (es decir, desde el momento de predominio del colonialismo hispánico hasta el momento de predominio del colonialismo francés), “occidentalización” y “occidentalismo” fueron los términos claves (como lo fue “colonialismo” para referirse al momento de predominio del imperio británico).”
El espacio de enunciación del imaginario occidental produce la anexión de los nuevos territorios, el origen de nuevas formas del conocimiento y de las representaciones; donde los procesos coloniales se convierten en una cuestión geopolítica, que se gesta dentro de los primeros propósitos de occidentalización, de monolingüismo de la otredad, acompañado por la idea de un orden que se encontraba dentro de la modernidad, que se origina con la expansión de Occidente como ente rector. La función de la colonización se articula en la reorganización de una cartografía mundial a partir de los modelos occidentales de la memoria, del conocimiento y del lenguaje.
La consolidación de este proceso condujo al establecimiento definitivo de los Estados-Nación y de una nueva situación dentro del imaginario occidental, que no sólo creó una reorganización dentro de las Indias Occidentales como territorio físico, sino que originó nuevos sujetos de conocimiento que funcionaran como estrategias de subalternización. Dichas estrategias estaban dirigidas a la disolución del Otro en el mismo, a la creación del otro no desprendido del mismo, como medio de afirmación del proyecto colonial de expansión de Occidente, del capitalismo y de la modernidad.
Este presupuesto de afirmación occidental de la disolución del otro y de su no desprendimiento, es deconstruido desde la posición crítica de teóricos latinoamericanos -como el historiador y antropólogo venezolano Fernando Coronil quien argumenta que la primera expansión llevada a cabo por el Imperio Español genera una combinación de crecimiento de muto de la modernidad de Europa y sus colonias, donde debe hacerse evidente el cruce y la simultaneidad de las diferentes tradiciones culturales, que generaron espacios fronterizos e híbridos, marginados o subalternizados por las narrativas mayores.
Los campos de crecimiento mutuo, de marginalización o de incorporación, marcan a las Indias Occidentales como el ser de la otredad dentro del interior del discurso Occidental del sujeto único; pues como argumenta Coronil “es necesario establecer la salida de las capas sumergidas de un palimpsesto, recuperar la historia traerá a la superficie las cicatrices del pasado, escondidas por el maquillaje de las historias siguientes, y hará más visible también las heridas que oculta el presente” .
Espacio último en el cual se redefinen las relaciones con los diferentes proyectos imperiales en los que América Latina se ha encontrado inmersa, como lugar esquematizado, apenas dibujado por el conocimiento central.
De allí que, deba establecerse una revisión dentro de lo que Coronil determina como la deconstrucción de una modernidad, que ha sido el resultado desde sus comienzos de las transacciones transcontinentales, que se iniciaron con la conquista y la colonización de las Américas. En la cual las formas artísticas como espacio perteneciente a las representaciones del territorio, experimentaron y experimentan diversas narraciones a partir de la otredad interior del occidente rector.
El arte latinoamericano en este sentido de otredad interior y en situación poscolonial se encuentra -como escribe el artista uruguayo radicado en Nueva York Luis Camnitzeren en medio de una permanente marginalización e incorporación dentro de los sistemas rectores hegemónicos, manteniendo las visiones decimonónicas del sujeto distante en el tiempo, incorporado por la necesidad del conocimiento de la centralidad.
Luis Camnitzer desde una visión personal opina que el arte Latinoamericano es un permanente espacio de tránsito, que va “desde un apego a los internacionalismos del imperio de turno como a los regionalismos políticos revelando un esquema simplista que se acomoda a la realidad. Dentro de este sistema nuestras imágenes son borrosas, nuestras dependencias se ven definidas por cualquier mezcla arbitraria de ingredientes coloniales, neocoloniales y poscoloniales. En cuanto al arte somos periféricos o marginales” .
La calidad artística de nuestros productos y representaciones debe ser contextual, -siguiendo las argumentaciones de Camnitzer-pues el objeto artístico, tiene allí su destino como texto ubicado dentro de nuestra propia realidad.
De manera que, el arte latinoamericano asumido desde sus diversas posiciones pendulares, procede de los distintos centros de una metacultura occidental, que ha determinado sus influencias representacionales, en la sucesiva superposición de fuerzas imperiales, de enunciaciones centrales de las cuales deriva y a las que pertenece el territorio artístico latinoamericano, y que dichas enunciaciones sólo manifiestan su entrada en el momento en el que los valores centrales (ahora aparentemente disueltos) permiten el reconocimiento de una periferia tamizada por los referentes que han creado las formas hegemónicas de representación.
El Occidente como cultura juega un papel de gran importancia, en cuanto a la incorporación de las formas significantes y representacionales, -como explica el filósofo venezolano José Manuel Briceño Guerrero-pues el etnos latinoamericano dio origen a un nos-otros occidentales, y sobre esto argumenta que “Somos occidentales sin duda alguna, pero debemos admitir que el despliegue majestuoso del discurso occidental en las instituciones y en la historia de América se ve interferido aquí y acullá, a veces entorpecido y hasta desfigurado, aunque nunca interrumpido, por lo que pareciera ser otro discurso u otros discursos” .
La base generativa del nos-otros de los discursos que narran a América Latina, su conformación y sus relaciones se encuentran dentro de las formas occidentales de articulación de una metacultura que le es propia.
De allí que, trate de producirse un giro de sentido a las formas poscoloniales que mantienen la otredad como espacio específico, y donde América Latina y sus posicionamientos teóricos asumen el lugar desde donde se habla, para de esta forma construir una teoría acorde a la realidad del territorio, de sus diferencias y de sus localidades, dentro de su existencia contemporánea, en la cual –como argumenta el teórico cubano Gerardo Mosquera- “hoy hay mucha y muy diversa gente haciendo incorrecta y desembarazadamente la metacultura occidental,(…) reconstruyéndola desde una diversidad de perspectivas” , y en las que la explosión de procesos del conocimiento y el desplazamiento de esté, puede traer cambios sustanciales dentro de las narrativas locales, que ahora defienden su particularidad y su capacidad de apropiación de los discursos metaculturales globales.
6.3 El giro crítico en las narrativas poscoloniales contemporáneas: el Posoccidentalismo.
La posibilidad de un giro crítico de las representaciones discursivas o narrativas latinoamericanas, dentro de los aparatos de enunciación hegemónicos, comienza a gestar una nueva visión a partir de la enunciación posmoderna y poscolonial, donde “la cultura latinoamericana encuentra un momento de articulación marcado por las fases paralelas de la globalización, como propuesta crucial para la crítica de este territorio” .
La reflexión latinoamericana dentro de estos campos de enunciación debe ser tomada en torno al criticismo de los dispositivos epistemológicos de la transculturación, la hibrides y la heterogeneidad – como argumenta el teórico español radicado en Estados Unidos Román de la Campa en sus concienzudos análisis sobre la condición contemporánea-, ya que a partir de estos dispositivos tendremos la muestra y la reflexión de las participaciones conflictivas y complementarias de los discursos contemporáneos, que se refieren a la poscolonialidad y sus formas de enunciación.
En el contexto contemporáneo las concepciones teóricas poscoloniales deconstruyen las identidades fuertes de la modernidad, de la periferia, de la subalternidad, de lo neocolonial y de las dependencias tercermundistas –como argumenta el mismo autor-. Está deconstrucción contribuye de forma permanente en la elaboración de una discursividad que cuestiona las formas modernas de representación.
Teóricos como el argentino Walter Mignolo argumentan que la posmodernidad es el discurso que cuestiona e interroga directamente a la modernidad y a su expansión como metanarrativa. Este cuestionamiento no sólo se queda allí, logra funcionar y fusionar otros espacios que se encontraban sumergidos dentro del proyecto moderno.
De manera que Mignolo nos hable de cuatro posiciones relevantes dentro de la crisis del imaginario moderno, donde aparecen los discursos de la posmodernidad, la poscolonialidad, el posorientalismo y por último el proyecto que atañe directamente a América Latina enunciado desde su condición occidental e híbrida, desde sus legados coloniales y desde sus nuevas articulaciones dentro de las narrativas globales.
En primer lugar –dice Mignolo: “la crisis de la modernidad, que se manifiesta en el corazón mismo de Europa, tiene como respuesta la emergencia de proyectos que la trasciendan: el proyecto posmodernista, en y desde la misma Europa (Lyottard, Vattimo, Baudrillard) y los Estados Unidos (Jameson), el proyecto poscolonialista en y desde la India (Guha y los estudios subalternos, Bhabha, Spivak), el proyecto posorientalista (Said)” .
El último proyecto de cuestionamiento a las metanarrativas se origina –siguiendo las argumentaciones de Mignolo- desde la revisión y relectura de las formas occidentalizadoras que han llenado de sentido las representaciones latinoamericanas, a partir de los diversos campos del conocimiento, y en los inicios del territorio como representación, espacio donde se manifiestan las experiencias de una zona marginal de Occidente, en la cual se cruzan diferentes tradiciones culturales.
La particularidad de esta condición del territorio latinoamericano establece una revisión de los discursos, que debe ser iniciada desde las narrativas de la colonización, ya que sí el término occidentalismo fue el que ocupo las narrativas de anexión del territorio, y de la ampliación de la cultura occidental dentro de un panorama complejo de reciclajes y de apropiaciones, podría plantearse un giro crítico a los argumentos que convirtieron a las diferencias en valores dentro de la occidentalización, como proceso de subalternización del territorio –como escribe Mignolo-.
Ya que a partir de la localización de la particularidad de los legados latinoamericanos, de los diferentes tipos de herencias coloniales, de las distintas posturas poscoloniales, puede trazarse una cartografía que redistribuya los saberes dentro de nuevas categorías en las que las nociones tradicionales del centro y sus otros se han superadas por otras formas de conocimiento múltiples y fronterizos.
De esta forma la diferencia del locus enunciativo de América Latina, la presencia de su diferencia colonial, “concebida como la noción que permite dar cuenta de la formación de espacios geo-históricos diferenciados a lo largo de la modernidad (…), en la cual se constituye un único poder, y en el que simultáneamente se produce la fragmentación de espacios diferenciados en términos de poder y conocimiento, en medio de la permanente conflictividad entre los “espacios locales” y “los diseños globales”
La tensión originada desde la configuración del Estado Moderno en Latinoamérica hasta los actuales diseños globales, gira hacia la consolidación de un nuevo lugar de juicio y de razón de la cultura latinoamericana. Dicho giro debe realizarse a partir de otras localizaciones epistemológicas, sustancialmente distintas al del poscolonialismo global proveniente de las lecturas hegemónicas, mayoritariamente llevadas en inglés como idioma –como admite Mignolo-.
En esta dirección el giro crítico a las posturas poscoloniales globales, propone la relocalización del lugar natural de América Latina y de sus recorridos, a través de la configuración de una narrativa que coloque su acento en las historias locales, en el espacio geo-histórico del territorio, entre las prácticas sociales y las prácticas teóricas como condición histórica y horizonte intelectual.
El giro crítico desde y en América Latina surge como otra posibilidad de reflexión y de análisis de la realidad poscolonial del subcontinente en tiempos contemporáneos. Este giro es denominado Posoccidentalismo, y el cual demanda – como escribe Santiago Castro-Gómez- “definir (o re-definir) el “lugar” ocupado por América Latina en el concierto de la cultura occidental”
El Posoccidentalismo como narración o cuestionamiento crítico enunciado por Mignolo coloca un pos más a la pléyade de pos que giran dentro de las narrativas contemporáneas, como espacio de análisis, de reflexión y de cartografía, de un Occidente ampliado, donde los márgenes de su cultura deben articularse a otras formas de metanarración, en las cuales las herencias y legados de América Latina, deben fijar posiciones en la redefinición de las relaciones con los diversos diseños imperiales.
Para Mignolo (principal proponente de este giro), el término occidentalismo clave para el estudio de Latinoamérica y de sus principales narrativas, debe girar ahora en tiempos contemporáneos hacia las ideas de contención y de reelaboración de las posiciones del pasado, que permitan deconstruir las historias que subalternizaron al territorio a partir de los dispositivos del saber/poder, dentro de las trayectorias propias de América Latina.
El posoccidentalismo se determinaría en el cuestionamiento de las narrativas de anexión, de disolución del otro en el sí mismo, de la configuración de las categorías dicotómicas del yo y el otro, o del centro y de la periferia, establecidas como inscripciones naturales o categorías imperiales, desde las primeras narrativas del territorio latinoamericano, junto con las categorías culturales del conocimiento y el poder, en las que se hace patente la importancia de las relaciones de América Latina con Europa y posteriormente entre América Latina y América Sajona.
Ahora bien, en qué se basa la pertinencia del giro de las narrativas occidentalizadoras hacia el pos como espacio de superación o de cuestionamiento. Mignolo argumenta la existencia de un locus particular de enunciación, que se ha evidenciado dentro de las narrativas dominantes de la poscolonialidad debido “a que su lugar histórico ha sido construido a lo largo de los cambiantes ordenes mundiales y el movimiento de diversas relaciones coloniales (…) el problema de América Latina como una entidad geocultural creada por los diseños imperiales, que se fue configurando conflictivamente en el mismo proceso de Occidentalización. Es en esta encrucijada ( o mejor, en esta zona fronteriza) que se produce la tensión entre lo que se considera “propio” y lo que se considera “ajeno”(…) , y donde el lugar de América Latina en este espacio de conocimiento fronterizo vendría a significarse a través de la hibrides simultánea, que relocaliza el discurso central, para enunciarlo desde los márgenes, y donde como argumenta el autor se construye una zona intermedia, un tercer espacio en el cual ya no son posibles los dualismos entre lo propio y lo ajeno, entre el centro y la periferia, entre la alteridad y la mismidad. De allí que se argumente al Posoccidentalismo como espacio de enunciación local del territorio latinoamericano, a partir de los legados coloniales propios y se exprese el “malestar en la cultura”- en palabras de Mignolo- originado por los procesos modernos de racionalización.
La dialogicidad contemporánea y los proyectos de ésta dentro de sus narrativas, han permitido la emergencia de las historias locales y de sus particularidades, en la generación de diferentes áreas geoculturales, las cuales se redefinen de forma permanente, en medio de la desterritorialización de los contextos locales u originarios, integrados a nuevas localidades globales -como argumenta Santiago Castro-Gómez.
Esta redefinición entre lo local y lo global arriba a partir de una de enunciación consciente de la complejidad latinoamericana, de su localidad dentro del sistema global de conocimiento. Este último sistema interpela a las historias locales por medio de estrategias múltiples de conocimiento que condicionan la posibilidad de un giro cultural en estrecha relación con otras corrientes de reflexión anti-hegemónica, y de representación de las sociedades coloniales y poscoloniales – según las ideas del teórico peruano Ramón Pajuelo- pues para analizar los sentidos establecidos dentro de las historias particulares debe partirse desde los lineamientos de un nuevo orden de discursividad como afirma Hugo Achugar ya que estas relaciones “abren las puertas a la mezcla, a la contaminación, a la desjerarquización de lo múltiple y de lo heterogéneo(…) que posibilita una valoración inédita o incluso que debilita el sistema de valoración anterior.” .
Las aperturas realizadas por el giro crítico del posoccidentalismo originan la posibilidad de un análisis interno del sistema occidental, de su expansión y de sus sistemas valorativos, desde de la conceptualización que introduciría “una noción que expresa el sentido específico de la herencia colonial de América Latina y tiene un lugar “natural” en la trayectoria del pensamiento latinoamericano, “posoccidentalismo” sería la palabra clave para articular el discurso de descolonización intelectual desde los legados del pensamiento latinoamericano, por lo cual su ingreso en el escenario del debate poscolonial significaría, más que una simple recepción regional del mismo, la invitación a la fiesta de alguien olvidado”
Está invitación a la discursividad contemporánea de un territorio específico, parte del olvido de los legados coloniales latinoamericanos en la era poscolonial puesta en escena en la actualidad en medio de los estudios orientales y poscoloniales dominantes, y donde la teoría latinoamericana comienza a ocupar posiciones dentro de los dispositivos que tejen una cartografía móvil de sus saberes, de sus sensibilidades locales, para de esta manera hacer posible el surgimiento de una crítica poscolonial-posoccidental con recorrido propio en América Latina.
La disposición del territorio como zona geohistórica y cultural de configuración teórica posoccidental, permite subvertir las herencias coloniales de carácter hispánico dentro de la hibrides y de la transculturalidad, pues como admite el teórico Santiago Castro-Gómez: “lo que se halla en juego es el sentido mismo de la expresión “América Latina” en un momento histórico en el que las pertenencias culturales de carácter nacional o tradicional parecieran ser relevadas (o, por lo menos empujadas hacia los márgenes) por identidades orientadas hacia valores transnacionales y postradicionales” .
Debido a que las culturas y sus relaciones ya no se encuentran determinadas en unidades delimitadas por zonas discretas de localización, sino que se produce un entramado de zonas de contacto donde las peculiaridades históricas, étnicas, nacionales o lingüísticas –como admite el mismo autor- poseen un carácter trans-territorializado, que difiere de forma sustancial con las fronteras impuestas por los antiguos ordenes mundiales.
La trans-territorialización ha permitido el movimiento permanente de los saberes, de su inclusión o exclusión de los espacios de legitimación académica, pero a su vez ha ocasionado una redistribución de conocimientos y de epistemologías, que han generado diversas zonas de contacto dentro de los saberes globalizados, ante la exigencia de nuevas prácticas culturales, y de otras formas de representación que reclaman espacios de legitimación histórica, ya que estas formas de representación habían sido por marginadas por los discursos disciplinarios hegemónicos.
De allí que el giro hacia la configuración de una teoría híbrida de los legados coloniales y de las situaciones poscoloniales latinoamericanas, se visualice a través de la concepción del posoccidentalismo, como posibilidad de reflexión de la condición contemporánea latinoamericana, y de su subalternidad dentro del sistema occidental dominante. Estas dos últimas condiciones (contemporaneidad y subalternidad) abren paso a nuevas formas de actuación cultural y política, dentro de las narrativas contemporáneas y donde como se manifiesta en la “Declaración de fundación del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos” , la representación de sociedades coloniales y poscoloniales en las prácticas culturales deben ser leídas en el idioma de la deconstrucción, para recuperar la especificidad del territorio y aclarar las distorsiones que se han originado a partir de las representaciones dominantes.
El lenguaje deconstruccionista enunciado por el Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos, tiene su expresión y consolidación en la teoría elaborada en el posoccidentalismo, ya que éste abre una posibilidad de entendimiento y compresión de la realidad de un territorio, que plantea no sólo el ingreso de Latinoamérica dentro de las teorías poscoloniales globales, o de una “regionalización” del poscolonialismo en territorios con legados coloniales hispánicos –como argumenta Walter Mignolo- Si no que busca la pertinencia de una teoría que defina las relaciones y la formulación de una serie de saberes que puedan ser capaces de dar cuenta de la agencia histórica de los sujetos y colectividades subalternizadas por la colonización, y que a su vez devele las relaciones con el conocimiento y el poder que convirtió las diferencias en valores como estrategia fundamental de la subalternización.
La reflexión posoccidental debe plantear diversas agencias que abarquen las distintas trayectorias del territorio latinoamericano, y en las que los hallazgos referidos a estas configuren “un corpus de teorización poscolonial/ posoccidental enunciadas desde la específica historicidad de América Latina, con la consecuencia de insertar este espacio en el mapa del debate poscolonial, hasta ahora restringido básicamente a los territorios del Commonwealth. Lo específico de esta inserción, sin embargo no es solamente el añadido de la particular condición poscolonial latinoamericana, sino también la reformulación de la teorización poscolonial, efectuada a partir de una originalidad teórica que proviene de las propias fuentes del pensamiento latinoamericano” y donde el espacio teórico específico, deconstruye su situación como otredad dentro de la mismidad occidental, y comienza a posicionarse como el medio de una recuperación cultural y representacional, dentro de la redistribución de los pensamientos, de los saberes y de las agencias académicas que consideren al posoccidentalismo como una reflexión pertinente, de carácter genealógico que estudia y analiza a las representaciones de los pensamientos y a las imágenes que el territorio a dado sobre sí mismo para crear y generar sentido.
De allí que, se planteen nuevas localizaciones geográficas y epistemológicas – como escribe Mignolo- que contribuyan al desplazamiento de las relaciones de poder arraigadas en las categorías geoculturales e imperiales de los últimos años. La concreción de estos desplazamientos se realizaría por medio de las epistemologías fronterizas, las cuales superponen diversos espacios de enunciación y de conocimiento; donde el posoccidentalismo vendría a revelar la otredad occidental inscrita en su mismidad. El desentrañamiento y análisis de las categorías establecidas se consolidarían –como argumenta Fernando Coronil en su texto sobre las categorías no imperiales – a través de la integración de las negaciones que las formas imperiales han confeccionado para afirmar a las categorías establecidas, como el Yo y el Otro.
Coronil específica en este sentido de teorización, el ir un “más allá” de lo establecido para poder integrar las negaciones de lo que las formas imperiales afirmaron, como espacio superior y de autorización del conocimiento, y que al ubicar a la negación como espacio de conocimiento y de representación, se generaría una nueva cartografía en la cual el sujeto otro, el subalterno, sea capaz de manejar su propia agencia, su propio reconocimiento, y en el que no sólo “responde a iniciativas que vienen de otro lugar a despecho de la tendencia de los paradigmas de verlo como un sujeto pasivo o “ausente” que puede ser movilizado sólo desde arriba; también actúa para producir efectos que son visibles, aunque no siempre dichos y comprendidos por los paradigmas hegemónicos” .
Lo importante de esta ubicación de la negación es el tratar de visualizar las actuaciones que dotan de conocimiento al espacio negado, al espacio construido de forma particular por el mismo Occidente como afirmación de su centralidad, y donde las construcciones teóricas han sostenido un centro que irradia procesos únicos, y una periferia que los recibe, pero al deconstruir estas narrativas se observan las profundas relaciones del Occidente y sus otros, ya no tan otros, sino que ambos se encuentran interrelacionados, contaminados y dependientes, necesitando de forma perentoria una nueva cartografía que dibuje de nuevo los mapas de las relaciones entre las culturas, las sociedades y sus representaciones.
De manera que –continuando con las afirmaciones de Coronil- “La incorporación de la negación en lo que la categoría afirma, es al mismo tiempo su superación. Así, en la medida en que “civilización” sirvió como una categoría que negó poder de conocimiento a la “barbarie”, la incorporación de la barbarie en los términos negados por la civilización es lo que permite trascenderla, no reivindicando su opuesto (la barbarie) sino reivindicando la fuerza de la frontera que crea la posibilidad de la barbarie de negarse a sí misma como barbarie-en-la otredad; de revelar la barbarie en-la-mismidad que la categoría de civilización ocultó; y de generar un nuevo espacio de reflexión que mantiene y trasciende el concepto moderno de la razón, enquistado en la ideología de las ciencias sociales en complicidad con los diseños de expansión colonial” .
Esto vendría a significar la proyección de una epistemología de frontera, en la que los proyectos de conocimiento inscritos a través de las formas del centro y de la periferia pierdan su sentido, pues los conocimientos y las reflexiones que se generan parten de forma simultanea desde diversos lugares de expansión occidental, y donde dicho proceso conformo un Occidente dependiente de otras culturas, las cuales fueron subsumidas a su desarrollo e historia.
La existencia de esta epistemología fronteriza concebida como posoccidentalismo vendría a revelar las limitaciones del yo y el otro, del centro y la periferia, del hegemónico y el subalterno, como categorías imposibles de sostener dentro de la fragmentación de las estructuras de poder y subalternización, pues al hacer emerger las negaciones de las categorías establecidas, se hace posible la rearticulación del conocimiento, por medio de la disolución de las categorías binarias instaladas en las teorías que pretenden cartografiar a los otros, pues las mismas separaciones del yo/otro, civilización/barbarie, hegemónico/subalterno han generado espacios porosos dentro de las construcciones teóricas que niegan realidades para afirmar otras realidades, y en las cuales se plantea –como escribe Coronil- un proceso complejo que incluye múltiples agentes, y que dicho proceso debe ser visto como un campo relacional, que supone la constitución contrapuntística de espacios dominantes y subalternos, en los cuales se genera una espacialidad que permite ver las diferencias de las afirmaciones y las negaciones que mantienen relaciones intrínsecas dentro de su enunciación como constructos teóricos de análisis y reflexión.
La complejidad de los lugares de enunciación, de los lugares sobrepuestos, evidencia una espacialidad dentro de los movimientos globales transnacionales, que accionan la recuperación de las localidades y de sus historias particulares –como admite Mignolo-, y que dicha recuperación es intrínseca a la discursividad contemporánea, que ha permitido la apertura de los diversos loci de enunciación, para disminuir “la idea de una dupla del Occidente y el resto del planeta (…) pues a la vez que se restituye la importancia del espacio se hace cada vez más difícil pensar en términos de historias universales” .
De esta forma se visualiza la subalternidad más que la otredad, ya que en tiempos globales, la otredad se encuentra inscrita dentro de zonas delimitadas y discretas, mientras que la subalternidad sobre pasa –como admite Mignolo- el marco de las clases sociales, de los territorios, y de las zonas concebidas por el occidentalismo como entidades estables.
De allí que, se planteen la imposibilidad de las conceptualizaciones totalizadoras, y que disminuya la idea de Occidente y el resto, y en esta dirección poder concebir una nueva cartografía que surja desde los cambios profundos de la contemporaneidad; en la que la globalización, las migraciones y otros movimientos en el ámbito mundial –como escribe Coronil- “han dado como resultado una serie de cambios, que han desarraigado las categorías establecidas y familiarizadas con el espacio, hacia nuevas localizaciones.
La transformación de estos espacios contenidos, ahora transformados en lugares fluidos, donde la historia no puede ser lineal, ni fácilmente anclada, ni fijada a territorios específicos. Ya que mientras la desterritorialización impone la reterritorialización como proceso que hace visible los espacios de construcciones sociales y sus espacios de entre medio, junto con los espacios que se fracturan en el bloqueo o la congelación de la historia(…) ha generado una espacialización del tiempo que ha servido para la localización de nuevos movimientos sociales y al mismo tiempo ha configurado nuevos objetivos de control imperial, expandiendo de nuevo la sujeción imperial sobre las políticas de contestación. El resultado de estas transformaciones en los imperios contemporáneos se expresa en nuevas confrontaciones con los sujetos subalternos dentro de la reconfiguración de los hábitats naturales, en todas direcciones, y donde el otro una vez mantenido en continentes distantes o confinado a vínculos de localización de hábitat cotidianos y naturales, simultáneamente se multiplican y se disuelven. Las identidades colectivas ahora son definidas por lugares fragmentarios que no pueden ser mapeados por las antiguas categorías” .
La argumentación dada por Coronil con respecto a las transformaciones que ha traído consigo la simultaneidad de la otredad, y la presencia de los sujetos subalternos en la contemporaneidad genera un giro crítico dentro de las categorías establecidas, y coloca su acento en la necesidad de crear nuevos mapas que atiendan una realidad denominada como poscolonial/posoccidental dentro y fuera de la América Latina. Los lugares fragmentarios y fluidos de la multiplicidad de las historias deben construir un pensamiento a partir de los intersticios, de una epistemología fronteriza, que pueda aceptar –como admite Mignolo- lo que, las categorías han dejado por fuera de la ley de una epistemología monotópica, que normaliza determinados espacios, como espacios de contención y de marginación.
Estas transformaciones se hacen evidentes en los discursos de las diásporas en los cuales como escribe Norma Alarcón se expresan lugares en los que hace una nueva cultura, una cultura mestiza, aprendida y aprehendida, en la que se manifiestan las interrelaciones de las culturas, su hibridez y la imposibilidad de separar las diferencias, en la conceptualización misma de América Latina dentro de la dialogicidad contemporánea, en la que debe manifestarse –como escribe Mignolo- un pensamiento que incluya la visión pluritópica de la recuperación y la reescritura de nuestras propias trayectorias, donde se evidencien las simbolizaciones y las fronteras que estas han construido, y en las cuales se crucen los ciclos imperiales, desde el relato de las Indias Occidentales hasta el de América Latina como objeto de estudio y –como escribe le mismo autor- se proyecte hacia un pensamiento posoccidental en donde las categorías geohistóricas no imperiales, encuentren su espacio de gestación en el cruce las historias imperiales con las categorías sexuales, las diásporas, los desarraigos, la nostalgia, el deseo y la elaboración de una epistemología fronteriza que va más allá del binarismo de Occidente, para abrir paso a la enunciación de un lugar de particular lectura en la superación del Occidente hegemónico dentro de su propia mismidad normativa.

Desigualdades, racismo cultural y diferencia colonial (2011)

Desigualdades, racismo cultural y diferencia colonial (2011)
Lucía Alicia Aguerre
Working Paper Series, Working Paper, Nr. 5, 2011
Lucía Alicia Aguerre es estudiante del Doctorado en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina. Entre septiembre 2010 y febrero 2011 tuvo una beca corta de investigación de desiguALdades.net. Su proyecto de investigación consiste en un análisis filosófico de las implicancias ético-políticas de la tríada cultura-racismo-poder en el contexto postcolonial de América Latina.
Contenido
1. Introducción 9
2. La colonialidad y la distribución de identidades sociales racializadas 11
3. La escisión, la diferencia cultural y la diferencia colonial 14
4. Vías de superación de la diferencia colonial: de la descolonización a la decolonialidad 17
5. Conclusiones: Aportes a la noción de diferencia colonial desde el análisis del racismo cultural 25
6. Bibliografía 27

1. Introducción

La construcción de identidades y de alteridad en el contexto histórico-social y político de América Latina no es un proceso inocuo, sino que constituye el punto de partida para generar y legitimar desigualdades. Hablar de exclusión social en América Latina es hablar de exclusión cultural-étnico-racialmente fundada.
Categorías raciales, étnicas y culturales específicas (como “indio”, “mestizo”, “negro” y “criollo” y sus derivaciones actuales) constituyen figuras a través de las cuáles los Estados nacionales valorizan o desvalorizan ciertas pertenencias. La nación tiene un color y una cultura, y en gran medida la exclusión e inclusión de los sujetos depende de la adecuación o no a esos parámetros.
Las desigualdades sociales al interior de los Estados nacionales latinoamericanos están enmarcadas en configuraciones transregionales de poder históricamente constituidas. La idea que guía este trabajo es que para comprender cabalmente procesos de exclusión, invisibilización, e intentos de homogeneización o segregación cultural-racial-étnica es preciso ubicar estas problemáticas en el proceso que fue constitutivo de los mismos.
Los modelos de ciudadanía excluyentes fruto de la configuración de los Estados nacionales latinoamericanos no deberían analizarse de manera aislada. Hay que superar el nacionalismo metodológico para este tipo de análisis teniendo en cuenta la estructura global de poder en la que se insertan.
La propuesta en este trabajo es abordar la colonialidad como la matriz de poder que opera en la constitución y perpetuación de las desigualdades sociales. Con esta noción resulta posible rastrear las raíces históricas y el tipo de relaciones de poder que determinan las desigualdades. Con este fin, se trabajará la relación entre desigualdad y diferencia colonial, buscando así contribuir a la elaboración de un marco teórico para el estudio de las desigualdades sociales en nuestra región.
Para el cumplimiento de este objetivo se ha estructurado el texto en una introducción, tres apartados y las conclusiones. En el primer apartado se abordará la categoría analítica de “colonialidad” para luego, ubicados en este marco teórico, abordar en el segundo apartado la noción de “diferencia colonial”, con la que se alude al proceso de escisión entre colonizador y colonizado, constitutivo de la construcción de otredad en el contexto de América Latina.
Walter Mignolo señala que la construcción de diferencia típicamente colonial no puede ser rotulada sin más como “cultural”, sino que responde a la ocupación de lugares de poder que la experiencia colonial ha determinado: las diferencias coloniales son enmascaradas como diferencias culturales para ocultar las diferencias de poder. En el tercer apartado se tratarán algunas vías teóricas propuestas desde la crítica decolonial para superar la diferencia colonial.
La propuesta de este trabajo consiste en complementar la noción de “diferencia colonial” con un análisis del racismo cultural, para dar cuenta de la continuidad entre la esencialización de las esferas de lo cultural y de lo racial. La idea que surge no es la de desvanecer la noción de cultura o de diversidad cultural, sino de resignificarla, de modo de producir teorías que equilibren una clara comprensión de las estructuras coloniales de poder que se encuentran vigentes – esto es, que sean conscientes de lo “colonial” de las diferencias constituidas desde el poder – pero que a la vez defiendan la diferencia. En suma, no se trata de eliminar la idea de la diversidad de culturas sino de eliminar la idea de que cierta(s) cultura(s) son superiores a otras.
2. La colonialidad y la distribución de identidades sociales racializadas
Para comenzar, es preciso establecer la diferencia entre el uso de los términos “colonialismo” y “colonialidad”, ya que son nociones íntimamente relacionadas pero que aluden a planos distintos de análisis . Con el término “colonialismo” se hace referencia a la dominación político-social-económica y cultural que desde el siglo XVI hasta el siglo XIX fue llevada a cabo principalmente por los imperios español y portugués (pero también por Francia e Inglaterra) sobre los territorios y poblaciones de América, y la consecuente división entre las metrópolis y las colonias administradas por aquellas.
El término “colonialidad” – concepto que ingresa al corpus teórico de la filosofía y las ciencias sociales en el siglo XX a través de los denominados estudios post-coloniales y de-coloniales, la Filosofía de la Liberación y la Filosofía Intercultural – hace referencia a las estructuras de subordinación que son herencia de los procesos de colonización y que se encuentran aún vigentes, más allá de la independencia formal de las colonias .
El término “colonialidad” alude entonces a la persistencia en la actualidad de estructuras coloniales de poder, de la que son prueba la vigencia de construcciones raciales y culturales de alteridad. Según la perspectiva de estas teorías, las relaciones de poder en el contexto de América Latina se manifiestan en el marco de una “lógica colonial” que opera en tres niveles: la colonialidad del poder, la colonialidad del saber, y la colonialidad del ser (Mignolo 2006: 13).
La colonialidad del poder – concepto acuñado por el sociólogo peruano Aníbal Quijano – consiste en la distribución de identidades sociales fundadas en la idea de “raza”, que a través de prácticas de dominación, explotación y control étnico-social funcionan como fundamento de clasificación social y constituyen relaciones racistas de poder (Quijano 2000a, 2000b, 2001). Según Quijano,
“la formación de relaciones sociales fundadas en dicha idea, produjo en América identidades sociales históricamente nuevas: indios, negros y mestizos y redefinió otras. Así términos como español y portugués, más tarde europeo, que hasta entonces indicaban solamente procedencia geográfica o país de origen, desde entonces cobraron también, en referencia a las nuevas identidades, una connotación racial.
Y en la medida en que las relaciones sociales que estaban configurándose eran relaciones de dominación, tales identidades fueron asociadas a las jerarquías, lugares y roles sociales correspondientes, como constitutivas de ellas y, en consecuencia, al patrón de dominación colonial que se imponía.” (Quijano 2000a: 202).
La conjunción de la idea de raza con las ideas de superioridad e inferioridad buscó legitimar las relaciones de poder de la conquista. Durante la época colonial quedó inaugurado un sistema social que involucró la clasificación racial/étnica de la población del mundo conjugada con la división internacional del trabajo. Las nuevas identidades racializadas quedaron asociadas a cumplir determinados roles y ocupar ciertos lugares en la estructura global del trabajo del capitalismo mundial (Quijano 2001).
La colonialidad del poder no puede disociarse ni funcionar sin una producción y una circulación del discurso que la legitime. En el contexto de la colonialidad las poblaciones dominadas son sometidas a la hegemonía de epistemologías eurocentradas que engendran la colonialidad de saber. Esto consiste en la deslegitimación y sometimiento de saberes, mediante la propagación de grandes narrativas que posicionan la cultura moderno-occidental como polo de civilización y progreso.
Varios autores (E. Dussel, W. Mignolo, A. Quijano, E. Castro Gómez, entre otros) hacen énfasis en esta dimensión epistémica de la colonialidad del poder señalando al eurocentrismo como una práctica según la cual se determina aquello que puede ser considerado ciencia o conocimiento, en detrimento de los conocimientos y saberes que emanan de otros espacios dentro de la geopolítica del conocimiento.
Por último, la colonialidad del poder-saber constituye una subjetividad colonizada, una colonialidad del ser, que a través de la opresión cultural y el racismo construye “identidades descalificadas” (Mignolo 2006), “calibanismos” (Fernández Retamar 2004), a las que han aludido las elaboraciones clásicas acerca del colonialismo en América Latina y el Caribe de Aimé Césaire, y Franz Fanon.
Quien más ha desarrollado el concepto de “colonialidad del ser” para referirse a este plano de la dominación de la colonialidad es el filósofo Nelson Maldonado-Torres, quien se centra en la “experiencia vivida” por los sujetos colonizados y racializados a través de la colonialidad del poder (Maldonado-Torres 2007: 130).
El poder colonial emprende una sospecha acerca de la humanidad de los sujetos colonizados, es decir, una deshumanización racial (Maldonado-Torres 2007: 133 y ss.), lo cual constituye un intento de ruptura de la universalidad de la dignidad humana.
Estas tres modalidades de poder no excluyen otros ámbitos en los cuáles se ejerce la colonialidad, y operan conjuntamente abonando la creencia en la superioridad e inferioridad de los grupos sociales.
3. La escisión, la diferencia cultural y la diferencia colonial
En este marco teórico se inscribe la noción de “diferencia colonial” de Walter Mignolo. Se proseguirá a explicitarla, para luego complementarla con el estudio del racismo cultural.
Como hemos expuesto, en la constitución de identidades descalificadas operan relaciones de poder cuya matriz puede rastrearse en el periodo colonial, cuya vigencia exige referirse a la “colonialidad” de las mismas, y que conjugan elementos de orden tanto racial como cultural.
A partir de la lectura de diversos autores dedicados a la temática del racismo, es posible distinguir un proceso de profundización y sistematización del pensamiento racista en conjunción con una esencialización de la noción de cultura, partiendo desde el periodo de la conquista, pasando por la formación de los Estados nacionales, hasta la actualidad .
El momento inicial está marcado por la época colonial, en la que se inaugura un sistema social que involucra la clasificación racial/étnica de la población del mundo (Quijano 2000b, 2001); luego una etapa durante el siglo XVIII de conversión del racismo en una ideología que busca justificar la contradicción entre el universalismo y las prácticas coloniales de explotación (Mosse 2005, Bittloch 1996); posteriormente el afianzamiento del racismo científico o biologicista en el siglo XIX como una tecnología de poder que acompaña la consolidación de los nacionalismos europeos (Arendt 1951, Foucault 2006, Gellner 1998); paralelamente se produce en América Latina una recepción del racismo científico y de las ideas nacionalistas europeas, que coincide con la construcción de la “Nación” por parte de los distintos Estados de la región a lo largo del siglo XIX.
A partir de mediados del siglo XX, tras las distintas Declaraciones y Convenciones internacionales posteriores a la Segunda Guerra Mundial, dichas teorías pierdan legitimidad. Varios autores señalan una transformación del racismo fundamentado en supuestas pertenencias raciales fijamente determinadas a un “racismo cultural”, es decir un tipo de racismo de tipo culturalista y diferencialista que suplanta la noción de raza por la noción de pertenencia cultural, concibiendo a la cultura como un rasgo esencialista y prácticamente biologicista (Balibar y Wallerstein 1991, Fanon 1965, Grosfoguel 1999).
Este proceso puede comprenderse como un proceso de escisión de las identidades y de pertenencias que dio origen a lo que W. Mignolo designa con el concepto de “diferencia colonial” (Mignolo 2008). Por un lado, América Latina, por otro Europa y los Estados Unidos; por un lado la imagen nacional diseñada desde las élites al interior de los Estados nacionales, por otro la diversidad de lengua, de historias, de experiencias, de adscripciones culturales; en suma, una diferenciación y alterización fuerte, tanto a nivel nacional-local – es decir, dentro de los límites del Estado nacional – como a nivel global.
Con el concepto de “diferencia colonial”, Mignolo busca resaltar que la diferencia entre los distintos grupos involucrados en relaciones de poder desiguales al interior de los Estados latinoamericanos, y entre América Latina por un lado y Europa y los Estados Unidos por otro, no es una diferencia que pueda ser rotulada sin más como “cultural”, sino que responde a la ocupación de lugares de poder que la experiencia colonial y la colonialidad han determinado. Las relaciones de poder ejercidas en el trato colonial implicaron la construcción de una diferenciación entre colonizador y colonizado, y una inferiorización para justificar el trato desigual hacia determinados seres humanos y grupos sociales.
En Local histories, global designs (2000a), y en The idea of Latinamerica (2005) Mignolo realiza una distinción entre la “diferencia colonial” y la “diferencia cultural”. A su entender referirse solamente a la noción de diferencia cultural como aquello que explica el modo de relación e interacción entre grupos que se conciben como en pugna pasa por alto las relaciones de poder involucradas. Según su perspectiva, el concepto de “diferencia colonial” designaría más cabalmente las estructuras de desigualdad que la experiencia colonial inaugura a través de una diferenciación de identidades.
En otras palabras, las diferencias coloniales son enmascaradas como diferencias culturales para ocultar las diferencias de poder. La colonialidad del poder opera mediante la clasificación de las poblaciones, transformando “diferencias” en “valores”, es decir jerarquizando saberes, historias, modos de vida.
Para Mignolo, la “diferencia colonial” es la condición de posibilidad de la “colonialidad del poder” y el instrumento de legitimación de la subalternización de personas y sus conocimientos. (2000a: 16). Tal como la expone, la diferencia colonial constituiría una noción con alcance transregional, ya que la colonialidad del poder opera a través de la construcción de una diferenciación (colonial) entre el mundo europeo occidental y el resto del planeta.
La introducción de esta noción posee el mérito de señalar las relaciones de poder coloniales que están en la base de la construcción de alteridad en el contexto de América Latina. Sin embargo, algunos de los motivos por los cuales Mignolo adopta esta terminología pueden resultar problemáticos.
El autor expone que su intención al referirse a la diferencia en términos de “colonial” y no “cultural” es disipar la noción de cultura, argumentando que se trata de un término que es utilizado de manera clave por los discursos coloniales con el objetivo de clasificar a la población mundial de acuerdo a sus sistemas de signos (refiriéndose al lenguaje, al tipo de alimentación, a la vestimenta, a la religión etc.) y a la etnicidad (haciendo referencia al color de piel, a la ubicación geográfica, etc).
Pero aunque tal como Mignolo diagnostica, la clasificación cultural oculta objetivos de segregación y jerarquización, eso no significa que debamos abandonar o hacer desvanecer el análisis de lo cultural. De hacerlo, se corre el riesgo de contribuir a la modalidad del poder que homogeneíza e invisibiliza la diversidad cultural.
Eliminar la noción de cultura es problemático para el objetivo que el propio Mignolo está persiguiendo, es decir, el ideal de justicia político-epistémico-social para los pueblos que históricamente se han visto silenciados y han sido ubicados en los escalones inferiores de una jerarquización humana.
Un análisis acerca del modo de operar del racismo cultural permite comprender los distintos usos que puede hacerse del término cultura ya que según el modo en que se conciba a la cultura se seguirán concretas consecuencias ético-políticas.
Como se mencionó en los párrafos anteriores, la noción de “cultura” como instrumento de poder se ha ido desarrollando a través de la historia en una íntima relación con la noción de raza, siendo posible establecer una continuidad entre ambas nociones, y su deriva en lo que se denomina hoy racismo cultural.
El punto estaría entonces en resignificar la noción de cultura, pero no de abandonarla.
4. Vías de superación de la diferencia colonial: de la descolonización a la decolonialidad
Los procesos de descolonización de las colonias no implicaron necesariamente un proceso de “decolonialidad”. Por el contrario, recogiendo las observaciones de Mignolo,
“la diferencia colonial que los ideólogos del Imperio español construyeron para justificar la colonización de América (e.g., la inferioridad de los indios y la no-humanidad de los esclavos africanos) fue mantenida e intensificada por los ideólogos de las nuevas repúblicas independientes” (Mignolo 2005) .
La constitución de identidades descalificadas y sometidas, el trato inferiorizante, la estigmatización cultural o racial y las desigualdades sociales son, según la perspectiva postcolonial y decolonial, consecuencia y herencia del pasado colonial, esto es, del tipo de relaciones de poder que involucró y de las consecuencias en las subjetividades y en las instituciones que acarrea.
Este apartado se centra en las vías de superación de la diferencia colonial. Para ello, así como se distinguieron anteriormente en este trabajo las nociones de “colonialismo” y “colonialidad”, es conveniente aquí distinguir entre “descolonización” y “decolonialidad”. La descolonización en América Latina tuvo que ver con los procesos de independencia administrativa por parte de las colonias respecto de las metrópolis, que tuvieron lugar a principios del siglo XIX.
La perspectiva postcolonial, ante la evidente colonialidad del poder, del saber y del ser propone el concepto de “decolonialidad” para trascender la suposición de que con el fin de las administraciones coloniales y la formación de los Estados nacionales en la periferia, se ha alcanzado una descolonización plena. Por el contrario, estos autores expresan que se asiste actualmente a una transición del colonialismo moderno a la colonialidad global (Castro Gómez y Grosfoguel, 2007), del eurocentrismo al globocentrismo (Coronil 2000), que mantiene en vigencia las estructuras de subordinación propias de la colonialidad.
La decolonialidad alude de este modo a una segunda descolonización que deberá dirigirse a las múltiples relaciones raciales, étnicas, sexuales, epistémicas, económicas y de género que la primera dejó intactas (Castro Gomez y Grosfoguel 2007: 17) y que se han concretizado en la concepción de ciudadanía propiciada por los regímenes post-independentistas de América Latina.
Llegado este punto, una aclaración: Teniendo en cuenta que uno de los principales objetivos de investigación de la red desiguALdades.net es estudiar desigualdades entrelazadas vale aclarar que para Mignolo el “colonialismo interno” es la reformulación de la diferencia colonial en la formación de los modernos Estados nacionales luego de la decolonización. Y aunque ese término comienza a perder su significado histórico en el estado actual de colonialidad global en la cual el monopolio de la colonialidad por parte del Estado nacional es reemplazado por una forma de colonialidad no anclada en los territorios de los mismos, la diferencia colonial pervive y está siendo rearticulada en nuevas formas globales de colonialidad del poder.
Desde el pensamiento crítico tanto en sus matrices decolonial como intercultural existen distintas propuestas teóricas para la superación de las problemáticas abordadas. Haremos mención a tres: (a) la necesidad de construir metanarrativas desde la perspectiva de la colonialidad; (b) la necesidad de distinguir políticas netamente interculturales de aquellas que reproducen o enfatizan la diferencia cultural; y© la necesidad de emplear una noción de cultura que por un lado evite el encasillamiento de los sujetos en supuestos contenedores culturales pero que a su vez no niegue la diversidad cultural. Un análisis de las características del racismo cultural permite vislumbrar el modo en que la cultura puede ser utilizada con estrategias segregacionistas y excluyentes.
(a) Metanarrativas desde la perspectiva de la colonialidad
Para Walter Mignolo, la superación de la diferencia colonial requiere un radical cambio epistemo-hermenéutico en la producción teórica e intelectual (Mignolo 1996, y otros). Su propuesta consiste en la construcción de “metanarrativas desde la perspectiva de la colonialidad”, es decir, que emerjan desde la diferencia colonial.
Como se ha mencionado, para Mignolo la diferencia colonial es el lugar donde la colonialidad del poder es puesta en acción. Pero a la vez, se trata del espacio desde donde surgen respuestas insurgentes ante las relaciones de dominación coloniales aún vigentes. Es así que Mignolo señala a la diferencia colonial como el espacio desde el cual efectivamente surgen movimientos contestatarios a las relaciones de poder coloniales y desde el cual reflexionan e investigan filósofos y científicos sociales del denominado “giro decolonial” , apuntando contra la modalidad de poder de la colonialidad, y proponiendo una producción de conocimientos y reflexiones filosóficas a partir de las experiencias y los márgenes creados por la colonialidad del poder en la estructuración del mundo moderno/colonial.
Es en esta línea que puede ubicarse su propuesta de superación de la diferencia colonial, que es articulada en “Stocks to watch: colonial difference, planetary “multiculturalism” and radical planning” (Mignolo 1999). Según su perspectiva las metanarrativas vigentes – que constituyen “diseños globales” – son ciegas a la diferencia colonial: ni la utopía cristiana de una sociedad hermanada, ni las narrativas que evocan los valores de la civilización occidental, ni la revolución internacional del proletariado, ni las narrativas de la modernidad y desarrollo dan cabal cuenta de cómo la colonialidad del poder influye en las desigualdades sociales.
Dada esta desatención a las relaciones de poder asimétricas, se hacen necesarias nuevas narrativas que otorguen voz (desde un locus de enunciación otro) a la diferencia colonial. Estas macrohistorias funcionarán y legitimarán las demandas ético-políticas que emergen desde la diferencia colonial (Mignolo 1999: 12).
Según la perspectiva de Mignolo, las macronarrativas desde la perspectiva de la colonialidad van a contribuir al desmantelamiento de aquellas macrohistorias del colonialismo construidas desde la perspectiva de la modernidad. De manera simultánea, abrirán la posibilidad de conversaciones entre la diferencia colonial (1999: 23).
Esto último puede entenderse en relación a la propuesta de Mignolo de un cosmopolitanismo de-colonial, planteado en otros artículos del autor (2010, 2000b) donde apela a un orden mundial pluriversal construido sobre y situado en las fronteras globales de la modernidad/colonialidad (2010: 117). La opción de-colonial se presenta entonces como el punto de conexión entre pueblos que poseen historias locales distintas, pero que comparten el haber atravesado la experiencia colonial.
En otras palabras, el cosmopolitanismo de-colonial es el cosmopolitanismo que emerge desde la opción decolonial y atraviesa identidades: todos los seres humanos que confrontan las consecuencias del racismo moderno/colonial tienen en común esta lucha, más allá de sus religiones, géneros, nacionalidades y lenguajes (2010: 125).
(b) Interculturalidad epistémica
Las metanarrativas mencionadas, que constituirán marcos teóricos globales que legitimen las demandas de los sectores excluídos e invisibilizados, deberían traducirse en políticas concretas para ser efectivas. Para ilustrar un caso teorizado en términos de superación de la diferencia colonial pueden mencionarse los trabajos de Catherine Walsh. La autora, empleando una terminología y esquemas teóricos similares a los de Mignolo, trabaja la relación entre interculturalidad, colonialidad del poder y diferencia colonial. Sus trabajos buscan hacer énfasis en lo que denomina “interculturalidad epistémica”, haciendo referencia a las propuestas y accionares de movimientos indígenas y su lucha por la educación intercultural.
Desde una perspectiva ligada a lo pedagógico y educativo, Walsh expone el modo en que a partir de los años ´80 surge en distintos países de América Latina el modelo de educación intercultural bilingüe. La autora analiza la lógica unidireccional de aquellos proyectos: aunque se trata de una política educativa que otorga reconocimiento a las comunidades indígenas, la disposición a la interculturalidad se plantea como proviniendo desde las comunidades indígenas hacia la cultura dominante y no viceversa, lo cual encierra un objetivo integracionista.
Es por ello que en ese tipo de políticas, influenciadas por ONG´s y organismos nacionales e internacionales, el término “interculturalidad” es utilizado respondiendo a objetivos de dominación encubiertos. Posteriormente, durante los años ´90, estas políticas se consolidaron en muchos países latinoamericanos al ser incluidas en reformas constitucionales, como resultado de demandas de movimientos sociales pero conservando el espíritu multiculturalista de corte neoliberal (Walsh 2010: 82).
A partir del siglo XXI surgieron nuevas políticas que profundizaron el interculturalismo “funcional” . En ellas la inclusión es comprendida como un medio hacia la cohesión social, con el objetivo, en términos de Walsh, de “gestionar la diversidad” y así evitar cualquier tipo de levantamiento social y generar un “sentido común” compatibilizado con las reglas del mercado (2010: 83-85).
Contrariamente al sentido de dichas políticas, C. Walsh sugiere que para que la educación intercultural pueda ser concebida como una vía hacia la superación de la diferencia colonial la misma deberá cumplir con un requisito más profundo, que es el de transformar la noción de “lo nacional” que rige en los diversos Estados latinoamericanos. Es decir, que no es suficiente con proyectos que meramente “reconozcan” la diferencia, sino que se precisan políticas orientadas a una distribución equitativa del poder.
Para clarificar la distinción entre ambos tipos de políticas, la autora recurre a la distinción entre multiculturalismo e interculturalidad. El paradigma multicultural se centra en las nociones de “reconocimiento” y “tolerancia”, pero sin actuar en la inequidad social ni en las estructuras sociales e institucionales que las reproducen (Walsh 2006).
La interculturalidad, en cambio, debe ser entendida como respuesta y demanda de participación y acción, y no sólo de reconocimiento y de donación de un derecho a la existencia en el marco de la lógica dominante. En ese sentido distingue también entre la interculturalidad funcional al sistema dominante y la interculturalidad concebida como proyecto político de decolonialidad.
La primera consiste en el “reconocimiento de la diversidad y diferencia culturales con metas a la inclusión de la misma al interior de la estructura social establecida. Desde esta perspectiva – que busca promover el diálogo, la convivencia y la tolerancia – la interculturalidad es “funcional” al sistema existente, no toca las causas de la asimetría y desigualdad sociales y culturales” (Walsh 2010: 77-78). La segunda, en cambio, consistiría en un proyecto político “refundador”.
En línea con lo que se viene sosteniendo en este trabajo, existen algunos puntos que deben ser tenidos en cuenta para la concreción de los objetivos de interculturalidad que la autora formula. En primer lugar, concebir la interculturalidad como un proyecto que abarque a todos los grupos involucrados en la convivencia social.
Esto significa evitar un exceso de separación entre referentes conceptuales occidentales por un lado e indígenas por otro, lo cual podría sugerir una noción de cultura algo esquemática. La necesidad de superar la diferencia colonial a través de políticas que emerjan desde la diferencia colonial misma no debería necesariamente conducir a una escisión entre dos mundos que no dé cuenta de la diversidad interna de esos mundos, ni de aquellos sujetos que podrían no ser fácilmente ubicados en ellos.
En la argumentación de Walsh existe un aspecto que podría requerir una reflexión adicional. La autora expresa que la interconexión entre interculturalidad, colonialidad del poder y diferencia colonial facilita el ejercicio del “pensamiento fronterizo”. Se refiere a éste como un pensamiento que medie entre “conocimientos subalternizados” y el conocimiento del mundo occidental.
En sus propios términos, “el pensamiento fronterizo no deja a un lado, sino que entabla el pensamiento dominante, poniéndolo en cuestión, contaminándolo con otras historias y otros modos de pensar” (2006: 56). Pero el pensamiento fronterizo tal como ella comprende la noción de Mignolo seguiría manteniendo un binarismo que sostiene y permite la persistencia de la idea de que el pensamiento moderno-europeo-occidental es central a nivel global. Continúa dejando afuera otras cosmologías y epistemologías, es decir, continúa inmerso en la misma lógica de la colonialidad del saber.
Frente a estas dificultades a afrontar, se hace patente la necesidad ya mencionada de reflexionar acerca de la manera en que se utiliza la noción de cultura, ya que el desafío es evitar la caída en nuevos esencialismos. Una de las cuestiones fundamentales en este tipo de estudios radica en la cuestión de cómo concebir aquello que es la cultura de pertenencia, y qué tipo de concepción de la misma conviene manejar en vistas a los desafíos de la interculturalidad y la decolonialidad. Propongo que, como vía teórica, resulta relevante emprender un análisis del racismo cultural como una modalidad de racismo que opera mediante una transformación de términos, y que atenta contra los esfuerzos decoloniales.
(c) Complementar el análisis de la diferencia colonial con un estudio acerca del racismo cultural
Como último punto trabajaremos la necesidad de tomar en cuenta la continuidad entre la esencialización de las esferas de lo cultural y de lo racial, ya que ambas esferas están íntimamente relacionadas, y hacia ambas deberían orientarse los esfuerzos hacia la superación de lo que se ha denominado “diferencia colonial”.
La exclusión sobre la base de la constitución de diferencias coloniales no se construyó solamente sobre diferencias culturales, sino que la colonialidad se manifiesta principalmente sobre la construcción de la diferencia racial.
La exclusión se sustenta en gran medida en relación con la estigmatización corporal: la posesión de determinados rasgos fenotípicos determina la ubicación de la persona en la escala social. La desigualdad de oportunidades está aún ligada, en diferentes medidas, en concepciones racistas, por lo que las demandas de reconocimiento epistémico deben ser puestas en conexión con las demandas de superación de la diferencia racial. El desafío entonces es asumir la interculturalidad como un proyecto de igualdad frente a la diferencia colonial racial y cultural.
Con este objetivo resulta necesario sumar a las propuestas anteriores un tratamiento acerca del carácter racista de la esencialización de las identidades. Es decir, prestar atención a la continuidad entre la idea de “raza” y las nociones esencialistas y ontologizantes de “cultura”, sobre la base de la conjunción que se ha mencionado anteriormente de las distintas modalidades de la colonialidad del poder, del saber, del ser.
En ese sentido, las propuestas anteriores deben conjugarse: decolonializar las narrativas que son ciegas a la diferencia colonial, y poner en marcha la interculturalidad como refundación de las imágenes nacionales, teniendo en cuenta que el poder se basa en concepciones esencialistas tanto de supuestas razas como de culturas.
Se trata de construir metanarrativas que den cuenta de la construcción histórica de las diferencias a partir de la colonialidad, es decir, de que los prejuicios racistas y culturalistas son resultado de la colonialidad del poder, del saber y del ser; y evitando la caída en esencialismos y nuevas ontologizaciones de las culturas como “contenedores”. Esto conduce los esfuerzos a combatir las nociones estáticas y acabadas acerca del otro, la jerarquización y la creencia en la incompatibilidad mutua.
El análisis del racismo cultural devela una de las maneras en que el poder opera sobre la construcción de alteridad. Como antecedente en el tratamiento filosófico de dicho tipo de racismo deben mencionarse los estudios de Étienne Balibar, quien advierte el modo en que a través del racismo cultural,
“[…] la cultura puede funcionar también como una naturaleza, especialmente como una forma de encerrar a priori a los individuos y a los grupos en una genealogía, una determinación de origen inmutable e intangible” (Balibar y Wallerstein 1991: 38).
Se trata de un racismo culturalista que se fundamenta en nociones esencialistas de la cultura ya que defiende la idea de que los individuos, como parte de un grupo cultural, son portadores de una única cultura con rasgos firmemente determinados y permanentes; y es a la vez “diferencialista”, ya que enfatiza el peligro de la supresión de las distancias culturales debido al supuesto conflicto que aparejarían las relaciones entre culturas diferentes en tanto se las concibe como rígidamente delineadas y a menudo incompatibles.
Balibar busca indagar si se trata de un racismo novedoso, irreductible a los modelos cientificistas anteriores, o de una simple adaptación al contexto actual en el que existen avanzadas legislaciones antirracistas tanto a nivel nacional como internacional que deslegitiman el discurso del racismo biológico.
La hipótesis inicial es que ambos tipos de racismo en la práctica producen los mismos efectos (formas de violencia, de desprecio, de explotación) que se articulan en torno a estigmas de la alteridad, con la salvedad de que en el segundo caso, la noción de “raza” es sustituida por la de “cultura” , entendida como una esencia estática e inmutable. Y como tal como el autor sostiene, “no hay racismo sin teoría”, la crítica debe dirigirse hacia las justificaciones de este tipo de racismo, es decir, hacia la particular utilización de la categoría de “cultura”, para así desmantelar la teoría del racismo cultural.
Un antecedente desde una perspectiva postcolonial latinoamericana es la obra de Franz Fanon, específicamente “Racismo y cultura” (Fanon 1965). Allí, Fanon expone la acción recíproca entre ambas esferas. Según su lectura, al racismo le ha sido preciso renovarse y matizarse, produciéndose un viraje de un racismo biológico a argumentaciones acerca de primitivismo intelectual y emocional de los sujetos inferiorizados. A través de un “pseudorespeto sádico” hacia “las culturas” se encierra una voluntad de objetivar, de aprisionar, enquistar, encasillar (Fanon 1965).
El análisis del racismo cultural hace evidente la necesidad de disipar no la noción de cultura, tal como se ha criticado más arriba al planteo de Mignolo, sino la concepción de la cultura que el racismo maneja. Lo paradójico de este tipo de racismo es que los que habían sido los puntos de ataque para desterrar el racismo se convierten en el punto de apoyo de este nuevo racismo. Esto es un movimiento denominado por Pierre-André Taguieff como el “efecto de retorsión” del racismo diferencialista, ya que es un racismo que se sostiene a través de argumentos acerca de que (1) la supresión de las distancias culturales ponen en riesgo la supervivencia de las culturas; (2) que dado que la diferencia cultural es el medio natural del hombre, la desaparición de estas diferencias acabará provocando conflictos inter-étnicos.
Pero para desmantelar la retorsión del racismo cultural debe derribarse la concepción de las culturas como entidades estáticas que deben mantenerse impolutas para conservar su especificidad – lo cual sostiene al prejuicio (1) – y la concepción de las culturas como incompatibles e incomunicables entre sí – lo cual sostiene al prejuicio (2).
Esta equivocidad es resultado de la delicada línea sobre la que actúa el racismo cultural. Es por ello que para evitar una caída en lo que puede denominarse una “interculturalidad funcional desde abajo” debemos ser conscientes de este modus operandi y teorizar la interculturalidad como un proyecto que tenga en cuenta la racialización (en tanto esencialización) de identidades sobre la base de motivos raciales y culturales, y que al mismo tiempo defienda la diversidad de culturas que existen en nuestra región, concibiéndolas como espacios de pertenencia contingentes e intercomunicables.
Como herramientas de análisis, apelar a la diversidad cultural como pluralidad de visiones del mundo, pero asumiendo las culturas como horizontes complejos y ambivalentes, cargados por contradicciones y conflictos internos; y a la cultura de origen de los sujetos como un punto de apoyo para la interculturalidad (Fornet-Betancourt 2000, 2009)
5. Conclusiones: Aportes a la noción de diferencia colonial desde el análisis del racismo cultural
El estudio de las desigualdades en el contexto de América Latina implica analizar ¿desigualdad de qué, desigualdad entre quiénes? Desde una matriz de pensamiento decolonial e intercultural la desigualdad se manifiesta en la distribución del poder y en las posibilidades de participación de grupos con diferencias construidas colonialmente.
Una de las marcas más importantes que ha dejado la experiencia colonial, esto es, lo que hoy constituye la colonialidad, es el arraigamiento de la idea de que cierto sector de la población no amerita ser beneficiario de las políticas ni ser partícipes en el diseño de las mismas. La descalificación de identidades, profundizada mediante la construcción de imágenes nacionales excluyentes que indican qué tipo de personas son deseables para la Nación y cuáles son las excluibles devela la continuidad de concepciones esencialistas y ontologizantes de raza y cultura.
Éstas no parecen haber sido superadas, sino que más bien asistimos a la perpetuación del colonialismo a través de la colonialidad que impregna las políticas y nuestras herramientas conceptuales para analizar la realidad social.
El reto en el plano teórico parece consistir en refundar las concepciones que actualmente determinan las posiciones sociales, teniendo en cuenta la historicidad de las categorías involucradas. La diferencia colonial se ha fundado sobre la esencialización de las identidades y la jerarquización de las mismas.
Frente a esto, se hace patente la necesidad de reflexionar acerca de la manera en que se utiliza la noción de cultura, ya que el desafío es evitar la caída en nuevos esencialismos. Como hemos mencionado más arriba, el punto estaría entonces en resignificar la noción de cultura, pero no de abandonarla. Y esta tarea puede ser instrumentada a partir de la crítica decolonial y la perspectiva intercultural con el objetivo de dar cuenta de lo colonial de las diferencias. En suma, no se trata de eliminar la idea de la diversidad de culturas sino de eliminar la idea de que cierta(s) cultura(s) son superiores a otras.
El estudio de la modalidad del racismo culturalista y diferencialista constituye un punto de partida para comprender la continuidad del racismo como práctica de exclusión. El mismo no depende exclusivamente de teorías biologicistas acerca de una clasificación racial, sino que la cultura también puede ser esencializada. El desafío justamente consiste en producir teorías que deriven en políticas que encuentren el equilibrio entre una clara comprensión de las estructuras coloniales de poder que se encuentran vigentes y que determinan la desigualdad de acceso a las oportunidades – es decir
que den cuenta de lo “colonial” de las diferencias – pero que a la vez puedan defender la diferencia como un espacio de libertad, identidad y participación creativa .
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2. Reis, Elisa 2011: “Contemporary Challenges to Equality”.
3. Korzeniewicz, Roberto Patricio 2011: “Inequality: On Some of the Implications of a World-Historical Perspective”.
4. Braig, Marianne; Costa, Sérgio und Göbel, Barbara 2013: “Soziale Ungleichheiten und globale Interdependenzen in Lateinamerika: eine Zwischenbilanz”.
5. Aguerre, Lucía Alicia 2011: “Desigualdades, racismo cultural y diferencia colonial”.

La interseccionalidad: una aproximación situada a la dominación

La interseccionalidad: una aproximación situada a la dominación
Mara Viveros
Debate Feminista
Volume 52, October 2016, Pages 1-17
Introducción

Desde hace algunos años, la interseccionalidad se ha convertido en la expresión utilizada para designar la perspectiva teórica y metodológica que busca dar cuenta de la percepción cruzada o imbricada de las relaciones de poder.

Este enfoque no es novedoso dentro del feminismo y, de hecho, actualmente existe un acuerdo para señalar que las teorías feministas habían abordado el problema antes de darle un nombre. En este artículo voy a rastrear los orígenes de este enfoque teórico-metodológico y político, sabiendo que el trabajo de construir una genealogía va más allá de identificar en el pasado las huellas de un saber o perspectiva.1

Se trata, por el contrario, de explorar la diversidad y dispersión de las trayectorias del entrecruzamiento de las diferentes modalidades de dominación, para entender la posibilidad de existencia actual de este enfoque. Dicho de otra manera, se trata de mostrar cómo han surgido las diversas historias de su desarrollo, como producto de relaciones de fuerza, incluyendo el conflicto entre distintas posiciones al respecto.
En concordancia con esta perspectiva, en un segundo momento voy a señalar algunas de las principales críticas que se han formulado sobre esta perspectiva. En tercer lugar, voy a dar cuenta de la forma como son experimentadas concretamente las intersecciones de raza y género, clase y género y la consubstancialidad de estas relaciones para los grupos sociales involucrados, examinando tanto mis propios trabajos investigativos como los de otras autoras.
Igualmente, voy a considerar las dimensiones políticas de estas intersecciones y los cuestionamientos que ofrece esta perspectiva al universalismo de los distintos movimientos sociales; en particular haré referencia a los aportes del black feminism, el feminismo de color y el feminismo latinoamericano como enfoques epistémicos descolonizadores. Por último, voy a abordar las políticas de alianzas y las tensiones que se generan entre distintos movimientos sociales. A partir de este recorrido analítico señalo la importancia de mantener la reflexividad autocrítica que los estudios de interseccionalidad estimulan para evitar el riesgo de convertir esta perspectiva en la repetición despolitizada de un mantra multiculturalista.
Genealogías de la interseccionalidad
Algunas de las perspectivas que hoy llamamos interseccionales fueron expuestas hace más de dos siglos por personalidades como Olympia de Gouges, en Francia: en La declaración de los derechos de la mujer (De Gouges, 1791), la autora comparaba la dominación colonial con la dominación patriarcal y establecía analogías entre las mujeres y los esclavos. En Estados Unidos, las tempranas y cortas alianzas entre las luchas abolicionistas y las luchas feministas del siglo xix y las superposiciones de estas reivindicaciones en campañas comunes por el sufragio de la población negra y de las mujeres pusieron en evidencia las similitudes de funcionamiento del racismo y del sexismo.2
Otro ejemplo notable es el discurso Ain’t I a woman pronunciado por Sojourner Truth, una ex esclava, en la convención por los derechos de las mujeres en Akron, Ohio, en 1851. En ese discurso, Truth (Truth, 1997/1851), quien padeció la esclavitud por más de 40 años, confronta la concepción burguesa de la feminidad con su propia experiencia como mujer negra, trabajadora incansable y madre de muchos hijos vendidos como esclavos, mediante la pregunta insistente al auditorio: “¿Acaso no soy una mujer?”. También vale la pena señalar al sociólogo W. E. B. Du Bois, quien en una compilación de ensayos publicados en 1903 escribe, a propósito de la experiencia cotidiana de pobreza de su pueblo en el periodo de la segregación racial: “Es duro ser un hombre pobre, pero ser una raza pobre en el país de los dólares es la peor de las pruebas” (Du Bois, 2004/1903, p. 16).
En el contexto latinoamericano poscolonial, algunas escritoras y artistas puntearon también desde fecha temprana estas intersecciones. En la literatura peruana se ha reconocido el lugar pionero de las denuncias realizadas en 1899 por Clorinda Matto de Turner en su libro Aves sin nido. Este texto reveló los abusos sexuales perpetrados por gobernadores y curas locales sobre las mujeres indígenas, señalando la vulnerabilidad que generaba en este contexto su condición étnico-racial y de género. En Brasil, se pueden nombrar trabajos artísticos como el famoso cuadro cubista A negra (1923) (fig. 1) de Tarsila do Amaral, que representa a una mujer negra desnuda con los labios y los senos hipertrofiados, y ha sido interpretado como una alegoría del lugar de las nodrizas negras en la sociedad brasileña (Vidal, 2011). Ambos ejemplos revelan la mirada crítica de algunas mujeres blancas de las élites latinoamericanas sobre las opresiones de raza, género y clase vividas por las mujeres indígenas y negras

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Figura 1. Tarsila do Amaral (1923) A negra.
Ya en el siglo xx, la emblemática Colectiva del Río Combahee y feministas como Angela Davis, Audre Lorde, bell hooks, June Jordan, Norma Alarcón, Chela Sandoval, Cherríe Moraga, Gloria Anzaldúa, Chandra Talpade Mohanty, María Lugones, entre otras, se expresaron contra la hegemonía del feminismo “blanco” por los sesgos de raza y género de la categoría mujer empleada por este (Viveros Vigoya, 2009). Por otra parte, desde los movimientos sociales ya se habían definido con claridad los alcances de una perspectiva interseccional. El “Manifiesto de la Colectiva del Río Combahee” (1983/1977), uno de los grupos más activos del feminismo negro de la década de 1960, es uno de los más claros ejemplos. Su declaración reunió las orientaciones políticas, teóricas, metodológicas y los principios normativos que constituirán más adelante el paradigma interseccional: la extensión del principio feminista, “lo personal es político”, al abordar no solo sus implicaciones de sexo, sino también de raza y clase; el conocimiento centrado en lo que constituye la experiencia de las mujeres negras (stand point theory); la necesidad de enfrentar un conjunto variado de opresiones al tiempo sin jerarquizar ninguna; la imposibilidad de separar las opresiones que no son únicamente raciales, sexuales, ni de clase. La política de la identidad feminista afroamericana de este colectivo ilustra lo que Patricia Hill Collins (2000) llamará, años más tarde, el punto de vista de las mujeres negras.
En Brasil, las problemáticas de las mujeres negras como temas de debate político al interior del Partido Comunista Brasileño (Barroso y Costa, 1983) fueron planteadas desde la década de 1960; diversas activistas e intelectuales (Thereza Santos, Lelia González, Maria Beatriz do Nascimento, Luiza Bairros,3 Jurema Werneck y Sueli Carneiro, entre otras)4 promovieron la teoría de la tríada de opresiones “raza-clase-género” para articular las diferencias entre mujeres brasileñas que el discurso feminista dominante había pretendido ignorar. Por otra parte, desde el Segundo Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe celebrado en 1983 en la ciudad de Lima (Curiel, 2007), distintos movimientos feministas han puesto en evidencia la ausencia de la cuestión del racismo en los debates políticos del movimiento feminista.
Todos estos debates muestran que el problema de las exclusiones creadas por la utilización de marcos teóricos que ignoraban la imbricación de las relaciones de poder circulaba desde hacía mucho tiempo en contextos históricos y geopolíticos diversos. Sin embargo, no sobra precisar que en esta construcción genealógica he utilizado, siguiendo a Nina Lykke, la noción de interseccionalidad, como “un lugar discursivo donde diferentes posiciones feministas se encuentran en diálogo crítico o de conflicto productivo” (Lykke, 2011, p. 208). Esta perspectiva inclusiva debe ser, no obstante, utilizada, como señala esta misma autora, con precaución, para no convertirla en una caja negra en la que todo cabe. Este riesgo puede evitarse, al menos parcialmente, contextualizando las teorías o posturas teóricas que se ponen en diálogo y sacando provecho de ellas para aplicarlas políticamente de forma creativa y crítica.
Los debates en torno de la interseccionalidad
El concepto mismo de interseccionalidad fue acuñado en 1989 por la abogada afroestadounidense Kimberlé Crenshaw en el marco de la discusión de un caso concreto legal, con el objetivo de hacer evidente la invisibilidad jurídica de las múltiples dimensiones de opresión experimentadas por las trabajadoras negras de la compañía estadounidense General Motors. Con esta noción, Crenshaw esperaba destacar el hecho de que en Estados Unidos las mujeres negras estaban expuestas a violencias y discriminaciones por razones tanto de raza como de género y, sobre todo, buscaba crear categorías jurídicas concretas para enfrentar discriminaciones en múltiples y variados niveles. En numerosas oportunidades5 Kimberlé Crenshaw ha aclarado que su aplicación de la interseccionalidad ha sido y continúa siendo contextual y práctica, y que su pretensión nunca fue crear una teoría de la opresión general, sino un concepto de uso práctico para analizar omisiones jurídicas y desigualdades concretas. Sin embargo, el hecho es que, en los contextos académicos anglófonos, la interseccionalidad parece haberse convertido en el tropo feminista más difundido para hablar ya sea de identidades o de desigualdades múltiples e interdependientes (Brah y Phoenix, 2004, Bilge, 2010).
En el campo del feminismo estructuralista, Patricia Hill Collins (2000) fue la primera en hablar de la interseccionalidad como un paradigma; sin embargo, fue Ange Marie Hancock (2007) quien propuso una formalización de este paradigma, entendido como un conjunto que engloba a la vez teoría normativa e investigación empírica. Para tal objeto, Hancock identificó los siguientes seis presupuestos básicos en aras de responder a problemáticas de justicia distributiva, de poder y gobierno, y de analizar situaciones concretas y específicas:
1.
En todos los problemas y procesos políticos complejos está implicada más de una categoría de diferencia.
2.
Se debe prestar atención a todas las categorías pertinentes, pero las relaciones entre categorías son variables y continúan siendo una pregunta empírica abierta.
3.
Cada categoría es diversa internamente.
4.
Las categorías de diferencia son conceptualizadas como producciones dinámicas de factores individuales e institucionales, que son cuestionados e impuestos en ambos niveles.
5.
Una investigación interseccional examina las categorías a varios niveles de análisis e interroga las interacciones entre estos.
6.
La interseccionalidad como paradigma requiere desarrollos tanto teóricos como empíricos.
Esta formalización encontró un eco favorable en quienes se enfocan en los aspectos estructurales de la interseccionalidad, pero para autoras como Kathy Davis (2008) el intento de estabilizar y sistematizar este enfoque no es necesariamente un avance, ya que para ella la fuerza de esta perspectiva radica precisamente en la vaguedad, la cual le permite reunir dos importantes corrientes feministas que se ocupan de la diferencia: el black feminism y la teoría posmodernista/postestructralista. Otro punto de debate entre las distintas aproximaciones a la interseccionalidad gira en torno a los niveles de análisis que debe comprender. Para autoras como Patricia Hill Collins (2000), la interseccionalidad requiere abordar cuestiones tanto macrosociológicas como microsociológicas. Esta dualidad analítica se traduce para ella en una diferencia léxica. Cuando esta articulación de opresiones considera los efectos de las estructuras de desigualdad social en las vidas individuales y se produce en procesos microsociales, se designa interseccionality; cuando se refiere a fenómenos macrosociales que interrogan la manera en que están implicados los sistemas de poder en la producción, organización y mantenimiento de las desigualdades, se llama interlocking systems of oppression.
Los debates sobre los niveles macro y micro del análisis están marcados por una divergencia de perspectivas: mientras que para unas los análisis se han vuelto excesivamente introspectivos y se concentran demasiado en la narración de las identidades (Collins, 2000, p. ix), para otras hay demasiado énfasis en las estructuras, en detrimento del análisis de las dimensiones subjetivas de las relaciones de poder (Staunæs, 2003, citada en Bilge, 2010, p. 73). Collins atribuye el retroceso de los enfoques estructurales en los estudios sobre las desigualdades sociales al auge de las teorías postestructuralistas en menoscabo de los aspectos organizacionales e institucionales de las disimetrías de poder.
Esta diferenciación macro y micro no está, por supuesto, disociada de la doble afiliación teórica y genealógica que se atribuye a la interseccionalidad: el black feminism y el pensamiento posmoderno/postestructuralista. Mientras que la primera es ampliamente reconocida, la segunda lo es menos. Kimberlé Crenshaw no tiene problema en plantear que la interseccionalidad es un concepto de apoyo que vincula las políticas contemporáneas a la teoría posmoderna, pero para Hill Collins “la interseccionalidad es un paradigma alternativo al antagonismo positivismo/postmodernismo que haría parte de las dicotomías que estructuran la epistemología occidental” (en Bilge, 2009, p. 74).
Esta doble afiliación genealógica imputada a la interseccionalidad se configura de manera distinta según los contextos nacionales: mientras en Estados Unidos la mayoría de los trabajos que utilizan la interseccionalidad están fuertemente influidos por el black feminism, en Europa del norte la interseccionalidad se vincula más bien con el pensamiento posmoderno (Bilge, 2009, pp. 74-75). Por ejemplo, para autoras como Kathy Davis (2008, p. 71) la interseccionalidad se inscribe en el proyecto posmoderno de conceptualización de las identidades como múltiples y fluidas, y se encuentra con la perspectiva foucaultiana del poder en la medida en que ambas ponen el énfasis en los procesos dinámicos y en la deconstrucción de las categorías normalizadoras y homogeneizantes. Más allá de estas afiliaciones, lo cierto es que la amplia aceptación de este enfoque ha sido facilitada por las críticas posmodernas al positivismo y su búsqueda de explicaciones más complejas de la desigualdad social.
Kathy Davis (2008) advierte que hoy en día es inimaginable que un programa de estudios de las mujeres o de estudios feministas se centre solo en el sexo, y Leslie McCall presenta la interseccionalidad como la “contribución más importante que los estudios de las mujeres han hecho hasta ahora” (McCall, 2005, p. 177). Como han señalado Maria Carbin y Sara Edenheim (2013), la interseccionalidad pasó de ser una metáfora, y un signo de conflicto y amenaza para un feminismo al que se le reveló su carácter “blanco”, a convertirse en la teoría feminista por excelencia. Desde su punto de vista, el éxito de este significado consensual deriva en gran parte de su falta de teorización sobre el tema del poder; así, una parte de la teoría interseccional que ellas denominan constructivista ignora la existencia del feminismo que ha trabajado sobre el carácter multidimensional del poder desde un marco ontológico distinto al de la interseccionalidad. Esta ausencia le permitiría borrar los conflictos epistemológicos que han opuesto el feminismo estructuralista al feminismo posestructuralista, el black feminism al feminismo blanco, el feminismo poscolonial y decolonial al feminismo occidental que parten de premisas diferentes y utilizan estrategias distintas. Para Carbin y Edenheim, la interseccionalidad inclusivista anularía conflictos necesarios y productivos dentro del feminismo.
En otros contextos, como el francófono o el latinoamericano, el concepto empezó a divulgarse en el ámbito académico solo a partir de 2008 (Dorlin, 2009, Viveros Vigoya, 2012). La variedad de formulaciones utilizadas para describir las relaciones entre género, raza y clase revela las dificultades para abordarlas. Mientras algunas se refieren al género, la raza y la clase como sistemas que se intersectan, otras las entienden como categorías analógicas o como bases múltiples de la opresión, como ejes distintos o ejes concéntricos. Cada una de estas enunciaciones tiene implicaciones teóricas propias. El razonamiento analógico permitió, por una parte, la teorización de la categoría “mujeres” como clase, producida por un sistema de dominación autónomo e irreductible a las relaciones de producción capitalista, y por otra, la construcción del concepto de sexismo con base en el modelo del racismo. Autoras como Colette Guillaumin utilizaron este tipo de razonamiento para mostrar las similitudes de los mecanismos de producción de las categorías “raza” y “sexo”, a través de su naturalización y deshistorización. Estos usos productivos de la analogía no son, sin embargo, los más comunes; y la mayoría de los usos que se han hecho del razonamiento analógico han servido para establecer una jerarquía entre las dominaciones y para instrumentalizar las opresiones que no son objeto de la política de quien la utiliza (Bilge, 2010, p. 55).
Según la filósofa Elsa Dorlin (2009), las teorías de la interseccionalidad se han movido entre dos aproximaciones a la dominación: una analítica y una fenomenológica. Desde la primera perspectiva, toda dominación es, por definición, una dominación de clase, de sexo y de raza, y en este sentido es en sí misma interseccional, ya que el género no puede disociarse coherentemente de la raza y de la clase. Para la segunda perspectiva, lo que es interseccional es la experiencia de la dominación, como en el caso de la compañía General Motors analizado por Crenshaw a propósito de la violencia ejercida contra las mujeres racializadas o de los empleos de los que quedan excluidas. Para Dorlin, la vacilación de las teorías de interseccionalidad entre aproximaciones analíticas y fenomenológicas ha sido costosa, porque reduce su alcance teórico y político. La idea según la cual toda dominación es, por definición, interseccional implica, por ejemplo, que tanto las mujeres blancas y ricas como las mujeres pobres y negras son producidas por las relaciones de género, raza y clase; la dificultad para asumirlo de esta manera reside en que las primeras, al gozar de privilegios de clase y color, no perciben ni experimentan las relaciones imbricadas de clase, raza y sexo que las producen, mientras que las segundas sí lo hacen.
Los análisis interseccionales ponen de manifiesto dos asuntos: en primer lugar, la multiplicidad de experiencias de sexismo vividas por distintas mujeres, y en segundo lugar, la existencia de posiciones sociales que no padecen ni la marginación ni la discriminación, porque encarnan la norma misma, como la masculinidad, la heteronormatividad o la blanquitud. Al develar estos dos aspectos, este tipo de análisis ofrece nuevas perspectivas que se desaprovechan cuando se limita su uso a un enfoque jurídico y formalista de la dominación cruzada, y a las relaciones sociales —género, raza, clase— como sectores de intervención social.
El concepto de interseccionalidad ha sido muy útil para superar la conceptualización aritmética de las desigualdades sociorraciales como fruto de la convergencia, fusión o adición de distintos criterios de discriminación de las mujeres (Dorlin, 2008). A la par, ha servido para desafiar el modelo hegemónico de “La Mujer” universal, y para comprender las experiencias de las mujeres pobres y racializadas como producto de la intersección dinámica entre el sexo/género, la clase y la raza en contextos de dominación construidos históricamente. Sin embargo, es importante señalar que, aunque las metáforas geométricas de la interseccionalidad son más complejas que las formulaciones aritméticas, también ofrecen problemas. Según Danièle Kergoat (2009), el término “intersección” supone la existencia de grupos que estarían en la intersección del sexismo, el racismo y el clasismo, y no permite pensar una relación de dominación cambiante e histórica. La interseccionalidad estabiliza las relaciones en posiciones fijas y sectoriza las movilizaciones sociales, de la misma manera en que el discurso dominante naturaliza y encierra a los sujetos en unas identidades de alteridad preexistentes.
Para dar cuenta del carácter dinámico de las relaciones sociales y de la complejidad de los antagonismos que se subsumen muy rápidamente debajo del tríptico sexo, raza, clase, Kergoat plantea la necesidad de considerar, desde una perspectiva feminista materialista, que las relaciones sociales son consubstanciales y co-extensivas. Son consubstanciales en la medida en que generan experiencias que no pueden ser divididas secuencialmente sino para efectos analíticos, y son co-extensivas porque se coproducen mutuamente. En algunas ocasiones, el género crea la clase, como cuando las diferencias de género producen estratificaciones sociales en el ámbito laboral. En otras, las relaciones de género son utilizadas para reforzar las relaciones sociales de raza, como cuando se feminiza a los hombres indígenas o se hipermasculiniza a los hombres negros; inversamente, las relaciones raciales sirven para dinamizar las relaciones de género, como cuando se crean jerarquías entre feminidades y masculinidades a partir de criterios raciales (Kergoat, 2009). En resumen, la consubstancialidad y la co-extensividad de las relaciones sociales significa que cada una de ellas deja su impronta sobre las otras y que se construyen de manera recíproca (Dorlin, 2009).
La trayectoria del concepto de interseccionalidad en América Latina es muy distinta. Autoras como Martha Zapata Galindo (2011) plantean que, a diferencia de lo que sucede en Europa y en Estados Unidos, en América Latina la interseccionalidad no ha alcanzado el estatus de concepto hegemónico y para muchas feministas latinoamericanas no aporta nada nuevo. Como se señaló al inicio del artículo, desde hace mucho tiempo las experiencias sociales de una gran parte de las mujeres latinoamericanas las han forzado a tomar en cuenta y a hacer frente, en niveles teóricos, prácticos y políticos, a distintas, simultáneas e intersectadas formas de opresión (Wade, 2009). A pesar de que la interseccionalidad invoca el cruce necesario entre género, raza y clase, en la práctica los trabajos estadounidenses han privilegiado la intersección entre raza y género, y han dejado la clase únicamente como una mención obligada. Esta ausencia no está disociada del surgimiento de esta reflexión en un contexto como el estadounidense, el cual presume mayoritariamente que el único factor de diferenciación importante es la raza y que se vive en una sociedad sin clases, que todos están dotados de oportunidades iguales y que, por lo tanto, las desigualdades con causadas por diferencias individuales. Esta no era la perspectiva política de la Colectiva del Río Combahee, ni de muchas de las teóricas de la interseccionalidad, pero no se puede desconocer el efecto que tienen estos presupuestos en la producción académica estadounidense.
En los últimos tiempos, las críticas internas del feminismo latinoamericano se hicieron explícitas, en particular las que se refieren a la colonialidad discursiva (Mohanty, 1991) de la diversidad material e histórica de las mujeres latinoamericanas por parte de los feminismos hegemónicos. Estos cuestionamientos, planteados fundamente por el movimiento social de mujeres, permiten recordar que no se puede asumir, ni teórica ni políticamente, que las desigualdades de género y raza y sus articulaciones son universales. Así, los trabajos de Ochy Curiel (2013), Yuderkys Espinosa (2007) y Breny Mendoza (2010) han puesto en el centro del debate latinoamericano el asunto de la heterosexualidad obligatoria, señalando que esta institución social tiene efectos fundamentales en la dependencia de las mujeres como clase social, en la identidad y ciudadanía nacional y en el relato del mestizaje como mito fundador de los relatos nacionales
Por otra parte, se ha difundido mucho la crítica que hace la filósofa argentina María Lugones (2005) al concepto de intersección de opresiones por considerarlo un mecanismo de control, inmovilización y desconexión; para Lugones esta noción estabiliza las relaciones sociales y las fragmenta en categorías homogéneas, crea posiciones fijas y divide los movimientos sociales, en lugar de propiciar coaliciones entre ellos. Para argumentar su punto de vista, Lugones identifica como opuestas la perspectiva de Audre Lorde y la de Kimberlé Crenshaw, caracterizándolas como dos maneras distintas de entender las diferencias: la primera las aborda como diferencias no dominantes e interdependientes, y la segunda, como categorías de opresión separables que al entrecruzarse se afectan. Lugones (2005) plantea que la intersección nos muestra un vacío, una ausencia, donde debería estar, por ejemplo, la mujer negra, porque ni la categoría “mujer” ni la categoría “negro” la incluyen. Pero una vez identificado este vacío debe actuarse políticamente. Recogiendo el legado de Lorde,6 Lugones propone la lógica de la fusión como posibilidad vivida de resistir a múltiples opresiones mediante la creación de círculos resistentes al poder desde dentro, en todos los niveles de opresión, y de identidades de coalición a través de diálogos complejos desde la interdependencia de diferencias no dominantes (Lugones, 2005, p. 70)
Opresiones cruzadas: formaciones históricas y experiencias concretas
La interseccionalidad también es una problemática sociológica: la articulación de las relaciones de clase, género y raza es una articulación concreta, y las lógicas sociales no son iguales a las lógicas políticas. En este sentido, las propiedades de los agentes sociales no pueden ser comprendidas en términos de ventajas o desventajas, desde una lógica aritmética de la dominación. Así, la posición más “desventajosa” en una sociedad clasista, racista y sexista no es necesariamente la de una mujer negra pobre, si se la compara con la situación de los hombres jóvenes de su mismo grupo social, más expuestos que ellas a ciertas formas de arbitrariedad, como las asociadas a los controles policiales. El análisis de configuraciones sociales particulares puede relativizar las percepciones del sentido común sobre el funcionamiento de la dominación. La raza, la clase y el género son inseparables empíricamente y se imbrican concretamente en la “producción” de las y los distintos actores sociales (Bereni, Chauvin, Jaunait y Revillard, 2008, p. 194). El análisis de estas imbricaciones concretas y sus transformaciones históricas ha sido el objeto de estudio de trabajos como los de Angela Davis (2004/1981) y Hazel Carby (2000) sobre la sociedad esclavista y postesclavista en los Estados Unidos.
Angela Davis, por ejemplo, muestra cómo los hombres esclavos no disponen de casi ninguna de las características que se atribuyen generalmente a los hombres para definir su dominación: no son propietarios, no proveen a las necesidades de su familia, no controlan la relación conyugal; a veces, incluso, se encuentran obligados a realizar actividades de costura, limpieza y cocina que se asocian generalmente con el trabajo femenino. Sin embargo, “nada indica que esta división del trabajo doméstico hubiera sido jerárquica, ya que las tareas de los hombres no eran, en absoluto, superiores ni, difícilmente, inferiores al trabajo realizado por mujeres” (Davis, 2004, p. 25). El hombre esclavo no puede ser descrito como un actor social dominante, ya que los atributos de su virilidad están “devaluados” por su posición en la división social del trabajo. Además,
si las negras difícilmente eran “mujeres”, en el sentido aceptado del término, el sistema esclavista también desautorizaba el ejercicio del dominio masculino por parte de los hombres negros. Debido a que tanto maridos y esposas como padres e hijas estaban, de la misma forma, sometidos a la autoridad absoluta de sus propietarios, el fortalecimiento de la dominación masculina entre los esclavos podría haber provocado una peligrosa ruptura en la cadena de mando (Davis, 2004, p. 16).
Por esto es difícil sostener que la dominación masculina negra se ejercía de la misma manera que la dominación masculina blanca.
De la misma forma, es importante señalar, como hace Carby (2008, p. 92), que el concepto patriarcado, aplicado a diversos tipos de situaciones coloniales, es insatisfactorio; no permite explicar, por ejemplo, por qué los hombres negros nunca tuvieron los beneficios del patriarcado blanco y por qué las mujeres negras fueron dominadas “patriarcalmente” de diferentes maneras por hombres de “colores diferentes”. Los sistemas de esclavización, colonialismo e imperialismo no solo rehusaron sistemáticamente a los hombres negros una posición en la jerarquía de los hombres blancos, sino que emplearon formas específicas de terror con el fin de oprimirlos, como lo señalaron Aimé Césaire (1950) y Frantz Fanon (1952).
En contrapunto, la posición de las mujeres esclavas contrasta mucho con las representaciones clásicas de la subordinación femenina. La mujer esclava no trabajaba menos que los hombres ni se le exigía menos fuerza y resistencia que a los hombres, como lo describe muy bien Angela Davis en el trabajo mencionado anteriormente. Al trabajar como un hombre esclavo, la mujer esclava construía un grado de autonomía que la opresión de género no les autorizaba a las demás mujeres. Por otra parte, en el contexto de la esclavitud, el trabajo doméstico que hacían las mujeres esclavas para satisfacer las necesidades de los niños negros, no necesariamente los suyos, era el único trabajo no alienado que podían realizar para escapar a la estructura de apropiación esclavista del trabajo por parte del dueño de la plantación. Así, en el texto From Margin to Center (1984) bell hooks plantea que a lo largo de la historia estadounidense:
las mujeres negras han identificado el trabajo en el contexto de la familia como una labor humanizadora, como un trabajo que afirma su identidad como mujeres y como seres humanos que muestran amor y cuidado, los mismos gestos de humanidad que, según la ideología de la supremacía blanca, la gente negra era incapaz de expresar (hooks, 1984, pp. 133-134).
El entrecruzamiento de las relaciones sociales en estos ejemplos muestra la dificultad para pensar una dominación de género o de raza aisladas, cuyos efectos serían invariables, y los límites de una representación aritmética de la dominación en la cual se sumarían o se restarían las propiedades sociales en una escala unidimensional que atribuiría a la mujer esclava el estatus de mujer doblemente oprimida. El aporte de este tipo de trabajos ha sido el de poner en evidencia que la dominación es una formación histórica y que las relaciones sociales están imbricadas en las experiencias concretas que pueden vivirse de muy variadas maneras. Los parámetros feministas universales son inadecuados para describir formas de dominación específicas en las cuales las relaciones se intrincan y se experimentan de diversas formas.
La consubstancialidad de las relaciones sociales
En su artículo “Dark Care, de la servitude à la sollicitude” (2005), Elsa Dorlin muestra que la génesis de la feminidad moderna, tal como se construyó a lo largo del siglo xix, debe buscarse no en la oposición a la masculinidad, sino en una doble oposición de raza y clase. Según Dorlin, la feminidad de las amas de casa (house wife), definida en términos de piedad, pureza, sumisión y domesticidad, no se oponía a la masculinidad del jefe de hogar, sino a la feminidad de la sirvienta doméstica negra (house hold), reputada por ser lúbrica, amoral, rústica y sucia. Dicho de otra manera, lo que constituyó el reverso de lo femenino fue una norma racializada de la domesticidad y no una hipotética masculinidad preexistente. En mis investigaciones sobre identidades masculinas en Quibdó y Armenia7 (Viveros Vigoya, 2002, Viveros Vigoya, 2009)8 encontré también que las normas, posiciones e identidades masculinas no se construían en relación con una feminidad preexistente, sino en relación con categorías de clase y raza. Los casos que estudié muestran que las relaciones étnico-raciales y de clase sirven para establecer jerarquías entre varones y masculinidades en función de sus comportamientos en el ámbito familiar, parental y sexual. Así, los varones de la ciudad “blanco-mestiza” de Armenia encarnarían los valores asociados con la masculinidad hegemónica en el contexto colombiano, pues asumen los comportamientos de las clases dominantes como “proveedores responsables” y “padres presentes”, y los comportamientos de los grupos étnico-raciales dominantes como hombres sexualmente contenidos y esposos aparentemente monógamos. Sus atributos constituirían el criterio con base en el cual se mide la masculinidad de los otros varones colombianos y a la cual se les enseña a aspirar. Desde este punto de vista, los varones quibdoseños, tachados de “padres ausentes”, “proveedores irresponsables” y “maridos infieles”, se convierten en ejemplos de las masculinidades “marginadas”.
El segundo ejemplo proviene de una reflexión sobre las relaciones conyugales interraciales en la capital de Colombia en el contexto de una investigación sobre discriminación racial en esta ciudad (Viveros Vigoya, 2008). Mi trabajo muestra cómo el análisis del mercado matrimonial en Bogotá no puede hacerse desde una comprensión aritmética de la dominación y sus efectos aditivos. En este sentido, el capital del que disponen las mujeres y los hombres que entran a este “mercado” no puede ser evaluado como el producto de la suma de sus distintas fuentes de estatus, en una escala unidimensional de valor. Por el contario, requiere incluir las articulaciones, intersecciones y efectos mutuos entre sus distintas propiedades de género, clase y raza. En efecto, el acto matrimonial, como símbolo de estatus, no vale lo mismo si es realizado entre parejas blancas y ricas que si se efectúa entre parejas interraciales. Así, en la unión entre un varón negro y una mujer blanca la mujer no solo pierde estatus social, sino prestigio como mujer, al revestirse de connotaciones sexuales indeseables en una mujer blanca. Una de nuestras entrevistadas blanco-mestizas, compañera de un líder negro, comenta haberse sentido discriminada, en primer lugar, porque su sexualidad se convirtió en motivo de recelo y, en segundo lugar, porque se la rotuló como una mujer disponible sexualmente:
la pregunta eterna que debía responder era por qué me había enamorado de un negro […]; esa es la pregunta social que le hacen a uno, entonces siempre hay el imaginario de que a uno le gusta un negro simplemente por la cuestión sexual o porque uno es una ninfómana insatisfecha total. Cuando los hombres ven que tu marido es negro, creen tener el derecho de pasarse del límite, y si no eres casada es peor, su comentario es: “esa se revuelca con cualquiera” (p. 264).
En efecto, el matrimonio, institución patriarcal que debería normalmente protegerla contra las acusaciones de promiscuidad sexual, pierde su poder porque su cónyuge es un hombre negro.
En resumen, la apuesta de la interseccionalidad consiste en aprehender las relaciones sociales como construcciones simultáneas en distintos órdenes, de clase, género y raza, y en diferentes configuraciones históricas que forman lo que Candace West y Sarah Fentersmaker llaman “realizaciones situadas”, es decir, contextos en los cuales las interacciones de las categorías de raza, clase y género actualizan dichas categorías y les confieren su significado. Estos contextos permiten dar cuenta no solo de la consustancialidad de las relaciones sociales en cuestión, sino también de las posibilidades que tienen los agentes sociales de extender o reducir una faceta particular de su identidad, de la cual deban dar cuenta en un contexto determinado.
El ejemplo de las acusaciones de acoso sexual hechas por Anita Hill, una profesora negra de derecho, contra Clarence Thomas, un magistrado negro de la Corte Suprema estadounidense, durante las audiencias para su confirmación en ese cargo en 1991, es emblemático de estas posibilidades y de sus efectos políticos (Fraser, 1997), pues generó divisiones en torno a las solidaridades de género y de raza en el campo del feminismo entre el white feminism y el black feminism. Esta capacidad de anteponer un aspecto más que otro de la identidad, tanto a nivel individual como colectivo, me permite iniciar una reflexión sobre la dimensión política de las cuestiones de la interseccionalidad.
Dimensiones políticas de la interseccionalidad
La corriente feminista conocida como black feminism propició un verdadero giro teórico-político para el feminismo estadounidense al exigir la inclusión de las experiencias de género, raza y clase de las mujeres no blancas en la agenda feminista. El interrogante planteado por Sojourner Truth, ¿Acaso no soy una mujer?, fue retomado por bell hooks y otras militantes del movimiento feminista negro en la década de 1980 para sentar las bases de su pensamiento y accionar político. A partir de la crítica a instituciones patriarcales (de las cuales estaban excluidas las mujeres negras) como la domesticidad conyugal, que instituía a las mujeres como tales, el feminismo negro redefinió su propia tradición histórica, vinculándola con las luchas de las pioneras del movimiento negro y diferenciándola de las teorías de género surgidas de la tesis de Simone de Beauvoir según la cual “no se nace mujer, sino que se llega a serlo” (Jabardo Velasco, 2012, Dorlin, 2008).
Si bien el planteamiento de De Beauvoir —que buscaba desnaturalizar y oponerse a la caracterización de las mujeres como frágiles y débiles tanto física como intelectualmente, recluidas en el ámbito doméstico y pasivas sexualmente— fue muy importante en su momento, no explicitó que estas características solo construían a las mujeres blancas y burguesas. En la búsqueda de visibilizar la experiencia de las mujeres de color como grupo minoritario al interior del feminismo, el black feminism logró transformar su lucha estratégica en una perspectiva epistemológica que llevó a redefinir el sujeto político central del movimiento feminista (Bereni et al., 2008, p. 216). Dicho de otra manera, planteó la necesidad de desplazar progresivamente la problemática del feminismo desde la cuestión de sus fronteras internas (la composición interna del movimiento feminista) hasta sus fronteras externas y hacia las alianzas y solidaridades que se deben anudar con otros movimientos sociales que defienden los intereses de los grupos minoritarios (hooks, 2008). En este sentido, el sujeto político planteado por el black feminism y su crítica interseccional se define como una minoría que forma una coalición con otras minorías. Su propuesta política se funda en la construcción de un movimiento social sensible a todos los tipos de opresión, exclusión y marginación: clasismo, sexismo, racismo, heterosexismo, sin priorizar ninguno de ellos de antemano, sino en forma contextual y situacional.
Trabajos como el de Chandra Talpade Mohanty (2008) van en esta misma dirección cuando muestran que, desde las posiciones marginales, se pueden interrogar las identidades hegemónicas. Para ella, se puede leer la escala ascendente del privilegio, acceder y hacer visibles los mecanismos del poder a partir de las vidas e intereses de las comunidades marginadas de mujeres, “que son quienes llevan la carga más pesada de la globalización” (p. 430). Su afirmación no es que toda situación marginada sea capaz de producir un conocimiento crucial sobre el poder y la desigualdad, sino que, dentro de un sistema capitalista sólidamente integrado, el punto de vista particular de las niñas y mujeres indígenas despojadas y las niñas y mujeres del Tercer Mundo/Sur ofrece la visión más inclusiva del poder sistémico del capitalismo global. Igualmente, señala que estas experiencias de género, clase y raza de la globalización abren el espacio para formular preguntas sobre conexiones y desconexiones entre lo local y lo global, y generar alianzas entre movimientos activistas de las mujeres en todo el mundo (Mohanty, 2008, p. 445).
En América Latina, este debate sobre el sujeto del feminismo comenzó en la década de 1980, cuando las mujeres de los llamados feminismos disidentes (mujeres de color y lesbianas, fundamentalmente) empezaron a cuestionar por qué el feminismo no había considerado que este sujeto podía ser víctima del racismo y del heterosexismo, pues presuponía que aquel sujeto era la mujer blanca —o quien oficiaba como tal en el contexto latinoamericano— y que era heterosexual. Por otra parte, a partir de la década de 1990 empezaron a visibilizarse movimientos de mujeres indígenas (Masson, 2009) y afrodescendientes que planteaban críticas al feminismo urbano y blanco-mestizo hegemónico hasta entonces, al señalar la necesidad de articular las relaciones de género con las relaciones de raza y colonialidad. Para estos movimientos y otras corrientes feministas que han entablado puentes teórico-políticos con el grupo del Proyecto Modernidad/Colonialidad,9 el sujeto del feminismo debía ser heterogéneo, dar cuenta de sus pertenencias cruzadas y ubicar el proyecto feminista en el marco de un proyecto de descolonización del pensamiento y de las relaciones sociales. De manera diferente —pero sinérgica con la propuesta de Chandra Mohanty (2008) de articular distintos movimientos feministas en contra de la globalización en torno a una práctica feminista transnacional—, pensadoras como María Lugones (2010) han invitado a resistir desde la colectividad identitaria del feminismo decolonial. Es decir, desde coaliciones fundadas en la autoconciencia como sujetas y sujetos colonizados y en el reconocimiento mutuo como sujetos de opresión insurgentes.
En resumen, estos distintos feminismos críticos han buscado construir un sujeto político universalizable y relacionarse con otros movimientos sociales sin tener que escoger entre las luchas de distintos movimientos sociales. Sin embargo, esta estrategia no ha estado desprovista de contradicciones. El riesgo inherente a una estrategia política contra-hegemónica construida sobre el “reconocimiento mutuo como sujetos de opresión insurgentes” es que puede hacernos olvidar que esta posición de sujeto no es anterior a las relaciones sociales que la constituyeron como tal y que, por lo tanto, no le pertenece esencialmente a ningún grupo (Bereni et al., 2008: 219).
Reflexiones finales
El origen social de quienes crearon las teorizaciones llamadas hoy interseccionales es fundamental para entender su génesis y desarrollo, y el lugar que ocupan la raza y el racismo como modalidades particulares de la dominación; igualmente, para explicar la importancia de la experiencia y la práctica social como fuentes de conocimiento, y el lugar asignado a la resistencia, la revuelta y la emergencia de nuevos sujetos políticos. Sin embargo, al convertirse la interseccionalidad en la “metáfora feminista más difundida en Europa y los Estados Unidos”, muchos de los trabajos escritos sobre interseccionalidad perdieron conexión con los movimientos sociales que le dieron origen e ignoraron contribuciones importantes hechas por fuera de los contextos universitarios noratlánticos y escritos en lenguas distintas al inglés. La pregunta sobre quién produce el conocimiento, qué conocimiento es válido y quién tiene el poder para decidir estas cuestiones sigue teniendo pertinencia en un campo de conocimiento que no está por encima ni por fuera de las asimetrías en la producción y circulación del conocimiento ni en la participación y representación políticas (ver Coronil, 1998, Roth, 2013).
Los análisis interseccionales permiten y propician una reflexión permanente sobre la tendencia que tiene cualquier discurso emancipador a adoptar una posición hegemónica y a engendrar siempre un campo de saber-poder que comporta exclusiones y cosas no dichas o disimuladas. Sin embargo, no se pueden contentar con repetir lo que Wendy Brown (1995) denominó el “mantra multiculturalista” (raza, clase, género, sexualidad), descuidándonos y cerrándonos frente a la intervención de nuevas diferencias que pueden generar desigualdades significativas y dominación en la vida social (Purtschert y Meyer, 2009). En efecto, si bien estas cuatro categorías han sido las más consideradas, en los últimos tiempos distintos movimientos sociales han hecho un llamado a pensar otras fuentes de desigualdad social en el mundo contemporáneo como la nacionalidad, la religión, la edad y la diversidad funcional,10 por su pertinencia política11.
Gudrun-Axeli Knapp (2005, citada en Roth, 2013) ha señalado además el peligro de que esta teoría se convierta en lo que Derrida llamó un “discurso doxográfico”, es decir, un discurso que corre el riesgo de incurrir en un academicismo capitalista y un uso mercantil de la mención obligada a la interseccionalidad, pero despojada de su concreción, contexto e historia, y por lo tanto de su ímpetu político. Por esta razón, si bien hasta ahora la interseccionalidad ha mostrado ser una teoría y una perspectiva política feminista fructífera, no debemos adoptar frente a ella una actitud prescriptiva. Los cuestionamientos teóricos que suscitó el concepto de género —en los términos planteados por una de sus primeras teóricas, la historiadora Joan Scott (2010), cuando subraya que el género solo es útil como una pregunta, y que en tanto tal no encuentra respuesta sino en contextos específicos y a través de investigaciones concretas— son también válidos para la interseccionalidad. Por esta razón, no basta con preguntar si se trata de una teoría, de un método, de una perspectiva, de una categoría analítica o simplemente jurídica; se requiere formular interrogantes en función de los objetos de estudio. El reto no es encontrar la metáfora más adecuada para expresar las relaciones entre distintas categorías de dominación y orientar las alianzas políticas que se derivan; el reto es preservar “el principio de apertura a las diferencias como una condición y no como un límite de la interseccionalidad” (Purtschert y Meyer, 2009, p. 146).
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La revisión por pares es responsabilidad de la Universidad Nacional Autónoma de México.
1
Este artículo amplía, sintetiza y reúne distintas reflexiones presentadas en diversos seminarios y en el artículo publicado recientemente en francés por la revista Raisons Politiques (Viveros Vigoya, 2015). Se ha beneficiado también de intercambios intelectuales con Eric Fassin, Joan W. Scott y Sara Edenheim, y de los debates planteados por mis estudiantes y colegas en los cursos de Teoría Feminista de la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional de Colombia.
2
Un ejemplo de ello lo constituye la Female Antislavery Society, una asociación fundada en 1833, compuesta por mujeres blancas y negras, de diversas iglesias (cuáqueras, presbiterianas, bautistas, etcétera), que participó en la red clandestina que organizó la huida de los esclavos desde los estados sureños hacia el norte del país (Davis, 2004/1981).
3
Ministra de la Igualdad Racial entre 2011 y 2014.
4
Ver, por ejemplo, Carneiro (2005).
5
Por ejemplo, durante la conferencia realizada en 2009 para celebrar el vigésimo aniversario de su artículo “Demarginalizing the Intersection of Race and Sex” (1989).
6
Para Audre Lorde (1984) es importante tender el puente entre estas diferencias, asumiéndolas como diferencias no dominantes y no como jerarquías.
7
Quibdó y Armenia son dos ciudades colombianas asociadas a dos contextos culturales regionales y a composiciones étnico-raciales muy distintas. La primera está ubicada en la zona del Pacífico y tiene una población predominantemente “negra”; la segunda está en la zona andina y tiene una población predominantemente “blanco-mestiza”.
8
En estas investigaciones buscaba describir y analizar cómo se construye la masculinidad en Colombia y de qué forma la clase, la región, el color de piel y la sexualidad generan normas de masculinidad conflictivas, que permiten historizar y relativizar la supuesta universalidad de la masculinidad.
9
Un colectivo de pensamiento crítico latinoamericano que visibiliza la colonización de América como acto constitutivo de la modernidad y de ese nuevo patrón de dominación material y simbólico denominado colonialidad del poder.
10
Las connotaciones negativas del término “discapacidad” han llevado a buscar otra denominación para referirse a situaciones que determinan que una persona no sea “capaz” de hacer algo o de ser independiente en su entorno cotidiano. En su lugar, se ha propuesto hacer referencia a la “persona con discapacidad” (expresión que reconoce a la persona, pero con limitaciones) o a la “diversidad funcional”. Este último término, poco difundido aún, reconoce la variedad en la sociedad, pero también ha sido objeto de cuestionamientos, incluso al interior de colectivos de “personas con discapacidad”. A mi modo de entender, no debe suponerse que un cambio de término resuelve todos los problemas que suscita la organización productivista de la sociedad que define una norma corporal acorde a sus intereses, pero puede reconocerse la importancia del extrañamiento y reflexión que genera la utilización de un nuevo término.
11
Vale la pena señalar la existencia de desarrollos contemporáneos de la interseccionalidad como los elaborados por Jasbir Puar (2011) a partir de la noción de ensamblaje, cuyo objetivo sería ir más allá de las políticas basadas en la representación identitaria para “repolitizar” el sujeto político “mujeres de color” e incluir en el activismo y la política asuntos como los afectos y las convergencias coyunturales.

The Power of Ideas

Introduction: The Power of Ideas
Gerard Duveen
1 A SOCIAL PSYCHOLOGY OF KNOWLEDGE

Imagine you are looking at an outline map of Europe, with no features marked on it except for the city of Vienna near the centre, and to the north of it the city of Berlin. Where would you then locate the cities of Prague and Budapest? For most people who have grown up since the end of the Second World War both these cities belong to the eastern division of Europe, while Vienna belongs to the West, and consequently both Prague and Budapest should be to the east of Vienna. But now look at a map of Europe and see the actual locations of these cities. Budapest, to be sure, lies further east, downstream along the Danube from Vienna. But Prague lies in fact to the west of Vienna.
This small example illustrates something of the phenomena of social representations.

Our image of the geography of Europe has been reconstructed in terms of the political division of the Cold War, in which the ideological definitions of East and West have come to be substituted for the geographical ones. We can also observe in this example how patterns of communication in the post-war years have influenced this process and stabilized a particular image of Europe. Of course, in the West there has been a fear and anxiety about the East which antedated the Second World War, and which persists even today, a decade after the fall of the Berlin Wall and the end of the Cold War.

But where this representation of a divided Europe in the post-war years had its most powerful influence was in the eclipse of the old image of Mitteleuropa, of a Central Europe embracing the heartlands of the old Austro-Hungarian Empire and stretching northwards towards Berlin. It was this Central Europe, which was dismembered by the Cold War which also ideologically repositioned Prague to the east of ‘Western’ Vienna.

Today the idea of Mitteleuropa is again being discussed, but perhaps the sense of the eastern “otherness” has marked the image of Prague so clearly that it may take a long time before these new patterns of communication reposition the city back to the west of Vienna.

As well as illustrating the role of communication and influence in the process of social representation, this example also illustrates the way in which representations become common sense. They enter into the ordinary and everyday world, which we inhabit and discuss with our friends and colleagues, and they circulate in the media we read and watch. In short, representations sustained by the social influences of communication constitute the realistics of our daily lives and serve as the principal means for establishing the affiliations through which we are bound to one another.

For more than four decades Serge Moscovici, together with his colleagues, has advanced and developed the study of social representations, and this collection brings together some of the central essays drawn from a much larger body of work which has appeared over these years.
Some of these essays have appeared in English before, while some are translated here for the first time. Together they illustrate the ways in which Moscovici has elaborated and defended the theory of social representations, while, in the concluding interview with Ivana Marková, he provides the main elements of the history of his own intellectual itinerary.
At the heart of this project has been the idea of constructing a social psychology of knowledge, and it is within the context of this wider project that his work on social representations needs to be viewed.
What, then, might a social psychology of knowledge look like? What terrain would it seek to explore, and what would be the key features of this terrain? Moscovici himself introduced this theme in the following way:
There are numerous sciences, which study the way in which people handle, distribute and represent knowledge. But the study of how and why people share knowledge and thereby constitute their common reality, of how they transform ideas into practice – in a word, the power of ideas – is the specific problem of social psychology. (Moscovici, 1990a, p. 164)
Thus, from the perspective of social psychology, knowledge is never a simple description or a copy of a state of affairs. Rather, knowledge is always produced through interaction and communication, and its expression is always linked to the human interests, which are engaged. Knowledge emerges from the world in which people meet and interact, the world in which human interests, needs and desires find expression, satisfaction or frustration.
In short, knowledge arises from human passions and, as such, is never disinterested; rather, it is always the product of particular groups of people who find themselves in specific circumstances in which they are engaged in definite projects (cf. Bauer and Gaskell, 1999). A social psychology of knowledge is concerned with the processes through which knowledge is generated, transformed and projected into the social world.
2 A LA RECHERCHE DES CONCEPTS PERDUS
Moscovici introduced the concept of social representation in his pioneering study of the ways in which psychoanalysis had penetrated popular thought in France. However, the work in which this study is reported, La Psychanalyse: son image et son public, first published in French in 1961 (with a second, much revised edition in 1976), remains untranslated into English, a state of affairs which has contributed to the problematic reception of the theory of social representations in the Anglo-Saxon world.
Of course, an English version of this text would not in itself resolve all the differences between Moscovici’s ideas and the dominant patterns of social-psychological thinking in Britain and the USA, but it would at least have helped to reduce the number of misunderstandings of Moscovici’s work which have added a penumbra of confusion to discussions of these ideas in English.
More than this, however, the lack of a translation means that a predominantly monolingual Anglo-Saxon culture has not had access to a text in which the key themes and ideas in the theory of social representations are presented and elaborated in the vital context of a specific research study.
When these ideas are put to work in structuring a research project and in ordering and making intelligible the mass of empirical data which emerge, they also take on a concrete sense which is only weakly visible in more abstract theoretical or programmatic texts.
But if Moscovici’s work has been obscured in the Anglo-Saxon world, the concept of social representation itself has had a problematic history within social psychology.
Indeed, Moscovici entitled the opening chapter of La Psychanalyse ‘Social representation: a lost concept’, and introduces his work in these terms: Social representations are almost tangible entities. They circulate, intersect and crystallize continuously, through a word, a gesture, or a meeting in our daily world.
They impregnate most of our established social relations, the objects we produce or consume, and the communications we exchange. We know that they correspond, on one hand, to the symbolic substance which enters into their elaboration, and on the other to the practice which produces this substance, much as science or myth corresponds to a scientific or mythical practice.
But if the reality of social representations is easy to grasp, the concept is not. There are many good reasons why this is so. For the most part they are historical, which is why we must entrust historians with the task of discovering them. The non-historical reasons can all be reduced to a single one: its ‘mixed’ position at the crossroads between a series of sociological concepts and a series of psychological concepts.
It is at this crossroads that we have to situate ourselves. The route certainly has something pedantic about it, but we can see no other way of freeing such a concept from its glorious past, of revitalizing it and understanding its specificity. ([1961]/1976, pp. 40-1; my translation)
The primary point of departure for this intellectual journey, however, has been Moscovici’s insistence on a recognition of the existence of social representations as a characteristic form of knowledge in our era, or, as he puts it, an insistence on considering ‘as a phenomenon what was previously seen as a concept’ (chapter 1, p. 17).
Of course, to develop a theory of social representations implies that the second step of the journey must be to begin to conceptualize this phenomenon. But before turning to this second step, 1 want to pause for a moment at the first step and ask what it can mean to consider as a phenomenon what was previously seen as a concept, since what might appear as a small aperçu in fact contains some characteristic Moscovician tropes.
First of all, there is a boldness in this idea which is not inhibited from expressing a conclusive generalization, a generalization which also has the effect of radically separating Moscovici’s conception of the aims and scope of social psychology from the predominant forms of the discipline.
More precisely, here Moscovici is affiliating himself with a strand of social-psychological thinking which has always been a minority or marginal strand within a discipline dominated in this century first by behaviourism, and more recently by a no less reductive cognitivism, and throughout this time by a thoroughgoing individualism.
Yet in its origins social psychology was formed around a different set of concepts. If Wilhelm Wundt is mostly remembered today as the founder of experimental psychology, he is also increasingly recognized for the contribution his Voelkerpsychologie made to the establishment of social psychology (Danziger, 1990; Farr, 1996; Jahoda, 1992).
For all its faults, Wundt’s theory nevertheless clearly situated social psychology at the same crossroads between sociological and psychological concepts indicated by Moscovici. Far from opening a productive line of researched theory, Wundt’s work was soon eclipsed by a growing mainstream of psychological thought which rejected any association with the ‘social’ as compromising the scientific status of psychology.
What Danziger (1979) has termed the ‘positivist” repudiation of Wundt served to ensure the exclusion of the social from the theoretical purview of the emerging social psychology.
At least, this was the case in what Farr (1996) has called its ‘psychological’ form, but, as he also notes, a ‘sociological’ form has persisted as well, stemming largely from Mead’s work, in which Wundt’ s Voekerpsycho1ogie was a major influence (and one should add that a concern with the social is also characteristic of Vygotsky’s psychology; cf. chapters 3 and 6). Indeed, Farr has gone on to suggest that Durkheim’s ([1891]/1974) radical separation of ‘individual’ from ‘collective’ representations contributed to the institutionalization of a crisis for social psychology, which persists today.
Throughout the last century, whenever ‘social’ forms of social psychology have emerged we have witnessed the same drama of exclusion which marked the reception of Wundt’s work. A ‘compulsion to repeat’ masks a kind of ideological neurosis, which has been mobilized whenever the social has threatened to invade the psychological. Or, to shift from a Freudian to an anthropological metaphor, the purity of the social has consistently represented a polluting danger to escientific psychology.
Why has it proved so difficult to establish a social psychology which can embrace both the social and the psychological? Although in the quotation above Moscovici suggested that this was a question for historians, he himself has contributed something to clarifying this enigma, as several of the texts collected here bear witness (see chapters 1, 2, 3 and 7).
In a major historical essay, The Invention of Society, Moscovici ([1988]/1993) offers a further set of considerations by addressing the complementary question of why psycho logical explanations have been seen as illegitimate in sociological theory. Durkheim formulated this idea explicitly in his aphorism that ‘every time that a social phenomenon is directly explained by a psychological phenomenon we may be sure that the explanation is false’ ([1895]/1982, p. 129).
But, as Moscovici shows, this prescription against psychological explanation not only runs like a connecting thread through the work of classical writers on modem social theory, it is just as surreptitiously contradicted in these very same texts.
For in producing social explanations for social phenomena, these sociologists (Weber and Simmel are the examples analysed by Moscovici alongside Durkheim) also need to introduce some reference to psychological processes to provide coherence and integrity to their analyses. In short, in this work Moscovici is able to demonstrate through his own analyses of these founding texts of modem sociology that the explanatory frame required for making social phenomena intelligible must include psychological as well as sociological concepts.
Yet the question of why it has been so difficult to achieve a stable theoretical frame embracing both the psychological and the social remains obscure. To be sure, there has been just as much hostility to ‘sociologism’ among psychologists as there has been towards ‘psychologism’ among sociologists.
To say that social psychology as a mixed category represents a form of pollution remains descriptive as long as we do not understand why the social and the psychological are considered to be exclusive categories. This is the heart of the historical conundrum, and it retains its distinctive power even today. While it would be naïve to pretend to offer a clear account of its origin, we can glimpse something of its history in the opposition between reason and culture which, as Gellner (1992) argues, has been so influential since Descartes’s formulation of rationalism.
Against the relativism of culture, Descartes proclaimed the certainty stemming from reason. The argument for the cogito introduced a scepticism about the influences of culture and the social which has been difficult to overcome. Indeed, if Gellner is right in seeing in this argument an opposition between culture and reason, then any science of culture will be a science of unreason. From here it is a short step to becoming an unreasonable science, which seems to be the reputation earned by every attempt to combine sociological and psychological concepts in a 1 mixed’ science. Yet it is just such an ‘unreasonable science’ which Moscovici has sought to resuscitate through a return to the concept of representation as central to a social psychology of knowledge.
3 DURKHEIM THE AMBIGUOUS ANCESTOR
In seeking to establish a ‘mixed’ science centred on the concept of representation, Moscovici has acknowledged an enduring debt to the work of Durkheim. However, as we saw above, Durkheim’s formulation of the concept of collective representations has proved an ambiguous inheritance for social psychology. The effort to establish sociology as an autonomous science led Durkheim to argue for a radical separation between individual and collective representations, and to the suggestion that the former should be the province of psychology while the latter formed the object of sociology (interestingly, in some of his writings on this theme Durkheim toyed with the idea of calling this science ‘social psychology’, but preferred ‘sociology’ in order to eliminate any possible confusion with psychology; cf. Durkheim,
It is not only Farr who has noticed the difficulties, which Durkheim’s formulation has carried for social psychology. In an earlier discussion of the relation between Durkheim’s work and the theory of social representations, Irwin Deutscher (1984) also wrote of the complexity in taking Durkheim as an ancestor for a social-psychological theory.
Moscovici himself has suggested that in preferring the term ‘social’ he wanted to emphasize the dynamic quality of representations as against the rather fixed or static character which they have in the Durkheimian account (cf. chapter 1, where Moscovici illustrates the way in which Durkheim. used the terms ‘social’ and. ‘collective’ interchangeably).
In commenting on this point further in his interview with Marková in chapter 7, Moscovici refers to the impossibility of sustaining any clear distinction between the ‘social’ and the ‘collective’.
These two terms do not refer to distinct orders in the arrangement of human society, but neither is it the case that the terms ‘social representation’ and ‘collective representation’ only mark a distinction without establishing a difference. In other words, Moscovici’s social psychology cannot simply be collapsed into a variant of Durkheimian sociology.
How then should we understand the relation of social representations to the Durkheimian concept? From a social-psychological perspective one might be tempted to think that the resolution of this ambiguity could be sought through a clarification of the terms ‘individual’ and ‘collective’ as they are used in Durkheim’s argument.
However, it is by no means clear that such an endeavour could successfully reclaim some theoretical space for a social psychology, particularly since, as Farr (1998) points out, the question is rendered problematic by the recognition of individualism as a powerful collective representation in modem society.
A more productive approach can be seen through a further reflection on Durkheim’s argument itself. Durkheim was not simply concerned to establish the sui generis character of collective representations as one element in his effort to sustain sociology as an autonomous science. His whole sociology is itself consistently oriented to what it is that holds societies together, that is, to the forces and structures, which can conserve or preserve the whole against any fragmentation or disintegration.
It is within this perspective that collective representations take on their sociological significance for Durkheìm; their constraining power helps to integrate society and conserve it. Indeed, it is partly this capacity for sustaining and conserving the social whole which gives collective representations their sacred character in Durkheim’s discussion of The Elementary Forms of Religious Life (1912/1995).
Moscovici’s social psychology, on the other hand, has been consistently oriented to questions of how things change in society, that is, to those social processes through which novelty and innovation become as much a part of social life as conservation or preservation. I have already alluded to his interest in the transformation of common sense in his study of social representations of psychoanalysis. It is in the course of such transformations that anchoring and objectification become significant processes (cf. chapter 1).
A clearer statement of this focus of Moscovici’s work can be found in his study of social influence (1976) which, in fact, carries the title Social Influence and Social Change. The point of departure for this study was his dissatisfaction with models of social influence which apprehended only conformity or compliance. If this were the only process of social influence, which existed, how would any social change be possible?
Such considerations led Moscovici to an interest in the process of minority influence or innovation, an interest he has pursued through a series of experimental investigations. It is this concern with innovation and social change which also led Moscovici to see that, from a socialpsychological perspective, representations cannot be taken for granted, nor can they serve simply as explanatory variables.
Rather, from this perspective it is the construction of these representations which is the issue to be addressed, hence his insistence both on considering ‘as a phenomenon what was previously viewed as a concept’ and in emphasizing the dynamic character of social representations against the static character of collective representations in Durkheim’s formulation (a more extended discussion of this point by Moscovici can be found in chapter 1).
Thus, where Durkheim looks to collective representations as the stable forms of collective understanding with the power of constraint which can serve to integrate society as a whole, Moscovici has been more concerned to explore the variation and diversity of collective ideas in modem societies.
This diversity itself reflects the lack of homogeneity within modem societies, in which differences reflect an unequal distribution of power and generate a heterogeneity of representations. Within any culture there are points of tension, even of fracture, and it is around these points of cleavage in the representational system of a culture that new social representations emerge.
In other words, at these points of cleavage there is a lack of meaning, a point where the unfamiliar appears, and just as nature abhors a vacuum, so culture abhors an absence of meaning, setting in train some kind of representational work to familiarize the unfamiliar so as to re-establish a sense of stability (cf. Moscovici’s discussion of unfamiliarity as a source of social representations in chapter 1).
Cleavages in meaning can occur in many ways. It can be very dramatic, as we all saw as we watched the fall of the Berlin wall and felt the structures of meaning which had held a settled view of the world since the end of the war evaporate. Or again, the sudden appearance of new and threatening phenomena, such as HIV/AIDS, can be the occasion for representational work. More frequently social representations emerge around enduring points of conflict within the representational structures of culture itself, for example, in the tension between the formal recognition of the universality of the ‘rights of man’ and their denial to particular groups within society. The struggles which have ensued have also been struggles for new forms of representations.
The phenomenon of social representations is thus linked to the social processes woven around differences in society. And it is in giving an account of this linkage that Moscovici has suggested that social representations are the form of collective ideation in conditions of modernity, a formulation which implies that under other conditions of social life the form of collective ideation may also be different.
In presenting his theory of social representations, Moscovici has often drawn this contrast (cf. chapter 1), and at times suggested that it is a major reason for preferring the term ‘social’ to Durkheim’s collective’. There is an allusion here to a complex historical account of the emergence of social representations which Moscovici sketches in only very lightly and, without attempting to provide a more detailed or extensive account, it will be helpful in understanding something of the character of social representations to draw attention here to two related aspects of this historical transformation.
Modernity always stands in relation to some past, which is considered as traditional, and while it would be mistaken (as Bartlett, 1923, saw so presciently) to consider premodern – or traditional – societies as effectively homogeneous, the central thread in Moscovici’s argument about the transformation of the forms of collective ideation in the transition to modernity is concerned with the question of legitimation.
In pre-modern societies (which in this context means feudal society in Europe, although this point may also be relevant to other forms of premodem society) it is the centralized institutions of Church and State, Bishop and King, which stand at the apex of the hierarchy of power and regulate the legitimation of knowledge and beliefs.
Indeed, within feudal society the very inequalities between different social layers within this hierarchy were recognized as legitimate. Modernity, in contrast, is characterized by more diverse centres of power, which claim authority and legitimacy, so that the regulation of knowledge and belief is no longer exercised in the same way. The phenomenon of social representations can, in this sense, be seen as the form in which collective life has adapted to decentred conditions of legitimation.
Among the new forms of knowledge and belief, which have emerged in the modem world, science has been an important source, but so too, as Moscovici reminds us, has common sense. Legitimacy is no longer guaranteed by divine intervention, but becomes part of a more complex and contested social dynamic in which representations of different groups in society seek to establish a hegemony.
The transition to modernity is also characterized by the central role of new forms of communication, originating with the development of the printing press and the diffusion of literacy. The emergence of new forms of mass communication (cf. Thompson, 1995) has both generated new possibilities for the circulation of ideas and also drawn wider social groups into the process of the psychosocial production of knowledge.
This theme is too complex to deal with adequately here, except to say that in his analysis of the different forms of representation of psychoanalysis in the French mass media, Moscovici (1961/1976) shows how propagation, propaganda and diffusion take the forms they do because different social groups represent psychoanalysis in different ways, and seek to structure different kinds of communication about this object through these different forms.
Each of these forms seeks to extend the influence of a particular representation, and each of them, also claims its own legitimacy for the representation it promotes. It is the production and circulation of ideas within these diffuse forms of communication that distinguishes the modem era from the pre-modem, and helps to distinguish social representations as the form of collective ideation distinct from the autocratic and theocratic forms of feudal society. Questions of legitimation and communication serve to emphasize a sense of the heterogeneity of modern social life, a view which has helped to give research on social representations a distinct focus on the emergence of new forms of representation.
4 SOCIAL REPRESENTATIONS AND SOCIAL PSYCHOLOGY
The reception of the theory of social representations within the broader discipline of social psychology has been both fragmentary and problematic. If one looks back to the ‘golden era’ of social psychology, one can see a certain affinity between Moscovici’s work and that of such predecessors as Kurt Lewin, Solomon Asch, Fritz Heider or, perhaps the last representative of that era, Leon Festinger – an affinity rather than a similarity, for while Moscovici’s work shares with these predecessors a concern with analysing the relations between social processes and psychological forms, his work retains a distinctive quality, just as these authors differ from one another.
Nevertheless, it is not hard to imagine the possibility of a productive conversation based on this affinity. But it is difficult to imagine such a productive conversation across the discipline of social psychology existing today, where the predominance of information processing paradigms and the emergence of varieties of ‘post- modernist’ forms of social psychology have increased the segmentation of the field.
Moscovici (1 984b) himself has suggested that contemporary social psychology continues to exhibit a kind of discontinuous development of changing and shifting paradigms, ‘lonely paradigms’ as he describes them. Within this flux each paradigm appears more or less disconnected from its predecessors and leaves little trace on its successors.
In this context it has been the common fate of theoretical interventions in social psychology to flicker briefly before passing into a kind of shadow land at the margins of a discipline which has shifted its centre towards the next paradigm, leaving little time for ideas to be assimilated and turned to productive use. From this point of view there is something remarkable in the persistence of the theory of social representations over a period of forty years.
In spite of its problematic relation to the shifting terrain of the mainstream of the discipline, the theory of social representations has survived and prospered. It has become not only one of the most enduring theoretical contributions in social psychology, but also one that is widely diffused across the world.
In his discussion of paradigms in social psychology, Moscovici goes on to argue that: concepts that operate at great depths seem to take over fifty years to penetrate the lowest layers of a scientific community. This is why most of us are only now beginning to sense the meaning of certain ideas that have been germinating in sociology, psychology and anthropology since the dawn of the century. (Moscovici, 1984b, p. 941)
It is this constellation of ideas that forms the focus for some of the essays in this collection (see especially chapters 3 and 6 and the interview in chapter 7), and within which the theory of social representations has taken shape.
To appreciate the distinctiveness of Moscovici’s contribution it is important to recall first of all what his social-psychological innovation reacted against. The cognitive revolution in psychology initiated in the 1950s legitimated the reintroduction of mentalistic concepts which has been proscribed by the more militant forms of behaviourism which had dominated the first half of the twentieth century, and subsequently, the idea of representations has been a central element in the emergence of cognitive science in the past two decades.
But from this perspective, representation has generally been viewed in a very restricted sense as the mental construction of an external object. While this has allowed the development of an informational calculus in which representations have been central terms, the social or symbolic character of representations has rarely figured in such theories.
To return for a moment to the example of the map of Europe, while contemporary forms of cognitive science might recognize the displacement of Prague in popular representations, it has no concepts through which to grasp the significance of this displacement nor the influences of the social processes, which underlie it. At best, such a displacement would appear as one of the many ‘biases’ in ordinary thinking, which have been documented in theories of social cognition.
But whereas such theories in social psychology have discussed ‘biases’ as examples of how ordinary thought departs from the systematic logic of science, from the point of view of social representations they are seen as forms of knowledge produced and sustained by particular social groups in a given historical conjuncture (cf. Farr, 1998).
Thus, whereas the ‘classical’ forms of cognitive psychology (including social cognition, which has become the predominant contemporary form of social psychology) treat representation as a static element of cognitive organization, in the theory of social representation the concept of representation itself is given a more dynamic sense, referring as much to the process through which representations are elaborated as to the structures of knowledge which are established.
Indeed, it is through its articulation of the relation between process and structure in the genesis and organization of representations that the theory offers a perspective in social psychology distinct from that of social cognition (cf. Jovchelovitch, 1996). For Moscovici the source of this relationship lies in the function of representations themselves. Echoing earlier formulations by McDougall and Bartlett, Moscovici argues that ‘the purpose of all representations is to make something unfamiliar, or unfamiliarity itself, familiar (cf. chapter 1, p. 37).
Familiarization is always a constructive process of anchoring and objectification (cf. chapter 1) through which the unfamiliar is given a place within our familiar world. But the same operation, which constructs an object in this way is also constitutive of the subject (the correlative construction of subject and object in the dialectic of knowledge was also a characteristic feature of Jean Piaget’s genetic psychology and Lucien Goldmann’s genetic structuralism).
Social representations emerge, not merely as a way of understanding a particular object, but also as a form in which the subject (individual or group) achieves a measure of definition, an identity function which is one way in which representations express a symbolic value (something which also lends Moscovici’s notion of familiarization an inflection which is distinct from McDougall or BartIett).
In the words of Moscovici’s long-term colleague Denise Jodelet, representation is ‘a form of practical knowledge [savoir] connecting a subject to an object’ (Jodelet, 1989, p. 43, my translation), and she goes on to note that ‘qualifying this knowledge as “practical” refers to the experience, from which it is produced, to the frameworks and conditions in which it is produced, and above all to the fact that representation is used for acting in the world and on others’ (Jodelet, 1989, pp. 43-4, my translation).
Representations are always the product of interaction and communication, and they take their particular shape and form at any moment as a consequence of the specific balance of these processes of social influence.
There is a subtle relationship here between representations and communicative influences, which Moscovici identifies when he defines a social representation as: a system of values, ideas and practices with a twofold function: first, to establish an order which will enable individuals to orientate themselves in their material and social world and to master it; and secondly to enable communication to take place among the members of a community by providing them with a code for social exchange and a code for naming and classifying unambiguously the various aspects of their world and their individual and group history. (1976, p. xiii)
This relationship, between representation and communication may well be the most controversial aspect of Moscovici’s theory, and in his own work it is most clearly expressed in the second part of his study of La Psychanalyse, the analysis of representations in the French media that 1 described above (and this is one point where an understanding of the theory of social representations has been most seriously hampered by the lack of an English translation of this text, as Willeim Doise (1993) has noted; this section of the book has rarely figured in Anglo-Saxon discussions of the theory).
In relation to cognitive psychology it is not difficult to see why this conception should be controversial, since the enduring weight of the idea of psychology as a natural science focused on processes removed from the polluting influence of the social has made the idea that our beliefs or actions may be formed out of such influences all but unthinkable.
Of course, Moscovici’s is not the first psychology to propose such a theme. Freudian psychoanalysis, for instance, has sought the origins of thoughts in libidinal processes, which, especially for the school of object relations, reflect the child’s early experiences in the world of others (cf. Jovchelovitch, 1996).
Mead too could be said to have made a similar argument in his analysis of the development of the self (cf. Moscovici, 1990b). But Moscovici’s work does not address the libidinal origins of our thoughts (though Lucien Goldmann (1976) has made a suggestive parallel between the organization of psycho- analytic and social constructions), nor is he primarily concerned with the interpersonal sources of the self.
His main focus has been to argue not simply that collective ideation is organized and structured in terms of representations, but that this organization and structure is both shaped by the communicative influences at work in society and at the same time serves to make communication possible.
Representations may be the product of communication, but it is also the case that without representation there could be no communication. Precisely because of this interconnection representations can also change, the stability of their organization and structure is dependent on the consistency and constancy of the patterns of communication, which sustain them.
Changing human interests can generate new forms of communication resulting in innovation and the emergence of new representations. Representations in this sense are structures, which have achieved stability through the transformation of an earlier structure.
If the perspective offered by the theory of social representations has generally been too sharply contrasted with the mainstream of the discipline for a constructive dialogue to emerge (although an interest in it is beginning to emerge in the United States; cf. Deaux and Philogene, 2000), what has been both more surprising and more disappointing has been the reception of the theory among those currents of social-psychological thought which have been its neighbours in this marginal shadowland.
With some notable exceptions (e.g. Billig5 1988, 1993; Harré, 1984, 1998, which have entered into a dialogue of constructive engagement from rhetorical and discursive perspectives) most commentaries from outside the mainstream have been antagonistic or even hostile to the theory of social representations (see, for example, the catalogue of objections in the recent contribution from Potter and Edwards, 1999).
There is no space here to give a systematic account of all the criticisms levelled at Moscovici’s work, but a focus on some key themes will not only serve to give a flavor of the issues raised, but also to elaborate a little further some of the central characteristics of the theory itself.
In one sense, as I mentioned earlier, Moscovici’s work formed part of the European perspective in social psychology, which emerged in the 1960s and 1970s. However, looking back at this work now one also notices the differences within this ‘European’ outlook. For example, the collection edited by Israel and Tajfel (1972, a work often cited as a primary source for the European view, and for which chapter 2 of this collection was Moscovici’s contribution) appears now to be characterized as much by the diversity of their views as by a common critical spirit among the contributors.
Some of the strongest criticism of social representations has come from Gustav Jahoda (1988; see also Moscovici’s 1988 reply), who, belongs to the same generation of social psychologists as Moscovici, and who has made his own contribution to the ‘European’ tradition. For Jahoda, far from helping to illuminate the problems of social psychology, the theory of social representations has rather served to obscure them. In particular, he finds the theory vague in the construction of its concepts, a charge which has been an important theme in discussions of social representations, surfacing again recently in a more sympathetic commentary by Jan Smedslund (1998; see also Duveen, 1998).
Vagueness, of course, is largely a matter of a point of view. Where one writer finds a theory to be so lacking in precision as to present nothing more than a series of chimeras, for other writers the same theory can open new pathways for considering old problems.
Thus Jahoda suggests that, shorn of its rhetoric, the theory of social representations contributes little which is not already contained in the traditional social psychology of attitudes. But, as Japars and Fraser (1984) have shown, while the original formulation of the concept of social attitudes in the work of Thomas and Znaniecki (1918-20) may have some important similarities with the concept of social representations, the concept of attitude has itself undergone a considerable transformation in subsequent socialpsychological theories.
In this transformation the idea of attitude has been stripped of its social and symbolic content and origins. In contemporary social psychology, attitudes appear as individual cognitive or motivational dispositions, so that the idea of an inherent connection between communication and representation has evaporated. If research in social representations has continued to employ some of the technology of attitude measurement, it has sought to ‘frame these attitudes as part of a broader representational structure (see also the discussion – of the relations between attitudes and representations in the interview in chapter 7).
From another perspective, the more radical strands of discourse theory in social psychology (e.g. Potter and Edwards, 1999) have objected to the idea of representation itself as being a lingering attachment to ‘modernist’ cognitive psychology. From this point of view all social psychological processes resolve themselves into the effects of discourse, and the fleeting achievements and reformulations of identity, which it sustains.
It is the activity of discourse alone which can be the object of study in this form of social psychology, and any talk of structure and organization at the cognitive level appears as a concession to the hegemony of information-processing models (and it matters little for these critics that the theory of social representations has always insisted on the symbolic character of cognition; see also Moscovici’s comments in the interview in chapter 7).
Here the vagueness of social representations is held to be its insufficiently radical departure from a ‘mentalistic’ discourse, but as Jovchelovitch (1996) has observed, the rush to evacuate the mental from the discourse of social psychology is leading to the re-creation of a form of behaviourism.
Whatever its critics might suggest, the theory of social representations has appeared sufficiently clear and precise to support and sustain a growing body of research across diverse areas of social psychology. Indeed, from a different point of view one could argue that research on social representations has contributed as much as if not more than other work in social psychology to our understanding of a wide range of social phenomena (such as the public understanding of science, popular ideas of health and illness, conceptions of madness, or the development of gender identities, to name but a few).
Nevertheless, the insistence with which the charge of vagueness has been levelled against the theory deserves some further consideration. Some sense of what is intended by this characterization of the theory can be identified by considering some of the central research studies it has inspired. In addition to Moscovici’s own study of representations of psychoanalysis, Denise Jodelet’s ([1989]/1991; see also chapter 1) study of social representations of madness in a French village offers a second paradigmatic example of research in this field.
Methodologically these two studies adopt quite different approaches (indicating the importance of what Moscovici has referred to as the significance of ‘methodological polytheism’). Moscovici employed survey methods and content analysis while Jodelet’s study is based on ethnography and interviews. What both studies share, however, is a similar research strategy in which the initial step is the establishment of a critical distance from the everyday world of common sense in which representations circulate.
If social representations serve to familiarize the unfamiliar, then the first task of a scientific study of representations is to make the familiar unfamiliar in order that they may be grasped as phenomena and described through whatever methodological techniques may be appropriate in particular circumstances. Description, of course, is never independent of the conceptualization of phenomena, and in this sense the theory of social representations provides the interpretative framework both for making representations visible and for rendering them intelligible as forms of social practice.
The question of vagueness can be seen to be largely a methodological issue, since it refers primarily to what different social-psychological perspectives render visible and intelligible. In this respect different perspectives in social psychology operate with different criteria and conditions. Armed with the conceptual apparatus of traditional social psychology, one will struggle to see anything other than attitudes, just as the discursive perspective will uncover only the effects of discourse in social-psychological processes. Each of these approaches operates within a more or less hermetically sealed theoretical universe.
Within each perspective there is a conceptual order which brings clarity and stability to the communication within it (each perspective, we could say, ‘establishes its own code for social exchange’). What lies outside a particular perspective appears vague, and the harbinger of disorder. This, of 9, course, is no more than an expression of the enduring crisis in the discipline of social psychology, which continues to exist as a set of ‘lonely paradigms’.
Recognizing this state of affairs by itself confers no special or privileged status on the theory of social representations. What gives Moscovici’s work its particular interest, and the reason why it continues to command attention, is that his work on social representations forms part of a broader enterprise to establish (or re-establish) the foundations for a discipline which is both social and psychological.
5 TOWARDS A GENETIC SOCIAL PSYCHOLOGY
From this point of view it is important to situate Moscovici’s studies of social representations within the context of his work as a whole, since it is as part of a wider contribution to social psychology that this work remains of capital significance. I have already alluded to the sense in which his work has expressed a critical and innovative spirit in relation to the discipline, and in this sense it also contributed to a wider critical reappraisal of the dominant forms of social psychology, which began in the 1960s and was for a time associated with a distinctively European perspective on the discipline (something of this critical spirit is evident in many of the chapters in this collection, but particularly in chapter 2 and the interview in chapter 7).
What has marked Moscovici’s contribution as innovative is that it has not been limited to a negative critique of the weaknesses and shortcomings of the predominant forms of social psychology, but has always rather sought to elaborate a positive alternative. In this respect, it is also important to recognize that while the theory of social representations has been one centre of this theoretical endeavour, Moscovici’s work has ranged more widely across social psychology, encompassing studies of crowd psychology, conspiracy and collective decisions, as well as the work on social influence.
In all of these contributions one finds the same inspiration at work, a particular form of what we might describe as the ‘social psychological imagination’. If Moscovici’s work can be seen as offering a distinct perspective on social psychology, it is a perspective which is broader than what is connoted simply by the term social representations, although this term has often been taken as emblematic of this perspective.
Moscovici himself has only rarely ventured into efforts at articulating the interconnections between these different areas of work (though the interview in chapter 7 offers some significant thoughts). In part this reflects the fact that each of these areas of work has been articulated through different methodological procedures. His studies of social influence and group processes, for instance, have been rigorously experimental, while his study of the crowd drew on a critical analysis of earlier conceptualizations of mass psychology.
In part it may also reflect the sense that these studies focus on different levels of analysis, from face-to-face interaction through to mass communication and the circulation of collective ideas. Yet all these studies seem to be ‘pregnant’ with the ideas, which have been articulated around the concept of social representations so that a focus on this concept can indicate something of his underlying perspective.
In this respect the essay on Proust in chapter 5 offers an illuminating study of the intricacies of the relations between influence and representation. Another example is his critical analysis of Weber’s discussion of the Protestant ethic in The Invention of Society (Moscovici ([ 1988]/1993).
What is apparent in both of these essays is that influence is always directed at sustaining or changing representations, while conversely, specific representations become stabilized through a balance achieved in a particular pattern of influence processes.
Here, as in the studies of decision-making in groups, it is the relationship between communication and representation, which is central.
In his book on social influence, Moscovici (1976) identified the perspective he described as a ‘genetic social psychology’ to emphasize the sense that influence processes emerged in the communicative exchanges between people. The use of this term ‘genetic’ echoes the sense it was given by both Jean Piaget and Lucien Goldmann.
In all of these instances, particular structures can only be understood as the transformations of earlier structures (Cf. the essay on themata in chapter 4). In Moscovici’s social psychology, it is through communicative exchanges that social representations are structured and transformed. It is this dialectical relationship between communication and representation which is at the core of Moscovici’s ‘social psychological imagination’, and is the reason for describing this perspective as a genetic social psychology (cf. Duveen and. Lloyd, 1990).
In all communicative exchanges there is an effort to grasp the world through particular ideas and to project those ideas so as to influence others, to establish a certain way of making sense so that things are seen in this way rather than that way. Whenever knowledge is expressed it is for some purpose; it is never disinterested.
When Prague is located to the east of Vienna a certain sense of the world and particular set of human interests is being projected. The pursuit of knowledge returns us to the hurly-burly of human life and human society; it is here that knowledge takes shape and form through communication, and at the same time contributes to the shaping and forming of communicative exchanges. Through communication we are able to affiliate with or distance ourselves from others.
This is the power of ideas, and Moscovici’s theory of social representations has sought both to recognize a specific social phenomenon and to provide the means for making it intelligible as a social psychological process.
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NB. Where two dates are given for a text, the first indicates the date of the original publication, and the second that of a later edition or an English translation.
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An essay on social representations and ethnic minorities

An essay on social representations and ethnic minorities (2011)
Serge Moscovici

1 The Berlin Wall comes down

I assume there is no need to demonstrate that the years that followed the collapse of the Berlin Wall represented a major turning-point for the human sciences, and therefore for our science – if, and when, it regards itself as a human science!
What happened at that time, and what has happened since, was a refutation, a falsification of the doctrines and practices that triumphed after the Russian Revolution; and this mobilized proletarian masses who were convinced by the ideas of the day that the basic conflicts of capitalism would inevitably be resolved by the Revolution. The Revolution marked the beginning of a final struggle that would lead to the classless society, the abolition of all inequalities, and to the withering away of States, and therefore of wars and nations.

Such was the prospect held out to proletarians who had no ‘country’, as the expression goes: the Revolution would result in the disappearance of all prejudices and of all those forms of segregation – based upon gender, colour or ethnicity – that had until then kept minorities apart.

The end of history is an illusion, and no-one can escape their destiny. Other groups and other social movements might have been expected to take the place of social classes, to state in familiar terms what the tasks of society were and, indeed, to get on with them. So far as I am concerned, I subsequently wrote that this role would be played by minorities – ethnic minorities, women, and so on – who had been passive for so long and would become active when, like volcanoes that had been dormant for hundreds of years, they erupted into life.

But it was a surprise to see that ethnic issues were beginning to emerge, and that relations between ethnic minorities and the nations in which they had lived for centuries were taking on an eminently classical form. Not entirely, but I will come back to that point. To avoid any possible misunderstanding, let me evoke three points.
First, I have always admired the psychologists who work in the field of prejudice, racism and so on, but had never become involved with it. I then broke my own rule when a Gypsy village in Eastern Europe was burned down and when it became apparent that there was also growing hostility towards Gypsies in Western Europe. The Gypsies are a people with a solid social structure, but with no common language, territory or religion.
It might be said that they are nomadic. But is that really the case? It is by no means certain, but there is virulence to the persecution of minorities in general, and nomadic minorities in particular, that is otherwise found only in the persecution of heretics.
Second, I began by presenting a paper on ‘the nomadic element’ in Gypsy minorities to the Amalfi International Sociological Conference in 1995. With the encouragement of my colleagues, I then established a research project at the Laboratoire européen de psychologie sociale.
Juan Pérez, a Professor at Valence who has a passion for the Gypsy people, has always been the driving force behind this research. My purpose here is not to present the findings of that research, but to outline a few thoughts about how our theory of social representations might be able to contribute to a study of the interaction between a minority that suffers discrimination and the majority that discriminates against it, or, in a word, of prejudices and relations between groups. This will also shed some new light on a very old phenomenon to which most research in social psychology has been devoted.
Last, Primo Levi rightly remarked that the fact that there is no single explanation for phenomena relating to prejudice and intolerance does not mean that there are many explanations. If there are many explanations, we need to find reasons for their existence. It is therefore not the critique of these many theories that seems to me to be problematic, but rather the fact that the reasons for them have been considered to be above all criticism.
2 The Eichmann experiment
2.1 Facts and values
I think we can rightly say that if we look at human history, it is very unusual for a community or an ethnic group that has immigrated to different countries not to be assimilated by some groups or the state. For example, millions of Spaniards, Poles, Portuguese and Russians have immigrated to the same regions of France, and have become authentically French within the space of one or two generations. They carry no significant traces of their countries of origin, except for their names and perhaps their cuisine.
I think it is essential to prove that prejudices are obstacles or motives that encourage ethnic groups or communities to accept this shared fate and to play a normal part in the life of a society. When we think about this eminently trivial ‘law’, we say to ourselves that what we call a prejudice is neither an expression nor a definition of a given reality, but of the goal or aim of a group or a society.
We cannot live together without knowing what that goal is or without sharing it. What concerns me, and what surprises me most, is that most theories or discussions of prejudices, stereotypes and relations between groups are couched in terms of the logic of facts and categories as in Allport’s (1954: 170) classic study: ‘The cognitive processes of prejudiced people are in general different from the cognitive processes of tolerant people’.
I would be the last to challenge the generous nature of this explanation. At the same time, these notions of prejudice, stereotype, category, and so on, carry family resemblances with the old notion of the omnipotence of ideas. Moreover, I have learned from experience that, when danger arises, a persecuted minority cannot expect too much of the cognitive difference between prejudiced and tolerant people.
I do not want to appear to be an expert in this field. Many researchers who illuminate this cognitive perspective, and who have performed beautiful experiments, Tajfel (1978) being the best known and widely discussed (Billig, 1988), have helped me to understand what racism is about. But it is necessary to recognize that in general the balance is tilted in favour of facts, rather than of values.
2.2 Obedience to authority
I respect the talent and knowledge of my colleagues and do not see it as my goal to criticize their theories. Yet many indices show that our science did not concentrate, after the War, on efforts to describe or explain the phenomena which cost millions and millions of lives. So I will start my reflection by looking at the well-known experiment carried out by Milgram (1974).
Whilst I did not meet him at the time he carried out his experiment, I knew him long enough to see how much he suffered from isolation, and how his work has been judged as unethical by his colleagues. This is due to the fact that social psychology has ceased to explore, unlike other human sciences, the mass phenomena characteristic of our modern and disturbed society. Spinoza warned mankind of the cost of passions: they darken reason and become a form of madness.
You will recall that in Milgram’s experiment an individual, selected at random, inflicted on another individual – a human guinea pig – electric shocks ranging from mild to dangerous, and that two-thirds of the ‘naïve subjects’ were willing to inflict pain on their fellow human beings. When I gave the manuscript describing this research to two colleagues, they said: ‘Either they are sadists, or it’s a case of “human to human”’.
‘It’s an experiment about Auschwitz!’ they exclaimed. And there was some truth in that remark. These experiments were inspired by the Eichmann trial that took place in Jerusalem at the same time. Milgram followed the legal preparations for that major crime, and he also studied Hannah Arendt’s (1965) book Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil.
In her eyes Eichmann was a civil servant stripped of any passion, someone with ideological motives, who persecuted Jews to death insofar as he obeyed the totalitarian regime that overturned the code of morality. Eichmann was hanged a few days after the first series of Milgram’s experiments was completed, and this made a bond between the two events.
It suggested that the persecution of the Jews by the Nazis was the most extreme case of those that were committed by thousands of people in the name of obedience. The well-known social psychologist Gordon Allport used to call this experiment on the relationship between a persecuting majority and a persecuted minority ‘the Eichmann Experiment’. As everyone knows, of course, the experiment is very exciting and has attracted universal attention.
The theory is quite disappointing. On the one hand it proposes a biological explanation for the social phenomenon. Milgram argued that becoming a member of authority of a dominating social group provides an evolutionary advantage to cope with a hostile environment. The propensity for obedience is inherent in such a hierarchical organization mode. Sometimes, when he described the relationship between Nazism and his experiment, Milgram considered obedience to authority as a kind of action exercised almost physically by the powerful on the powerless (Milgram, 1967).
The thinking of Milgram oscillates between two lines of interpretation, two approaches towards authority – as a state of our nature and as a state of violence (Blass, 2004). This is something of a current tendency in social psychology.
And yet, as we have known since the days of the Romans, the notion of autoritas, which has a symbolic and moral value, is clearly distinguished from the notion of potestas, or the power that is exercised physically. In a word, it is violence.
In contrast, having authority over an individual or group presupposes a pre-existing symbolic relationship, such as that between father and son or between teacher and pupil, and therefore a conscious and voluntary act. In a fine little book on authority, the philosopher Kojève writes that an agent can, if he or she is free and self-conscious, act upon others (or an other) without those others (or other) reacting, even though they are capable of doing so (Kojève, 2004: 60).
Without wishing to take myself too seriously, I would add that Milgram’s experiments prove this hypothesis. There is no need to suppose that the people who took part did not react and that they behaved in the way that they did because of innate cruelty or some kind of desire. Instead, we may suppose that they were convinced of acting in order to advance science or that they were sacrificing their conscience on the altar of science.
It is much more ordinary and less difficult to admit that we do not wish to disturb ‘the order of things’; we say this, because we are reluctant to break the moral link with the values of justice, knowledge and nationality associated with authority. Milgram’s theory has nothing to say about all this, and that is why it is not convincing (Blass, 2004).
His experiments are shocking because of their implications, and they have become a demonstration of the human propensity for ‘evil’, of society’s moral decay, or of the wretchedness of ordinary men who can become murderers without realizing what they are doing. We accept this because men have been convinced since time immemorial that evil is inevitable. It is a metaphor of Milgram’s desire to get away from the abstract conception of relations of authority and the discovery of the form of racist dehumanization known as the Holocaust.
2.3 Disobedience to authority
The study of human experience is a painful task in search of the bleeding truth, which one does not want always to see. On more than one occasion Milgram found his results unbelievable and he was beside himself because of it. Sometimes it is all too easy to forget that science was his vocation. He believed in the experimental method, and always saw it as a privileged viewpoint.
The crux of the matter is that a human group in his experiments used torture not because it was prejudiced or motivated by passion, but because it was under an obligation, obeyed a hierarchy and was proud of carrying out duty. ‘He believed,’ writes Milgram’s biographer (Blass, 2004: 269), ‘that his experiments spoke to all hierarchical relationships in which people become willing agents of legitimate authority to whom they relinquish responsibility for their actions. Having done so, their actions are no longer guided by their conscience but by how adequately they have fulfilled the authority’s wishes.’ The experiment, which became something of a showpiece, succeeded in suggesting how ‘nasty’ and ‘brutish’ is ‘human nature’. It would, however, be more interesting or realistic to think, or perhaps to observe, a relationship between the in-group and the out-group resisting authority, rather than passing a judgement on those who were being blindly obedient. In the German universities and Churches of the day, silence meant consent, a consent legitimizing ‘the banality of evil’.
One recalls the famous lecture in which Max Weber advised students and teachers that they should conform to the demands of their profession and their institutions, to behave as civil servants, and not as prophets. Social responsibility is a duty; convictions are a private choice:
When an official receives an order, his honour lies in his ability to carry it out, on his superior’s responsibility, conscientiously and exactly as if it corresponded to his own convictions. This remains so even if the individual thinks that the order is wrong, and if, despite his or her protests, the superior insists on compliance. (Weber, 2004: 54)
As the proverb says, silence is consent.
Social inertia and obedience triumphed in Germany, Italy and elsewhere. Besides Denmark, only one small country, Bulgaria, proved to be the exception to the rule in Europe. As other small countries in Eastern Europe, it was expected to carry out the Nazis’ order to the letter. In his admirably level-headed book The Fragility of Goodness, Todorov begins by describing the Eichmann envoys’ implementation of the programme to deport the Jewish population to the extermination camps.
After negotiations and some resistance, the Bulgarian heads of parties, even the King, agreed to pass the law of approval by the National Assembly. When the news emerged, rumours and signs of opposition became widespread. Action was needed to prevent violence and suffering that might ‘expose the government and the entire nation to accusations of mass murder’ (Todorov, 19992001: 28).
Various protests and ‘disorderly’ reactions on the part of the population were recorded. They noisily denounced both the authorities and anyone who obeyed them. The petitions of writers and lawyers, the open letters written by political personalities, and last but not least the statement issued at the highest level by the Church, are essential reading. The Holy Synod’s statement reads:
The Church of Christ, which received from its divine founder the eternal and imperious commandment to teach and baptise in the name of the Father, the Son and the Holy Spirit, to accept all men in its midst and point them the way to salvation, cannot agree to measures contrary to its divine mission of salvation and to the eternal commandment of its founder, Christ God. (Todorov, 19992001: 55)
I do not remember having read another similar declaration from those dark times. More specifically, it asked that ‘No actions shall be taken against the Jews as a national minority; however, specific measures shall be taken against any real danger, whatever its origin that might threaten the spiritual, cultural, economic, social and political life of the Bulgarian people’ (Todorov, 19992001: 56). The disobedience of the various actors had a unique effect: all the authorities from the government to the royalty abandoned their law and the Eichmann administrators’ plans.
‘Wait and see’ in a catastrophe means not having the courage to express one’s convictions. The study of this dangerous tendency of humans to obey is not at the heart of our contemporary social psychology. This was once the task of religion. There is now a lack of religion. We should, however, avoid all grandiloquence as we explore a phenomenon which, in my opinion, despite so many studies, is still enigmatic. Milgram’s experiments are too. And the way he explored people’s relationships at a crucial time interested me as a preparation for what follows.
In his little book Literature and Evil Georges Bataille writes: ‘literature commands loyalty: the rigorous morality, in this view, comes from a complicity in knowing the evil that grounds intense communications’ (Bataille, 1957: 10; my translation). Although there was a resemblance, the evil in Milgram’s experiments is presented as a series of gestures. The underlying prejudices have the appearance of great resolve. What the ‘normal’ group thinks about the discriminated group seems to result from the work of logic of concepts or categories which justify the judgement or the stereotypes of a race, an ethnic group, and so on. But here the most curious prejudice, attitude or stereotype appears to be a natural container of a social content.
Ethnic hostilities seem to be [writes Roger Brown in his famous textbook of social psychology], ‘rooted in ethnocentrism, inequitable distribution of resources and stereotyping which is simply natural category formation. None of these can be easily changed; hence it is not surprising that the reduction of group hostility has turned out to be a discouraging task’ (Brown, 1986: 624).
The generation to which I belong has known, during the years of the Second World War, the torments of small nations and of Nazism. There was, among the racism or chauvinism, an abundance of religious and scientific notions, judgements of facts, as well as judgement of values among discriminated minorities or neighbouring nations. The famous anthropologist Ruth Benedict was correct when she wrote:
Racism is not like race, a subject, the content of which can be investigated. It is like a religion, a belief which can be studied only historically. Like any belief, which goes beyond scientific knowledge, it can be judged only by its fruits, its votaries and its ulterior purposes. (Benedict, 19421983: 97)
I accept that a psychologist studies races, if they exist, but for me as a social psychologist my goal is to study racism. The French scholar Taguieff arrived independently at a similar view to Benedict in her remark on chauvinism and racism. At the end of a long review of this field one reads in his preface to Voegelin’s classic book Race et Etat (19332007: 85) the following lines:
What Voegelin clearly demonstrates is that racialist theoreticians cannot rely upon biological classifications alone: their plan to elaborate a world view always leads them to go beyond the limits of physical anthropology, to indulge in the manufacture of fanciful social psychologies, or simply to reflect popular ‘wisdom’. Supposedly oral or ‘spiritual’ characteristics are arbitrarily ascribed to a ‘Nordic race’, including ‘the pursuit of long-term aims’, ‘love of the sea’, ‘aristocratic reserve’, ‘sincerity’, ‘purity’, the ‘feeling for nature’, and of course ‘Nordic temerity’.
The double face of the quotations from Benedict and Taguieff concerning Darwinism and racism highlights the process of transformation of ‘scientific’ knowledge into common sense and vice versa. Without this process of ‘translation’, diffusion and the theories of Darwin, the writers or so-called scientists would never be able to make a link with the political or ethnic movements, and would stay isolated from all religions or popular beliefs.
And what is the truth or knowledge which is not shared or rejected in a society? I do not propose exposing the detail of persuasive arguments in order to convince that the containers and the content of our stereotypes, attitudes, etc., are social. They are all inspired by Peirce’s dictum: the thought is cognition, it must be linguistic or symbolic in character, that is, it must be communication.
3 Evil and modernity
3.1 A social perspective
The decisive events in world history are the products of the 19th century. Ruth Benedict states: ‘racism is a creation of our own time. It is a new way of separating the sheep from the goats’ (19421983: 2). She insists that chauvinism and racism are the theisms of the modern world. The prestigious notion of religion resorts to the reality of a multitude of systems of belief, ethos or life-styles.
In any case it means that we should not, as is done, reduce social phenomena to psychological ones or treat them as insignificant epiphenomena. Starting with Milgram himself, he put the social aspects of phenomena into brackets. But, due to the widespread celebrity of his experiments, sociologists have challenged his explanation of the phenomena he studied in order to offer a more coherent clarification.
The well-known British sociologist Bauman, in Modernity and the Holocaust (1989), analysed the type of society in which such a ‘mechanical’ obedience to authority could necessarily take place. He argued that the Holocaust did not result from sadistic impulses, myth or archaic residuals, or from expressions of an authoritarian personality. On the contrary, a mechanical obedience corresponds to scientific and technical practices and to a disenchantment with the world in which modern technology has replaced the old magic. It is in this type of society that such a mechanical obedience could develop.
In a chapter devoted to Milgram, Bauman argued that obedience in modern societies results from a deeply rooted tendency to rationalize human relations and beliefs, and to employ the rules of science and technology. This is what Einstein called dehumanization, and Weber the disenchantment of the world. The condition of this rationalization is the well-known separation of facts and values.
In general, Bauman states that in our epoch the vocation of our science is based on the specialization facilitated by the awareness and knowledge of objective reports. It does not have in view the perspective of the salvation of the soul. When we no longer have a living moral consciousness, we can no longer refuse to obey the order we are given by our superiors or by the ‘offices’.
This may also explain, in Bauman’s view, why, in the situations illustrated by Milgram’s experiments, one individual is capable of inflicting electric shocks on someone whom he does not know, without any shame and without too much remorse. As Bauman (1989: 34) writes: ‘Cause suffering and remain yourself’. The profound cause of such a performance is the atheism of values and autonomy of goals.
3.2 The problem groups
By now this is all very clear. But we need to express it in a language familiar to the socially shared reality. In order to do that, we must look for phenomena with their own meanings that cannot be easily explained. Though, if we pause to reflect on it, we will realize there is something very customary in that procedure.
Namely, we are a problem-solving society, or a problem-solving culture: we reason, we adjust ourselves to any kind of problem, and we depreciate values we share, whether we agree or disagree on them. As a matter of fact, many people are not aware of these norms and values, and share them because authority has told them to do so.
The great writer Borges protested vehemently against this weakness of will: the word problem can be an insidious petition of the principle: to speak about the problem of Jews is to postulate that the Jews are a problem; it is to profess and recommend a special treatment for them, like shooting, cutting their throat, violence, and reading doctor Rosenberg. Another fault of false problems is to submit them to solutions equally false (Borges, 1967: 47).
To be sure, Jews are not the first, nor the only group to qualify as a problem group. But one cannot qualify groups as problems, which is a kind of identity designation, without actually derogating people. But problem groups are quite familiar in the public discourse when the political and social situation is serious. Sometimes one has the feeling that we invent a new species of scapegoat; the mask constitutes a form of general appearance of an individual in a society and all prejudice is recognized by everybody as a mask, that is to say, there is nothing left for hypocrites to believe that they can escape.
As the philosopher Badiou said, there is no problem of immigrants in France, there is no problem of Muslims which had not already been the problem of Jews in the years of the 1930s (Badiou, 2009: 57). But there were already majorities, the solution groups, which provided a racial solution, and a religious solution. Indeed, they were in search of problem groups; because if a problem group does not exist, one has to invent it. Hitler had to invent such a group.
It is not absolutely indispensable to take part for or against the persecuted minority. On the contrary, a certain amount of awareness can shed more light, and it can cure the wound of a group considered insecure. We started a study of Gypsies in six European countries as a problem group. It is obvious that they have been invented as a counter-type of the existing prototypical members of nation, race, religion and so forth (Voegelin, 19332007) and that their name is a kind of baptism.
The taboo of contact, by its punitive character, has devoted a considerable effort to closing one group to another. In other words this prohibition of contact commits itself to the belief that the groups are different, like humans and animals, and not contrasts, for example like the French and the Americans. No single formula can sum up the reason for the Gypsies’ tormented history. But history makes palpable the nature of the ethical-social dilemma that the ethnic group of Tzigane has faced for a long, very long period of time.
We know, for example, that the majority of Italians or Spaniards who discovered new peoples had already been instructed, at least by their religions, about the taboo of contact with respect to savages and unbelievers in general. This fact re-awakens our favourite worry: is the other human or not? Even though they have not been delinquent, we know that in Spain Gypsies have been declared nomads and criminals.
Moreover, their humanity had been denied and they have been therefore alleged to be non-human – the universal polarity between an atypical and a counter-typical out-group. In an experimental study carried out with Juan Pérez (Pérez, Moscovici & Chulvia, 2002) we have demonstrated the extent to which that representation survives to the present day.
The real prejudice focuses on the duality of human/not human, culture/nature and domesticated/wild. The taboo of contact justifies, even overjustifies, the naked use of force. For several hundred years Gypsies were accused of living a nomadic life of debauchery and libertinage, and were threatened by the Inquisition with exile as the Jews of ‘mixed blood’. This continued up to the 20th century.
The Nazis bundled the whole Tzigane people into a category of inveterate ‘criminals’ and mischlings who deserved the treatment meted out to ‘half-Jews’. In the mid-1930s, the women and children were, on Himmler’s orders, interned in Ravensbrück, and the men in Dachau, to await the final solution. At the end of 1942, the Directorate of the psychiatric centre of the Kaiser-Wilhelm-Institut of Munich, near Dachau, reported the outcome of research approved by Adolf Hitler:
It is he and his collaborators who are merited with bringing into practice the theories and the demands of the racial Nordic thinking … the fight against the parasitic races of foreign blood like those of Jews and Gypsies … and to have prevented the reproduction of the carriers of genetic diseases and of the individuals who are genetically inferior. (Rüdin, 1942–1943, quoted by Taguieff, 2007: 25)
Here I end the quotation, which goes on to advocate death as a final solution.
One finds it difficult to understand why Milgram has completely misunderstood the nature of the evil he was searching for, although the evidence was plain enough. If one examines after some years the desire to understand his simultaneous experiments more fully, it is the consequence of how they appear to us today, the hostility of his colleagues, and a need to understand their public and moral impact. He could have signed off at the end of his papers, as did the painter at the bottom of his paintings, ‘In doloribus pinxi’.
3.3 Majorities and minorities
Chomsky remarks that when one speaks a language, one knows a great deal that was never learned. That is probably true about most social phenomena we study. I had to evoke a certain number of memories of what I had lived through during the War, of horrors which are difficult to acknowledge. However, I have arrived at the point where I can propose some openings in the field of intergroup relations without casting into question its richness and its originality.
The study of racism in America and in Europe was obviously born, together with theories of race, as the second social problem beside unmemorable poverty. And the reason for this was perhaps nothing but a loss of reason. The evidence seems plain enough. The famous American social anthropologist could write at the end of the Second World War: ‘Psychologists look elsewhere for the explanation of current racial hatred and persecution. It is certain that Nazi race theories have developed not on the basis of objective fact, but under the domination of powerful emotional attitudes. A well-known psychological tendency leads people to blame others for their own misfortunes…’ (Benedict, 19421983: 168).
It seems difficult to believe that the people who did so much for science and philosophy could commit such abhorrence, like a tribe possessed by a magic spell. And if one cannot persuade a racist of his biases by rational argument, one has to maintain a stance just there on the border of solipsism, leading to a painful casuistry. What does justify our radical autonomy between prejudice and true belief, or between a rational and irrational evaluation? Lévi-Strauss tells us in a personal voice:
Today, I evaluate better the illusion, which is probably inevitable in an intellectual and which consists in believing ideas with an unlimited power. I have come to understand through my profession as an ethnologist, through direct and indirect study of very different societies that are very diverse from our own, and which differ among themselves, that no real or even possible society, can ever achieve rational transparency. One does not make a society from a system. Any society is above all made by its past, by its habits and customs: altogether by irrational factors, against which theoretical ideas, which one claims to be rational, are being hounded. This is the only point of their agreement and, when they arrive at their goal, there is nothing left to them but to destroy one another. (Lévi-Strauss, 2009: 35)
Time has darkened our optimism. In studying racism, prejudice is the study of the crisis of our time. It is useful to be told this by the scientist who has written the famous study on racism.
I claim that the study of prejudice will never be worthwhile without taking into account its life-space. It is normal when everyone can say ‘I am what I am’. It is sad to observe that the usual demand is ‘Be like me, but unlike me’. This is persecution, the double mind of every moment, of every day, and in every relation or emotion. And it will be always an answer to ‘what happens’.
Personality and desires, however fortunate, will follow the prescribed routine. It is a vicious circle and a terrible bondage that has led the specialist of human communication, following Bateson, to say that the ‘double bind must be disobeyed; it is a definition of self or of the other. The person thereby defined is this kind of person if he is and is not if he is. An individual in the double bind is punished for correct perceptions.’ Our social sciences in a search to save appearances would consider such life-spaces improved by our making.
I strongly believe that there is not a word to be changed in this passage. It enlightens the distances between concepts and the permanent clichés by which our habits of mind have given the impression of real understanding. What has become new during the last century is the existence of the politics of racism and chauvinism. What must be renewed are representations and the vocabulary of sciences that will devote themselves to the study of this politics.
The evidence is plain enough. It happens when one person classifies another as French, American, the European, a community of Gypsies, and so on, in order to decide whether they are similar or different. You have also to think of the symbolic and affective factors that make it hard for people to fit themselves into a community with others who are subordinate or foreigners. These are in a way two faces of the same relationship.
The French philosopher Bergson expressed beautifully the relation between the two opposed maxims Homo Homini Deus and Homo Homini Lupus, showing that they are easily reconcilable When one formulates the first, one thinks about someone as a compatriot; the second one defines a foreigner. Lewin was convinced that similarity does not concern a group or living social relations. Such a living and dynamic group is based on interdependence rather than on similarity.
In the end, numerous reasons of interest can be considered with respect to what shapes the relations between majorities and minorities. There is not the slightest cause for hesitation regarding their criticism. I do not want to say that if our theories are open to any kind of novelty, they will provide, from the scientific point of view, more certainty. What will be novel, in any case, is that the understanding of the relations between majorities and minorities will also become more specific. One can speak about discrimination, exclusion, and so on.
But we shall discover that the expression that links these relationships between majorities and minorities is persecution. This is confirmed by the conclusion to Ruth Benedict’s (19421983: 147) book: ‘In order to understand race persecution, we don’t need to investigate race, we need to investigate persecution. Persecution was an old, old story long before racism was thought of.’
It is imprudent and even more regrettable to search for ways to dissimulate what has left an impression on our recent history. One did not need much time to recognize a remarkable symbol of the life-style of the minority.
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This reference to interaction or interdependence has another consequence we must explain: there are numerous categories or associations which refer to collectives, religions – and are without reference to a social principle or an historical definition. For example, when one evokes homosexuals, Christians, and so on, one makes allusions without designating a particular group, a form of particular interdependence. The question therefore arises as to the nature of groups which throughout history have shaped our prejudices of all kinds. Starting to research such a wide topic is truly like opening a door onto a hopeless unknown.
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Goethe has considered the minority–majority relationship to be an original Ur-bond. It is the bond between the prototypical members of a nation, race, and religion, whose strength lies in their authority to initiate relations and resolve the problems of everyday life.
The minority represents, in Voegelin’s scheme, the counter-type, the obstacle and the reverse of the ‘prototype’; it is a problem-group with a long and tormented history. The taboo against contact sanctions this split and at the same time ratifies the authority of the majority and the obeisance of the minority. On the other hand this prohibition sanctions the fact that groups are not different, like people and animals, but contraries as are Americans or Europeans.
The meaning of the interdependence between minorities and majorities is as evident today as it ever was, since its discovery in Athens. To close these reflections, it is obvious that they are useful in our reflection about racism and so on. They are useful but not interesting enough to persevere with the phenomenon of exclusion, of discrimination, the lack of contact, and so on.
Flaubert grasped the truth when he wrote that the hatred against Gypsies stems from something very deep and complex: ‘It’s the hatred alive in any kind of persecution, in the social rules of persecution and many majorities towards a dissonant minority including the heretic, the philosopher, the hermit, the poet’ (Flaubert, 18671982: 106). At this point I feel it is useful to quote again Ruth Benedict (1959: 55), the anthropologist who expressed so strongly the essence of our time: ‘the history of racism is nothing but another example of the persecution of the minority’.
4 Racism: an ‘ism’ of the modern world
The distinguished anthropologist Ruth Benedict, from whom I borrow this title, is rarely mentioned by my specialist colleagues. Yet she contributed a great deal to the diffusion of the concept of authority. She made acute observations on the study of phenomena which are decisive. Amongst other things, she pointed out that one cannot study racism and similar phenomena as isolated concepts, as stereotypes, and so on, but as phenomena that have values, as ensembles of ideas and beliefs, which in one form or another obtain a popular form.
This is another way of saying that our modern society, perhaps more than any society in history, has produced a capital of prejudices and common-sense knowledge. And they are, as Joyce remarked of anti-Semitism, the easiest prejudices to prove. They are easy to prove because they express the most familiar ritualized beliefs that have been created by nation, party or church. One wonders how the ‘claims of racism or chauvinism’ can be refuted only by science and education. Ruth Benedict spent many years thinking about this, and the answer to this question is her work.
The only theory which has been proposed to deal specifically with these phenomena to date is, to my knowledge, the theory of social representations (Moscovici, 19612008; 19881993; 2002). It is therefore fruitful to introduce this theory into this vast and essential area of human life; but accept that I do not have the space here to present this theory more fully within the limited extent of this article.
First, a social representation, like any human representation, is both intellectual and figurative; it is a network of concepts and symbols with an imaginary element (Jacob, 1981). Second, we cannot fail to be struck by the fact that common sense exists not only in all humans, but that it is also the sense on which the life of the community is based.
A group, large or small, is formed by something outside that group, either shared interests, use of some predominant technique, or the action of some outside agencies. A group is ‘created’ in an artistic sense from beliefs and theories that foreshadow a representation in statu nascendi. This is very disconcerting, but history teaches us that groups are not shaped because they adapt to their common external environment; rather, they are shaped from within.
It was beautifully captured by Durkheim when he showed how and why men form a society that they must obey. The same could be shown of social representations of classes, categories, ranks, ethnic communities and so on. This is probably why any society that classifies its members, separates majorities and minorities, embeds folk beliefs, religious or political rituals within the representations that obey a norm which gives its acts an ethical meaning. These acts are not committed by criminals or madmen, but by people who know what is permitted and what is forbidden, and by those who have learned early in their lives the difference between right and wrong.
But a difference which makes the difference for a persecuted minority is that the verdict is in before the trial has begun. Its sins or crimes are not defined as transgressions of the norm, anti-social acts, but as inherent, and therefore natural, tendencies. As a rule, what is deemed to be ‘true’ of the group is also eminently applicable to individuals, who are seen as the most visible and concrete incarnations of the group’s ‘qualities’. I think that I have understood something of the essence of prejudgement when I realized that it permits things to pass from the one to the many and from the many to one with the speed of light, or nearly so.
At this point, we can evoke the two basic processes underlying social representations: objectification and anchoring. To put it in more intuitive terms, everything in a social representation is ordered around a figurative kernel that in a sense ‘underlies’ all the images, notions or judgements that a group or society has generated over time. A minority’s clearest distinguishing feature is the figurative kernel of its representation. In the case of Gypsies, it is articulated around the nomadic/sedentary thema, and this thema is as basic as is the left/right thema in the social representation of political parties.
In the course of my research I have found that, where Gypsies are concerned, the figurative kernel of their representation has not changed for several hundred years. Unfortunately, I do not have time to dwell at any length on the process of the objectification of the social representation of Gypsies, which I have analysed in my research on this minority, now known in Europe as the Roma. Let me just say that the figurative kernel that associates the concept of this minority with its image appears in everything that is said or thought about it, and finds expression in a series of emblematic themata.
First, there are the themata of pure and impure (clean/dirty) defining the minority’s presence as an anomaly within the autochthonous population. It was in a sense materialized at the time when the Spanish Inquisition introduced the racial concept of ‘purity of blood’. Like the Jews, the Gypsies were regarded as a ‘wicked nation of beggars and idlers’, and as an almost satanic element within society.
Given that they were Christians, they were not expelled from Spain but, because they were impure, they were forced to live in residential zones they were forbidden to leave. Blood was no longer evoked, but purity and impurity became concrete realities when they were placed ‘under house arrest’ and forced to live apart from the majority.
The second emblematic themata are the stigmata that almost always distinguish minorities and make them stand out from the majority. A stigma repeats, at the deeper level of the majority–minority relationship, the question the Spanish asked themselves about the Indians of America: ‘Are they men or not?’ It is as though the stigmata were not just a mark of the minority, but a way of thinking that replaces symbolic thinking, or makes symbolic thinking impossible.
There is no essential difference between natural stigmata and so-called artificial stigmata. Both indicate a break between the ‘normal’ majority and the ‘abnormal’ minority, that the bearer is a member of such and such persecuted minority and wears the badge of shame. No matter whether they work or not work, Gypsies are all represented as not working or in a ‘private’ working sphere. One always perceives ruptures in life that result from the activities of these communities. All that changes is the legal or illegal character of those activities – art or a public entertainment on the one hand, or robbery on the other.
One finds that in a number of studies over several hundred years their social representations are dominated by themata of robbery or popular acrobatism, as if their psychology were socially prefigured from the beginning. As Nietzsche put it: ‘Something is branded in, so that it stays in the memory; only that which hurts incessantly is remembered’ (1996: 42). Evidently, by the stigma.
Everyone knows that, whatever the law may say, in many places Gypsies do not have the right to sit where they like on a train or in a station, and that they are told where they can live – and how long they can stay there – by the town council. This segregation is obviously much worse when these restrictions are enforced through violence against Gypsy villages or neighbourhoods.
The emblematic common-sense thema that justifies these actions is the taboo of contact. Whatever the explanation for it, this is an ancient and probably universal taboo. It is always an obstacle to everyday encounters, and it objectifies behaviours of rejection, disgust or fear towards the minority. Denise Jodelet (19891991) offers a very detailed analysis of this behaviour in a situation where the majority has always lived alongside the minority. And in an experiment carried out in Spain, we have shown that ontologizing Gypsies as animals is one of the ways in which a majority can reinforce the taboo on coming into contact with the minority.
It comes as no surprise to learn that these themata in a sense structure social representations and precede, if I can speak metaphorically, the birth of relations between minorities and majorities in contexts of ethnic, religious and other forms of persecution. Leaving aside my own experience, my reading of anthropological and historical studies has convinced me that my research with Juan Pérez gives us a better idea of the wall between minorities and majorities described by Lewin, and of the way majorities build walls to keep out minorities.
It also gives us a better idea of why we find it so difficult to free ourselves from the hold of racial, ethnic and religious bias and of its corsi and ricordi throughout history. If we think of the rare periods of enlightenment when men could say to themselves ‘It’s unthinkable’ or ‘I must not do that’ before they surrender to temptation, we get a better idea of the power of man’s compulsion to persecute his fellow man.
Perhaps that is the meaning of the ‘Know thyself’ inscribed by the Greeks on the Temple of Apollo in Athens. In saying this, it is not my intention to criticize the theories of the researchers who have been studying these phenomena for so long, and I respect their competence and their gift for invention. All I can say for the moment is that a desire to justify the extension of the theory of social representations to the real field of research encouraged me to study a persecuted minority that I have known for so very long.
Those who have lived through or seen at close hand a catastrophe usually believe that it will be the last catastrophe, and they lose their sang-froid when they see that it is happening again or that there will be other catastrophes. When it comes to racism, what we have experienced since WWII proves to have been a false dawn. I am not saying that nothing has changed or that it has all happened before. The more we study it, the more racism (or chauvinism) proves to be the only unnatural religion, the only religion that offends common sense and that spoils our pleasure.
It is, as Pascal (1966) puts it, the only religion that has always existed. Ever since, or almost ever since they arrived in Europe, Gypsies have been classified as nomads, wanderers and bohemians, as opposed to sedentary peoples, and described as resisting the gradual sedentarization of Europe. It is fear or rejection that makes us establish temporary ghettos for these travellers on the outskirts of our towns.
5 Nomadic and sedentary
The origins of the process of anchoring, assuming that it does have origins, lie in the way we see fragments of a social representation, and the way it is inscribed in the language, images or situations typical of the social environment. There is probably a mimetic side to this process: concepts or words do not just symbolize the things of the world we share; they also represent them to others. We might say that the anchoring process has the effect of making what we assume to be our relationship with the world dependent upon our relationship with others. And as Billig says of the singularity of the anchoring process:
There is a crucial difference between the cognitive approach and that cognitive … tendency to view categorizations in terms of individual functioning that is represented as a social functioning. What is represented in a social object and an anchoring draws the individual into the cultural tradition of the group, the developing of the traditions. In this way, representations are rooted in the life of the group. (Billig, 1988: 5)
The majority therefore tries to express its goals and symbolic actions through its relations with the minority by turning to its own past and traditions and by communicating them to others. Anchoring, in other words, familiarizes us with new social representations and takes us back to what was familiar about old representations. The same thing happens when a work of art is translated or reproduced. And the reason why prejudices exist is that any new action of judgement also corresponds to an old meaning.
You will of course recall the notion of the figurative kernel that is present in any social representation. And you will recall that this kernel associates concepts with images, and vice versa, and defines themata. Examples include the right/left thema in the political field, and the sacred/profane thema in the religious field. The nomadic/sedentary thema expresses the Gypsy minority’s singularity perfectly.
To put it in more concrete terms, I would add that it condenses both aspects of its nomadism. It has both a positive aspect (Gypsies work, usually as musicians or as travelling entertainers) and a negative aspect (they are beggars and delinquents who lead a precarious life and who are outside the law). And if we look at laws of history, we find a striking constant: the figurative kernel of their social representation has shown very little variation over 400 years. That is why I have chosen a historical example to demonstrate both the persistence of their social representation and a variant that extends it into modern society.
We are probably more familiar with the history of the dinosaurs, which we study because it fascinates us, than with that of a persecuted minority, which we ignore because it leaves us indifferent. We know, however, that the Gypsies came from Egypt and spread across Europe, most of them in the East and the rest in the West.
It should be added that these Tziganes or Bohemians were definitely not nomadic and that they were tied to the land, or to one area, either by slavery or by effective political stratagems. Despite the sufferings and vicissitudes they experienced in the 19th century, they immigrated to Western Europe and found echoes of a past and representations of their nomadic existence in Germany and France without having to look for them.
We get some idea of these events if we think about what happened at the time in France and especially in Italy after the collapse of the Berlin Wall and the war in Serbia, when Gypsy communities crossed frontiers without any hesitation. I recall this well-known anecdote simply to illustrate what may have happened in France towards the middle of the 19th century, or in the modern bourgeois society where this story took place.
In this effervescent society, which settled its population in its factories, administrations and shops, the social and political majority was sedentary, or wished to see itself as sedentary. In order to establish the normal type and the representation of the sedentary life as the life-style of the majority, it had to invent the counter-type of a minority that wandered and drifted through the interstices of society.
There is nothing new about the conscious or unconscious invention of the representation of such a minority, but there is no need to emphasize the point. Be that as it may, this minority was, or had to be, made up of displaced persons, failures, foreigners, exiles and potential criminals who were either indifferent or hostile to the social order. You have probably heard of la bohème and la vie de bohème. And that name was enough to anchor the representation of Gypsies and to disseminate it throughout the whole of society, as Bohemia was the name of their place of settlement.
These bohemians established their ill-defined and composite society, which ‘resembled’ a Gypsy community, in Paris, the city that was at the time, according to Walter Benjamin, the capital of the world. They had their cafés, taverns, workshops, club houses, revolutionaries, newspapers and even their own argot. They were not just writers but bohemians, and Robert Michel, the great political sociologist of the day, described them as a ‘pariah class’ and as ‘intellectual Gypsies’.
We know that the figurative kernel of the social representation of Gypsies penetrated and became the kernel of a social representation of non-Gypsies. The Gypsies called them ‘gadgies’ [gajos], and their social representation influenced, to some extent, their history, their way of life and perhaps their mode of behaviour. There can be little doubt that the representation of la bohème, with Gypsies in the background, created the ‘flesh and blood’ bohème. I am convinced of that, but it would take much more work to prove it.
What is more significant, we once again see both aspects of the social representation. The innovative artists and musicians represent its positive aspect. Its negative aspect was represented by the revolutionaries and anarchists who flooded Paris and who met in their cafés and party headquarters, including that of the Ligue communiste, plotting against the Russian, Italian and German governments that had exiled them or forced them to flee.
They swelled the ranks ‘of the social milieu known in Paris as la bohème’, as Marx and Engels observed, in the taverns of the wine-merchants where conspirators met. They formed revolutionary Bohemias of proletarian origin, and were under police surveillance. Of all this, the most remarkable thing is the distinction that was made between, on the one hand, the occasional conspirators who led ordinary professional lives amongst the sedentary majority and, on the other, the professionals who devoted all their lives to plotting.
Louis-Auguste Blanqui was the model of the latter. It was, of course, the modern nomads who acted outside and against the law. Walter Benjamin cites them at length in his unfinished Paris, Capital of the Nineteenth Century. One hundred years later, these texts still give us food for thought, but we should also be thinking about what he has to say about his own experience of exile in his digressions about la bohème and ‘conspiratorial artists’. The latter formed what he called ‘the bourgeois intelligentsia’s reserve army’, who were involved in the army’s conspiracies; they then took part in workers’ insurrections. And, in a sense, they were precursors, revolutionaries and anarchists.
You must forgive me for taking this example, but social psychology is no stranger to the history of an emergent minority – artists, proletarians, revolutionaries – we find in the themata that helps to anchor the rejected but familiar minority. To illustrate this, we could do no better than cite the striking and celebrated example of Marx, who belonged to this bohème of exiles and revolutionaries. In 1922, Antonio Gramsci described Marx in the pages of a well-known newspaper as ‘both a man of science and a man of action, a critic and a sectarian and partisan demagogue, both God and Devil, both Apollo and the Gypsy king’ (Traverso, 2004: 51).
It goes without saying – but it still has to be said – that it was the social representation of the Gypsy minority that had put down roots in France that came to exemplify the nomadic existence and a life that was lived outside the law, that provided the basis for the representation of the bohemian minority, and not contacts with actual Gypsies, who were still described as wretched and dangerous creatures. Flaubert and the other writers of the day who were scandalized by Gypsies are testimony to that.
As I speak to you of these great events of the past – and the emergence of la bohème was a great event – ‘prejudices’ appear in the way that the painter Marcel Duchamp’s ready-mades appeared. By adding his signature to ordinary objects such as a urinal or a chair, the artist displaced them into the aesthetic world, and turned them into objets d’art.
He did not need to create them out of selected raw material such as iron or ceramics, but simply chose them and added his name to them. That was enough to move an ordinary object from a shop into an art gallery, and to shift the public’s gaze. Perhaps our prejudices are ready-mades or mental gestures that transfigure certain of our judgements when either our common sense or the science of relations brings us into contact with a minority. This is certainly a question to which we will have to return if we wish to understand how familiar representations generate alien or even violent representations of the persecution of others.
6 Between assimilation and emancipation
I will not comment here on the violence and humiliation suffered by those persecuted communities. The findings of historical and political documents show that after the Second World War several programs were formed to assimilate Gypsy communities.
I do not need to comment on writings by sociologists and psychologists who did not believe that the outcome of these attempts was successful. I recall these attempts to mind because they recommend assimilation as a solution to the ongoing suffering of Gypsies, although, on the contrary, that was part of the problem.
The globalizations of Human Rights and the European Union’s directives on minority rights have had the same consequences for Gypsies as for the other minorities. There is now the legal protection of Gypsy families and groups, but this does not mean that the tragedy of evil has stopped. On the other hand, the creation of institutions, associations and official representations encourages individuals or groups to a creative search for answers to persisting evils. And more so, it encourages them to change the old solutions to the dilemma of the group.
In her book, Gina Philogène (1999) carries out a fine analysis of the emancipation of black movements in the United States, and she shows how important was the decision that the black communities re-described themselves by a new name: African American. I consider that a new nomination is a symptom of emancipation.
Insofar as it is also the symptom of change, ‘nomination’ is an expression both of an ideal social representation and a shared reference. The American philosophers Putnam and Kripke emphasize both aspects. For example, Kripke (1972: 97) writes that a name given to a person in ‘an initial baptism … [is] explained in terms either of fixing a reference by a description or ostention’. And ‘[w]hen the name is “passed from link to link”, the receiver of the name must, I think, intend when he learns it to use it with the same reference as the man from whom he heard it’ (p. 96).
Obviously, even though the baptism has started and even though the denomination ‘Roma’ has begun a new historical and moral career, the destiny of that people will not change overnight. As we can learn from the history of the nations of Europe, the internal obstacles, which require the sacrifice of a tradition, of language, or even a collective memory, are more formidable than the external obstacles.
Social psychology has devoted itself only to the study of the assimilation of passive and obedient minorities. Nowadays, minorities once upon a time passive have at present become active. Hence, emancipation has become an alternative solution that can put an end to customary persecution. Our hope to find an answer to these enduring questions has never been lost entirely.
Even during the most painful torments of my life, I have always remembered the last line of Paul Valéry’s (1922) poem Le Cimetière marin: ‘The wind is getting up! … We must try to live!’
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Author biography
Serge Moscovici was born in Romania and since 1948 has lived in Paris. He is Professor at the Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales. He has carried out research in the history of science and in social psychology. He has published several books, among them La Psychanalyse: Son image et son public (1961/1976), Essai sur l’histoire humaine de la nature (1968) and La machine à faire des Dieux (1988/1993). In 1962/63 he was a fellow at the Institute for Advanced Studies in Princeton, USA; in 1968/69 a fellow at the Center for Advanced Studies in Behavioral Sciences, Palo Alto, Stanford. He received the European Amalfi Prize for sociology and social theory in 1989; and the Balzan Prize for social psychology in 2003.